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El Corsario

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(Poema)

George Gordon Byron



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Prólogo

El primer poeta inglés del siglo XIX

- I -

     Con el primer albor del ochocientos se afirma en Alemania la nueva escuela literaria que con el nombre de Romanticismo nació en las postrimerías del siglo precedente al impulso patriótico de Schlégel y Adam Müller, propagada por el alto poeta místico Novalis y Teck, que, proponiéndose enaltecer la literatura y engrandecer la patria, volvían la vista a los afortunados tiempos-según ellos-de la Edad Media; la época que se dio en llamar romántica, o sea aquel tiempo en que los pueblos germánicos heredaron la ciencia latina que vigorizaron con elementos propios. No se hallaban de acuerdo sus nuevos ideales con la realidad burguesa de la vida a principios del siglo XIX, y creyeron que el mejor remedio era el evocar las épocas aquellas en que florecían los ideales caballerescos, tendiendo a la formación de un hombre superior, o sea el caballero en el cual convergían todos los ideales de Amor y de Belleza, de Justicia y de Fuerza. Pretendían instaurar la edad de oro de la fe, del honor y de la gentileza.

     Pronto extendiéronse estas nuevas doctrinas por toda Alemania, mas como un movimiento retrogrado en lo que tenía de conservador y evocativo. Y gran eco halló la buena nueva del Romanticismo en toda la faz de Europa a cuyos distintos países llegó, modificándose de diverso modo al chocar con la peculiar idiosincrasia de cada nacionalidad. Así en Francia, la nueva escuela significó tanto como libertad y naturalidad antes que todo, las modernas teorías llegaban a romper todas las conveniencias clásicas, las reglas, los moldes, las trabas que tenían atenazada a aquella literatura falsa y decadente de égloga e idilio de abanico.

     En Inglaterra, en este tiempo, aparece un genio sin igual, y sus producciones resuenan en toda Europa. Es un joven lord de noble abolengo, de rostro apolíneo y genio inquieto que, ávido de vida, quiere vivirla de un solo golpe y hace su profesión de fe romántica al exclamar que la poesía era el corazón.

     «Las poesías de lord Byron-dice Pompeyo Gener-explotaron de una manera sombría y violenta en medio de la ruina de las ideas producidas por las guerras y las revoluciones que asolaron a Europa. Su escepticismo heroico, su inspiración desesperada, eran eco de esta época de inmensa devastación.» Como dijo en frase magnífica Víctor Hugo, «Lord Byron, en sus lamentaciones, expresó las postreras convulsiones de la sociedad que estaba muriendo.»

     Inquieto siempre, arbitrario en sus costumbres, sin temor a nada ni a nadie, Byron, rebelde a la sociedad que habíale consagrado como su poeta, ríe de todo con aquella risa amarga y despiadada, y la sociedad, siempre farisaica, llega a odiar al que tanto encumbró primero. El poeta sale de su patria al mundo entero, que era su patria verdadera. Nómada constante por toda Europa, vive una vida intensa de amores y aventuras, mientras va tejiendo sus poemas inmortales en versos magníficos.

     Inglaterra cada vez odia más al desterrado poeta, que con su amargo humorismo habitual llega a decir: «Todos los vicios, sin excluir los más monstruosos, se me atribuyen. Mi nombre, ilustre desde que mis antepasados ayudaron a Guillermo el Normando a conquistar el reino, fue deshonrado. Comprendí entonces que si lo que se murmuraba, insinuaba o susurraba, era cierto, yo era indigno de Inglaterra; pero siendo falso, Inglaterra es indigna de mí.»

     Errante por Europa, viajero en Holanda, Bélgica, Francia, España, Portugal, Suiza e Italia, en todas partes halló el poeta motivos, ambientes y escenarios para sus poemas, cuyas protagonistas acompañaban a su creador a lo largo de su vida aventurera.

     Corrió todos los caminos con su coja pierna y supo de todos los placeres y de todos los dolores. Vivió en Suiza y en Venecia, y de su egregia vida supo hacer la mejor leyenda, que acabó como la de un héroe mitológico. En guerra Grecia con los turcos para recobrar su independencia, alistose Byron en las huestes griegas, y en tierras helénicas acabó su existencia magnífica y pecadora. «Parecía, allá en Grecia-dice Víctor Hugo-un belicoso representante de la musa moderna en la patria de las antiguas musas. Auxiliar generoso de la gloria, de la libertad y de la religión, había tomado su espada y su lira a los descendientes de los primeros guerreros y los primeros poetas.»

     Grecia entera llevó luto al que tuvo por su salvador, y si los despojos del poeta volvieron a Inglaterra para ser inhumados en el panteón de familia, cerca de New-Stad-Abbey, quedose en Grecia, en el mausoleo que se le erigiera en Misolonghi, el corazón de aquel poeta que por el corazón había definido la poesía.

     El genio de Byron, que pasó sobre Europa como un rayo de lucha, alumbró toda la literatura de su tiempo. La voz del poeta cantó la exaltación del individuo, la glorificación de sus pasiones, el predominio de su modo de ver sobre la realidad misma de las cosas, imponiendo a los otros el culto de sus vicios y hasta de sus caprichos, produciendo reacciones psicológicas, unas veces de dolor semejante al remordimiento y otras de burla y Sarcasmo. Con los protagonistas de sus obras Childe-Harold, El Corsario, Lara, Manfredo, Marino Faliero, Sardanápalo y, sobre todo, el Don Juan, Byron creó el tipo de calavera trascendental y poético, del demonio humano sin ningún respeto a las leyes divinas y sociales que hace cuanto le da la gana y porque le da la gana, sistemático atropellador de la moral y de las conveniencias, imperioso y elegante siempre, con un fondo de honda amargura que ora se exalta en lamentos, ora en blasfemias, ora en sarcasmos.

     Y este tipo, más viril por ser más activo y enérgico que el trazado por Rousseau, Saint-Pierre, Chateaubriand y el propio Goethe, y tan falso como éstos, cautivó o gran parte de la juventud europea. En todas partes salieron muchachos de talento, y algunos grandes poetas que aspiraron a remedar en el arte y en la vida la fisonomía de Byron.

     Byron fue uno de los poetas que gozó en vida de más popularidad. Su existencia se enlazó con la historia política europea de un cuarto de siglo, y llegó a eclipsar en su patria y en su época la gloria de poetas de la talla de Shelley, más intelectual, Wordsworth y Keats, más sentimental que el desterrado poeta. Su fama se extendió por toda Europa; en todos los países surgieron grandes poetas que pretendieron seguir las huellas de Byron. En Francia fue Musset; en Alemania, Heine; en Italia, Leopardi; en Rusia, Pouchkine y Lermontof, y en España fue Espronceda...



- II -

     Una doble corriente trae a España la buena nueva de la doctrina romántica. Andalucía y Cataluña son las puertas por las que penetra la nueva estética literaria. En Andalucía es un alemán-Böhl de Faber-quien lo propaga; en Cataluña brota espontáneamente, o mejor dicho, es fruto de la inevitable influencia extranjera sentida por los literatos catalanes, atentos siempre a toda vibración exótica. Desde los primeros años del período romántico nótase su influjo en tierras de Cataluña, que, parejo a este movimiento, sentía el de su renacer regionalista. La lengua olvidada de sus mayores, emplebeyecida por cantadores populacheros, comenzaba ahora a brotar de los labios cultos, con tendencias literarias, y la nueva escuela romántica llegaba a tiempo para darle nuevas alas.

     En Barcelona, D. Buenaventura Carlos Aribau, autor correcto en letras castellanas, el mismo que había de dar el grito de renacimiento literario catalán con su célebre Oda a la Patria, en unión de D. Ramón López Soler, fundó la revista El Europeo, en la que colaboraron, desde el principio, el inglés Ernesto Kook y los italianos Luis Monteggia y Florencio Galli. En esta revista, que al decir de Rubió y Lluch es el primer ensayo de europeización, propusiéronse sus fundadores dar la visión completa del panorama literario europeo y explicar las nuevas tendencias románticas, no sólo como genuinamente españolas, sino en el más amplio sentido con que se propagaban en Alemania, Italia e Inglaterra. En esta revista, que vio la luz pública el 1 de octubre de 1823, apareció por primera vez en castellano el poema de Byron El Giaour, y en ella sonaron, por vez primera también, los nombres de los grandes poetas románticos europeos.

     La batalla estaba dada y ganada para la causa romántica. En Cataluña hallaban tierra fértil las nuevas ideas estéticas y las obras de sus grandes autores comenzaban a pasar la frontera. Por el Mediterráneo, que trajo las antiguas civilizaciones orientales, entraban ahora las, orientaciones literarias modernas. Y no era sólo el principado de Cataluña quien admitía la nueva escuela literaria, era todo el Levante español, soñador e imaginativo, quien hallaba en la nueva escuela los cauces propios para su fantasía exaltada y meridional.

     En Barcelona, un librero inteligente y culto, poseedor de varios idiomas, D. Antonio Bergnes de las Casas, y en Valencia el inolvidable D. Mariano Cabrerizo, comenzaban a editar traducciones de las nuevas obras románticas.

     Cabrerizo, hombre de gran avidez intelectual, viajero inteligente y rebuscador de los nuevos valores europeos, trajo de sus excursiones por el Extranjero las obras de Walter Scott, Goëthe, Schiller, Byron, Chateaubriand, Madame

Staël, Manzoni, etc.

     Extendida por toda España la nueva doctrina y propagadas las obras fundamentales de los maestros del Romanticismo, la juventud intelectual pasó con todo el bagaje de su entusiasmo a las filas del nuevo bando romántico que llevaba en sus banderas la libertad y el sentimiento individualista sobre la fría razón y sobre el ya anquilosado clasicismo.

     Los jóvenes poetas españoles aprendían de memoria los largos poemas románticos, y con más entusiasmo los de Byron, el genial poeta romántico, que con sus obras y aun con su misma vida legendaria y anómala, era el prototipo del poeta romántico, hasta el extremo de asumir en él toda la escuela romántica que se designó con el nombre de byronismo.

     Influídos en este ambiente, y aleccionados por el ilustre escritor D. Mariano Aguiló, uno de los más esforzados defensores del romanticismo español, en Valencia-donde el escolapio D. Pascual Pérez escribía novelas al estilo de Walter Scott y el padre Arolas cantaba poesías orientales a imitación de Víctor Hugo-, dos poetas jóvenes, recién salidos de las aulas universitarias y unidos por lazos de amistad fraterna: Vicente Wenceslao Querol y Teodoro Llorente, que andando el tiempo habían de alcanzar el galardón de los grandes poetas, enamorados, como todos los jóvenes de su tiempo, de la poesía byroniana, tomaron a su cargo la traducción al verso castellano de uno de los poemas más representativos de la obra de Byron, El Corsario, que lograron ver publicado en un elegante volumen salido de la imprenta de La Opinión, en Valencia, el año 1863.

     Eran a la sazón muy jóvenes los dos poetas, y aunque ésta era la primera obra que daban a la estampa, advertíase ya en ella el genio de los dos escritores que habían de constituir la gloria más legítima de la literatura valenciana.

     La Empresa LOS POETAS, que tanto labora en pro de la difusión de los más altos valores de la poesía, merecería el agradecimiento de todos los amantes de las letras-si con él no contase ya-al actualizar ahora-en estos años en que se celebra el centenario del Romanticismo-una obra capital de él, escrita por el primer poeta inglés y traducida por los primeros poetas valencianos del siglo del Romanticismo.



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El Corsario

                                                                                     Nessun maggior dolore
Che ricordarsi del tempo felice
Nella miseria.
Dante.
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- I -

                                  «Del negro abismo de la mar profunda
sobre las pardas ondas turbulentas,
son nuestros pensamientos como él, grandes;
es nuestro corazón libre, cual ellas.
Do blanda brisa halagadora expire,
do gruesas olas espumando inquietas
su furor quiebren en inmóvil roca,
hed nuestro hogar y nuestro imperio. En esa
no medida extensión, de playa a playa,
todo se humilla a nuestra roja enseña.
Lo mismo que en la lucha en el reposo
agitada y feliz nuestra existencia,
hoy en el riesgo, en el festín mañana,
brinda a nuestra ansiedad delicias nuevas.
¿Quién describir pudiera nuestros goces?
¡Oh!, no eres tú, que la molicie enerva,
siervo de los deleites, que temblaras
de las montañas de olas en la incierta,
móvil cumbre; ni tú, noble orgulloso,
del hastío sumido en la indolencia,
a quien ya el sueño bienhechor no halaga,
a quien ya los placeres no deleitan.
Sólo el infatigable peregrino
de esos caminos líquidos sin huellas,
cuyo audaz corazón, templado al riesgo,
al sordo rebramar de la tormenta
palpitando arrogante, hasta la fiebre
del delirio frenético en sus venas
sintiese hervir la sangre enardecida,
nuestros rudos placeres comprendiera.
Do el cobarde ve el riesgo, él ve la gloria,
y sólo por luchar la lucha anhela
el pirata feliz, rey de los mares.
Cuando ya el débil desmayado tiembla,
se conmueve él, apenas... se conmueve
al sentir que en su pecho se despierta
osada la esperanza, que atrevida
su corazón para el peligro templa.
¿Qué es a nosotros la temida muerte
como el rival odioso también muera?
¡Qué es la muerte! La muerte es el reposo...
cobarde, eterno, aborrecible... ¡Sea!
Serenos aguardémosla. Apuremos
la vida de la vida, y después venga
fiebre traidora o descubierto acero
implacable a romper su débil hebra.
Cobardes otros, de vejez avaros,
revuélquense en el lecho que envenena
dolencia inmunda, y el impuro ambiente
con flaco pecho aspiren y fallezcan
luchando con la muerte... ¡Oh, no a nosotros
fúnebre lecho de agonía lenta;
¡césped fresco es mejor...! Y mientras su alma
sollozo tras sollozo tarda quiebra
los nudos de la vida, de un impulso
sus ligaduras rompe y se liberta
osado nuestro espíritu. Sus restos
del blanco mármol de su tumba estrecha,
grabado por el mismo que su muerte
hipócrita anhelaba, se envanezcan:
Cuando sepulte el mar nuestro cadáver
le bastará una lágrima sincera,
¡una lágrima sola! Henchido el vaso
del alegre festín en la ancha mesa
honra de nuestros bravos la memoria.
Corto epitafio su valor celebra
cuando en el día augusto del peligro,
al repartir el vencedor la presa,
recuerdo de dolor su frente anubla
y con voz ronca que insegura tiembla:
«¡Cuán felices, exclama, nuestra dicha
los valientes que han muerto compartieran!»
   Así grito salvaje en sordo acento
repite el eco en las cortadas peñas
del islote escarpado del Corsario,
do del vivac se apagan las hogueras;
y en alegre cantar sus agrias notas
de los piratas al oído suenan.
En pintorescos grupos esparcidos
de fresca playa en la dorada arena,
aguzan unos sus puñales; otros
alegres ríen, bulliciosos juegan,
o sus fieles alfanjes desnudando
indiferentes, sin afán, contemplan
la sangre que los mancha. Precavidos
otros, con mano previsora pliegan
las anchas velas del bajel osado,
o el negro flanco recomponen; mientras
pensativos algunos por la orilla,
de las olas al son, lentos pasean.
A quien aguija de inquietud oculta
el afán incesante, allá en las quiebras
de las ásperas rocas, lazos tiende
a las marinas aves, o al sol seca
la red humedecida; y en la mancha
que del mar en los límites blanquea,
con los ojos de la ávida esperanza
del incauto bajel mira las velas.
De cien noches de horror y de combate
los lances con placer todos recuerdan.
Y de luchar ansiosos se preguntan:
«¿En dónde buscaremos nuevas presas?»
¿Dónde? ¿Qué les importa? Ya lo sabe,
y basta, el capitán. Fiel obediencia
es su único deber: saben que nunca
les faltará el botín, y más no anhelan.
¿Y quién es ese capitán? Su nombre
pronuncian en voz baja y lo respetan
cuantos habitan las hermosas playas
que aquellas olas complacidas besan:
y más no saben, ni saber más quieren
Les basta un gesto, una mirada. Apenas
oyen su voz. De sus banquetes rudos
no anima el regocijo su presencia.
Mas ¿cómo ante la gloria de sus triunfos
acusar sus desdenes? Jamás llenan
para él la roja copa: indiferente
la mira y a sus labios no la acerca;
y es su sobrio manjar, que desdeñara
el más grosero de su banda, y fue
a ermitaño frugal ración escasa,
secas raíces de silvestres yerbas,
rústico pan y los jugosos frutos
que brinda el árbol en sus ramas tiernas.
El impuro placer de los sentidos
desdeñoso su espíritu desprecia,
¿Será que su energía no domada
de esa abstinencia misma se alimenta?
«Pronto a la mar.»-Y el mar surcan sus naves.
«A aquella playa el rumbo.»-Y allá vuelan.
«¡Sus!, ¡a las armas!»-¡Y el botín es suyo!
Así a su voz, que imperativa ordena,
sigue la acción; y todos obedecen,
Y su oculta intención nadie penetra.
Si suena escrutadora una palabra,
una mirada de desprecio muestra
de su temida indignación un rayo:
no sabe dar su orgullo otra respuesta.

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