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El evangelio según Cortázar

Sergio Ramírez





Mi primer encuentro con Julio Cortázar ocurrió en 1976 en San José de Costa Rica. Llegaba él para dictar un ciclo de conferencias en la sala mayor del Teatro Nacional, invitado por el recién fundado Colegio de Costa Rica, y entonces, Ernesto Cardenal, que vivía virtualmente exiliado allá, y yo le invitamos a visitar Solentiname, el archipiélago del Gran Lago de Nicaragua donde Ernesto tenía su comunidad religiosa.

El cineasta costarricense Óscar Castillo nos acompañó en el viaje en avioneta hasta el poblado fronterizo de Los Chiles, donde nos recibió el poeta José Coronel Urtecho, que vivía en retiro en la hacienda Las Brisas, junto al río San Juan, y de allí fuimos por lancha, navegando las aguas del lago, hasta Mancarrón, la mayor de las islas del archipiélago, donde estaba establecida la comunidad. Era un sábado. Fue un viaje clandestino, porque pasamos de lejos el control militar del puerto de San Carlos, un poblado en la confluencia del río San Juan con el lago. Nunca se enteró Somoza de aquella visita de Julio Cortázar a Nicaragua, en perpetuo estado de sitio.

Nos conocimos entonces, para una amistad de toda la vida, y también conoció entonces Nicaragua -el río San Juan, el Gran Lago, las islas del archipiélago- para un amor de toda la vida, el último y el más perdurable de sus amores políticos. Y como eran tiempos ya de conspiraciones, conoció ese rumor subterráneo de rebeldía que empezaba a crecer desde lo hondo del país, cansado ya de una dictadura dinástica de medio siglo, una rebeldía que tres años después barrería con esa dictadura y pondría en marcha una revolución, la última revolución triunfante del siglo XX en América Latina.

Al día siguiente, Ernesto celebró su misa dominical a la que acudían en botes los campesinos de todo el archipiélago. Era una misa dialogada. Después de la lectura del evangelio se habría un diálogo entre todos los asistentes para comentarlo. Ese domingo tocaba el prendimiento de Jesús en el huerto (Mateo 26, 36-56). La conversación, en la que Julio y yo participamos, está transcrita en el libro El evangelio de Solentiname, que reúne el registro de los diálogos de todas las demás misas, a lo largo de varios años. Quienes tomaron la palabra esa mañana eran en su mayor parte muchachos que luego se hicieron guerrilleros, y casi todos cayeron en la lucha. Las construcciones de la comunidad, aun la iglesia, fueron más tarde incendiadas y arrasadas por el ejército de Somoza.

Cuando Ernesto lee el pasaje de las treinta monedas que recibe Judas por entregar a Jesús, Cortázar comenta: «El evangelista estaría usando una metáfora; como nosotros también la usamos cuando alguien se vende al enemigo, y decimos que se vendió por treinta monedas». Luego de que doña Olivia, una campesina, dice que el dinero es la sangre de los pobres, Ernesto agrega que Somoza es dueño de una compañía llamada Plasmaferesis S. A. que compra la sangre a los menesterosos para vender luego el plasma en el extranjero, y que a la compañía le quedan varios millones de ganancia cada año. «De ganancia líquida -comenta Cortázar desde su banca- es un negocio vampiresco».

Después viene el pasaje en que Pedro desenvaina su espada y corta la oreja a uno de los sicarios, y Jesús le dice que quienes pelean con la espada, morirán por la espada. Un mandamiento que resulta comprometido, en tiempos en que se gesta la rebelión contra Somoza. Yo digo entonces que Jesús ha elegido un método de lucha que es su propia muerte. No quiere que otros se interpongan impidiéndole convertir su muerte en un símbolo. Óscar Castillo opina que no tenía objeto pelear porque estaban de todos modos perdidos. Entonces dice Cortázar: «Sí, yo estoy de acuerdo con lo que dice Óscar, que fue una decisión táctica que había que tomar en ese momento para que sobrevivieran los discípulos, si no, los hubieran matado a todos. Si los discípulos no hubieran huido, hoy día no existiría esto», y al decir «esto» recorre con la mirada la humilde iglesia rural de blancas paredes desnudas, piso de tierra y techo de teja.

A continuación lee Ernesto: «¿No sabes que podría pedirle a mi Padre, y Él me enviaría ahora mismo más de doce legiones de ángeles? Pero en ese caso, ¿cómo se cumplirían las escrituras que dicen que tiene que suceder así?». Y Cortázar: «Es un pasaje muy, muy oscuro, que habría que analizar en relación con el resto del evangelio. Pero es evidente que toda su vida Jesús va cumpliendo una tras otra las profecías que se han hecho de él; digamos que él es fiel a las profecías, a un plan preconcebido; entonces no puede dejar de cumplir la última, que es su muerte. Sería un contrasentido de su parte pedir que vengan doce divisiones de ángeles, no lo puede hacer, no quiere hacerlo».

Yo digo que Jesús está advirtiendo que no se puede confiar todo a los ángeles, que los ángeles no tienen nada que ver con las luchas terrenas, como la del pueblo de Nicaragua contra Somoza. Entonces Cortázar: «Una interpretación sumamente tendenciosa, me parece». Yo: «Ni él mismo creía que pudieran venir doce divisiones de ángeles a ayudarlo». Cortázar: «Quién sabe, en aquella época los ángeles eran muy eficaces, porque intervienen frecuentemente en la Biblia». Yo: «En el Antiguo Testamento, no en el Nuevo». Y Cortázar: «Del Nuevo no estoy tan seguro, pero en el Antiguo su eficacia está comprobada».

En su cuento maestro Apocalipsis de Solentiname Julio empieza narrando la historia real de nuestro viaje en avioneta desde San José, la travesía por el río y por el lago, y habla de las fotos que tomó a los cuadros primitivos pintados por los campesinos: las islas nutridas de verdura, las aguas azules del lago surcadas por barquitos. Luego, haciendo ese sesgo peculiar de sus cuentos, donde la realidad cede de manera imprevista y natural el paso a lo extraordinario, cuenta que ya de regreso en París, cuando tras revelar los rollos proyecta una noche en su apartamento las diapositivas a colores, en la pantalla, en lugar de aquellos cuadros inocentes empiezan a parecer escenas del horror diario de la América Latina, el Cono Sur y Centroamérica igualados en barbarie, un coche que estalla, prisioneros encapuchados, torturados, cadáveres mutilados.

Pero hay algo aún más singular. Julio está entrando entonces por primera vez a Nicaragua, y a Centroamérica. Y el horror narrado no queda, como pudiera esperarse de un cuento que a fin de cuentas tiene un sentido político, en denunciar nada más la represión brutal de las dictaduras militares, sino que, y he aquí lo singular, denuncia, episodio principal de la trama, el asesinato del poeta salvadoreño Roque Dalton, ejecutado en la clandestinidad por sus propios compañeros de armas tras un juicio sumario, acusado de ser agente de la CIA.

Ésa era la textura real de aquella región, en donde la lucha contra la opresión chocaba en el camino con la conducta de quienes, desde las catacumbas, ensayaban ya la conducta de sus opresores, asesinando a un poeta, uno de los mejores de Centroamérica, bajo la acusación más terrible que pudiera haber en aquel entonces entre revolucionarios. La acusación de ser agente de la CIA iba más allá de la ejecución física. Pretendía también la ejecución moral.

Me parece que éste es un punto crucial en lo que se refiere a la conducta de Julio Cortázar frente a los nuevos movimientos revolucionarios en Centroamérica, que es el escenario del continente donde se libraba entonces la lucha armada. Comienza a ser una conducta de antemano crítica, y no está dispuesto a dejar pasar desapercibido un crimen que muchos años más tarde pretendió justificarse como un «error de juicio».

Después, tras el triunfo de la revolución en Nicaragua, sus visitas, hasta antes de su muerte, fueron constantes, y la relación que abrió con Nicaragua fue íntima. En su retiro del balneario de El Velero, en la costa del Pacífico, estaba con Carol Dunlop cuando recibieron los resultados de los exámenes médicos que marcaban la suerte irremediable de Carol. En la mesa de noche del hospital en París donde Julio murió, había un tomo de poemas de Rubén Darío, tal como lo vio otro poeta salvadoreño, Roberto Armijo. Julio escribió todo un libro sobre su relación con Nicaragua, Nicaragua tan violentamente dulce, y Carol publicó un libro de fotos sobre Nicaragua, Llenos de niños los árboles. «Las rosas de ustedes dos estuvieron junto al féretro de Carol», me dice en una carta.

Estuvo conmigo en el acto de nacionalización de las minas celebrado en Siuna en octubre de 1979, un acto histórico de proclamación de soberanía. Fue su primera visita pública. Les habían robado en Panamá los pasaportes, a él y a Carol, y entraron en Managua con pasaportes nicaragüenses, y en el avión que hasta hacía pocos meses había pertenecido a Somoza. Julio se sentó en el asiento que solía ocupar aquél, un asiento que según sus recuerdos olía al cuero de que estaba forrado.

A Siuna fuimos en un avión militar de la desaparecida fuerza aérea de Somoza, un avión de bancas transversales y que parecía más bien un autobús destartalado. En un pedazo de una bolsa de mareo, entre los sobresaltos del vuelo de regreso, me escribió:

«Sergio: nunca dejaré de agradecerte que me hayas permitido la oportunidad de volar en un avión con una escoba. Por si no lo creés, la escoba está junto al asiento de Carol».



Volvió al año siguiente. García Márquez ha contado la lectura de los dos, al aire libre en un parque de Managua, el parque del Carmen, frente a una multitud reverente compuesta de jóvenes. Entonces, en aquella década de la revolución, era corriente ver por las calles de Managua a Cortázar, a García Márquez, a Carlos Fuentes. Y a Graham Greene, a Salman Rushdie, a William Styron, a Günter Grass, a Harold Pinter.

Y fuimos juntos, también, en fin, a actos de entrega de títulos de reforma agraria en varias comarcas del departamento de Rivas. Eso habrá sido en 1982. Las fotos, andan por allí, Julio y Carol continuaron viniendo, vivieron largas temporadas entre nosotros. Estuvieron en la vigilia de Bismuna junto con otros escritores, una vigilia destinada a mostrar respaldo en contra de las amenazas de agresión militar que el gobierno de Reagan lanzaba todos los días.

Y fuera de Nicaragua, desde París, fue un defensor oficioso de la revolución, en artículos de prensa, en comparecencias de televisión donde quiera que fuera necesario, en Barcelona o en Londres. Tengo la impresión de que las causas se tomaban más en serio que ahora, o es que las causas han cambiado de naturaleza. Cortázar, como Fuentes o como José Saramago, es defensor de causas muy a la manera de Voltaire, el primer defensor ciudadano de la historia. Y ya no quedan muchos de esa especie en extinción.

Quizá debería ir aún más atrás en este recuento de la relación de Cortázar con Nicaragua. Más atrás aún de 1976, el año de nuestro primer encuentro en Costa Rica, el año de nuestra entrada clandestina por el río San Juan.

Cuando la policía de Somoza hacía el recuento de las pertenencias de los guerrilleros sandinistas asesinados tras el asalto a algunos de sus refugios de la resistencia urbana -hablo de los años sesenta- alguna vez encontró entre esas pertenencias un ejemplar manoseado de Rayuela. Y años después Salman Rushdie en La sonrisa del jaguar, el relato de su visita a Nicaragua en el año de 1986, habla de su sorpresa porque en los mercados de Managua, el nombre de Cortázar, el autor de «la diabólicamente esotérica y complicada Rayuela» hubiera llegado a ser popular entre las gordas mujeres de delantal que servían la comida en las largas mesas comunales. Allí comió Cortázar alguna vez.

No es, por supuesto, que las mercaderas de Managua leyeran Rayuela, como si fueran personajes lezamalimianos sacados de Paradiso, o como de verdad lo hacían los guerrilleros en la clandestinidad. Es que el nombre de Cortázar había llegado a sus oídos por razones políticas, desde luego que Cortázar era ese defensor fervoroso de la revolución que de alguna manera había ayudado a detonar con aquella novela «endiabladamente esotérica y complicada».

¿Por qué un guerrillero habría de leer Rayuela? Porque Rayuela fue un libro para jóvenes, los jóvenes de entonces, los jóvenes de la esplendorosa década de los sesenta, la mejor de las décadas del siglo XX. Un libro de iniciación, que no se encuentra de ninguna manera fenecido. Las categorías éticas de Rayuela iban más allá de la patafísica, y ya se ve que llegarían a tener consecuencias políticas. Algo tan insólito como una escoba dentro de un avión.

Pero es que Cortázar, el desterrado, se volvió un autor al que leían los revolucionarios clandestinos en las catacumbas, porque planteaba las maneras de no ser, frente a las descaradas maneras de ser que ofrecían sociedades como las de América Latina donde no bastaría abolir las injusticias, sino buscar nuevas formas de conducta personal. Que fue lo que quiso hacer la revolución sandinista, por ser una revolución juvenil.

Quizá fue siempre una quimera tratar de sacar lecciones políticas de un libro que, como Rayuela, planteaba antes que nada la destrucción sistemática de todo el catálogo de valores de occidente, pero no contenía propuestas, más que el salto al vacío. Se quedaba en una operación de demolición y no aspiraba a más, porque en las respuestas se incuba ya el error. Pero para construir, ya se sabe, es necesario primero destruir, ir a fondo en el cuestionamiento, es decir, en las preguntas. Incesantes preguntas.

Las propuestas políticas de Cortázar vinieron después, frente a Cuba primero, luego frente a Nicaragua, y casi nunca estuvieron contenidas en sus escritos literarios, ni siquiera en Libro de Manuel, pero sí en su conducta ciudadana. Una conducta muy a lo Voltaire, ya dije, y también muy a lo Terencio: «Nada de lo que es humano me es ajeno». La conducta, hoy tan extraña, de un escritor con creencias, y capaz de defenderlas, aun a riesgo de parecer ingenuo frente a la majestad no siempre benévola de los sistemas políticos, o frente a quienes prefieren atrincherarse en la neutralidad, a cubierta de todo riesgo.

Mucho tuvo que enseñarnos también Cortázar sobre ese viaje en el filo de la navaja, cuando el escritor que se compromete puede comprometer hasta su propia vida, pero nunca su propia escritura de invención. La libertad de escribir era como la de los pájaros que vuelan largas distancias en perfecta formación, según dijo en Managua al recibir la Orden de la Independencia Cultural «Rubén Darío» en 1982. Cambian de lugar constantemente en la formación, pero son siempre los mismos pájaros. No estoy citando más que de memoria este símil suyo de la libertad del escritor.

Rayuela conducía de la mano a la inconformidad perpetua, algo con lo que al fin no podían compadecerse las revoluciones una vez en el poder, porque de todas maneras terminan buscando un orden institucional que desde el primer día empieza, por ley inexorable, a conspirar contra la rebeldía que le dio vida a ese poder. Las utopías reglamentadas se vuelven siempre pesadillas. Un viaje, a veces rápido, desde los sueños a los malos sueños, y de allí a los pésimos sueños.

Y en este punto quería desembocar. Alguien podrá preguntarse si Cortázar fue crítico de la frustrada revolución nicaragüense. Yo no diría que crítico, sino vigilante. Si durante la década de poder acumulamos errores, la verdad es que los pecados capitales fueron cometidos después de la derrota electoral de 1990, cuando todo el código de valores éticos fue malversado, y el heroísmo de muchos se convirtió en rapiña.

Y de todas maneras, a Julio le tocó vivir los primeros años de la revolución, esos años en que los sueños aún no daban paso a las pesadillas. Pero si de algo estoy seguro es de que Julio encontró en Nicaragua, en aquellos años primeros, la frescura y la libertad de conducta, la improvisación, el desenfado, la ausencia de formalidades, y las inspiraciones, que para entonces en Cuba ya no existían.

Nosotros estábamos planteando un modelo que no presuponía un partido único, ni medios de comunicación únicos, ni un pensamiento único. Ensayábamos la diversidad, que poco a poco fue entrando en riesgo, en la medida en que la guerra de agresión crecía con toda su brutalidad de muerte y destrucción. Pero al fin y al cabo, el fin del periodo de los diez años de revolución fue marcado por unas elecciones libres y limpias, mediante las que entregamos el poder, algo que Julio ya no vio.

Seguramente habría aplaudido esa decisión de respetar la voluntad popular. No quiero especular sobre lo que alguien como Julio Cortázar hubiera hecho o no hubiera hecho. Y no quisiera pensar en su decepción al ver lo que quedó de la revolución después de aquel sueño de cambio que la acompañó desde el principio.

Pero si de algo estoy seguro es de que Nicaragua hubiera seguido siendo para él violentamente dulce.





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