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El Cristo del cautivo (Tradición cordobesa)

Antonio Alcalde y Valladares








I

Cerca del vetusto puente
que sobre el Betis descansa,
en cuyo centro hoy un ángel,
a Córdoba insigne, guarda;
hay un campo sin verdura,
que ciñe el morisco Alcázar,
cuyos opuestos extremos
dos grandes historias guardan.
Uno enseña la mezquita,
soberbia y potente Aljama,
que mil columnas sostienen
y alumbran quince mil lámparas.
Es el otro el Campo santo,
tierra fecunda, regada
por la sangre de mil mártires
que gozan celestes auras.
Hacia el medio de este campo1
hay una opulenta casa,
que envuelve casi en las nubes
su oscura frente almenada. —p. 165—
Dos torres de árabe estilo
en sus esquinas se alzan,
cual perennes centinelas
de aquella mansión preclara.
Sus puertas de cedro y bronce,
continuamente cerradas;
sus ajimeces2 clavados,
sus almenas solitarias,
Aspecto le dan tan grave,
tal sombra en sus muros marcan,
que de pavoroso encanto
le hacen tétrica morada.
La noche que de esta historia
nos ha legado las páginas,
alterar plugo a los cielos
aquella terrible calma,
un caballo por el puente
como una flecha, se lanza,
y del palacio encantado
ante su puerta se para.

Un moro, joven, esbelto,
tez morena, de gran talla,
con un alquicel3 de nieve
y un turbante de oro y grana.

Las riendas dejó del potro
que suelto quedó de estatua,
y sacando una gumía4
que acaso a intento llevaba,
arrancó la cerradura
sin que un golpe se escuchara,
ni el silencio interrumpiera
que por doquiera reinaba.
La puerta volvió a cerrarse,
después que, como un fantasma, —166—
se perdió el moro callado
en las sombras de la casa.

El caballo, en vista de esto,
volvió a emprender su jornada,
repasando el puente a escape
como un demonio con alas.


II

Apenas esto pasó,
entre las sombras oculto,
al pie de la torre un bulto
tranquilamente paró.

Con calma y sin inquietud
sin ver que peligro corre,
alzó la vista a la torre
mientras templaba un laúd.

Su mirada, vaga, incierta,
sin ver a nadie bajó,
porque la torre siguió
callada, triste, desierta.

El bulto no desespera,
templa el laúd sin demora,
y con voz grata y sonora,
cantó de aquesta manera:

«Niña de negros ojos,
casta paloma, azucena
que el mundo llenas de aroma,
Flor de las flores,
escucha los cantares —167—
de mis amores.
En los verdes jardines
de mi morada, como reina,
tú sola serás mirada.
Allí, si vienes,
verás que no hay serrallos,
hurís, ni harenes.
Para ti será el mundo
con su aureola;
el cielo y las estrellas
para ti sola;
Y mis quereres,
serán para ti, Zaida,
si tú los quieres.

Flor de las flores,
noble gacela,
tórtola triste
de pobres alas,
cándida virgen,
que calla y vela,
rosa que nunca
luce sus galas.
Fúlgida estrella
de luz divina,
rayo fecundo
de bienandanza,
iris de gloria,
que ya ilumina
límpida el cielo
de mi esperanza.

Perla llorada
por el rocío,
astro brillante
que el campo hechiza;
nave que nunca
cruza del río
las claras ondas,
que el aura riza. —168—

Oye las quejas
y el sentimiento,
que ardiente el alma
brota en sus penas;
que cual el silbo
que lanza el viento,
van y se pierden
en tus almenas.

Si el eco triste
de mis cantares
hiere el recuerdo
que hay en tu alma,
calma el martirio
de mis pesares,
de mis dolores
la lucha calma.

Abre de tu ventana
la celosía,
sultana del profeta,
sultana mía.
Abre: que el viento
te dirá mis querellas,
mi sentimiento».

Antes que el canto cesara,
un golpe sonó en la torre,
y una puerta silenciosa
giró alredor de sus goznes.

En un ajimez, un bulto,
como una sombra vio el joven,
que agita un pañuelo blanco,
en tanto que bajo tose.
-Zaida.
-¡Fernán!...
Dos palabras sonaron
tan solo entonces,
en tanto que respiraron —169—
aquellos dos corazones.

Zaida, es de Aliatar hermana,
que entre los moros mejores,
es temido y respetado
por su poder en la corte.

Era morena, ojos negros,
dormidos, como dos soles:
graciosa como una ondina,
alta, pálida, aire noble.
Su cintura una sortija,
su pecho un altar sin nombre,
sus dientes hilos de perlas,
que entre corales se esconden.
Breves sus manos,
derraman doquier encantos y flores,
y sus pies, mucho más breves,
parecen dos ilusiones.

Fernán, era un buen cristiano,
alto, valeroso, joven,
de pelo castaño oscuro,
de ojos vivos y buen porte.

-Zaida, y tu hermano? -Partió.
-Pero es larga la jornada?
-Dicen, Fernán, que a Granada.
-Cuándo vuelve? -No sé yo.
Allí hay fiestas y torneos;
allí tiene sus amores,
y a ofrecer cintas y flores
va al alma de sus deseos.
-No perdamos un instante: —170—
¿me quieres, hermosa? Di.
-¡Que eso me digas a mí!...
¡que tiro ya este turbante!
Que he pasado muchos días
de tus amores esclava,
mientras la torre regaba
con estas lágrimas mías.
¡Que por tu pasión sujeta,
hoy desprecio el Alcorán,
y hasta reniego, Fernán,
del edén de mi profeta!
¡Que dejo la fe bendita
de mis edades primeras,
y esas dichosas palmeras,
y esa pomposa mezquita!
¡Que busco la hermosa luz
que solo a tu gloria guía,
que bendigo a tu María,
que beso alegre tu cruz!
-Calla, calla, hermosa:
veo la luz de Dios sobre ti
tú eres el bien para mí;
yo te adoro, yo te creo.

De pronto rumor lejano
creciente, confuso, oyóse,
que hizo callar un momento
a los dos: Fernán entonces
Registró rápidamente
el campo y sus alredores,
sin que diera resultado,
pues todo mudo quedóse.

-¿Qué era, Fernán? —171—
-Nada; el viento.
¡Sabe que estoy con cuidado!...
Pues todo está preparado
marchémonos al momento.
-Mi esclava Algara no ha vuelto
y siento...
-Disculpa vana.
-¿Quién sabe...?
-¡Suerte inhumana!..
¡Conque yo vengo resuelto
y atrás te vuelves, mujer,
cuando menos lo pensaba!
-¡Ah! quédese atrás mi esclava...
mis joyas... -Así ha de ser.
-Ven...; en la margen del rio
un barco tengo amarrado...
-Y ¿el puente?
-Está custodiado, y ofrece riesgo...
-¡Dios mío!
Tú, que a los buenos bendices
y contemplas mi deseo,
yo te adoro, yo te creo,
haz que seamos felices.
Y a poco, pues, que sonaron
estas postrimeras frases,
del ajimez una escala cayó
de pronto a la calle.

Fernán la cogió con ansia,
y al punto vio descolgarse —172—
a Zaida rápidamente,
sin que nada le arredrase.
-Toma esa cruz -ella dijo-,
aun suspendida en los aires;
si yo en este lance muero,
al menos ella se salve.

Un crucifijo de plata
con ricas piedras y esmaltes,
Zaida a su Fernán arroja,
y luego en sus brazos cae.

Dos besos al par estallan
que de entrambos pechos salen
como el mero juramento
que de eterno amor se hacen.

Mas antes que los dos partan
ni que sus pechos separen,
la hermosa niña era presa
de cuatro moros infames.

Aliatar con otros siete
revolviendo los alfanjes5,
acometen a Fernando
que tuvo al fin que entregarse,
Con dos heridas al pecho,
matando dos moros antes,
y a la desmayada Zaida
regándola con su sangre.

Mientras que a Fernán prendieron
los moros por él diezmados,
dos cuerpos ensangrentados
desde la torre cayeron.

El joven volvió al ruido; —173—
y al ver escena tan fiera,
rugió, como una pantera,
y se cayó sin sentido.


III

Frente a la casa del moro
de que antes hemos hablado,
y donde Fernán fue preso
por aquel y sus criados,
está la altiva mezquita
que los califas labraron,
perla hermosa de Occidente,
rival de Meca y Damasco.

Sus puertas pasan de veinte
que forman preciosos arcos,
cuajados de filigrana,
de airosas cimbrias ornados.

Es la del Norte más bella,
y ostenta en lindos recuadros
dos pequeños ajimeces
con celosías de mármol.

Al través de sus umbrales
se queda suspenso el ánimo,
ante el lindo panorama
que se presenta encantado.

Entre arcos de lindas rosas
do cantan miles de pájaros,
cien fuentes y surtidores
fecundan el verde prado,
que alfombrado de violetas,
claveles, lirios y nardos,
embalsama con su aroma
aquellos alegres ámbitos. —174—

Estanques, do juguetean
peces de colores varios,
dan al Alfaquí6 severo
fresco y salud en sus baños.

Limoneros y palmeras
entre infinitos naranjos,
ofrecen perpetua sombra
a aquel delicioso patio.

Gorjean los ruiseñores
entre la copa del amo;
canta el jilguero en la acacia
y en sus jaulas el canario.

El aura juega incesante
por doquiera suspirando,
meciendo las gayas flores
que besa en su vuelo rápido.

Del gusto más exquisito
hay a un extremo cien arcos
que dan entrada a la iglesia,
asombro de los profanos7.


IV

Treinta naves a lo lejos
se cruzan con simetría,
doradas por los reflejos
de lámparas y de espejos
que imitan el sol del día.

Todos la vista detienen
sin que nada la deslumbre, —175—
ante el mérito que tienen
las columnas que sostienen
aquella inmensa techumbre.

Obra de diestros cinceles
y artistas extraordinarios,
lucen las naves infieles
variedad de capiteles
y fustes de órdenes varios.

Sus techos artesonados
sobre arcos tan pintorescos,
enseñan por todos lados,
deliciosos arabescos
divinamente bordados.

Sobre la puerta gigante
que al Norte se ve girar,
se alza orgulloso, arrogante,
el magnífico alminar8
con su cúpula brillante
donde el sol del medio día
extiende sus tintas rojas,
rico el Mihrab9 se veía,
y allí el Corán residía
y se adoraban sus hojas.

Esta capilla sagrada
cuya esplendidez arredra,
por cien arcos adornada,
está también coronada,
por una concha de piedra10. —176—

Hacia este lugar llegando
iba en peregrinación la turba
agarena, cuando un murmullo
fue turbando su calma y su devoción.
El murmullo fue creciendo;
y las noticias veloces
cruzaron entre el estruendo;
y unos pasaban corriendo,
y otros con gritos y voces.

Todo es bulla y confusión,
todos corren y se agitan
casi en revuelto montón,
en tanto que todos gritan:
«¡Creyentes, profanación!».

Todos se agrupan, se estrechan
con espantosa pavura, escuchan,
hablan, acechan, y fieras miradas
echan sobre una columna oscura.

¿Qué hay allí para que insano
ese pueblo vengativo
lance anatema inhumano?

¡Ah! ¡se revuelve un cristiano
entre cadenas cautivo!
¡Es Fernán! El moro impío
con inclemente perfidia, —177—
donde llama a Dios con brío
mientras con la muerte lidia.

Allí reza y no le arredra
que lo escarnezcan ni ajen;
unido al mármol, cual yedra,
de Jesucristo la imagen
con hierro esculpe en la piedra11

De Zaida el último don,
que guardó en sangre bañado
sobre el triste corazón
y va en su mente grabado,
le presta la inspiración.

Mas ¡ay! tan ruda insolencia
jamás allí se había visto
sin arriesgar la existencia:
así, el trasunto de Cristo
fue de Fernán la sentencia.

Crece del vulgo la grita;
y en su venganza cruel,
la turba se precipita
sobre el que al Dios de Israel
representó en la mezquita.

Mas ¡ay! de pronto se oyó —178—
una voz que, como el trueno
en las bóvedas rodó;
y entonces ni un agareno
¡la vista siquiera alzó!

-¡Infame! -a Fernán, rugiente
clamó Aliatar con fiereza:
ya no mueres lentamente:
¡de Allah el honor no consiente
en tus hombros la cabeza!

La esclava que te vendió
y la mujer de tu alma
ya el profeta recogió;
pero ahora reclamo
yo tu sangre para mi calma.

Cuatro moros se arrojaron
sobre el cristiano al momento,
cercándole como lobos
cercan el rebaño hambrientos
son inusitada furia,
cadena y grillos rompieron;
con fría, estridente cuerda
rodean su noble cuello,
y con injurias y golpes
profanan el triste templo,
mientras lo dejan pendiente
atados los pies al techo12: —179—
tras este horrible martirio y
en convulsiones muriendo,
su alma rompió el espacio
volando de Dios al seno;
así, el cristiano cautivo,
de sus dolores en premio,
ganó la palma del mártir
que solo brota en el Cielo.

Por Fernando redimida
al cabo fue la ciudad,
y a Cristo restituida
y esta historia esclarecida
con el sol de la verdad.
Y desde entonces al vivo
amor de la fe que halaga
al pueblo, con tal motivo,
una luz que no se apaga,
puso al Cristo del Cautivo13.

Madrid, 1863.





FUENTE

Alcalde y Valladares, Antonio. «El Cristo del cautivo (Tradición cordobesa)». Flores del Guadalquivir: poesías y leyendas, [s. l.], [s. n.], 1872.



Edición: Pilar Vega Rodríguez.



 
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