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Capítulo XX

Conciábulo y resolución del rey en el seno de su camarilla


Con las primeras sombras de la noche desaparecieron los últimos grupos numerosos de las inmediaciones de Palacio.

Los mismos salones del alcázar comenzaron a despejarse. La calma que parecía renacer en las plazas contiguas y en sus calles adyacentes, ofrecía honrosa retirada, en busca de reposo a los nobles y magnates que acudieron al regio albergue, y que por razón de los cargos que desempeñaban, no tenían obligación reglamentaria o moral de permanecer toda la noche al lado de la augusta familia.

La esperanza, que nunca falta al deseo, abría por fin los corazones a las dulzuras del quietismo conservador.

El rey, que apenas había probado alimento en todo el día, defirió a la invitación del Conde de Oñate, y tomó una taza de caldo, royó un alón de gallina y bebió una copa de jerez seco.

El pueblo entretanto realizaba el pensamiento más peregrino que pudo nunca germinar en cerebros amotinados.

Todas las palmas bendecidas en la festividad religiosa del día anterior, que según tradicional costumbre, ornaban los balcones, fueron solicitadas por los alborotados; y como no hubo vecinos que no las facilitaran de buen grado, en breve aquellos emblemáticos vegetales abundaron en las calles de la corte tanto como en la campiña de Elche.

Los portadores de las palmas se aglomeraron en los contornos del templo de Santo Tomás.

El objeto del concurso era organizar un solemne rosario, no sabemos si en acción de gracias por las promesas obtenidas del rey, o en son de súplica todavía por el inmediato cumplimiento de lo ofrecido.

Los innumerables miembros de la improvisada archi-confraternidad, se proveyeron en abundancia de estandartes y de los indispensables faroles, apearon del altar la venerada imagen sedente de la Virgen del Rosario, la colocaron sobre unas andas, y la sacaron a la calle.

Allí se ordenó el desorden por cetreros llovidos del cielo, se distribuyeron los piporros al frente de las masas corales, por chantres advenedizos, y previo el golpe de rigor dado en las andas por un director anónimo, se elevaron en el aire imagen, faroles, palmas y estandartes, y la procesión se puso en marcha, desentonando a voz en grito el cántico de Kirie eleyson.

Unos por instinto, otros por cálculo, todos conocían la carrera. Desde que el motín había estallado, el constante objetivo de los movimientos populares era el Palacio Real.

El reposo que en la regia morada empezaba a disfrutarse, no iba a ser, por lo tanto, de larga duración.

Hacía cinco minutos que el rey se hallaba en la cámara de su madre a la hora de la ordinaria visita, que era la primera de la noche, cuando creyó observar que las pocas personas que allí tenían entrada, departían con animación en voz baja, procuraban acercarse a los cerrados balcones sin dar afectación a la maniobra, y aplicaban los ojos o el oído a los intersticios de las contravidrieras.

En las habitaciones contiguas, donde la presencia de los reyes no imponía reserva, la agitación era más sensible. El ruido de las mamparas, los pasos precipitados, las exclamaciones mal reprimidas, estaban demostrando que todavía ocurría algo de extraordinario en aquel interminable día de emociones y de acontecimientos.

-¿Qué sucede, duque? -preguntó el rey a su favorito sumiller de Corps.

-En verdad, señor -dijo el interpelado-, que en este momento me sería imposible dar a vuestra majestad una contestación satisfactoria.

-Infórmate.

-¡Buen Dios! -murmuró la reina madre:- ¿se proponen apresurar el fin de mi existencia?

-Tranquilícese vuestra majestad -pronunció el padre Eleta que llegaba en aquel instante-; al parecer, por esta vez, no son hostiles los propósitos del populacho.

-¡Pero aun tenemos populacho que se propone alguna cosa! -exclamó la viuda de Felipe el Animoso, elevando las manos al cielo.

-Acaso únicamente rendir devotas gracias al Todopoderoso por las bondades de su majestad.

-¿Eso supone usted?... -articuló el monarca inquieto.

-Me complazco al menos en esperarlo así de la misericordia del Altísimo.

Un impaciente signo de Isabel de Farnesio, demostró que el digno confesor, antes de tratar de tranquilizarla a ella, habría hecho mejor en tranquilizarse a sí mismo.

Una lejana salmodia, amortiguada por la triple interposición de los cristales, las persianas y los tapices, introdujo en la cámara un eco lúgubre como el miserere de los agonizantes.

El rey se levantó punto menos que sobresaltado, pasó a la estancia inmediata, entreabrió el postigo de uno de los balcones, y dirigió a la Plaza una mirada escrutadora.

Era tan imponente el espectáculo que ofrecía el pausado desfile de aquel inmenso coro, mal arrancado por la débil luz de los faroles a los misterios de la noche, y a las nubes de incienso y de ramaje, que el monarca se retiró verdaderamente afectado.

La reina Isabel, que había mirado a su hijo en la salida de la cámara y en la observación, lejos de sentirse edificada por el piadoso aspecto de la romería, experimentó un acceso de indignación.

-¡Que no se abra ningún balcón... ninguna puerta!.. -dijo el rey cejijunto y ensimismado.

La orden del soberano fue inmediatamente trasmitida de salón en salón, de piso en piso; y el vastísimo alcázar, fuese el que quisiera el grado de agitación que sintiera hervir en el seno, no pareció despertado por los cánticos y la forma procesional adoptada por la manifestación popular.

El monarca vio al marqués de Esquilache en el alféizar de una ventana, al lado de la condesa de Bari, y le preguntó con tristeza:

-Marqués... marqués... ¿qué impresión te produce esa extraña evolución del motín?

El desventurado ex-ministro contestó sin titubear.

-Señor, me hace el efecto de un alarde de triunfo.

-Pero alarde impudente, provocador, rebelde -añadió la reina madre:- para esos pervertidos seres es desconocida la virtud de las virtudes, el agradecimiento.

-Creo, en efecto -repuso el rey-, que en la hipótesis del padre Eleta hay algo de optimismo; ¿no es verdad, duque?

-Algo me atrevería a decir -respondió el sumiller-; la ostentación de victoria de los alborotados no puede ser más evidente: han colgado coronas de laurel en las cruces de los estandartes que enarbolan:

-Concede, caro hijo mío, concede gracias sin medida a ese pueblo tan orgulloso como insaciable -exclamó Isabel con amarga vivacidad:- hoy te pide el sacrificio de tus convicciones y de tu dignidad, mañana te reclamará el de los derechos de la corona, llegará un día en que te exija la luna...

-¡Oh, no es imposible que acaben por tentar mi benignidad! -pensó el rey en voz alta, extremeciéndose.

-Dí más bien que es seguro.

-Por piedad, madre mía; que conserve mi espíritu un resto de esperanza.

-El trono impone a veces deberes penosísimos.

-¡Ay, tan penosos en verdad, que a los remordimientos que ocasionan, sería preferible la oscura existencia de una cabaña!

-Pues bien; evita, en cuanto es dable, que pueda llegar el amargo trance que temes.

-¡Cómo, Dios mío!

La reina miró fijamente a su hijo.

-¿Por ventura -pronunció-, ni por un instante te ha asaltado el pensamiento de sustraerte a esta situación?

El monarca guardó silencio.

-¿No te ha ocurrido -prosiguió Isabel-, conciliar tu decoro y tu reposo con las atenciones del gobierno, retirándote a uno de los próximos sitios reales? Si el Pardo te parece demasiado cercano, si la Granja se te antoja harto lejana, ahí tienes a Aranjuez...

El rey ligeramente trémulo, pareció consultar con sus extraviados ojos a los circunstantes, inclusa la condesa de Bari.

La reina madre, en vez de manifestarse ofendida por aquella muda apelación, fue la primera en provocar la emisión del dictamen.

-Hablad, señores -repuso-; exponed al rey vuestro juicio acerca de mi idea.

Esquilache, que era el más próximo a la reina, se consideró preferentemente obligado a corresponderá la invitación.

-A fe mía -dijo-, que bajo todos los puntos de vista que el asunto presenta, la resolución propuesta por su majestad la reina madre no puede parecerme más conveniente.

-¡Oh qué lección tan eficaz y tan severa recibirán con semejante partida esos extraviados vasallos! -exclamó el duque de Losada meneando de arriba a abajo la cabeza como los monos de la feria que llamaban siseñores.

-Conforme con la opinión del señor duque en la expresión literal de su pensamiento -añadió el padre Eleta con su habitual suavidad-; lección eficaz, porque demostraría a los rebeldes que los pueblos nada pueden ni son sin sus monarcas; lección severa, porque privaría al vecindario de Madrid de la tradicional satisfacción que en estos santos días experimenta al verse acompañado en los templos por el piadoso soberano, padre amantísimo de su grey.

-Vuestra majestad dejará de ser el constante objeto de las importunidades de los sediciosos.

-Más todavía: la fecunda inventiva de sus desordenados apetitos no tendrá el estímulo que para darlos en espectáculo les ofrece la facilidad de la presencia de vuestra majestad.

-En Aranjuez está, pues, la conveniencia política...

-La habilidad diplomática...

-El castigo paternal...

-La tranquilidad...

-Ya ves, hijo mío -concluyó Isabel-, que mi consejo tiene prosélitos de ciencia y de virtud: si me extravío es en buena compañía.

En aquel instante un prolongado rugido, suma formidable de mil rugidos, que no era seguramente la canturía de la lauretana, cortó el aliento y heló la sangre en las venas de todos los circunstantes.

El rey experimentó un acceso de energía.

-Tenéis razón, madre mía... amigos míos -articuló:- este violento estado es insostenible. Antes que despunte el nuevo día habremos partido para Aranjuez.

-¡Al fin! -exclamó la reina.

-¡Oh, magnífico!

-¡Soberbio!

-¡Salvador acuerdo!

Únicamente Elina no formó parte del coro de felicitaciones.

-Ahora perfecta calma y absoluto sigilo -dijo Isabel de Farnesio.

-En efecto, señores -añadió el rey-; la más pequeña indiscreción podría llegar a impedir la realización del proyecto.

-Que el cielo y tu perseverancia, hijo mío, nos libren de esa calamidad -insinuó la reina.

Como si el monarca quisiera tranquilizar a su madre, haciéndola presenciar el incendio de las naves, se apresuró a replicar.

-Duque: haz que llamen al marqués de Priego.

La orden no sonó mal efectivamente en los oídos de la reina, que fatigada por el tiempo, aunque corto, en que había permanecido en pie, se apoyó en el brazo del padre Eleta para volver a instalarse en el sillón de que era víctima en el gabinete contiguo.

El sumiller de Corps había salido por la puerta del centro.

El rey se acercó entonces a Esquilache.

-Supongo, marqués -dijo-, que nos acompañarás con tu familia en nuestra clandestina peregrinación.

-Contaba con que el generoso corazón de mi amo no me abandonaría en mi infortunio -contestó Esquilache con la más almibarada de las inflexiones de su voz-; pero difícil me sería intentar que mi esposa y mis tiernas hijas me siguiesen, si vuestra majestad no me prestase su poderoso apoyo.

-¡Mi apoyo! -exclamó el rey.

-Vuestra majestad no desconoce que mi pobre esposa participa de la animadversión con que el pueblo de Madrid me distingue. Sacarla del recinto hasta aquí respetado donde momentáneamente ha podido encontrar asilo, es en la actualidad una empresa superior a mis fuerzas.

-¿Y por ventura está en mi mano enviar a la calle de la Reina una escolta de mi guardia Walona? -profirió el monarca con amargura.

Esquilache dejó caer los brazos con desaliento: el rey, por el contrario, se oprimió las sienes con los puños.

La condesa de Bari; que a cuatro pasos de distancia presenciaba la escena; temió que las dificultades que el asunto ofrecía para aquellos débiles espíritus, diese por resultado como mínimo mal el abandono de Pastora; y aterrada por semejante idea se precipitó hacia el monarca, juntando las manos en ademán suplicante.

-Señor -articuló con sollozos en la voz:- la inesperada noticia que mañana ha de hacerse pública de que vuestra majestad ha salido de la villa seguido del marqués de Esquilache, va a producir en la población entera una alarma de incalculables consecuencias, pero de evidente gravedad. Suplico a vuestra majestad que considere, y le ruego también que me permita llamar en su presencia la atención del señor de Esquilache hacia el mismo asunto; que mi amiga la marquesa no puede quedarse en Madrid sin correr el riesgo terrible de que se desencadenen sobre ella sola con el furor de la venganza todas las pasiones que concitaron los que supieron sustraerse a los efectos del encono popular.

El rey se extremeció. Esquilache se puso espantosamente pálido.

-Me parece, marqués -dijo el monarca-, que la condesa aprecia con exactitud la situación.

-Vuestra majestad no haría justicia a mi buen juicio, si creyese que mi opinión no se identifica con la suya -contestó Esquilache.

-Y bien...

-La cuestión no estriba en la notoria necesidad de resolver el problema, sino en la elección, del procedimiento.

-Es exacto, condesa: vos que tenéis recursos en vuestra rica imaginación, extra volcánico, decidnos si conocéis un medio para salvar a la marquesa, sin poner en relieve nuestra intervención directa; ésta, ¡ay dé mi! únicamente contribuiría a agravar los peligros de nuestra pobre amiga.

-Mis recursos consisten en una voluntad inquebrantable de libertar a la marquesa de las fieras estúpidas que la tienden sus garras.

-No es mucho -murmuró el rey, moviendo la cabeza.

-Ha bastado, sin embargo, para que crea haber encontrado el medio que vuestra majestad buscaba.

-¡Ah condesa, si tal hicieseis seríais inapreciable! -exclamó vivamente el rey.

En cuanto al marqués de Esquilache, se contentó con fijar en Elina una intensa mirada, toda llena de signos interrogativos.

La joven satisfizo la avidez de sus dos interlocutores, añadiendo:

-Conozco un hombre de corazón y de cabeza capaz de realizar nuestro designio.

-¿Dónde está esa perla, condesa? -preguntó el monarca.

-En Palacio señor.

-¿Pertenece a mi servidumbre?

-No en verdad: se encuentra aquí por accidente a consecuencia de los sucesos del día.

-Mucha es la confianza que os merece.

-Omnímada, señor: está aquilatada en la piedra de toque de una experiencia peligrosa. La autorización del señor marqués, y una palabra de vuestra majestad, harán de ese hombre un héroe.

-¿Qué nos dices, marqués?

-Señor, la condesa de Bari ha sido siempre el ángel tutelar de mi esposa. Con fe ciega pongo esta noche en manos de ese espíritu benéfico la suerte de la madre de mis hijos.

-Pues bien, amiga mía -repuso el rey con precipitación:- disponed lo conveniente; prontos estamos a comunicar las virtudes de Hércules y de Aquiles a vuestro emprendedor caballero.

La condesa no se hizo repetir la invitación: salió de la cámara de un vuelo, y fue a posarse en el dintel de una puerta de la galería de pajes.

A los pocos minutos, el rey y el ex-ministro vieron volver a la azafata acompañada de un joven de brillantes ojos.

El monarca, que era conocedor en punto a súbditos útiles, no quedó descontento de la pinta del que le presentaban.

-¿Os ha dicho la condesa, caballero -pronunció con afable tono-, el servicio que el marqués de Esquilache espera de vos?

-En este momento, señor -contestó Felicísimo, inclinándose profundamente.

-¡Ah!.. el señor de... -articuló Esquilache, buscando entre sus recuerdos.

-Lozano -concluyó el joven-. Felicísimo Lozano que ve con vivo reconocimiento que, si bien el nombre que lleva ha sido olvidado momentáneamente por vuecencia, no ha sucedido lo mismo con el ofrecimiento de servicios que le tiene hecho.

-¡Oh, caballero! -contestó el marqués pugnando por conservar su aplomo:- mi único sentimiento consiste en no haber aceptado más pronto ese ofrecimiento.

-¿Confía el señor de Lozano en salir airoso en su empresa? -preguntó el rey.

-Ignoro los obstáculos que encontraré en mi camino -respondió el joven:- pero puedo asegurar a vuestra majestad que sólo una cosa habrá capaz de extinguir la fe en mi espíritu: la pérdida de la existencia.

-El señor de Lozano conducirá a la marquesa sana y salva a Palacio -añadió Elina con la seguridad de un iluminado-; lo presiente mi corazón.

Felicísimo dio las gracias a la condesa con una elocuentísima mirada por el lisonjero vaticinio, y repuso:

-La primera de mis dificultades debe vencerse en este sitio.

-Hablad, caballero -dijo el monarca.

-La señora marquesa no me conoce; en la situación en que se halla, toda gestión que tienda a hacerla abandonar el lugar que la proteje debe parecerla un lazo. ¿Cuál es el medio de que podré valerme para decidirla a seguirme?

-Perfectamente. Marqués, preciso será que pienses en cuál de tus más preciosos objetos constituirá el mejor talismán para este caballero.

-¿Me permite vuestra majestad aventurar una observación? -replicó Lozano.

-Expresadla con toda franqueza.

-Después del vandálico allanamiento de anoche, los objetos del señor marqués, por ricos, por reservados, por personales que sean, andan hoy en todas las manos. Creo que ninguno de ellos garantizaría lo suficiente mi intención cerca de la señora marquesa.

-Idéntica es mi opinión -murmuró Esquilache exhalando un intenso suspiro, que hubiera podido pasar por sollozo-. Proveeré al señor de Lozano de una credencial escrita de mi puño.

-¡Ah! -objetó Elina-, semejante carta comprometería al portador; conozco un procedimiento más infalible que esos para infundir confianza a la marquesa.

Todos los ojos se fijaron en la azafata. El rey añadió después de un instante:

-No nos hagáis esperar vuestro recurso, condesa: ¿en qué consiste?

-En mi presencia -contestó la joven sencillamente.

El monarca y el marqués dejaron escapar una exclamación de sorpresa. Lozano no pronunció una sílaba, pero no fue el menos sorprendido.

-¡Cómo! -dijo el rey-, ¿manifestabais temor de que una carta pudiera comprometer a este caballero, cosa harto dudosa después de todo, y no os alarma el compromiso positivo que habría de proporcionarle vuestra compañía?

-No quiero hablar a la señora condesa del riesgo a que se expone -insinuó Felicísimo-, el alma noble y generosa que posee, es de buen temple; pero me atrevo a rogarla que no olvide que pudiera serla hasta imposible la salida de Palacio. La real mansión está asediada de cerca, espiada por innumerables argos...

-No insistiría en mi pensamiento -interrumpió la joven-, si creyese que mi intervención personal podía dificultar el buen éxito de nuestra empresa, complicando las atenciones del señor de Lozano; pero conozco la manera de no ser para él un motivo de preocupación, y de no correr yo misma peligro alguno.

-Marqués -dijo el monarca a Esquilache-, ya hemos puesto el asunto en manos de la condesa. Creo que lo mejor que podemos hacer es ceder no sé si a su genio o a su instinto.

-O a su capricho -pensó Lozano, acaso el más pesimista porque era el más directamente interesado.

-Gracias, señor -pronunció la joven.

Y volviéndose hacia Felicísimo prosiguió:

-No perdamos un instante.

-Estoy a las órdenes de la señora condesa -contestó el caballero.

-Señor de Lozano -exclamó Esquilache, adelantándose un paso-; confío a vuestra hidalguía el único tesoro que me une todavía a la vida.

-No olvidaré, señor marqués, la inmensa responsabilidad que con vuecencia contraigo.

-Partid, caballero -dijo el rey-; y que el cielo os preste una protección que la fatalidad no ha querido que pueda dispensaros hoy vuestro príncipe.

Felicísimo tocó con sus labios la mano que el monarca le alargaba, y pronunció con acento vibrante.

-Señor, en esta noche hace más vuestra majestad que favorecerme con su poderosa protección: conquista para siempre mi corazón con el irresistible encanto de tanta bondad.

Después, próximo a salir de la cámara, añadió:

-Considero indispensable que vuestra majestad se sirva disponer que a la vuelta se nos facilite la entrada en Palacio por la puerta del Campo del Moro.

-Se velará en ese sitio para franquearos el paso a la primera señal, respondió el rey.

.Lozano siguió a la condesa, que ya estaba empujando la mampara.

La dama volvió a conducir al caballero a la estancia donde éste había pasado la tarde, y le dijo rápidamente:

-Una breve consignación aquí todavía: prometo a usted que no le hará impacientarse mucho mi regreso.

A continuación desapareció.

El joven dirigió la visual hacia una mesa colocada en el extremo opuesto de la habitación, y encontró a Ayala seriamente ocupado en empapar bizcochos en una copa de añeja manzanilla de Sanlúcar.

-Te aconsejo -pronunció-, que no abuses, Tristán, de ese vino traidor.

-Le calumnias, Felicísimo -contestó Ayala, lamiéndose los bigotes-, te aseguro que jamás he bebido néctar más generoso.

-¡Hum! no te fíes: prudente sería que imitases mi ejemplo.

-Tú siempre has sido un anacoreta.

-Considera que pudieras verte en el caso, dentro de poco tiempo, de tener que ofrecer el brazo a una dama de alto coturno, lo cual no es lo mismo que ofrecérsele al padre Cuenca.

-No encuentro el inconveniente que para eso ofrezca la absorción de una copa más o menos del más suave de los licores que produce la campiña de Barrameda. No repugnará seguramente a la dama en cuestión, por delicado que sea su olfato, el aroma de esta manzanilla; porque es capaz de avergonzar a la esencia de mil flores y al extracto de ilang-ilang.

-Sibarita.

-Pero, oyes, ¿lo del brazo es seguro?

-A menos que previamente no te le hayan roto de un cintarazo: y sirva este dato de correctivo a tu pensamiento sensual.

-Ya sospechaba yo, Felicísimo, que no sería al paraíso de los creyentes adonde tú me condujeses. En fin, si me rompieran ese brazo, siempre me quedaría el otro: las damas tienen prerogativas imprescriptibles para cuantos hemos nacido con derecho a calzar espuelas de oro.

Y el buen Ayala continuó comiendo bizcochos hasta que oyó el gemido de los goznes de la puerta.

Un joven de gallarda apostura, que Tristán hubiera tomado por un paje de la reina madre, a no ser por el sombrero redondo, se adelantó hasta tocar con la mano el hombro de Felicísimo.

-¿Me acepta ahora el señor de Lozano por compañera? -dijo aquel extraño joven femenino con la malicia de las gatas que aún acariciando arañan.

Felicísimo se extremeció hasta en la médula de los huesos, sin poder él mismo darse cuenta de tan singular fenómeno.

-Ah, señora condesa -contestó-, ahora y siempre, sin reflexión, por influencia magnética, con delirio...

Un instante después añadió mentalmente:

-Pero imbécil mil veces: ¿no comprendes que tus estúpidas palabrotas pueden ser tomadas en un sentido equívoco?..

Y descontento de sí propio hasta el mal humor, cerró tan sandio diálogo, dirigiéndose bruscamente a la puerta y levantado la cortina para que saliera la condesa.

En cuanto a Ayala, luego que se vio eclipsado por el tapiz, vertió en la copa el resto del contenido de la botella, le saboreó con delicia; y perfeccionada la vigorización del organismo con aquella última dosis del reanimador elixir, se puso en seguimiento de Lozano, con aliento, corazón y manos capaces de afrontar lo mismo una compañía de walones que una horda de amotinados.




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Capítulo XXI

De cómo Lozano hizo que un gaznápiro se volviera a tragar el dicterio de espadachín


La condesa y sus dos caballeros, precedidos por un lacayo de Isabel de Farnesio, que orilló las dificultades del tránsito, se encaminaron a la poterna de la rambla de caballerizas.

La verja giró sin ruido sobre sus goznes, y los tres jóvenes se encontraron fuera de Palacio.

Los expedicionarios subieron a la plaza de Oriente favorecidos por la oscuridad en que envolvía a la tierra la encapotada atmósfera, y se mezclaron sin contratiempo alguno entre los mil curiosos que presenciaban el desfile, al parecer, interminable de la procesión del rosario.

Elina, impulsada por su atrevimiento, protegida por el traje que vestía y aguijada por la impaciencia, se deslizaba como una anguila a través de los grupos, sin originar protestas más graves por parte de los incomodados que frases como estas:

-¡Diablo de mozalvete!

-¿Si irá a ganar la casa santa este rapaz?

-¡Ardilla!

La condesa, no obstante, procuró reprimir sus ímpetus, porque vio a Lozano fruncir el ceño y temió suscitar una riña, nunca como entonces intempestiva.

-Todos los apóstrofes con que se me agracie -dijo la joven al oído de Felicísimo-, 'van dirigidos a un ser apócrifo. Ruego a usted que no los de más importancia que la que los doy yo misma.

-Confieso -contestó Lozano, sonriendo-, que la inventiva de la señora condesa, ha encontrado el mejor medio de bordear los escollos de esta excursión nocturna.

Como la hueste de las palmas torcía por los Caños del Peral con dirección al que fue punto de partida, nuestros tres personajes hallaron suficientemente despejada la calle del Arenal para poder apretar el paso.

Las juveniles piernas que poseían, devoraron pronto el terreno de la Puerta del Sol y de la mitad de la calle de Alcalá.

Cuando la fonda de Levante estuvo cerca, Lozano dijo a Ayala a medio tono:

-Convendría, Tristán, que digeses al bergante del Perfecto Cazurro que nos siguiese, si es que no está corriendo la tuna.

-La noche no deja de ofrecer tentaciones -respondió Ayala-; pero el mozo es tan recogido que no desconfío de traértele.

-Sería la primera vez que hoy consiguiera echar la vista encima a ese modelo de recogimiento.

Tristán se adelantó y no tardó en perderse en la sombra del zaguán del parador.

La rehabilitación, en el concepto de Lozano, del Cazurro más o menos Perfecto, debió ser completa, porque el digno doméstico acompañaba a Ayala cuando éste, al poco tiempo, volvió a dejarse ver en la vía pública.

Elina y su escolta prosiguieron su marcha por la calle Ancha de Peligros, y entraron por la del Clavel en la de la Reina.

Desde el primer momento llamó la atención de los jóvenes recién llegados el considerable número de parejas de hombres embozados que se paseaban por la calle en toda su longitud.

La condesa detuvo por instinto el paso para observar aquel poco tranquilizador fenómeno, y Ayala no creyó inconveniente una ligera deliberación; pero Lozano era de los que opinan que en ciertas circunstancias apremiantes, un consejo de guerra es el peor de los consejos, y continuó resueltamente la marcha.

En semejantes ocasiones, el sistema del caballero consistía en ceder a su inspiración del momento para triunfar de las dificultades, a medida que el acaso se las deparaba.

El movimiento de Felicísimo arrastró en pos de sí a todos sus compañeros.

A cada uno de los dos lados del cancel de la puerta del colegio, había un hombre cómodamente recostado.

La posición de aquel par de cancerveros no fue el menor obstáculo para que Lozano empuñase la cadena de la campanilla y asestara tan discreto tirón, que el agudo címbalo, por lo demás perfectamente montado, estuvo dando razón de su existencia con estrépito por espacio de cinco minutos.

Los recostados, sorprendidos por la rápida acción del caballero, se irguieron con viveza.

-¡Ah! señores míos: ¿qué hacen ustedes en este sitio? -les preguntó Lozano con el aire del propietario que encuentra en el soportal de su casa dos hediondos mendigos entregados al sueño.

El más bajo, pero de mayor contorno de los interpelados, contestó con tranquila impudencia:

-¡Pardiez! Impedimos que la italiana pueda escamotearse robando a la nación los tesoros con que aquí se ha escondido.

El involuntario movimiento de indignación que hizo la condesa, acabó de amostazar a Lozano contra el obeso vigilante.

-Han concluido ustedes de impedirlo, porque están relevados -dijo en tono breve.

-¡Relevados! ¿Por quién?

-Por nosotros.

-¡Buena es esa! ¿Acompaña a usted el secretario del consejo del cuerpo de los alborotados, o por lo menos mandato autógrafo del mismo funcionario?

-¿Se permite usted contradecirme? -pronunció Felicísimo, arqueando las cejas y acortando la distancia que le separaba del importuno interlocutor, la cual era ya bien poca.

-¡Bah! -respondió con sorna el sólido guardián:- mientras no recibamos nuevas instrucciones de quien puede dictarlas, nuestra consigna en el colegio es impedir la entrada o la salida a todo el mundo.

-¡Pero gaznápiro! -exclamó Lozano:-¿por ventura tengo yo cara de ser un hombre como todo el mundo?

El faccionario le contestó con una carcajada.

No pudo terminarla. Felicísimo cogió con ambas manos a aquel hombre por el pescuezo y por la cruz del calzón, le hizo perder el apoyo de la madre tierra, y le lanzó como una pluma en medio del arroyo por encima de la cabeza de Cazurro, el cual se había apresurado a ponerse a espaldas de su amo al oír la palabra gaznápiro, por lo que pudiera ocurrir.

Ocurrió, en efecto, que el pobre mozo estuvo a dos dedos de ser aplastado por el peso de aquella extraordinaria ave nocturna.

El compañero del levantado en alto, al contemplar tan atlético alarde de musculatura de acero, puso mano a la espada; pero desconcertada la muñeca a la mitad de su empresa por la vigorosa torsión de la diestra de Lozano, tuvo que ceder a este rudo adversario la empuñadura del arma.

Felicísimo acabó de desenvainar el estoque del segundo centinela, y envolvió a éste en tan deshecha borrasca de cintarazos, que la hoja del asador, cuyo temple dejaba bastante que desear, saltó en tres pedazos.

En otros tres se descompuso la persona del propietario del hierro; porque la capa quedó enganchada en una de las próximas rejas, el sombrero emprendió una trayectoria que terminó en las narices de Ayala, y el cuerpo fue rodando de etapa en etapa por la calle hasta tropezar en el obstáculo de la imponente barriga del compartícipe en la derrota.

A los penetrantes alaridos de ambos cuitados, comenzaron a acudir en tropel los más inmediatos paseantes de la calle.

Entretanto, la puerta del colegio se había entreabierto, tal vez a consecuencia de la presunción de que no podía carecer del derecho de entrada quien tan tieso repicaba; pero al observar el portero la tremenda lucha entablada al otro lado del umbral, volvió a empujar la maciza tabla de encina para incomunicarse con los contendientes.

Lozano, sin embargo, estaba en todo; y antes de que el dependiente del colegio terminara la ejecución del fatal propósito, introdujo entre la puerta y el marco la guarnición del arma rota que conservaba en la mano.

-Aprieta, Tristán -dijo, acto continuo:- haz una ostentosa manifestación de tu brío, aunque sea arrollando a ese malaventurado plantón.

-¡Pse!... si no es más que eso... -contestó Ayala- dale por aplastado.

Y apoyando el hombro en las barras del ventanillo, empujó con tanta gentileza, que la puerta se abrió de par en par, rebotando con violencia, no se sabe si en la pared o en otro cuerpo intermedio.

Los cuatro jóvenes penetraron en el portal como los proyectiles de una andanada, precisamente en el instante en que eran abordados por los más ligeros rondadores de la calle.

Felicísimo volvió a cerrar con ímpetu la puerta dándosele un ardite de que tuviera ya la mano en el esconce uno de los perseguidores, el cual la retiró no incólume ni mucho menos, echando por la boca más sapos y culebras que un carretero aragonés.

Elina tomó la dirección de la escalera, después de haber agobiado de preguntas al magullado. portero, que estaba para todo menos para responder con concierto, y no se ocupaba de otra cosa que de oprimirse con las palmas de las manos media docena de chichones.

Cazurro, no contento con haber echado la llave, corrido el cerrojo y enganchado la barra de la puerta, la reforzó con los puntales de los brazos.

En esta posición estaba cuando Lozano fue a decirle:

-Sigue a ese joven caballero, y obedece puntualmente sus órdenes.

Ayala acompañó a Cazurro hasta el pie de la escalera, descolgó el farol que ardía en aquel sitio, extinguió la llama de un soplo, y protegido por la absoluta oscuridad en que quedó el recibimiento, entreabrió el ventanillo de la puerta.

Los dos jóvenes dirigieron a la parte exterior la visual de un ojo.

En el arroyo de la calle se había formado un grupo de individuos que iba creciendo progresivamente.

Uno de los circunstantes, que auxiliaba al obeso derribado, le preguntó solícito:

-¿Se siente usted con algún desperfecto grave, señor Botija?

-¡Botija! -murmuró Ayala:- ¡Vive Dios! Si la palabra es apodo, felicito al inventor; si es apellido, ofrezco mis cumplimientos a la Providencia.

El auxiliado consiguió sentarse a la manera de un musulmán, y contestó con voz quejumbrosa:

-Hasta ahora llevo reconocidos los brazos, los antebrazos, las tibias y los fémures sin encontrar fractura.

-¡Hum! No hay que cantar victoria -pronunció otra voz-; conviene continuar las investigaciones; he presenciado el golpe, y puedo asegurar a usted, señor Botija, que ha sido rudo.

-¡Y me lo cuenta a mí ese cernícalo! -balbuceó el doliente.

Después se llevó las manos a la frente, y repuso:

-¡Sendino!

Un mocetón de barba roja se acercó preguntándole:

-¿Qué quieres?

-Siento enmarañarse mis ideas y emigrar mis fuerzas -añadió Botija-; no sería imposible que me sobreviniera un desmayo. En ese caso, toma el mando de estas gentes, que aunque son poco ágiles para correr en auxilio de sus caudillos, pueden servir de algo todavía. Nuestra misión consiste en impedir a toda costa la fuga de la de Esquilache y sus hijas, o la salida de cualquier balija que pueda ocultar efectos suyos, aunque quien la conduzca sea un obispo. Por lo demás, es indispensable que te apresures a poner en conocimiento del señor Salazar la irrupción inverosímil en el colegio de los perros hidrófobos que nos han asaltado.

-Todo se hará como lo dices -contestó Sendino-; pero ¡bah! no es creíble que te veas en la precisión de resignar tus poderes; un hombre de tu sólida fabricación, no se desgarabilla por una costalada más o menos. Ponte en pie y anda ¡cuerno del diablo! Cuando se lleva un golpe, nada hay peor que la inmovilidad. Empínadle vosotros por debajo de los brazos.

Los más próximos circunstantes ejecutaron el movimiento aconsejado por Sendino, no obstante las reclamaciones de Botija; pero el suceso acreditó que el doliente apreciaba con exactitud su estado.

Apenas tocaron el empedrado los pies del mísero reclamante, dobló éste las piernas, cerró los ojos e inclinó la inerte cabeza sobre el pecho.

El síncope era evidente.

Botija fue conducido al portal de la casa situada frente al colegio, y colocado al lado del compañero de infortunio.

-Maese Ronquillo -dijo Sendino a uno de los presentes-, tú que eres albéitar ¿no podrías socorrer a estos cuitados?

-Sin duda -contestó el requerido-; que me traigan un pujavante, linimento inglés y agua-ras.

Los concurrentes se habían ido aglomerando en la calle hasta constituir un núcleo respetable.

Ayala se inclinó hacia Lozano, pronunciando:

-Tu procedimiento, Felicísimo, no ha podido ser más expedito para darnos entrada en el colegio; pero mucho me temo que ha de dificultarnos la salida.

Lozano meditaba; sus petrificados ojos habían dejado de observar la calle.

-¡Si sólo se tratase de nosotros! -añadió Tristán, echando una mirada de desdén al pelotón que capitaneaba Botija-, ¿pero a dónde que no sea al paraíso puede ir uno acompañado de mujeres?

Felicísimo continuaba cejijunto.

-¡Pardiez! -prosiguió Ayala:- me ocurre una de las más felices ideas que voy a comunicarte generosamente, aunque no sea más que para darte una lección por la avaricia con que te estás reservando las tuyas. Si mientras tú abres paso a esas damas con la espada sin par que Dios te ha dado, yo te cubro la retirada con la docena de camaradas que ayer nos secundaron en la plazuela de Antón Martín, tengo por cierto que nuestro tránsito por la calle de la Reina habrá perdido todos los inconvenientes que ahora presenta, pese a cuantos Botijas, Sendinos y Ronquillos aborte el infierno.

Lozano levantó la cabeza.

-¿Tienes en el bolsillo a esos camaradas? -preguntó.

-Como si los tuviera, por cuanto sé donde encontrarlos.

-Tristán, si tu pensamiento fuera factible, yo no sé hasta qué punto sería digno de mí aceptarle.

-A ver, explicame eso.

-Ejecutado el único acto en que consistía el formal compromiso que contraje, he podido considerarme personalmente desligado, para ulteriores empresas, de las entidades que de mí se valieron; pero ¿me sería lícito conducir al campo enemigo con armas y bagajes los hombres reclutados con los recursos de esas entidades?

-Felicísimo -dijo Ayala, con verdadera conmiseración-, no reconozco en ti más que un defecto, pero es de los mayúsculos, porque pertenece al género inocente que sólo cultivan ya en el mundo las esposas de Jesucristo. Procura corregirte: cuando esa pícara imperfección asoma la cabeza, eres tan vulnerable en la estrategia como fuerte en la táctica. ¡Qué sería de ti si en estas ocasiones faltase a tus escrúpulos el receptáculo de la ancha manga de Tristán!

La verdad era que Lozano objetaba por descargo de conciencia; porque después de todo, el plan de Ayala, no le parecía demasiado descabellado para ser obra de un cerebro ofuscado por los vapores de la manzanilla.

Tristán volvió a acercar la faz al ventanillo, y repuso:

-El sitio que vamos a sufrir, se formaliza, y como en todos los sitios son convenientes cuando no indispensables las salidas, voy a hacer la primera.

Ayala comenzó a destruir los atrincheramientos tan laboriosamente acumulados por Cazurro.

-Estaré a la mira para apoyarte en el momento en que sea necesario -dijo Lozano.

-Te aconsejo que no hagas tal cosa, Felicísimo, a menos que no tenga lugar el caso improbable de que llegues a verme en el suelo.

Y el buen Tristán se despidió de su amigo con un ademán lleno de confianza, abrió la puerta, cruzó el dintel, volvió a cerrar detrás de sí y se plantó en la calle con el garbo que le era habitual.

Apenas puso el pie en el empedrado, se vio cercado por los sitiadores, entre los cuales, acudió el primero su cabecilla accidental.

-¿A dónde va usted, buen mozo? -dijo Sendino.

-¡Cáspita! A donde me llaman mis asuntos -respondió Ayala tranquilamente.

-Hay contestaciones que no satisfacen.

-Tanto peor para los interrogadores.

-Se han dado casos en que la desazón ha sido para los interrogados.

-De todos modos, usted comprenderá que ciertas confidencias no se hacen en medio de la vía pública cuando como ésta, se encuentra llena de gente.

-No ha sido tanta la reserva de usted para vapulear a nuestros compañeros.

-Por esta noche no he vapuleado a nadie todavía.

-No miente en ese punto -exclamó uno de los fieles de fechos que nunca faltan en todas partes-; el magullador de Botija y del andaluz era menos alto, pero más hombre.

-¡Grandísimo bellaco! -gritó Ayala con indignación más cómica que trágica-, estoy pronto a probarte espada en mano, que no hay nadie más hombre que yo entre los nacidos.

-¡Silencio! -interrumpió Sendino:- ¿quién ha sido, pues, el agresor?

-Mi jefe -contestó Tristán.

-¡Ah!, ¿usted es un subordinado?

-Eso no humilla a nadie: lo que levanta de patilla es una estupidez del género de la que me ha dirigido el majadero a quien no he podido ver el rostro todavía...

-¿Y quién es ese jefe? -insistió Sendino, volviendo a interrumpir.

Ayala pronunció dando a su semblante cierta expresión de respetuosa consideración:

-Don Ermengaudo Fornspons de Lainguarfalansterio.

-¿Cómo? -preguntó el de la barba roja aplicando el oído.

Tristán reprodujo literalmente el nombre con admirable exactitud.

Todos los concurrentes debieron quedar perfectamente enterados, a juzgar por el silencio que siguió a la reproducción; pero por eso no dejó de continuar Ayala, persuadido de que ninguno de ellos era capaz de repetir el nombre en cuestión.

-Enhorabuena -repuso Sendino encogiéndose de hombros:- ¿pero qué es lo que ese revesado mandarín ha venido a hacer al colegio?

-He ahí un asunto de índole tan reservada como el que origina mi salida -contestó Tristán:- sin embargo, la convicción que abrigo de la identidad de nuestras miras en cuanto al fondo del motivo que a todos nos reúne en este sitio, me mueve a no negar a usted la respuesta, si en particular tiene a bien escucharla.

-¡Plaza! -dijo Sendino a los que le rodeaban.

Y se acercó a Ayala, el cual se había retirado hasta tocar en la pared.

-Nuestra misión aquí -articuló Tristán en voz baja-, ha sido significar a la de Esquilache una trascedental intimación.

-¿De parte de quién?

-Del consejo directivo del cuerpo de alborotados matritenses -añadió Ayala con el mayor aplomo.

-¡Ah! perfectamente.

-Con arreglo a nuestras instrucciones, mi jefe y compañeros deben no perder un momento de vista a la italiana hasta que decida de su suerte el consejo...

-Prudente precaución.

-Y esa suerte depende de la contestación de la marquesa que voy a participar a la honorable corporación que nos dirige.

-¿Contestación satisfactoria como no hubo otra en el mundo?

-Tan satisfactoria, que no desespero de volver dentro de poco tiempo con el mandato de conducir a la de Esquilache a la galera y a sus hijas al hospicio.

-Todo eso está en lo posible.

-En lo cierto ¡cuerpo de Dios!

-¡Sobre que no me opongo a nada!... pero el cometido de usted es de tamaña importancia, que con el fin de prestarle apoyo en cualquier azarosa contingencia, voy a disponer que acompañen a usted dos de mis hombres hasta el seno del consejo.

-Obligado -dijo Ayala imperturbable-; pero en vez de dos cuadrilleros ¿no podía usted poner cuatro a mis órdenes dando cabida entre ellos al individuo a quien tan buen concepto he inspirado? Me complacería en verle bajo mi férula, siquiera fuese momentáneamente.

-Aquí no se trata de las complacencias de usted sino de las mías -contestó Sendino.

Después se volvió hacía el concurso gritando:

-¡Gallardet! ¡Colodro!

Dos bigardos de mala traza armados de sendos montantes salieron al encuentro del capataz.

Sendino departió misteriosamente con ellos y regresó al lado de Tristán.

-Antes de la partida -pronunció-, tenga a bien el señor comisionado enseñarnos el forro de su capa.

-Es muy justo -respondió Ayala:- en punto a los tesoros de la italiana, no está demás hacer constar que todos jugamos limpio.

El joven caballero separó los embozos de la capa; y trazó con todo su vuelo la más airosa verónica que hizo nunca aplaudir en el circo taurino el diestro Costillares.

-¡Soberbio! -dijo el barbirrojo; puede usted emprender su caminata.

-Que me place -añadió Tristán:- hasta luego.

-Bah... la del humo.

Ayala y sus dos satélites tomaron la dirección de la calle de Hortaleza.

En la Red de San Luis se discutió un instante acerca del camino más corto para llegar al domicilio del consejo.

El móvil cuartel general de los directores de la asonada, se hallaba a la sazón instalado en una casa del centro de la Costanilla de Santiago.

Este local ofrecía una animación extraordinaria veinte minutos después de los sucesos ocurridos en la calle de la Reina.

Numerosos entrantes y salientes se entrechocaban en el portal sin luz, y en la escalera mal alumbrada, y las habitaciones rebosaban en seres inverosímiles de burdos trajes, pero de cabezas finas y manos perfectamente cuidadas, los cuales gesticulando como sordo mudos, hablaban más que bachilleres.

En uno de los gabinetes, el secretario Juan Antonio Salazar, que acababa de llegar del Rosario, recibía notas que adivinaba más bien que leía, contestaba consultas verbales, y dictaba órdenes a escribientes, todo con la nerviosa precipitación del hombre a quien devora la impaciencia por desembarazarse de un trabajo.

Cuando más engolfado estaba en la faena, le sorprendió el abordaje de un sugeto que llevaba la tercera parte de la cara cubierta por un lienzo ensangrentado.

-¿Qué ocurre a usted? -dijo el secretario sin fijarse apenas en el intruso.

-Una desgracia, señor de Salazar -contestó el vendado.

-Si se refiere usted a su persona, no era necesaria la aserción; ya veo que ha obtenido usted un chirlo.

-No menudo por cierto, pero no hablaba a usted de mí.

-Enhorabuena.

-Ante todo, por si el apósito que me desfigura ha impedido a usted reconocerme, le diré que soy Gallardet.

-Gallardet -murmuró Salazar; un individuo de la cuadrilla de Botija...

-En efecto.

-Ah, ¿tenemos novedades de la calle de la Reina? -repuso el secretario interesado repentinamente.

-Una invasión en el colegio.

-¿Por quién? ¡voto a mi estrella!

-Por cuatro desconocidos.

-¡Qué ha hecho Botija, vive Dios!

-Quedar como una rana en el arroyo.

-¿Y han vuelto a salir esos hombres?

-Uno tan sólo se atrevió, y Sendino dispuso que le condujéramos a la presencia de usted, con lo cual el mismo sugeto perecía conformarse...

-¿Dónde está el prisionero?...

-¡Qué si quieres!

-¡Se burla usted!...

-El detenido nos siguió en un principio sin objeciones; pero al llegar a la Plaza de las Descalzas, se cuadró, y nos dijo con la mayor impudencia, que nuestra compañía había llegado a serle nauseabunda, y que podíamos ir a emborracharnos a cualquier parte, el infierno inclusive... Hasta tuvo la avilantez de alargarnos una moneda, cuyo valor ignoro, porque quien la cojió al vuelo fue Colodro. Éste, en honor de la verdad, al mismo tiempo que se apoderó, del donativo, empuñó el brazo derecho del donante. Por mi parte le sujeté el izquierdo en el acto. Pero las acciones meritorias no son en el mundo donde encuentran el pago. Apenas asimos a aquel furioso, se desembarazó de nuestras garras con la fuerza de un jabalí, tiró de la espada, y se nos vino encima como un torbellino. En vano le opusimos nuestros estoques; a los pocos momentos, el pobre Colodro, herido de un puntazo, estaba fuera de combate, y yo caía desvanecido de un revés... Cuando volví en mí, el pájaro había volado...

-¡Ah, imbéciles! -exclamó Salazar furibundo-; no le traigáis atado codo con codo...

El murciano arrojó sobre una mesa los papeles que tenía en la mano, y se precipitó fuera de la estancia.

Era evidente que existía un plan para la evasión de la marquesa de Esquilache; ¿llegaría a tiempo de hacerle fracasar?

Pocos momentos después salía a buen paso de la Costanilla de Santiago, seguido de Pedro Gamonal y de algunos hombres de su escuadra.

La aparición del secretario del consejo en la calle de la Reina, tuvo lugar precisamente en el instante en que Botija volvía en sí, merced a una moxa detrás de la oreja izquierda que el doctor Ronquillo le aplicó por su mano.

Salazar recogió solícito cuantos datos pudieron proporciónarle las confusas ideas de Botija, y las respuestas precisas de Sendino; y después de meditado el caso, creyó que todavía no había serio motivo para darse por derrotado; pero que era necesario obrar inmediata y resueltamente.

A consecuencia de esta determinación, se encaminó a la puerta del colegio.

A la sazón no estaba Lozano en el portal.

Había acabado de ver con satisfacción el caballero la pacífica partida de Ayala, cuando oyó a la espalda el timbre de la voz de Cazurro.

El sombrío semblante del lacayo llamó la atención de Felicísimo.

-¿Qué tienes Perfecto desventurado? -preguntó Lozano.

-Encargo del joven caballero, para que se sirva usted subir al cuarto de la señora marquesa -contestó Cazurro con acento en absoluta armonía con lo mal humorado del rostro.

-Otro disgusto mayor han debido proporcionarte.

-No trato de ocultarlo.

-¿En qué consiste?

-En que mi amo, modelo de morigeración, me haya puesto a las órdenes de semejante pisaverde. -¿Qué significa eso?

-Que el tal mozalvete es un libertino.

Lozano fulminó a su doméstico una severa mirada.

-La frase es dura, pero exacta -prosiguió Cazurro-. Apenas el atrevido joven vio en su presencia a la hermosa señora marquesa, se arrojó sobre ella como un sátiro, y la devoró a cínicos ósculos, sin cuidarse de la presencia de las inocentes hijas del objeto que le inspiraba tanta lubricidad, y sin respetar mi propio pudor...

En otra ocasión cualquiera, Felicísimo hubiese soltado la carcajada; en aquel momento se contentó con sonreírse.

-Tienes razón Cazurro -dijo-, el asunto podía haber sido grave a no rechazar la marquesa la agresión... por que es de suponer que la rechazaría indignada...

El lacayo después de vacilar un instante, pronunció con cierto aire de conmiseración hacía la flaqueza femenil:

-Señor... corramos un velo...

-Córrele, oh Perfecto entre los perfectos, y vigila luego en este sitio.

Lozano subió al piso principal, se hizo indicar el aposento de la marquesa de Esquilache, y dio dos discretos golpes en la puerta.

Elina le franqueó la entrada.

La marquesa, abrazada por sus dos hijas, ocupaba un confidente en el estrado.

-Adelante, señor de Lozano -dijo la azafata-, mi amiga la marquesa desea saludar al caballero que arriesga su vida por salvarla.

-La señora marquesa me dispensa un honor inapreciable -contestó Felicísimo.

-No, señor de Lozano -exclamó la de Esquilache alargándole la mano-, lo que consagro a usted con fe ardiente, con admiración, con toda la efusión de mi alma, es la amistad más acendrada y el agradecimiento más profundo.

-Me confunde el generoso impulso de la señora marquesa; porque sin modestia, puedo asegurarla que en cualquier pecho noble, habría encontrado la desgracia que la hiere una adhesión igual a la mía.

-¡Ah, caballero! -añadió la de Esquilache con amargura-; ¿dónde están mis deudos, mis amigos?... todos quedan reducidos a dos; por eso concentro en ellos con vehemencia, cuantas gratas afecciones animan mi corazón.

Al pronunciar Pastora estas palabras, estrechaba con ambas manos las de Elina y Felicísimo, acercándolas una a otra hasta estar a punto de tocarse.

Lozano no pudo sustraerse al vivo deseo de que llegase a realizarse la conjunción. Afortunadamente el suceso no le comprometía; la marquesa no era el cura párroco de Elina.

-Por lo demás, señor de Lozano -prosiguió después de un intervalo la de Esquilache, cambiando en su tono la acervidad por la tristeza-; mucho me temo que la empresa que usted ha acometido sea superior a las fuerzas humanas.

-¿Por qué, señora?

-Desde que ustedes han llegado, la actitud de los hombres que me vigilaban es amenazadora... Diríase que se proponen seriamente asaltar el edificio.

-Confiamos en que no acabarán de decidirse a intentarlo antes por lo menos de que le abandonemos nosotros.

-¿Por ventura abriga usted esperanzas fundadas de evasión?

La azafata sepultó su mirada en los garzos ojos del joven.

-¿No trata usted de tranquilizar nuestro contristado espíritu con una ilusión de que no participa? -murmuró.

-No, a fe mía -contestó Felicísimo-, mi amigo Ayala ha ido en busca de algunos compañeros de brío, que desembarazarán la calle de la chusma que nos asedia.

Las dos damas dijeron simultáneamente:

-¡Si tuviéramos tanta fortuna!...

-¡Pluguiera a Dios!...

Un campanillazo, no tan desatentado como el producido por la mano de Felicísimo, pero suficientemente enérgico para volver a esparcir la alarma por el colegio entero, resonó en aquel instante en la portería.

La marquesa y Elina se extremecieron.

Lozano se disponía a tornar al piso bajo, cuando la voz de la esposa de Esquilache le detuvo.

-Si no es absolutamente indispensable -le dijo la marquesa-, ruego a usted, caballero, que no nos deje solas... Me domina un terror pánico.

Entonces Felicísimo se acercó a la ventana, y dirigió los ojos a la calle a través de las celosías.

El bloqueo no parecía haber adquirido carácter más amenazador que el que tenía diez minutos antes.

Quien no dejó de acudir al llamamiento fue el portero, que con una venda en la frente, que trascendía a vinagre a tiro de arcabuz, se aproximó a la rejilla de la puerta con las convenientes precauciones.

Cazurro se adelantó en el acto, y poniendo majestuosamente la mano en la guarnición de la terrible espada que fue de Tragaldabas, dijo con acento solemne:

-Declaro al señor plantón que no estoy dispuesto a consentir que franquee el paso a nadie.

-Creo que su señoría tendrá presente -contestó el portero refunfuñando-, que no está encargado de darme lecciones acerca del cumplimiento de mi deber.

-Me parece -replicó Cazurro-, que su merced no echará en olvido tampoco que sé hacer chichones.

-¡Quién llama! -preguntó el portero en voz alta.

-¡Pardiez! Quién desea entrar -contestó Salazar de mal talante.

-El aforismo evangélico llamad y se os abrirá no reza en esta casa con las personas desconocidas.

-La interpretación del santo texto no puede ser más recta -añadió Cazurro.

-Te prevengo, asno predicador -gritó Salazar-, que si vuelves a permitirte otra broma de semejante género, te hago derrengar a estacazos.

-Pregunte su merced a ese baladrón -repuso Cazurro-, si seduce el corazón de las mujeres cuando quiere entrarse por sus puertas con las mismas amorosas frases con que conquista la benevolencia de los porteros.

El plantón replicó indignado al murciano:

-La exposición de la doctrina contenida en los libros canónicos, sólo puede ser una broma para los impíos.

-¿Abrirás al fin, mal aprendiz de clérigos de misa y olla?

-No abriré.

-Perfectamente dicho -articuló Cazurro.

-¡Condenación! Con los anteriores visitantes no has sido tan intransigente, bestia del Apocalipsis.

-Pero lo deploraré amargamente mientras exista...

-¡Cuidado con deslizarse! -interrumpió Perfecto, arqueando las cejas.

-Vamos a cuentas -repuso Salazar, que creyó entreoír en el portal cierto murmullo combinado con la voz del portero-; ¿te niegas a abrir por tu espontánea voluntad, porque algún bergante te impone la suya?

-Envíe el señor plantón a paseo al impertinente inquisidor -murmuró Cazurro.

-¡Señor mío! -exclamó el portero exasperado:- yo no necesito espíritus santos.

Y dirigiéndose al ventanillo, añadió:

-No abro porque la señora superiora así lo ha dispuesto.

-Pues apresúrate a decir a la señora superiora que necesito hablarla en el acto.

-A esa pretensión pudiera no negarme.

-Niégate si quieres, y lo pondremos en tu cuenta para el momento próximo de la liquidación.

-¡Nuevas amenazas!

-La última no se dirige a ti solo.

Puedes asegurar a la superiora que si trata de esquivar la conferencia que reclamo, voy a demoler el colegio y el templo.

-Aconseje su merced a ese contratista de derribos que comience la demolición con la cabeza propia -pronunció Cazurro.

El portero, en vez de seguir la inspiración de Perfecto, contestó al murciano:

-Si la señora superiora accede a los deseos de usted, le escuchará por la próxima reja.

Iba el plantón a internarse en las habitaciones de la derecha, cuando le detuvo instintivamente un vivo movimiento de Cazurro hacía la puerta de la calle.

El portero, sin embargo, no tardó en tranquilizarse y prosiguió su camino. El buen Perfecto no hacía otra cosa que examinar, recorrer y afirmar la barra y los cerrojos.

Aunque la paciencia del caballero murciano no era mucha, no tuvo tiempo en esta ocasión para ágotarse.

La falleba de una vidriera dejó oír su estridente crujido en una de las ventanas inmediatas.

Salazar acudió en el acto, guiado por el reflejo de los cristales al girar su marco en los goznes. Al través de la espesa celosía pudo entrever unas tocas blancas.

-¿Es usted quien pretende hablarme, señor? -preguntó una voz femenil.

-Deseo, en efecto, hacer una manifestación a la señora superiora -contestó el caballero.

-Puede usted explicarse; aunque indigna, ejerzo ese cargo por la misericordia de Dios.

-Pues bien, señora, las personas que dirigen el movimiento popular, me han comisionado para hacer un reconocimiento en los papeles de la marquesa de Esquilache; y espero que no se oponga usted a que se me franquee inmediatamente la entrada en el colegio, con el fin de que pueda cumplir mi cometido.

-¡Un atropello en este santo recinto!

-Señora, empeño a usted mi honrada palabra, de que serán de todo punto respetadas las personas de la marquesa y de sus hijas. La intervención que me compete, se limita a los efectos de esa dama.

-Pero usted olvida o desconoce, caballero, que el colegio forma parte del templo de Nuestra Señora de la Presentación, y disfruta, por tanto, de todas sus inmunidades...

-Pero usted desconoce u olvida, señora superiora, que el templo de Nuestra Señora de la Presentación, y por tanto, el colegio adjunto, no gozan del derecho de asilo...

-Señor mío:...

-En Madrid no hay más que las iglesias parroquiales de San Sebastián y San Ginés que posean esa inmunidad canónica.

-Ni yo soy doctora, ni me consta que usted sea un eminente casuista; pero sé que donde no alcanza la protección de la extricta disciplina eclesiástica, debe llegar la piedad de los verdaderos fieles.

-Salus populi suprema lex est.

-¡Cuántos crímenes ha sancionado esa máxima!

-En resumen: ¿dispondrá usted que se me facilite el ingreso?

-Las prerogativas de la casa del Señor, de las cuales soy humilde depositaria, el amparo debido a la desgracia, y la voz de mi propia conciencia, no me lo permiten.

-Me pasaré sin el permiso, y no seré yo ciertamente el responsable de los tristes sucesos a que pueda dar lugar una invasión a viva fuerza.

-¡A tanto llegará la osadía!

-¡Pardiez!

-No hablaré a un impío de las iras del Altísimo; pero le conminaré con la indignación del verdadero pueblo de Madrid. El vecindario de este barrio es profundamente religioso, y acudirá en nuestra defensa apenas las campanas hagan resonar el toque de rebato.

Salazar ya no escuchaba a la superiora.

Trasladado el murciano en dos saltos al portal de enfrente, exhortaba con acerada frase a Gamonal, Sendino, Ronquillo y lo más florido de la banda, a que le secundaran dignamente en la meritoria empresa.

Se trataba de apoderarse de los papeles de Esquilache, salvados por su esposa, los cuales, según noticias del Consejo, contenían nada menos que un vasto plan de conjuración para desmembrar la monarquía, creando a la familia del advenedizo italiano un principado independiente en la parte de las provincias gallegas, contigua a la frontera portuguesa.

Todos aquellos esclarecidos varones, exaltados por el más acendrado patriotismo, lanzaron un rugido que no hubiera sido mis colérico, si les despojaran a ellos mismos de las tierras que se proyectaba aplicar al nuevo valle de Andorra.

Concebido instantáneamente el plan del asalto por Salazar, y comunicado a sus parciales con poca menos rapidez, la falange entera cayó sobre la fachada del colegio, corno hubiera podido caer una tromba devastadora.

Al aposento de la marquesa de Esquilache llegó un rumor sordo, indefinido, uno de esos ecos que son producto de muchos factores, y que suspenden el oído, porque anuncian un acontecimiento anormal siempre funesto.

Lozano volvió a acudir a la ventana, y aunque no podía ver desde ella la parte del templo y del colegio, la atenta espectación que demostraban los numerosos observadores situados en la acera opuesta de la calle, le hizo comprender que la escena presenciada era en alto grado interesante.

El hecho obtuvo completa explicación con la llegada de la superiora, pálida y azorada.

-Todo se ha perdido, señora marquesa -balbuceó la recién llegada-, esos renegados asaltan el colegio...

Elina ahogó un grito de desesperación. Pastora se llevó una mano al corazón como si acabara de recibir en él un rudo golpe.

En pos de la directora; penetraron algunas sobresaltadas institutrices, agravando con sus estrepitosos lamentos y desolados ademanes, lo alarmante de la situación.

Felicísimo se cuidó poco de todas aquellas contorsiones monjiles más coreográficas que conmovedoras; pero al ver a Cazurro en la entrada de la galería, le salió al encuentro.

-¿Han forzado la puerta? -preguntó.

-Todavía no -contestó Perfecto-; pero no conservo ilusiones acerca de la eficacia de ese obstáculo: en vista de los gemidos que la encina exhala, y de la facilidad con que se deja zarandear, me temo que ha de rendirse en breve a discreción.

-Pues bien, es necesario que atranques y atrincheres todas las comunicaciones interiores susceptibles de defensa. La señora superiora dispondrá que te ayuden los dependientes del colegio.

-Tres son en número, y de esfuerzo poco digno de estimación -respondió la superiora-; pero obedecerán cuantas órdenes tenga a bien darles vuestra merced.

-Ya lo oyes, Cazurro -dijo Felicísimo a su criado-; ha llegado el momento de honrar mi librea.

-¿Qué se propone usted, señor de Lozano? -murmuró la condesa entre inquieta entre subyugada por la tranquila frente del joven.

-Si no hay medio posible de evasión -contestó Felicísimo-, me propongo resistir enérgicamente la agresión hasta que el auxilio exterior que no desespero recibir de mis amigos, haga levantar el sitio a esa hez del populacho.

-¡Ah, caballero! -articuló la de Esquilache en el colmo de la angustia-, estaba escrito que toda la abnegación de usted no podría sustraerme a la saña de mi destino.

Las dos niñas cubrían a su madre de besos y de lágrimas.

-¡Valor, señora marquesa! -pronunció Lozano con más imperturbabilidad que nunca-: ¡trabajo y caro precio ha de costar a los enemigos de usted tocar a uno de los pliegues de su traje!

-¡Oh, buen Dios! -exclamó la superiora, ocultándose el rostro entro las manos-: ¡una escena de sangre en este sitio!

La más joven de las institutrices, aya siempre solicita de las hijas de Esquilache, se lanzó repentinamente hacía Lozano.

-Existe el medio de evasión que usted anhela, caballero -pronunció con una expresión de inefable entusiasmo:- puede usted salvar a la señora marquesa, y a esos angelicales pedazos de sus entrañas.

-¿Qué dice la hermana Beatriz? -preguntó vivamente Elina.

-Frases de perlas, señora condesa -replicó Felicísimo.

Y dirigiéndose a la institutriz, añadió con una dulzura que él mismo ignoraba poseer:

-¿Acabará de exponerme nuestra joven amiga su nobilísimo pensamiento?

-La exposición es breve -prosiguió Beatriz-, el camarín de la sacristía comunica por un largo corredor y varios sótanos con un patio perteneciente a una de las casas de la calle de San Miguel, donde están, según tengo entendido, las cocheras del marqués de Grimaldi. Es de creer que haya alguna puerta cerrada; pero de todos modos, siempre será menos difícil forzarla, que abrirse paso por entre los amotinados.

-Hermana Beatriz -pronunció severamente la superiora al oír publicar de aquel modo ciertos misterios de la localidad-; ¿con qué motivo ha podido llegar a tener conocimiento de semejante itinerario?...

Pareció a la joven tan extemporánea la pregunta, que se encogió de hombros por toda respuesta.

-¿Nos guiará en ese camino de esperanza nuestra hada benéfica? -dijo a la institutriz Lozano, que prefería no tratar de entenderse sobre el particular con otra persona alguna.

-En el acto -contestó Beatriz con la decisión y la confianza que inspira la generosa edad de diez y ocho años.

-No perdamos un momento, señora marquesa -añadió Felicísimo-, que compense la energía moral el abatimiento de las fuerzas físicas en esta ocasión suprema.

-Espero que el ciclo que ha escuchado las preces de mis hijas, no me negará el vigor indispensable -respondió la de Esquilache.

Felicísimo se dirigió a la meseta de la escalera, y llamó con potente voz a Cazurro.

El mancebo suspendió las obras de fortificación que dirigía en el piso bajo, amontonando detrás de las puertas cuantos muebles encontraba a mano, y acudió al llamamiento de Lozano.

Mientras la condesa recogía apresuradamente los efectos de su amiga, Beatriz corrió a la habitación de la superiora, se apoderó a todo evento de un grueso manojo de llaves, extrajo dos ganzúas del fondo de una alhacena, descolgó uno de los faroles que alumbraban la imagen de la protectora del colegio, y volvió al crucero de las galerías.

El equipaje de la marquesa, consistía en un maletín de cuero y en media docena de bolsas de mano.

Elina, Pastora y las dos niñas se repartieron las bolsas: de la maleta se encargó Cazurro a una seña de su señor.

Lozano, que fue el primero en salir del cuarto de la marquesa, oyó decir a Beatriz desde el ángulo del corredor:

-Deprisa, ¡Dios mío! ¡A la carrera!...

El tiempo debía apremiar, en efecto. A los gritos salvajes que resonaban por todas partes, se unían estruendos amenazadores.

Los fugitivos, precedidos por Beatriz, bajaron precipitadamente la escalera.

Por desgracia, la primera etapa de la marcha, conducía en línea recta a las posiciones ocupadas por el enemigo. La marquesa pudo oírse aplicar tales epítetos por acentos enronquecidos, que se cubrió el encendido rostro con las manos.

Al cruzar por delante de una ventana, cuyas vidrieras estaban hechas pedazos, vio Felicísimo una palanqueta que separaba las barras de la reja.

Con la rapidez del rayo y la fuerza de un titán, el joven arrancó el instrumento de los puños que le manejaban.

-¡Ah, tunante! -gritó el desarmado:- ¡si yo tuviese aquí un mosquete!

Lozano entregó la palanqueta a Cazurro, y se reunió a las damas.

A la sazón estaban detenidas delante de la puerta que comunicaba con el templo.

El sacristán, con el mal humor del que presiente una calamidad, acababa de contestar las siguientes palabras a las apremiantes reclamaciones de Beatriz:

-En verdad que yo no sé si debo...

-Por fortuna yo lo sé perfectamente -le dijo Felicísimo.

Y poniendo una mano en el cerebelo y otra en el coxis del sacristán, le llevó disparado como un cohete hasta la puerta, en la cual chocaron violenta y simultáneamente la nariz, el abdomen y las rodillas del pobre guardián del santuario.

-¡Abre! -pronunció Lozano con la sobriedad de un espartano.

No es fácil saber por la intercesión de qué buen genio se operó el milagro; pero fue lo cierto que en las trémulas manos del sacristán apareció una llave antes ausente, que ésta se introdujo como por sí misma en la cerradura, y que la puerta giró sobre su eje.

La nave de la iglesia sufrió inmediatamente una irrupción atropellada.

Iban a doblar las damas el ángulo de uno de los brazos que forman la cruz latina del templo, cuando aparecieron dos bustos sombríos en la claraboya abierta bajo el coro.

-¡Condenación! -profirió la boca de uno de aquellos bustos-, parece que las italianas tratan de huir.

-¡Huir! -exclamó el individuo a quien pertenecía la otra cabeza:- eso probaría que contaban con alguna salida oculta. ¡Voto a tal! hemos llegado a tiempo entonces... ¡Abajo, Gamonal! Que no se nos escapen...

-¿Abajo? ¡Diablo! Señor de Salazar, la altura es respetable.

-Descuélguese usted con la capa... yo la sostendré firme... Por mi parte seguiré a usted después aunque me estrelle...

Lozano, que no había perdido una palabra del diálogo anterior, acompañó a las damas hasta la entrada de la sacristía, y dijo a Cazurro:

-Perfecto: buenos puños para levantar cuantas puertas encuentres por delante.

En aquel momento resonó en las losas del piso de la nave el golpe de las gruesas botas de Gamonal, que acababa de saltar con menos dificultad de la que temía, merced al procedimiento ideado por Salazar.

-Adelante, señoras -añadió Felicísimo-, dentro de pocos segundos estaré de nuevo al lado de ustedes.

Después se quitó la capa, la arrolló al brazo izquierdo, y desenvainó la espada.

Durante el breve espacio de tiempo que el joven caballero invirtió en su acción, Salazar, enganchando la capa de Gamonal en la aldabilla que sujetaba el montante de la claraboya, se había arrojado al suelo.

Capa, aldabilla y montante le acompañaron en la caída; pero el objeto del artificio estaba conseguido: el golpe perdió una gran parte de su violencia.

-Creo, Gamonal -dijo el murciano, apenas se repuso-, que ese perillán que se adelanta, se propone disputar al león su presa.

-Para algo traerá en la mano el acero -respondió Gamonal, tirando del suyo.

-Pues bien; demos una buena lección al rufián de cotorras -replicó Salazar empuñando asimismo la tizona.

Felicísimo llegaba entonces a la zona luminosa que proyectaban las lamparillas del cuadro de las ánimas.

Pedro Gamonal dio un paso atrás exclamando:

-¡El hombre del convento de Valverde! ¡El Espadachín!

Lozano herido en lo vivo por el dicterio, se lanzó sobre el denigrador.

-¡Vuelve a tragarte esa palabra, gaznápiro! -dijo furioso.

Pero Gamonal, en vez de obedecerle le recibió en guardia; y como Felicísimo no tenía tiempo para insistir en la intimación con largos discursos, decidió favorecer de la más expedita de las maneras la ejecución del acto de deglución que tan imperiosamente había exigido.

Al efecto señaló una vuelta en segunda, y en el instante en que vio que se acudía a la parada dio a la mano la posición normal, y con una destreza que sólo él poseía sepultó cuatro buenos dedos de la punta de la espada en la boca de Gamonal.

El herido dobló una rodilla, y midió al fin el suelo de donde pugnó en vano por levantarse.

Tan rápida había sido la contienda que cuando Salazar llegó a la línea de combate para apoyar a Gamonal, este no necesitaba ya más auxilios que los de maese Ronquillo.

Lozano se revolvió en el acto contra el segundo adversario.

Las circunstancias apremiaban demasiado para que se entretuviera en tantearle: dio por supuesto que se las había con un torpe, y levantó la espada.

No era, en efecto, Salazar lo que puede llamarse un tirador, pero tampoco merecía mi total desprecio. El acero del murciano partió inmediatamente por la línea.

El golpe, sin embargo, sólo fue de graves consecuencias para la capa con que Felicísimo escudaba su pecho.

Los cien pliegues de la sarga eran atravesados por el hierro de Salazar, mientras caía sobre la cabeza de este la tizona de Lozano con el más gallardo de los tajos.

El grueso castor del chambergo amortiguó una parte de la fuerza del golpe; pero aún quedó la suficiente para que Salazar aturdido girase sobre sí mismo, y se desplomara inerte bajo el púlpito.

- ¡Sacrílegos! -gritaba el sacristán entretanto:- ¡Que caiga sobre vuestras cabezas la sangre con que habéis profanado la casa del señor!

La indignación del sacristán estaba plenamente justificada: porque era de creer que al hablar de sangre se refiriese a la que sentía correr de las narices que le pertenecían.

En el momento en que Lozano vio por tierra a sus dos enemigos, corrió a la sacristía, cerró por la parte interior la puerta provista felizmente de sólido cerrojo, y buscó el camarín de que Beatriz había hablado.

Merced a la vacilante llama de la candileja que tenía en la mano un ángel, dos veces de luz en aquella ocasión, Felicísimo no tardó en dar con la estancia indicada, y en encontrar en ella la salida del corredor.

Oscuro y largo era el pasadizo; pero como también era estrecho, y carecía de complicaciones trasversales no había posibilidad de extravío.

El joven recorrió rápidamente aquel tránsito con la mano izquierda en una de las paredes, y dándose cuenta de la otra con la punt de la espada.

El corredor acabó por desembocar en una bóveda rectangular y al fin del nuevo trayecto los ojos do Felicísimo vislumbraron el farol de la institutriz.

El caballero entonces volvió a envainar la espada para no alarmar a las damas, y se reunió con ellas a la carrera.

La condesa le miró de pies a cabeza.

-¿Ha ocurrido algún fatal incidente?- le preguntó.

-Ninguno -contestó Lozano sencillamente.

Elina era muy capaz de adivinar todo lo acaecido; pero no sería en verdad por los datos que pudieran ofrecerla el inalterable semblante de Felicísimo y el tranquilo timbre de su acento.

Una corriente fría y violenta que revelaba el aire libre, azotó de repente el rostro de los fujitivos. Habían llegado delante de una verja de cruzados barrotes cerrada por un candado ciclópeo.

Beatriz puso en manos de Cazurro las dos ganzúas, y el pestillo del candado cedió a la acción de una de ellas sin seria resistencia.

Perfecto empujó la verja y facilitó a los que le acompañaban el ingreso en un patio espacioso.

El recinto estaba alumbrado por una linterna que yacía sobre el brocal de un pozo. Al reflejo del clásico utensilio iluminador se divisaban dos puertas laterales, entornada la una, y completamente abierta la otra.

Cazurro se dirigió a la segunda acaso en razón a su aspecto de franqueza.

El primer objeto que vio fue un hombre anciano, cubierto con un gorro alto, tieso y puntiagudo. Aquel individuo se ocupaba en verter cebada de un talego en una medida de madera.

-¡La salida! -pronunció Cazurro.

El del gorro volvió rápidamente la cabeza, y al distinguir un hombre azorado con una maleta debajo del brazo, y una palanqueta en la mano, hizo la señal de la cruz, y dio un paso atrás exclamando:

-¡Misericordia! ¡Buena está la salida de este foragido!

A continuación se sepultó entre un cúmulo de costales que removidos por la nueva adición perdieron el equilibrio y resbalaron en todas direcciones.

Perfecto volvió al patio sin insistir en la pregunta: bastante respuesta le daba la evidencia de que se había metido en un pajar.

Beatriz fuese por instinto fuese por sapiencia, se encaminó a la puerta entornada. Detrás de la joven penetró todo el personal de la expedición en un pretil que terminaba en una vasta cochera.

Lozano se precipitó sobre el portón; quitó el pasador y la cadena, abrió uno de los postigos, y saltó al otro lado.

Se encontraba en la calle de San Miguel sombría y solitaria: esto es, como siempre apetece hallar la ruta el que acaba de evadirse de una prisión.




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Capítulo XXII

Concepto que al héroe de esta historia merecen las especiales aptitudes eróticas que le adornan


La necesidad más urgente para los fujitivos, era alejarse del lugar donde se encontraban.

Lozano no tuvo que emplear muchas palabras para demostrarlo: el hecho estaba en la conciencia de todos.

La marquesa depositó un beso el la frente de la joven Beatriz al mismo tiempo que la puso en el dedo anular un solitario y aceptó después el brazo que Felicísimo la ofrecía. Elina tomó la mano de la más pequeña de las niñas.

Cuando los evadidos emprendieron rápidamente su marcha hacía la parte alta de la calle, oyeron un clamor que probaba que la superiora cumplía su palabra a Salazar. Las campanas del templo estallaban en el más furioso de los rebatos.

Apenas los expedicionarios doblaron la esquina de la calle del Clavel, Lozano se apresuró a decir:

-Nuestro primer cuidado consiste ahora en proporcionarnos un coche seguro.

-Ninguno más seguro que el mío -interrumpió Elina.

-¡Quién podría ponerlo en duda!.. ¿Dónde está la cochera?

-En mi casa.

-¡Ah, diantre!...

-Es cierto -murmuró la marquesa-, hasta esta noche, querida mía, no había calculado que pudiera llegar a ser una desdicha la circunstancia de que habitases en la calle de la Reina.

-No podemos, sin embargo, renunciar a esa idea.

-¿No es verdad que no, señor de Lozano?

-La vuelta al teatro de los acontecimientos sólo constituye un peligro para la señora marquesa, pero de ningún modo para mí.

-¡Cómo, Dios mío!.. ¿pensaría usted en separarse de nosotras en estos momentos?

-¿Por qué no, si antes las dejo en lugar seguro?

-¿En qué lugar?

-En mi propia habitación.

-Feliz pensamiento -exclamó Elina.

-¿Está lejos la morada de usted?

-Tan próxima está que si no existiera esa manzana de casas, podría usted verla desde aquí.

La frase era exacta, porque los interlocutores acababan de cruzar la calle del Caballero de Gracia, y entraban en la Ancha de Peligros.

-Apresurémonos, pues.

Dispensaron todos tan buena acogida a la invitación de la marquesa, que pocos minutos después llegaban a la Fonda de Levante.

Las damas se instalaron en el modesto albergue de Lozano con deleite poco menor que si hubieran tomado posesión de la parte que pudiera corresponderlas en el paraíso.

Felicísimo dijo a continuación a Elina:

-Ahora bien ¿se servirá la señora condesa indicarme los medios de que habré de valerme para conducir aquí el carruaje?

-Todos ellos se reducen a uno -contestó la azafata.

-¡Ah! tanto mejor: la simplificación me electriza.

-El medio en cuestión consiste en acompañarme hasta mi domicilio.

La marquesa besó a su amiga en la mejilla.

Lozano buscó a Cazurro con los ojos, entre otros motivos, para ver si se le volvía a alarmar el pudor; pero como el mozo no se hallaba presente, hubo de salir a llamarle.

El lacayo acudió a la primera voz.

Felicísimo le dijo a medio tono:

-Si hubiere algún curioso en la posada autorizo la indiscreción de que le confíes que acabo de recibir la visita de mi hermana y de mis dos sobrinas.

-Perfectamente, señor.

-Por lo demás, te hago responsable de la absoluta incomunicación y de la seguridad de mi familia durante mi breve ausencia.

Elina apareció en aquel instante: el joven caballero la siguió hasta la meseta de la escalera.

Lozano hizo un imperceptible movimiento para ofrecer la mano a la condesa; pero esta se deslizaba ya por los peldaños con el impulso aéreo de una sílfide.

Felicísimo, impresionable hasta la poesía, experimentó el más vivo de los sentimientos de despecho.

Las mujeres ven siempre las manifestaciones de esos sentimientos por insignificantes que sean; pero cuando no los ven los presienten. La satisfacción debía ser completa: ¡bien la merecía el pobre caballero!

Al poner el pie en la acera de la calle, Elina dijo a Felicísimo con una voz de timbre tan arrollador como el eco de un coro de serafines:

-¿Será conmigo tan galante como con la marquesa el señor de Lozano, permitiendo que me apoye en su brazo?

Felicísimo estaba desarmado, pero no rendido a discreción. El tono que empleó al contestar a la dama era mucho menos ardiente que el que las palabras parecían requerir.

-Con usted, señora condesa -articuló-, sería un millón de veces más galante, si posibilidad hubiere para ello.

-¡Cómo así! -replicó Elina pasando su mano por debajo del brazo del caballero:- ¿Dónde están mis títulos para competir con la marquesa?

-¿Los títulos de usted?

-En efecto...

Lozano fijó en el incomparable rostro de su compañera una intensa mirada; Elina levantó los ojos y sostuvo el fuego de la artillería de aquella visual con tan interrogadora avidez, que Felicísimo deslumbrado, palpitante, y punto menos que desvanecido fue el primero en bajar los párpados para sustraerse a una total derrota.

-La marquesa -prosiguió Elina-, ha ocupado hasta ayer la más envidiable posición de España, y ¡quién sabe el destino que le está reservado todavía en los insondables abismos de la política!

-Aunque el pretérito sea de reciente data, no por eso es presente -imaginó irónicamente el caballero.

-Por otra parte -continuó la de Bari-, si bien la marquesa es poco menos joven que yo, es en cambio mucho más bella...

-¡Ah, hipócrita! -pensó Felicísimo-, harto persuadida estás tú de lo contrario!

-En fin -añadió Elina-, para todos los corazones de nobleza y generosidad, y en el de usted brillan esas cualidades como en ninguno, la marquesa posee en la actualidad el irresistible imán de la desgracia.

-Me hablas de imanes, pérfida -se dijo Lozano-, después de haberme sometido al encadenador fluido tu mirada.

-¿Por qué el señor de Lozano no había de rendir el natural tributo a ese conjunto de seducciones?

-La marquesa no es libre...

-Cierto; ¿pero es esa la piedra angular de mis ventajas?

-No, señora condesa.

-Esperaba la frase: no me olvido de la aversión de usted al lazo conyugal.

-Aversión invencible de que la señora condesa participa.

-Ahora no hablarnos de mis defectos; creo por el contrario...

-Usted, sin embargo, se complace en recordar los míos.

-Señor de Lozano...

-Señora condesa...

-El carácter de usted, es tan sin par como el temple de su alma: fantástico, maravilloso... ¿Por ventura mi atractivo para con usted consistiría en mis imperfecciones?

-¡Ah, qué idea! -exclamó Felicísimo, incorregible en su sistema de contestar una pregunta con otra: ¿por acaso las preferencias tan gratas para mí con que la señora condesa me ha distinguido en ocasiones, no reconocerían otra causa que mis malas propiedades?

Elina quiso proporcionar a aquel terrible espíritu infantil la satisfacción de una victoria, y no insistió en hacerle pasar por las horcas caudinas de un piropo.

¡Qué podía importar a la condesa ser vencida afectar serlo en un combate parcial, si contaba con conseguir el objeto de la campaña!

La joven dama acercó la cabeza al hombro de Lozano, y le deslizó al oído estas palabras, tan acariciadoras como un beso:

-Ignoro si el señor de Lozano tiene alguna propiedad que no sea buena; pero sé que es noble hasta el lirismo épico, apasionado hasta el frenesí, bravo hasta el heroísmo, y gallardo hasta la perfección.

El edificio de la soberbia de Felicísimo se conmovió en sus cimientos.

-Dura es la lección -murmuró-, pero no inmerecida. Ese es, en efecto, el lenguaje que habla a las damas el hidalgo de buena raza que ha acertado a depurar su tosco provincialismo en el crisol de la cultura cortesana.

-No, caballero: este es el idioma de la gratitud, de la sinceridad, de la adhesión...

Para exteriorizar sin duda la idea que la última palabra expresaba, Elina le adhirió al brazo del joven con la intimidad, afecto y abandono que hubiera podido emplear con un hermano.

Lozano veía a cuatro dedos de sus labios aquella seductora cabeza con la cual tantas veces había soñado, irradiando divina luz de los ojos, suavísimos efluvios de la aterciopelada cabellera y embriagador aliento de rosa de la purpurina boca.

Algo parecido a un vértigo nubló la razón del caballero y comunicó a todo su ser un extremecimiento profundo.

La condesa, que observaba los efectos de su influencia en el joven, como estudiaba el augur las palpitantes entrañas de su víctima, acortó el paso diciendo sorprendida:

-Perdónenme Dios y usted si me equivoco; pero me ha parecido advertir que usted temblaba...

-Ha apreciado usted mi estado con exactitud -contestó Felicísimo mal repuesto.

-¿Y qué motivo?...

-Señora: tiemblo de miedo.

-¡Usted! ¡Un león!

-¡A qué negarlo!... Hay un pensamiento que me aterra.

-¿Cuál?

-El de inferir a usted una ofensa.

-¡A mí! ¿Cómo? ¿Por qué?

-Tanto valdría preguntar al rayo por qué aniquila cuanto hiere. ¡Oh! Porque hay leyes inmutables que rigen la materia; porque existen cualidades o si se quiere defectos de organización que llegan a ser irresistibles; porque hay ojos que fascinan, acentos que arrebatan y contactos que extravían...

-Sobre todas esas leyes; sobre todos esos defectos; sobre todos esos instintos está un talismán infalible -replicó la condesa con cierta seriedad.

-¿Cómo se denomina?

-La voluntad humana: y cuando ésta es tan vigorosa, tan digna y tan leal como la que al Omnipotente debe usted, nada a su lado tiene que temer una dama.

Difícil sería averiguar si Elina concedía efectivamente a su caballero una confianza tan omnímoda como acababa de asegurar; pero por lo menos, se propuso probarle que no fingía.

La mano derecha, hasta entonces libre de la condesa, fue a unirse a la izquierda. Colgada en esta posición que tenía algo de abrazo, Elina murmuró con un tono impregnado de interés, de dulzura y de molicie:

-¡En fin, loado sea Dios! El inopinado extremecimiento de usted me había inspirado una inquietud vivísima: temí que en los rápidos sucesos del templo hubiese usted recibido alguna herida.

La mujer modifica todo lo que toca. Era evidente que Lozano carecía en aquel momento de libre albedrío; pero no fue con la impetuosidad del insensato, sino con la blanda docilidad del autómata, como el joven tomó la mano de la condesa, se la aplicó al lado izquierdo del pecho, y se dijo así mismo pensando en alta voz.

-En efecto, creo que estoy herido en el corazón...

Elina se detuvo, pero no retiró la mano. ¿Sería que se complaciese en sentir las palpitaciones de aquel corazón de diamante? ¿Sería que otro acontecimiento la estuviera llamando la atención?

La verdad era que no faltaba motivo para la segunda versión. Los dos jóvenes sin saber cómo ni por dónde habían llegado al ángulo que forman tas calles de Hortaleza y de la Reina, y en la parte baja de la última, se distinguían, a la rojiza luz de algunas teas, grupos informes agitándose a impulsos caprichosos.

Por lo demás, el toque de rebato de las campanas del colegio había cesado completamente; el enemigo debía haberse hecho dueño de la plaza.

Aquel espectáculo volvió a Lozano al mundo de la realidad.

La condesa oprimió con la punta de los dedos la mano del caballero un segundo antes de abandonarla, y pronunció con rapidez.

-Hasta mi casa no hay obstáculo alguno; volemos.

De una carrera llegó la dama a su morada.

Una feliz coincidencia evitó la pérdida de tiempo. La puerta estaba a la sazón entornada, merced a la curiosidad de un lacayo que atisbaba las ocurrencias del colegio de las Niñas de Leganés.

El doméstico se quedó estupefacto al reconocer a su ama en el joven que se coló de rondón en el portal, le cruzó como un meteoro y trepó, por la escalera conmoviendo la casa entera con la multiplicación de llamamientos.

Felicísimo, que llegó al domicilio de Elina un instante después que ésta, permaneció en el portal paseándole de arriba a abajo, no obstante la invitación que se le hizo para pasar al recibimiento.

Felicísimo comprendía que para acabar de despertar de su breve sueño, le eran convenientes varias ráfagas de aire libre, y algunos minutos de aislamiento para darse cuenta así mismo de los fantásticos recuerdos que la perturbada imaginación le ofrecía.

El resultado de la meditación del digno caballero no fue muy satisfactorio para su amor propio.

Convino en que era lo que puede llamarse un solemne majadero, un grotesco prototipo de sensiblería y el juguete de una coqueta.

El ruido de un carruaje, procedente del patio, arrancó a Lozano de la irónica complacencia con que parecía sepultarse en el abismo de tan pesimistas conclusiones.

Aquel vehículo era un coche de reducidas dimensiones, tan ligero como una berlina; le arrastraban dos soberbios caballos negros.

Al pasar al lado de Lozano, el auriga detuvo sus corceles; la portezuela del carruaje se abrió a impulso de una mano invisible y la voz de Elina dijo a continuación:

-¡Adelante, caballero!

Felicísimo, obediente como un recluta de Eros, pero prevenido como un veterano, montó en el coche, volvió a cerrarle y se acomodó en el asiento del vidrio.

El cochero enarboló su látigo y los brutos partieron al gran trote.

La oscuridad impedía a la condesa distinguir el semblante de su compañero; pero para comprender que había tenido lugar en su ánimo cierta reacción, no necesitaba otra luz que la privilegiada intuición de que estaba dotada.

Por aquella vez, sin embargo, Elina no trató de reconquistar el terreno perdido.

Las circunstancias habían llegado a hacerse más delicadas. Un demente podrá no ser responsable de los extravíos a que se entregue durante uno de los paroxismos de la afección que padece; pero las acciones, producto de la inconsciente garra, no por eso dejan de causar tan perfecto estado, como si las hubiese ejecutado la mano del hombre más cuerdo del mundo.

La mutua reserva originó un silencio forzado, y como la distancia no era mucha, y el carruaje devoraba el espacio, el conductor detuvo sus trotones a la puerta de la Fonda de Levante antes que ninguno de los dos jóvenes hubiera aventurado la primera palabra de un nuevo diálogo.

Felicísimo saltó en tierra y ofreció la mano a la condesa para que pudiera imitarle. La dama le dio las gracias con acento dulce como un suspiro y corrió en la dirección de la escalera.

Lozano llamó a Cazurro dos veces, dándose palabra a sí propio de arrancarle una oreja si le obligaba a recurrir al tercer llamamiento.

Por fortuna, el lacayo se presentó un momento antes de que su nombre volviera a salir de los labios de Lozano.

-Ensilla inmediatamente al Moro -dijo Felicísimo, apenas vio a Perfecto.

-Acabo de hacerlo, señor -contestó Cazurro:- juzgué que era una prevención que no estorbaba en lo más mínimo.

-Has juzgado menos mal que acostumbras.

-Mi buen señor me hace justicia injustamente.

-No me vengas a mí con logogrifos. Elige por tu parte el mejor jamelgo de la cuadra.

-¡Por mi parte!

-Le tomo esta noche a mi servicio: ponlo en noticia del administrador.

-¿Pero es que voy a cabalgar al lado del carruaje?

-Claro es ¡mil rayos!

-Hum... no quiero ocultar a mi señor que monto de una manera deplorable.

-Y bien, si te estrellas tanto mejor: lo tendrás merecido por haber descuidado esa parte de la educación.

Mientras Cazurro iba a cumplir las órdenes de Felicísimo, aparecieron en el portal las damas cargadas con sus efectos.

El acomodo del personal y material en el vehículo, se llevó a cabo con menos abuso de tiempo y de melindres que el que se hubiera hecho en circunstancias normales; pero no faltó el suficiente para que Elina se hallase en tierra todavía cuando Cazurro salió a la calle con la brida de un corcel en cada brazo.

El lacayo miraba de reojo a su rocinante con la prevención que se mira a un enemigo.

Lozano cambió algunas palabras con la condesa, y dijo a media voz al cochero:

-A la Puerta de Recoletos, y después a Palacio por la Ronda.

En aquel momento sintió Felicísimo el ruido que produce un objeto al caer sobre el empedrado.

Los ojos del caballero buscaron y hallaron en el acto el objeto en cuestión.

Era un rapaz de siete a ocho años que acababa de desprenderse de la trasera del coche.

Movido Lozano por su instinto de desconfianza, cerró el paso al muchacho en el instante en que iba a partir a la carrera.

-¡Chicuelo! -le dijo:- ¿cuándo te has subido al carruaje?

-¡Bah! Cuando he querido que me paseen como si fuera un señor -contestó el rapaz.

-¿Y por qué te bajas ahora?

-Porque no quiero que me lleven más lejos.

-Contestas como el enjendro de un renegado, pero voy a darte tu merecido. Cazurro tira al pozo del patio a este granuja.

-Por favor, caballero -profirió Elina intercediendo-; ¿qué mal puede causaros esa pobre criatura?

-¡Hem! ¡Quien sabe! -murmuró Lozano.

Y sacudió un puntapié al chico, que cruzó como una exhalación la calle de Alcalá, y desapareció por la de Peligros.

La portezuela del coche se cerró detrás de la condesa; Felicísimo saltó sobre la silla sin poner el pie en el estribo, y la fusta del auriga hizo crujir su tralla.

En cuanto a Cazurro, encaramado en su aparejo jerezano, a la manera que Dios le dio a entender, se dejó conducir por el caballo en pos del carruaje con los puños crispados en los borrenes, los estribos sueltos, las posaderas convertidas en los mazos de un batán, y los cinco sentidos consagrados a la conservación del equilibrio.




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Capítulo XXIII

Un abrazo y una lágrima


Durante el curso de los sucesos referidos en el capítulo anterior, la planta baja del colegio de las Niñas de Leganés, había sido invadida por la turba sitiadora.

Entre los lebreles que seguían la pista del murciano y de Gamonal, no faltó alguno de tan finos vientos que diese con la puerta de comunicación con el templo. A los gritos del primer intruso, acudieron otros amotinados, y se recojió a los dos heridos que yacían sobre el pavimento.

A punto estaba Salazar de salir de las airadas manos de Lozano para caer en las de Ronquillo, si una providencial circunstancia no hubiese favorablemente intervenido.

El sacristán, que acababa de conseguir ver restañada su hemorragia nasal, se acercó a los individuos que sostenían al murciano, y examinó su estado.

El caballero sólo tenía una corta solución de continuidad en la piel del cráneo; pero la contusión era extensa, y la conmoción cerebral profunda.

Tomó el sacristán el pañuelo blanco que asomaba en el bolsillo de Salazar, le empapó en la próxima pila de agua bendita, le plegó en cuatro dobleces, y lo aplicó sobre la parte contundida.

El resultado fue maravilloso, no sabemos si por la simple acción del frío de la compresa, por la virtud del agua santa.

Salazar exhaló un prolongado suspiro como se hubiera visto libre de un peso que le abrumara el pecho; después hizo una mueca extravagante, y acabó por administrar un puntapié maquinal al aplicador del pañuelo húmedo.

El sacristán copió el gesto del doliente, y se retiró lo suficiente para ponerse a cubierto de una reincidencia, murmurando:

-Así paga el diablo a quien bien le sirve.

Los ojos del murciano, abiertos por fin, se fijaron en la puerta de la sacristía con una expresión indefinible de ansiedad y de encono.

-¡Por allí, Sendino! -dijo al barbirrojo que le sostenía la cabeza-; por aquella puerta han huido... persíganlos ustedes... deténganlos a viva fuerza... Los efectos de los fugitivos, ¡mil tempestades! A toda costa los bultos que conducen...

Sendino, seguido de algunos compañeros de cuadrilla, se lanzó hacía el sitio que Salazar indicaba.

En cuanto al secretario del consejo de los amotinados, como si el esfuerzo que acababa de hacer le hubiese aniquilado las fuerzas, volvió a desmayarse.

Entonces el albéitar Ronquillo le hizo trasladar a la portería del colegio, y se dispuso a prodigarle los más enérgicos auxilios.

Estaba escrito.

Pero también es un hecho que hay naturalezas díscolas, que no sólo triunfan de la enfermedad, sino hasta del médico por extraordinaria que sea la ciencia de éste; y como Salazar debía poseer una de esas organizaciones, tornó a la vida intelectual después de cierto período.

Entre las primeras personas que el murciano reconoció, se encontraba Sendino.

-¿Y bien? -le preguntó incorporándose.

El interrogado sacudió la cabeza negativamente.

-Un largo pasadizo -contestó-, nos condujo hasta la calle de San Miguel; pero ya no se divisaba en ella alma viviente.

-¡Un naufragio en la orilla! -rugió Salazar crispando los puños-; ¡vencido por la fatal intervención de un hombre abortado del infierno!

-La verdad es que ese can hidrofóbico -articuló Ronquillo-, ha convertido la calle de la Reina en un hospital de sangre.

-¿Y no dejaron un indicio de la dirección que tomaban... una esperanza de persecución?..

-Ni el más pequeño rastro. Sólo posteriormente ha llegado a mi conocimiento un suceso que pudiera relaciónarse con la continuación de la fuga de la italiana.

-¿Qué suceso es ese?

-Una hermana que tengo para expiación de mis pecados, debe a no sé qué perdido, un muchacho de la piel del mismo Lucifer.

-Al grano.

-Ya de regreso al colegio he podido echar la vista encima al tal semi-sobrino; y al exigirle cuenta de sus últimas correrías, le he arrancado entre dos repelones una revelación curiosa. El pillete acababa de apearse de la zaga de un coche que le había conducido desde la casa de la condesa de Bari hasta la Fonda de Levante, sita en la calle de Alcalá.

-Adelante...

-En ese carruaje, se instalaron una dama, dos niñas y un joven caballero, portadores de numerosos sacos de viaje.

-¡Ah... condenación!

-Y al partir el vehículo, escoltado por dos hombres a caballo, se dio al cochero la instrucción que voy a repetir...

-¡Elije usted para interrumpirse este momento!

-Quería recordar las mismas frases que me dijo el mico. Hélas aquí: a la Puerta de Recoletos, y después a Palacio por la Ronda.

-El murciano balbuceó como hablándose a sí mismo:

-Ellos son: no puede caber duda: el número de unas y otros concuerda. Los tres acompañantes y el sugeto que volvió a salir del colegio, forman la suma de los hombres que arrollaron al imbécil de Botija.

Por espacio de dos minutos los pensamientos chispearon en el febril cerebro de Salazar, como los destellos de un crisol enrojecido. Al cabo de ese tiempo, había adoptado una resolución y perfeccionado un plan.

-Sendino -dijo irguiendo la frente-, yo no sé si la fatalidad nos deja tiempo todavía para luchar con alguna esperanza de buen éxito; pero por nuestra parte, no podemos abandonar la partida que jugamos, mientras no nos conste que está definitivamente perdida. Utilicemos los escasos medios que nos quedan: todos ellos consisten en la ventaja de conocer los proyectos del adversario, en la rapidez de movimientos con que cuenta el que del centro acude a la circunferencia, y en las favorables contingencias que el acaso pudiera proporcionar. Escoja usted siete hombres decididos, entre los cuales se cuente Garin, provéalos de carabinas en la armería de Santibañez, y vuele con ellos a la Puerta de San Vicente.

-¡De San Vicente! -exclamó Sendino admirado.

-Se trata de salir al encuentro de los fugitivos, más bien que de perseguirlos -prosiguió Salazar-. Una vez en la Puerta, divide usted su escolta en dos cuadrillas: Garin y tres de sus compañeros, deben seguir la Ronda, en dirección al Puente de Segovia, hasta tropezar con el coche. Usted y los hombres restantes toman el camino de San Antonio de la Florida.

-Esto es, marchamos en sentido opuesto.

-Precisamente: abrigo la esperanza de que usted sea el afortunado en el encuentro: la salida de la italiana por la Puerta de Recoletos, parece indicarlo; pero no por eso puedo dejar de atender a la hipótesis inversa.

-Vengan ahora instrucciones respecto al carruaje.

-¡El secuestro inmediato, voto a los once cielos!

-Supongamos que los que le escoltan se resisten...

-Los fusilan ustedes. Es necesario que no de un paso el coche hasta que yo me presente sobre el terreno. Aseguro a usted que no se hará esperar mi llegada, porque voy a seguir con buenos caballos la pista de los fugitivos.

-¡En el estado en que usted se encuentra!

-Este empeño vale para mí más que la vida. Sendino: presteza y energía: la recompensa estará en relación con el servicio.

El caballero apoyó con fuerza las manos en el banco donde estaba reclinado, y se puso en pie pálido y rígido.

Creyendo que iba a vacilar se adelantó el barbirrojo a sostenerle; pero el murciano era un hombre de bronce, sometido a una voluntad de acero.

La crispada mano del herido, se estendió hacía la puerta con un ademán entre imperioso y suplicante.

Sendino salió a la calle de una carrera.

Salazar se apoyó después en el brazo del doctor Ronquillo, y con paso tardo, pero con espíritu inquebrantable, abandonó también el colegio.

El coche de la condesa de Bari, había, entretanto, desaparecido en las alamedas del Prado con tan vertiginosa rapidez, que permitía presumir que el bien mal meditado plan del caballero murciano iba a ser una labor verdaderamente perdida.

Lozano trotaba a la portezuela, escudriñando con mirada de lince los troncos de los árboles que se deslizaban por ambos lados del paseo como una hueste de fantasmas.

Ya había dejado atrás el carruaje el convento de religiosos recoletos y la Escuela de Veterinaria, cuando creyó advertir Felicísimo una circunstancia tan inesperada como poco satisfactoria, que le hizo aflojar la brida y oprimir los lomos de Moro.

El potro se impulsó de buena gana hacía adelante, como siempre que se trataba de enseñar las ancas a algún compañero de raza.

El joven caballero no se había equivocado: la verja de la Puerta se encontraba cerrada.

De los labios de Lozano se desencadenó un juramento que hubiera hecho conmoverse cielos y tierra, si unos y otra no estuvieran curados de espanto en ese punto.

Felicísimo se acercó a la ventana de la casilla del guardián, y dio dos golpes en el marco con toda la indiscreción posible.

Al guardián, si existía, debía importársele un bledo que le esperase alguien tomando el sereno.

El estado del ánimo de Lozano no era precisamente idéntico: así fue que enarboló las riendas y azotó con tan gentil donaire la ventana, que no dejó vidrio sano en toda ella.

Al chillón estrépito que produce la fractura de esa trasparente fundición de arena, potasa y litargirio, contestaron en el fondo de la casilla dos voces de contralto y bajo profundo, con la misma acritud que si aquellos que las poseían acabaran de verse sustraídos al más dulce de los éxtasis.

-¿Qué es lo que se desea? -preguntó el contralto al otro lado de la ventana, la cual ya no necesitaba ser abierta para servir de locutorio.

-¡Ira de Dios! Se desea salir por la Puerta -respondió Felicísimo.

-La pretensión no merecía tanto lujo de ruido; porque es irrealizable.

-¡Cómo que es irrealizable!

-Lo dicho: ya ha pasado la hora en que el señor corregidor ha dispuesto que se cierre todas las noches la Puerta.

-El señor corregidor ha dispuesto una tontería.

-¡Y a mí qué me cuenta usted!

-¡Mal rayo!

-Puede usted acudir a la Puerta de Alcalá: la encontrará abierta todavía.

-¡Dorotea! -gritó el bajo profundo:- no des consejos a ese belitre: que elija el camino que más le cuadre, con tal de que le conduzca línea recta al infierno.

-¡Hola, enano de la venta! -exclamó Lozano- ¿Te podré yo ver aunque no sea más que la punta de la nariz?

-¡Quién lo duda! Voy a salir para que usted me pague el valor de los cristales que me ha roto.

-Te estoy esperando; pero no para pagarte los vidrios de tu madriguera, sino para romperte encima las costillas.

La puerta de la casilla giró sobre los goznes, y apareció en el paseo un individuo que de todo tenía menos de enano, porque la estatura que debía a la naturaleza pasaba de seis pies.

-Señor mío -dijo el guardián-, yo no pertenezco al número de los hombres a quienes se rompe esa clase de huesos: he sido furriel del regimiento de dragones del rey, y conservo la espada que esgrimí en Miranda y en Almeida.

-Por favor, caballero -pronunció la marquesa, bajando el vidrio de la portezuela:- de usted a ese hombre el dinero que quiera, y que nos abra la verja para que podamos continuar nuestro camino.

-No quiero más dinero que el que vale el destrozo de la ventana -contestó el ex-dragón:- en cuanto a abrir la verja es inútil insistir en ello, así intervengan todas las preces de un convento de monjas, todas las baladronadas de una cuadrilla de matasietes, y todos los tesoros de las minas del Potosí.

-¡Miserable! -profirió Felicísimo, dirigiendo su caballo hacía el guardián-; voy a hacerte un honor que no mereces: corre a buscar esa espada de que hablabas. La palabra belitre que directamente me has aplicado, y el indirecto equívoco de las baladronadas, merecen dos buenas estocadas.

-Enhorabuena: jamás me he negado a darlas ni a recibirlas.

El guardián hizo una evolución sobre los talones, y se internó de nuevo en la vivienda.

Lozano dijo entonces al cochero:

-Prosiga usted la ruta con dirección a la Puerta de Alcalá: antes de cinco minutos habré vuelto a reunirme con el carruaje.

La condesa de Bari creyó indispensable su intervención.

-Señor de Lozano -exclamó:- semejante riña en las críticas circunstancias en que nos encontramos, sería mucho más que una grave imprudencia; sería, una verdadera puerilidad.

-No será otra cosa que dar una lección a un insolente.

-¿Y de qué podrá servir esa lección al objeto de nuestra expedición? En todo caso sólo contribuirá a comprometerle. En la réplica de usted, caballero, hay un egoísmo que subleva.

-Mi detención no comprometerá nada, señora condesa; porque empeño mi palabra de honor de estar de nuevo al lado de ustedes antes del tiempo que he fijado. Durante tan breve ausencia acompañará al coche mi lacayo.

-Nosotras no hemos confiado nuestra salvación con fe ciega a la vigilancia de un lacayo, sino a la lealtad de usted, señor de Lozano.

-¡Diantre! -murmuró Felicísimo, mordiéndose los labios.

Había precisión de echar el resto.

Elina estendió la mano hacía el joven, y con un acento en que vibraba el más absoluto despotismo, dijo rotundamente:

-Síganos usted, caballero. ¡Yo lo quiero!

La poderosa influencia que aquella mujer había llegado a ejercer sobré Lozano, podría ser a los ojos de éste el más inexplicable de los fenómenos; pero era un hecho comprobado.

Hasta Moro pareció estar sujeto a la fascinación del mismo basilisco; porque apenas vio volverse el carruaje, se puso en su seguimiento sin contar para nada con Felicísimo.

El joven caballero, arrastrado por la fatalidad, pasó al lado de Cazurro que llegaba jadeante en aquel momento con la capa colgando de la grupa hasta barrer el suelo, y con el sombrero en la mano para que por tercera vez no se le emancipara de la cabeza.

-Cazurro -le dijo-, el guardián de la Puerta me ha inferido una ofensa grave: sustitúyeme dignamente, y rómpele el testuz, ya que consideraciones de un orden elevado, no me permiten rompérsele por mí mismo.

El lacayo refrenó su caballo en el colino del estupor.

-Después síguenos por la subida del Retiro -añadió el caballero-; pero guárdate bien de volver a ponerte en mi presencia sin llevarme, por lo menos, los bigotes del malandrín.

El que fue furriel de los dragones del rey, se adelantaba por el paseo, montante en mano, expectorando desaforadamente todo género de dicterios.

Lozano tuvo una inspiración sublime para no oír alguna palabra que le hiciera caer en la tentación de volver pies atrás, desobedeciendo a la condesa. Cojió la brida con los dientes, se tapó los oídos con ambos puños y continúo trotando heroicamente.

A encontrarse sola en el coche, Elina, que no dejó de advertir la maniobra, habría alargado de buena gana la diestra al caballero para recompensarle de algún modo por tan extraordinaria prueba de abnegación.

El contratiempo de la Puerta, alteraba de una manera fundamental, el itinerario de Lozano.

Durante el regreso por el paseo de Recoletos, pensó el joven en seguir en línea recta el Prado hasta la Puerta de Atocha, y en tomar desde allí la Ronda en dirección opuesta a la premeditada.

Las ventajas del cambio eran notorias en punto a economía de tiempo, por cuanto se suprimía un trayecto de media legua; pero había en el seductor rumbo en cuestión, un inconveniente capital. Se corría el riesgo de que la Puerta de Atocha, en su cualidad de tránsito de segundo orden, estuviese cerrada como la de Recoletos, y a cargo de un guardián de la misma intransigencia.

El resultado, en ese caso probable, sería tan contraproducente, que Felicísimo no vaciló en volver a su primitivo propósito de salir del recinto de la villa por la Puerta de Alcalá.

El cochero torció a la izquierda apenas dobló el ángulo del Pósito, y el carruaje continuó su ruta por la enarenada subida del Retiro.

La Puerta de Alcalá estaba abierta y expedita.

Lozano no pudo menos de felicitarse de haber seguido por aquella vez el consejo de Dorotea; por más que fuera el de una enemiga. A ser susceptible de remordimiento el díscolo, cuanto testarudo carácter del joven, hasta existía una remota probabilidad de que se hubiera arrepentido de la destrucción de los vidrios que iba a hacer participar de todas las inclemencias atmosféricas a una mujer de tan poco doblez.

Cuando el vehículo hubo llegado a la explanada de la Plaza de Toros, el cochero preguntó a Felicísimo cuál de los dos lados de la Ronda debería seguir.

El joven no conocía a Madrid a palmos para apreciar con exactitud la distancia que por una y otra dirección mediaba entre la Puerta de Alcalá y el Real Palacio; pero en parto porque calculaba que la diferencia no podía ser enorme, y en parte, por rencorosa aversión a pasar por delante de la malhadada verja de Recoletos, optó por el camino de Atocha.

El carruaje, siguió, pues, avanzando por la carretera de Aragón hasta que el ángulo recto que forman los dos lienzos del muro del Retiro indicó el cambio de vía.

Ruda prueba fue para la impaciente actividad de Lozano, aquel largo rodeo en torno del extenso parque del antiguo palacio de los Felipes.

Los viajeros desembocaron al fin en el camino de Vallecas, y recorriéndole con rapidez, vieron aparecer sucesivamente la recortada silueta del convento de Atocha, el elegante templete del observatorio y la negra construcción del Hospital general.

Hasta el Portillo de Valencia el camino se extendió ante los expedicionarios con una normalidad llena de satisfactorias promesas; pero a partir desde ese punto se accidentó notablemente.

Todo el trayecto que separaba el Portillo en cuestión del de Embajadores, se hallaba en vías de recomposición; y los guijarros acumulados en empinados conos tendidos en movibles sábanas, opusieron a la marcha del coche un obstáculo punto menos que insuperable.

Moro, que poseía la agilidad de una cabra, se puso en franquía, trepando, al lindero del arrecife; pero la elevada posición por donde Lozano caminaba, sólo contribuyó a desesperarle al permitirle contemplar la inconmensurable extensión del terreno que el carruaje tenía que recorrer a paso de tortuga.

Decididamente la noche era fatal, y había que resignarse a no ver nunca el término de las contrariedades.

Felicísimo, silbando por lo bajo un aire serrano, consultó con la vista el firmamento en la dirección del Norte, por si la hora logial de las estrellas le ofrecía alguna probabilidad de poder salir de aquel pantano antes de que rayase el día.

Hasta el Sahara tiene límites. Los fatigados caballos volvieron a pisar terreno sólido delante de la antigua huerta del clérigo Bayo, después Casino de la Reina, merced a una galantería municipal.

Entonces se avivó la carrera sostenida con vigoroso empuje hasta la vieja Puerta de Toledo.

A medida que la distancia al Campo del Moro se acortaba, el rostro de las damas se animaba con el albor de la alegría. Una etapa más, y podrían ver destacarse sobre el fondo de las nubes que comenzaban a adquirir ciertos matices diáfanos, la mole colosal del elevado alcázar.

La meta de la apetecida etapa, debía ser la cabeza del Puente Segoviano, hacía el cual rodó con nuevo brío el carruaje movido por el propulsor de la esperanza.

Cruzaban los viajeros por la falda del declive de las Vistillas, cuando creyó advertir Lozano un fugaz reflejo entre los árboles de la parte derecha del paseo treinta pasos delante.

Absorto el joven en la observación del punto de donde partió el destello, no echó de ver que a los pies del caballo surgía una sombra desde el fondo del foso producido por el arranque de un olmo muerto.

El fantasma tomó a su cargo llamar la atención del ginete, apoyando en su pecho la negra boca de un retaco.

En el mismo instante una voz potente gritó desde la línea que separaba el arrecife de la calle de árboles:

-¡Alto!

Felicísimo hizo deslizarse a lo largo de su costado con una suavidad imperceptible el extremo del arma amenazadora, y tiró de repente del cañón con la energía que nadie como él sabía emplear en las grandes ocasiones.

El estruendo de una detonación, que repitieron todos los ecos de la vega, siguió a la acción del joven.

La carabina había pasado a las manos de Lozano, y un segundo después caía la culata sobre la cabeza del precedente posesor como hubiera podido descender un rayo.

El contundido dio algunos traspiés, y fue a desplomarse en el mismo foso de donde le abortó la más negra de las fortunas.

Con la intuición que presta la fiebre del combate, Felicísimo dirigió una mirada a la parte opuesta de la carretera. Un hombre que acababa de saltar de la cuneta, le apuntaba a pie firme con otra carabina a la distancia de seis varas.

Lozano dio frente a su nuevo adversario, se tendió sobre Moro hasta el punto de que su cuello le hiciera invisible, y le sacudió un violento espolazo.

El potro saltó hacía adelante, relinchando de ira.

Durante el cortísimo trayecto que había que atravesar, Felicísimo vio las chispas producidas por la piedra de la llave al chocar con el eslabón de la cazoleta. La tentativa de disparo no tuvo otras consecuencias.

Moro llegó sobre el enemigo de su amo con la violencia de un alud del Pirineo, le encontró en pleno pecho, y le envió rodando por el camino a una distancia que no bajaba de diez pasos.

Desembarazado Felicísimo, poco menos que instantáneamente de sus contrarios visibles, gritó, dirigiéndose al cochero:

-¡Adelante!.. ¡A escape!

El carruaje partió como una flecha.

Súbitamente se encendió una llama rojiza enfrente del coche, y el lado de la carretera cubierto por los árboles, se llenó de humo y de estrépito.

Acababan de estallar, casi simultáneamente, dos tiros dirigidos a los caballos que arrastraban el vehículo.

Los brutos deslumbrados y heridos, al iniciar su arranque, condujeron la carretela fuera del camino, y la acostaron sobre una empalizada que impidió, por fortuna, que se derrumbase por las vertientes del río.

Uno de los caballos se agitaba bajo la lanza con las convulsiones de la agonía.

Lozano profirió una maldición; y aguijado por la sed de venganza, revolvió el potro hacía el sitio de donde partieron los disparos; pero los lamentos que oía en el fondo del carruaje, helándole en las venas la sangre, le hablaron al instinto de un deber más imperioso.

El joven, pues, corrió al lugar de la catástrofe, saltó en tierra, colgó la brida en una de las puntas de la estacada, y ayudó al cochero a favorecerá las damas. Elina, que ya estaba fuera del coche, tranquilizó al caballero acerca de la más apremiante de sus cuestiones. Las balas habían respetado las personas de las cuatro viajeras.

El primer cuidado de Felicísimo, consistió en extraer de la carretela a la marquesa y a sus hijas, y en hacerlas pasar por una brecha a la otra parte de la valla. Ésta, aunque débil, unida a la barricada que formaban el coche y los caballos, ofrecerían alguna protección a las damas, si los agresores que podían estar cargando sus armas, continuaban tan inaudita obra de barbarie.

Los dos subordinados de Garin, atacaban en efecto las carabinas, pero sin abandonar los árboles donde se emboscaban. La suerte que había cabido al jefe y a su compañero, cambiaba en recelosa defensiva la actitud de resuelta iniciativa con que se exhibieron.

El galope de algunos caballos que avanzaban por la parte de la Puerta de Segovia, atrajo la mirada de Lozano a la rasante del camino real.

No tardaron en dibujarse las formas de cuatro ginetes, los cuales, después de proferir ciertas, frases semejantes a señas convenidas, se pusieron en comunicación con los dos hombres de las carabinas.

-Felicísimo adivinó instantáneamente todo cuanto iba a suceder. Su plan no fue menos rápido que el presentimiento.

-Señora marquesa -dijo a la trémula dama-, dentro de pocos momentos los enemigos de usted van a darnos una carga decisiva.

-¡Ah! -sollozó la de Esquilache con voz desfallecida:- ¡harto comprendo que ha llegado la hora de resignarse al sacrificio!

-La resignación es una virtud cuando se trata de hechos consumados; pero mientras se vislumbra un rayo de esperanza el deber impone la lucha con el destino.

-¡Buen Dios!... ¿qué nos resta que hacer?

-Continuar la fuga a caballo, ya que no es posible en el coche.

-¡A caballo!

-Sin duda: uno de los del carruaje está herido en el brazuelo; pero no gravemente: puede resistir el peso de usted, y de una de sus hijas en el corto trayecto que nos separa de Palacio.

La marquesa comenzaba a comprender.

-En cuanto a la señora condesa -prosiguió Lozano-, montará en mi potro con la otra niña.

-Una palabra: -insinuó el cochero- ¿no podría engancharse el potro al carruaje que no ha sufrido importantes desperfectos?

-No hay que pensar en eso -contestó Felicísimo:- conozco a Moro; no obedecería a la fusta: jamás se ha visto en varas de tiro, y todo lo haría fracasar.

-Pero... ¿y usted? -exclamó Elina aterrada.

-¡Bah! -respondió sencillamente Lozano-, yo soy hombre, y sabré vender cara mi vida.

La de Bari fijó en el caballero una mirada indefinible.

-Buen ánimo, señoras -añadió Felicísimo ayudando precipitadamente al cochero a preparar los caballos sujetando en sus grupas las bolsas y el maletín.

-¡No llegaremos a Palacio! -murmuró la marquesa con el pesimismo del desaliento.

-Llegarán ustedes si observan puntualmente una recomendación importante.

-¿Cuál es? -preguntó Elina.

-No emprender la carrera sino en el momento en que vean seriamente empeñados conmigo a esos canallas en su totalidad. Si algunos de los ginetes advirtieran a tiempo la evasión de ustedes y se adelantasen a salir en su persecución todo se habría perdido. Confiemos en que he de darles que hacer lo suficiente para que acudan tarde a lo que más les interesa. Conviene que no vuelvan ustedes a subir al camino sino después de haber atravesado la alameda de la Virgen del Puerto. El cochero seguirá a ustedes para prestarlas cualquier auxilio que puedan necesitar. ¡Entereza!.. no nos dejan disponer de un segundo más... A caballo, y ojo avizor...

El movimiento de las sombras del arrecife demostraba, en efecto, la urgencia de la separación.

Elina, sin embargo, con los ojos fijos en Lozano no parecía comprender la apremiante necesidad de la partida.

El joven no titubeó: corrió a la dama, la tomó en los brazos, y la colocó sobre la silla del caballo.

Pero al verse en íntimo contacto con aquel cuerpo, objeto de tantos involuntarios ensueños, Felicísimo experimentó un vértigo de delirio, y estrechó contra el corazón, con el frenesí de la pasión más viva, el incomparable seno de la condesa.

Las circunstancias podían absolver la falta. ¡Tal vez aquel abrazo era de eterna despedida!

Durante el rápido período de tiempo en que estuvo sujeto a la influencia de la grata presión, creyó sentir Lozano, no obstante su embriaguez, que algo se le había posado sobre los labios, suave como el ala aterciopelada de la mariposa, perfumado como la brisa de los próximos jardines de Altamira. Pero de lo que conservó perfecto conocimiento el joven fue de que cayó sobre su mejilla una candente lágrima mensajera de los sollozos de una alma que se debate en las torturas de la desesperación.

Felicísimo acomodó después en la silla de Moro delante de la condesa a la mayor de las hijas de su amiga, y se precipitó al otro lado de la valla.

El cochero entretanto había ayudado a montar a caballo a la marquesa y a la niña pequeña.

Las damas se ocultaron en uno de los pliegues del terreno, atentas a las instrucciones del bravo caballero que iba a sacrificarse por ellas.

Cuando Lozano volvió al terreno donde yacía el abandonado carruaje, los hombres de la carretera se adelantaban en forma de media luna, dando un gran desarrollo al orden abierto que elegían para el ataque.

La cuadrilla se componía de seis individuos: dos peatones colocados en el centro, y cuatro ginetes distribuidos por mitad en ambas alas.

El avance se llevaba a efecto con cierta precaución. O los que promovían el ataque contaban con que la guarnición del coche era más numerosa, o sabían que la calidad suplía ventajosamente la cantidad.

Lozano desenvainó la espada, y se situó detrás de la carretela.

Una voz que le era conocida, la voz de Salazar a quien suponía yacente por una eternidad o al menos por algunos meses, gritó desde el extremo derecho de la línea:

-Es inútil toda resistencia: íntimo la rendición más absoluta.

-Impónnos la rendición con la punta de tu espada; no con las baladronadas de tu lengua: contestó Felicísimo en su habitual sistema de tutear a todo aquel a quien estaba próximo a romper el bautismo, así tuviese cuantos tratamientos se registran en la cancillería de Gracia y Justicia y algunos más.

-¡Mil rayos! -replicó Salazar; más bravatas contienen las palabras de los que al denostar a un adversario se acojen a un carruaje donde hay mujeres para esquivar el encuentro de una bala.

-Hasta ahora, horda de bandidos, no os ha detenido ese miramiento para disparar sobre el coche.

-Está bien: vosotros lo habéis querido -rugió el murciano.

Y dirigiéndose a sus compañeros añadió:

-Adelante, buenos mozos: respetad a las hembras; pero duro en cualquiera que empañe un arma.

Las distancias se habían estrechado lo suficiente para que los partidarios de Salazar pudieran entrever, no obstante la oscuridad de la noche, todo el contorno de la carretela.

El murciano experimentó algo parecido a un siniestro presentimiento. Según los cálculos que traía en la mente, los defensores del carruaje debían ser cuatro, incluyendo el cochero; y sin embargo, solamente se columbraba una sombra hacia la parte de la zaga.

El acento de uno de los peones pronunció entonces.

-¡Diablo! Si todas las mujeres que yo tope se asemejan a las que contiene el coche se acabó la descendencia de los Espantagatos.

-¡Qué dice ese bufón! -exclamó Salazar, lanzando su caballo sobre la carretela.

-¡Ay!... que la espada de ese malsín punza como el aguijón de un alacrán -rugió Espantagatos retirando el brazo atravesado.

El murciano no necesitó más que un segundo para convencerse de que el vehículo estaba vacío. Con la ira en el corazón y la blasfemia en los labios, Salazar levantó la cabeza interrogando a la exuberante vejetación del contorno, al aire húmedo de la ribera, a los ruidos de la noche.

El galope de más de un caballo, que sonaba en la dirección del Norte, fue una revelación para el secretario del Consejo de los amotinados.

Rápido como el viento volvió a la carretera, y gritó desde allí con imperiosa entonación:

-Sígueme Moltó: la italiana intenta ponerse en salvo a uña de caballo... Antuñano: acabad vosotros entretanto con ese miserable espadachín.

Moltó torció la brida y ganó el arrecife en seguimiento de Salazar, que acababa de partir haciendo brotar rojizas chispas de los pedernales.

Antuñano, que manejaba su rocín en el extremo izquierdo de la línea, y era en aquel instante el más próximo adversario de Felicísimo, dio la carga ordenada por el jefe con la confianza que infunde la conciencia de la superioridad.

Pero el brío de Lozano que se hallaba sobrescitado por el dardo de partho arrojado por Salazar al abandonar el terreno, se desencadenó sobre el primer objeto que le ofrecieron con el ímpetu del león que acaba de recibir un latigazo.

En tres segundos paró Antuñano con el cuerpo un tajo, un revés, y una estocada, y sacó el caballo encabritado de la zona sometida a la acción de aquel acero incontrastable.

-¡Mil maldiciones! -profirió, oprimiéndose con la mano el lugar donde recibió el puntazo:- vosotros los del trabuco, atrasad las entrañas a ese hijo de mala perra.

Los dos carabineros, que se habían hecho atrás, algunos pasos, procuraban enfilar los cañones hacia el punto del coche donde suponían oculto a Lozano.

Para ciertas organizaciones nerviosas la amenaza es más insoportable que el golpe. Felicísimo se quitó el sombrero, le colocó en la punta de la espada, y le pasé por delante del vidrio de la portezuela.

No fue perdido el trabajo. Apenas la movible sombra del chambergo ofreció a la puntería un dato siquiera fuese equívoco, brilló un relámpago, y el estampido de dos tiros se confundió con el crujido de los cristales rotos y de las astillas levantadas en el carruaje por los proyectiles.

Lozano volvió a encasquetarse el sombrero honrosamente atravesado por una bala, y examinó la posición del enemigo con el fin de hacer una vigorosa salida.

El más inesperado de los sucesos determinó en el joven la elección de su punto de ataque.

Tres bultos informes se desprendían a la carrera de las alturas del Portillo de Gilimon, atraídos por el eco de las explosiones; y una voz que se parecía a la de Ayala como un trueno a otro, gritaba en la plenitud de la sonoridad:

-¡Voto al diablo!.. me parece que hemos dado con ellos...

Felicísimo se presentó delante de sus adversarios en dirección opuesta a la que traía el que votaba por Lucifer.

Con la velocidad del pensamiento Lozano se lanzó sobre Antuñano parando en primera con la espada el corte que este le dirigía, mientras que con la mano izquierda se apoderaba del freno del caballo.

La lucha no fue larga. Antuñano herido con rudeza en el pecho por la empuñadura del acero de Felicísimo cayó por la grupa palpitante y sin aliento.

Entonces invadió el terreno del combate el individuo que formaba la vanguardia de los tres recién llegados, describiendo un molinete de buena escuela con una espada más que de marca.

-¡Tristán! -exclamó Lozano, procurando desengargantar del estribo el inerte pie de Antuñano.

-¡Presente! -contestó Ayala:- ¡ah, buen Felicísimo!.. Bien sabía yo que había de encontrarte vivo.

-No te ocupes más que del ginete -prosiguió Lozano-, necesitamos su caballo.

El hombre, cuyos despojos se repartían con tan poca reserva, quiso ponerlos a buen recaudo; y aplicando un violento espolazo al rocín que montaba partió de frente como un rayo.

Pero Lozano había previsto el caso, y empujando el corcel de Antuñano con un vigor irresistible, supo atravesarle tan a tiempo en la línea que seguía el del ginete fujitivo, que los dos brutos se dieron el más soberano encontrón que pueden registrar las crónicas ecuestres.

Hubo un instante en que ambos caballos permanecieron inmóviles, sobrecojidos de espanto, aniquilados por el dolor; y aquel instante bastó a Ayala para caer como un halcón sobre el ginete, empuñarle por el pescuezo y arrancarle de la silla punto menos que extrangulado.

En cuanto a los carabineros de Garin desaparecieron entre los matorrales de las vertientes del Manzanares apenas los dos secuaces de Ayala pusieron el pie en la carretera.

Felicísimo saltó sobre el lomo del bridón conquistado, y Tristán imitó el ejemplo de su amigo.

El caballo de lozano dobló los corvejones poco menos que hasta el punto de sentarse en el suelo como, un perro.

-¡Pardiez! -dijo Felicísimo, pugnando por levantar al derrengado animal.

El corcel de Ayala hizo todo lo contrario que el de Lozano: dobló las rodillas delanteras, y hocicó en el arrecife.

-¡Cáspita! -profirió Tristán, empinando a pulso a su babieca.

Ambos cuadrúpedos oscilaron en distintos sentidos; pero acabaron por conservar el equilibrio.

Ayala, que sentía estremecerse bajo sus robustas piernas al alazán que, digámoslo así, le sostenía, preguntó al vencedor de Antuñano:

-¿Quieres participarme, Felicísimo, lo que vamos a hacer con este par de aleluyas?

-Vamos a perseguir, Tristán, a los que a su vez persiguen a la marquesa.

-Hum... mucho me temo que montados corramos menos que a pie.

-Probemos, sin embargo.

Lozano colocó a su trotón dando frente a la cordillera de Guadarrama; le preparó con toda la suavidad posible, y le hizo sentir gradualmente la presión de los muslos.

El bruto se puso en marcha sin formular otra protesta que un lastimero resoplido.

Rara vez es perdido el buen ejemplo. El rocín de Ayala partió detrás del de Antuñano.

A medida que el calor del movimiento ponía en juego las axilas de los dos caballos, sus remos parecían recobrar la elasticidad y el vigor.

La consecuencia inmediata de esta modificación favorable fue una velocidad progresiva.

Al cruzar el terraplén del Puente de Segovia los dos ginetes, llegó a sus oídos un eco de galope de caballos.

-Ahí están -dijo Lozano, exhalando un suspiro de satisfacción.

-Sí, pero galopan, y nosotros trotamos -murmuró Ayala.

-También galoparemos si la necesidad es apremiante.

-Mucho esperas de tu bucéfalo.

-Reconozco que es menos malo de lo que había temido.

-Adelante, pues.

-Adelante.

-Cosas tan extraordinarias he presenciado hoy, que no desconfío de alcanzar al trote a quien me precede quinientos pasos al galope. Por ejemplo: ¿en qué globo has salido del colegio?

-Es toda una historia que te referiré minuciosamente cuando me encuentre menos atribulado.

-Que, el demonio me lleve si lo estás ahora mucho.

-La verdad es que tu caída del cielo...

-Del Portillo de Gilimon querrás decir.

-Pues bien, tu llegada, sea de donde quiera, casi me ha puesto de buen humor. Y a propósito: ¿por quién has tenido noticia de mi itinerario?

-Por Cazurro, con el cual tropecé en la confluencia de las calles de Alcalá y de las Torres, después de haber sabido que te fue dado prescindir del auxilio de mis gentes para evacuar la plaza sitiada.

-¿Y dónde iba por allí el bergante?

-A ver, según me dijo, si su caballo se había vuelto a la cuadra.

-¡Ah!.. le había perdido.

-Por lo visto. Mi legión acababa de ser disuelta; pero aún me quedaban dos bravos muchachos; los reforcé, y ganamos en línea recta y a buen paso las alturas del Oeste de la villa con la esperanza de salirte al encuentro.

-El refuerzo ha debido rezagarse; no he visto que te siguieran más que dos hombres.

-A fe mía, que desde que en las Vistillas oímos los mosquetazos, yo tampoco recuerdo haber vuelto a divisar a Perfecto.

El ruido producido por los cascos de los caballos perseguidos, cesó repentinamente.

En la parte alta del camino, a medio tiro de bala de la Puerta de San Vicente, se distinguían dos ginetes inmóviles, que parecían vacilar acerca del rumbo que debían seguir.

-He aquí una excelente ocasión para ganar terreno -pronunció Ayala.

Lozano no contestó, pero aguijó a su rocín.

La atención del joven estaba absorta en los ecos que subían de la espesa arboleda de falsos plátanos, que a la izquierda de la carretera se estendía hasta la orilla del río.

El rumor que podía percibirse se asemejaba al apagado crujido que producen algunos pies de hombres o caballos al pisar arena húmeda.

Dos formas vagas que se movían perezosamente, aparecieron por fin en una de las sendas que ascendían al camino de Castilla.

La presentación de los nuevos actores en el teatro de los sucesos, determinó una evolución instantánea en los ginetes del arrecife.

Estos despejaron la ruta acaso para no inspirar desconfianza, y tomaron la vuelta del boquete del Campo del Moro. No era otra la dirección que seguían los individuos procedentes del bosque de la Virgen del Puerto.

-Me parece, Tristán -dijo Lozano-, que es llegado el caso de deplorar que no te haya ocurrido proveerte de las espuelas que calzaba tu adversario derribado.

-¡Bah! -contestó Ayala:- mis botas son nuevas, y cuando ciertos pies empujan los tacones, bien pueden éstos sustituir al mejor acicate.

-Pica, pues.

Los caballos dieron una prueba de obediencia y de energía digna de todo encomio; partieron a media rienda.

Felicísimo calculó con exactitud matemática la velocidad del corcel.

En el instante que éste pisó la explanada que conducía al Campo del Moro, los hombres de la carretera cerraban el paso a los ginetes que acechaban.

Moltó tiró del acero y se dirigió hacia el más adelantado de los recién venidos, que era un gentil caballero que estrechaba entre sus brazos a una niña.

Lozano puso por cuarta vez mano a la espada en aquel día fecundo en linternazos y se lanzó sobre Moltó gritando:

-¡A mí, señor mío!... ¡Ira de Dios!... ¡A mí!... No soy un adversario que consiente que su reto sea aplazado por nadie.

-¡No era Antuñano! -exclamó con sorpresa el requerido.

-Así me parezco yo a Antuñano como tú a un bienaventurado.

Elina, que al ver atajada su carrera había refrenado a Moro, exhaló un grito de alegría cuando oyó la voz de Lozano y corrió a guarecerse detrás de la grupa de su caballo.

-Adelante, señora condesa, adelante sin perder un momento -la dijo rápidamente Felicísimo:- esta gente corre de mi cuenta.

Y apenas vio a Elina ejecutar la prescripción, cruzó la espada con Moltó.

Era este un mocetón de sólidos puños que esgrimía el montante con el aire y vigor de un carda-lanas; pero apenas aventuró un golpe decisivo, recibió en la cabeza, antes de reponerse, tan contundente respuesta, que a pesar de las nubes que cubrían la atmósfera, le hizo ver todas las estrellas del firmamento en el primer instante, y, le ocasionó en el segundo un desvanecimiento que le derribó de la silla.

Entretanto Salazar que había maniobrado con destreza para cerrar el paso a la marquesa, acababa de conseguir cojerla al vuelo la brida del caballo.

Aún no había Moltó concluido de acostarse en la madre tierra, y ya estaba Felicísimo al lado del murciano.

Un instante después la punta de la espada de Lozano caía sobre los nudillos de Salazar, la mano de éste soltaba su presa y la dama pasaba en seguimiento de Elina.

-¡Aborto de todos los infiernos! -articuló bramando el murciano:- en mala hora has vuelto a interponerte en mi camino.

Salazar extrajo del arzón con la mano izquierda una larga pistola, la montó con trémulo pulso y apuntó a Felicísimo.

Este hizo inmediatamente que se encabritara su caballo para recibir el disparo.

La detonación no tardó en sonar; pero el frenesí de la cólera es un deplorable compañero en el manejo de las armas, especialmente las de fuego; la bala ni hirió al hombre ni al bruto.

Lozano se precipitó sobre Salazar empinándose en los estribos, y blandiendo la terrible hoja toledana. Un noble instinto le detuvo el brazo sin embargo; se hallaba en presencia de un hombre herido que no empuñaba otro hierro que el de una pistola descargada.

Salazar exasperado arrojó su arma humeante a la cabeza de Felicísimo.

El joven, merced a un rápido movimiento, pudo salvar el rostro; pero no por eso se libró de una buena contusión en el hombro izquierdo.

-¡Gaznápiro! -gritó iracundo:- ¿tienes empeño en que yo te mate esta noche?

Lozano no hirió a su enemigo con la espada; pero embistió de flanco con una carga de pretal al caballo que montaba, y le derribó en el foso que separaba los terrenos del municipio y de la real casa.

Inútiles fueron todos los esfuerzos que para levantarse intentó el corcel del murciano; el pobre bruto se había roto un brazuelo en la caída.

La corta brega del animal puso de manifiesto a los ojos de Felicísimo un hecho inverosímil. Salazar estaba sólidamente atado a los borrenes de la silla; aquel hombre de voluntad de acero forjado en la fragua del odio, no encontró, sin duda otro medio, para sostener a caballo el cuerpo más débil que el espíritu.

Tan breve había sido la doble lucha, que Ayala, a pesar de su solicitud, únicamente llegó a tiempo al campo de batalla para envainar la innecesaria tizona y exclamar en el colmo del estupor:

-¡Felicísimo, eres el mismísimo demonio!

Lozano volvió vivamente la cabeza hacia la parte de la carretera: había visto acercarse una sombra de enorme volumen, y en las circunstancias en que se encontraba, todo era sospechoso.

El bulto que estaba detrás del joven era un hombre que conducía por la brida el caballo tordo de Moltó, y que sujetaba debajo del brazo un verdadero haz de espadas.

Felicísimo reconoció con extrañeza al aparecido.

-¡Cazurro! -pronunció:- ¿de dónde diablos vienes?

-De recojer los despojos de las victorias de mi bravo señor -contestó Perfecto, inclinándose con la más respetuosa de las consideraciones.

-No te suponía con tan buenos pies.

-El deseo de ser útil a mi noble amo me ha prestado esta noche la intuición de los atajos.

-Me parece que hay otra intuición que posees todavía en grado más eminente: la de las marrullerías.

Lozano tendió una mirada en torno. Moltó no daba muestras de volver en sí, y en cuanto a Salazar, se debatía con débiles sacudimientos encadenado al inerte corcel. No existía, pues, motivo alguno de recelo.

-Escoltemos a esas damas, Tristán -añadió Felicísimo:- la galantería te impone esta última etapa.

Los dos jóvenes se pusieron en la pista de las fugitivas. No tardaron en alcanzarlas en la subida del paseo de las Lilas, porque Moro, aunque tascando el freno y esparciendo en torno espumosa saliva, subordinaba obediente la marcha a la del herido caballo de la marquesa.

La llegada de Lozano fue acogida con una explosión de entusiasmo. El triunfo positivamente habría sido completo, a sentir el joven caballero menos dolorida la clavícula izquierda.

Apenas faltarían mil pasos para ganar el pie de las ramblas que por aquella parte sirven de zócalo al elevado alcázar.

En el trayecto no tropezaron los viajeros con ningún ser viviente; no escucharon otro ruido que el de las propias pisadas.

Hasta los centinelas de los puestos avanzados de las ramblas permanecieron mudos en las garitas angulares; hubiérase dicho que estaban advertidos.

Por fin, Elina, la mejor montada de todos, se detuvo en la oscura puerta del Oeste.

Buscaba algún objeto que no fuera la delicada mano para significar un llamamiento, cuando Moro la dio resuelta la cuestión.

El inteligente animal comprendió que para alguna cosa le ponían delante de una puerta cerrada, y levantando el pie derecho delantero, asentó con la herradura en uno de los cuarterones dos tan sonoros golpes, que debieron ser oídos en todos los subterráneos de Palacio.

La palabra del rey obtuvo inmediato cumplimiento. La puerta se abrió instantáneamente, y los expedicionarios penetraron en la bóveda a la luz de dos linternas movidas por manos invisibles; pero que no podían pertenecer a otros seres, según la agradecida imaginación de las damas, que a dos ángeles guardianes del Paraíso.




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Capítulo XXIV

Donde se refiere el espanto que una nota de trompa produjo en una tórtola inadvertida


Jamás en noche alguna ofrecieron los tránsitos de la regia mansión aspecto más tranquilo.

Todo hablaba de inercia; Carlos III parecía haber abdicado el cetro de su casa en otro monarca más absoluto que él; en el déspota Morfeo.

La condesa de Bari conocía la reserva impuesta al corto número de iniciados en la evasión; pero ¿no podía también haberse cambiado de propósito? Cosas más extraordinarias se habían visto en Palacio.

Después de haber provisto al descanso de los dos caballeros, Elina se apresuró a realizar la unión del marqués de Esquilache con su familia en una de las habitaciones del rey.

Escasamente habrían trascurrido veinte minutos, cuando Felicísimo, que después de prodigarselas más expléndidas abluciones, se ocupaba en cepillar el traje, oyó dos leves golpes en la puerta del aposento que le fue destinado.

El joven abrió en el acto y se encontró delante de un hombre de aspecto clerical, que debía estar muy contento en vista de la tenacidad con que le retozaba en los labios la sonrisa, y que no podía menos de ser cortés, por cuanto se deshacía en cortesías.

Era el abate Gándara.

-¿Es al señor de Lozano a quien tengo la honra de ofrecer las sinceras manifestaciones de mi más distinguida consideración? -preguntó el abate.

-Lozano es, en efecto, el que en este momento se complace en hacer conocimiento con persona de tan seductoras atenciones -contestó Felicísimo con aire de equívoca formalidad, en que hasta despuntaba cierta modulación imitativa.

-Su majestad, invita, pues, a pasar a su cámara al señor de Lozano. Me cabrá la satisfacción de indicarle el camino.

Felicísimo se acomodó el sombrero debajo del brazo izquierdo y siguió al abate.

Condujo Gándara al caballero por una larga serie de estancias, y abriendo una puerta de artísticas molduras, le cedió solemnemente el pasó, dando por terminada la excursión.

La nueva habitación era espaciosa, y como sólo se hallaba iluminada Por una lámpara a media luz con el objeto acaso de no denunciar la velada de quien allí residía, Lozano no pudo reconocer a las personas que se movían en un grupo situado en la parte de sombra proyectada por la pantalla.

De aquí provino cierta vacilación en los primeros pasos del joven.

-Acercaos, caballero -pronunció la voz del rey:- venid a recibir nuestras cordiales felicitaciones por el valor con que habéis dado cima a vuestra empresa.

Felicísimo se adelantó hasta penetrar en la zona sombreada, y divisó al monarca con el traje gris perla que había vestido todo el día, al marqués de Esquilache entre sus dos hijas y a la marquesa apoyada en el brazo de la condesa Elina.

-La abnegación, la serenidad y el esfuerzo de que el señor de Lozano nos ha ofrecido pruebas en esta noche -añadió la marquesa-, dignos son, en efecto, del tributo de nuestra admiración.

-Mi perversa estrella, caballero -articuló Esquilache-, no ha querido que pudiera galardonarle por mí mismo con la magnificencia que el servicio merece; pero confío en que mi augusto amo acojerá con su habitual bondad la recomendación vivísima que en favor de usted le dirijo.

-Procuraremos complacer al marqués -repuso el rey:- dotes como las que reúne el señor de Lozano, no son tan comunes que puedan ser miradas con indiferencia.

-Señor -dijo Felicísimo con el sello de la sinceridad mejor sentida:- si en las horas que acaban de pasar me ha sido dado sobreponerme a algunas dificultades, no fue por efecto de mis merecimientos, sino de mi buena fortuna.

-Esa divinidad pagana nunca ha favorecido a los imbéciles pusilánimes. Buscaré digno empleo a vuestra inteligente actividad, y auxiliado por la condesa de Bari no desespero de encontrar al fin algo que os cuadre.

El monarca levantó la cabeza con aire absorto como si dieran ya principio las investigaciones de que hablaba y añadió un segundo después:

-Seguidme, caballero.

El punto a donde el rey se dirigió era uno de los ángulos de la biblioteca ocupado por un armario de colosales dimensiones.

Mientras abría el mueble, prosiguió diciendo el soberano:

-Conozco todos los detalles de vuestra expedición, y las maravillas que sabéis hacer con la espada. Presumo, pues, que podrá seros particularmente grata esta dádiva de vuestro príncipe en recuerdo de los acontecimientos de la noche del 24 de Marzo.

Y tomando de la panoplia del fondo del armario una espada magnífica hizo ademán de colgarla del cinto de Felicísimo.

Este se apresuró a despojarse de su acero para recibir la honra que el monarca le dispensaba.

-¡Ah! Señor -profirió el joven:- vuestra majestad hace de mí el más entusiasta de sus súbditos.

El soberano exhaló un suspira añadiendo:

-Son tantos los descontentos que hoy he visto, que bien merezco esta compensación... Ahora retiráos a descansar, caballero: es cosa de que debéis tener harta necesidad.

Felicísimo saludó al monarca con respetuosa efusión, se inclinó profundamente al volver a pasar por delante del marqués y las damas, y salió de la biblioteca.

El abate Gándara había desaparecido; pero Lozano coordinó sus recuerdos, y después de varios paseos por las estancias contiguas, rectificando la dirección, cuando un objeto antes no visto, le demostraba que hacía falsa ruta, acabó por dar de nuevo con el aposento que le fue destinado.

Una vez a cubierto de testigos, el joven corrió hacia la mesa, depositó en ella las dos espadas, y se entregó al examen de la nueva con la perita atención de un armero inteligente, y la prolija minuciosidad de un artífice platero.

El arma en cuestión era un donativo verdaderamente regio.

La empuñadura de plata cincelada, conforme a las buenas tradiciones de la escuela florentina, afectaba la forma clásica del cetro, y ostentaba en el pomo una gruesa corona real de oro macizo, cubriendo los emblemáticos dos mundos. Ambas esferas consistían en dos soberbios diamantes, blanco el uno y negro el otro, gruesos como garbanzos.

La hoja toledana, flexible como una serpiente, ocultaba el inmaculado brillo en una vaina de fina piel de Astrakan perfumada con el aroma permanente de la unona odorantísima.

Felicísimo contemplaba su inestimable espada con la misma pueril fruición con que la mujer admira una de esas ricas alhajas que notoriamente realzan la hermosura.

El demonio que inspiró a la heroína de Goethe podría observar la escena con la sonrisa de la ironía en los labios; pero no por eso Lozano dejaba de ser digno de envidia. La cándida absorción del caballero demostraba que era joven y que ni tenía gastado el corazón, ni era filósofo.

Un ligero rumor que sonó en la puerta como si la arañase alguna mano, produjo en Lozano un extremecimiento indefinible.

En el segundo siguiente Felicísimo recogía palpitante el tapiz, y se encontraba delante de la azafata de la reina madre.

El joven abrió paso a la dama pronunciando:

-La presencia de la señora condesa me colma instintivamente de alegría, y sin embargo la razón me predice que debe haber para mí en esta visita un fondo de amargura.

-¿Por qué ese pensamiento? -preguntó Elina.

-¿Por ventura no viene usted a despedirse?

-La frase es en efecto triste, caballero.

-Ah, no tanto como la separación a que precede.

-Bien sabe Dios que no ha de ser mi iniciativa la que promueva esa separación: el objeto que aquí me trae puede ofrecer a usted una prueba inequívoca.

-¿Cuál es, pues, ese objeto?

-El de rogar a usted que siga a la familia real en su partida.

Lozano envolvió a la dama en una mirada de inefable expresión.

-Creo adivinar -articuló-, el móvil del deseo que la señora condesa expone.

-¿Se trata de una esperanza?

-No: se trata de un temor. La señora condesa desconfía de que una vez libre de la fascinación de sus divinos ojos, no vuelvan a arrebatarme las olas del motín...

-¿A qué negar que ese pudiera ser uno de los motivos que me guían?

-¡Oh! Tranquilícese usted en semejante punto: el rey ha sabido fijar para siempre mis veleidades políticas.

-Mi súplica, no obstante, obedece a motivos más poderosos.

-Por ejemplo...

-En la corte todo se olvida pronto: los servicios tal vez antes que los agravios... No quisiera que las buenas disposiciones del rey dejaran de dar fruto por falta de cultivo.

-¿Y no podrá tomarse mi presencia por el importuno memorial de un pretendiente?

-Ah, respondo al señor de Lozano que no se cuenta en el número de sus imperfecciones la importunidad.

-En verdad que no sé cómo pagar a la señora condesa el interés que por mí demuestra.

-Buen Dios, mis pobres créditos nunca compensarán mi enorme deuda... Por otra parte...

-¿Qué?...

-¿A quién podría yo tender mi mano en busca de apoyo si de él necesitase todavía en la tremenda perturbación que el orden público experimenta?

-Esa consideración sí que es para mí decisiva.

-¿Nos seguirá usted a Aranjuez?

-Seguiré a usted al fin del mundo.

-¿Sin violencia alguna?

-Con la espontaneidad más absoluta.

-¿Tan cortés, tan complaciente y tan rendido como en este momento?

-Mil veces más si usted lo quisiese.

-¿Constante?...

-Como la eternidad.

-¿Dichoso?...

-Como un amante...

Cómo pudo realizarse el hecho, sería un fenómeno fisiológico de la más difícil explicación; pero fue el caso que al llegar el diálogo a ese punto, las cuatro manos de los jóvenes, sin intervención de su voluntad, se habían entrelazado tan intrincadamente como los tirsos de la yedra.

De repente, un eco insólito que tenía algo del rugido del león o del punto más bajo del figle, pobló los ámbitos de la estancia.

Para cualquier oído familiarizado con las miserias de la vida real, el ruido en cuestión hubiera sido el prosaico ronquido de una criatura humana; pero ¿quién se atreve a pedir serenidad de criterio a las almas que se ciernen arrobadas en las delicias del quinto cielo?

Elina más sobresaltada que Lozano, se apresuró a desatar los nudos que la estrechaban, y salió a la galería de una carrera.

El joven siguió a la condesa con la misma precipitación.

El cambio de atmósfera, la facilidad de observación que ofrecía uno de los tránsitos más frecuentados de Palacio, y la natural reacción experimentada por Felicísimo y Elina, hicieron que la despedida de éstos no revistiera el peligroso carácter de ternura que inconscientemente estuvo a punto de adquirir.

Cuando Lozano se vid solo y ordenó algún tanto sus ideas, se echó a buscar a Cazurro.

Las primeras investigaciones fueron infructuosas; pero al fin dio con un lacayo que creyó haber visto en las cocinas, un mancebo a quien cuadraban las señas que se le referían, y que bajó a buscarle con la solicitud más complaciente.

Felicísimo se volvió a su cuarto con menos impaciencia de la que era de temer. Las ideas que le asaltaban la mente, y los sentimientos que le conmovían el corazón, le preocupaban demasiado por entonces para que prestase mucha atención a las faltas o a los excesos de Cazurro.

Apenas el joven penetró en su aposento, la abstracción fue mayor todavía. Ya no eran únicamente las manos las que le hablaban de Elina; sus gratos efluvios perfumaban todo el ambiente.

¡Ah! ¡Con cuánta delicia hubiera Felicísimo respirado la noche entera en aquel rincón del Paraíso!

La llegada de Cazurro arrancó del mundo de los sueños a Lozano.

El buen Perfecto estaba revelando en los brillantes ojos, en los húmedos labios y en el aflojado cinto, que acababa de regalarse con una satisfactoria refección.

-Parece que por fin el seor Cazurro se aviene a dispensarme algunas atenciones -dijo Lozano, no sin cierta severidad.

-No porque la ausencia encubra mis acciones -contestó rendidamente el lacayo-, dejan de consagrarse todas ellas al mejor servicio de mi noble amo.

-Eso es lo que no estaría demás ver demostrado.

-Mi conciencia me dicta que nunca han de ser pruebas lo que me falte.

-Por ejemplo, ¿dónde están los bigotes del dragón de la Puerta de Recoletos?

-Oh, señor; aunque iliterato harto sé que las figuras retóricas no se toman al pie de la letra.

-Pero suponiendo que unos bigotes sean una figura retórica, ¿llegastes a batirte?

-Con más empuje, que un león, y más saña que una hiena.

-No necesitas abuela.

-Ese es también mi parecer; lo que necesito es la dehesa de Extremadura que heredaré el día en que la respetable señora en cuestión sea llamada a disfrutar de la presencia de Dios.

-¿Cuál fue el resultado de la riña?

-Una doble catástrofe.

-Conozcamos la tuya.

-Sin saber cómo, ni por dónde, me encontré desarzonado y extendido en la arena del pasco cuan largo he sido hecho.

-Muy bien... quiero decir muy mal; veamos ahora la infausta suerte de tu enemigo.

-¡Oh! En cuanto a ese... -murmuró Cazurro revolviendo los ojos en sus órbitas con siniestra expresión.

-¿Qué?

-El infeliz había previamente tenido la insensatez de tratar de cortarme la retirada; y ya porque le arrollase mi furioso caballo, ya porque le alcanzase el filo de mi larga espada, fue el caso que el guardián rodó maltrecho, y que pasé por encima de su cuerpo no sé si muerto o vivo.

-Perfectamente; ¿y qué dijo al caer?

-Pronunció una palabra extranjera.

-Repítela, pues.

-Exclamó: ¡Puff!...

Felicísimo no pudo conservar su formalidad.

-Escucha, Perfecto -replicó:- tengo toda la buena voluntad necesaria para creer en la doble caída que me cuentas; pero no creo que hayas luchado encarnizadamente con más adversario que con tu rocín. Te perdono, sin embargo, en gracia del aplomo con que te mientes a ti mismo.

-Ah, señor...

-¿Dónde has dejado a Moro?

-En las reales caballerizas, instalado como un príncipe entre el tordo y el alazán.

-¿Bien provisto el pesebre?

-Con la mayor esplendidez; la abundancia que impera en los graneros y pajares de su majestad invita al despilfarro.

-Por lo que se refiere a tu persona, entiendo que puedo estar tranquilo.

-Aseguro a mi señor que no me he ocupado de ella hasta después de haber subvenido a todas las necesidades de los nobles brutos.

-¿Y te han parecido tan tentadores de la gula los pesebres de los bípedos como los de los cuadrúpedos?

-Más todavía; los hornillos están siempre encendidos, los accesibles aparadores colmados de viandas, las mesas cubiertas. Por todas partes la profusión y la magnificencia, se ven erigidas en sistema. Las botellas van mediadas de costoso y delicado néctar al serón de los cacharros rotos. En una palabra, no hay desorden alguno; en ésta augusta mansión, a cualquier hora del día o de la noche, Lúculo come en casa de Lúculo.

-Extraordinaria circunstancia de que sin duda has abusado.

-Me he limitado a usar con cierta amplitud. Observar otra conducta no hubiera sido corresponder dignamente a la suntuosa hospitalidad de nuestro soberano.

-¿De manera que te encuentras aquí perfectamente?

-¡Ah señor! Si yo me atreviese a darle a usted un consejo, porque usted me le hubiera pedido, le diría con el fuego de la más ciega convicción que no sirviese nunca a otro amo que al rey. Las migajas que se caen de su mesa, son mayores que los pasteles que saborean los prelados en la Cuaresma; y los huesos que aquí se arrojan a los perros, llevan adherida más carne de capón y de pavo que la que comen los grandes en todo el año.

-A fe mía, Cazurro, que siento sustraerte a la Jauja que tales ditirambos te inspira.

-¿Por ventura?...

-No emplees esa palabra; por desdicha vas a bajar en el acto a la caballeriza para ensillar de nuevo a Moro y al tordo que te has apropiado, no sé si bajo el pretexto de que era bien mostrenco o vacante.

Al buen Perfecto se le cayó el alma a los pies.

-¡Pobres animales! -murmuró suspirando:- ¡Ir a cortarles la digestión del mejor pienso que jamás ingirieron en el estómago!

-Los goces de la tierra son fugaces.

-¿Dónde habré de conducir a esos malaventurados brutos privados de un sueño reparador?

-A la Puerta de San Vicente: allí me reuniré contigo.

Cazurro se encaminó a la salida con la forzada resignación del reo, y levantó pausadamente la cortina. Tal vez contaba con alguna rectificación en las órdenes de Lozano. Este no añadió una palabra.

Preciso fue partir.

Entonces abrió Felicísimo una puertecilla entornada, oculta por los pliegues de la tapicería, y pasó a una estancia idéntica a la que él ocupaba.

Sobre el lecho que se contaba entre los muebles de la nueva habitación, estaba extendido, boca arriba, Tristán de Ayala como una magnífica estatua yacente.

Del órgano nasal del caballero se escapaba, con cadencioso ritmo, una respiración enérgica que, no por ser tranquila, dejaba de adquirir a las veces gran potencia de resonancia.

Aquella nariz era la trompa de donde había partido la extridente nota que causó tanto espanto en la tórtola inadvertida que por un momento se posó en la estancia contigua.

Lozano se adelantó hasta los pies de la cama de Ayala, y pronunció con una voz todo lo acentuada que las conveniencias permitían:

-¡Tristán!

El apostrofado no se dio por entendido en lo más mínimo.

Felicísimo cogió a Ayala de una oreja, le levantó la cabeza de la almohada, y le repitió el nombre de pila a tres dedos del tímpano.

Ayala prosiguió roncando con la regularidad de un péndulo.

Lozano abandonó al contumaz durmiente, y fue a examinar el rótulo de una botella vacía que erguía su esbelto cuello sobre la mesa.

La vasija había contenido rom.

Desde entonces renunció absolutamente Felicísimo al propósito de despertar a su amigo. Sabía que cuando Ayala había absorbido una respetable cantidad de aquel licor, no volvía del letárgico sueño que le producía aunque estallase en torno del lecho, que a la sazón ocupara, el estruendo simultáneo de todas las baterías de la plaza de Gibraltar.

El joven rasgó de su cartera una de las pocas hojas que había en blanco, escribió en ella algunas palabras y la colocó después doblada, en la guarnición de la espada de Tristán.

Acto continuo salió de la mansión del sopor báquico.

Entretanto una procesión de fantasmas se deslizaba silenciosa a la trémula luz de las linternas sordas por la intrincada serie de tránsitos, abierta en los profundos cimientos del alcázar.

A la cabeza de la misteriosa hueste ondulaba una silla de manos conducida por los dos astures más robustos que fue posible hallar entre todos los lacayos de la real casa.

En el fondo de aquel vehículo brillaban los penetrantes ojos de Isabel de Farnesio, no amortiguados por el curso ya largo de los años, y por los tormentos de la enfermedad.

Seguían a la litera el rey, los príncipes, la familia de Esquilache y la condesa de Bari.

Cerraban la marcha los duques de Arcos y de Medicenali.

Largo era el trayecto recorrido por el laberinto de achatadas bóvedas que parecían comunicar el frío de sus húmedas paredes a todos los corazones, cuando la silla de manos se detuvo cerrando el paso a los que precedía.

-¿Qué ha ocurrido? -preguntó el rey con voz apenas perceptible disimulando mal el sobresalto.

-¡Hem! -murmuró forcejeando uno de los lacayos portadores.

-¡Hum! -articuló el otro procurando secundar los esfuerzos de su compañero.

-Pero ¿qué estáis haciendo desdichados? -exclamó la reina madre que se sentía zarandear con menos miramientos que aquellos a que estaba habituada.

-La silla no puede volver el ángulo del pasadizo -dijo por fin el primer lacayo declarándose vencido.

-¡Qué contrariedad! -repuso el rey.

-¡Qué inadvertencia! -añadió Isabel.

-Pero ¿no podemos tomar otro camino?

-No existe, señor -contestó el guía de la expedición.

-¡Ah, bondad divina! -balbuceó el monarca consternado.

Y volviéndose hacia el capitán de guardias que acababa de adelantarse para reconocer el recodo del angosto corredor, prosiguió con acento apremiante.

-Duque, duque: ¿qué hacemos en este conflicto?

-La cosa más indicada y más sencilla -respondió el de Arcos.

La espectación fue general.

-¿Qué cosa es esa? -dijo el rey.

-Cortemos los brazos a la silla -contestó naturalmente el duque.

-Tiene razón -pronunció la reina Isabel.

Todos los circunstantes, el rey inclusive, expresaron de una manera u otra su perfecta confianza en el procedimiento.

La idea del capitán había sido el huevo de Cristóbal Colón.

-Habrá que ir en busca de sierra... -insinuó uno de los lacayos.

-Torpes, ¿no tenéis cuchillos? -profirió el duque de Arcos.

Los lacayos desnudaron inmediatamente sus largos machetes de monte, y dieron principio a la amputación.

Menos duró la faena de lo que la impaciencia de la real familia temía.

A los cuatro minutos el pasadizo estaba convertido en astillero, la litera volvía a levantarse del suelo, y el cortejo proseguía su camino.

No hubo ya entorpecimiento alguno hasta llegar al mismo vestíbulo que sirvió de ingreso a las damas acompañadas por Lozano.

La puerta se abrió con la amplitud debida al soberano, y la comitiva respiró en el campo del Moro el aire picante de las primeras horas de la madrugada.

Las linternas se cerraron instantáneamente, y desaparecieron debajo de las capas.

La familia real se dirigió entonces a buen paso hacia la carretera de Castilla por las ocultas sendas abiertas en los desmontes que se estienden al pie del Paseo de las Lilas.

En la esplanada que precedía al arrecife se divisaban dos vastas masas negras separadas por la distancia de cien pasos.

Eran la primera tres coches de camino, verdaderas arcas de Noé, tirados cada uno por cuatro vigorosos caballos: constituía la segunda la compañía de guardias de corps que mandaba el duque de Arcos.

Los miembros de la augusta estirpe se instalaron apresuradamente en uno de los carruajes: las demás personas de la comitiva se repartieron en los dos restantes.

Un latigazo fue la señal de la partida: coches y guardias se pusieron en movimiento, y desaparecieron poco tiempo después por el camino de Aranjuez con la vertijinosa carrera de quien huye de un lugar apestado.




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Capítulo XXV

De cómo el gobernador del Consejo de Castilla se dejó gobernar por los alborotados matritenses


El eco de un formidable trueno que estallase sobre la linterna de la torre de la Iglesia parroquial de Santa Cruz, no se hubiera propagado con tanta rapidez por la villa entera como circuló en la mañana del martes 25 de Marzo la noticia de la fuga del rey seguido de la guardia walona y de la familia de Esquilache.

Aquella clandestina evasión a juzgar por la unánime voz de los corrillos no significaba para el vecindario de Madrid otra cosa que la total ruptura del solemne pacto celebrado en la Plaza de Armas de Palacio.

La indignación popular rugió sin freno.

Mientras el Consejo que dirijía el alboroto deliberaba en sus antros desconocidos, se adoptaban por todas partes las precauciones consiguientes a la renovación de las hostilidades.

La primera medida consistió en incomunicar la capital de la monarquía con el sitio de Aranjuez. Y tan a tiempo se estableció el cordón sanitario, que los lacayos de la real casa que conducían las camas de la augusta familia a su nueva residencia, hubieron de volverse a Palacio.

No encontraron el camino más expedito algunos, secretarios del despacho que con sus clásicas carteras se apresuraban a dejar las márgenes del Manzanares por las del Tajo.

Los cocheros de sus excelencias fueron invitados por las turbas a volver pies atrás, secundando la invitación con manifestaciones más o menos corteses en que los tronchos de las berzas desempeñaron un papel importante.

Un acontecimiento inesperado proporcionó al motín cierto carácter militar de que hasta entonces había carecido.

Los conductores de algunos carros de fusiles, procedentes de Vizcaya, destinados a la renovación del armamento de la guarnición, los cuales se habían detenido el día anterior en las inmediaciones de la villa, en consideración al peligro que las circunstancias ofrecían, recibieron orden no se sabe de quién, para proseguir el camino, y penetraron tranquilamente hasta la calle de la Montera.

El convoy se vio asaltado allí por un enjambre de curiosos, al parecer, que apenas se hizo cargo de la clase de objetos aportados, abrió las cajas y se repartió el contenido con tanta precipitación como si de pan bendito se tratase.

Con tan precioso hallazgo, coincidió otra invención complementaria. Un espíritu previsor hizo observar que, los cañones de los fusiles sin municiones equivalen a cañas huecas; pero que por fortuna había facilidad para dotarlos de todo el terrible poder de destrucción que están llamados a ejercer, porque en el inmediato pueblo de Carabanchel de Abajo existía un polvorín abundantemente surtido.

Una nutrida diputación de los amotinados se incautó del polvorín a continuación; y los fusileros en número de cinco mil se proveyeron de cartuchos con una largueza más que expléndida.

Del caos en que envolvían a la villa el tumulto, la incertidumbre y el desconcierto, pareció al fin producirse algún acuerdo.

Una muchedumbre, acumulada en la espaciosa Plaza de Oriente se puso en movimiento con dirección a la morada del Gobernador del Consejo.

El trayecto no era largo. Don Diego de Rojas y Contreras, obispo de Cartagena, vivía en el centro de la Cuesta de Santo Domingo frente al convento de las religiosas que daban nombre a la localidad.

Prevenido el prelado por el ardiente clamoreo que se elevaba de la calle, recibió con la calma de la dignidad y la sonrisa de la benevolencia a los comisiónados del motín.

La pretensión coreada por veinte voces que su ilustrísima escuchó, pertenecía al número de las que podían parecerle extrañas.

Se trataba de que el Gobernador partiese para Aranjuez con el fin de conjurar al rey a que volviese inmediatamente a Madrid, si es que no había roto con su vecindario de un modo definitivo, retractando todas las palabras que empeñó en el día anterior.

El prelado, sin embargo, sólo aventuró algunas débiles objeciones acerca de los inconvenientes que acaso pudieran ofrecer su posición oficial y su carácter sagrado para el desempeño de la espinosa misión que se le quería conferir.

Los alborotados insistieron con energía, y persuadido el mitrado por la razón que no podían menos de tener tantos acentos unánimes y tan sonoramente acentuados, no tardó en avenirse todo cuanto de él se exigía, y en pedir en su consecuencia el coche.

La multitud acompañó al digno obispo prodigándole las más inequívocas demostraciones de entusiasta reconocimiento.

El carruaje avanzó majestuosamente hasta el Puente de Toledo; pero la sólida construcción churrigueresca debía estar predestinada para dar un solemne testimonio de consecuencia popular.

Un compacto, grupo que se unió vociferando a la escolta del reverendo, sin contar para nada con la aquiescencia de éste, torció la brida a sus caballos y condujo de nuevo el coche a la Cuesta de Santo Domingo.

¿Qué significaba semejante cambio de opinión que así zarandeaba a un prelado en su coche de Gobernador del Consejo, como a un polichinela en su caja de títeres?

¿Se desconfiaba de que el mitrado ahogase con bastante fuego en pro de la causa del pueblo? ¿Se temía que se quedase en Aranjuez por propia o por ajena voluntad? ¿Se deseaba conocer el discurso que se proponía pronunciar?

Misterios son estos que todavía no ha puesto en claro la historia, y que mucho tememos cause por largos siglos la desesperación de las generaciones venideras.

El mismo demonio de la crónica no es a veces capaz de levantar la punta del velo que cubre ciertos embrollos colectivos.

Reinstalado el obispo en su domicilio, pudo al fin enterarse del motivo.

Se pretendía que en lugar de hablar al rey en persona, le expusiera en un escrito el ilustrísimo, todos los agravios del vecindario de Madrid, los fundados temores que al verse abandonado abrigaba, y el ardiente deseo que por la vuelta de la corte sentía.

El cambio de procedimiento no encontró la menor oposición en el ánimo del alto dignatario.

Éste, que por lo visto se hallaba en un cuarto de luna acomodaticio, se encerró en el despacho gubernamental, y redactó a la carrera, según unos, o extrajo del recóndito fondo de un bolsillo de la morada túnica, según otros, la representación que se le encomendaba.

Fuera o no improvisado, el memorial del obispo de Cartagena era una disertación en verso y prosa de lo más peregrino que puede darse.

Pero como el documento, atendida su considerable extensión, autorizaría los bostezos de nuestros lectores, nos guardaremos bien de estamparle íntegro.

Desde luego se revelaba en el escrito la mansedumbre evangélica más perfecta; mal monstruo llamaba a Esquilache, y había calificativos menos suaves.

Enumeraba la flamante instancia con un garbo que podría llamarse frescura todos los maleficios que la nación debía al marqués. Se le imputaban los perjuicios que ocasionó la guerra de 1762, porque si bien era cierto que se opuso abiertamente a ella, no estaba probado que semejan le oposición no fuese una redomada hipocresía. Se le acriminaba por la supresión de diferentes oficinas, teniendo en cuenta que aunque resultaban notoriamente innecesarias, en cambio daban de comer a una multitud de menesterosos empleados a los cuales no convenía buscar otros medios de subsistencia. Se le dirigían los más gravísimos cargos por los impuestos que creó con destino a la construcción de carreteras, siendo así que lo que sobraba en España ran caminos de perdición. Y por fin, se le atribuían todos los daños inherentes al establecimiento del alumbrado público, entre los cuales no era seguramente el menor, la facilidad que la luz prestaba a los malhechores para expiar a los honrados transeúntes, perseguirlos en su fuga con fruto, y despojarlos de las mejores prendas que llevaban.

Después, el redactor del documento empuñaba la cítara de Jeremías, adoptaba el tono plañidero de la más patética sensiblería, y se condolía de que hubieran llegado tiempos tan fatales para el prestigio del monarca en que se repitiese sin correctivo por la villa la conocida décima que decía:


   Yo el gran Leopoldo el primero
marqués de Esquilache augusto,
rijo la España a mi gusto
y mando a Carlos tercero;
hago en los dos lo que quiero,
nada consulto ni informo,
al que es bueno lo reformo,
y a los pueblos aniquilo;
y el buen Carlos mi pupilo
dice a todo: «Me conformo».



No se prescindía en la solicitud del gran efecto retórico de las transiciones.

De repente el autor saltaba sobre el sagrado trípode, y declamaba inspirado esta tirada ditirámbica:

«¿Pues qué vemos sobre vuestra majestad? ¡Ah, señor! Vemos las tesorerías sin dinero: oímos que se rebelan pueblos indianos: vemos irse el dinero de España por millones: observamos que la decadencia del continente iba a los extremos de su aniquilación... ¿Y contra quién, señor, ha recaído esto? Contra vuestra majestad lo miramos, no contra nosotros, sino contra vuestra majestad, señor: porque un rey sin caudales, es peor que un labrador sin ganado; porque un rey a quien se rebelan sus dominios, es peor que la más cruenta guerra que destruye sus reinos, pues amigos y enemigos son pedazos de la monarquía: porque un rey que sus tesoros los trasportan a otros dominios, es peor que dejar un cuerpo sin sangre; porque un rey a quien sus provincias las deterioran con órdenes de tropelías que las arruinan, es peor que una langosta que asola los campos».

Como se echa de ver, no sólo carecía de exactitud, de tacto y de buen gusto el papel en cuestión, sino que ni siquiera estaba escrito en idioma castellano, circunstancia la más imperdonable de todas, si se tiene en cuenta que era debido a la pluma de una persona que reunía el doble carácter de obispo y de doctor.

Terminada la exposición con la súplica de rúbrica, el gobernador del Consejo estampó su firma y tornó al salón.

Acto continuo se procedió a dar lectura pública del documento.

La aprobación fue unánime. Rasgos hubo en la obra, el de monstruo inclusive, que debieron ser sublimes, porque arrancaron los más frenéticos aplausos.

Poseedora la turba del manuscrito, era llegado el caso de pensar en el mensajero; pero antes de que pudiera llegar a suscitarse discusión alguna sobre el particular, los iniciados aclamaron a un hombre que se brindó expontáneamente a desempeñar la comisión.

El osado sugeto era Diego Abendaño, uno de nuestros más antiguos conocidos.

Tomó el manchego la representación del obispo, formuló cuatro protestas de incorruptibilidad catoniana que fueron acogidas con entusiasmo, montó a caballo y partió para Aranjuez.

La expectación que el mensaje de Abendaño imponía al vecindario, no fue un período de ociosidad.

Los directores del movimiento, ávidos de alimentar su fuego sacro, proporcionaron a los alborotados diferentes patrióticas distracciones.

Una de las más bulliciosas, consistió en echar a la calle a todas las mujeres reclusas.

Estas amazonas se organizaron en escuadras, se armaron de fusiles, de pistolas, de palos y de piedras, se hicieron preceder de pífanos y de panderos, y recorrieron con banderas las calles de la población cantando las alabanzas de la marquesa de Esquilache en variedad de tonos y de metros.

Entre los himnos predominaba una letanía de la cual nos guardaremos muy bien de escribir ni la primera ni la última palabra.

En las huertas de la villa se improvisaron reductos, se abrieron fosos, se aspilleraron casas, se obró en fin, como si se tratase de sostener un sitio en regla.

Con esto, y con el desarme de algunos puestos poco numerosos de inválidos, se entretuvo el lento curso del día, y se pudo esperar a que la aparición de las primeras estrellas diese la señal del descanso, esto es, de la orgía.

El vino y los licores circularon, en efecto, aquella noche con la misma generosidad de oculto origen y mayor profusión que en las cuarenta y ocho horas precedentes.

Decididamente cada etapa del motín era un expléndido regalo de la abundancia.

La noche se deslizó tranquila sin que dieran muestras los ánimos de impaciencias ni de desconfianzas; pero desde las primeras horas de la mañana siguiente, se comenzó a observar cierta preocupación en la parte más inteligente del cuerpo de los alborotados.

Los pensamientos se fijaron en Aranjuez, y menudearon las preguntas acerca de la suerte que pudo haber cabido al portador del escrito en que se condensaban los clamores del pueblo.

Ya había recorrido el sol la tercera parte de su carrera, y los inquietos miembros del consejo directivo discutían si sería conveniente trasladar el motín a la nueva residencia del monarca, cuando Diego Abendaño se presentó a la avanzadilla situada en les afueras de la Puerta de Toledo.

El que ejercía las funciones de jefe de la fuerza, era un estudiante de teología de la universidad complutense que distraía en Madrid las vacaciones de la Semana Santa, y como conocía al manchego desde el día anterior, se apresuró a salirle al encuentro disparándole a quema-ropa no el trabuco que llevaba en la mano, sino la convenida seña Dies irce.

Abendaño arqueó las cejas como uno de los dioses de Homero, y contestó con una dignidad en armonía con el olímpico gesto:

-Perro y tiña.

El teólogo era muy capaz de comprender aquella traducción romanceada de ferro et igne; pero no por eso dejó de reírse en las barbas del romancista.

Esto no obstante, movido por la general curiosidad, escoltó a Abendaño hasta la casa del obispo Rojas.

Tan considerable fue el concurso provocado por la noticia del regreso del mensajero popular, que a duras penas pudo el caballo de éste abrirse paso por las calles de la población.

El ilustre mitrado se enteró de que Abendaño había conseguido ver al rey merced a una tenacidad inaudita, y de que era portador de la augusta respuesta en un pliego lacrado.

En el acto convocó el gobernador al Consejo en la casa Panadería, y se trasladó a este punto por la calle de las Fuentes seguido del manchego y de toda la inmensa muchedumbre que llenaba la cuesta de Santo Domingo y la Plaza de los Caños del Peral.

Apenas penetró su ilustrísima en la sala donde esperaban los consejeros, hizo franquear el gran balcón, y dispuso que desde él se leyese el real despacho para que pudiera ser mayor el número de los oyentes.

Considerable iba a ser éste; porque la vasta plaza vista desde el balcón aparecía empedrada de cabezas humanas.

Abendaño entregó en presencia del público al Gobernador del Consejo el pliego que había conducido; y abierto solemnemente con la intervención de un escribano de cámara, se dio lectura a las siguientes líneas:

«Ilustrísimo Señor: El rey ha oído la representación de usía ilustrísima con su acostumbrada clemencia, y asegura bajo su real palabra que cumplirá y hará ejecutar todo cuanto ofreció ayer por su piedad y amor al pueblo de Madrid, y lo mismo hubiera acordado desde este Sitio y cualquiera otra parle donde le hubieran llegado sus clamores; pero en correspondencia a la fidelidad y gratitud que a su soberana dignación debe el mismo pueblo, por los beneficios y gracias con que le ha distinguido, y el grande que acaba de dispensarle, espera su majestad la debida tranquilidad, quietud y sosiego, sin que por título ni pretexto alguno de quejas, gracias ni aclamaciones, se junten en turbas ni fomenten uniones; y mientras tanto no den pruebas terminantes de dicha tranquilidad, no cabe el recurso que hacen ahora de que su majestad se les presente. De Real orden lo digo a usía ilustrísima, para su inteligencia y efectos correspondientes. Dios guarde a usía ilustrísima muchos años. Aranjuez 25 de Marzo de 1766.-Roda.- Señor Gobernador del Consejo de Castilla».

A la última palabra de la soberana disposición expedida por la Secretaría de Estado, y del despacho de Gracia y Justicia, siguieron las más nutridas salvas de aplausos, a las palmadas los vítores al rey, y a las aclamaciones los abrazos fraternales, los sombrerazos al aire y todo género de manifestaciones de júbilo.

A juzgar por el vértigo de satisfacción que se apoderó de la muchedumbre, hubiérase dicho que desde el día siguiente no iba a faltar a cada ciudadano una gallina que echar en el puchero, según la frase del primer Borbón.

A la formal ratificación del monarca, se unieron notorios testimonios de la sinceridad con que había sido otorgada.

En los Consejos, en la Casa de Ayuntamiento, y en la misma de la Panadería, se fijaron bandos haciendo saber al vecindario que su majestad había aprobado el trage antiguo, suprimido la Junta de Abastos, acordado la salida de la guardia walona, dispuesto el extrañamiento del marqués de Esquilache, y nombrado en reemplazo de éste a Don Miguel de Múzquiz para la cartera de Hacienda y al general Don Gregorio Muniain para la de la Guerra.

El motín triunfaba, pues, en toda la línea.

Es verdad que por lo pronto no obtenían los alborotados el regreso de su idolatrada real familia; pero después de todo, la presencia de un monarca no es exactamente tan indispensable para los pueblos como la de la mujer amada para los amantes.

Como según las leyes de la lógica, la victoria debía traer aparejado el renacimiento de la tranquilidad pública, los pensadores se echaron a temblar más que nunca; pero aunque el fenómeno no pudiera ser menos ordinario, la calma renació en efecto.

Los reductos exteriores desaparecieron, las cortaduras de las calles se terraplenaron, y los amotinados conducidos por sus capataces, fueron expontáneamente a los cuarteles a depositar en ellos las armas y municiones.

Providencial pareció a algunos que todos los disturbios terminasen en la víspera de la solemnidad del Jueves santo, para que las ceremonias religiosas pudieran celebrarse con la paz y recogimiento convenientes; y a fe que no estamos muy lejos de creer en la intervención del orden sobrenatural en el asunto, si tenemos en cuenta que muchos de los prójimos que en el miércoles empuñaron el fusil y el zapapico profiriendo blasfemias, tocados en el corazón por la gracia, recorrieron en los dos días siguientes las calles de la villa en cofradías de disciplinantes y de nazarenos.




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Capítulo XXVI

Donde Salazar aplaza para mejor ocasión el acto de someterse al Tribunal de la Penitencia


El Sábado santo a las diez de la mañana, cuando el cañon tronaba en Monteleón, las innumerables campanas de la villa agitaban las alborotadoras lenguas, los órganos hacían resonar su trompetería en los templos, y las palomas adornadas con cintas de rabiosos colores revoloteaban entre asustadas por el ruido, y gozosas por haber recobrado la libertad, todo en conmemoración gratulatoria de la resurrección del Redentor, un hombre envuelto en una capa negra se hacía anunciar con el simple nombre del abate en una de las habitaciones del piso bajo de la casa de los canónigos.

El silencio y la siniestra oscuridad que reinaban en la sala donde el visitante penetró, ofrecían un singular contraste con la bulliciosa animación que se observaba en el atrio del monasterio próximo, y en las calles circunvecinas.

Había además en aquella estancia otra cosa que contristaba el ánimo: ese edor de la traspiración morbosa, de las tisanas, del ácido carbónico que satura la atmósfera donde penosamente respiran los enfermos.

Trascurridos algunos minutos, se entreabrió una de las dos hojas de la puerta vidriera de la alcoba, y un joven novicio se adelantó en puntillas hacia el de la capa murmurando a su oído con voz apenas perceptible:

-El doliente, tan luego como ha podido dominar el estupor de la fiebre, se ha apresurado a consentir en la entrada de vuestra reverencia; pero el estado en que se encuentra no puede ser más grave, y siguiendo las instrucciones del licenciado Albarrán, recomiendo al señor abate que abrevie su entrevista en cuanto dable sea.

-Cuente el buen novicio con que respetaré el precepto de la ciencia -contestó el abate.

Y entró en la alcoba del paciente.

En un lecho descompuesto por la inquietud del dolor físico y de la desesperación moral, yacía Salazar con el rostro pálido a consecuencia de la pérdida de la sangre, y los ojos encendidos con el brillo de la calentura.

-Abate -articuló el murciano-, hace cuarenta y ocho horas que la sombra de usted se une a todas mis preocupaciones, figura en todas mis pesadillas.

-En fin, héme aquí -respondió el abate-, mi doble compromiso está cumplido.

-¿Ha tenido lugar el cambio de papeles, de joyas, de recuerdos?... -añadió Salazar con acento entrecortado.

-No han sido devueltos documento ni objeto algunos.

-¿Pero pudieran serlo todavía?

-No es presumible: las despedidas pública y privada se han realizado ya.

-Es bien extraño...

-¿Porqué señor de Salazar?

-Porque lo exige la inflexibilidad de la lógica.

-¿Y no pudiera usted partir de un principio erróneo?

-¿Qué principio es ese?

-Mi amo es prudente, la marquesa advertida: si los documentos que usted persigue sólo existieran en su imaginación...

-El hecho carecería de verosimilitud a no ser absolutamente incierto. Conozco por lo menos una carta, cuya posesión a falta de mejores autógrafos satisfaría mis esperanzas.

-¿Una carta?

-De dos líneas, abate, pero de un valor inestimable. El escrito cuenta algunos años de fecha: aún reinaba en España el buen Fernando.

-¡Ah!...

-Se refiere a la época de los sentimientos platónicos, de los méritos, de las esperanzas. Se trataba de impetrar de la Santa Sede la creación de un obispado en la provincia de Girgenti para el cual en su día debía ser presentado un sobrino de Tanucci. Coincidía con esta circunstancia la existencia en el territorio de la mitra en proyecto, de una pingüe fundación piadosa sobre cuya propiedad se litigaba entre el Sumo Pontífice y la corona de las dos Sicilias. En la corte de Nápoles se acariciaba el pensamiento de llegar a conseguir de etapa en etapa que Su Santidad se aviniese a aplicar por vía de transacción a la nueva silla episcopal las cuantiosas rentas disputadas. Todo estribaba en acertar a conducir el asunto con destreza. Entre los diplomáticos sicilianos, el marqués de Esquilache, por la iniciativa del rey Carlos, fue el encargado de pasar a Roma para dirigir cerca del Papa gestión tan delicada. En ningún tiempo se ha visto libre del mismo capital defecto Leopoldo de Gregorio: el elevado concepto en que tiene su. propia suficiencia. Ofuscado el marqués por la benevolente aquiescencia con que acogieron las primeras mociones el Pontífice y la curia romana, creyó poder dar una notoria prueba en Nápoles de habilidad y diligencia, y precipitó las diversas fases de la negociación. En breve se tocaron las consecuencias de la falta. Clemente XIII vio sin dificultad el lazo que se le había tendido, y se apresuró a cortarle por donde fuera más difícil la compostura; desestimó rotundamente con todas las formalidades de la Cancillería, la erección del obispado en cuestión. La infausta nueva produjo en la corte de Nápoles el efecto de una inesperada erupción del Vesubio. Tanucci quiso cojer el cielo con las manos, y el monarca pareció fruncir el ceño de veras. Para tratar de enderezar el entuerto, se desautorizó públicamente al malaventurado Esquilache; se le retiraron sus poderes de enviado extraordinario, y se hicieron las más ardientes protestas al Pontífice de la sinceridad y del desinterés con que se procedía. Era ya tarde. Su Santidad se mantuvo inflexible, y el sobrino de Tanucci hubo de resignarse a no pasar en aquella ocasión de presbítero. Las iras de los derrotados se volvieron entonces contra el torpe Esquilache; y entre las humillaciones que se le impusieron, se contó la prohibición de pasar la frontera de los dominios de su majestad siciliana. En vano el ex-plenipotenciario dirigió tres cartas al soberano recomendándose a su clemencia, y poniendo en relieve que el exceso de celo era la única falta que podía imputársele; no recibió respuesta alguna directa ni indirecta. Había necesidad de acudir a los grandes recursos; la marquesa tomó a su vez la pluma, y escribió al rey la más conmovedora de las epístolas. Ocho días después llegaba a manos de la de Esquilache en Roma, el siguiente autógrafo del monarca: «Marquesa: acabo de escribir a Gregorio autorizando su regreso a Nápoles. Por vos, bella Pastora, no hay error del marqués que yo no esté dispuesto a perdonar».

-La carta, puede, en efecto, ofrecer para alguien un interés relativo -pronunció el abate:- pero suponiendo que ese sea el tenor literal...

-¡Oh! Consta el texto en los registros del padre general.

-¿No está también en lo posible que ya no exista?

-El papel en cuestión es de los que se conservan a todo trance.

-La verdad es que en rigor no tengo motivo alguno para poner en duda que las creencias de usted cuenten con sólido fundamento. La existencia de esos documentos y el hecho negativo de mi manifestación, son perfectamente compatibles. Pasemos, pues, al segundo incidente.

Las ígneas pupilas de Salazar devoraban los labios de su interlocutor; habríase podido asegurar que las palabras que éste iba a pronunciar, acababan de adquirir nueva importancia.

-La partida de la familia de Esquilache no es ya un problema -repuso el abate.

-¿Para cuándo está prefijada?

-Para el miércoles próximo.

-¿A dónde se dirigen?

-A Cartagena: la fragata Atrevida espera en ese puerto a los marqueses para conducirlos a Italia.

-¿Conoce usted detalles por insignificantes que parezcan?

-Algunos guardas de campo acompañarán a los extrañados, con el objeto de que los pueblos del tránsito puedan, si quieren, considerarlos prisioneros...

-Comprendido: esa escolta...

-Sólo tiende a poner a los marqueses a cubierto de cualquier insulto.

-Adelante.

-Esquilache pasará por su quinta de los Morales, y dormirá en ella la noche precedente al día de la entrada en Cartagena. Parece que le impone esa ligera detención la necesidad de atender al arreglo definitivo de la fortuna que deja en la Península antes de abandonar su territorio.

Los ojos del murciano brillaban más que nunca. ¿Era que su fiebre se exacerbaba con el diálogo? Era que en el cráter del volcán de los odios que le dominaban hervía algún pensamiento seductor?

-Los marqueses harán su viaje en un carruaje de la real casa, al cual se habrán quitado los blasones -prosiguió el abate:- y el conductor, aunque privado de librea, pertenece asimismo a las caballerizas de su majestad. En cuanto a los tiros, serán los de la posta ordinaria.

Había en el mate rostro del murciano tal aire de estática atonía, que el orador dudó en verdad si era escuchado.

De repente el enfermo sacudió su letargo, se incorporó penosamente sobre un cado y dijo en tono breve:

-¿Se propone usted ver al padre Cebrián?

-Tan luego como salga de este aposento -contestó el abate.

-Ruego a usted entonces que le diga que aplazo someterme por ahora al tribunal de la penitencia. Mi fin está menos próximo que creíamos, porque me queda por jugar la última carta.

-Cumpliré el encargo de usted.

-Creo, abate, que la Compañía no olvidará nunca los servicios que a usted debe; pero si en ella algún día se debilitase la memoria, no faltará quien la refresque mientras exista Salazar.

-Ningún interés mundano mueve mis acciones: pero es demasiado preciosa la amistad de usted, para que sus palabras no suenen gratamente en mis oídos. Adiós, pues, señor de Salazar, y que el Omnipotente mejore sus horas para usted.

-Adiós, abate Gándara.

El doliente extendió su trémula mano, y tiró del cordón de la campanilla en el instante en que el abate cruzaba el dintel de la puerta.

El joven novicio no tardó en asomar su interrogadora cabeza.

-Hermano Ignacio -dijo Salazar:- descorre la cortina de la ventana.

-El licenciado Albarran ha recomendado la media claridad -objetó tímidamente el joven.

-Con permiso del licenciado necesito más luz para escribir.

-¡Para escribir! -exclamó el novicio extupefacto.

-Eso he dicho, traeme la cartera y el tintero.

-Pero, señor de Salazar...

-¡Hermano Ignacio!

-Si lo que usted se propone va a ser imposible... Desde el lecho se hacen ilusiones todos los enfermos acerca de la actividad de sus facultades físicas.

-¡Mil infiernos! -gritó Salazar crispando los puños.

Ignacio se santiguó, condujo del bufete a la alcoba los utensilios pedidos, y descorrió la cortina.

Salazar extrajo un pliego de la cartera, sepultó una pluma en el tintero, y la colocó sobre el papel. La primera letra fue un rasgo que ningún paleógrafo habría podido descifrar; la segunda, un borrón.

El doliente estuvo a punto de arrojar al suelo la pluma; dominó la desesperación, sin embargo y se limitó a murmurar con expresión sarcástica.

-Me parece que el hermano Ignacio está en lo cierto: con la imaginación se hacen más heroicidades que con los puños.

Empujó el murciano la cartera hasta los pies del lecho, fijó los ojos en la esfera de la péndola colocada en la pared y se pulsó por espacio de quince segundos.

En ese período de tiempo contó treinta y cinco pulsaciones.

-¡Fiebre altísima! -articuló-, con ciento cuarenta pulsaciones por minuto no escribiré seguramente; y no obstante es preciso que escriba.

Entre los frascos que yacían sobre la mesa de noche había uno que contenía una solución incolora. En la etiqueta se leía bromuro de alcanfor.

Salazar destapó aquel frasco, se le aplicó a la boca, y le apuró resueltamente absorviendo una dosis inverosímil por lo extraordinaria.

Después volvió a deslizarse sobre las almohadas, cerró los párpados y se abismó en la sima de los pensamientos que le poseían.

No se hicieron esperar los efectos de la sal de bromo. Diez minutos más tarde, el corazón dejaba de enviar a los pulmones el torrente de sangre en que los ahogaba, y los músculos del pecho pudieron dilatarse sin esfuerzo.

Salazar fue bastante dueño de sí mismo para permanecer en reposo durante media hora; pero al sonar la primera campanada de las once, término del plazo que se había prefijado, recogió la cartera e intentó la segunda prueba.

Por aquella vez tuvo la satisfacción el doliente de ver salir de su pluma verdaderas letras. Es verdad que las primeras que trazó no tuvieron un punto menos de contorno que las ciruelas claudias; pero a medida que la labor adelantó, llegaron a verse reducidas al modesto tamaño de uvas jaenes.

El escrito no pasó de la octava línea. El murciano estampó su firma, plegó el papel, le cerró con una oblea y puso cuatro palabras en el sobre.

A continuación llamó a Ignacio.

-Lleva inmediatamente esta carta a la Fábrica de Tapices -dijo al novicio.

-¡Abandonando la cámara de usted! -articuló el joven admirado.

-A menos que sin abandonarla puedas ir a la Puerta de Santa Bárbara. Tu ausencia, por lo demás, será breve, porque como ves, sólo se trata de un trayecto de algunos centenares de pasos.

El novicio dirigió modestamente los ojos al sobrescrito y leyó a media voz:

-Señor don Eulogio Carrillo.

-En propia mano.

-¿Y qué debo hacer si por acaso no estuviere en la fábrica ese sugeto?

-Oh, eso es distinto: entonces te informas acerca de su paradero, y le sigues la pista hasta en las entrañas de la tierra.

-Pero ¡buen Dios! mi comisión pudiera eternizarse en ese caso. ¿Quién entretanto cuidará de usted?

-¡Pues cuidarán el ángel de mi guarda o mi demonio tentador! -contestó Salazar en el colmo de la impaciencia.

Ignacio volvió a hacer la señal de la cruz, y salió precipitadamente de la alcoba.

El murciano tomó en el acto otro pliego, y se engolfó en la redacción de un segundo documento. Con la inspiración que presta la fiebre, Salazar llegó al final de la cuarta plana sin levantar la pluma del papel para otra cosa que para renovar la tinta.

Cierto ruido de mueble que sonó en el gabinete, detuvo la mano del enfermo.

Salazar dirigió maquinalmente la vista a la péndola, y se admiró de que hubiese trascurrido media hora.

-El señor de Carrillo espera las órdenes de usted para pasar a verle -pronunció el novicio entreabriendo la puerta vidriera.

-Que no se detenga un instante -contestó el murciano.

Y volviendo a bajar la cabeza terminó el escrito en cuatro rasgos.

El hombre de la capa de grana había penetrado en la alcoba.

-Carrillo -le dijo Salazar con rapidez-, necesito un corazón leal, una cabeza inteligente, y un brazo decidido. ¿No es verdad que al pensar en usted he dado con mi hombre?

-¡Cómo! -profirió el interrogado sonriendo-, ¿por ventura imagina usted que yo rechace tan lisonjeras cualidades?

-Pues bien, Carrillo, hay que calzarse las espuelas.

-¿Cuando?

-Esta tarde mejor que mañana.

-¿Dónde es necesario ir?

-Al extremo de mi provincia.

-¿A Murcia?

-Jurisdicción de Cartagena.

-El paseo no es precisamente el que exige la digestión de la comida.

-¿Tiene usted aversión a los viajes?

-Todo lo contrario, me distraen. Por otra parte, la atmósfera de Madrid empieza a afectar mi salud, especialmente desde que manifiesta tendencia a encalmarse.

-Tanto mejor, el aquilón va ahora a desencadenarse en las provincias.

-¿Sí?

-En la de Murcia más que en otras.

-¡A Murcia, pues, cuerpo de tal!

-Ese es el entusiasmo conveniente.

-Nunca me falta cuando la convicción anima mis actos. Y a propósito, señor de Salazar, ¿qué es lo que yo tengo que hacer en Murcia?

-Ayudarme si mi maldita fiebre permite que me ponga en camino; sustituirme si debo apurar todos los tormentos de la desesperación en el insoportable cepo de este lecho.

-Supongamos que nos ocurre la desgracia de que se dé el caso de la sustitución.

-¿Conoce usted la topografía de la zona a donde se dirige?

-Ni poco ni mucho.

-Proporcionaré a usted los pocos datos necesarios. A media legua escasa del pueblo de Alcázares, a la vista del mar Menor, existe una quinta de recreo llamada los Morales; retenga usted ese nombre.

-Los Morales -repitió pausadamente Carrillo esculpiendo las letras en la memoria.

-La quinta pertenece a la familia del marqués de Esquilache, y es su residencia favorita en cuantas ocasiones puede ausentarse de Madrid.

-La posesión debe ofrecer atractivos; porque los Esquilaches son sibaritas.

-Con tantos les brinda a no dudar, que quieren pasar en ese albergue la última noche de la estancia en España.

-¿Es, pues, por esta vez cosa segura la partida?

-Infalible.

-Adelante.

-Los marqueses conducirán importantísimos documentos que denuncian crímenes de lesa Nación...

-¡Ah, belitres!..

-Y como el Consejo Supremo de la Buena Obra ha decidido hacerse dueño de tan interesantes piezas...

-¡Cáspita! ¡Soberbia resolución!

-Es indispensable que en la noche que los de Esquilache pasen en su quinta se apodere usted a todo trance de cuantos papeles lleven.

-¿Precisamente en esa noche?

-¿Considera usted arbitraria la designación del tiempo y del lugar?

-En modo alguno; pero me parece que no deja de asistirme cierto derecho para conocer los motivos que la determinan.

-Las facilidades que va usted a encontrar en los Morales, aseguran el buen éxito de la empresa.

-Ah, magnifico; pero ¿qué facilidades son esas?

-La noticia de la llegada del marqués va a producir la mayor indignación en la aldea de los Alcázares.

-Maravilloso don de profecía.

-Haga usted cuenta que está oyendo a Isaías.

-Mi fe no puede ser más ciega.

-La explosión del sentimiento popular dará por resultado el súbito allanamiento de la quinta; y torpe sería usted seguramente si en el desorden de la nocturna sorpresa no encontrase medio para desempeñar con perfecta conciencia la misión que le confío.

Carrillo se acarició la barba durante algunos segundos, y repuso:

-La ocasión es, en efecto, propicia hasta lo sumo; pero en cambio hace por su índole especial, que un hombre solo no pueda dar cima a la empresa.

-Tendrá usted todos los auxiliares que necesite.

-¿Reclutados en Madrid?

-De ninguna manera. Eso, sobre imprudente, sería más dispendioso. La designación de los iniciados que han de ponerse a las órdenes de usted, corre de cuenta del alcalde de Alcázares.

-¡Del mismísimo alcalde!

-Con una frase voy a explicar a usted lo que le intriga. El funcionario municipal es mi amigo, mi primo, mi alter ego.

-¡Oh, coincidencia afortunada!

-La carta que acabo de escribirle, y en que le doy las más precisas instrucciones, servirá a usted de credencial.

Y trazando el nombre del sobrescrito, único requisito que faltaba, Salazar entregó a su interlocutor la epístola.

-Reconozco que hasta ahora no dejan de satisfacerme los datos -dijo Carrillo.

-A resolver, pues, el problema -contestó el murciano-. Los marqueses partirán de Aranjuez el miércoles próximo, y harán el viaje en posta. Ya ve usted que no le sobra tiempo si ha de esperarlos debidamente prevenido en el terreno donde va a jugarse la partida.

-Sólo necesito proveerme de tres cosas para poner el pie en el estribo.

-¿Cuáles son?

-Caballo, escudero y condumio.

-Felizmente las tres pueden reducirse a una.

Salazar sacó del cajón de la mesa de noche una pequeña llave, y la alargó a Carrillo añadiendo:

-Sírvase usted abrir el armario de cedro.

Carrillo franqueó la doble puerta del mueble indicado.

-Tire usted de la gaveta inferior de la derecha -prosiguió el murciano.

La ejecución siguió al precepto.

-Tome usted una de las dos bolsas que ahí se encuentran -dijo todavía Salazar.

-¿La negra o la verde? -preguntó Carrillo contemplando el fondo de la gaveta con verdadera consideración.

-Es indiferente: ambas contienen la misma suma.

El de la capa de grana optó instintivamente por el color de la esperanza, y levantó la bolsa con el pulso de un epiléptico para estudiar en el sonido la clase de metal que en ella se encerraba.

Las vibraciones atmosféricas hablaban del oro con la más conmovedora de las elocuencias.

-Creo, Carrillo, que ha de tener usted los fondos suficientes.

-Me basta con la opinión de usted para dar por cosa cierta el hecho.

Y Eulogio deslizó en su casaca con la indolencia del desinterés la bolsa que empuñaba.

-Mi pensamiento, mi vida, mi honra misma van a pertenecer a usted desde este instante -articuló Salazar dando a su acento naturalmente rudo la inflexión de la súplica.

-¡Confianza, pardiez! Tendrá usted todos los papeles del marqués.

-Y sobre todo, Carrillo, los que por prudencia pudiera ocultar la marquesa... aunque parezcan serla exclusivamente personales...

-Hasta esos, guárdelos donde quiera. ¡Vive Dios!

Salazar despidió a Carrillo con la mano.

Entonces comenzó a echar de ver que le afectaba un verdadero acceso de atonía, que las extremidades se le quedaban yertas, y que le dominaba el más invencible marasmo.

-¿Habrá sido demasiado elevada la dosis de bromuro? -pensó con cierta inquietud.

-Bah -se contestó en el acto-, aunque así fuera, el principal objeto está conseguido.



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