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Capítulo X

De cómo la condesa de Bari visitó la herrería de cámara de los marqueses de Esquilache


En otra ocasión, dos días antes del momento en que principia este capítulo, dejamos a Elina de Velamazan bajo el peso de una acusación que podría perjudicarla en el concepto de hija fiel de la Iglesia Católica a los ojos de aquellas personas de las que hojean nuestra narración, que no han perdido el respeto a los fantásticos seres procedentes de un aquelarre en sábado, si es que, merced a la linterna de Diógenes, es posible encontrar todavía uno de esos bienaventurados lectores.

La edad, la belleza y los instintos de la condesa de Bari, nada propios de las maléficas encarnaciones de las antiguas consejas, bastarían acaso para rehabilitarla; pero nos place contribuir a este acto de justicia dispensando a la joven azafata todo el apoyo de nuestra autorizada veracidad.

Creemos haber dicho que Elina haciendo uso de un talismán, que también se conoce con el nombre menos pretencioso de llavín, desapareció repentinamente en uno de los corredores que precedían a las habitaciones de María Luisa. Pues bien, al reproducirse el mismo fenómeno en la ocasión que nos ocupa, seguiremos a la condesa, aunque sólo sea para explicar la perfecta naturalidad de su tránsito.

Nada, en efecto, existe de extraordinario en el hecho de levantar un pestillo con el instrumento inventado para el caso, de empujar una tabla de encina que gira obediente sobre sus goznes, de cruzar el dintel con precipitación, y de que la puertecilla vuelva a cerrarse inmediatamente por sí misma a impulso de un enérgico resorte interior.

En lo que podría haber algo de extraído sería en el especial aspecto de la habitación donde penetró la condesa, sobre todo si se tiene en cuenta que su misión era para visitar una herrería.

Y a bien que no podía ser porque faltasen en la estancia el hierro y el acero. Por el contrario, en cualquier punto donde descansase la mirada se encontraban escopetas, carabinas y cuchillos de las formas más variadas, la riqueza más deslumbradora, y el trabajo más peregrino.

Donde resaltaba lo anormal era en las numerosas estanterías que cubrían los tabiques de arriba a abajo, y en el cúmulo de libros impresos y pergaminos manuscritos que pesaba sobre las tablas, ocupaba las mesas, y hasta invadía los asientos.

La habitación podría pertenecer a un gran cazador; pero el adepto de Diana no debía ser menos partidario de Apolo.

Elina abarcó con la vista todo el aposento, que no era de cortas dimensiones; y al observar la absoluta ausencia de seres humanos, se encaminó a uno de los estremos, alzó un picaporte, y pasó al cuarto inmediato.

El camarín donde entró la condesa se hallaba ocupado por un hombre vestido de negro, de rostro completamente rasurado, y de mirada dulce hasta la graduación del almíbar.

Este personaje, que redactaba papeletas en un billete, extractándolas de las portadas de una pila de volúmenes que tenía delante, no pareció experimentar la menor sorpresa, cuando al levantar la cabeza se vio en presencia de la azafata.

-Buenos días, señor abate -dijo la joven.

-Guarde Dios a la señora de Bari -respondió el redactor de papeletas:- por lo visto, ha pasado la noche en palacio la señora condesa. ¿Se siente por acaso indispuesta su augusta ama?

-No, afortunadamente -repuso Elina contestando a la pregunta, sin hacerse cargo de la hipótesis.

-¡Alabado sea el Omnipotente!

-¿Podría ver un momento a su majestad?

-El rey madruga, y es de creer que esté vestido; pero ignoro en qué se ocupa en este instante.

-¡Ah... si usted fuese bastante bondadoso para indicarle mi deseo!..

-La señora condesa sabe que siempre me consagro a su servicio con particular complacencia.

-No deposita el señor abate Gándara sus favores en un corazón ingrato.

-Esas palabras me obligarían a volar, si tuviese alas. Desgraciadamente no cuento con otra cosa que con pies y sólo pueden hacerme correr.

-Ni tanto me atrevería a exigir, galantísimo señor abate.

Gándara cambió un ceremonioso saludo con la joven, y abandonó la habitación.

Elina se acomodó en un colosal sillón de brazos, cruzó los menudos pies, apoyó en la fina palma de la mano una mejilla más fina todavía, y se recogió en sí misma por espacio de algunos minutos.

Las entrevistas importantes, como los duelos entre dos hombres o entre dos ejércitos, y como las grandes borrascas, tienen solemnes prólogos de calma.

Un ruido, que sonó en la sala de los libros y de las armas, arrancó a la condesa, de su abstracción.

La puerta por donde la dama había entrado en la oficina del abate se abrió suavemente.

Elina se puso en pie en el acto.

En el marco de dicha puerta apareció un hombre de cabeza acarnerada hasta el punto de excitar la hilaridad; pero poseía tanta lealtad en la mirada, tanta ingenuidad en la sonrisa, y tanta bondad en la expresión general de la fisonomía, que el contemplador del extravagante tipo no tardaba en sentirse subyugado, y acababa por rendirle el tributo de una involuntaria simpatía.

Aquel hombre era el rey Carlos.

-Pasad, condesa -dijo el monarca.

Y se internó de nuevo en la biblioteca.

Carlos III, imitando en esto a su padre Felipe, acostumbraba hablar en impersonal a la generalidad de los súbditos que debía a la Providencia. Sólo empleaba el tuteo cuando lo autorizaba la confianza que enjendra el frecuente trato. En cuanto a la tercera persona, la reservaba exclusivamente para los individuos revestidos de carácter religioso.

Elina ingresó en la biblioteca detrás del soberano.

-¿A qué motivo debo tan matinal visita? -repuso el rey.

-En esta misiva puede vuestra majestad encontrar la explicación -contestó la dama.

El monarca tomó la carta que le alargaba Elina; la abrió rápidamente, y leyó a medía voz:

«Señor; La condesa de Bari tiene una importante gracia que impetrar de la munificencia de nuestro soberano. Por mi parte, animada por las inagotables bondades que vuestra majestad dispensa a mi familia, le suplico encarecidamente, que, si le es posible, acceda magnánimo a los deseos de mi buena amiga. -De vuestra majestad muy leal y respectuosa súbdita, LA MARQUESA DE ESQUILACHE».

Terminada la lectura, el rey continuó con la vista fija en el papel como si buscase algo entre sus líneas.

Los espacios debían estar bien unidos, porque no tardó en renunciar a la investigación añadiendo:

-Y bien ¿qué es lo que tiene que decirme la portadora de este documento diplomático?

-Vuestra majestad le da el más propio de los nombres, porque soy una verdadera embajadora.

-A tiro de ballesta podría asegurarse.

A continuación refirió Elina al monarca todo el curso de la visita que en la tarde anterior hizo el marqués de Grimaldi a los de Esquilache, con esa vivacidad de colorido, esa riqueza de detalles y esa volubilidad de expresión de que sólo es capaz una mujer a quien mueve la repulsión de la indignidad, aguija el instinto de la intriga y electriza la fe de la pasión. Escuchó la relación el rey serio y sereno; pero en el fulgor del iris de los ojos y en la frecuencia con que procuraba entibiarle con la lubrificación de los párpados, se revelaba un interés creciente.

-¡Pobre marquesa! -fue todo lo que los labios del monarca murmuraron cuando Elina dio por terminada la exposición de su histórico episodio.

-¡Oh, si! ¡bien desgraciada! -replicó la condesa-; porque vuestra majestad no puede formarse idea del estado de desolación en que la dejo.

-Por fortuna, condesa, no es difícil volver la tranquilidad al espíritu de nuestra amiga.

El monarca sacó un llavero del bolsillo del calzón, eligió una pequeña llave de plata, se dirigió a un precioso mueble de ébano entre escritorio y papelera, y abrió la parte superior, que ofreció a la vista una triple fila de gavetas.

Sin vacilar un momento, tiró el rey de la primera inferior de la derecha, y sepultó en ella la mano en el punto precisamente donde sabía que estaba el objeto que iba a buscar.

¡Cosa extraña! los dedos llegaron a tocar el fondo del cajón sin haber tropezado con cuerpo alguno intermedio. En vano se extendieron en todas direcciones; removieron diferentes cosas menudas, pero no dieron con lo que querían.

Más sorprendido que impaciente, el monarca extrajo la gaveta, y unió a la pesquisa de la mano la investigación de los ojos. Empeño inútil; los nuevos auxiliares no hicieron otra cosa que comprobar la ausencia del objeto perseguido.

Entonces, con el ceño fruncido y el sudor en la frente, abrió todos los cajones, requirió todos los secretos, revolvió todo el bazar de los dijes y de las preseas.

Las ideas del príncipe comenzaban a ofuscarse, y por lo tanto, daban también principio las indagaciones inverosímiles.

La dignidad, sin embargo, le detuvo en los primeros pasos de la pendiente.

-No perdamos la cabeza -pensó en voz baja-; el medallón estaba en la primera gaveta: mi seguridad en ese punto no puede ser más absoluta. Es, por consecuencia, evidente que me ha sido sustraído.

La condesa, que había visto los movimientos del rey con inquietud, oyó sus palabras con un extremecimiento glacial.

El monarca empuñó una campanilla, y la levantó con ira; pero la reflexión detuvo a tiempo el amenazador rebato de la sonora lengua de metal.

La mano fue descendiendo lentamente sobre la mesa, y la campanilla volvió a su puesto.

-No es este el mejor medio de averiguarlo todo -murmuró-; la prudencia aconseja otro camino más seguro. ¿Cuál puede ser el móvil del hurto? ¿quién es el culpable? Barnuevo ¡imposible! Gándara ¡que absurdo!

Después de oprimirse las sienes con las manos y de enjugarse la frente, el rey se adelantó hacia Elina, añadiendo con melancólica expresión, pero con acento seguro:

-Ya veis condesa, la desgracia que me ocurre.

-¡Oh, sí!... -balbuceó Elina.

-El suceso asesta tan rudo golpe a las afecciones del hombre como a la soberbia del rey; pero el caballero y el príncipe son impotentes, por lo pronto, para triunfar de la fatalidad.

El profundo suspiro que el monarca obtuvo por respuesta, demostraba que la dama estaba persuadida de tan desconsoladora realidad.

-Decid a la marquesa -prosiguió el rey-, que mi desolación no tiene límites...

-Las palabras de vuestra majestad conmoverán seguramente el ánimo de mi atribulada amiga.

-Aseguradla que voy a intentar todo cuanto me sugiera el interés que me inspira la situación en que se encuentra para recobrar el objeto que anhela...

-Esa grata promesa hará renacer en ella la esperanza.

-Repetidla mil veces, que sean las que fueren las difíciles circunstancias en que el odio y la intriga logren comprometerla, jamás podrá faltarla el paternal apoyo del soberano...

-¡Ah, señor! ¡cuán consoladora será para la marquesa la manifestación de vuestra majestad!

-Y prometedla, por fin, que en todo caso, el fallo de mi inexorable justicia no la dejará sin venganza.

La azafata esperó por espacio de un corto número de segundos. El rey no añadió una palabra.

-¿Tiene vuestra majestad alguna otra prevención que significarme? -pronunció Elina.

-No, condesa -contestó el monarca alargando la mano a la dama con cierta tristeza.

La de Bari tocó la regia diestra con el extremo de los labios, volvió a inclinarse respetuosamente y se encaminó a la puertecilla de la galería.

Sólo en el momento de pasar el dintel fue cuando creyó observar que la impaciencia del rey se acentuaba, o más bien comenzaba a desbordarse.

Elina tomó de nuevo su coche en la puerta del Príncipe, y se hizo conducir a la casa de las Siete chimeneas.

El hecho que iba a revelar a la de Esquilache era tremendo; pero la condesa, que no participaba de preocupaciones vulgares, sabía que hasta en dar esa clase de noticias todo lo más pronto posible, se presta un servicio a los amigos, cuando no hay otro mejor que prestarles.

La joven se encontró en el extremo de la calle de las Infantas, sin conciencia del tiempo trascurrido ni del espacio atravesado, penetró en el palacio de Esquilache sin contestar los saludos de los domésticos, y llegó a las habitaciones de la marquesa con el incierto paso de los autómatas.

Pastora, que había presentido la llegada de su amiga en el ruido del carruaje, en el eco apagado de la voz de los ugieres y en los latidos del propio corazón, apareció en la puerta del gabinete en el instante en que Elina abría la del salón.

La realidad estaba a cien leguas del pensamiento de la marquesa, y sin embargo, en el semblante de la de Bari halló la revelación suficiente para exclamar aterrada.

-¡Nada traes!...

-¡Nada! -soyozó Elina.

La marquesa sepultó su intensa mirada en las pupilas de su amiga, y bajando la voz, repuso estupefacta.

-¿No has visto al rey?...

-Sí...

-Entonces...

Elina abrazó a Pastora y murmuró a su oído:

-¡Le ha sido robado el medallón!...

La marquesa lanzó un grito penetrante y se desplomó en los brazos do la de Bari.

Elina arrastró a duras penas a la desmayada hasta colocarla en el sillón, tiró del cordón de la campanilla y puso en conmoción la casa entera reclamando toda clase de auxilios.




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Capítulo XI

Donde se habla de la Compañía de Jesús y de otras menudencias


Para calmar los paroxismos súbditos no existe agente terapéutico más eficaz que el tiempo.

Sus virtudes específicas en ese punto son superiores a la reputación que ha sabido adquirirse de gran descubridor de verdades.

El lento trascurso de treinta horas modificó el estado de la marquesa de Esquilache.

La dolencia aguda había tomado la forma crónica.

Pastora padecía; pero no se retorcía al impulso de titánicas convulsiones.

Las ideas de la marquesa comenzaban a entrar en el período de los razonamientos serenos. La sima en que Pastora había sido precipitada era negra como la noche eterna, espantosa como el cráter sin rondo de un volcán; pero si por acaso existiera en aquel báratro un tránsito providencial que condujese a la salida, carecería de perdón no volver a gozar del aire libre y de la luz del día por un exceso de pusilánime abatimiento.

Con las manos, por delicadas que fuesen, la marquesa golpearía las paredes: con los pies, por débiles que se encontraran, removería la tierra.

Ante todo, era necesario triunfar del caos del entendimiento.

Cuando se consuma una ruina, lo más urgente es desembarazar de escombros el terreno.

Tal era el estado, del espíritu de la de Esquilache en el momento en que Irene se acercó tímidamente al diván en que reposaba la atribulada dama.

-¿Qué quieres? -murmuró Pastora entreabriendo los ojos.

-Yo no sé si cometo una inconveniencia al pasar este recado a mi señora -contestó Irene con la vista fija en la alfombra:- pero el carácter respetable de la persona que lo solicita...

-¡Cómo! ¿hay alguien que pretenda verme que no sea el doctor Arenal?

-Así es, señora.

-¿De quién se trata?

-De un religioso.

La marquesa hizo un mohín de impaciencia.

-No creo estar todavía en peligro de muerte -dijo.

Arrepentida en el acto de la vivacidad, añadió dulcificando el tono:

-Es verdad que se acerca la Semana Santa... ¿te ha manifestado ese religioso su nombre?

-No, señora; pero se dice portador de una importante misión del reverendo obispo de Cuenca.

La de Esquilache pareció vacilar.

-¿Qué deberé contestarle? -insinuó la doncella.

-Que puede entrar si el asunto de que tiene que hablarme es urgente, y no exige una larga conferencia.

Irene salió de la estancia para volver dos minutos después acompañando a un individuo de rostro macilento, a quien ya conoce el lector por haberle visto asomado a una de las ventanas del convento de Valverde.

La doncella pronunció desde la Puerta:

-Su reverencia el padre Cebrián.

El anunciado saludó respetuosamente al exhibirse, al llegar al centro del aposento, y cuando estuvo a la distancia de Pastora que las conveniencias consentían.

El aspecto del visitante era pulcro y hasta atildado: su presencia, sin embargo, no consiguió impresionar favorablemente a la marquesa. Había en la fisonomía de aquel personaje, 'en su especial manera de ser, en los movimientos mismos con que se balanceaba, algo inexplicable que hacía pensar en los crótalos cuando acaban de mudar la camisa.

-Mucho temo que mi apellido no haya dicho gran cosa a la señora marquesa -articuló el religioso con un timbre metálico de acento en perfecta armonía con todos los signos que le exteriorizaban.

-En efecto -respondió la de Esquilache:- no tenía el honor de conocer el nombre más que la persona.

-No es de extrañar; apenas hace un mes que desempeño, aunque indignamente, el cargo de procurador de la Compañía de Jesús.

De las palabras y del tono parecía desprenderse que el buen jesuita se proponía dar motivo más adelante para que adquiriera ilustración el nombre que llevaba.

-¿Y en qué me será dado complacer por ahora al señor procurador? -repuso la marquesa, invitando al religioso a tomar asiento, con un ademán de la nacarada mano.

-Ante todo, creo que al anunciarme, han debido decir a vuecencia que el señor obispo de Cuenca me había honrado con una especial comisión de confianza...

-Así es la verdad; y a fe mía que no es lo que menos ha contribuido a que me proporcione una satisfacción la visita de vuestra reverencia. Don Isidro Carvajal y Lancaster ha sido un cordial amigo de la familia de mi madre; y por mi parte, siempre le he debido paternal benevolencia, excelentes consejos y gracias espirituales.

-Su ilustrísima, por lo visto, continúa favoreciendo a vuecencia con la misma predilección.

-Esa esperanza abrigo.

-Más que esperanza puede tener la señora marquesa: comprueba la realidad esta carta, que he creído sería para vuecencia, mi mejor presentación.

-¿El señor obispo me escribe?

-Ex abundantia cordis.

Cebrián, que había elegido un papel entre los innumerables que contenía la voluminosa cartera que extrajo de la sotana, le puso en las manos de la dama.

La marquesa pasó lentamente la vista por las siguientes líneas:

«Mi amada hermana en Jesucristo, hija carísima en las afecciones de mi corazón, y oveja sumisa en el tribunal de la penitencia:

»Jamás como ahora mi espíritu atribulado por la amargura de la hiel y vinagre de mi Calvario, que se desbordan del corazón, ha sentido tanta necesidad de refugiarse allí donde espera encontrar simpatía, consuelo y apoyo.

»A cualquier punto que dirija la angustiosa mirada en el siniestro período histórico que tenemos la desdicha de atravesar, sólo diviso sangrientas hecatombes, ruinas y despojos: las hecatombes de las odiosas guerras que encienden las más viles de las ambiciones; las ruinas de los templos y de los monasterios; los despojos de la túnica inconsútil del Redentor de los hombres.

»Han comenzado a tener cumplimiento los pronósticos que hace tiempo me reveló, no mi don de profecía, sino mi pastoral solicitud por la ventura de la grey que el Señor me ha confiado. El reino corre al abismo con la vertiginosa caída de los réprobos.

»¡Y qué mucho que el Dios de Sabaoth castigue a la España con tan tremendo acto de justicia! Los impíos gobernantes de esa infortunada nación no dejan entrever el menor signo de arrepentimiento; y San Jerónimo lo ha dicho, la impenitencia es el único crimen que el Todopoderoso no perdona.

»La persecución de la Iglesia continúa más encarnizada que nunca; sus bienes son saqueados con más codicia que en los tiempos de la guerra de sucesión; y los sagrados Ministros del altar son martirizados con igual encono que en los siglos del paganismo.

»En vano la voz de los buenos clama en el desierto. Los que rijen la nave del Estado tienen ojos y no ven, oídos y no oyen. No quieren contemplar nuestras desgracias; no se dignan escuchar nuestros lamentos: ¡ni siquiera nos honran con una consulta!

»En situación tan desoladora, he pensado en usted ¡oh amada hija! Cuando la cólera del Omnipotente pos amenaza con el fuego voraz que consumió las nefandas ciudades de Pentápolis, debemos llamar a todas las puertas, apelar a todos los medios para sustraernos a los efectos de la divina indignación.

»¡Quién sabe si el Hacedor Supremo habrá elegido en sus inexcrutables designios a su sierva Pastora para que, ya cual prudente Abigayl, ya cual valerosa Judith, sea el instrumento mediador que le permita reconciliarse ton los españoles como se reconcilió con los ninivitas!

»La especial posición en que usted se encuentra, sus sentimientos de piedad, jamás desmentidos, y la benéfica influencia que puede ejercer en el ánimo del esposo, que debe al cielo, son acaso otros tantos caminos por donde el Señor se propone llegar al corazón de los poderosos para redimir a la nación de la esclavitud del demonio.

»Yo, en nombre de la religión escarnecida, exhorto y conjuro a mi hija predilecta para que, acudiendo obediente a los llamamientos del Altísimo, empune su lábaro glorioso, y le lleve al combate contra los errores de los falsos filósofos, y la hipocresía de los modernos fariseos, con la fe inquebrantable de que no ha de faltarla por un momento la poderosa protección de aquella soberana criatura que es reina de las milicias celestiales, hermosa como la luna, escogida como el sol, y terrible como un ejército puesto en orden de batalla.

»¡Pluguiera a Dios que la eficaz cooperación de usted a obra tan santa, pudiese mitigar con una gota de rocío la aridez de los últimos días de este su amantísimo amigo y viejo capellán que la envía su apostólica bendición!

»Isidro, obispo de Cuenca».

La marquesa dio mil vueltas a aquella extraña misiva, modelo de la que en el mes siguiente había de recibir el padre Eleta, y pronunció con un acento en que se revelaba cierta vacilación:

-¿Conoce vuestra reverencia el contenido de esta epístola?

-Sí, señora marquesa -contestó el procurador-, el señor obispo me dispensó la confianza de darme lectura de la carta al ponerla en mis manos.

-Me parece que su ilustrísima bosqueja la situación de la monarquía con colores demasiado sombríos.

-Vuecencia habrá de perdonarme si mi opinión difiere de la suya.

-El cuadro está indudablemente recargado. El celo evangélico, extremado quizás, a consecuencia de las contrariedades que hayan podido originar algunos actos gubernativos, imprime a los juicios del excelente prelado un sello evidente de pesimismo.

-La señora marquesa hace una vida retirada; consagra todas las atenciones del alma a los cuidados que la impone el amor a la familia; respira en una atmósfera perfumada por el incienso de la lisonja, y viciada por el interés de los lisonjeros, no es posible que aprecie con perfecto conocimiento el estado de la sociedad española.

-Sin embargo...

-Los que pueden juzgar rectamente acerca de ese estado, son aquellos que se encuentran envueltos en el torbellino donde se entrechocan las pasiones, miran de cerca los infortunios, tocan las necesidades, y prueban todos los días el temple del alma en las luchas de la existencia.

-Pero, en fin, si el señor obispo acertase en sus fatídicas apreciaciones, la empresa que pretende encomendarme sería superior a mis fuerzas.

-Las tareas que el cielo nos impone jamás sobrepujan nuestros alientos: los santos textos nos enseñan que el yugo del Señor es suave, y leve su carga.

-¿Vuestra reverencia supone que su ilustrísima está en este caso inspirado por Dios?

-Consideraría una impiedad dudarlo.

-¡Ah, padre Cebrián!... no es sublime confianza lo que esas palabras me inspiran, sino verdadero terror.

-Porque el fuego en que ardía la zarza bíblica sin consumirse, no depura en grado suficiente la flaqueza del corazón. La fe transporta las montañas y cambia el lecho de los mares.

-La mano de mi esposo no es la única que guía la caña del timón del Estado...

-Ejerce, no obstante, un influjo decisivo.

-Por otra parte, si mis exhortaciones llegasen a estar en oposición con las inspiraciones de la conciencia del marqués, no serían los móviles de su conducta mis deseos: en ese punto es profunda mi convicción..

-Vuecencia no hace bastante justicia a sus irresistibles seducciones.

-Pobres son los recursos de esa clase, cuando se trata de altísimos intereses.

-El señor obispo de Cuenca se complace en alimentar otras esperanzas todavía...

-¿Relativas a mi persona?

-Sin duda.

-¿Qué se promete, pues?

-Que la señora marquesa se sirva leer esa carta...

El procurador se detuvo un instante, no sabemos si para buscar una palabra, o para poder pronunciarla con más aliento.

-¿A quién? -preguntó Pastora.

-Al rey -contestó Cebrián.

La marquesa fijó en el rostro del jesuita una penetrante mirada.

El procurador la soportó sin pestañear.

-¡Al rey! -repitió la de Esquilache, asiendo el brazo del sillón para no dejar advertir el estremecimiento de la mano.

-La lectura, en efecto, no podría llegar a mejores oídos.

-El prelado, sin embargo, no me invita a semejante cosa...

-No me es dado apreciar las razones que para ello ha podido tener su ilustrísima; pero respondo a la señora marquesa de la perfecta exactitud de mi afirmación.

-¡Leer a su majestad esa apasionada impugnación de la política de mi es poso! -exclamó Pastora animándose por momentos.

-Es la expresión de la verdad...

-¡Favorecer yo misma los planes de los que acaso no tienen otro objeto que perder al padre de mis hijos!

-Vuecencia se extravía...

-Tal vez sólo existía una persona a quien el diocesano de Cuenca no debía dirigirse con tal intento, y esa persona era yo.

-¿Me permite la señora marquesa someter a su consideración algunas observaciones?

-¡Serían inútiles! -contestó con energía la de Esquilache.

Y soltando el papel sobre la mesa, repuso resueltamente:

-¡No leeré esa carta al rey!

Siguió un intervalo de silencio penoso. El jesuita, a quien podía considerarse batido, fue, no obstante, el primero que volvió a empeñar el combate.

-Es sensible -dijo con la calma más completa-; es verdaderamente muy sensible, que la señora marquesa no de era a los votos del reverendo diocesano de Cuenca; porque priva a la Compañía que represento, de un eficaz auxiliar para la consecución del principal objeto que me trae a este sitio.

La dama dejó entrever cierta sorpresa.

-¡Oh! -articuló-; ¿el padre Cebrián no ha hablado todavía?...

-He hablado a vuecencia de los intereses generales de la religión; me falta exponerla los particulares de la Compañía de Loyola.

-Y bien... -pronunció la marquesa con una curiosidad nada más que mediana.

-Yo no sé si vuecencia conoce la bula Apostolicum pascendi, expedida por nuestro Santo Padre Clemente XIII.

-Confieso que ni poco... -contestó la marquesa, comenzando a combatir un bostezo-, ni mucho -añadió después de haber obtenido un triunfo equívoco.

-En el mismo caso que vuecencia se encuentran todos los españoles, salvas rarísimas excepciones; y eso es precisamente lo que constituye una gran desgracia para la Compañía.

-Su Santidad demuestra al orbe en la bula a que me refiero, que cuantas indignidades se atribuyen a los hijos de Loyola son calumnias impías, viles amaños de que se vale el dragón, infernal para apagar con su soplo en los pechos tibios la vacilante llama de la fe. El Vicario de Dios sobre la tierra hace más todavía: proclama ex cathedra las ejemplares virtudes que en todo tiempo nos han adornado, los nobilísimos sentimientos que hoy nos animan, y los incalculables servicios que estamos llamados a prestar a la cristiandad en los siglos venideros. Sobran, por lo tanto, motivos para que nuestros implacables enemigos procuren sepultar indefinidamente el documento pontificio en los antros maléficos de la cancillería de Estado. ¿Conviene en ello vuestra excelencia?

-No tengo la menor dificultad.

-Pues bien; tan inicuo propósito no conseguirá la victoria. La publicación de esa bula, manifestación soberana de la verdad y de la justicia, es cuestión capital para la Compañía que lidia en pro de la Iglesia Católica, y escrito está que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.

-Así sea -murmuró la de Esquilache, entornando los párpados con aire devoto.

-Y así será; porque podrán faltar los cielos y la tierra, pero no faltará el cumplimiento de la palabra del Eterno.

La exposición del sagrado texto fue acogida por la marquesa con una respetuosa, pero lánguida inclinación de asentimiento.

-La Compañía -continuó Cebrián-, cree, como el reverendo obispo de Cuenca, que vuecencia cuenta con superabundantes medios para obtener la expedición del regium exequatur que se nos niega.

-¿Aún?...

-Y en virtud de esa convicción, vengo en nombre de la Compañía a solicitar de vuecencia una alianza leal.

-¡De mí!

-Pero la Compañía es una potencia...

-Que no está más alta, pero que está al nivel de la de vuecencia; y cuando las potencias buscan alianzas, dan por lo menos tanto como reciben.

-¡Dan!...

-La Compañía ofrece, pues, a la señora marquesa un cambio recíproco de vigilancia, de amistad y de apoyo.

-Yo sería la beneficiada en el tratado.

-Es posible que así sucediera en los primeros momentos; pero confío en que la señora marquesa se apresuraría a desquitarse de los beneficios que hubiera podido recibir anticipadamente.

-¿Anticipadamente?...

-No creo que en rigor carezca de propiedad el adverbio; porque es lo cierto que la Compañía ha comenzado a interesarse en favor de los asuntos que afectan a la señora marquesa, antes de que estuviese formalizado el pacto de concordia.

La de Esquilache pareció salir algún tanto de su situación pasiva.

-¿Quiere vuestra reverencia -pronunció-, exponerme su tesis en términos menos abstractos?

-Sin duda. La Compañía ha tenido noticia de que la señora de Esquilache, por una azarosa combinación de fatales circunstancias, ha llegado a encontrarse en una posición difícil...

Pastora sintió afluir a su rostro una oleada de sangre.

-Y nuestra colectividad religiosa -prosiguió Cebrián-, no ha vacilado un punto en acudir en auxilio de dama tan respetable. Considero inútil añadir que me refiero a la pérdida de una miniatura, que puede ser en la ocasión presente germen fecundo en detestables maledicencias...

El golpe era tan inesperado que hubiese derribado a la de Esquilache sobre la alfombra, a no recibirle sentada.

-¡Ah! -exclamó con el aliento entrecortado -¿el padre Cebrián conoce el paradero de mi medallón?

-Por lo menos le conoce la Compañía.

-¿Y se propone devolvérmele?

-Seguramente.

-En cambio de...

-En cambio del compromiso que la señora marquesa contraiga de alcanzar el pase regio para la bula, Apostolicum pascendi.

El caviladero de la marquesa era el fogón de una fragua: los pensamientos saltaban, se repelían, chispeaban como carbones enrojecidos.

Cebrián creyó adivinar que estaba presenciando un combate definitivo entre beligerantes, cuyas fuerzas se encuentran agotadas. Una intervención oportuna podía ser decisiva; porque sabido es que en estas circunstancias, la llegada de un sólo regimiento sobre el campo de batalla, basta para determinar la victoria.

-¿Cuándo quiere vuecencia -articuló-, que se la entregue su retrato? ¿mañana?... ¿esta tarde?... ¿dentro de una hora?...

El procurador era un gran teólogo, un profundo pensador, un notable polemista; pero ni la ciencia, ni el genio, ni las aptitudes que le distinguían, pertenecían al género de los que inician en el conocimiento de las sutiles inspiraciones del espíritu de una mujer.

Las almas femeninas ceden al mal: es un instinto de la organización primitiva que deben a la naturaleza; pero la caída no se realiza sin haber resistido más o menos tiempo a las sugestiones del corazón, el peor de los enemigos que tienen.

Privarlas del período necesario para que germine la semilla de la cizaña, es exponerse a perderlo todo.

Si el padre Cebrián pudo apresurar la solución de la crisis, fue en sentido desfavorable.

La marquesa contestó al jesuita con una acritud nerviosa:

-El señor procurador no ha sido más afortunado en su segunda gestión que en la primera. Rechazo la indigna conducta que se propone imponerme, blandiendo sobre mi cabeza el arma adquirida, merced a un delito. No suscribiré a servir de instrumento inconsciente a los que profanan la religión, utilizándola para fines puramente mundanos. No acepto la alianza con la Compañía.

Cebrián, que había vuelto el oído hacia la dama para escuchar mejor sus palabras, pronunció después de una pausa:

-La señora marquesa parece algo inclinada al uso de los monosílabos; pero cuando se decide a dar más extensión al lenguaje, hay que convenir en que los conceptos que emite son tan claros como precisos.

-Quería que no pudiese quedar la menor duda a vuestra reverencia acerca de mi resolución.

-Y vuecencia lo ha conseguido.

-Ignoro las contingencias a que puede dar motivo el extravío del medallón: confío en que las consecuencias defrauden por completo las esperanzas de los hurtadores; pero sea la que fuere la importancia de la sustracción de esa pobre alhaja, jamás compraré su restitución a costa del sacrificio de mi conciencia.

-¡Pse! -se permitió acentuar el padre Cebrián con una irónica sonrisa.

-El espionaje cerca del Gobierno -añadió Pastora-, el papel de agente secreto cerca de la corte, la esclavitud, la traición y la hipocresía, serían un precio tan excesivo, que podría quejarme de lesión enorme, y argüir el contrato de leonino.

-Prescindiendo de la parte declamatoria, vuecencia hace bien en considerar cara la devolución de ese objeto, si se promete obtenerla de balde, ahora, sobre todo, que cree conocer el camino por donde seguir la pista a la joya. Aconsejo, sin embargo, a la señora marquesa, que no se deje seducir por el optimismo; la raza humana le debe más derrotas que a la desconfianza.

-¡Vuestra reverencia me aconseja! -pronunció la dama desdeñosamente.

-Lo autoriza mi carácter.

-El padre Cebrián no es mi confesor.

-Carezco, en efecto, de esa honra; pero aún en el caso inverso, no contaría con la seguridad de ser escuchado. El reverendo obispo de Cuenca es o ha sido director espiritual de la señora marquesa, y no puede en verdad lisonjearse de haber merecido mejor acogida. Por otro lado, concedo que la exhortación sea acaso innecesaria para vuecencia. Los hechos, siempre más elocuentes que las frases, han debido probarla que el poder de los grandes de la tierra, no excede un ápice de los límites impuestos por la voluntad de aquel que ha dicho al Océano no pasarás de aquí. En cambio, ¡cuán inescrutables son los arcanos del Omnipotente! Un pobre religioso sin posición social ni honores, porque le prohíbe aceptarlos el severo instituto en que milita, ha venido a ofrecer a la señora marquesa el talismán para la paz del alma, que príncipes augustos no podían devolverla.

-¡Para la paz del alma! -exclamó indignada la de Esquilache-; diga más bien el señor procurador, que para mi condenación eterna.

El jesuita se puso en pie como movido por un resorte irresistible.

-¡Tremenda es la expresión con que vuecencia me despide, si esa es su última palabra! -pronunció con voz inspirada.

-¡La última! -contestó la marquesa sin titubear.

Cebrián dio dos pasos hacia la puerta y repuso volviendo la enérgica cabeza:

-No quiero ocultar a la señora marquesa que empeña una partida peligrosa.

-¿Peligrosa para quién? -dijo la de Esquilache con la expresión del más supremo desprecio.

-Para el que tenga menos títulos a la protección del que es rey de los reyes y señor de los señores.

La marquesa, que por lo visto no creía en la inferioridad de sus títulos al apoyo divino, cambió con Cebrián una mirada de reto.

Este fue el postrer saludo.




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Capítulo XII

Un legado á latere de si paternidad el general Lorenzo Ricci


Cuando el procurador de la Compañía salió de la habitación de la marquesa de Esquilache, presentaba el aspecto de un demonio a quien acaba de administrarse una abundante aspersión de agua bendita.

En el tránsito, no obstante, fue serenándose por momentos el digno jesuita; y al cruzar la plaza de las Siete chimeneas con paso seguro, ya tendía la mano no menos firme a los muchachos bien educados que acudían a depositar en ella el ósculo del respeto.

Cebrián siguió la calle del Barquillo, torció por la del Saúco y se internó en la de las Salesas.

Frente a la desembocadura de esta última, se elevaba la magnífica portada del monasterio de la Visitación de religiosas de San Francisco, fundada para educar niñas nobles por la reina doña María Bárbara, esposa del hermano mayor del monarca reinante, y construido por el arquitecto Francisco Moradillo, con arreglo a los planos de Francisco Carlier.

La suntuosidad del convento, unida al nombre de la augusta señora a quien se debía la construcción, había inspirado al vulgo la idea de que todo era bárbaro en aquel monumento.

Bárbara la reina, bárbara la obra y bárbara la suma invertida.

Y sin embargo, a fines del segundo tercio del siglo XVIII eran tan módicos los precios de los materiales y de la mano de obra, que el coste total del edificio, a pesar de la profusión con que en él se emplearon los mármoles y el bronce, no excedió de la cantidad de diez y nueve millones cuarenta y dos mil treinta y nueve reales y once maravedises.

¡Qué hubieran dicho nuestros modestos abuelos al serles dado adivinar que en el siglo siguiente iba a costar tres veces más una fragata blindada, armada con cuatro piezas de artillería, ellos que estaban acostumbrados a adquirir por doscientos mil duros un navío de tres puentes con ciento veinte cañones.

La granítica construcción desafía, no obstante, el transcurso del tiempo y basta los estragos del fuego; y la existencia de la fragua depende del instante en que su desencadena una racha de viento, surje un escollo o estalla un torpedo.

El padre Cebrián se dirigió a una de las diversas dependencias del vasto edificio, completamente terminado ocho años antes, cruzó el zaguap, la portería y algunos corredores, y empujó con suavidad la hoja derecha de una puerta.

En el acto el aguda golpe de un timbre anunció ruidosamente la presencia de un intruso.

Un joven novicio, fresco como una lechuga y rollizo como un repollo de la huerta que estaba contemplando desde la ventana, dejó este observatorio, y se adelantó al encuentro del recién llegado.

-Buenos días, hermano Martín -dijo el procurador.

-Santos y buenos días, venerable padre Cebrián -contestó el novicio sin alzar la vista del suelo; por más que pudiera asemejarse a aquel sacristán de que nos habla Quevedo, que no se atrevía a levantar los ojos a las mujeres: y no añadimos una frase; porque la especie humana ha degenerado tanto, que hoy nos falta el valor para decir y sobre todo para leer, las mismas palabras que el buen señor de la Torre de Juan Abad osaba, escribir con el mayor garbo hace doscientos años.

-¿Se encuentra solo el padre Provincial? -repuso Cebrián.

-No, señor procurador.

-¿Quién le acompaña?

-Un hermano extranjero.

-¿De qué lengua?

-Me parece que ha de pertenecer a la italiana.

-Está bien: esperaré la terminación de la visita del hermano italiano.

Un prolongado campanillazo, que resonó en la estancia inmediata, dijo a los dos interlocutores que acaso el padre provincial experimentada cierta curiosidad por saber quién era la persona cuya entrada había denunciado el timbre de la puerta.

El novicio acudió, al llamamiento de su superior:

Cebrián no tuvo tiempo para aburrirse. El joven Martín reapareció pocos segundos después, pronunciando con voz humilde, y sin utilizar los ojos para otra cosa que para observar las puntas de los zapatos:

-El padre Provincial ruega a vuestra reverencia que se sirva pasar adelante.

El procurador defirió al ruego que se le hacía, y penetró en la habitación o en términos más extrictos, en la celda del Provincial: tan modesta era en las dimensiones, mobiliario y tapicería.

En aquel aposento había dos hombres. El más entrado en años vestía sotana: el menos veterano se envolvía en largo manteo.

El de la sotana dijo inmediatamente al individuo con quien conferenciaba:

-El padre Cebrián, procurador de la Compañía en los reinos de las dos Castillas y Andalucía.

El del manteo, que poseía unos brillantes ojos bastante más atrevidos que los del novicio Martín, inclinó la cabeza con un ademán lleno de deferencia.

El provincial, añadió, dirigiéndose al procurador:

-El padre Terrigiani, magister a secretis de nuestro respetable general el padre Lorenzo Ricci, y sobrino de su eminencia monseñor el cardenal Torrigiani ministro de Estado del soberano Pontífice.

Cebrián inclinó todo su cuerpo, sin dada para manifestarse abrumado por el doble peso de tan importante posición, y de tan deslumbrador parentesco.

-El celo y la habilidad del señor procurador -pronunció el italiano-, han llegado más de una vez a mis oídos en las orillas del Tíber.

-La benevolencia de mis superiores -contestó Cebrián-, ha podido llevar en alguna ocasión hasta el Quirinal el eco de mis oscuros servicios; pero el talento del señor Torrigiani no ha necesitado ajena mediación para hacerse notorio en la España entera.

Cambiada esta mutua prueba de conocimiento, debido a la reputación, repuso el provincial:

-El padre Torrigiani, que ha llegado de Roma hace dos horas con especial misión del general, acaba de enterarse por mi conducto del estado de los más importantes asuntos de la Compañía. Sabe que, ateniéndonos en un todo a las instrucciones del padre Ricci y del consistorio central, hemos procurado convertir a la marquesa de Esquilache a los santos fines de nuestra causa. Conoce que con el objeto de ejercer una saludable influencia en el ánimo de esa dama, hemos tratado de ser partícipes de alguno de sus secretos, por otros medios que los que nos fuera dado deber al tribunal de la penitencia, con el fin de poder utilizarlos sin pecado. No ignora que dos instrumentos estipendiarios lograron obtener de la marquesa una carta que nos era permitido esperar que no careciese de gravedad, y que, sin embargo, por acaso o por prudencia, resultó perfectamente insignificante, no porque nuestros ojos la examinaran, sino porque así nos lo aseguraron los que momentáneamente la poseyeron; los cuales, si bien fueron bastante inhábiles para volver a perderla, al menos pudieron enterarse de las frases que contenía; y por nuestra parte, no tenemos hasta ahora motivo alguno para poner en duda la veracidad del aserto. Y por último, tiene conocimiento de la providencial adquisición del medallón extraviado; objeto que hemos confiado en este día a la inteligente solicitud de vuestra paternidad como supremo recurso coercitivo para entablar negociaciones cerca de la marquesa. El instante es, pues, oportunísimo para que el señor procurador nos refiera sin la menor reserva el resultado de su trascendental gestión.

-¡Ay de mi! -dijo Cebrián exhalando un suspiro-; mi conferencia con la marquesa de Esquilache no ha podido ofrecer una solución menos satisfactoria.

-¡Cómo! ¿por ventura esa dama?...

-Persiste en su impenitencia.

-¿Y desdeña el inesperado servicio con que la Compañía le brinda?

-De todo punto.

-Padre Cebrián, tan extraordinario acontecimiento bien requiere la relación de pormenores.

El procurador expuso entonces, con elocuente fluidez, incomparable claridad, y método escolástico, el curso, circunstancias y detalles de la entrevista con la marquesa.

El provincial y el italiano le oyeron hasta el fin sin iniciar una interrupción.

Cuando Cebrián terminó su relato del mismo modo que le había empezado; esto es, con una intensa espiración, el provincial pronunció con la vista fija en el huésped romano:

-¿Cree el señor Torrigiani que nuestra conducta se ha ajustado a las sabias inspiraciones del padre general?

-Mi afirmación no podría ser más rotunda -contestó el italiano.

-Ya lo oye el padre Cebrián -repuso el provincial-, mitiguen las gratas palabras de nuestro buen hermano el desconsuelo que ha debido llevar al ánimo del señor procurador el mal éxito de la combinación que tantos desvelos le ha costado.

-El hombre propone: Dios dispone -murmuró filosóficamente Torrigiani.

-¡Ah, padre Torrigiani! ¡Tristes son los días que para la Compañía lucen en España: amargo es el cáliz donde los hijos del denodado herido de Pamplona abrevan los sedientos labios!

-Confiemos en la misericordia del Altísimo.

-Y secundemos esa confianza con la incesante prosecución de nuestra obra -replicó el procurador:- ayúdate y te ayudaré, dice el Evangelio.

-Nada omitiremos para merecer las promesas del santo texto; pero la larga lucha agota las limitadas fuerzas de los mortales. ¿Considerará al fin el padre Ricci, con perfecto conocimiento de la situación, que ha sonado la hora de apelar a un modus procedendi más enérgico?

-Me inclino a pensar -contestó el italiano, sonriendo,- que no ha de tardar el general en hacer conocer a vuestra reverencia su resolución definitiva.

-¡Oh, si por acaso nos trajese vuestra paternidad tan conveniente autorización!.. -exclamó el provincial fijando su mirada en las pupilas de Torrigiani.

El italiano no oyó la observación del provincial sin duda por la circunstancia de haber pronunciado él mismo casi simultáneamente:

-¿En qué manos resulta en estos momentos la bula Apostolicum pascendi?

-En las del marqués de Grimaldi -respondió el provincial.

-Si bien no será por mucho tiempo -añadió Cebrián.

-¿Tiene vuestra paternidad en ese punto alguna noticia que yo ignore? -repuso el provincial sorprendido.

-Creo tener una interesantísima.

-Veamos.

-En la primera sesión que el Consejo celebre, después de las vacaciones de la próxima Semana Santa, el marqués de Esquilache abordará resueltamente la cuestión de la bula, proponiendo su remisión a la Cámara.

El procurador arrancó a sus interlocutores un movimiento involuntario.

Torrigiani se apresuró a preguntar:

-¿Debe el padre Cebrián ese dato a conducto de buen origen?

-No puedo considerarle más fidedigno: el conocimiento procede de uno de los dos escribientes de la cancillería particular del ministro de Hacienda.

-De Pinto López... -articuló el provincial.

-Precisamente: excelente mancebo que se ha presentado en mi habitación en el instante en que me disponía a visitar a la marquesa.

-Adelante.

-El escribiente, merced a una ingeniosa manipulación, consiguió abrir una carta de Esquilache para el marqués de Tanucci, documento que ayer salió con destino a Sicilia por la estafeta de Estado; y aunque le faltó el tiempo necesario para quedarse con copia, retuvo esa importante confidencia entre las varias que hace Gregorio al magnate napolitano.

-Se nos arroja el guante -pronunció Torrigiani frunciendo ligeramente el ceño.

-Frase exactísima: a la tregua va a suceder la hostilidad; al aplazamiento la negativa.

Ninguno de los tres jesuitas se distinguía por su pasión o por su fanatismo. Aquella explosión de enojo fue la llama fugaz de un relámpago.

Torrigiani añadió un momento después, sin un pliegue en la frente:

-Me parece que las últimas tentativas para venir a una solución pacífica, no habrán, sin embargo, impedido que vuestras reverencias hayan continuado su reclutamiento de los corazones más viriles en la Iglesia militante. Si vis pacem para bellum.

-Su paternidad está en lo cierto -contestó el provincial.

-Los cabos de la trama...

-Convergen a mi mano.

-Los recursos pecuniarios...

-Están dispuestos.

-Los iniciadores del movimiento...

-Sólo esperan la primera señal.

-¡Pluguiera a Dios que esa señal pudiera hacerse dentro de cuarenta y ocho horas! -replicó Cebrián.

-¿Tiene especial motivo el padre procurador -añadió Torrigiani-, para formular aspiración tan perentoria?

-Sin duda...

-¿Podemos conocerlo?

-Iba a proceder a la conveniente manifestación. Si las justas quejas de la Compañía se revelasen pasado mañana, contarían con un auxiliar omnipotente.

-¿A qué auxiliar alude vuestra paternidad?

-Al pueblo de Madrid; porque me consta que decidido el Gobierno a no tolerar por más tiempo la resistencia pasiva del vecindario, ha comunicado las órdenes oportunas para que desde el domingo recorran la villa los alcaldes de casa y corte, acompañados de sastres, y en las calles mismas recorten las capas y apunten los sombreros a los contraventores del bando.

-Verdaderamente que el padre Cebrián es un tesoro de preciosas informaciones -dijo el italiano.

Después, volviéndose hacia el provincial, añadió:

-¿Tiene a mano vuestra reverencia la relación de los iniciados?

-¿En cuál de las tres categorías?

-En la primera.

Su reverencia se acercó a un mueble, tiró de un cajón, oprimió un resorte, y extrajo un papel que entregó a Torrigiani.

El secretario del padre Ricci fijó sus ojos de lince en el escrito.

El documento contenía unos caracteres que no eran rúnicos, ni chinos, ni sanscritos, ni caldeos; pero que, a pesar de no pertenecer a ninguna de las caligrafías conocidas, fueron descifrados de cabo a rabo por el italiano con la misma facilidad que si se tratase del alfabeto latino.

-La lista me satisface en su conjunto -pronunció-; pero encuentro en ella dos individuos comprendidos en la agrupación de los indefinidos, cui prodest, que es necesario definir a toda costa.

-¿Son esos sujetos?

-El marqués de la Ensenada y el Gobernador del Consejo.

-Es difícil que mi opinión pueda estar más conforme con la del padre Torrigiani -se aventuró a exponer el procurador.

-Me lisongea esa identidad de criterio.

-Y a mi juicio la definición apremia.

-Urge tanto que debemos obtenerla hoy mismo.

-¡Hoy mismo! -repitió el provincial.

-No nos falta motivo para forzar la irresolución de esos importantes factores.

Torrigiani sepultó la diestra en el bolsillo interno del pecho de la sotana, sacó algunos pliegos metódicamente numerados, y ofreció uno de ellos al religioso español, añadiendo:

-Tengo el honor de poner en las manos de vuestra reverencia la decisión que parecía anhelar del padre general.

El reverendo leyó rápidamente estas frases lacónicas.

«Caro hermano y buen amigo: La santidad del fin justifica los medios. Obrad desde luego con la entereza que la mayor gloria de Dios ha llegado a exigir en esa Provincia, cuna de nuestro instituto. No os faltarán en el curso de tan nobilísima empresa las oraciones de vuestro general, aunque indigno.

» L. Ricci».

Luego que el provincial hubo terminado su breve lectura, respiró con fuerza y repuso:

-¡Loado sea el señor!

No le glorificaban menos los labios del padre Cebrián con su sonrisa de bienaventurado.

-¿Juzga vuestra reverencia -dijo Torrigiani-, que no está justificada la premura con que entiendo conviene proceder?

El fino provincial creía haber penetrado que el magister a secretis conducía más de una solución escrita que exhibir, con arreglo a las impresiones que personalmente experimentara; pero esta prueba de omnímoda confianza por parte de los altos dignatarios romanos, no era para disminuir la consideración que Torrigiani le inspiraba.

-Vuestra paternidad -respondió-, posee una maravillosa intuición y un sereno golpe de vista...

-Manos, pues, a la obra -continuó el italiano:- encárguense vuestras reverencias de la diligencia respectiva al marqués de la Ensenada por mi parte, voy a ocuparme en el acto del obispo Rojas. El tiempo es corto, irreparable, y sobre todo, Massillon lo ha dicho, es el precio de la eternidad.

El padre Cebrián, con el más elocuente de los silencios, se apresuró a recoger la teja de fieltro que le pertenecía.

El movimiento del procurador fue el campanillazo que levantó la sesión del triunvirato de la Compañía.




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Capítulo XIII

El excelentísimo señor don Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada


Diez minutos después de la conferencia referida en el capítulo anterior, penetraban en el portal de la casa del marqués de la Ensenada dos religiosos y un caballero, en el orden precisamente en que los enunciamos.

En vano rebozaban el rostro los religiosos en los pliegues del embozo del manteo; para la vara mágica del cronista no hay secreto posible: denunciamos al lector las venerables personas del provincial y del procurador de la Compañía. En cuanto al caballero, era Felicísimo Lozano.

La poco menos que instantánea reaparición de los jesuitas en el nuevo escenario, se explicaba sin dificultad. La casa del marqués de la Ensenada se hallaba situada en la parte alta de la calle del Barquillo a corta distancia del convento de las religiosas salesas.

Desde luego llamé la atención de Lozano que uno de sus respetables predecesores le dirigió tres veces su penetrante mirada en el espacio de tres segundos; pero como no recordaba haber visto jamás a aquel individuo, no pudo deducir de su reincidente curiosidad consecuencia alguna, a menos que no fuese la de que su paternidad se pasaba de indiscreto, lo cual, por cierto, no era gran cosa.

Los tres visitantes se informaron en la antecámara acerca de si el señor marqués se encontraba visible; y obtenida respuesta afirmativa, declinaron los nombres que llevaban.

Hasta en esta ocasión creyó observar Felicísimo que el buen religioso tendía el oído con especial solicitud para poner el sello al chocante interés que manifestaba.

No tardó un lacayo en significar el permiso para que los padres jesuitas pasasen adelante.

Faltaríamos a la verdad si dijésemos que Lozano no experimentó una mediana contrariedad; pero como después de todo, poseía en grado eminente el instinto de la justicia, se avino a conllevar el revés de la fortuna. Los religiosos debían al acaso haber pisado un momento antes que él los umbrales de la morada del marqués: equitativo era que le precediesen en la recepción.

El exceso de actividad que siempre se revelaba en Felicísimo, no le permitió tomar asiento: esperó paseando.

El movimiento físico, sin embargo, no bastaba a satisfacer la naturaleza febril que debía a la Providencia; y en la necesidad de pasto para esa loca de la casa que se llama imaginación, quiso proporcionarse el lujo de una distracción que no fuera enteramente desagradable.

Durante los paseos, pensó Lozano en la condesa de Bari. En honor del buen sentido del joven, añadiremos que en esta ocasión, como en otras muchas del mismo género, no sucumbió a la tentación sin haberse otorgado previamente permiso, y con el aire del ocioso que se decide a echar el pensamiento a perros.

Por lo demás, la experiencia había acreditado que el procedimiento no podía ser más eficaz para que el tiempo trascurriera insensiblemente.

Entretanto los jesuitas habían sido introducidos en el aposento del marqués por el tránsito de la galería de cristales que formaba el testero de la antecámara.

Ensenada, que a la sazón se hallaba solo, recibió a los religiosos con esa afabilidad de labio sonriente que muchas personas suelen contraer para todo el mundo, lo mismo por excesiva educación que por supina indiferencia.

Somodevilla era siempre en el traje, en las preseas y en cuantos objetos le rodeaban, el mismo expléndido personaje, cuyo fausto había deslumbrado la corte pocos años antes, hasta el punto de dar motivo a una severa observación del buen Fernando VI; admonición regia a que Ensenada replicó sin pestañear:

-Señor: por la librea del criado se ha de conocer la grandeza del amo.

Según las memorias de la época, el valor de las alhajas con que el lacayo en cuestión adornaba su librea en ciertos días de gala, ascendía a la suma de quinientos mil duros.

El marqués acercó por la propia mano sillones a los jesuitas, pronunciando con la voz de simpático timbre que se le reconocía:

-Bien venidos los respetables padres de la Compañía.

-Que guarde Dios al insigne marqués de la Ensenada -contestó el provincial.

-Por cierto que no contaba con que vuestras reverencias me pagasen tan pronto mi visita a la casa del Noviciado.

-Fue demasiado interesante la tesis de la conferencia, y harto reservado el juicio que sobre el particular se sirvió emitir vuecencia, para que no insistamos en continuar la una y en procurar conocer el otro con alguna más amplitud, a no vedarlo razones poderosas.

El marqués elevó un instante la vista al techo, y respondió, acentuando la sonrisa:

-Me parece, en efecto, que nos permitimos discurrir acerca de los más arduos negocios del Estado.

-Tan familiares son para vuecencia esos problemas, que no han de embarazarle mucho ni su profundo examen, ni la más oportuna solución.

-Se han deslizado «tantas horas desde que abandoné la vida pública, que apenas si conservo vagas reminiscencias de la difícil ciencia de gobernar a los pueblos... Y suplico al señor provincial que no crea encontrar en mis palabras el más ligero asomo de amargura. Beatus ille qui procul negotis,

-Un antiguo adagio asegura que lo que bien se aprende mal se olvida.

-Por eso siempre he procurado aprender que el apego a las grandezas humanas, no es otra cosa que vanidad de vanidades.

-No serían ciertamente los padres de la Compañía los que predicasen a vuecencia la concupiscencia del poder; pero sentirían con alma y vida que el actual retraimiento del señor marqués para cuanto se relaciona con la cosa pública, pudiera significar asentimiento a la política imperante.

-¿Por qué ese pesar?

-Ah, señor marqués, la pregunta de vuecencia centuplica nuestros temores. ¿Acaso opinaría que la nave del Estado boga por el mejor de los mares imaginables, dirigida por el más experto de los pilotos, y con rumbo al mejor de los puertos posibles?

-¡Hem! muy optimista habría de suponerme vuestra paternidad.

-¿Podemos, pues, acariciar la hipótesis contraria?

-Diantre... cuestiones tan graves y complexas, no se resuelven con simples afirmaciones o rotundas negaciones. Vuestra paternidad, que es un gran teólogo, debe comprenderlo.

El jesuita reprimió un ligero movimiento de contrariedad, y repuso después de un instante de meditación:

-Excelentísimo señor: La Compañía se encuentra en una de sus más críticas situaciones; y antes de que los individuos que la componemos nos decidamos a desatar el estrecho nudo que nos ahoga, o a cortarle si necesario fuese, nos convine saber a qué atenernos acerca del número de nuestros amigos y respecto al límite de la adhesión que éstos nos dispensan.

-Tan prudente me parece el propósito, que creo haber dicho a don Fernando VI (que en paz descanse), palabras semejantes a las que el señor provincial ha pronunciado, cuando las potencias marítimas promovieron la llamada cuestión del seno mejicano.

Ensenada preparaba tal vez una evolución hacia la tangente; pero el jesuita era un adversario rudo: antes de que Somodevilla pudiera separarse de la pared, le asestó la siguiente estocada:

-¿Se cuenta el señor marqués entre los amigos de la Compañía?

Somodevilla levantó vivamente la cabeza.

-He ahí una interrogación que no esperaba -repuso:- las acusaciones de mis enemigos, las censuras de mis propios parciales, mi historia entera pública y privada, autorizan mi sorpresa.

-No se había extinguido en nosotros el recuerdo de los gloriosos hechos de esa historia; pero la amistad del señor marqués es tan preciosa, que hemos tenido una satisfacción indecible en escuchar la protestación de cordialidad que las palabras de vuecencia expresan.

-¡Ah! enhorabuena.

-Merced a los títulos que el señor marqués nos concede, voy a permitirme otra pregunta. ¿Está su excelencia dispuesto a prestarnos su valioso concurso?

-Vuestras paternidades pueden contar con todas mis simpatías...

-Mucho es eso, sin duda -pero cuando un combate va a empeñarse la colaboración es más de apreciar que la simpatía.

-¡Un combate!

-Reñido.

-En efecto, el señor provincial me ha hablado de una situación difícil, de un nudo sofocante para la solución del cual acaso habría que apelar al procedimiento alejandrino...

-Así es la verdad; pero vuecencia conoce demasiado la marcha general de los negocios públicos y el estado especial de los intereses de la Compañía para que en ese punto pueda necesitar explicaciones. Únicamente ignora una circunstancia...

-Acaso en ella esté el secreto de la reanimación que experimenta la actividad de vuestras paternidades.

-El señor marqués no se equivoca: el detalle en cuestión es la gota de agua que hace rebosar el vaso. En brevísimo plazo va a ocuparse el Consejo del exequatur de la bula Apostolicum pascendi.

-Lo cual equivale a decir... -murmuró Ensenada, acariciándose la bien rasurada barba.

-Que será negado el pase regio al documento pontificio donde se nos hace justicia.

-No desconozco que el asunto es grave.

-Tremendo.

-La Compañía tiene motivos de inquietud.

-De exasperación.

-Comprendo que si cuenta con municiones de guerra, queme hasta el último cartucho.

-¿No es cierto?

-Pero lo que excede mi inteligencia es el apoyo que de mí se promete la Compañía, atendida mi total anulación en la política.

-La modestia ofusca por esta vez a vuecencia. La firma del ilustre marqués de la Ensenada al pie de la representación en que la grandeza del reino expone al monarca el peligroso rumbo que imprime a la nación el gobierno de Esquilache prestará al documento una autoridad decisiva.

Ensenada tuvo que apelar a todo el dominio que ejercía sobre su organismo físico para no dar un salto en el sillón.

-¡Cómo! -exclamó-, ¡vuestras paternidades proyectan ese paso!

-Es uno de los que más confianza nos inspiran. ¿Por acaso no merecería la aprovación de vuecencia?

-En manera alguna.

-La influencia que debe ejercer, parece, sin embargo, incuestionable a nuestros adeptos. Acto tan vigoroso en las personas de más arraigo en el país, precisamente en los momentos de estallar el cataclismo que amenaza al orden público, no puede menos de hacer brillar la luz de la verdad a los ofuscados ojos del rey.

-Vuestra paternidad aprecia el hecho con una exactitud que revela no gran instinto práctico; pero no tiene en cuenta una circunstancia que a los hombres de mí clase no les es lícito olvidar.

-¿Cuál es mi inadvertencia?

-La dignidad de la corona.

El jesuita arqueó las cejas.

-Espero que el señor provincial no tome en mal sentido mis palabras -añadió el marqués:- las soluciones arrancadas a un soberano por ese género de presiones envilecen la majestad del trono que es la honra de la nación.

-Hay, no obstante, ocasiones en que no perjudica al provecho de las lecciones alguna severidad en el preceptor. Dios mismo no se opone a que le arranquemos sus inapreciables dádivas con cierta dulce violencia, merced a la insistencia de nuestras plegarias.

-La representación colectiva de personalidades notables a que vuestra paternidad se ha referido, tendría todo el carácter de un motín, y los motines pueden en muchos casos ser promovidos por los pueblos, pero nunca por la nobleza.

-De manera...

-Que no me será dado avenirme a suscribir semejante escrito, aunque no haya en él una apreciación con la que yo no esté conforme, no se formule una censura que yo no crea justa, y no se clame por un correctivo que no me parezca conveniente.

El marqués había dicho por fin algo concreto.

El provincial podría no haber quedado tan satisfecho como apetecía; pero en punto a los términos de la dialéctica, la edificación de su paternidad debía ser completa. Por espacio de algunos segundos el reverendo jesuita pareció ofrecer la vacilante actitud del hombre que acaba de recibir un golpe en la cabeza.

El padre Cebrián hasta entonces mudo, creyó que era llegado el caso de intervenir en la cuestión. La voz meliflua del procurador articuló las siguientes frases.

-El elevado criterio que el señor marqués expone, es muy respetable para nosotros; pero más respetamos todavía otra razón nobilísima, que, a pesar de la omisión de su excelencia, se revela a nuestro buen sentido.

Ensenada se volvió con indolencia hacia Cebrián.

-¿De qué preterición me acusa el señor procurador? -preguntó.

-Líbreme Dios de convenir en la exactitud del verbo que vuecencia emplea.

-Pero, en fin...

-Vuecencia, con su vista de águila, ve condensarse los vapores que han de producir la tempestad.

-¡Bah!...

-Con la intuición de estadista que posee, adivina la solución del conflicto.

-¡Pse!...

-Y no quiere que la firma del marqués de la Ensenada, en el mencionado memorial de agravios, pueda ser tomada por nadie como el nombre de un pretendiente.

-¿Cómo es eso?...

-¿Por ventura sería un hecho extraordinario que su majestad se aviniese a despedir del gabinete por lo menos al marqués de Esquilache?

-No digo...

-Pues bien: en ese caso quedarían vacantes dos carteras, y seguramente no podía el rey depositar cualquiera de ellas en manos más dignas que las del respetable restaurador de nuestra marina militar.

Somodevilla bajó los párpados para que el relámpago que destellaron las pupilas no fuese advertido por los jesuitas. Esos, sin embargo, eran muy capaces de observar la llama a través de los párpados,

-Afortunadamente -prosiguió Cebrián-, entre las ruidosas exhibiciones de la política y las modestas apreciaciones jurídicas, existe un vasto campo neutral donde el señor marqués, si a bien lo tiene, puede demostrar la simpatía que le inspira la integridad de los derechos de la Compañía, ¿tendría vuecencia inconveniente en sostener como letrado en los estrados del Consejo la procedencia de la expedición del pase regio a la bula Apostolicum pascendi?

Los pulmones del marqués se dilataron ampliamente para exhalar una tranquila expiración. El rostro del padre provincial se animó como por encanto.

¿Habría dado Cebrián con la fórmula que convenía al espíritu sutil de Ensenada?

La contestación del marqués no se hizo esperar:

-En verdad -pronunció-, que no veo motivo alguno para sustraerme a la honrosa misión que el señor procurador me propone.

-No conocerá límites la gratitud de la Compañía.

-Ni los tendrá tampoco su confianza -añadió el provincial cada vez más seducido por el pensamiento del digno procurador-; la dirección de tan esclarecido patrono, nos responde de la feliz terminación del litigio.

-Cuenten vuestras paternidades con que al menos sostendré sus prerogativas hasta donde alcancen mis fuerzas.

-Desde esta misma tarde se facilitarán a vuecencia cuantos antecedentes crea oportuno consultar, y cuantos fondos necesiten los agentes subalternos de que se valga.

-No han de ser medios de acción los que falten a vuecencia -insinuó Cebrián.

-Conozco toda la extensión, de los recursos de la Compañía, y usaré de ellos en la medida necesaria.

-Prevemos, sin embargo, una coincidencia probable -repuso el procurador-, que nos obliga a proponer a vuecencia la inclusión de una cláusula importante en el formal tratado que hoy celebramos.

-Veamos.

-Si el señor marqués fuese llamado a los Consejos de la corona, pondrá nuestro proceso en las manos de otro letrado que le merezca particular confianza, y que, si no en inteligencia, compita al menos en celo con su excelencia.

Los labios de Ensenada dibujaron una sonrisa entre incrédula y benevolente.

-Condición aceptada -respondió-; mi sucesor será un aller ego. Por lo demás, el caso es tan remoto, que únicamente a título de cavilosidad puede figurar en las estipulaciones.

-Si lo que vuecencia llama cavilosidad no se convierte en hecho -pronunció el provincial con acentuada expresión-, no será ciertamente por falta de la Compañía.

El marqués por distracción, sin duda, no oyó las últimas palabras del jesuita; pero como concurrió la circunstancia de que al pronunciarlas se pusiera en pie su reverencia, y esta acción pudiera equivaler a una despedida, Ensenada le tendió afectuosamente la mano.

El procurador había imitado el movimiento del provincial.

Los tres interlocutores se adelantaron hacia el intercolumnio de la galería.

Cuando el padre Cebrián divisó a través de los cristales la varonil figura de Lozano, dijo a Somodevilla:

-¡Ah! vuecencia tiene excelentes amigos.

-¿A quién se refiere el señor procurador? -contestó Ensenada.

-A ese joven rubio de la espada con empuñadura de plata.

-En verdad que no recuerdo haberle visto otra vez en mi vida.

-Entonces... pudiera ser un pretendiente...

-¡Ah, señor procurador! -articuló el marqués con cierta ironía-; hace mucho tiempo que los pretendientes no frecuentan mis estrados.

-De todos modos, si ese joven busca a vuecencia es porque le necesita.

-No me atrevería a contradecir a vuestra reverencia.

-Pues bien, ¿me permite vuecencia dirigirle una súplica?

-¡Cómo no! Enuncie vuestra paternidad su precepto.

-Me parecería conveniente que vuecencia no acogiera con demasiada indiferencia el objeto que aquí conduce, al joven. Por el contrario, jamás la diplomacia de vuecencia podría emplearse en persona más digna. Se trata de un hombre verdaderamente inapreciable.

-¡Tanto es su mérito!

-Aseguro a vuecencia que nos sería difícil hallar para la gestión de los negocios de la Compañía un agente con mejores circunstancias que las que concurren en el mancebo de la antecámara.

-No echaré en olvido la recomendación de vuestra paternidad.

Los tres interlocutores habían llegado al estremo de la galería de cristales.

Somodevilla se detuvo: contestó al profundo saludo de los reverendos, tocando con los labios la diestra del provincial, y haciendo al procurador la más cordial de las cortesías; abrió la puerta por sí mismo, y permaneció en el dintel hasta que los jesuitas desaparecieron.

Entonces retornó al gabinete diciendo al doméstico:

-Puede pasar ese señor que espera en la antecámara.

No se hizo repetir la invitación Lozano; porque su vuelta de la calle de la Reina a la del Barquillo, fue punto menos que instantánea, acaso por la poca distancia que las separaba.

Desde que Felicísimo se halló en presencia del marqués, creyó observar que su excelencia le favorecía con una especial atención.

-¿A quién tengo el honor de ofrecer asiento? -dijo Ensenada-, uniendo la acción a las palabras, y acomodándose en el mismo sofá que indicaba al joven.

-Mi nombre es Felicísimo Lozano -contestó el interpelado-, y como la oscuridad en que hasta aquí ha vivido el que le lleva, debía impedir que el señor marqués le conociese, he rogado al conde de Tribiana que me presentase a vuecencia en este escrito.

-No podía el señor de Lozano haber elegido persona más de mi aprecio para que nos pusiera en contacto -repuso Ensenada, tomando la carta que se le alargaba, y recorriéndola rápidamente con la vista.

Terminada la lectura, añadió:

-El buen conde, sin duda alguna, hace justicia a usted; pero nada me dice con respecto a sus prendas personales, que no hubieran adivinado mis ojos.

-Mucho me temo -respondió Lozano sonriendo-, que sea esta la primera ocasión en que vuecencia no satisfecho de su proverbial perspicacia.

-El temor del señor de Lozano no es contagioso.

-Ah, señor marqués... ¡pluguiera al cielo depararme días en que me fuese dado corresponder dignamente a la confianza con que vuecencia me lisonjea!

-Espero que se cumplan esos votos.

-No obligará vuecencia a un ingrato.

-Hoy no respiro en las elevadas regiones donde se forja el rayo y se distribuyen los cargos públicos; pero no han de faltarme otras honorables ocupaciones en que utilizar la aptitud del señor de Lozano. ¿Por ventura siente usted aversión a invertir el tiempo en distinto servicio que el del rey?

-No, a fe mía.

-Pues bien: espero poder emplear en breve plazo la inteligente actividad que el de Tribiana me encomia. Sírvase usted indicar su domicilio al pie de la carta del conde.

-Y el marqués presentó a Felicísimo un lapicero rojo que tomó de la mesa inmediata.

Mientras el joven trazaba seis palabras, Ensenada continuó diciendo:

-Por lo demás, abrigo la convicción de que mi apoyo será innecesario para usted dentro de poco tiempo. Las personas que se asemejan al señor de Lozano, sólo necesitan que se las ponga en evidencia para abrirse en Madrid camino.

-El orden de mi razonamiento no es el mismo; pero la conclusión es idéntica. ¿Acaso existe la evidencia sin la posición y la fortuna?

-Podrá haber algo de paradójico en la interrogación; pero he cultivado demasiado el género para no estimar a los paradojistas.

Ensenada añadió diferentes frases con su habitual volubilidad, se levantó sin afectación para dejar sobre el escritorio la carta de Tribiana, revolvió algunos papeles, y permitió comprenderá Lozano que estaba terminada la entrevista.

Completó el marqués su cortés recibimiento con tan afectuosa despedida, que Felicísimo salió a la calle un tanto desvanecido, pensando a media voz por distracción:

-Que el diablo cargue conmigo si no me parece evidente la conveniencia de que el marqués de la Ensenada vuelva a regir los destinos de España.




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Capítulo XIV

De cómo Tristán de Ayala creyó prudente preparar su estómago para las vigilias de la Semana Santa


Sin que al parecer existiera razón plausible, la noche, del día en que hemos asistido a las visitas hechas a Ensenada, tuvo Lozano una pesadilla de todos los demonios: de esta manera al menos la calificó el durmiente.

Soñó que le cercaba una legión de alguaciles portadores de una requisitoria del alcalde de Fuencarral a consecuencia de los sucesos del convento de Valverde; soñó que el hombre de la capa de grana le había atravesado con su mal asador de parte a parte; soñó que el último escudo que guardaba en la bolsa sufrió una evaporación completa; soñó que Cazurro y Moro llegaron a la extremidad famélica de devorarse el uno al otro; y soñó por fin que la condesa de Bari le había llamado feo.

Felicísimo se debatía impotente contra sus visiones en el angosto lecho, como el energúmeno que se encuentra entre el hisopo del exhorcista y el incensario del acólito; porque todos aquellos pensamientos poco menos que seguros o probables los unos e inverosímiles los otros, eran a cual más desagradables.

Así fue que cuando Lozano se vio sustraído a los tormentos del mundo apocalíptico en que vivía por la voz un tanto tímida, pero insistente de Perfecto, estuvo a punto de saltarle regocijado al cuello, cosa que hubiera aterrado al pobre mozo.

-¿Qué es eso, buen Cazurro? -pronunció Felicísimo favoreciendo su vuelta al país de la realidad, merced a una fricción en cada párpado.

-Señor, esto es una carta -contestó el doméstico.

-¿Eh?

-Una verdadera, limpia y perfumada carta del respetable marqués de la Ensenada.

-¿Estás seguro? -exclamó el caballero enteramente despejado.

-Tan seguro corno es posible. La librea del mensajero, por cierto en un estado diametralmente opuesto al que tiene la mía, no ha debido dejarme duda alguna.

-Parece que eres fuerte en punto a libreas -observó Lozano sin hacerse cargo de la parte relativa al estado en que esos trajes pudieran encontrarse.

-Es mi especialidad por razón del oficio.

-Está bien; dame tu aromático escrito... ¿Sería posible que el marqués honrase su promesa antes de las veinticuatro horas? ¡Cáspita! Habría que convenir en que los sueños eran una contraverdad, y en que Ensenada es todo un hombre... ¡Hem! no nos forjemos ilusiones... pero es igual, Cazurro; te prevengo que si la especialidad de que blasonas se halla sujeta a errores matinales, corre peligro la integridad de tus lomos.

El caballero que entretanto había abierto el billete, fijó en la firma la primera mirada. Después leyó mentalmente:

«Apreciable señor de Lozano: Aun a riesgo de que parezca algo precipitada la aceptación del ofrecimiento que me ha hecho usted de sus servicios, le ruego que visite al padre Cebrián procurador de la Compañía en su domicilio de la casa de los canónigos, antes de las doce del día de hoy.

»Espero que el protegido del conde de Tribiana no considere indigna de la nobleza y los instintos que debe a la fortuna, la misión que el reverendo padre le confíe.

»De usted servidor muy afecto.

»El marqués de la Ensenada».

Lozano se puso en pié, guardó maquinalmente la epístola en la casaca, y tomó el tintero para cepillar la chupa.

La voz de Perfecto le arrancó a la abstracción modulando estas frases:

-¿He padecido el error a que mi señor aludía?

-La indiscreción, oh Perfecto Cazurro, es el más detestable de los defectos en un fámulo -contestó Lozano-; para formar juicio sobre el particular debería bastarte con ver incólume tu dorso.

El doméstico se inclinó profundamente como para convencerse de la incolumidad.

El caballero hizo que le sirviesen desayuno y almuerzo sin otro intervalo que el necesario para cambiar de plato; se vistió con todo el esmero que el no expléndido guarda-ropa permitía, y se engolfó en los callejones del barrio de las Salesas.

Cuatro horas después, esto es, cuando los címbalos de la comunidad de religiosas de Santa Teresa de Jesús dejaron oír el carillón de mediodía, Tristán de Ayala abrió la puerta de su morada atraído, por dos sonoros golpes, y se encontró en presencia de Lozano.

-¡Mi buen Felicísimo! -exclamó el visitado introduciendo a su amigo en la habitación de honor:- ¿por ventura has vuelto a tropezar con el hombre del tejar de la Jara?

-No, pero tropezaré:- contestó Lozano con el mismo aire que hubiera podido emplear para decir que el sol se pondría por la tarde.

-¿Quién es entonces el desventurado a quien te prometes agujerear el pellejo?

-Por lo pronto no se trata de eso.

-Tanto mejor.

-Perdóneme Dios; pero me parece que te estas permitiendo tomarme por un espadachín.

-¿Será necesario jurarte por la laguna Estigia que jamás se ha ofrecido a mi mente semejante pensamiento?

-Tristán: te advierto que vengo para hablarte de un asunto formal.

-Me ha bastado mirarte para adivinarlo. Tienes el aspecto satisfecho, risueño, de pretenciosa suficiencia que te distingue en las grandes ocasiones.

-Y a ti te encuentro con el aire poco envidiable de frivolidad que debes a tu maléfica estrella para que nunca puedas ocuparte con provecho en cosas serias.

-¡Felicísimo!

-¡Tristán!

-Siéntate y habla.

-Imítame o pasea, y escucha. Ante todo ¿estamos solos?

-Absolutamente: el ama de gobierno ha salido.

-¿A la ordinaria compra?

-No: a buscar dinero para la compra, que empieza a no ser ordinaria.

-Hay que regularizar ese servicio.

-Todas las mañanas me digo tus mismas palabras.

-Es preciso que no te contentes con decirlas.

-¿Posees algún secreto para ello?

-Tal vez.

-Comunícamele ¡voto al diablo!

-Persistes en la idea de montar una sala de armas?

-Más que nunca.

-Pues ese es el secreto.

Ayala soltó una carcajada.

-¿No te ofrece ningún otro la fecundidad de tu caviladero? -añadió.

-Pudiera ser.

-Pues, amado Pílades, ese otro secreto es el que yo te preguntaba.

-Enhorabuena: mi nuevo secreto consiste en los medios de realizar tu idea.

-¿Y cuentas tú con esos medios?

-Me atrevería a asegurarlo.

Ayala puso una mano sobre cada hombro de Lozano, y dijo semi-serio, semi-jovial:

-Felicísimo, mírame fijamente a las pupilas.

-Belitre: ¿me supones capaz de burlarme de un amigo? -contestó Lozano.

-Según eso has encontrado comprador para tu caserón solariego, se ha muerto tu tío Pepe después de desheredar a sus siete y medio hijos naturales, o te han hecho archipámpano de Sevilla.

-A ninguno de semejantes milagros tendremos que recurrir para verte al frente del establecimiento de tus sueños.

-¿Ah, pero no por ello podremos prescindir de algún milagro de otra naturaleza?

-Mucho me temo que estés en lo cierto.

-¿De qué suceso fenomenal se trata?

-De que te consagres en cuerpo y alma a un negocio trascendental olvidando entretanto que existe el sacanete.

-El olvido pudiera ser superior a mis facultades, porque jamás ha dependido de mi voluntad, pero te prometo no tocar una baraja con las manos ni fijar en ella los ojos mientras el asunto exija toda esa abnegación.. ¿Quedas satisfecho?

-Todavía no me has dado motivo para despreciar tu palabra.

-En fin...

Lozano se recostó en la silla haciendo rechinar todo su mecanismo, estiró las piernas, sepultó las manos en los bolsillos del calzón, y pronunció solemnemente:

-Parece, buen Tristán, que se preparan grandes acontecimientos.

-Cúmplase la voluntad del Todopoderoso.

-Se asegura que el marqués de Esquilache y su falange partenopea nos conducen a la ruina.

-En cuanto a ti, hace tiempo que han debido conducirme.

-La dignidad castellana, los intereses de la religión, el prestigio de la corona, el respeto debido a la independencia de los sastres, el porvenir de los sombrereros, las tradiciones clásicas de la corte, la moral, las bulas, y otras mil cosas estupendas están reclamando a voz en grito un inmediato cambio gubernamental.

-Que el diablo me lleve si todas esas poderosas razones no pesan en mi ánimo tanto como en el tuyo.

-Los muros de la Jericó donde los napolitanos se encastillan deben desmoronarse apenas los hiera el eco de la trompetería de un nuevo Josué.

-Surja el tal Josué cuando a bien lo tenga.

-Pero es el caso que se afirma que en semejante clase de sonatas la primera nota es la que más cuesta...

-Lo ha comprobado la experiencia.

-Y me ha cabido el honor de que se haya pensado en mí para hacer estallar en el viento esa primera nota.

-¡Vive Dios que no ha podido ponerse en mejores manos la trompeta!

-¿Será ahora necesario decirte que te he designado para que me secundes en mi empeño?

-Lo que hubiera sido preciso que me asegurases para que yo lo creyera, sería que no te habías acordado de mi persona.

-Haces justicia a mi buena voluntad.

-Como tú a mis especiales aptitudes.

-¿Podrás reclutar alguna gente?

-¿Cómo cuánta?

-Como diez o doce mozos decididos.

-Eso es una bicoca: ¿para cuándo?

-Para mañana por la tarde.

-¿Urge, pues, el asunto?

-Ya lo ves.

-Contarás para esa hora con la escuadra más escogida que condotiero alguno haya podido organizar.

-Que me place.

-¿Será rudo el chubasco?

-Si hubiere de contestarte por mis particulares impresiones, te diría que no cuento con que haga grandes extragos la tormenta. La prudencia y mis instrucciones, sin embargo, nos obligan a tomar ciertas precauciones.

-Me desilusionas, Felicísimo: cuando la atmósfera está cargada de gases deletéreos no hay agente más enérgico que el rayo para purificar el ambiente.

-No te creía tan fuerte en meteorología.

-¿En qué diablos vamos a ocuparnos?

-Po r lo pronto en dar un escándalo.

-¡Un simple escándalo!

-Pero de aquellos de mayor cuantía.

-De todos modos, presumo que van a estar de más mis bigardos. Para obtener ese resultado nos basta y aun nos sobra contigo.

-Eso no obsta para que te recomiende elegir tus reclutas entre las clases más elevadas de la sociedad del sacanete.

-Se hará como deseas. ¿Cuál es el terreno que vamos a explotar?

-No faltarán oportunamente indicaciones precisas. Desde luego, puedo anticiparte la noticia de que debemos operar en presencia de un embajador extranjero.

-¡Cáspita! ¡Toda esa distinción merecemos!

-Ya comprendes, por lo tanto, que la reputación española se halla interesada en el buen éxito de nuestro empeño.

-¡Pues no! ¡Cuerpo de tal! Quisiera yo ver que nos cabía a nosotros el baldón de desacreditarla ante un representante exótico. ¿Es holandés el tal ministro?

-Poco menos.

-¿Inglés?

-Circum circa.

-¿Es turco?

-Que te quemas.

Ayala se apresuró a sacudir los dedos.

-¿Por qué demuestras tan marcada predilección hacia esas tres naciones? -preguntó Lozano.

-Porque en ellas circulan con cierta abundancia los thalers, los schellins y los zequíes -contestó Tristán-; y es de tener en cuenta que mis hombres no son de todo punto desinteresados.

-¡Bah! ¡Qué valen esas miserables monedas de herejes o de circuncisos al lado de los áureos bustos de los preclaros hijos del ilustre Felipe el Animoso!

-¡Áureos bustos!

-Sin duda.

-Por ejemplo...

Lozano sacó de su casaca un bolsón de gamuza, y le vació sobre la mesa.

Los ojos de Ayala quedaron deslumbrados por la gualda reflexión del metal peruano que cubrió el tablero de nogal. Aquello era una verdadera catarata de doblones de a ocho.

-¡Voto a sanes! -exclamó-; ¿con qué navab nos entendemos?

-¿Crees que habrá suficiente con la mitad de esa suma para satisfacer a tus gentes, y habilitar tu establecimiento?

-Habría para comprar un reino.

-Lozano formó dos pilas de a cuarenta onzas cada una: colocó la primera delante de Ayala, y volvió a embolsarse la segunda.

-Manos a la obra, Tristán -dijo a continuación:- presumo que no ha de sobrarte el tiempo.

-Tranquilízate, Felicísimo: Pompeyo se jactaba de hacer aparecer un ejército sin tomarse otra molestia que la de herir la tierra con el pie. ¿No ha de permitírseme a mí la pretensión de poder reunir una docena de buenos camaradas con sólo volver la esquina?

-No me opongo a semejantes pretensiones; pero procura evitar tu Farsalia -pronunció Lozano levantándose y ajustando su cinturón.

Ayala tomó sus cuarenta monedas y las repartió por decenas en los cuatro bolsillos de la chupa y del calzón, después de haber examinado concienzudamente el grado de solidez de la tela, y el estado de las costuras.

-¿Me dejas? -añadió.

-Sí, por cierto: ¿cuando tendré noticias tuyas?

-De todos modos antes de la noche. Salgamos por la puerta del patio, y precédeme algunos minutos. A nadie le interesa ya vernos juntos.

Tristán recogió el sombrero y la tizona; abrió la puertecilla interior que había indicado, y salió al patio seguido de Felicísimo.

En el mismo momento desembocó por el arco del portal el ama de gobierno con una cesta en el brazo, y el pañuelo de crespón, destinado pro forma en la cabeza, caído sobre el cuello.

-Y bien, mi buena Narcisa -dijo Ayala:- ¿qué resultado ha obtenido tu embajada cerca del Creso de las Maravillas?

La joven miró a Lozano y no articuló palabra alguna; pero no por eso privó al interrogante de una contestación elocuente: apoyó la uña del dedo pulgar en los dientes incisivos superiores, por cierto blancos como el marfil, y la hizo producir un ligero crugido.

-¡Bergante! -murmuró Tristán-: lo tendremos en cuenta... Eso no obstante, tu cesta parece bien provista... ¿Qué comestibles has recolectado?

-Los que ha sido posible -contestó Narcisa.

-¡Oh reina de las amas de gobierno! -exclamó el joven:- permíteme hacer un ligero reconocimiento en ese verdadero cuerno de la abundancia.

Y sepultando ambas manos en el recipiente de mimbres, revolvió el contenido con sorpresa creciente en signos poco satisfactorios.

-¡Qué es esto!.. -articuló por fin.

-Berros, acelgas, rábanos y espinacas -balbuceó Narcisa, bajando algo avergonzada sus largas pestañas-; va a dar principio la Semana Santa...

Ayala sacó la cesta del brazo de la joven con la más cuidadosa galantería; pero una vez hecho dueño del utensilio, derramó bruscamente cuanto encerraba sobre las losas del patio con tanta estupefacción de Narcisa como alegría de los patos, pollos y gallinas del vecino más próximo, los cuales de todas partes acudieron con ruidoso cacareo a picotear las verduras.

-Las abstinencias de la Semana mayor exigen preparación más suculenta -repuso solemnemente Ayala-; toma el camino, mi excelente Narcisa, de la pastelería de Covarrubias, y encarga a tan digno cocinero, que a las cinco en punto de la tarde nos haga traer un pavipollo asado, dos perdices escabechadas, un emparedado de jamón en dulce, un rollo de Villalón, y cuatro botellas del Priorato.

Narcisa, sin volver de su asombro, escudriñó con la mirada el rostro de Tristán; pero evidentemente el bravo mozo hablaba con el corazón en la mano.

Ayala dio media docena de pasos hacia la salida del patio y añadió:

-Todo de la inmejorable calidad que emplea en el servicio del marqués de Grimaldi...

Los dos amigos habían desaparecido en el fondo del portal, y la voz de Tristán gritaba todavía:

-Y de las mayores dimensiones posibles: es cosa segura que esta tarde tendré el hambre de un buitre y la sed de un suizo.




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Capítulo XV

Donde Lozano se desvergüenza, Ayala aplaude y Cazurro silba


Fue el bando relativo a las papas y los sombreros de tan trascendentales consecuencias, sobre todo para aquellos desventurados a quienes ocasionó la muerte, que creemos que algunos de nuestros lectores han de agradecernos que les demos una breve noticia de la historia del documento.

De tiempo atrás se clamaba en la corte por la adopción de medidas enérgicas contra el uso de los embozos y de cuanto pudiera tender a abrigarse el rostro, fuese en invierno o en verano, en consideración a los delitos que ese vituperable disfraz de la más noble parte del hombre originaba.

Como se echa de ver, la razón alegada era de las que no admitían discusión; porque estaba probado hasta la evidencia que jamás en Madrid se había cometido delito alguno a rostro descubierto.

La atmósfera de Palacio y lugares adyacentes estaba preparada; la semilla fructífera sepultada en el surco; la germinación iniciada; y del mismo modo que cuando en el curso de los siglos llegó el momento histórico de la aparición de la América a los asombrados ojos de los habitantes del viejo continente, suscitó el Eterno un Cristóbal Colon, cuando sonó la hora de la revolución en el reloj de la indumentaria española, surgió un marqués de Esquilache.

La célebre real orden fue expedida y comunicada inmediatamente al Consejo de Castilla.

Esta alta corporación otorgó al asunto la detenida meditación que merecía, y en 24 de Febrero de 1766 acordó en pleno la fórmula siguiente:

«Cúmplase y guárdese lo que su majestad manda, y para que se ejecute pase a los señores fiscales».

Cuatro días después, esto es el 28 de Febrero, los fiscales en un luminoso escrito expusieron las dificultades que no podía menos de ofrecer la providencia consultada en los términos en que estaba concebida.

El 1º de Marzo, porque la cosa urgía, se devolvió la real orden a los fiscales para que propusieran las modificaciones que estimaran conveniente introducir; y los expresados funcionarios respondieron en 4 del mismo mes, que la prohibición de los trajes abusivos se debía limitar a la corte, sitios reales, capitales de provincia, y pueblos donde hubiera universidades; publicándose el bando por los respectivos jueces, con las penas a los contraventores de un peso por el sombrero gacho y dos por la capa larga, si eran nobles o de clases acomodadas, y de tres días de cárcel, o los que determinare el prudente arbitrio del juez, si eran plebeyos.

En este sentido se dio publicidad al bando en la capital de la monarquía en la noche del 10 al 11 de Marzo.

Pero con el flamante precepto sucedió lo que siempre acontece con todas aquellas disposiciones que no están inspiradas en el espíritu público, que se dictan en inoportunas circunstancias, y que son de impracticable ejecución.

El bando no pasó de ser letra muerta en las esquinas, excepto en los casos en que, atado a los rabos de los perros, fue concienzudamente labrado y arrastrado a la carrera por los arroyos de las calles y plazas entre los silbidos de los muchachos, la chacota de los mancebos de las tiendas, y la indolente sonrisa de los transeúntes.

Preciso era haber nacido en Italia y desconocer por completo la sociedad madrileña para esperar otro resultado de un mandato que hería en lo vivo las costumbres de los habitantes de los barrios bajos, preponderantes entonces en la corte más que en época alguna, no tanto por lo numeroso de la población, con ser esta mucha, como por la influencia que ejercían en las clases altas a las cuales daban los trajes por moda, los instrumentos músicos y bailes por diversiones, los pintorescos modismos del lenguaje por fraseología, y la apostura de los valentones de la jacarandina por modelo.

Prescindiendo del ligero error que pudiera haber en la apreciación de las consecuencias del bando, la importancia de las cuestiones que se resolvían en el fondo filosófico de la medida, explicaban en cierto modo su adopción.

No se necesita, en efecto, una penetración privilegiada para comprender desde el primer momento la inmensa trascendencia que en el orden social, moral, político y económico pueden entrañar las diferencias que existen entre el ala horizontal de un sombrero redondo, y la levantada por un botón como en el chambergo, por dos presillas como en el chapeo de teja, o por tres puntos como en el tricornio.

Usamos la palabra tricornio con perfecta conciencia de que es un galicismo de mayor cuantía; pero como la importación de ese traspirenaico sombrero fue un galicismo que vino en pos de la dinastía borbónica, no es de extrañar que se admitiera otro para expresar la idea que el objeto en cuestión representaba.

No hacemos la misma concesión con respecto a la voz chapeo: hay respetables autoridades filológicas que, en vez de considerarla galicismo, sostienen que es un iberismo la frase francesa chapeau.

El arduo asunto de las capas no revestía importancia menos capital.

Sabido es que desde la más remota antigüedad se han considerado axiomáticas las relaciones íntimas que median entre la progresiva marcha de la humanidad hacia el bien o hacia el mal, y una cuarta de mayor o menor longitud en la más amplia prenda del traje con que en ciertos países se envuelven los reyes del planeta.

Porque se trataba nada menos que de toda una cuarta de paño de lana o tejido de seda.

No importaba en manera alguna que una capa colocada sobre los hombros de un macetón de a seis pies fuera corta, esto es, legal: si un prójimo que se contentaba con la modesta estatura de cinco tercias se permitía ponerse aquella misma capa, he aquí que ésta, por un fenómeno de todo punto inexplicable, se convertía en larga, es decir, en contrabandista.

Al observar los elevados problemas en que fijaban la previsora atención los sapientísimos varones que regían la España en el año de gracia de 1766, se siente uno inclinado a preguntarse si los estadistas que en la actualidad gobiernan y oyen hablar de semejantes cosas con la sonrisa en los labios, serán realmente hombres de Estado serios.

Por si en parte pudiera contribuir explicar tan inconcebible aberración bueno será que tengamos presente la lamentable decadencia en que están en el último tercio del siglo XIX, la filosofía, la economía política, el derecho, la libertad en sus múltiples manifestaciones, y el sentido común.

Al acto vigoroso de la solemne publicación del bando siguió un período de general expectación.

La desconfianza entre la Administración y los administrados era mutua, y a ninguno parecía superflua la atenta observación de la actitud del contrincante.

Las autoridades quizás temían una explosión del sentimiento público: los madrileños vestidos a guisa del gobierno acaso esperaban la adopción de medidas coercitivas.

Pero el bando continuaba incólume en muchos sitios de la villa; y si bien es verdad que no se observaban las disposiciones que comprendía, no era menos cierto que tampoco se había hundido el mundo. Doce días de tolerancia parecieron más que suficientes al Ministerio: consentir en que los alardes de desobediencia se prolongaran por veinticuatro horas todavía, hubiera sido asentar un golpe mortal al principio autoritario.

Apareció en el horizonte de la corte el sol del 23 de Marzo, domingo de ramos, y tan potable festividad quedó unida en la historia al límite de la paciencia del marqués de Esquilache.

Las discusiones más a menos templadas que en los días anteriores sostenían con los recalcitrantes, los agentes subalternos de la autoridad, se convirtieron en desentonadas disputas: a las palabras malsonantes sucedieron las ofensas de hecho: a las resistencias siguieron las prisiones.

Los alcaldes de corte con su atrabiliario séquito de alguaciles y oficiales de sastre, comenzaron a rondar por las calles, detuvieron a muchos transeúntes contrabandistas, los obligaron a entrar en los portales más próximos, y allí hicieron que se les apuntasen los sombreros y recortaran las capas.

Ocioso parece añadir que no pudo emplearse tan expedito procedimiento sin dar lugar en ocasiones a enérgicas protestas, que recayeron sobre las orejas y las costillas de los pobres corchetes, predestinados por la Providencia en todas épocas para pagar los vidrios rotos.

Las primeras noticias del desusado rigor que se iniciaba, se propagaron por la villa entera como el eco de un somaten. Los nimbos y los estratos que se cernían en la atmósfera se cambiaron en cúmulos; y no tardaron en escucharse esos sordos rumores subterráneos que preceden a las erupciones volcánicas.

Sobre los bandos se fijaron pasquines subversivos.

Uno de los que más fortuna hicieron, multiplicado hasta lo infinito, decía en dos líneas, no sabemos si con la pretensión de versos:


«Sombrero redondo y capa larga,
Y caiga el que caiga».



Sin que llegase a estallar un verdadero pronunciamiento, el barrio bajo en que más efervescencia se observó durante la mañana fue el del Avapiés. Había algo en el seno del mismo, en sus extremidades, y hasta en las inmediaciones, que estaba hablando de próxima tormenta.

Acababan de dar las cinco de la tarde en el reloj de San Juan de Dios cuando llegaron a aumentar el número de los transeúntes de la Plazuela de Antón Martín tres individuos cubiertos de largas capas desembocando por la calle del León.

Uno de los recién venidos no pasó de la esquina: la fija mirada que asestaba al cuartelillo de los inválidos, situado en la plazuela, hubiera podido dar motivo para creer que en aquella detención entraba por mucho la prudencia.

En cuanto a los dos compañeros del hombre de la esquina, continuaron por la línea que la visual de éste seguía, a pesar de que todos los ojos se detenían en ellos, y no era de presumir que los agentes de la autoridad les dispensaran menos atención.

El aspecto de la pareja podía en efecto asegurarse que era una caricatura de la contravención al bando.

Las capas de los dos personajes arrastraban como las hopalandas de los mágicos del portillo de Embajadores en las funciones más solemnes de prestidigitación; y las alas de los sombreros redondos, blanco el uno y negro el otro, dejaban atrás en ancha falda a las usadas por los picadores de toros, y los paveros de Extremadura.

No queremos que tan recalcitrantes sugetos conserven el incógnito para nuestros lectores. El hombre del chambergo blanco era Lozano: su compañero, Ayala, y el apostado en la esquina, Cazurro.

Lozano se adelantó algunos pasos a su amigo, se embozó hasta las cejas, y con el aire del hombre a quien le importan dos bledos todos los bandos del rey y todos los inválidos del reino, comenzó a pasear tranquilamente por delante de la puerta del cuartel.

La provocación era tan insolente, que el oficial que mandaba el puesto, no obstante la cordura de que había dado pruebas durante todo el día, abandonó el cuerpo de guardia, y se dirigió resueltamente al embozado.

-Oiga usted, paisano -dijo con el ceño fruncido:- ¿no sabe usted las órdenes del rey?

-Sí, las sé -contestó Lozano.

-Pues sí usted las sabe, ¿cómo no se apunta el sombrero y se recorta la capa?

-¡Porque no me da la gana!... -replicó Felicísimo acentuando detenidamente cada sílaba para que resaltara más la desvergüenza.

El diálogo había dado principio de un modo demasiado violento para que pudiera continuar.

El oficial levantó la mano exasperado; pero fue tan noble el ademán con que Lozano dio un paso atrás, y tan claro el relámpago que le encendió los ojos, que el digno militar debió comprender que no estaba en presencia de un hombre a quien se puede abofetear. La diestra dirigida a la mejilla se deslizó a lo largo del costado y empuñó la espada.

Felicísimo no había perdido el tiempo por su parte: los que le observaban pudieron creer que los actos de terciarse la capa y desenvainar el acero fueron simultáneos.

Cuando Ayala vio a su amigo recibir en guardia al oficial no pudo menos de dirigir a este una sonrisa burlona.

En el momento en que los hierros se cruzaron, Lozano inició un golpe recto; y apenas el contrario acudió a la parada, practicó un brusco cambio de espada, y terminó el ataque con un batido tan diestro como enérgico, que hizo saltar el arma del oficial a doce pasos de distancia.

Los curiosos que por aquella parte se habían aproximado con el objeto de presenciar el conflicto, se pusieron en fuga en todas direcciones para esquivar el golpe del inesperado proyectil que se les disparaba.

-¡Magnífico! -exclamó Ayala batiendo sus robustas palmas con entusiasmo.

Pero no tardaron las manos en tener que cambiar de ocupación. Algunos inválidos habían sacado a relucir sus sables, y acudían presurosos en auxilio del desarmado jefe.

Tristán cerró el paso a los soldados con la espada en la diestra y la capa arrollada en el brazo izquierdo.

Al cambiar con los veteranos los primeros golpes, el mocetón encontró a su lado al bravo Lozano.

-¡Aquí del hijo de mi padre! -rugió Ayala:- ¡que me falte la protección del cielo si estos rústicos carda-lanas son capaces de competir en curvas y en rectas con Euclides y Arquímedes!

Los inválidos, algunos de los cuales, veían correr su sangre, debieron comprender, en efecto, que en punto a esgrima no estaban a la altura de aquellos adversarios; y dando de mano al arma blanca se volvieron hacia el banco del cuarto vigilante donde se encontraban los fusiles.

Como si no fuera otro el instante esperado en la esquina de la calle del León, Cazurro se llevó a la boca los índices de ambas manos, dilató los pulmones con una profunda inspiración, y pobló la atmósfera con el más intenso silbido que resonara nunca en el circo taurino.

Inmediatamente una cuadrilla de hombres armados, viniendo de no se sabe dónde, cayó de improviso sobre los inválidos, les arrancó los sables, se apoderó de los fusiles, y por todas partes introdujo en el puesto la confusión del caos.

Pocos minutos después Lozano, Ayala, Cazurro, el oficial, los inválidos, sus desarmadores, y hasta el piso de la plazuela habían desaparecido ante una numerosa turba de personas, inermes en su mayor parte, que semejante a un encrespado océano hería con su flujo las paredes del hospital de San Juan de Dios, azotaba con el reflujo el templo de Monserrat, y se rompía bramando en la churrigueresca fuente del centro como en las rocas de un islote.

Los balcones y ventanas se poblaban de expectadores, las puertas de las tiendas se cerraban con estrépito, y las voces de los que se buscaban, los ayes de los que se sentían aplastar, y los gritos de los que querían dar en seña al movimiento, se perdían sin eco en ese inmenso clamor que es la respiración de las muchedumbres.

Desde el momento en que el tumulto adquirió tan serias proporciones, el jefe de la escasa fuerza que ocupaba el cuartel adoptó una cuerda medida. Hizo que los soldados se replegaran al patio; mandó cerrar el portón y las ventanas, y prohibió absolutamente todo género de comunicación con el paisanaje.

-De repente descolló sobre las cabezas de la multitud un hombre de atléticas formas, levantado por los brazos de algunos complacientes entusiastas.

Tristán de Ayala, que era el elevado sobre aquel inmenso pavés humano, procuró afirmar los pies en los hombros del más robusto de los gañanes que le servían de plinto, se quitó el descomunal chambergo, le levantó en la punta de la espada hasta la altura de los cuartos segundos, y gritó con un acento que hubiera dominado el de Estentor, y sofocado los bramidos de los cuernos del buey de Urí y de la vaca de Unterwalden:

-¡Viva España!... ¡viva el rey!... ¡muera Esquilache!

El triple trueno de Ayala fue repetido, cercado, y parafraseado hasta la saciedad por un frenético clamoreo.

El motín tenía fórmula.

Cada vez más engrosado el turbión por el incesante contingente de curiosos que afluían, por los siete radios que desembocaban en la plazuela, comenzó a manifestar tendencia a desbordarse por la parte alta de la calle de Atocha.

Al poco tiempo, el impulso estaba dado. La muchedumbre se ponía en movimiento por la vía que más directamente conducía a la Plaza Mayor, deslizándose ondulante como una serpiente gigantesca desde el colegio de Loreto hasta la parroquia de San Sebastián.

Todos los acontecimientos que acabamos de referir habían sido atentamente presenciados desde un balcón situado enfrente del cuartel por dos individuos de atusada coleta, rostro rasurado y oscura casaca.

¿Qué ha parecido al padre Torrigiani el principio de la manifestación popular? -preguntó uno de los mencionados espectadores a su compañero.

-Tanto es, padre Cebrián, el interés que me ha inspirado -contestó el interrogado-, que siento una tentación irresistible de observar por mis propios ojos si el fin corresponde al principio.

-En verdad que no es menos vivo mi deseo.

-En marcha, pues: el terreno comienza a despejarse.

Ambos jesuitas, cubiertos por cumplidas capas y sombreros redondos, bajaron, a la calle, y se dejaron arrastrar por las últimas ráfagas del viento que quinientos pasos más arriba era vertiginoso torbellino.




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Capítulo XVI

Marcha del motín en la noche del Domingo de Ramos


La atención preferente de la falange tumultuaria consistió en detener a cuantos individuos encontraba con sombrero de tres candiles, y en devolver al ala su redondez primitiva.

Esta justa revancha de las humillaciones que acababan de ser impuestas al pueblo de Madrid, mereció la más unánime aprobación.

Es verdad que la conducta de los amotinados no estaba en perfecta armonía con el principio de libertad que proclamaba la explosión del espíritu nacional; pero buen filósofo sería el que exigiera lógica a los movimientos populares.

Cruzaban las postreras olas de aquel torrente humano por la desembocadura de la calle de Carretas, cuando en el ángulo de la Plaza del Ángel, apareció una berlina tirada por dos mulas, que a duras penas conseguían abrirse paso por entre la compacta muchedumbre.

En el momento en que la laboriosa marcha del vehículo comenzaba a promover tempestuosas reclamaciones, se descorrió uno de los vidrios, y se esparció por el aire una nube de papeles.

Lo singular del caso hizo que apresuraran el avance los padres Cebrián y Torrigiani, los cuales no tardaron en llegar a la portezuela del carruaje.

El procurador de la Compañía halló en el fondo de la berlina un rostro conocido.

-¡Buena siembra, señor de Salazar! -dijo con la voz meliflua que le era habitual.

-¡Plegue al cielo que sea mejor la cosecha, señor de Cebrián! -contestó el repartidor de impresos, arrojando por encima de la cabeza del jesuita otro abundante paquete de hojas que volaron en todas direcciones.

-No es de mala calidad la tierra que recoge la semilla -replicó Cebrián al ver la avidez con que la multitud se apoderaba de los papeles y devoraba su contenido.

-¿Me será dado seguir adelante?

-No creo que estas buenas gentes lo impidan. Parece que no faltan hoy ocupaciones al caballero murciano.

-Nunca me ha sido más necesario el don de ubicuidad. Antes de consagrarme con alma y vida en esta noche al objeto capital, tengo que atender a varias incidencias importantes.

-Actividad, pues, y fortuna.

-Dios nos la conceda a todos.

-¡Dies ira!

-¡Ferro et igne!

Salazar desparramó profusamente una tercera emisión de sus documentos, y gritó, sacando medio cuerpo por la portezuela:

-¡Vosotros seguid la liebre, que ella se cansará!

Acto continuo dijo una palabra al cochero, y la berlina prosiguió su camino.

-¿Quién es este original repartidor? -preguntó Torrigiani a su compañero.

El procurador acercó sus labios al oído del italiano, y contestó:

-Es un hombre, cuyo odio personal al monarca, nos ha prestado eminentes servicios.

-¡Carlos III tiene enemigos de tal género!

-Conozco, por lo menos, ese ejemplar.

-¿Y a qué motivos se atribuye?...

-El asunto está envuelto en sombras misteriosas... Se habla de una pasión volcánica hacia una mujer o hacia una dote; sentimiento que se vio contrariado por complacencias del rey con un rival favorito que ejercieron presión incontrastable sobre un padre tan tirano con su hija, como servil con el príncipe...

En la boca del italiano se dibujó una sonrisa que expresaba elocuentemente el profundo desdén que le inspiraban ciertos móviles de las pasiones del corazón humano.

El procurador, que comprendía aquella especie de lenguaje gráfico, se limitó a añadir:

-En fin...esas son las gentes explotables, y no hemos perdido la ocasión.

Mientras los reverendos cambiaban estas frases, se daba lectura en los corrillos de los impresos facilitados por el hombre de la berlina.

El epígrafe que los clandestinos documentos llevaban era el siguiente:

Estatutos del cuerpo erigido por el amor español en defensa de la patria para quitar y sacudir la opresión de los que intentan violar sus dominios.

Aunque tenemos a la vista uno de los pocos ejemplares que se han salvado de envolver legumbres, y acaso de otros usos menos dignos, en el trascurso de ciento trece años, hacemos gracia a nuestros lectores de escuchar in integrum los quince artículos que comprende, no escritos, sin duda, por individuo alguno de la Real Academia establecida por Fernando VI, y únicamente nos permitimos exponer un brevísimo apuntamiento.

El pueblo recibía sanos consejos de prudencia y de confianza; se le recomendaba la subordinación a los jefes, y la templanza para con las personas constituidas en autoridad, a quienes expusiera las justas reclamaciones que motivaban el movimiento; se le exhortaba a no apelar al derecho de la fuerza, mientras no se hicieran prisiones; se le exigía que aclamase con júbilo al rey, sí como era de esperar, otorgaba las peticiones, persistiendo incesantemente en que se dejara ver de los súbditos en el caso de que difiriese sancionarlas por sugestiones de malos consejeros; se le conjuraba a que por nada en el mundo desmayase en pedir la cabeza de Esquilache; se le conminaba a que no cediera un palmo de terreno ante agresiones inicuas; se le prometía que de nada carecería la familia de aquel que fuera víctima propiciatoria en el altar de la patria; y se le manifestaba, por fin, la consabida cláusula formularia de que se castigaría con la pena de muerte al que cometiere robo u otra acción de villano.

Cuando las prescripciones de los llamados Estatutos fueron deletreadas, leídas y proclamadas, la retaguardia del tumulto continuó la ruta que seguía el cuerpo principal de los amotinados.

Poco tiempo después, la apiñada multitud se deslizaba por el angosto pretil del arco de la plaza Mayor, invadiendo el coso como un torrente desbordado.

En el mismo momento otra numerosa legión de ciudadanos, que procedente de la plaza de la Cebada, penetraba en la Mayor por la calle de Toledo, acogió la aparición de la turba de Antón Martín con una estrepitosa salva de aplausos.

El entusiasmo y la algazara rayaron en delirio. No podía caber duda en que Madrid entero había recogido el guante con que le azotó la mejilla el procaz ministro italiano.

Ambas agrupaciones cambiaron sus vítores frenéticos, los entusiastas lemas de las reclamaciones que daban al viento, y los abrazos de la fraternidad; y con el fin, sin duda, de solemnizar la identidad de miras, dar un instante de descanso a los fatigados remos, y humedecer las fauces enronquecidas por los gritos patrióticos, se diseminaron en sendos grupos por las tiendas de vinos y comestibles, y se abandonaron a la tregua de los brindis y los tasajos.

La masticación y libaciones encontraron motivo para prolongarse algún tanto; porque, merced al más extraordinario caso de taumaturgia, cuando los consumidores pedían la cuenta de su gasto, experimentaban la grata sorpresa de saber que númenes benéficos llenos de previsión hacia las necesidades humanas, se habían anticipado al pago.

Los organizadores del movimiento, debieron comprender, sin embargo, que nada es menos conveniente que la inacción en semejantes circunstancias; y como la estancia en la Plaza pasaba de una hora, y la noche cerró entretanto, comenzaron a inculcar en todos los círculos la idea de la urgente necesidad que había de acudir a Palacio.

Reanimose el espíritu público mediante cuatro enérgicas invocaciones, y vencida la resistencia inerte, el gran monstruo se balanceó de nuevo en la dirección de Occidente.

Al llegar a los portales de Guadalajara, surgió un obstáculo que detuvo el impulso.

La cabeza de la columna rodeaba un coche que se adelantaba hacia la Plaza por el tránsito de las Platerías.

Los más próximos concurrentes acercaron una tea humeante a la portezuela del carruaje.

-¡El duque de Medinaceli! -gritó una voz sonora.

Así era, en efecto: el noble duque, caballerizo mayor de la Real Casa, acababa de dejar en Palacio a su augusto amo, el cual cazaba en el monte del Pardo al recibir la noticia del inesperado movimiento popular, y se había apresurado a regresar a Madrid.

Pasaba el de Medinaceli entre los madrileños por magnate de expléndida largueza y trato llano; y como a estas apreciables dotes se unía la aversión que no recataba sentir por el marqués de Esquilache, la repentina aparición del caballerizo mayor en el seno del motín, fue recibida con una explosión de simpatía.

-¡Viva el ilustre descendiente de los infantes de la Cerda! -exclamó un entendido genealogista.

-¡El español de pura raza! -añadió un castellano viejo.

-¡El defensor de los derechos del pueblo! -replicó un sugeto de espíritu práctico.

-¡Gracias, amigos míos!... ¡gracias mil veces!... -contestó el duque entre dos estornudos, producidos por el humo azufrado que se le subía a las narices.

-¡Que sea el señor duque el intérprete de nuestras reclamaciones cerca de su majestad! -clamó un acento débil, pero estridente, salido de no se sabe dónde.

El pensamiento pareció tan excelente, que fue aceptado por unanimidad entre un millar de afirmaciones, un huracán de palmadas y una tempestad de rugidos de júbilo.

Se supone que el duque se prestó de buen grado a tomar a su cargo la comisión que el pueblo le confería; pero lo mismo la habría desempeñado en el caso contrario.

La portezuela del coche se abrió, en efecto, a impulso de manos vigorosas; y antes de que Medinaceli pudiera darse cuenta del extraño suceso, se halló extraído del fondo del vehículo, sentado cómodamente sobre unos hombros colosales, con una cabeza enorme entre los muslos, y un centenar de brazos en torno, ofreciéndole puntos de apoyo.

La marcha triunfal inició su reposado curso por la calle de Santiago; y terminó en la Plaza de Oriente delante de la puerta del Príncipe del real Palacio.

Mientras se desarrollaban en la villa y corte los acontecimientos que vamos narrando, el héroe de la jornada, el ilustre marqués de Esquilache, procuraba distraer momentáneamente su ánimo de la penosa gestión de los negocios públicos en el inmediato sitio de San Fernando.

Hay, sin embargo, siniestros vapores en la atmósfera, sombríos presentimientos en el corazón, que no domina el hombre de espíritu más libre, y toda la buena voluntad del marqués no pudo proporcionarle el esparcimiento anhelado.

Antes de que el sol descendiese a su ocaso, Esquilache, cejijunto y austero, pidió su berlina y se volvió a Madrid.

El correo que trotó silencioso al vidrio del carruaje durante el trayecto, hizo detener repentinamente las mulas en las inmediaciones de la Plaza de toros.

En el mismo momento un ginete tan jadeante como el caballo que montaba, se acercó al estribo del coche.

-¿Qué ocurre, Paulino? -preguntó Esquilache inquieto al reconocer a su camarero favorito.

-Ocurre, señor, una gran desgracia -balbuceó el doméstico con voz entrecortada.

-¡Habla, desventurado!...

-Ha estallado un tumulto en la villa...

Esquilache palideció.

-¡Un tumulto! -repitió anonadado.

-De los más formidables: sería una verdadera imprudencia que el señor marqués se aventurase a dar un paso por las calles de Madrid en el estado en que se encuentran. No es otro el motivo de haberme apresurado a anticipar a vuecencia la infausta nueva.

-¡Tan imponente se presenta el motín!

-¡Tiemblan las carnes!

-¿Son numerosos los grupos?

-Masas colosales: enjambres de cuatro mil... de ocho mil... de diez y seis mil personas.

La palidez del marqués había adquirido tintas lívidas ante la facilidad con que el ayuda de cámara doblaba las cantidades.

-¡Y gritarán esos renegados!... -articuló el ministro trémulo.

-Atruenan el espacio.

-Has podido percibir alguna de las más importantes vociferaciones?

-Sin duda...

-Dímela, pues.

El camarero bajó los ojos.

-¡Para reticencias estamos, cuerpo de Cristo! -pronunció el marqués impaciente.

-Pues bien, señor -murmuró Paulino:- el pueblo pide la cabeza de vuestra excelencia.

-¡Pópolo bárbaro! -exclamó instantáneamente Esquilache en su lengua nativa.

Después enjugó el sudor que le bañaba la frente, a pesar del fresco viento que soplaba, dirigió los azorados ojos hacia la puerta de Alcalá, y repuso sofocando un sollozo:

-¿Dónde está la marquesa?

-Debe hallarse en el paseo de las Delicias; pero he enviado a Gastón para que la participe las ocurrencias.

-Has obrado con cordura, Paulino; pero quiero que hagas más todavía:

-Disponga vuecencia de mi vida.

-Vas a correr tú mismo al encuentro de tu señora, y a decirla que no experimente el temor más ligero por lo que concierne a mí persona. El lugar donde he de refugiarme es de todo punto inviolable.

-Señor... señor...

El marqués indicó a Paulino la tapia del Retiro, y añadió en tono breve:

-¡Parte!

A continuación, Esquilache comunicó sus órdenes al cochero, se hizo conducir a galope por las afueras al portillo que precedió a la actual puerta de San Vicente, echó pie a tierra en las ramblas de las caballerizas, cambió de capa y de sombrero con el correo, y penetró en el Palacio Real por la poterna de la fachada de la capilla.

Desde que el rumor del desusado acaecimiento se esparció por la villa, habían ido llegando a la mansión regia, deprisa y con más o menos susto, los ministros, los camaristas de Castilla, los altos funcionarios militares, y los dignatarios de la servidumbre..

En todos los semblantes se observaba una impresión penosa, la que producen los fenómenos desconocidos, porque tan poco avezados estaban nuestros dignos abuelos a las convulsiones políticas, que desde los tiempos de Oropesa, en Abril de 1699, nadie había presenciado en la corte un espectáculo como el de aquella noche infausta.

Las damas gimoteaban, los eclesiásticos se cubrían el rostro con las manos, los militares requerían la espada; y se cerraban puertas, y se abrían balcones, y se iba, y se venía sin orden ni concierto; no siendo el mismo rey el que menos se agitaba, vagando de un grupo en otro, más ganoso de adquirir noticias y encontrar consuelo, que de observar la etiqueta inherente a la dignidad que personificaba.

Inútil juzgamos añadir que el más atribulado de todos los cortesanos era el ministro de Hacienda y de la Guerra.

Contra sus esperanzas, la herida que recibió en la Puerta de Alcalá, se había exacervado desde que pisó los regios salones.

No sorprendí a Esquilache que sus enemigos declarados, más insolentes que nunca, le dirigiesen miradas de reto; pero le apenaba que los antes solícitos se le manifestaran hostiles, y le contristaba profundamente que hasta los mismos amigos se le desviasen.

Puede decirse que el único en quien halló cordial acogida, fue el buen Carlos III.

El Consejo permanente no ofrecía resultado práctico alguno: se discutía acerca de las precauciones que hubiera sido conveniente adoptar el día anterior; se dardaban mutuas reconvenciones embozadas, que eran en el acto recogidas por los que se consideraban aludidos, y contestadas con más o menos acritud: y entretanto la concurrencia en la Plaza de Palacio se condensaba, los clamores crecían, y las carreras, la confusión y la alarma se multiplicaban.

En los momentos en que la indecisión era mayor, un resplandor rojizo hirió todos los ojos. ¿Le producía la llama de un incendio? Los cortesanos se agolparon a los balcones.

El asunto no era tan grave todavía. El siniestro reflejo provenía de una multitud de hachones resinosos enarbolados por nuevas turbas que entraban en escena, estrepitosas, compactas, arrolladoras.

Al humeante brillo de aquel alumbrado del infierno, se distinguían cabelleras de energúmenos, facciones patibularias, miradas de basilisco.

El marqués de Esquilache, que se había aventurado a dirigir una visual al fondo de la Plaza por encima del hombro de una dama, dio tres pasos atrás, vacilante como herido de un golpe en el cráneo.

Una nueva extendió sus ecos por los salones con la rapidez del relámpago. El duque de Medinaceli, que había sido conducido en brazos de los amotinados, se adelantaba a exponer al rey las reclamaciones populares.

Las vastas estancias quedaron desiertas: cuantos las poblaban se agruparon en la cámara real.

El caballerizo mayor, maltrecho y jadeante, repitió concienzudamente al monarca cuanto le habían hecho aprender a gritos en el tránsito desde la calle de Milaneses; y fuese porque no recobró las fuerzas hasta que la narración tocaba al término, o por otra causa cualquiera, es lo cierto que no consiguió expresarse con perfecta calma, y aun podría decirse con cierta complacencia, sino cuando llegó al postrer detalle relativo a la decapitación de Esquilache.

Concluida la exposición del memorial de agravios, comenzaron los comentarios; pero la efervescencia que agitaba la Plaza pareció comunicarse al salón regio. Las opiniones difirieron, chocaron entre sí, se apasionaron; y como la sustentación de todas ellas, por cierto muchas, era simultánea, se produjo el caso de no entenderse nadie.

El tumulto que atronaba amenazador la calle, había quebrantado el vigor moral del rey: la anarquía que vio imperar en su cámara, le agotó completamente las fuerzas físicas.

Dos motines eran ya demasiados.

El pobre monarca se desplomó exánime sobre un sillón; rogó que no se le rompiese más la cabeza; previno que se manifestase al pueblo que serían concedidas sus peticiones; y suplicó que se adoptasen las disposiciones convenientes para que todo acabase de una vez.

Ante la precisa declaración del rey cesaron las divergencias. Lo único que por lo pronto había que hacer era decidir la manera de comunicar a los revoltosos la promesa de su soberano.

Desde luego se optó por el sistema oral: el del motín no había sido hasta entonces otro.

Pareció que no existía persona más indicada que el duque de Medinaceli para bajar a entenderse con el pueblo, por cuanto fue su mandatario; pero el digno caballerizo mayor se sentía tan perturbado, molido y manoseado, que no ocultó su deseo de que, a ser posible, se le permitiera declinar las nuevas glorias que había motivo para creer le proporcionaría la embajada.

No faltó, por fortuna, quien en el acto se encargara de la misión.

El duque de Arcos, capitán de guardias de Corps, que creía disfrutar tanta popularidad como el de Medinaceli, y que además contaba con el prestigio del privilegiado uniforme que vestía, salió a la Plaza y conferenció con los amotinados.

Cuando la turba pudo enterarse de que el rey había escuchado las representaciones, ninguna encontraba injusta, y a todas accedía, prorumpió en una nutrida salva de aplausos que llevó sus tranquilizadores ecos a todos los corazones, excepción hecha del de Esquilache.

El capitán de guardias, después de aquel ruidoso éxito, no tuvo que esforzarse mucho para hacer comprender a los sublevados la conveniencia de despejar la Plaza de Palacio. Los directores del movimiento no eran hombres a quienes alcanzada la victoria, pudieran aplicarse las palabras que Narbal dijo a Aníbal.

La multitud hirviente y satisfecha comenzó a dirigirse hacia las desembocaduras de las arterias principales.

Un grupo, como de mil personas, era el más diligente, al parecer, en alejarse del alcázar.

Los que veían deslizarse por las calles aquella masa de hombres compacta, hostil y decidida, adivinaban que no era la dispersa muchedumbre de una retirada, sino una columna de ataque.

¿Sobre qué punto iba a descargar la amenazadora nube de tempestad? He ahí un problema que innumerables curiosos se propusieron resolver y no tardaron en conseguirlo.

Los amotinados cruzaron la Puerta del Sol, siguieron la calle de Alcalá, penetraron por la de las Torres, y cercaron la casa del marqués de Esquilache.

Allí estalló el volcán de los gritos de destrucción y muerte.

Las puertas, ventanas y balcones aparecieron cerrados y aun atrancados; pero para esos demoledores arietes que se llaman tumultos populares nada hay irresistible.

En semejantes circunstancias nunca faltan ingenieros de inventiva, capataces activos, obreros hábiles: lo mismo se improvisan los instrumentos que los materiales; los derribos que las construcciones.

Barras de hierro procedentes de no se sabe qué punto del espacio, acaso de las rejas más próximas, sirvieron de palancas; las escaleras de los faroleros públicos, empleos de reciente creación, proporcionaron mazos y cuñas; los cuchillos hicieron el oficio de fulmones; y el resultado del artificio a que dio lugar la combinación de todos esos útiles, fue proporcionar la satisfacción a la puerta principal de poder verse libre de sus goznes, y de acostarse estrepitosamente sobre el empedrado.

Los sitiadores invadieron la casa de Esquilache con las consideraciones que se guardan a las plazas asaltadas por la brecha.

El primero que trepó como un gato por encima de la barricada de muebles, derribó como un toro los domésticos que encontró delante, y subió como un mandril los escalones de cuatro en cuatro, era un hombre de poblada barba y rostro atezado, que todavía conservaba en la mano la barra que más contribuyó a forzar la puerta.

El asaltador, que por lo visto, conocía perfectamente el terreno que pisaba, se lanzó en dirección a las habitaciones de la marquesa; por los tránsitos que más se aproximaban a la línea recta.

La mampara del salón cedió a un rudo golpe de eco perdido en el inmenso estruendo que conmovía la casa entera, y el intruso atravesó la estancia y penetró en el gabinete.

El amotinado observó desde luego cierto desorden en todos los objetos, que le hizo fruncir el entrecejo; pero que al mismo tiempo fue un espolazo para la febril actividad que le poseía.

El barbado personaje se precipitó sobre el escritorio; deshizo con la palanca las cubiertas, las cerraduras, las gavetas; escudriñó los dobles fondos secretos, palpando con las convulsas manos los ángulos recónditos donde no alcanzaba la vista... Después se revolvió furioso contra los armarios, las arcas y las mesas: nada resistió a la potencia destructora de la terrible barra: la habitación era un astillero.

El investigador encontró numerosos estuches en su mayor parte vacíos; pero apenas los concedió una sombra de atención: tropezó con monedas de oro y plata; pero las sacudió desdeñosamente con el pie: dio con preciosos objetos de arte que habrían enriquecido a un codicioso; pero los arrojó impaciente al suelo, triturándolos con los tacones de las botas.

¿Cuál era el móvil de devastación tan insensata?

Para el observador, que desde el primer momento se hubiera fijado en las pesquisas y en los sitios donde con preferencia se detenían, la respuesta no podía ser difícil. Aquel hombre no buscaba otra cosa que papeles.

En ese punto, sin embargo, ningún hallazgo correspondió al anhelo del destructor.

Un rayo de esperanza pareció surcar de repente las sombras que comenzaban a ofuscarle el espíritu.

El de la barra volvió a la antecámara, y encontrando un rostro conocido entre los que acababan de invadirla, gritó con voz de trueno:

-¡Botija!

El apelado contestó en el acto:

-Presente, señor de Salazar.

-Que busquen y me traigan a un mozo de mulas de Esquilache, que llaman Martín Álvarez.

Botija se apresuró a cumplir el encargo; y poco tiempo después fue conducido a puntapiés un pobre diablo a la presencia de Salazar.

-¡Pasa! -dijo este al mozo indicándole el gabinete.

El infeliz entró temblando.

Salazar le siguió y cerró la puerta.

-¿Has cumplido mis órdenes -pronunció-, poniendo a salvo los papeles secretos de la marquesa en caso de motín o de incendio?

-Confieso, señor don Juan Antonio -murmuró el mozo-, que no he creído haberme encontrado en las circunstancias a que se refería mi compromiso.

-¡Cómo! ¡miserable!.. ¿No eres tú quien se ha apoderado de esos documentos?... ¿Has permitido que otro se nos adelantase?.. ¿Así has correspondido a la subvención que te pagaban?...

Y al pronunciar estas palabras Salazar sacudía con violencia a Álvarez, empuñándole por el cuello del chupetín.

-Señor...

-¡Eres un tuno!

-Yo no podía impedir que la señora marquesa recogiese las alhajas y objetos de su propiedad que tuviera por conveniente...

-¡Ah! ¿la marquesa ha vuelto a su casa después de estallar la conmoción?..

-En los primeros instantes.

-¿Y se ausentó de nuevo?...

-A los diez minutos.

-¿En qué lugar se ha refugiado?

-En el templo del Colegio de Niñas de Leganés, donde se educan las dos hijas de su excelencia.

-¡Ah villano! -exclamó Salazar cada vez más frenético:- ¡Y no te habías anticipado!.. ¡y has consentido que esa indigna meretriz se lleve unos papeles que valen para mí más que la vida, porque pueden ser mi venganza!...

-Señor de Sal azar... -articuló Martín:- yo no he ofrecido nunca hurtar a mi ama objetos de su estima; sino ponerlos a cubierto de la destrucción en casos dados...

La voz del mozo se apagó todavía para añadir con aire de contrita aflicción:

-Aún así, no puedo verme libre del remordimiento de haber aceptado una merced equívoca, que en razón a mi corto salario, hacían precisa las necesidades de mis hijos...

-¡Gran canalla! -aulló Salazar ciego de cólera:- ¡consideras un cargo de conciencia la sustracción de algunos papeles a tu ama, y me robas a mí el dinero sin escrúpulo!..

El puño de Salazar hirió a Martín en pleno pecho.

Por un instintivo movimiento de defensa, el agredido extendió las manos delante de sí, y una de ellas chocó con la mejilla del caballero.

Entonces Salazar enarboló su barra con ambos brazos, y el contundente instrumento cayó sobre la cabeza de Martín Álvarez con el peso de una montaña.

El desgraciado mozo de mulas se desplomó en el pavimento sin exhalar un gemido.

Salazar salió del gabinete, arrojó en el salón la ensangrentada palanca, y pugnó por abrirse paso a través de la muchedumbre que a la sazón derribaba las puertas del despacho del marqués de Esquilache.

En la meseta de la escalera, nunca cansada de abortar oleadas de amotinados, un hombre que tendía por todas partes sus ávidas miradas, se lanzó en la dirección del murciano, asentando sendas puñadas a cuantos le interceptaban el camino.

-¡Diez tiros! señor de Salazar -exclamó aquel sujeto.

-¿Qué significa eso? -contestó el caballero a su apostrofador con el semblante más sombrío que el del carbonero Botija que no se hallaba lejos entonces.

- No es imposible que yo haya pronunciado alguna bestialidad -replicó el repartidor de puñetazos-; pero ya comprende usted... se trata del santo y seña...

El murciano, dueño al fin de sí mismo, repuso:

-Dies iræ ha querido decir el señor Abendaño: está bien; ferro et igne. ¿Qué es lo que ocurre?

-Que el Consejo directivo del Cuerpo de alborotados matritenses, invita a usted a que inmediatamente asista a la sesión que está celebrando.

Salazar hirió la tierra con el pie.

-Enterado, Abendaño -murmuró, mordiéndose el bigote.

-Enhorabuena.

-Voy a volar al seno del directivo.

-Volaremos emparejados. Se me ha prohibido que vuelva a dar otra contestación que no consista en la real y efectiva presencia de usted. Parece que se proyecta la adopción de acuerdos graves.

El caballero hizo un cuarto de conversión.

-Acércate, Botija -dijo en alta voz.

El carbonero se aproximó.

Salazar le deslizó estas frases al oído:

-La marquesa de Esquilache se ha guarecido con sus tesoros en el Colegio de Niñas de Leganés.

-La marquesa es la más taimada de las garduñas -gruñó Botija.

-Por eso la someto a la observación del más vigilante de los gatos.

-¿De qué madrileño se trata?

-De ti mismo.

-Perfectamente: mi consigna.

-Toda está reducida a situar convenientemente a la vista del Colegio una veintena de tus más adictos buenos mozos; y a impedir la entrada o la salida en el local a quien quiera que sea, hasta recibir órdenes mías.

-Dé usted por cierto que desde que yo me asome a la calle de la Reina, no hay lazareto de más rígida incomunicación en España que el Colegio en cuestión.

-Cuento con ello; pero ten entendido que es preciso que vayas a asomarte en el acto.

Los dos interlocutores se separaron, y cada cual echó por su lado para tratar de salir de la casa de las Siete chimeneas, empresa mucho más difícil, por cierto, que lo fue la de entrar.

El edificio era, en efecto, una colmena humana donde al considerable enjambre de abejas laboriosas, se había añadido una masa irremovible de inútiles zánganos.

El estruendo, la destrucción y la rapiña imperaban por todas partes. Los fanáticos arrojaban los muebles por los balcones; la chusma se hartaba en la despensa y la bodega de perniles y vino; los sibaritas llenaban sus bolsillos con los excelentes cigarros de la Vuelta de Abajo que el intendente de rentas de Cuba, regalaba a su jefe el Ministro de Hacienda.

Cuando los trastos, los tapices y las esteras formaron en la calle un cúmulo caótico, fueron acariciados con las rojas lenguas de las teas; y como la llama, a la vez que distrae los ojos regocija el ánimo de ciertas gentes, no faltaron alegres amotinados que propusieron quemar la casa al mismo tiempo que los muebles.

Bastó, no obstante, que una potente voz hiciera la observación de que la finca pertenecía al marqués de Murillo, honrado español y amante del pueblo, para que se abandonase la idea por muy seductora que fuera.

Una hora después sólo quedaban humeantes troncos carbonizados y candentes cenizas de aquel inapreciable menaje acumulado, según el odio popular por la insaciable codicia de la marquesa.

Tan libre de toda clase de utensilios quedó la casa entera, que como un contemporáneo pintorescamente nos dice, el inquilino que sucediera a Esquilache, podría verse en el caso de tapar los agujeros de los clavos; pero no tendría que arrancar ninguno de estos.

El desolado teatro de tanto extrago había dejado de ofrecer interés.

La turba, ávida de nuevas emociones, tomó la dirección de la próxima calle de San Miguel donde habitaba el marqués de Grimaldi.

La portada y ventanas del domicilio del ministro de Estado fueron saludadas con una granizada de guijarros que acabó con todos los vidrios; pero intercesores misteriosos supieron hábilmente imprimir otro curso a las iras populares, y la devastación no pasó adelante en aquel sitio.

Había una llamada mejora introducida por Esquilache, que estaba clamando al cielo por el innecesario gasto que ocasionaba, especialmente en las noches de luna. Nos referirnos al alumbrado público.

El furor popular se desencadenó contra los faroles.

Aquellos instrumentos exóticos, implantados en Madrid por el más absurdo vicio italiano, cual es el de ver por donde se anda, fueron envueltos en la execración tributada a todas las obras de Esquilache, y arrojados al suelo en menudos pedazos.

Hasta las doce de la noche no se ocupó el populacho en otra cosa que en proporciónarse ese inocente desahogo; y como el tiempo diera de sí lo suficiente, no quedaron en la villa más faroles que los que iluminaban la fachada del palacio de Medinaceli, en consideración, sin duda, a la última complacencia del duque con los alborotados.

En los momentos, sin embargo, en que tenía lugar el tránsito del domingo al lunes, pareció reanimarse algún tanto el ya decadente pronunciamiento.

Una agrupación estrepitosa de hombres roncos y jadeantes desembocó en la Plaza Mayor, arrastrando con cuerdas un retrato del marqués de Esquilache.

A los cinco minutos se había organizado una pira rociada con los restos de una botella de aguardiente, y el cuadro ardía como el alma de un réprobo, entre las carcajadas, la zambra y el ludibrio.

En la ocasión en que se daba este espectáculo, cruzaron la Plaza dos embozados dirigiéndose a la bajada de la calle Mayor.

El uno de ellos se detuvo un momento a contemplar la farsa, el otro prosiguió desdeñosamente su camino.

-¡Voto a tal! -dijo el curioso, reuniéndose con su compañero:- he aquí, querido Felicísimo, los únicos autos de fe con que yo transijo: aquellos en que no se queman más que efigies.




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Capítulo XVII

La guardia Walona y el pueblo de Madrid en la mañana del lunes 24 de marzo


Las formales ofertas hechas en las puertas del Palacio Real por el duque de Arcos, en nombre del monarca, la absoluta ausencia de las autoridades en las calles y la lógica consecuencia de que durante toda la noche ardiese la llama del motín lo más tranquilamente posible, hasta extinguirse por sí misma, daban derecho a los optimistas para esperar que al día siguiente no se reprodujesen los conflictos.

Sin embargo, desde las doce a las seis de la madrugada, habían deliberado en los dos extremos de la villa el gobierno y el Consejo directivo del Cuerpo de alborotados matritenses; y por lo visto, brotó la luz de esta doble discusión, como de la que entablan el pedernal y el eslabón brota la chispa.

Apenas los primeros rayos del sol del 24 de Marzo doraron la linterna de la torre de la parroquia de Santa Cruz, la más elevada entonces de Madrid, comenzó a observarse movimiento militar, a pesar de que se quiso hacer que no fuera ruidoso.

La guardia de la regia mansión obtuvo un considerable refuerzo, y numerosos destacamentos, con los tambores a la espalda, y las cornetas y los pífanos en la bandolera, fueron a establecerse en las calles y plazas de más importancia estratégica.

El pueblo, por su parte, alarmado por semejantes signos, se agrupaba en diferentes puntos. Corría de boca en boca el rumor de que las promesas que se atribuían al rey no habían tenido otro objeto que el de ganar tiempo; se aseguraba que el marqués de Esquilache acababa de expedir órdenes apremiantes para que marchasen sobre la capital las tropas acuarteladas en los cantones inmediatos; y se daba por cierto que iba a encomendarse al brazo militar la rigorosa aplicación del bando concerniente a las capas y los sombreros.

Dos nuevos factores, las mujeres y los muchachos, hasta cierto punto abstenidos durante la precedente noche, ingresaron franca y resueltamente en las legiones de los amotinados en cuanto se disiparon las tinieblas; y como ambos elementos son de suyo ruidosos, más todavía que en bulto, ganó con ellos el movimiento popular en imponente clamoreo.

Las bulliciosas turbas, que en diversas ocasiones pasaron por delante de la fonda de Levante, y las hipótesis absurdas que semejante desfile inspiraban a los camareros del establecimiento, como hechos que a ciencia cierta les constaban, movieron a Lozano a salir a la calle, no sin haber previamente cambiado la inconmensurable capa y el grotesco sombrero que usó en la tarde anterior, por otras prendas menos llamativas; porque es de advertir, que el guarda-ropa del joven caballero se había renovado y surtido de un modo satisfactorio en las últimas cuarenta y ocho horas.

Cuando un habitante de la villa que ostenta en su escudo el oso y el madroño, se lanza a la vía pública, ávido de noticias, en momentos de trastornos políticos, instintivamente se dirige y se ha dirigido en todas las épocas a la Puerta del Sol.

No hizo traición Lozano a ese instinto local: los pasos del joven se encaminaron pausadamente a lo largo de la calle de Alcalá hacia el foco tradicional de las informaciones cuando no de los sucesos.

El pueblo zumbaba como un mal humorado avispero en torno del grueso piquete de la guarnición, situado entre la calle de Carretas y las gradas de San Felipe; pero aunque soldados y paisanos se observaban con mutua desconfianza, nada hacía temer una colisión inminente.

Absorto se hallaba Felicísimo en la contemplación de la tropa, cuando se sintió aprisionado por unos brazos vigorosos.

No era Lozano un hombre predispuesto por la naturaleza para experimentar fácilmente lo que se llama sustos; pero en algunas ocasiones, y el momento en cuestión formaba parte de ellas, los nervios del caballero se permitieron la broma de proporciónarle una sorpresa.

Vuelta rápidamente la cabeza hacia el sitio de donde provenía la agresión, el joven se encontró con el radiante rostro de Ayala, que le dijo a quema ropa:

-Me parece, Felicísimo, que el asunto es una cosa concluida.

-¡Ah! ¡Eras tú el abordador capcioso! -pronunció Lozano.

-¿Y quién diablos querías que fuese?

-Estás contento por lo visto...

-Confieso que me sofoca la alegría.

-¿Por tan segura tienes la decapitación de Esquilache?

-¡De Esquilache! -exclamó Ayala abriendo extraordinariamente los ojos y la boca.

-¡Pardiez! ¿No era la cabeza de ese ministro lo que ayer pedías a voz en grito?

-¡Bah! Lo mismo me ocupo yo de semejante calabaza que de las zapatillas del Preste Juan.

-Pues entonces, esfinge: ¿qué negocio terminado es el que te regocija?

-El de mi establecimiento ¡cuerpo de tal!

-¡Ah! por fin te estableces...

-Pero en qué condiciones... ¡oh Felicísimo!... inauditas, inesperadas, fabulosas. No tengo que tomarme el trabajo de buscar el local ni de adquirir el material necesario... Uno y otro, plenamente acreditados, se me han venido esta madrugada a la mano como en un sueño de hadas.

-Te felicito.

-Haces bien ¡vive Dios! y eso que no sabes todavía cuál es la sala que se me ofrece en traspaso.

-En efecto.

-Se trata nada menos que del reputado salón de Martín Bermejo.

-No le conozco.

-¡Oh malaventurado provinciano!... Pues bien, voy a ilustrarte: el establecimiento de Bermejo se halla situado a espaldas de la iglesia parroquial de Santa María, frente por frente de la mismísima Casa de Pajes... ¿Comprendes, Felicísimo, comprendes?

-Ni una palabra.

-Me desesperas. No es difícil, sin embargo, entender que mi escuela, la tuya, la del inmortal Bosco, la esgrima moderna, va a presentar batalla a cincuenta pasos de distancia al decrépito sistema del rutinario maese Rico; y que todo me permite esperar que sus pajes, seducidos por nuestras maravillas, desertarán en tropel de la sala del Real Colegio para poblarla mía.

-Si así sucede, no seré yo quien menos se complazca.

-¿Me acompañas a examinar el actual estado de la sala de Bermejo?

-En verdad, Tristán, que no se me ocurre otra cosa mejor que hacer en este instante.

-Vamos, pues, si este cúmulo de papanatas nos lo permite.

Los dos jóvenes comenzaron efectivamente a removerse con algún trabajo entre los papanatas; pero apenas consiguieron salir de la Puerta del Sol, la calle Mayor les ofreció ancho y despejado camino.

Desde el atrio de San Felipe hasta la Torre de los Lujanes la vía pública no presentó otro carácter anormal que el de la excesiva concurrencia en los balcones. A partir, sin embargo, de la casa del Ayuntamiento, todo cambió de aspecto.

El pueblo se agolpaba tumultuoso al pie del edificio de los Consejos, seguía la línea trazada por la casa del Platero, envolvía el templo de Santa María de la Almudena, y se extendía vociferando por la Plaza de la Armería.

Por encima de la muchedumbre podían distinguirse las bayonetas de una compañía de nutridas filas, formada en batalla delante del Arco de Palacio para cerrar la entrada en la Plaza de Armas.

El conocido galoneado del uniforme revelaba a larga distancia que aquella tropa pertenecía a la guardia Walona; y esta circunstancia sobrescitaba la contrariedad del paisanaje al verse defraudado en sus esperanzas de invadir la Plaza de Palacio.

Los guardias walones tenían, en efecto, una sangrienta cuenta pendiente con el vecindario de Madrid desde la noche de los fuegos artificiales que hubo en el Buen Retiro para solemnizar las bodas de la infanta María Luisa. En aquella ocasión los walones no encontraron otro medio para contenerla inmensa multitud que allí se había aglomerado, que el expedito procedimiento de ahuyentarla a bayonetazos. De la nocturna carga resultaron más de veinte personas muertas, heridas o ahogadas. En vano la opinión pública clamó por el castigo de semejante tropelía: el teniente general conde de Priego, coronel del cuerpo acusado, sostuvo enérgicamente el prestigio de su uniforme y el honor de las armas reales, expresión de la fuerza nacional, y el agravio quedó impune.

De temer era que de un momento a otro se reprodujera en el Arco de Palacio la escena del Retiro; porque el capitán de la compañía pronunciaba en voz alta con frecuencia la palabra: ¡Atrás! los subalternos y los guías la repetían, y el pueblo en lugar de obedecer cada vez estrechaba más las distancias.

Lozano, que a duras penas había logrado seguir a Ayala hasta el ángulo de la Casa de Pajes, se encaramó sobre una piedra de sillería destinada a reparaciones en el edificio, y dijo desde aquel observatorio:

-Creo, Tristán, que la visita a tu futuro domicilio nos ha conducido por un acaso extraordinario al teatro de acontecimientos interesantes.

Ayala miraba la casa de Bermejo con tanta cólera como consternación.

-Si esos sucesos -contestó-son tan dignos de interés como supones, no habremos perdido de todo punto el tiempo, porque en cuanto a la visita no puede ser cosa más fracasada. La puerta y las ventanas de Martín están cerradas a piedra y lodo.

-Lo admirable sería que estuviesen abiertas.

-¡Truenos y rayos! El caso no es por ello menos desesperador.

Felicísimo recogió repentinamente los codos y los jarretes como un tigre antes de saltar sobre su presa.

-¡Es otra -exclamó-, y sin embargo es la misma!

-¿Qué logogrifo es ese? -preguntó Ayala.

-¡La capa de grana!

-¡Ah, se trata de la capa de un torero!

-Quiera el cielo dejarme entrever por un momento la más mínima parte del rostro de quien lleva esa capa... nada más que por un momento... y nada más que la parte mínima...

-¡Cáspita! No te juzgaba tan fervoroso en la oración...

-El es: ¡irá de Dios!

-¿Quién? ¡voto a Cribas!

-¡El hombre del tejar de la Jara!

Y Lozano descendió de su mirador, se introdujo como una cuña en la densa masa que le cercaba, y desapareció entre el gentío.

Para cualquier mortal, dotado de consideraciones hacia el prójimo, la marcha a través de aquella mole de seres humanos hubiera sido absolutamente imposible; pero Lozano, libre por el momento de toda clase de filantrópicas preocupaciones, introducía la empuñadura de la espada entre las dos personas que le interesaba separar; hacía obrar la hoja a manera de palanca; removía el obstáculo a uno y otro lado, llenaba con el cuerpo el espacio conquistado, y proseguía en línea recta el laborioso camino en la dirección donde cuarenta varas más arriba había divisado al flamante Eulogio Carrillo.

El sistema de avance obtuvo tan maravilloso resultado, que a los pocos minutos Felicísimo se encontró en terreno despejado enfrente de la primera fila de los guardias walones.

El joven tendió en torno sus miradas escrutadoras: vano empeño. La capa roja no se dejaba ver por ningún lado.

El atronador clamoreo alcanzaba en aquel punto el grado culminante.

Hombres furiosos que agitaban con aire amenazador los convulsos puños reclamaban el paso por el Arco a los walones; mujeres harapientas, por no decir arpías, los demostraban; muchachos procaces los azotaban el rostro con los silbidos.

Y el oleage de aquel océano de cabezas, bramador, encrespado, incontrastable, avanzaba incesantemente...

Había llegado uno de esos momentos supremos en que todos comprenden que si brilla una chispa ha de seguirla el más voraz de los incendios.

La chispa no se hizo esperar mucho tiempo.

Un soldado que formaba en el extremo del ala izquierda, exasperado por los dicterios con que algunas mujeres personalmente le insultaban, prescindió de la disciplina, salió de las filas, hirió en el rostro de un culatazo a una de las provocadoras, y atravesó a otra por el estómago de un bayonetazo.

El asesinato de aquella mujer produjo una explosión unánime de cólera en todos cuantos le presenciaron; pero en ninguno se reveló la indignación de un modo tan instantáneo y tan enérgico como en Felicísimo Lozano, situado por accidente a pocos pasos de distancia.

El joven se desembarazó de la capa, tiró de la espada, y se lanzó sobre el walón como un genio vengador.

Presentó el soldado al caballero la ensangrentada punta de la bayoneta; pero el brillo de un arma jamás había ofuscado la serena mirada de Lozano.

Con la seguridad que presta el hábito del noble juego del acero, Felicísimo paró el golpe levantando el fusil del walón, y le invadió el terreno. En aquella terrible posición para el soldado, el joven caballero pareció fluctuar un instante entre herir de punta o de corte: triunfó, no obstante, el generoso instinto. La segunda mitad de la hoja de la espada descendió sobre la frente del guardia trazando en ella una línea rojiza.

Inútilmente trató el walón de sostenerse en pie: las rodillas le flaquearon, y una de ellas acabó por buscar el apoyo de la tierra.

La rápida victoria de Lozano fue acogida con una salva de aclamaciones y palmadas. Pero como si las agrupaciones populares carecieran de la elevada noción de la justicia, nunca se consideran satisfechas con los castigos que el derecho y la moral reclaman, si por sí mismas no los bañan en el néctar de la venganza.

Apenas había doblado la rodilla el soldado, como pidiendo perdón de su delito a Dios y a los hombres, cuando se sintió oprimir el cuello por un lazo que a la distancia de diez pasos le lanzó una mano tan hábil como la de un cazador mejicano.

Un momento después el walón era arrastrado por la rígida cuerda, y desaparecía bajo los pies de la furibunda muchedumbre.

El comandante de la fuerza debió creer que ya era tiempo de desembarazarse de la plebe con manifestaciones más imponentes.

-¡Atrás! ¡Por última vez! -gritó con potente acento.

Y volviéndose hacia los soldados repuso:

-¡Preparen!

Los guardias montaron sus fusiles.

Los mil rugidos de la Plaza se condensaron en un solo rugido.

-¡Apunten! -pronunció el oficial.

Una doble fila de fusiles se inclinó en sentido horizontal.

El capitán se mordió los bigotes, y dijo a los walones:

-¡Muchachos: alta la puntería!

-¡Miserables!... ¡cobardes!... ¡asesinos!.. -gritaba el pueblo por todas partes.

La contestación del oficial fue tan lacónica como militar se redujo a esta frase:

-¡Fuego!

Una descarga cerrada conmovió la Plaza entera en sus cimientos.

La guardia walona desapareció detrás de una densa cortina de humo.

Fuese por espíritu de disciplina, fuese por natural destreza en el manejo del arma, es lo cierto que, a pesar de la orden para elevar la puntería, algunas balas hirieron en las piernas a los amotinados.

Debemos consignar, sin embargo, en honor de la verdad, que la inmensa mayoría de los proyectiles pasó silbando como un huracán preñado de amenazas por encima de las cabezas del paisanaje.

La turba osciló un momento, y buscó atropelladamente la salida de las próximas calles, aguijada por dos secciones de guardias de corps que aparecieron por los flancos de los walones, y espada en mano recorrieron a galope la Plaza, despejándola en toda su extensión.

En el terreno donde el movimiento era imposible poco tiempo antes, sólo quedaban tres cadáveres, y algunos heridos que se arrastraban con más o menos dificultad, maldiciendo los unos la barbarie de los hombres, y tomando los otros al cielo por testigo de semejante desdicha; pero sin ocurrírsele a ninguno inculparse a sí propio de haber tenido la menor participación en el suceso.

Una porción de la azorada plebe invadió la Cuesta de la Vega por el Callejón de Malpica; otra se precipitó por el Pretil de los Consejos; el grupo más numeroso siguió la calle Mayor.

A la cabeza de este torbellino de amotinados iracundos, caminaba un cortejo siniestro. Algunos jayanes medio desnudos, ebrios, repugnantes, de esos seres que parecen destinados a perpetuar a través de los siglos la tradición del tipo de los verdugos que la ruda Edad Media forjó al inventar sus torturas, arrastraban por el empedrado el cuerpo todavía palpitante del walón que apresaron en la Plaza de la Armería.

Durante la carrera hasta la terminación de la calle, sólo se escuchó el mismo grito:

-¡Venganza, madrileños!.. ¡nos asesinan!

El puesto militar establecido en la Puerta del Sol estaba formado por tropa del mismo regimiento a que pertenecía el cadáver del soldado conducido por el populacho.

Se trataba de ofrecer a los ojos de los walones aquel triste trofeo en signo de sangriento reto.

El comandante del destacamento reconoció al primer golpe de vista el uniforme del desdichado víctima del encono popular, pero no quiso recojer el guante.

Los revoltosos pudieron, pues, pasar y repasar insolentes por delante de los guardias, los cuales, pendientes de la voz de su jefe, sólo recibieron esta orden:

-¡Firmes!

Ufanos los alborotados con el triunfo moral obtenido, no hostilizaron de otro modo al retén; y tomando la vuelta de la calle de Postas, se encaminaron a la Plaza Mayor.

También eran walones los soldados que se hallaban situados en el anchuroso recinto; pero el jefe que los mandaba no tenía la poderosa sangre fría que el del puesto de la Puerta del Sol.

En el momento en que los arrastradores del cadáver desembocaron en la Plaza, fueron saludados con una perentoria intimación.

-¡Alto! -se les gritó desde la cabeza de la fuerza.

Los sediciosos no se detuvieron; por el contrario, la resistencia que aquella conminadora frase parecía indicar que trataban de hacerles, recrudeció la furia de los vengativos instintos que abrigaban.

La muchedumbre que se acumulaba era inmensa: las calles de Toledo y Atocha no escaseaban su tumultuario contingente.

Un hombre de cabeza enorme, más abultada todavía por su erizada cabellera de león, uno de esos insensatos que nunca faltan cuando se trata de provocar escenas de sangre, recogió del suelo el cuerpo del walón, le levantó hasta la altura de la frente, y con fuerza hercúlea le arrojó a los pies de los guardias.

-¡Ahí tenéis a vuestro compañero! -aulló frenético.

La confusa gritería, que atronaba la Plaza no permitió oír voz alguna de mando en las filas de la tropa; pero todos pudieron ver que los soldados preparaban las armas, y que sus negras bocas apuntaron al pueblo un segundo después.

-¡Disparad, asesinos! -clamaban unos.

-¡Caiga el que caiga! -bramaban otros.

-¡Con los que queden os veréis! -gritaban todos.

La descarga estalló al fin horrísona y mortífera.

Muchos paisanos se plegaron sobre sí mismos.

La amenaza de los amotinados no fue palabra vana.

El empedrado de la Plaza se hallaba a la sazón, removido para ser renovado; y las pilas de cantos proporcionaron a la plebe terribles proyectiles que cayeron sobre los guardias como una expesa nube de granizo.

Antes de que el piquete terminase la carga a discreción, que le fue ordenada, la tercera parte de los soldados yacía en tierra, y las filas formaban ese fatal remolino que suele preceder a las dispersiones.

Algunos momentos después el combate pudo llamarse pugilato. Los guardias asaltados por todas partes oprimidos, empujados, veían volverse contra ellos sus propias bayonetas, arrancadas a los fusiles por manos vigorosas.

En estas condiciones el número es siempre incontrastable.

Los walones se desbandaron, dirigiéndose los mejor avisados al destacamento que ocupaba la Puerta del Sol, y los otros sucumbiendo la mitad en el camino, a los puestos situados en la Plazuela de Herradores, y la calle de la Concepción Gerónima.

Desde estos dos últimos puntos ampararon a los fugitivos con algunos disparos que contuvieron a los más encarnizados perseguidores, ocasionándolos nuevas víctimas.

Los alborotados celebraron en la Plaza Mayor la revancha del Arco de Palacio con la fiebre que provoca la embriaguez de la sangre; pero permitieron que se infamase la victoria con el ensañamiento de que fueron objeto los guardias prisioneros, en su mayor parte heridos, y después sus cadáveres.

No hubo mutilación, ni barbarie, ni aberración del instinto humano que no se consumara en los inertes troncos de los infortunados walones.

En semejantes casos nunca se agota la inventiva. Un cráneo privilegiado abortó la peregrina concepción de establecer en las afueras de la Puerta de Toledo una Cruz provisional del quemadero para tostar italianos, inaugurando el brasero por vía de ensayo con el cuerpo de un walón.

Tan seductora pareció la idea a un centenar de amotinados, que eligieron inmediatamente la víctima entre los cadáveres más próximos, y la arrastraron hasta el puente con estrepitosa algazara.

Aquellas buenas gentes se proponían sin duda hacer patente al orbe cuán distantes estaban de profesar la teogonía de los incultos pueblos del Nilo: la religión de los cadáveres.

El fango que el ciclón de los motines hace subir momentáneamente a la superficie de las capas sociales, no mancha la reputación de los pueblos heroicos; pero provoca las náuseas de los contemporáneos, y no tiene derecho a otra cosa que a una línea glacial de censura en la historia.




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Capítulo XVIII

De cómo un misionero puede llegar a convertirse en un parlamento


Las siniestras noticias de la sangre que se había derramado en algunas calles de la población y en la misma Plaza de la Armería, sembraron la consternación y el espanto en las cámaras del real Palacio.

Las autoridades locales, principalmente las militares, acudían afanosas en busca de instrucciones; pero como se consideraba peligrosa la adopción poco meditada de medidas graves, sobre todo después del deplorable resultado obtenido por los acuerdos de la noche anterior, el corregimiento la magistratura y el estado mayor veían pasar las horas en Palacio, esperando decisiones salvadoras, y el pueblo de Madrid continuaba entretanto sin paz, sin justicia y sin orden.

Por una anomalía, que el régimen político no podría explicar en grado suficiente, todas las consultas caían sobre el atribulado monarca sin la intervención de sus secretarios del despacho, como los martillos caen sobre el yunque.

El fenómeno, sin embargo, era lógico para los iniciados.

Los gobiernos tienen en muchos casos razón contra las turbas, y desde luego tienen siempre el deber de rechazar sus agresiones; pero sea cual fuere la fuerza que prestan la razón y el deber cumplido, raro es el gabinete que no se ha visto en la necesidad de abandonar su puesto cuando la sangre le ha salpicado el rostro.

Al aludir a la equívoca confianza que inspiraba la firmeza del ministerio, descartamos por completo la personalidad del marqués de Esquilache. El desventurado italiano estaba tan muerto en la opinión, tan enterrado por el abandono del príncipe, y tan putrefacto para el sutil olfato de los cortesanos, que todos los que cerca de él pasaban, procuraban no ofrecerle a los ojos otra cosa que la perfumada coleta.

En el caos de la regia cámara, llegó por fin a condensarse una idea que se creyó feliz.

A consecuencia de la inspiración, los duques de Arcos y de Medinaceli, ceñidos con la aureola del buen éxito y de la popularidad que supieron obtener la noche precedente, salieron a entenderse con el pueblo por la parte de la Plaza de Oriente.

Los grupos por allí acumulados, rodearon inmediatamente a los dos ilustres próceres, y oyeron de sus autorizados labios la ratificación de todas las reales promesas para cuando la calma renaciese; pero es incalculable la modificación que en diez y seis horas puede realizarse en las ideas y hasta en los sentimientos de un pueblo.

El entusiasmo con que los altos funcionarios de Palacio fueron acogidos, no pasó de mediano. Se recordaba que el caballerizo mayor había hecho esperar demasiado el acto de volver a dar cuenta del resultado del mandato que los alborotados le confirieron; y se tenía presente que el capitán de guardias de Corps no impidió que sus subordinados acuchillaran al vecindario en aquella misma mañana.

Las contestaciones que obtuvieron ambos duques no se distinguieron ni por la gratitud, ni por la templanza, ni por el respeto. Se les dijo en tono demasiado elevado, por coros demasiado discordantes, y con ademanes demasiado descompuestos, que el pueblo de Madrid no era un pueblo de chinos, cosa en efecto, tan notoria, que no valía la pena de que nadie la expusiera; y que no había de ser la calma pública la que precediese al cumplimiento de las reales promesas, sino la evidente realización de esas augustas ofertas la que debía preceder a la tranquilidad que se reclamaba.

Y como la multitud crecía por momentos, y las exigencias crecían en razón directa del número de los exigentes, los duques se volvieron a Palacio mohínos y cariacontecidos, antes de que les fuera imposible hacerlo, ni de ese ni de otro talante alguno.

En los salones del monarca produjeron un escándalo inaudito las insolencias populares; y se dio el caso de que los individuos que más abiertamente hostilizaban al ministerio, fueran los que más indignación afectaban. ¡A tan triste estado habían acertado a conducir ciertas gentes al pueblo de Madrid siempre respetuoso para con sus reyes!

Había, no obstante, que pensar en otra cosa que en compungidos pésames y declamatorias lamentaciones.

Lo excepcional de las circunstancias justificaba el sacrificio de algunos detalles de dignidad; y por otra parte, a los pueblos como a los niños y a los brutos, hay que dirigirlos un lenguaje que hable a los ojos más que al entendimiento.

Siguiendo el impulso de las nuevas corrientes tres alcaldes de corte, acompañados del obligado séquito de alguaciles, fueron a recorrer las calles, fijando bandos en los puntos de mayor concurrencia.

El vecindario acudió a enterarse.

En los edictos se accedía a la parte de los clamores populares referente a la disminución de los precios de los artículos de primera necesidad.

El pan, que valía doce cuartos, las libras de aceite y jabón que se vendían a diez y ocho, y la de tocino que costaba veinte, obtenían una rebaja de dos cuartos.

Desde que la medida se hizo pública, mereció una rechifla general.

Los pobres alcaldes oyeron tachar de irrisoria la concesión, vieron arrancar los bandos que acababan de colocar, olieron la chamusquina que siguió a semejante acto de irreverencia, gustaron el denso polvo levantado por las atropelladas carreras de las turbas, se sintieron aplastar por paredes torácicas poco elásticas, y escurrieron él hombro hartos de experimentar impresiones desagradables en todos los sentidos corporales.

Difícil era, en efecto, que los alborotados no encontraran insuficiente la rebaja que se les dispensaba, en unas circunstancias en que adquirían gratuitamente en las tiendas de comestibles todo cuanto necesitaban, y además recibían frecuentes donativos en metálico.

El nuevo fracaso, y las voces por más de un conducto confirmadas de haber aparecido en las Vistillas un pelotón de paisanos armados con fusiles, suceso extraordinario que tocaba en los límites de lo fabuloso, esparcieron por Palacio la desconsoladora creencia de que la enfermedad se había hecho incurable.

Y como cuando la ciencia de Hipócrates agota sus recursos, la desesperación suele acudir a la charlatanería; en los círculos del salón de columnas se pensó en un expediente peregrino.

Existía a la sazón en el convento de San Gil un fraile llamado el padre Cuenca de Yecla, cuya oratoria para convertir almas al cielo en las plazas públicas pasaba por maravillosa. Tan estupendo fue en la última Cuaresma el número de las conquistas del gilito, que muchos entusiastas se preguntaban si había resucitado el monje de Padua.

El buen religioso era en verdad el tipo del misionero. Poseía el potente acento del trueno, la inspirada entonación del profeta, la mímica olímpica de un consumado trágico griego, y una facundia de chorro continuo.

No se necesitaban más dotes para que el padre Cuenca llegase a ser, como lo fue, en efecto, el predicador a la moda entre las clases bajas de la población.

Tal era el personaje en quien la corte fijó sus ojos con una seriedad que honra el particular concepto que tenía del pueblo de Madrid.

Dos misteriosos embozados, cubiertas las cabezas con sombreros redondos, salieron de Palacio por el postigo del Norte, desaparecieron en los cocherones de las caballerizas, volvieron a darse a luz en la Plaza de San Gil, y penetraron en el convento por la parte solitaria que comunica con la montaña del Príncipe Pío.

No hemos de tardar mucho tiempo en presenciar el resultado de esta visita desde los portales de Guadalajara, donde Ayala había conducido a Lozano cuando le pudo echar la vista encima, después de la dispersión de la Plaza de la Armería.

La retirada de Tristán hacia los portales referidos, no era de todo punto accidental. Había un motivo que explicaba la especial querencia del gallardo mancebo.

Desde los últimos años del reinado anterior, existía en el sitio citado un establecimiento culinario de los más honrados, cuyo propietario había sabido conquistarse una reputación envidiable, merced a la confección de un plato en que no pudo aventajarlo ningún cocinero de la villa.

Constituían la especialidad en cuestión los callos con chorizo, sabroso condumio que era una de las varias debilidades de Ayala.

En tan apreciable merendero, procuraba Tristán consolar a Felicísimo de la decepción que experimentó cuando persiguiendo a un mal caballero para molerle las costillas, se vio en el caso de tener que limitarse a romper la cabeza a un simple walón.

Los dos amigos hicieron el mismo honor al almuerzo que les sirvieron. Un resto de preocupación, sin embargo, imprimió cierto carácter maquinal a la masticación de Lozano: en cuanto a Ayala, era sabido que jamás comenzaba a afectarle ningún género de preocupaciones, sino después de haber masticado.

El excelente Tristán dejó pausadamente sobre la mesa el vaso en que había apurado la postrer cuarta parte del contenido de la última botella, y fijó con insistencia los penetrantes ojos en la esquina de las Platerías.

Por lo visto, había llegado el momento en que era lícito a las preocupaciones abordar al digno caballero.

Algo de insólito y excitante debía ocurrir en el lugar donde Tristán clavaba su mirada; porque todos los concurrentes de la tienda se agolpaban a las puertas, los transeúntes corrían en la calle, las ventanas se coronaban de espectadores, y el viento se poblaba con un rumor indefinible.

-¡Poder de Dios! ¿qué significa eso? -exclamó Ayala, descargando un puñetazo sobre la mesa-. Vuelve la cabeza, Felicísimo, y dime por tu vida si se representa hoy en las calles algún auto sacramental de Calderón.

Lozano dirigió la vista hacia la puerta vidriera: el movimiento no pudo ser más oportuno.

Precisamente en aquel momento pasaba por delante de la tienda una apiñada muchedumbre distribuida en dos largas masas paralelas.

Por el estrecho espacio que entre ambas quedaba libre, se adelantaba majestuosamente un hombre de elevada estatura, con el cuerpo ceñido por el tosco sayal del religioso, la frente oprimida por una corona de punzantes espinas, el rostro cubierto de abundante ceniza, y el cuello rodeado por una áspera soga. Las manos de aquel extraño penitente conducían un crucifijo de no exiguas dimensiones.

-¡Sígueme, Felicísimo! -gritó Tristán entre estupefacto y risueño-; déjate arrastrar por el asombro que me domina, o no tienes en las venas un átomo de espíritu observador.

Y arrojando una moneda al camarero, se lanzó a la calle cuidando de apoderarse previamente de una punta de la capa, de Lozano.

Semejante Tristán a esos apasionados de la música, que no contentos con acercarse a la orquesta lo suficiente para oír perfectamente las notas, avanzan todavía hasta situarse de manera que puedan verlas salir de los instrumentos, codeó, pisó y empujó en grado tan superlativo, que no tardó en encontrarse al lado del penitente.

El padre Cuenca, puesto que no era otro el fraile de la soga al cuello, se detuvo en un ancho zaguán de la puerta de Guadalajara, cambió algunas palabras con los secuaces que tenía más próximos y subió al cuarto principal poco menos que en brazos de la concurrencia.

El individuo que más contribuyó a que el misionero pudiera penetrar en el estrado, fue Tristán de Ayala, el cual manifestó un impulso de satisfacción al ver a Felicísimo cerca de sí.

-¡Ah, estás aquí! -exclamó-: ¡Magnífico!

-¡Pardiez! -contestó Lozano-: ¿Por ventura me era dado hacer otra cosa que dejarme arrastrar en pos de ti o abandonarte mi capa?

El gilito se adelantó con trabajo por entre el gentío hasta el balcón que estaba abierto de par en par, y se dio en espectáculo al pueblo que llenaba la calle.

La. sensación que aquella terrorífica aparición produjo fue multiforme; pero de tal manera predominaron en el concurso las ideas alegres, que únicamente libertó al buen fraile de la más solemne de las silbas la vista del sagrado signo de la redención que tenía en la mano.

El padre Cuenca, sin más exordio, que el que empleó Cicerón en su célebre catilinaria, prorumpió en la siguiente pirotecnia:

-«¡En tierra, cristianos! El día tremendo en que la potente mano del Señor blande la flamígera espada de su inexorable justicia, no es la ocasión que la satánica soberbia puede elegir para sacar del inmundo lodo de la culpa la cínica cabeza en demanda de la torpe satisfacción que anhela la inextinguible sed de los más intemperantes apetitos. Cúmplenos hoy a todos, por el contrario, elevar a los cielos los mendicantes ojos, arrastrar las rodillas por el sucio polvo, empuñar un duro guijarro, y herir con él nuestros pechos más duros todavía, exclamando: ¡Miserere nostri, Dómine

El inmenso auditorio permaneció en los primeros momentos silencioso, abrumado, sin duda, por la avalancha de epítetos que le echaba encima la especial oratoria del misionero; pero la reacción fue tan violenta como religioso había sido el silencio.

Una voz que partió de los individuos colocados debajo del balcón, pronunció, aprovechando al vuelo uno de los raros instantes en que el fraile tomaba aliento:

-Déjese de predicarnos, padre, que cristianos somos por la gracia de Dios, y en esta ocasión nada tenemos de qué arrepentirnos, porque lo que pedimos es cosa justa.

Tan a gusto de todos sonaron las palabras del interruptor, que se desató una tempestad de protestas contra la dialéctica del monje.

La poca fortuna del gilito quiso que los protestantes más furiosos se encontrasen precisamente en la estancia a que pertenecía el balcón convertido en púlpito.

-¡Mal fraile! -gritó un descomedido chispero:- ¿Nos traes hasta aquí como unos papanatas para decirnos: todo el mundo boca abajo?

-¡Que calle ese energúmeno! -añadió un acento de figle.

-O que vaya a Palacio a convertir cortesanos a la causa del pueblo -clamó otro concurrente de poderosos pulmones.

-¡Sublime! ¡Que catequice a Esquilache!

-¡Y a Grimaldi!

-¡En el acto!

-¡Que salte por el balcón!

El padre Cuenca creyó entreoír que las opiniones que por todas partes se emitían en coro, comenzaban a adquirir un carácter alarmante, y quiso recobrar la palabra; pero apenas pronunció las primeras frases, se sintió embestir por upa oleada de alborotados.

-¡Tonete! -aulló un hombre, cuyo aliento trascendía a aguardiente de Ojen, fabricado en las Maravillas-: Tira de la punta de la soga que lleva al cuello ese gallo para ayudarme a cortarle el resuello.

-Lo que voy a cortarle, Noy, va a ser el gañote -contestó el llamado Tonete, que era un bigardo de zaragüelles que perfumaba la atmósfera más enérgicamente todavía que el compañero con los efluvios del rom de Jamaica elaborado en el Rastro.

Y para probar, sin duda, que las palabras no eran baladronadas, hizo brillar una limpia hoja de Albacete ante los atónitos ojos del gilito, el cual palideció bajo su capa de ceniza.

Por fortuna, Lozano cogió en el aire el puño armado del de los zaragüelles, le retorció con fuerza, y se hizo dueño del puñal, diciendo:

-¡A un religioso!.. ¡Quita allá, gaznápiro!

Tonete se lanzó iracundo sobre Felicísimo para recuperar el arma; pero la nueva agresión agotó la paciencia nunca Abundante del joven caballero.

El pomo del puñal golpeó como un martillo el cráneo de Tonete, el cual aflojó los dedos que se crispaban en los pliegues de la capa de Lozano, y se dejó llevar vacilante por los vaivenes de los que le rodeaban para no volver a dar razón de personalidad tan honorable.

Ayala, entretanto, empuñó a Noy por el pescuezo, le obligó a soltar la soga del padre Cuenca, y le sacudió un violento rodillazo en el estómago, que le hizo caer de espaldas sin aliento y arrastrarse después hasta un rincón a espectorar penosamente el aguardiente.

El misionero tendió las manos conmovido hacia los dos providenciales protectores, dirigiéndolos, al mismo tiempo, la mirada de reconocimiento más profundo que lanzaron jamás los ojos de un gilito.

Convenía, sin embargo, aprovechar el primer momento del estupor producido por la energía de ambos jóvenes; y el padre Cuenca que tenía buen instinto, y a quien no faltaban palabras, se apresuró a exponer en un declamatorio período, que no le habían sonado mal en el oído ciertas indicaciones, y que estaba dispuesto a abogar en la regia mansión con todos los recursos de la retórica en favor de los clamores populares si el vecindario de Madrid se servía hacerle intérprete de ellos.

Con la volubilidad que caracteriza a las muchedumbres, la moción del fraile fue acogida con entusiasmo.

Para dar al asunto forma práctica, un buen abate se brindó en la calle a redactar el memorial de agravios del pueblo; y como obtuviese el general beneplácito; se metió en una tienda, reclamó un poco de recogimiento, enristró la péñola, e inspirándose en los ecos que por todas partes escuchaba, en diez minutos terminó el escrito.

A continuación hizo sacar a la calle la mesa donde garrapateó el histórico documento, saltó sobre ella, y con entonación nasal, pero pronunciación correcta, dio lectura de la obra con la solemnidad que el caso requería.

El digno abate comenzaba su instancia con una breve invocación a la Santísima Trinidad y a la Virgen María; y adoptando después la forma capitular, exponía a grandes rasgos las siguientes exigencias populares:

Destierro inmediato y perpetuo del marqués de Esquilache y toda su familia de los dominios de España.

Prohibición absoluta de que forme parte del gobierno ministro alguno que no sea español.

Extinción de la guardia Walona, o por lo menos, su salida de Madrid.

Rebaja considerable en el precio de los comestibles más necesarios.

Supresión radical de la Junta de abastos en vista de que nada abastece, como no sea el domicilio de sus miembros.

Retirada de las tropas de la guarnición a sus respectivos cuarteles.

Reconocimiento del libérrimo derecho que tiene el pueblo de Madrid a vestir como le de la gana.

Y por fin, urgencia de que el rey se presente en la Plaza Mayor a firmar solemnemente el pacto de concordia con el pueblo.

El autógrafo del abate terminaba con la benévola insinuación de que de no accederse a las condiciones propuestas, sería Madrid nueva Troya aquella noche.

Obtuvo la minuta tan nutrida salva de aplausos, que si a alguno le ocurrieron enmiendas, se guardó muy bien de exponerlas.

El padre Cuenca indicó desde el balcón la conveniencia de que algunos de los concurrentes firmasen la representación con el objeto de que nadie pudiera motejarla de anónima; y acto continuo se llenó todo él papel de nombres y de rúbricas, sirviendo al efecto de pupitre el encorvado dorso de un amotinado, tan complaciente como voluminoso.

Colocado el respetuoso documento en la punta rajada de la caña de un buñolero, fue elevada hasta las manos del padre Cuenca.

Había llegado el momento de dar el primer paso en la vía erizada de peligros que conducía al regio alcázar.

El gilito paseó la suplicante mirada desde Ayala a Lozano, pronunciando:

-¿No terminarán, mis queridos cuanto generosos defensores, su obra meritoria acompañándome hasta Palacio?

Sorprendido Felicísimo por la instancia, guardó un equívoco silencio. No así Tristán que contestó resueltamente:

-Buen ánimo, padre: somos capaces de acompañarle al mismo infierno.

-No será a esa aterradora mansión de los réprobos a donde yo os conduciré, oh hijos predilectos -repuso el misionero-, sino a la lumínica región de la bienaventuranza eterna.

Y después de hacer la señal de la cruz, descendió laboriosamente a la calle, secundado por los esfuerzos de los dos guardias de Corps, que con tanta oportunidad le habla deparado la bondad divina.




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Capítulo XIX

Junta solemne y decisión del monarca en cámara regia


El Cuerpo de alborotados matritenses, que a juzgar por la masa era ya la población entera, dejó tomar el puesto de honor al padre Cuenca en la cabeza de la columna, y rompió la marcha de nuevo con dirección a la Plaza de la Armería.

El Arco de Palacio continuaba cerrado por una compacta línea de infantería; pero se había tomado el buen acuerdo de relevar en ese servicio a la guardia Walona, sustituyéndola con la española.

El cambio no pudo menos de ser mirado con satisfacción por la plebe, que le consideró de excelente augurio.

El gilito se acercó al coronel jefe de la fuerza, y le rogó que manifestase a quien correspondiera, que era portador del memorial que contenía las peticiones del pueblo de Madrid, y deseaba ser conducido a la presencia de su majestad para poner a sus reales pies el documento.

El oficial participó el hecho al comandante de la guardia exterior, y este fue en persona a buscar al mayordomo mayor.

Antes de cinco minutos el coronel de la guardia española recibía orden para permitir pasar al padre Cuenca, y un gentil-hombre del exterior le esperaba, el Arco con el fin de servirle de guía.

Cuando el gilito fue invitado a adelantarse y vio abrirse las filas de la tropa, experimentó una conmoción profunda. Delante de él se extendía una región desconocida poblada por el vértigo de la grandeza, las severidades del poder, y las espinas del remordimiento. En el nuevo teatro todo iba a faltarle, el valor inclusive, si una voz airada le gritaba:- ¡Caín! ¿qué has hecho de tu hermano?.. Esto es, ¡donde están la fe, la firmeza, la lealtad, el martirio!

El malhadado monje sintió que hasta le flaqueaban las piernas.

Por una evolución natural el cuerpo y el espíritu del gilito buscaron el apoyo de aquellos dos valientes campeones que después de sustraerle al hierro y a la soga le habían sostenido en la vía dolorosa. Podría decirse que a su paternidad ya no le era dado pasarse sin Lozano y Ayala.

En breves pero sentidas frases suplicó al pueblo y al gentil-hombre que le permitieran continuar asistido por los dos jóvenes amigos; y como no pesaba a los amotinados verse representados en los salones del regio alcázar por aquellos dos gallardos ejemplares, y tampoco sentía el funcionario palaciego que se apoyara en otro brazo que en el suyo el asendereado y ceniciento penitente, se accedió a la instancia por unanimidad.

Lozano y Ayala, sin saber ellos mismos cómo, se vieron impulsados hacia el Arco, requeridos para conservar un continente digno, y exhortados para defender al representante del pueblo.

El vacilante fraile se apresuró a apoyarse en el hombro de Tristán cuya solidez hercúlea le inspiraba una confianza ciega, y atravesó las hileras de la guardia Real.

El parlamentario y su escolta penetraron en la espaciosa Plaza de armas de Palacio en ocasión en que los guardias de Corps montaban a caballo, y las guardias española y Walona deshacían los pabellones de sus fusiles, atentos infantes y ginetes al nuestro movimiento popular.

La llegada del misionero a los suntuosos salones del piso principal de Palacio, no fue acogida con menos estupor que en las calles.

Los cortesanos se maravillaron, las damas se sobrecogieron, los pajecillos gimotearon y hasta el loro de la Princesa de Asturias, célebre en Palacio por la licencia que se permitía en el lenguaje, pronunció una palabra imposible de escribir.

La aureola que irradiaba la dramática figura del gilito borró completamente del cuadro las pedestres personas de Lozano y Ayala. ¡Qué significan los satélites de Júpiter ante la soberbia majestad del gran planeta!

De cámara en cámara, y de sensación en sensación el parlamentario acabó por encontrarse en presencia del monarca, el cual se hallaba rodeado de cuantas personas importantes encerraba Palacio, que eran a la sazón todas las notabilidades oficiales de Madrid.

Jamás entorpecieron la lengua del gilito las numerosas concurrencias, por más que vistieran de raso y terciopelo.

Su paternidad expuso con ademán respetuoso, pero concisa frase y estilo nervioso, el mandato que por evitar mayores males había aceptado del amotinado pueblo; y después de la genuflexión de rúbrica, presentó al soberano el escrito del abate.

El rey, en vez de tomar el papel, dijo al fraile, con benévolo acento:

-Denos usted lectura, buen padre.

El misionero cumplió la orden con la misma delectación que hubiera experimentado en la absorción de la cicuta.

Cada párrafo de la capitulación popular era acogido en cierta parte del auditorio con un rumor de indignación que apenas bastaba a contener la deferencia conque el monarca prestaba toda su atención; pero el epílogo del manuscrito desencadenó franca y resueltamente un huracán de reclamaciones, punto menos que unánime.

Ayala, que se acariciaba la barba mirando los frescos del artesonado, murmuró al oído de Lozano:

-Me parece Felicísimo, que corremos más riesgo de ir a Ceuta que de obtener la llave de gentil-hombre.

-Lo tendríamos merecido -contestó Lozano con una calma perfecta:- ¡Quien te mete a paladín de frailes callejeros!

Una leve fragancia de recuerdo grato, cierto efluvio magnético indefinible como lo desconocido, pero innegable como la realidad, hicieron a Lozano volver repentinamente la cabeza.

Como había presentido, se hallaba al lado de la condesa de Bari, la cual iba a tocarle con el extremo del abanico.

La dama estaba pálida y agitada; pero todavía encontró en los secretos de la coquetería una sonrisa seductora para decir a Felicísimo:

-¿Tiene a bien el señor de Lozano concederme algunos momentos de atención en lugar menos concurrido?

Al requerido le faltó tiempo para ponerse a las órdenes de Elina.

Ayala pareció vacilar con respecto a la actitud que le cuadraba en aquel incidente inesperado; pero un ligero signo apelativo trazado en el espacio por la incomparable mano de la joven, definió la situación del caballero, que siguió a Felicísimo con la abnegación de la amistad.

La agitación que en aquel instante alcanzaba en la cámara el grado culminante, permitió que nadie se fijase en la salida de los acompañantes del padre Cuenca.

La dama condujo a los dos caballeros al próximo camarín de los pajes de la reina madre, abandonado a la sazón; y con una severidad visiblemente afectada en la forma, pero no exenta de verdadera inquietud en el fondo, dijo a Felicísimo:

-En verdad, caballero, que si algo había lejos de mi pensamiento en este día de perturbación de todo, hasta de las ideas más fundamentales, era encontrar a usted entre los diputados del populacho amotinado.

-Permítame la señora condesa que rectifique un error de apreciación -contestó Lozano saludando-: aquí no hay otro diputado de la plebe que el penitente padre Cuenca.

-Usted le ha acompañado sin embargo.

-Como simple figura decorativa.

-¿Era necesaria?

-Ha debido serlo para la poca fortaleza de espíritu del religioso. Mi amigo Ayala, no sé si yo mismo, acabábamos de prestar un servicio a su paternidad, protegiendo su vida contra algunos ebrios sediciosos, y ha impetrado el favor de nuestra escolta.

-¡Ah! perfectamente: ¿según eso no garantiza la persona de usted el carácter de parlamentario del opuesto bando beligerante?..

-Hasta cierto punto...

-El punto, en efecto, no puede ser más cierto. Cruzado el dintel de las puertas de Palacio es usted prisionero de la guardia real.

-Señora condesa... -objetó Lozano próximo a sublevarse.

-O si prefiere una fórmula menos seria -añadió rápidamente Elina-, es usted prisionero mío.

-Preferida -dijo Felicísimo sonriendo.

-De todos modos están ustedes en el caso de darse por secuestrados hasta nueva orden.

-¡También Ayala!

-Yo no tengo la culpa de que el señor de Ayala haya unido su suerte a la de usted. El que a mal árbol se arrima no debe contar con buena sombra.

Lozano quiso aventurar una serie de observaciones; pero dos palmadas que sonaron en la galería atajaron el diálogo.

Elina se llevó imperiosamente un dedo a los labios, se precipitó fuera del aposento, cerró la puerta guardándose la llave, y corrió en busca de una joven que la esperaba en el crucero de la escalera.

Después se lanzó en la dirección de las habitaciones de Isabel de Farnesio, que retenida en un sillón por las dolencias que pocos meses después la hablan de conducir al sepulcro, y asustada por el estrépito que conmovía la antecámara del rey, se impacientaba por conocer el texto de las reclamaciones populares que la azafata habla ido a escuchar.

En el regio salón, entretanto, se preparaba un acontecimiento importante.

La gravedad de las proposiciones presentadas por el padre Cuenca reclamaba una resolución de trascendentales consecuencias; y antes de proceder a adoptarla quiso el monarca oír el dictamen de algunos autorizados personajes.

Pero como la fatalidad había dispuesto que la cuestión llegase a plantearse en el terreno de la fuerza, todos los individuos a quienes el soberano invitó a tomar parte en la Junta que iba a celebrarse en la cámara regia, fueron militares, hecha excepción del conde de Oñate mayordomo mayor de palacio, de cuyo consejo discreto y leal, jamás prescindió Carlos III en sus asuntos graves.

El rey recomendó a los elegidos que emitieran con libertad su voto, y concedió la palabra al duque de Arcos, el primero de todos, en razón a sus años juveniles.

El capitán de guardias expuso que el soberano no podía capitular con vasallos rebeldes por numerosos que estos fueran, sin desprestigio de la institución monárquica; y que, por lo tanto, opinaba que había llegado el caso de emplear la guarnición entera para disolver a sangre y fuego en las calles y plazas todos los núcleos de resistencia.

Habló después el general marqués de Priego, coronel de la guardia Walona, francés de nacimiento; y a impulsos del aguijón de la venganza por los ultrajes hechos al cuerpo que mandaba, y los que todavía trataban de inferirle, apoyó las ideas del duque de Arcos como única solución posible, después de los insolentes términos en que estaban concebidos los ridículos preliminares de concordia propuestos por los amotinados.

A continuación el italiano don Félix de Gazzola, conde de Esparavara, Inspector general de la artillería, se expresó con calor en el mismo sentido que los dos preopinantes; y con el fin de que la represión fuese tan rápida como el real decoro exigía, propuso que se le autorizase para traer dos baterías del parque de la puerta de los Pozos, y para hacerlas jugar simultáneamente desde San Felipe el Real y los Consejos, porque de esa manera respondía de que se terminaría en breve la mano de obra.

Tocó el turno en el Consejo al veterano general marqués de Sarriá; y con frase febril, no templada por la escarcha de las canas, manifestó que, no sólo se oponía abiertamente a las medidas de rigor hasta entonces encomiadas, sino que si las viera prevalecer por desdicha en el ánimo del soberano, cosa que no temía, dada su paternal benignidad, pondría a los augustos pies de su majestad los honores, empleos, y el bastón de mando que empuñaba y se lanzaría a la calle para ser la primera víctima de la metralla entre los hijos del pueblo; el cual prescindiendo de la tosca forma en que presentaba sus quejas, nada reclamaba que no fuese razonable, conveniente y justo.

El mariscal de campo don Francisco Rubio, comandante del cuerpo de inválidos, si bien en tono menos apasionado, votó como el marqués por la clemencia.

Llegó la vez al conde de Oñate, siempre mal avenido con el marqués de Esquilache; y después de haber aprovechado la ocasión para decir que los desaciertos del ministro justificaban todas las reclamaciones populares, condenó con energía las proposiciones de exterminio, que podrían ser aceptadas en épocas de barbarie y en países tiranizados por tigres sedientos de sangre; pero nunca en plena civilización y en una nación católica, regida por el más magnánimo de los príncipes y el más bondadoso de los hombres.

El capitán general de ejército conde de Revillagigedo, votó el último en consideración a su ancianidad; y lo hizo en pro de la indulgencia para con los extraviados alborotadores, insinuando con intencionada expresión las dudas que a cualquier espíritu recto podrían asaltar acerca de si los tres primeros votantes reunían todas las condiciones que deben concurrir en los varones de prudente consejo, y en los buenos padres de la patria, vistas la fogosidad de la juventud y consecuente inesperiencia del uno, y atendida la circunstancia de no haber rodado la cuna de los otros en el noble suelo español.

Después que el rey hubo escuchado todos los pareceres, se recogió en sí mismo un momento, y declaró que por costosas que fueran para la dignidad del trono las amarguras que el pueblo le imponía jamás podría decidirse a vengarlas, ordenando el derramamiento de sangre.

Acto continuo de esta resolución, volvió a la antecámara donde reinaba la ansiedad más viva, y dijo al padre Cuenca en alta voz:

-Puede el padre manifestar a nuestro pueblo que determinamos presentarnos a algunos de sus comisionados en el balcón de la Plaza de Armas para asegurarlos que otorgamos todas las nuevas pretensiones y ratificamos las que anoche hemos concedido.

-Que el cielo derrame sus bendiciones sobre la angusta cabeza de vuestra majestad con la misma profusión con que príncipe tan magnánimo se complace en dispensar los inagotables tesoros de su clemencia a súbditos tan mal advertidos.

El rey exhaló un suspiro, y repuso a medio tono:

-En el papel que usted nos ha leído hay, sin embargo, una cláusula que hubiéramos deseado ver eliminada: y bien sabe Dios que no es porque personalmente nos parezca acerba; otras más penosas para nuestro corazón contiene ese escrito, sino en razón a que redunda en notorio menoscabo de la buena gobernación del reino sin provecho de nadie. Nos referimos a la condición de haber nacido en España para poder desempeñar una secretaría del despacho.

-No seré yo ciertamente -añadió el padre Cuenca-, quien después de haber presenciado la longanimidad de vuestra majestad no contribuya a que pueda venir a un satisfactorio acuerdo con sus vasallos.

Y sacando del hábito uno de los tinteros de asta de búfalo de larga tapa atornillada, usados en la época, tomó la pluma y tachó con lujo de tinta todo el párrafo a que el monarca había aludido.

Inmediatamente pidió y obtuvo permiso para besar la mano al rey, y se volvió hacia el sitio donde creyó haber dejado a los valerosos Ayala y Lozano.

El gilito, no sin extrañeza, buscó en vano por más tiempo quizás del que las circunstancias permitían; pero persuadido de que el eclipse no era transitorio, observándose objeto de todas las miradas, y en consideración, por otra parte, a que el lisonjero éxito de la misión que le fue conferida, le había devuelto las fuerzas suficientes para poder pasarse sin el robusto brazo de un cirineo, se decidió a encaminarse al vestíbulo.

El monstruo de las diez mil cabezas que se agitaba en la Plaza de la Armería acogió la vuelta del fraile con un rugido de interrogación que hizo estremecerse la sólida muralla del cubo de la Almudena.

El padre Cuenca reclamó silencio, estendiendo el brazo sobre aquel borrascoso océano con el mismo olímpico ademán con que Neptuno hubiera levantado su tridente.

Obtenida la calma, por lo menos, en el radio donde podía alcanzar la voz del parlamentario, dio éste cuenta de la satisfactoria resolución del rey; y en cumplimiento de sus órdenes, invitó a una docena de los individuos más próximos al Arco para que se adelantasen hasta la portada central del Palacio.

El primero que avanzó, porque entonces como en todos los sucesos del motín figuraba en la vanguardia, fue uno de los capataces, que ya conoce el lector, Juan el malagueño, calesero de profesión.

El oficial que mandaba la guardia española, acordonada en el Arco, contó doce desfilantes, y no permitió el paso de otro alguno.

Los privilegiados revoltosos cruzaron la Plaza de Armas, guiados por el misionero, y fueron a situarse debajo del reloj.

Entonces se abrió de par en por el balcón del centro de la real morada y apareció el monarca entre su confesor fray Joaquín de Eleta y el sumiller de Corps, duque de Lósada. Detrás de estos personajes se dibujaban los bustos de todos los gentileshombres de servicio.

El religioso pasó su papel a las manos del malagueño; y aquel caleseruelo con chupetín encarnado y sombrero blanco, que según nos dice el conde de Fernán-Núñez, testigo presencial del hecho, no se le borró de la imaginación en toda la vida, fue leyendo las proposiciones de la plebe, y preguntando al rey al final de cada una con acento meridional y sin igual desenfado, si su majestad se servía dispensarla su aprobación.

Ni del más pequeño detalle hizo gracia al soberano; porque no pasaba adelante en la lectura sino después de haber oído la adhesión del bondadoso príncipe, clara y rotundamente formulada.

Cuando el malagueño estuvo satisfecho de la perfecta terminación del pacto, se permitió, con más que desenfado todavía dar las gracias al rey en nombre del pueblo de Madrid, y llevó la condescendencia hasta el extremo de saludar a la majestad quitándose el sombrero.

El monarca recomendó al calesero y al gilito que intercedieran con los amotinados para que no impidiesen que se restableciera el orden en la capital, y se retiró del balcón.

Juan el malagueño, por su parte, creyó que la dignidad le aconsejaba no permanecer en la Plaza un segundo más que el soberano, y giré rápidamente sobre los talones.

Los guardias del Arco, a duras penas, lograron contener a la multitud cuando sus procuradores se presentaron de nuevo.

Más de doscientos alborotados, que habían conseguido acumularse en lo más avanzado de la línea, rodearon al malagueño y sus compañeros con exigente apremio.

Desde el primer momento pudo echarse de ver que el juicio de residencia iba a ser rígido.

-¡Qué es lo que han hecho!..

-¡Que se expliquen!

-¡A qué esperan!

Tales eran los gritos que por todas partes resonaban.

-¡Mil truenos! -exclamó el calesero:- esperamos a que nos dejéis hablar.

-¡Y bien!

-¡Oid!

-¡Silencio!

El eco de una ese prolongada pobló los ámbitos de la Plaza.

El malagueño pronunció con voz sonora:

-El rey ha concedido todas las peticiones del pueblo...

El aplauso que empezaba a iniciarse fue cortado por un hombre de facciones duras y negra barba, que arrancó al malagueño el documento que tenía en la mano, y gritó frunciendo el ceño:

-¡El papel no está firmado!

Juan, que no se había opuesto al despojo, al reconocer a su perpetrador, contestó algo mohíno:

-Así es la verdad; pero el rey en persona nos ha asegurado que se conforma punto por punto con el escrito.

-No importa -replicó el barbinegro:- el pueblo reclamaba la firma con razón y con derecho. Todos sabemos que el viento se lleva con tanta frecuencia las palabras del hipócrita Carlos III, como su meretriz la de Esquilache, se lleva los millones del tesoro español.

Las palabras de aquel hombre, no sólo hirieron a los oficiales de la guardia real, sino que sonaron desagradablemente en los oídos de muchos amotinados.

-¡Cáspita! -repuso el calesero-: es sensible que no nos haya usted acompañado; hubiera cedido a usted la voz cantante, porque siempre me han gustado los hombres que hablan gordo, señor de Salazar.

-Nada de nombres propios, malagueño -interrumpió el murciano.

Y volviéndose hacia la multitud, añadió:

-¿Puede bastaros semejante compromiso?

-¡No, mil veces! -vociferaron cuantos le rodeaban.

-¡Le tacharán de arrancado a la fuerza!

-¡De baladí!

-¡De irrisorio!

-¡Le encontrarán más faltas que tiene una pelota!

-¿Y qué tribunal hará justicia al derecho popular?

-¿Y qué testimonio invocaremos?

-¡El pueblo no ha visto al rey!..

-¡No le ha oído!...

-¡El pueblo en su gran conjunto, en la acepción tradicional de la frase!

-¡El verdadero pueblo!

-Una docena de sugetos, por más que sean los doce Pares de Francia, no son el pueblo de Madrid.

-¡Madrileños: se nos entretiene!..

-¡Se evita nuestra presencia!

-¡Se nos engaña!..

El clamoreo de los más intransigentes alborotados, promovió una confusión indescriptible del uno al otro extremo de la Plaza.

El comandante de la guardia española comprendió que iba a ser el primero en sufrir los estragos de la tempestad próxima a desencadenarse, y se apresuró a pedir a Palacio instrucciones precisas.

Las órdenes que recibió estaban en consonancia con la real decisión; pero probaban que quien las expedía era lo que se llama un talento especulativo. Consistían en impedir al pueblo la entrada en la Plaza de Armas, sin llegar, sin embargo, hasta el extremo de repelerle con el hierro o el fuego.

Cuando el veterano oficial hubo escuchado su consigna, se encogió de hombros, envainó la espada, y mandó desarmar las bayonetas: todo con el aire que Pilatos debió emplear en su célebre lavatorio de manos.

Y en verdad que no era preciso estar dotado con el don de Isaías para adivinar los acontecimientos.

La multitud se balanceó como la ola antes de estrellarse contra la roca, y se precipitó sobre el Arco, compacta, decidida, incontrastable.

Las atropelladas filas de los guardias abrieron paso a aquella cuña formidable, impulsada por los golpes de un ariete de carne humana que se extendía desde la casa del Platero hasta la Cárcel de Villa.

Tan rápida fue la invasión en la Plaza de Armas, que a los pocos momentos no cupieron ya nuevos intrusos en todo el anchuroso recinto.

Los guardias de Corps se habían retirado al cuartelillo, y la infantería se replegó a las galerías laterales.

El estruendo del tumulto estalló, entonces al pie de los balcones del mismo alcázar con la potente intensidad del trueno.

En los salones del piso principal los semblantes donde no se reflejaba la consternación, revelaban al menos la inquietud.

El rey, más atribulado que nadie, se enjugaba el sudor de la frente, preguntando:

-Pero Dios mío: he accedido a todas las exigencias de los amotinados, les he sacrificado mi reposo, mis afecciones, hasta mi dignidad... ¿Qué quieren todavía esas gentes?...

-Señor -murmuró al lado del monarca el conde de Oñate:- ni en los bellos cármenes de la clemencia dejan las rosas de tener espinas. Necesario es que vuestra majestad complete su obra de abnegación, presentándose de nuevo al pueblo; niño terrible que no se satisface si en la inmensa mayoría de su colectividad, no aclama al soberano que debe al Todopoderoso.

La inflexible lógica imponía la adopción del consejo del mayordomo mayor. Era ya demasiado tarde para cambiar de rumbo.

La muchedumbre, que en unánime grito instaba para que se dejase ver el rey, oyó por fin, abrirse las vidrieras de un balcón, que por esta vez fue el segundo, a contar por la parte del Campo del Moro.

El monarca, rodeado de sus gentiles-hombres, se adelantó hasta el antepecho.

Calmado gradualmente el estrépito que precedió a la aparición del jefe del Estado, un individuo, cuyo nombre no registra la historia, pronunció con vehemente acento:

-Señor: el pueblo de Madrid se complace en dispensar a vuestra majestad la concurrencia a la Plaza Mayor para estampar la firma en la estipulación que ha elevado a vuestras reales manos; pero desea que los augustos labios de tan amado monarca, le manifiesten directa y públicamente cuáles son las reclamaciones a que otorga formal beneplácito.

El soberano, con seráfica mansedumbre, como dice el panegirista de este príncipe, y más moderno historiador de su reinado, fijé recapitulando las concesiones que hacía, guiado por los recuerdos que evocaba, por los apuntes que detrás oía, y por las indicaciones que la plebe le insinuaba.

El padre Cuenca; revestido por la confianza pública con la dignidad de fiel de fechos, pluma y tintero en mano, iba escribiendo al pie del balcón los artículos de la concordia, a medida que el rey los enunciaba.

Tan vivamente electrizó la escena al mayor número de los alborotados, que no pudieron esperar a que el soberano pronunciase la última palabra para prorumpir en estrepitosos aplausos, y en entusiastas vítores.

La majestad real podría no haber quedado bien parada en aquel día de borrasca; pero al retirarse del balcón tuvo Carlos III el consuelo de ver poblarse el aire de la Plaza por innumerbles sombreros como una bandada de alciones precursores de la anhelada bonanza.



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