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El control cinematográfico en la evolución del mudo al sonoro

Juan Antonio Martínez Bretón





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ArribaAbajo1. Orígenes de la acción censora

El control sobre la obra cinematográfica constituyó un objetivo institucional y religioso, que apenas alcanzó su entronización unos años después de iniciarse el proceso de porosidad social del medio.

Y en este clima de decidida vocación intervencionista y genérica práctica internacional, enfundada en la inequívoca defensa de los valores morales y políticos tutelados por la clase dirigente, España se constituyó en uno de los primeros países europeos en articular oficialmente medidas censoras contra la libre creación cinematográfica.

Superada la etapa en que este invento se había convertido en una especie de artefacto mágico para su exhibición ambulante, el poder de comunicación fue tal que las autoridades administrativas sintieron la necesidad de defender a la población y protegerse a sí misma de las vertientes nocivas que podían derivarse de la patente de los hermanos Lumière. Así, el increíble realismo del cine alentó a las autoridades nacionales a controlarlo progresivamente, como iba a suceder en el resto del mundo.

Esta industria no podía quedar al libre albedrío de unas consignas artísticas privadas. Tras unos años de contemporización, el ministro de la Gobernación, Juan de la Cierva y Peñafiel, justificó la primera norma censora publicada en España, mediante una Real Orden de 27 de noviembre de 19121 por el pernicioso influjo que las proyecciones cinematográficas ejercían en el público y especialmente sobre la juventud.

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El texto incurre en una falta de concreción considerable, propia de la ausencia del conocimiento de los efectos del naciente invento. La carencia de estructuración es manifiesta, adoleciendo de una fijación de términos y perjudicando la debida aplicación de la ley. Además, este arco positivo, amparado en la defensa de la infancia, la higiene y en las perturbadoras imágenes que podían, en ocasiones, producir trastornos síquicos -según reza el preámbulo de la disposición-, no se entiende a través de una censura ajustada en función de «los títulos y asuntos de las películas» (art. 1.º).

Este interés censor va a fijar, pocos meses después, nuevas coordenadas de acción. A instancias del gobernador civil de Barcelona, seriamente preocupado por los derroteros del séptimo arte, se promulga la Real Orden de 19 de octubre de 19132, creando el Reglamento de Espectáculos. Un engranaje censor que, definitivamente, va a pulirse en estos albores censores a través de la Real Orden de 31 de diciembre de 19133, ante la derogación tácita que la anterior norma hacía de la Orden de 1912.

Este ajustado compendio legislativo, que por vez primera se instaura en nuestro país, vino a complicar la comodidad comercial que gozaba el sector dedicado a las imágenes en movimiento. A modo reflexivo, se puede desprender de estas primitivas disposiciones que la censura cinematográfica no tiene un carácter apriorístico, sino que se efectúa sobre la obra conclusa, que la capacidad amputadora no tiene un ámbito estatal o general y que cada Gobierno Civil o Ayuntamiento goza de la prerrogativa de la correspondiente autorización para su circunscripción, y que, por lo tanto, el control sobre las filmaciones se realizaba a través de las empresas exhibidoras, quedando al margen las productoras de las mismas.

En 1916, y como consecuencia de la actitud neutral de España en la Primera Guerra Mundial, el Ministerio de la Gobernación promulga una Real Orden de 6 de diciembre4 sobre cintas cinematográficas y dibujos relacionados con la guerra, según la cual se ordena a las autoridades dependientes de su Ministerio para que las cintas que se exhiban sin previa autorización, relativas a la guerra «que puedan ofender a los Soberanos de los países amigos o a sus Ejércitos», se denuncien al Fiscal de la Audiencia y a este Ministerio. A este respecto, y a tenor del contenido esbozado, González Ballesteros hace la suposición de que, a cuatro años de la aparición de la primera disposición censora, probablemente no todas las películas exhibidas eran presentadas previamente a las pertinentes   —113→   autoridades y sí sólo aquellas de contenido sexual o pornográfico que podían atentar a la salud mental de la infancia5.

Sobre la aplicación de estas normas apenas existen datos fehacientes en la bibliografía nacional. No obstante, una explicación a esta laguna bien puede descansar en el parco desarrollo de la industria, la técnica y la difusión cinematográficas, poco propiciatorio para el acomodo de un férreo sistema censor. Muy posiblemente, tras el desconcierto reinante a tenor de los primeros preceptos censores, contestados por un sector de la prensa, el control ejercido fuera realmente liviano. No parece probable que un mecanismo recién creado pudiera perfilar un sistema estricto de coacción informativa, teniendo en cuenta, además, que el Derecho positivo no era el marco jurídico más idóneo para ejercer una estrecha vigilancia.




ArribaAbajo2. Presión coercitiva sobre las últimas obras mudas

A partir de los años veinte los parámetros censores cambian apreciablemente. El contenido moral de las obras, después de una década de cierta contemporización, empieza a ser objeto de un control más detenido. Así se desprende de la obra de Juan Antonio Cabero, Historia de la cinematografía española, donde asevera6:

«La previa censura ya estaba establecida, pero es que a partir de 1921 tomó tales proporciones que llegó a poner a la cinematografía en peligro, porque se daba el caso de que la censura se practicaba en Barcelona y Madrid por elementos capacitados, entre los que figuraban un sacerdote y una dama catequista, pero pronto se extendió esta censura de tal manera por toda España que era rara la provincia o pueblo importante en el que el gobernador, o el alcalde, no ejercieran también tan delicada misión, prohibiendo las películas según su capricho, sin reparar en los perjuicios que ocasionaban.»



A tenor de lo expuesto, seguimos inclinados a creer que, tras dos lustros, aproximadamente, de aplicación de una censura suave y de difícil identidad, y a medida que el lenguaje fílmico alcanzaba unas cotas expresivas más conformadas, las coordenadas censoras fueron articulando nuevos modos sin que por   —114→   ello hubiera una base preceptiva aplicable. La propia sociedad, dominada por el peso de una clase conservadora, fue imponiendo unas directrices cada vez más distantes de la pobre vertebración jurídica inicial en vigor.

Los años veinte, que en nuestro país cumplen el ciclo de la Dictadura del general Primo de Rivera, se van a caracterizar por la asimilación ordenada y periódica de la acción de la censura. Los valores morales de la sociedad van a ser controlados por los poderes públicos, que ven en el cinematógrafo un arma de fácil propagación. El cine ya ha ocupado social e industrialmente un puesto de privilegio en el entretenimiento del pueblo.

La primera norma sancionada en este etapa dictatorial abordó el campo de la cinematografía informativa. Así, una Real Orden de 24 de noviembre de 1927 del Ministerio de la Gobernación7 dispone la autorización de films informativos que contengan actos públicos, ceremonias, espectáculos al aire libre, etcétera, sin que las empresas deban cumplimentar los procedimientos ordinarios de censura. A cambio se demanda la prestación de una hoja de solicitud con el índice de los asuntos del film y la rotulación literal con que haya de proyectarse cada obra. El permiso definitivo se concretaba con el dictamen favorable de un delegado de la Autoridad, que, preceptivamente, debía asistir a la primera proyección pública para cotejarlo con lo expuesto en la hoja de petición. Con esta fórmula se conseguía agilizar la exhibición de los films de actualidad.

El marco jurídico de esta década se completa con la reforma del Código Penal de 1928, cuyo artículo 618 prohíbe y penaliza la producción, distribución o exhibición de cintas obscenas, bajo delito de escándalo público. Jurídicamente, semejante consideración supone un hito al conferir a la jurisdicción ordinaria la competencia para determinar la obscenidad o pornografía en las pantallas cinematográficas. Sin embargo, las competencias para el ejercicio de la censura no variaron.

En suma, la práctica censora ya se había extendido de forma consistente, sistemática y sin ajustarse estrictamente a los cauces normativos, que apenas se habían desarrollado desde 1913. De esta manera se reinterpretaron algunos preceptos, y de la primitiva censura sobre los títulos y los asuntos, se pasó a un, más o menos, detenido examen sobre el visionado de la película; o, por ejemplo, en Madrid el control lo canalizó la Dirección General de Seguridad en lugar del señalado Gobierno Civil. Dentro de las variantes, derivadas de la competencia censora estatal, no menos significativa supuso la ejecutada contra el filme científico titulado Entre la vida y la muerte, autorizado por el Ministro de la Gobernación en 1927 para su proyección en Pontevedra, con la obligación   —115→   de «ser enunciado y exhibido en sesión especial, con absoluta prohibición de que asistan niños»8.

Por otro lado, es resaltable la participación activa de algunas Juntas provinciales de Protección a la Infancia, vinculadas a los gobiernos civiles, cuyas competencias asesoras estaban insertas en las primeras medidas administrativas, aún en vigor en esta época. Una labor que tuvo un especial protagonismo en Barcelona, y en la que también colaboraron entidades como la «Liga contra la Pública Inmoralidad» y la «Lucha contra la Moralidad Infantil». De carácter oficial emitían quincenalmente la relación de obras censuradas que, muy ocasionalmente, eran difundidas por la revista Popular Film, siendo ínfimos, según esta fuente, los films aparcados o minados parcialmente.

Al desigual proceder censor muy posiblemente contribuyera la ausencia de un código de censura oficial. Un acotamiento jurídico en forma de reglamento que, como en Italia y otros países9, hubiera podido servir como eje conductor del mensaje cinematográfico. Por lo tanto, la nómina de censores se regía por unos patrones generales supuestamente atentatorios a la moral y a la dignidad humana. En consecuencia, esgrimiendo unos parámetros ancestralmente invocados por la censura y caracterizados por una voluble interpretación, reprimiendo especialmente todo lo relacionado con la generosidad epidérmica de las casas productoras.

Si bien en los años veinte no se produjo un notorio decantamiento a favor de la abolición de la institución censora, en cuanto que titular de la represión de todas aquellas cintas que podían suponer un menosprecio nacional o insertaran escenas escabrosas, así como títulos soeces, sí que se alzaron voces contra las amputaciones sufridas por determinados films que mostraban primeros planos o detalles femeninos considerados procaces para la época.

Indudablemente, los criterios censores manejados, sujetos por lo general al juicio divagante de una junta de control presionada por una sociedad conservadora con el poder en sus manos, tuvieron un punto válido de partida en el Código Hays, redactado básicamente por un jesuita en 192210. Un texto cuajado de prohibiciones destinadas a reprimir los excesos en las formas femeninas. Con este perfil, los censores fueron propensos a eliminar la exhibición de bailarinas mostrando sus vientres, las partes superiores del pecho o espalda. La razón   —116→   de estos criterios limitativos del arte cinematográfico se apoyaban en la máxima de la defensa de la infancia, particularidad que tanto ayer como hoy prima en la vocación del legislador. Sin embargo, tales muestras eran consentidas en otros espectáculos como circos, varietés y otros.

Semejantes criterios provocaron una tangible corriente de opinión opuesta a los rígidos juicios dominantes que impedían la visión de cintas exhibidas en el extranjero. Ante tales agravios y estrecho comportamiento, la crítica y más concretamente desde la tribuna de Popular Film, se esgrimió el siguiente comentario11:

«¿Por qué no solicitar de quien corresponda, por una representación de editores, distribuidores, empresas y prensa, en una instancia respetuosa y razonada, para dejar libres de censura los detalles y primeros planos esencialmente femeninos, cuya exhibición se permite en ciudades como Nueva York, Berlín, París, Londres, etc., modelos de pueblos? Creemos que ya va siendo hora de que nos dejen las cintas tal como vienen o hayan sido presentadas en otros países, destruyendo con ello un 'tartufesco' criterio ético falso, ya que en España, espectáculos similares, con la agravante de la realidad, gozan de cierto 'privilegio', en lo que a tal punto se refiere [...].»



La censura estatal, imbuida en posturas ciertamente absurdas, permaneció férrea y sin ánimo de cambio. A finales de la década fueron aprobados con observaciones films como La trampa amorosa, Máscara de mujer, Estrellas dichosas, o prohibidas totalmente otros como Hombre sin amor12, que habían incurrido en las circunstancias mencionadas.

El carácter irracional de los mecanismos y criterios censores -denuncia que con más o menos beligerancia ha sido una constante pareja al devenir cinematográfico-, fue puesto de manifiesto en el Primer Congreso Español de Cinematografía, celebrado en Madrid entre el 12 y el 20 de octubre de 1928. Con gran respaldo de la profesión y bajo el paraguas de la Administración, cuyo titular de Instrucción Pública, inauguró solemnemente el Congreso, se vertebró un amplio diagnóstico de los problemas que asolaban al cine nacional. En lo relativo a la acción censora, varios puntos recogieron las aspiraciones de los distintos sujetos de la información. Así, la quinta resolución aboga por la creación de un nuevo sistema censor, impulsado por normas de unidad, y un tribunal de apelación para los films rechazados. Por su parte, el décimo punto apuesta por la clasificación vinculante de los films por edades, negando el acceso de los niños   —117→   a los cines donde se exhiban películas «no aptas para menores»13. Sin embargo, el impulso teórico de este foro no halló la respuesta oficial esperada y la demandada sistematización censora no fue abordada -como tampoco lo sería en la etapa republicana.




ArribaAbajo3. Concreción jurídica y política en los albores del sonoro

Lejos de absorberse el cuadro de peticiones formuladas, destinadas a potenciar la libertad de creación y expresión, el último Gobierno de la Monarquía va a acentuar aún más el control administrativo sobre la obra fílmica. Los resortes jurídicos empleados se canalizan a través de una Real Orden de 12 de abril de 1930 del Ministerio de la Gobernación14. Una disposición cuyo preámbulo ya diseña la vocación restrictiva, justificación formulada en los siguientes términos:

«La enorme acción divulgadora del cinematógrafo, la posibilidad de que sea utilizado como medio de propaganda de determinadas doctrinas, el hecho de que se materialicen en sus escenas actos que rechazan nuestras costumbres y vedan nuestra moral, exigen una necesaria y escrupulosa selección que, llevada a cabo con un criterio único, determine, previo examen detenido, las cintas cinematográficas que puedan autorizarse para proyectarlas; las que modificadas en parte que se indique puedan ser también exhibidas y a las que deban prohibirse.»



Efectivamente, el salto cuantitativo en favor de un restriccionismo del mensaje cinematográfico queda constatado en el Derecho positivo. De este modo, la parte dispositiva de la citada Real Orden establece el epicentro censor, con carácter exclusivo, en Madrid, ejerciendo tales labores la Dirección General de Seguridad, a excepción de las cintas cómicas y noticiarios, cuyo examen podría ser verificado tanto por la citada institución como por el Gobierno Civil de Barcelona.

A tal efecto, y dentro de la nueva dinámica censora, se impone a las casas productoras que presenten en la mencionada Dirección General los títulos y epígrafes correspondientes a las diversas escenas, redactadas en español, con el fin de que el funcionario designado para tal cometido visione la obra en el local elegido por la autoridad15.

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Del sobrio precepto se desprenden varias consideraciones. Amén de inculcar un modelo centralista con las derivaciones agraviantes que conlleva, se apuesta, al menos teóricamente, por un juez único, designado entre el abanico del funcionariado de la Administración, y desterrándose, como aprecia González Ballesteros, el Consejo Superior o la Junta de Protección a la Infancia16. En definitiva, se apuesta por una concepción censora desprofesionalizada y expuesta a un arbitrio irregular que no sació, ni remotamente, la confusa legislación anterior.

Sin embargo, semejante norma, aparte de las consideraciones políticas que se puedan formular al respecto, escondía una voluntad uniformista para erradicar el confusionismo creado en los empresarios del ramo ante la dispersión censora. Un ejemplo de la tensión creada se desprende de la queja formal alzada por la Compañía Universum Film, AG al Ministerio de la Gobernación, denunciando la intromisión censora del Gobierno Civil de Barcelona sobre films ya valorados por la Dirección General de Seguridad17. El núcleo de la denuncia -formulada por escrito- invoca el orden jerárquico en la función censora, circunstancia que, según los firmantes, prevalecía para todo el territorio nacional cuando ésta dimanaba del citado centro.

Por lo tanto, con la nueva configuración normativa, apostando por una vía uniformista, se pretendía evitar desconexiones censoras y defender, en lo posible, los intereses de las compañías españolas. Ahora bien, como era de esperar, la citada Real Orden de 12 de abril de 1930, no satisfizo las necesidades de todo el sector. Así, inmediatamente, desde la Ciudad Condal se alzaron voces contra la resolución centralizadora. La Mutua de Defensa Cinematográfica Española, de Barcelona, que agrupaba al 95 por ciento de los alquiladores de películas, elevó al Ministerio de la Gobernación el malestar generalizado por el reducido marco de competencias censoras delegado a Barcelona a raíz de la nueva articulación positiva.

La protesta formal se trazó, básicamente, en torno a argumentaciones tales como que la capital catalana era la sede central de la mayor parte de las casas alquiladoras, circunstancia que llevaba aparejado la ubicación de los mejores y más modernos talleres de arreglo y titulación de películas, así como laboratorios u otros, destacando la honorabilidad de la nómina de censores catalanes, de difícil parangón en Madrid, y el destino altruista de los ingresos recaudados a las empresas por el sometimiento censor de sus películas18.

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Como era de esperar, el Gobierno del general Berenguer desestimó la petición, entre otras razones, por lo falaz de la argumentación. Y si en Barcelona la norma creó el referido malestar, por el contrario en Madrid, a través de la Asociación Española de Cinematografistas, el nuevo entramado jurídico fue acogido con satisfacción. Un apoyo que, sin ambages, transmitió el presidente de la agrupación al ministro de la Gobernación, no exento de denuncia antipatriótica, en los siguientes términos19:

«En Barcelona, salvo excepciones contadas y honrosas, suele estar algo diluida entre perjuicios no desconocidos por V.E. la idea de ciertos deberes y no muy arraigados esenciales fervores patrióticos consustanciales con los demás pueblos de España. Así ha podido ofrecerse el hecho varias veces repetido, de que haya tenido que prohibirse en Madrid películas de sentido político o social notoriamente tendencioso, después de haber pasado por la censura de Barcelona sin el menor obstáculo.»



La polémica Real Orden apenas pudo satisfacer las necesidades de unos o la indignación de otros. El derrumbamiento monárquico, un año después, limitó considerablemente su aplicación, dando paso a un nuevo sistema político-censor. Un proceso que creó grandes expectativas en el amplio tejido cinematográfico español.




ArribaAbajo4. Control y censura del cine revolucionario

Un índice de la frustrada permeabilidad censora existente en estos años de tránsito al sonoro se manifestó, de forma especial, a través del decidido restriccionismo oficial que pesó sobre la importación y exhibición de gran parte de la filmografía producida en la Unión Soviética, alimentada por las coordenadas revolucionarias conquistadas en aquel país.

La importancia de este cine beligerante y combativo, construido a base de una brillante y lúcida aportación lingüístico-narrativa al servicio de una sagaz estética y política revolucionaria, en consonancia con la célebre e incisiva frase pronunciada por Lenin sobre sus preferencias por el arte cinematográfico sobre cualquier otro20, provocó la desconfianza de las autoridades, tanto monárquicas como republicanas. La crudeza del discuso propagandístico y la despiadada   —120→   narrativa en aras de una sociedad comunista, provocó una actitud restrictiva hacia la circulación de estos productos.

Una desconfianza, sellada con medidas coercitivas estatales, que tiene su antecedente en los últimos coletazos de los gobiernos monárquicos. Se significaron en esta dirección los responsables de los gabinetes del general Primo de Rivera y del general Berenguer. Así, el filtro llevado a cabo contra esta filmografía tan sólo aprobó la visión pública de El pueblo del pecado (1928), drama rural de la realizadora Olga Preobrazhenskaya21 estrenado en el mes de abril de 1930 en el Real Cinema madrileño22. Sin duda, la autorización se debió a la comedida carga política de la cinta, supeditada a un resplandor artístico y, posiblemente, también a la presión ejercida por un amplio sector de la intelectualidad de la época, que consideró a este cine como uno de los acontecimientos vanguardistas más importantes del devenir cultural europeo. Precisamente, la exhibición de este film coincide con la publicación del libro Panorama del Cinema en Rusia, de Carlos Fernández Cuenca, prolífico escritor cinematográfico, escorado claramente hacia posiciones netamente conservadoras, que no esconde su admiración hacia la conformación fílmica de estas creaciones en su vertiente técnica, narrativa y estética.

En definitiva, esta solidaria concesión administrativa representaba el producto de una mediatada labor de filtro y control ideológico que no pudieron superar otras obras de la misma procedencia geográfica de mayor calado revolucionario. Los principales films rechazados por los órganos censores, en los últimos meses, hasta el advenimiento de la República, fueron: La madre (1926), Los últimos días de San Petersburgo23 (1927), Tempestad sobre Asia (1928), de V. I. Pudovkin; El acorazado Potemkin (1925), Iván el Terrible (1926), Octubre (1927), de S. M. Eisenstein; y El arsenal (1928), de Aleksandr Dovjenko24. En resumen, las más brillantes y características producciones de la época de la consumación revolucionaria soviética, convertidas en la actualidad en unos clásicos del séptimo arte.

Contumaz actitud restrictiva ocasionó importantes estragos económicos a empresarios del ramo que veían cómo las autoridades rechazaban algunas de las mencionadas obras cuando estaban a punto de estrenarse. Semejante comportamiento alcanzó una reacción airada en la prensa a tenor de las pérdidas sufridas por la contratación de Iván el Terrible. La revista La Patria denunció la situación en los siguientes términos: «La Dirección General de Seguridad ha prohibido la exhibición de la película Iván el Terrible. No la conocemos y no   —121→   podemos decir, por tanto, los fundamentos de la censura. Pero lo que sí preguntamos es si no habría un medio de que la autoridad diera su visto bueno o su visto malo a las cintas antes de que las empresas hicieran sus gastos de propaganda. No es razonable que, después de invertir unos miles de pesetas en dar publicidad a una cosa, resulte que la cosa no es admisible. A cada cual lo suyo.»25.

Ante el ostracismo sufrido en las postrimerías de la dictadura y a la sombra de un marco más amplio de libertad de expresión, nada más proclamarse la República, el director de Popular Film sintetizó así el sentir de un amplio segmento de la intelectualidad del medio: «La fenecida monarquía española con su legión de censores, elegidos entre lo más torpe y cerril de la burocracia nacional, puso el veto al cine ruso, tan aleccionador, tan pleno de enseñanzas históricas y sugerencias sociales [...]. Es de suponer que el Gobierno Provisional de la República no se oponga a la libre entrada y proyección en nuestros locales de films soviéticos, por audaz que sea su intención social. Debe tenerse en cuenta que el cinema ruso es, por encima de todo, pedagógico y educativo: espejo histórico de la Rusia actual», concluyendo con la afirmación de que «negar la entrada a estos films, de amplio carácter cultural, sería caer en la incomprensión cerril de la nefasta monarquía alfonsina»26. A través de la firmeza de este pronunciamiento se desprende, además de la descalificación política del régimen desbancado, una esperanzadora ilusión de ver mutados los esquemas cercenadores de la etapa anterior por otros más receptivos, cuya porosidad posibilitara la importación y exhibición del vetado cine soviético.

Sin embargo, las expectativas creadas se diluyeron rápidamente. Los responsables de los distintos gobiernos republicanos desestimaron el tránsito comercial de los productos cinematográficos acuñados en Rusia. Y no sólo se ratificaron las prohibiciones promulgadas por el régimen monárquico, sino que la lista se fue completando paulatinamente con la incorporación de vetos a films de la misma procedencia, obras que, además, estaban barnizadas por una menor trascendencia e inflexión política, tales como Okraina, La casa de los muertos, Montañas de oro, El teniente Kije, La tierra tiene sed, entre otras cintas27.

Conjuros que fueron acogidos con una traumática indignación desde la izquierda del país. Una irritación agravada, además, por la discriminación sufrida en relación con otras filmografías, que -entendían- no se ajustaban a unos   —122→   patrones democráticos. «Acaso -decían estos reclamos- nuestra voz de protesta fuese menos justificada, si en ese mismo momento que se han rechazado las películas rusas no se hubiesen dejado de proyectar libremente otras películas extranjeras de propaganda social bien definida, desde los films hitlerianos propagadores de una Alemania que cada día va descubriendo con menos pudor sus instintos bélicos, a los films franceses, ingleses, italianos y norteamericanos (que importan a España con toda libertad su contrabando ideológico imperialista y fascistizante), en nuestro mercado caben todas las cinematografías, con la sola excepción de la soviética, pese a la sinceridad con que expone y resuelve sus problemas.»28.

Dado que los circuitos comerciales de explotación mayoritaria de los films fueron negados por orden gubernamental, esta cinematografía encontró su mejor vehículo de transmisión a través de los cineclubs. Por lo tanto, estos circuitos se convirtieron en sus reductos naturales de expresión en España. Un refugio vinculado, tradicionalmente, al ansia vanguardista de nuestra intelectualidad desde su configuración a mediados de los años veinte. Sin duda, el cineclub más reputado en los albores de este movimiento y hermanado a la efervescencia cultural de La Gaceta Literaria, fue el Español cuyo antecedente más directo hay que centrarlo en las conferencias con proyección que, sobre el vanguardismo, fueron organizadas para la Sociedad de Cursos y Conferencias de la Residencia de Estudiantes29. Por lo tanto, no es de extrañar que las primeras proyecciones vistas en nuestras fronteras sobre el cine producido en la Unión Soviética, tras la Revolución de Octubre, tuvieran el marco selectivo del citado centro30. Concretamente, las películas exhibidas, tras el preceptivo permiso -en la primavera de 1930-, fueron Iván el Terrible y Tempestad sobre Asia31.




ArribaAbajo5. Intervencionismo republicano en los inicios del sonoro

Con el advenimiento de la II República los filamentos jurídicos de la censura no van a tardar en recomponerse. Los nuevos aires políticos, impregnados por la expectativa de un horizonte más liberal, democrático, descentralizador y participativo, se apresuraron a dar una primera respuesta a este ámbito cultural,   —123→   que ya se había convertido en la primera fuente de entretenimiento de la población.

Así, ante una esperanzada joven crítica, conmocionada por los efectos de la censura, que si bien no muy refinada ni estructurada potencialmente mantenía una capacidad represora de consideración, el Ministerio de la Gobernación aprueba una Orden el 18 de junio de 193132, variando el arco censor hasta entonces vigente. Una disposición, dentro de la usual parquedad legislativa, que se caracterizó por una vocación descentralizadora. Es decir, se intenta conjurar el monopolio censor ubicado en Madrid y potenciar el protagonismo censor de la Ciudad Condal a través del Gobierno Civil, constituyéndose dos cabezas represoras, investidas con autoridad para todo el territorio nacional. Aunque conviene precisar que esta resolución administrativa termina otorgando potestad a los gobernadores civiles de las demás provincias -así como al Director General de Seguridad-, para suspender la exhibición de determinadas películas autorizadas, en caso de que las circunstancias locales o del momento así lo indicaran conveniente.

En definitiva, esta norma abría las vías para una mayor atomización del ejercicio de la coacción informativa, ya que cada Gobierno Civil podía desautorizar los mandatos estipulados al efecto, posibilitando el agravante, como manifiesta González Ballesteros, «que lo dispuesto por la Dirección General de Seguridad, órgano de competencia territorial superior a un Gobierno Civil, dentro del organigrama del Ministerio de la Gobernación, no fuera cumplido y pudiera ser hasta revocado por un ente administrativo inferior»33, una particularidad ya advertida en el Régimen monárquico.

Semejante configuración normativa supuso el intento de colmar una aspiración más racionalista en las formas censoras que no especialmente en el fondo, por cuanto que la ausencia de un código de censura, tanto oficial como privado34, posibilitaba un control circunstancial inherente a los vaivenes sociopolíticos o bien a la arbitrariedad del funcionario de turno. Entendiendo, ahora bien, que los responsables censores de esta nueva etapa ya estaban liberados de la presión que anteriormente ejercieron ligas moralistas vinculadas a la autoridad religiosa, como, por ejemplo, la «Liga contra la Pública Inmoralidad», que durante la Monarquía había colaborado con la Comisión Censora de Películas35, especialmente en la Ciudad Condal.

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Sin embargo, esta nueva articulación positiva no alcanzó los niveles de transigencia censora que un representativo sector del aparato cinematográfico demandaba, teniendo en cuenta, además, la existencia de filtraciones relativas a que el primer Gobierno republicano conjuraría la censura de películas36. Ahora bien, la intelectualidad y la crítica cinematográfica, como portavoces del latido social, se diversificaron en este sentido. Si los sectores conservadores se alinearon con el amplio sentir favorable a la coacción, actitud que con matizada diferencia también reinvindicó la publicación Nuestro Cinema, de orientación comunista37, Popular Film, de inspiración anarquista y con gran permeabilidad sobre el espectador por su difusión, abogó por la erradicación de la censura, bautizada por ellos mismos como «doña Atanasia»38, y en sintonía con el parecer manifestado por intelectuales como Federico García Lorca y Antonio Espina39, y en la antítesis de lo expuesto por Guillermo Díaz-Plaja, Premio Nacional de Literatura en 1935, que, sin ambages, defendió la indiscutibilidad de la necesidad de la censura por el valor obsesionante del cine40.

Dentro de la parquedad de datos a disposición del investigador, cuya única fuente casi se limita a la hemerografía de la época, a modo de ejemplo podemos referirnos a algunos films damnificados por la acción censora en los albores del cine sonoro. En este clima desató una corriente de indignación la prohibición en todo el territorio nacional de la proyección de Ángeles del infierno (1930), firmada por el multimillonario Howard Hughes y James Whale, famoso film de aviación que ha pasado a la posteridad como la primera gran superproducción del tema. No obstante, la polémica más ácida de estas negaciones administrativas recayó sobre la realización de Henry King, Mamba (1930). Una producción de la que apenas hay datos, protagonizada por Lupe Vélez y Jean Hersholt41 y rodada en África del Este, donde se desliza un drama con personajes corrompidos e intrigantes, alcanzando su punto más degradante en la escena en que la novia es comprada a peso de oro, antes de acudir a la alcoba nupcial. La prohibición del film, que meses antes ya había sido anatemizado por el Gobierno del general Berenguer, fue considerada, por un apreciable sector, como un agravio a las esperanzas liberadoras de la República, régimen que lo desdeñó por considerarlo perjudicial para la moral del país42.



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Arriba6. Política de fomento

El espectacular desarrollo alcanzado por la cinematografía mundial durante el primer cuarto del siglo, tanto desde una perspectiva industrial como narrativa, concedieron a este nuevo arte una privilegiada posición como vehículo de comunicación de masas y un excelente medio de expresión cultural de los pueblos.

Evidenciado el calado social, la importancia económica y la proyección cultural, artística, política, etcétera, del invento de los hermanos Lumière, así como la desproporcionada invasión de los productos procedentes de Norteamérica, no tardó en ponerse sobre el tapete la conveniencia de articular los mecanismos necesarios para la defensa del cine autóctono.

Advertido, pues, el colonialismo fílmico estadounidense en las pantallas europeas, a partir de los años veinte, empieza a desatarse el debate de la conveniencia de establecer medidas protectoras frente a la superioridad de la propuesta yanqui. El país más madrugador en hacer frente a este desafío comercial fue Inglaterra, en 1927, asegurándose una cuota de mercado mínima mediante la obligatoriedad, respecto a los exhibidores, de proyectar un número determinado de films propios43. Es decir, la imposición de lo que denominamos «cuota de pantalla».

Pero la política de fomento cinematográfico no sólo se limitó a este tipo de normativas. La necesidad de apoyar los productos nacionales frente a los foráneos -especialmente los norteamericanos- impulsaron a demandar también otras actuaciones administrativas, como las exenciones de impuestos o el acotamiento de la proyección de películas en el idioma de origen. La adopción de medidas proteccionistas era realmente perentoria. Los datos de la captación de mercado en Europa, hacia 1925, descubrían el lamentable desequilibrio existente. Los films estadounidenses habían alcanzado el 95 por ciento del mercado británico, el 70 por ciento del francés y el 68 por ciento del italiano44.

España, aunque con un desarrollo industrial cinematográfico sensiblemente inferior a los países señalados, y, por lo tanto, más vulnerable al acoso de los mercados exteriores, también se incorporó al debate proteccionista, clave para abrir las necesarias vías de expresión al cine nacional.

Tras una serie de impulsos dispersos, destinados a concienciar y presionar a la Administración sobre la idoneidad de arbitrar medidas protectoras que permitieran un espectro digno para el desarrollo de la cinematografía patria, las reivindicaciones   —126→   confluyeron, en gran medida, en el ya citado I Congreso Español de Cinematografía, celebrado en Madrid en octubre de 1928 y organizado por la revista La Pantalla. Este importante foro, en el que participó una amplia representación de los diversos sectores de la profesión, apostó decididamente por un intervencionismo estatal. En las conclusiones se pide al Gobierno de la Monarquía que dé respuesta a aspiraciones proteccionistas en forma del establecimiento de una «cuota de pantalla», exenciones de impuestos o premios a las mejores obras45. Unas demandas que si bien sensibilizaron a la Administración, junto a otras formuladas, lo cierto es que no provocaron ninguna respuesta ejecutiva.

Por lo tanto, la naciente República se encontró, a comienzos de los años treinta, con un problema jurídico-económico sin resolver y una crisis de producción cinematográfica realmente preocupante. Baste recordar que en el año 1931 se rodaron tan sólo dos largometrajes y que, al año siguiente, paupérrima cantidad, solamente fue elevada a seis46.

El escuálido panorama industrial del ramo provocó, posiblemente, que los primeros gobiernos republicanos se dejaran deslizar por la misma atonía que caracterizó a sus inmediatos predecesores. Un compás de espera que fue espoleado por el polémico Congreso Hispanoamericano de Cinematografía, celebrado en octubre de 1931 y considerado desde la izquierda como un reducto reaccionario ligado a la monarquía47. Con todo, gozó del amparo y la tutela de las autoridades republicanas y puso sobre el tapete la necesidad de una política institucional de fomento. Si bien su formulación se invocó desde una plataforma hispanoamericana, sus reclamaciones se situaron en una pretenciosa amalgama, entre las que cabe destacarse las relativas al proteccionismo de una indeterminada cuota de pantalla, exenciones fiscales y otras medidas de fomento de variado calado.

A pesar de la difícil absorción de las recomendaciones solicitadas, entre otras razones, por la falta de un decidido apoyo de todo el colectivo, unido a la falta de voluntad real del Gobierno para acometer las reformas necesarias que precisaba un invento en reconversión, el Congreso sirvió, por lo menos, como señala el profesor Gubern, para impeler la promulgación de algunas disposiciones que favorecieron los intereses de los productores españoles48. En concreto, de una   —127→   Orden de 20 de enero de 193249, conjurando la importación temporal de películas extranjeras y sujetándolas al régimen general de mercancías. No obstante, poco después, esta normativa fue derogada por otra de 22 de marzo50, volviendo a permitirse la introducción de films, foráneos en régimen de admisión temporal. La rectificación, seguramente, fue adoptada ante la presión ejercida por las grandes multinacionales del ramo. Pero en esta ocasión, para evitar los signos fraudulentos detectados anteriormente, se adecuó un sistema de control administrativo.

En definitiva, esta situación de tránsito coincide en el tiempo con la sensibilización de la industria y la crítica por encontrar fórmulas de dignificación del medio para poder hacer frente al devorador colonialismo del cine norteamericano.





 
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