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ArribaAbajoJuegos de parejas en un espejo. Masculino y femenino en la escritura autobiográfica del exilio

Rosa Maria Grillo



Università di Salerno

Ya mucho se ha escrito, a partir de un iluminante y precursor ensayo de Manuel Andújar504, sobre la eclosión de la escritura del yo a raíz del exilio del 39, frente a una «ausencia» anterior: fenómeno común a otros grupos humanos505 que han intentado a través de la escritura dar un testimonio histórico de lo sucedido y al mismo tiempo narrar su propia experiencia personal, su reacción frente a la fractura del destierro. En este marco, en el específico acontecer hispánico, ha llamado la atención de muchos investigadores el alto porcentaje de textos autobiográficos escritos por mujeres, hecho tanto más llamativo cuanto más la mujer española se había quedado al margen de la vida pública y literaria, por lo menos hasta los años 20. La República también en este campo significó una evolución acelerada, igualando las conquistas sociales obtenidas en las primeras décadas del siglo gracias también al empujón de la I Guerra Mundial, en la que España había sido neutral: el derecho de voto, el divorcio, etc. Josebe Martínez Gutiérrez ha hablado de «feminización del discurso» durante la República y aún más durante la guerra, que «mezcla los espacios públicos y privados»506 y por lo tanto libera a la mujer que hasta entonces se   —324→   había visto limitada a la esfera privada. Pero Martínez Gutiérrez no sabe individuar esta «revolución» también en la escritura autobiográfica, ya que, escribe:

En el exilio existe la memoria semántica, la obra sólida, compacta, significativa, que supone la producción de los exiliados, la réplica dada por el exilio al franquismo, frente a la memoria episódica, o de experiencias personales, de vivencias, que es la memoria que ofrece la literatura de las exiliadas


y, añade,

el interés de su obra era más histórico que literario y pretendía representar la historia de ellas mismas en cuanto a vencidos, no en cuanto a mujeres507.


Creo, al contrario, que el corpus de la escritura autobiográfica femenina del exilio sea la afirmación rotunda de una presencia histórica por fin reconocida, y que la connotación de «literario» junto a la de «referencial» (no en oposición, sino en positivo encuentro) haga de muchas de estas obras lecturas fascinantes.

En otras ocasiones he intentado demostrar que, si bien hay diferencias entre escritura autobiográfica femenina y masculina (autobiografía íntima versus memorias o cursus honorum, cronología irregular versus cronología lineal, etc.), éstas dependen no de factores genéticos (mujer/hombre) sino genéricos (de género -sexual, étnico, social, etc.-)508. Es decir, hasta hace poco la mujer, sujeto débil, invisible, privado y no público, queriendo escribir su autobiografía no podía sino escribir sobre su mundo, el de los afectos y de la intimidad, utilizando una escritura «de corazón» (los vaivenes de la memoria) y no «de cabeza» (la lógica concatenación de los acontecimientos) mientras que el hombre, el centro del mundo, podía ofrecer su interpretación de la historia de la que había sido protagonista o testigo, o proponer su vida como modelo ejemplar. Como se ha escrito repetidamente, el género de la autobiografía es producto del hombre blanco occidental, alfabetizado, y por lo tanto prohibido a los grupos «débiles» como mujeres, sujetos colonizados, marginados, etc., que sólo recientemente han adquirido visibilidad y derecho de palabra. Pero apoderarse de un género androcéntrico no es un proceso indoloro ni aséptico, e implica una elección o una trayectoria, individual y colectiva, de conquistas y fracasos509: limitarse al mundo íntimo y privado como el hogar, la familia, etc., «copiar» el modelo «masculino» de la autobiografía tradicional, trazando un recorrido lineal de   —325→   una vida pública y de una afirmación individual, hacer de la literatura un arma de denuncia, de lucha y de afirmación de la diferencia, en fin reflexionar y crear su propio lenguaje, estilo, ya no «en contra de...», y narrar el difícil trayecto hacia una nueva identidad en la que público y privado se puedan armonizar y convivir. Y, a nivel textual, buscar nuevas formas en las que se puedan amalgamar discurso literario y discurso referencial que hasta hace poco se tenían por inconciliables, lo que implica para el crítico la necesidad de revisar los criterios y los límites entre lo historiográfico y lo literario: leer un texto literario como testimonial, y al revés (y así cambiar también las expectativas del lector). En este proceso en curso sin duda nos ha ayudado la nueva historiografía que desde hace unas décadas ha empezado a trabajar sobre informantes e informes que no sean los tradicionales oficiales, unívocos y «alineados»: la irrupción de la voz de las mujeres y otros grupos débiles, de usos y costumbres de las diversas clases sociales, etc., nos ha acostumbrado a la polifonía también en el discurso historiográfico. No sólo los acontecimientos exteriores, las batallas y los hombres públicos hacen la Historia, sino también la vida privada, la reflexión sobre los acontecimientos, las ilusiones y las decepciones, las relaciones interpersonales, las vivencias individuales: para decirlo de algún modo, lo que había sido tema de las autobiografías íntimas, femeninas. Por supuesto no existen géneros al estado puro, siempre hay interferencias entre público y privado, pero estadísticamente se puede afirmar que las memorias, donde prevalecen datos y acontecimientos exteriores, están escritas prevalentemente por hombres, y las autobiografías, que tienden a trazar una historia interior, son obras de mujeres: pero es siempre una cuestión alquímica de grados y porcentajes, y de las motivaciones y finalidades del acto de escribir.

Todo eso se va complicando y contradiciendo si nos acercamos a la escritura autobiográfica del exilio: el deseo de dar testimonio de acontecimientos tan dramáticos junto a la necesidad de contar su propia experiencia personal como antídoto a la dispersión, a la pérdida de identidad, a la fractura del destierro -público y privado en estrecha interconexión-, ha permitido franquear las fronteras entre memorias y autobiografía, testimonio y confesión, historia y literatura; al mismo tiempo la irrupción de la mujer en la vida pública y la recuperación acelerada del tiempo perdido -las conquistas ya obtenidas en otros países- han hecho que vacilaran también las fronteras hasta entonces muy rígidas entre mundo femenino y masculino y, una vez que la mujer ha conquistado visibilidad y derecho de palabra, entre escritura femenina y masculina, recorriendo a velocidad acelerada en pocos años curricula de siglos.

Esta aceleración impuesta por la Historia y la experiencia traumática y desarticuladora del exilio han sacudido al hombre expulsándolo de su centralidad y de sus certidumbres, y al contrario han echado a la mujer al centro de la arena acortando las distancias: en el corpus de escritura autobiográfica del exilio español es posible por lo tanto analizar estructuras y lenguajes casi en probeta, como una concentración significativa de variadas tipologías. Podríamos escoger como prototipos de las dos posibilidades extremas El único camino de Dolores Ibárruri, memorias cronológicamente lineales, todas proyectadas hacia fuera para dibujar una carrera política   —326→   anulando totalmente la vida privada («escritura masculina»), y Residente privilegiada, la autobiografía de María Casares que desde el exilio francés, a través del flujo de conciencia, del autoanálisis, de recuerdos desordenados y aparentemente casuales, traza su difícil experiencia de mujer y de exiliada en busca de una nueva identidad («escritura femenina»). Pero entre estos dos casos extremos podemos encontrar un continuum de posibilidades intermedias, en las que lo público y lo privado, lo masculino y lo femenino, pierden sus connotaciones y delimitaciones rígidas para encontrar un terreno común, el de la vida con todas sus implicaciones. Para ejemplificar este continuum, he elegido los textos autobiográficos de tres parejas de intelectuales exiliados, de una pareja que se quedó en España, y un caso excéntrico, entre la autobiografía, la novela y el ensayo filosófico, en el que masculino y femenino tienden a identificarse.

Sobre los textos autobiográficos de María Teresa León y Rafael Alberti se ha escrito mucho: pareja ejemplar tanto en la vida pública como en la privada, intelectuales al «servicio de la causa popular» en los años treinta, han protagonizado un largo exilio, siempre juntos y en actividad, en París, Buenos Aires y Roma, volviendo a España en 1977. La autobiografía de María Teresa León, Memoria de la melancolía, escrita al llegar al nuevo exilio romano después de 23 años en Argentina, se puede leer como texto ejemplar de la interconexión entre público y privado: es la historia de una vida interior (amores, ilusiones, melancolía, miedos, decepciones, etc.), de la adquisición de una conciencia política (alejamiento de su familia, conservadora y mundana, rechazo de la educación religiosa, acercamiento al Partido Comunista, cargas y compromisos públicos, etc.) y testimonio histórico (como en un escenario actúan delante de nosotros personajes de primera planta, desde Azaña a Stalin, a Fidel Castro y un sinfín de intelectuales comprometidos de la época). Hasta se le puede leer como crónica del feminismo en España, ya que, partiendo de su experiencia personal y familiar, nos regala historias altamente significativas como la de la hermana de su abuela materna, María Goyri, primera mujer licenciada en España, y luego profesora de Universidad:

Ninguna mujer lo había sido en España antes [...] porque en España estaban atrasados y, además, aquí la mujer no cuenta510.


Todavía en su juventud, María Teresa León tuvo que luchar contra convenciones y tabúes en la escuela y en la sociedad:

María Teresa León había sido expulsada suavemente del Colegio del Sagrado Corazón [...] porque se empeñaba en hacer el bachillerato, porque lloraba a destiempo, porque leía libros prohibidos.


(página 58)                


Por lo tanto, María Teresa León se afirma a sí misma como vanguardia de aquel feminismo integral y revolucionario que estalló en la España de los años 30 y su autobiografía es testimonio de una lucha generacional y feminista, pero antes y sobre todo historia de una vida densa, de una evolución interior, de una pasión   —327→   -para Rafael Alberti- y de la entrega a la causa del pueblo y de la libertad que no sólo no anula su vida íntima y afectiva, sino que la ensalza y la hace ejemplar: simbiosis exaltante entre público y privado, entre el Yo y el mundo, tanto en la vida como en la escritura, posible sólo en algunos momentos de exaltación y aceleración de la Historia. Desde el punto de vista formal, es una autobiografía que podríamos definir «femenina»: el «desorden» de la intermitencia de la memoria se impone, si bien no faltan capítulos enteros en que es posible seguir la cronología de los acontecimientos, por ejemplo en los viajes o encuentros oficiales de la pareja Alberti-León. Sin llegar a una sintaxis desconectada y a asociaciones libres no justificables en la lógica del discurso, se encuentran diálogos sin los indicadores canónicos, o se relatan encuentros, lugares, gente como ella los recuerda: «... tan sin orden como a la gente al despertar y veo a la muchacha que baja la escalera y abre el portón y sale a la noche» (página 19). Los tiempos de sus diversos exilios se superponen y confunden, dando a la escritura enormes resonancias plásticas: «Llaman a la puerta de esta casa nuestra de Roma personas que son como sueños que regresan. ¿Tú? Y nos quedamos entrecortados porque es como si mirásemos detenido el reloj del tiempo, nuestro propio reloj [...]. ¡Ay! aquella mujer joven que cruzó la calle de Alcalá del brazo de un poeta hoy hace ademán a los recién llegados para que se sienten. Le cuesta siempre darse cuenta de que vive en la calle del destierro y mira y habla como entonces, con Rafael junto a ella, creyendo que es entonces y han distribuido mal los papeles y le han dado por equivocación el de la vieja» (página 33). A menudo la tercera persona sustituye a la primera y siempre esta oposición entre «yo» y «ella» se refiere a un proceso de identificación-rechazo: la identificación plena -«yo»- coincide con los años de la República y de la guerra; «ella» se refiere tanto a «la vieja» como, más frecuentemente, a la niña y muchacha que era antes de tomar conciencia de sí, como mujer y como persona, antes de conocer a Alberti y emprender con él la actividad política: «Hoy me gustaría recordar los ojos de aquel potrillo que regalaron a la niña y que trotaba con tanta gracia en el grupo de oficiales del regimiento de su padre» (página 21).

Aunque esta autobiografía abarque todos los aspectos de la vida, María Teresa León no pudo dejar de dar un testimonio directo de acontecimientos históricos tan importantes de los cuales fue protagonista. Así otro texto suyo, La historia tiene la palabra, es un informe sobre su actuación en la Junta de Incautación del Tesoro Artístico. Por supuesto sigue el patrón de las memorias, donde la Historia impone su orden y sus nexos de causa-efecto: cronología lineal, descripciones realistas, documentación, etc. Pero igualmente la autora consigue intercalar acontecimientos, tiempos y enfoques diferentes: un niño llorando por su burro, José Bergamín recordando, ya en el destierro, la muerte de Machado, la exaltación de la cultura popular, los objetos que adquieren vida permitiendo la escritura de una epopeya: «Formaban los dos cuadros [«Las Meninas» de Velázquez y el «Carlos V» de Ticiano], con sus enormes embalajes, un inmenso castillete de maderas y lonas [...]. Al pasar el puente de Arganda fue necesario descender los cuadros y hacerlos pasar al otro extremo por medio de rodillos [...]. Parecía como si todos los pueblecitos del tránsito estuviesen despiertos para ir pasándose de mano en mano aquel tesoro, que era su tesoro, el tesoro nacional de su cultura, de la que antes no les habían hablado   —328→   jamás»511. No son nunca fríos recuerdos de hechos, nombres, fechas: la vida, las ideas, los sentimientos de María Teresa León penetran en modo prepotente en el tejido de la Historia y dan a esta rememoración una carga humana inesperada, ya que la historia del mundo y la del individuo siguen siendo inescindibles: «Una guerra es como un gran pie que se colocase bruscamente interrumpiendo la vida de un hormiguero [...]. La guerra española desordenó igualmente nuestro interior, algo desordenado ya por la inquietud que desde 1934 era como la respiración social de la península española» (página 51). Siempre, no la mirada unificadora de un Yo demiurgo, instalado en el centro del universo, sino las innumerables experiencias vividas: «¡Qué manera de hablar y hablar los refugiados españoles! Cada uno, grande o chico, traía en almendra su guerra, y jamás se escuchó de casa en café narrar más amplia y conmovedoramente un trozo de Historia» (página 24).

Nada más distinto de esos textos que los tres tomos de La arboleda perdida de Rafael Alberti, cuyo motivo conductor es la historia de una vocación, el paso del pincel a la pluma, para desembocar en un cursus honorum. Todo se presenta como un resultado, el mundo interior de Alberti y el proceso de creación entran en esta biografía sólo a través de rápidas pinceladas o alusiones. Su lenguaje plástico y evocador -a menudo cercano a la poesía en prosa, por el ritmo y la musicalidad- canta, describe, vitupera, pero no participa. Alberti presta mucha atención a su crecimiento durante la pubertad pero a medida que se asuma su vocación literaria disminuye la atención hacia su intimidad en favor de las relaciones con el mundo exterior. El primer tomo, fechado en París en 1939, pero terminado en Buenos Aires en 1959, es la narración retrospectiva de una etapa, escrita con la intención de definir su propia vida desde su nacimiento hasta 1931 y darle un sentido unitario reconstruyendo un iter individual en el marco social e histórico: «1902. Año de gran agitación entre las masas campesinas de toda Andalucía»512. Teniendo ya todas las coordenadas, el ojo atento de Alberti puede seguirlas en las tramas de la Historia y de la vida, según una cronología fundamentalmente lineal en la que se insertan fragmentos en carácter itálico que introducen el presente de la escritura. El segundo volumen es por el contrario una obra abierta, work in progress, publicado por entregas primero en el Corriere della Sera italiano y luego en El País de Madrid. Son capítulos independientes en los que, generalmente en carácter itálico (o entre paréntesis) se enfoca el momento de la escritura, indicando el elemento que -como la madeleine proustiana- va desenterrando hechos y recuerdos del pasado. En el capítulo XXIX, Alberti escribe: «A medida que voy avanzando, desbrozando las ramas y las hojas ya caídas de esta Arboleda, sucede que todo se me funde, todo se me atraviesa, ilumina a retazos, confundido y barajado como si mi vida no hubiese tenido un orden sucesivo, un desarrollo coherente. Me es ahora difícil, en estas altas cuestas de mis años, sujetar mi memoria, manteniendo un orden para lo sucedido,   —329→   amarrándolo a un compuesto relato, un sostenido capítulo con sus pies y cabezas»513. El detalle más peregrino adquiere vida en el relato de Alberti, que incorpora en su universo poético cualquier cosa que haya atraído su atención, por mínima que sea, infundiéndole sentido y vida. Forma intermedia entre el diario (fragmentario y atado al presente, que le da el input para recordar) y la autobiografía (es evidente el intento recapitulador, eligiendo lo que da continuidad a su vida, aunque la obra carezca de unidad), este segundo volumen promete al lector otras ramas y hojas para, finalmente, dibujar un retrato a tutto tondo del autor. Retrato que queda incompleto no por falta de otros fragmentos, sino porque quedan fuera los procesos internos -psicológicos e intelectuales- que conducen a la escritura y a la creación. Ni el tercer tomo, que se refiere al regreso a España, consigue dar unidad retrospectiva o mayor profundidad y complejidad a la imagen del poeta: nuevos encuentros y nuevos amores, junto con el reencuentro con muchos amigos queridos de la preguerra o del exilio, permiten enganchar acontecimientos actuales y recuerdos lejanos, en difícil equilibrio entre sentimientos nostálgicos y la expresión de la todavía exuberante vitalidad albertiana.

«No somos si no somos historia», había escrito María Teresa León en la novela autobiográfica Contra viento y marea, y precisamente a través de la Historia cuenta su vida, vivificando e interpretando episodios y documentos: protagonista es un yo abierto, que se define en las relaciones con personas conocidas y perdidas, con Rafael, con la hija Aitana: «Nuestra patria iba a ser desde ese momento en adelante nuestros amigos»514; en los textos autobiográficos de Alberti, en cambio, son protagonistas los lugares y la literatura, o un yo casi autárquico, que se define a través de su obra literaria y sus éxitos y encuentros públicos. Y mientras Alberti se encuentra omnipresente en la escritura de su compañera, quien se dirige a él en continuo diálogo, en La arboleda perdida María Teresa -como sujeto de una interacción- ocupa muy pocas páginas, casi exclusivamente en relación a los primeros años y al final, cuando ya está muerta y Alberti la recuerda «perdida y olvidada de sí misma»: «Hace más de seis años que dejaste de hablar, en los que pronto inclinaste la cabeza, casi cerraste los ojos y apenas mínimos murmullos dejabas escapar por tus labios [...]. Contigo voy a comenzar ahora la tercera parte de mi Arboleda perdida, en donde irán tantas páginas que faltan, tanto aire respirado juntos, tantos bellos y oscuros secretos nunca revelados y aparecerán los poemas que no se hicieron, los más bellos del comienzo, los más secretos, los más bellos retornos de los bosques nocturnos»515.

Las relaciones de otra pareja quedan dibujadas en Memorias habladas, memorias armadas de Concha Méndez y en El caballo griego de Manuel Altolaguirre, dos textos que sólo parcialmente se pueden definir autobiográficos, ya que son el resultado de operaciones editoriales que no sabemos cuánto traicionan la voluntad de los autobiógrafos. El caballo griego ha quedado sin concluir por la muerte repentina de Altolaguirre y la que podemos leer es la edición crítica de James Valander   —330→   para las Obras completas: la arquitectura compleja y las numerosas versiones y correcciones autógrafas permiten pensar que la obra estaba ya en fase terminal, aunque presente inevitables lagunas e incongruencias (algunos capítulos y el prólogo ya habían sido publicados en Madrid, en vida del autor). Concha Méndez, en cambio, a la edad de ochenta y tres años, cuenta su vida a la nieta, Paloma Ulacia Altolaguirre, siguiendo «unos papeles chicos y ordenados, que servían de guía a su relato»516. El paratexto presenta a las dos como coautoras, asignando de esta manera un papel activo a la nieta; en efecto, Paloma Ulacia Altolaguirre ha seleccionado y ordenado los fragmentos de memoria de Concha Méndez, lo que ya de por sí no es una operación «neutra»; además, ha «confesado» su deseo, como nieta y como mujer, de reivindicar la presencia activa y creadora de la abuela en el «grupo del 27», en el que venía mencionada siempre exclusivamente como «la mujer de...» o como «amiga de...» (por ejemplo de Luis Cernuda que había vivido en su casa en México).

Memorias habladas, memorias armadas tiene un íncipit «clásico», hasta diríamos picaresco, empezando en un momento anterior a su propio nacimiento: «Mi carácter aventurero lo relaciono con la vida de mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre» (página 25). Quizá podemos relacionar la necesidad de relatar su vida como un cursus honorum (la autobiografía clásica de los self made men: autogratificación y representación de una vida ejemplar, de una carrera, empezando por las noticias del ambiente familiar y del momento histórico), con las dificultades que tuvo Méndez para emanciparse de una condición familiar no favorable. Tan es así, que la selección de los episodios por narrar sigue el hilo conductor de una emancipación feminista y de un quehacer poético, pero todo reducido a episodios exteriores, sin efusiones ni desahogos: «mis padres no me dejaban coger un libro, ni siquiera el periódico»; «inauguramos un gesto tan simple como quitarse el sombrero [...] el sin sombrerismo despertaba murmullos en la ciudad»; «no recuerdo haber visto en todo Madrid a otra mujer vestida en pantalones» (páginas 28, 48 y 87). Pero en ella no hay búsqueda interior; a pesar de las iniciales incomprensiones con su familia, recorre un iter lineal, en el que cabe también el encuentro con Altolaguirre y la posterior separación, la vida y el trabajo en común, el exilio en Cuba y en México. También el episodio, ocurrido casi al final de su vida, que da tono y sentido a todo el texto, queda reducido a factores puramente físicos, rebasando así los límites de la crisis psicológica y afirmando la vocación poética como su única razón de ser: «Yo, que fui atleta, me veo ahora, a los ochenta y dos años, sujeta y detenida por dos muletas [...]. Y fue cuando empecé a comprender que perdía la agilidad que empezó mi depresión nerviosa [...] caí en una depresión. Me tendí en la cama para morir [...]. Finalmente, fui a parar a la sección psiquiátrica del Sanatorio Español. Me vaciaron el estómago y en los análisis descubrieron que mi depresión nerviosa se debía a la falta de litio en el organismo [...]. Cuando apareció en las librerías la Antología poética que me publicó Joaquín Mortiz y me trajeron al sanatorio las reseñas, comprendí que mi vida estaba llena de estímulos y me dieron ganas de vivir» (páginas 138-142).   —331→   Sus sentimientos no merecen muchas palabras, todo está contado desde fuera, con desapego. Sólo la guerra le inspira páginas convulsas: «Manolo consiguió que yo atravesara la frontera con la niña en el coche de unos diplomáticos belgas. Íbamos, y las bombas caían sobre la gente que iba a pie; caían sobre familias enteras, sobre niños y viejos que intentaban llegar a la frontera; el camino era largo y no todos llegaban [...]. Cuando llegué a París, llamé a la Embajada para dejar mi dirección; estaba preocupada, casi loca, porque habían sacado una pequeña nota en el periódico anunciando la muerte de Manolo. Pasaron días y al fin recibí la noticia de que estaba en un campo de concentración [...]. Después, lo rescataron y lo metieron en el hospital psiquiátrico, en el que pasó una temporada. Llegó derrotadísimo, cuando la guerra había terminado» (páginas 106-107). Días y experiencias trágicos, pero recordados con la frialdad de la lejanía, o de un reportero extraño al asunto.

No es así para Manuel Altolaguirre, quien recuerda con estremecimiento y horror nunca superados aquellos días, confundiendo realidad y pesadilla, recreando aquella condición de semiconciencia, de «desterrado de sí mismo» que lo llevó al hospital psiquiátrico:

Llegué a la orilla de un río y me recosté sobre su margen. En realidad no era de arena, ni de tierra con flores. Todo el paisaje estaba formado por ese río y por las nubes. No había luz. De repente me invadió una claridad fría, misteriosa. Era el sol de la muerte. Las aguas de ese río, las nubes, la superficie, en donde me encontraba, empezaron a brillar de un modo extraño. El río estaba formado por las voces de mis compañeros de reclusión. Yo cerraba los ojos y sentía el rumor del torrente. Todos sufrían y gritaban [...]. Estuve a punto de morirme. Pensé en mi cuerpo exánime, flotando en tal corriente, a la verdosa luz del más completo olvido. Me desperté. Llevaba siete días sin comer ni beber y sin que a pesar de ello mi boca se secara. Mi saliva era espesa, gomosa, y al separar mis dedos humedecidos se formaban hilachas que me servían de juego517.

Aunque varios fragmentos de esta autobiografía están fechados en los años 50, el tiempo narrado se para exactamente allí, al recibir ayuda por parte de los escritores franceses para reunirse con su familia en París y luego embarcarse hacia América. Y allí decidió relatar su experiencia, según escribe en el prólogo:

La memoria que en la vida nos abandona con tanta frecuencia, en la muerte nos presta su abrigo, nos conforta, nos salva [...]. En una ocasión en que estuve a punto de morirme, empecé a recordarlo todo, involuntariamente, gozando en aquel trance de una rapidísima y completa visión de mi pasado, en la que los mayores detalles estaban enteros, con tanta mayor claridad era el agotamiento que me embargaba. Pero recordar con aquella fidelidad es imposible. Se precisaría   —332→   por mi parte un casi total desfallecimiento. Algo he de hacer sin embargo, aprendiendo a morir a fuerza de recuerdos, aprendiendo a salvarme para poner a flote una vida ensombrecida por el tiempo. De niño me enseñaron a recordar [...]. Ningún campo tan grande como el de nuestra memoria. Recorrerlo es buscarse a sí mismo [...]. Voy, pues, a definirme, a dividirme en estas confesiones, olvidado del tiempo, sin señalar lugares, confundiendo los temas y alternaré los recuerdos más íntimos con involuntarios testimonios de mayores sucesos518.


(páginas 33-35)                


De acuerdo con estas palabras, en El caballo griego prevalecen la vida interior, las sensaciones, los sentimientos, y muy poco se concede a lo que está «fuera de sí» si no se halla en conexión con el desarrollo íntimo del sujeto. Sin duda, El caballo griego merecería un lugar a la par con la ya reconocida prosa de los poetas andaluces del 27: Málaga, la envidiable red de amistades que allí se construía día tras día, los encuentros mágicos, los colores, el alma del poeta que va descubriéndose y enriqueciéndose. Igualmente, no pueden quedar excluidos de una ideal antología del género autobiográfico de la posguerra algunas escenas de hondo dramatismo que evidencian de la mejor manera posible la tragedia de la Guerra Civil: la breve reclusión en el campo francés y su paso por el hospital, el hambre, el miedo, la locura, el refugiarse en la memoria para hechizar a la muerte, con una capacidad de introspección y de comunicación escalofriantes. Sin miedo a la retórica, se pueden considerar entre las páginas de más dramática y estremecedora denuncia sobre aquel éxodo, mientras que las dedicadas a sus imprentas y a sus compañeros de trabajo expresan el más tierno amor y la conciencia del papel de la cultura en los años de la guerra. Legendario es el episodio de la conquista de

un pequeño molino de papel [...] en la tierra de nadie, entre las dos líneas de fuego, a la orilla de un tranquilo riachuelo [...]. El papel que se fabricaba en ese molino era un papel precioso. Los trapos viejos triturados y blanqueados se transformaban en hojas blanquísimas de papel hilo con transparentes marcas de agua. Papel que salía hoja a hoja y que eran colgadas de los cordeles con los mismos ganchos con que las lavanderas cuelgan la ropa limpia.


(página 108)                


En este caso, los espejos parecen invertidos: la mujer, dejada su familia de origen y conquistada visibilidad social pero dentro de una relación de pareja y de grupo todavía no paritaria519, una vez abandonada por su esposo tiende cada vez más a afirmarse a sí misma como poeta, como queda confirmado por la cita sobre su enfermedad y la publicación de la antología de su poesía. Lo que quiere contar ella, o Paloma Ulacia Altolaguirre, por lo tanto, es una historia de emancipación social -de la familia primero y del matrimonio luego- e intelectual. Altolaguirre, en cambio, después de la terrible experiencia en la frontera y en el campo de concentración,   —333→   quiere recobrar su identidad hecha añicos precisamente por aquella experiencia aniquiladora. El relato de su vida selecciona los episodios para trazar una parábola interior: desde los luminosos días de Málaga hasta los factivos de Madrid, y luego la guerra y la «caída», no debida por cierto a «falta de litio» sino a las terribles circunstancias de su éxodo.

El caso de Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez nos permite proponer otra lectura de la tradicional dicotomía femenino/masculino. De Zenobia conocemos tres volúmenes de diarios: el primero -Vivir con Juan Ramón- fue escrito a partir de 1916 y es por lo tanto contemporáneo del Diario de un poeta recién casado de Juan Ramón520, pero, por la fecha de composición, queda fuera de este análisis; el segundo y el tercero, escritos, a partir de 1937, en 18 libretas, han sido paciente y respetuosamente copiados después de su muerte por Graciela Palau de Nemes, ya que Zenobia, que dedicaba mucho de su tiempo a pasar a máquina poesías y artículos de Juan Ramón -ejemplo de dedicación total de una mujer a su hombre- nunca pasó sus apuntes de diario. De Juan Ramón, en cambio, tenemos sólo su escritura «pública», es decir destinada a la publicación aunque no publicada en vida, y ya sabemos cuánto cuidado ponía en la revisión de sus escritos y cuánto los corregía antes de considerarlos publicables. Por lo tanto aquí tenemos una primera distinción: escritura pública contra escritura privada, lo que llama prepotentemente nuestra atención recordándonos aquella división entre mundo masculino y mundo femenino. Pero en este caso la relación no es tan directa ni unívoca, ya que por elementos textuales -los diarios- y extratextuales -noticias biográficas y comentarios ajenos- sabemos que la que tenía una vida social activa y productiva era Zenobia quien además, por su origen anglosajón, tenía un espíritu práctico y comercial muy acentuado. Y en cuanto «mujer de acción», lo que queda reflejado en sus páginas son principalmente los compromisos, los encuentros, las cartas que escribe a diario, las múltiples actividades en favor de la guerra de España antes y de los exiliados luego, las cuentas y los presupuestos para resolver problemas prácticos de la vida en común, etc. Si éste es el tema -el tono- aparentemente dominante, en realidad es Juan Ramón -su estado de salud, su trabajo, su humor, sus crisis depresivas- el protagonista indiscutible de sus páginas; los sentimientos y pensamientos propios, en cambio, están fijados en líneas breves e incisivas, como si estuviera constantemente combatida entre el pudor, casi el sentido de culpabilidad al hablar de sí, y el deseo de afirmarse, de recordarse a sí misma que no es sólo la «esposa de...» sino una mujer, y una mujer activa, comprometida con su tiempo: «nunca tendré el valor ni la determinación suficientes para deshacerme de mis problemas mientras J. R. esté cerca. Por otra parte, si él tuviera algo que le molestara la quinta parte que a mí, hubiera tomado una decisión acerca del asunto sin importarle mi opinión y yo podría quejarme todo lo que quisiera. A veces estoy harta de todo, y creo que ya que vivimos sólo una vez es demasiado no poder vivir la propia vida»521. Parece la   —334→   confesión estremecedora de una mujer volcada totalmente a los quehaceres femeninos tradicionales, aplastada por la figura masculina dominante. Y efectivamente es así, pero hay dos ingredientes que debemos tener en cuenta: es ella el «hombre» de la pareja: «Toda la vida he resuelto los problemas yo sola antes de que se convirtieran en problema» (I, página 220) y, el diario lo revela repetidamente, se trata de una libre elección, aunque no podamos dejar de subrayar cómo sacrificios de esta índole se dan prioritariamente en las mujeres: «¡Después de veintiún años [de casados] es agradable estar ansiosa de cancelar un compromiso por un tranquilo paseo en el campo con J. R.!» (I, páginas 46-47). Y aún: «le tengo demasiado cariño para llevar a cabo un solo plan, no importa lo decidida que esté» (I, página 115). Zenobia parece excluir voluntariamente lo sentimental de su diario522 avergonzándose de confiar, aunque «a un diario tan íntimo», sentimientos y debilidades que hubieran podido parecer «niñerías» (I, páginas 77-78). Recién llegados a La Habana, en la fecha del aniversario de su boda, Zenobia empieza su diario (2 de marzo de 1937) que por lo tanto se configura como diario de un exilio que, si bien no impuesto, se había hecho necesario, y como diario de su vida matrimonial: dejar constancia del sentimiento doloroso de la lejanía, del dolor, de la nostalgia de lo que ha quedado atrás, y al mismo tiempo analizar el presente y la difícil relación con Juan Ramón. Un año después, el 2 de marzo de 1938, escribe: «El aniversario 22 de mi boda y el primero de mi diario. Es la primera vez que he llevado uno con la fidelidad que éste. El otro más largo fue el que empecé después de casarme [...]. Si no fuera porque el mundo parece estar al borde de la catástrofe, hubiera sido un día feliz desde un punto de vista limitado y personal» (I, página 171). Y así se puede leer todo el diario, en un continuo ir y venir entre Juan Ramón, el mundo -España pero también su familia y sus amigos- y ella misma. Y de las páginas del diario aprendemos también el dolor y la postura de Juan Ramón frente a la guerra que a menudo, con intento denigrativo, se quiso olvidar: unas conferencias en el Club Republicano de La Habana, el escuchar continuamente noticias de España por la radio, o lo que refiere Zenobia: «Anoche, creyendo que yo dormía, se puso a hablarle a España como un triste enamorado» (I, página 104).

Este dolor y este afán están presentes también en las prosas de Juan Ramón que, con el título de «Desterrado. Diario poético (1936-1939)»523, debían publicarse en la Editorial Losada de Buenos Aires. Fracasado este proyecto, las incluyó en el libro Guerra en España (inconcluso, publicado póstumamente), que debía contener «conferencias, prólogos, diario, etc., todo lo que no sea lírica o prosa abstracta» (página 10). Por lo tanto un diario, íntimo e intelectual al mismo tiempo524, que excluyera cualquier elaboración   —335→   que aspirara a la «pureza» y a la atemporalidad, como Juan Ramón había expuesto en una declaración de poética que abre el libro Guerra en España: «¿Y qué lección nos da la guerra y cuál es la poesía de la guerra? Sencillez de vida, profundo, intenso amor humano, cultivo moral, ideal, espiritual, comprensión, tolerancia, delicadeza de sentimiento. Y a los poetas también que sean más sencillos, menos pedantes, más humanos, más idealistas, mejores en una palabra. Yo estoy seguro de que cultivando mi poesía ayudo al hombre a ser delicado, que es ser fuerte, más que haciendo balas» (página 29). Declaración que se tiene que leer con otra, en la que el ideal estético, si no se corresponde a un proyecto social y humano, queda relegado a un segundo plan: «Yo soy un enamorado de mi pueblo, del pueblo universal, de sus costumbres, su arte, su eficacia; pero un sentido más humano que estético, y quiero ser poeta, me lleva a desear este mejoramiento, esta alza social, aunque se pierda y pierda yo la escena pintoresca que tanto egoísta disimulado necesita consciente o inconscientemente como espectáculo y mina. Del pueblo se debe exaltar lo que no puede cambiar con este cambio, con este mejoramiento social: la raíz pura y libre, la intemperie, el panteísmo. Por eso yo detesto esa poesía, pintura, música, todo ese arte que es verdadera y sostenida incomprensión e injusticia a base del pueblo, y levanto el arte del pueblo cultivado, es decir, su instintiva elección tradicional del arte, que puede representar sucesivamente su cultivo propio. De modo que los poetas, pintores, músicos, oradores, etcétera, ¡los "apóstoles", ay!, que hoy más que nunca nos aturden, nos estragan con un falso amor a un pueblo detenido, aunque alardeen de popularistas, de "amigos del pueblo", son sus mayores y peores enemigos, sus decididos estancadores» (página 43). Es un diario intelectual, diario de un desterrado en las Américas, que continuamente invita al lector a la comparación con otro diario y otro viaje, el de un «poeta recién casado», y ¡con qué diferencias! Entonces, Nueva York le había parecido lugar de ensueño y de esperanza: «De pronto, se abre la tarde, abanico de oro, como una gran ilusión real... El cielo se alza, se va, desaparece, no tiene ya nombre, no es ya cielo sino gloria, gloria tranquila»525; ahora, ve sólo los aspectos peores, la agonía de una civilización: «Hace 20 años, Nueva York tenía aún carne y alma visibles. Hoy ya toda es máquina. Una máquina en fuga, ¿hacia dónde, hacia fuera, hacia dentro? Nueva York se deshace, automáquina, a sí misma. Es la forma más perfecta, a eso tenía que llegar, de la decadencia del progreso; mejor, del progreso decadentista, etc.» (página 30). Por supuesto no es sólo Nueva York que ha cambiado, sino el poeta, ya no en viaje hacia una boda largamente esperada, sino huyendo de una guerra y de un dolor de los cuales no se curará jamás. Aunque no se pueda hablar de un diario-confesión, ya que todo pasa a través de la óptica del poeta, ¡cuán vivos están los disgustos y los pesares de Juan Ramón! Tanto al expresarse sintéticamente en una sola frase como al detenerse en párrafos más extendidos, el diario de Juan Ramón nos remite la imagen de aquel hombre que, en palabras de Zenobia, como «español de pura raza, es como un alma perdida fuera de España» (I, página 86): «Demasiada flor, trópico, paraíso. España, mi flor suficiente» (página 38), y «España de Europa me da en cuerpo y alma mi   —336→   paraje, mi luz y mi lengua y me quita mi libertad. América me da mi libertad y me quita el alma de mi lengua, el alma de mi luz y el alma de mi paraje. Soy en América, tan hermosa, un cuerpo bastante libre, un alma en pena, un ausente (en la naturaleza particular) de mí mismo» (página 47).

Si confrontamos las prosas de Guerra en España526 con los diarios de Zenobia nos damos cuenta de la contigüidad de vivencias, pero también de la distancia que intercorre entre la vivencia y la transposición a letra escrita y del diferente lugar que el uno ocupa en la escritura del otro. A propósito del clima y del ambiente del Caribe, escribe Zenobia: «El país es bello en un sentido pagano, pero le falta grandeza y diversidad y no ofrece lo suficiente para querer quedarse uno aquí» (I, página 153), y otras veces se queja de la indolencia y falta de iniciativas de los nativos; para Juan Ramón este mismo disgusto se transforma en metáfora poética, aun partiendo de un dato tan trivial como un libro con mofa: «Mi primera impresión peor (baja, seca, fea, fatal) de estas bellísimas Antillas, grandes y pequeñas, fue el libro mohoso. Cuando la primera muchacha antillana me trajo el extraño ejemplar de un libro mío publicado en España, ¿hacía diez, quince, cincuenta, cien años?, para que yo se lo firmara, no supe cómo poner mi nombre sobre el moho, qué hacer con el hongo que lo manchaba todo como las pecas una mejilla albina. Creí que aquello era pobre accidente. Pero luego fue otro libro, otro, todos mis libros, y los ajenos; un álbum, otro, todos los álbumes [...]. Ni el hombre ni el libro resisten al ataque diario, normal del trópico. La vida exuberante los llena de exuberante muerte. ¿Cómo concebir aquí el libro total y único, resultado del mundo, del triste Mallarmé? Altas latitudes, ¡alto Madrid claro, seco, limpio! ¿Vivir siempre, haber nacido, morir en estas tierras excesivamente hermosas donde el presente es tan fugaz, tan breve el engaño del presente; donde la vida se desarrolla en volumen tan apresurado y se vive luego mucho tiempo como muerto; donde madura la belleza, blanda, tan pronto; donde es tan evidente y tan rápida nuestra deformación, nuestra transformación y nuestra destrucción en persona y obra, en libro?» (páginas 37-38). Es el poeta quien escribe, sin duda alguna, pero no podemos sino apreciar por parte del poeta puro ese tanteo en lo humano, en lo cotidiano, así como había preconizado en aquella poética de guerra antes citada. Pero esa humanización no llega a incluir a Zenobia en su diario de desterrado: ella está ausente, sólo aludida en el breve párrafo «Con mi mujer»: «Con mi mujer hablo siempre español, claro está, pero ya nos correjimos uno a otro, y hasta consultamos el diccionario» (página 64). Demasiado poco, para una mujer que le ha dedicado toda su vida, aunque, dada la importancia que le da Juan Ramón al problema del idioma, esta anotación tiene un profundo significado: Juan Ramón siente agudamente el destierro lingüístico no sólo cuando vive en Estados Unidos, sino también en Cuba y Puerto Rico, y sólo al llegar a Buenos Aires oye otra vez el añorado español de España (páginas 33, 47-48, 59, 64, 283). Ya que su vida reside en la palabra, se siente desterrado precisamente a partir del lenguaje, y en su desesperada necesidad de mantener lazos con España a través del idioma, de sentir España viva en el idioma, Zenobia es un eslabón indispensable; Zenobia, que en Cuba había empezado a   —337→   escribir su diario en inglés, al afincarse en el exilio en una tierra de habla inglesa, recupera su español para no traicionar ni a España ni a Juan Ramón.

Curiosamente, en las poesías destinadas a otras secciones de Guerra en España Juan Ramón expresa su amor y sus deudas hacia Zenobia: ¿es que para él es más íntima la poesía que el diario? ¿O es que Zenobia es la poesía y la vida misma, y en el diario Jiménez buscaba un alejamiento, una objetivación?: «Tu inclinación sobre tus flores, / tu mirada a tus soles, / tus fugas en tu aire / tu gracia otra en tu paraje // (Y la tierra redonda, / separada en mitades como idiotas, / mitad en luz, mitad en sombra.) // Yo a la puerta cerrada, / con mi sol, mi palabra, / mis flores, mi sonrisa / (esta carga) / a la espalda» (páginas 77-78). Nada ha cambiado desde cuando, en 1916, los dos escribían sus primeros diarios, ya que podemos confirmar cuanto Biruté Ciplijauskaité ha escrito sobre ellos: los textos de Juan Ramón «no son mero espejo de él, sino del proceso artístico mismo. Zenobia, a su vez, no se sume en autoanálisis. Apunta esmeradamente los acontecimientos y no deja de observar y transmitir las reacciones de su compañero. Su diario es un espejo, pero un espejo que refleja la interacción de los dos, la lucha de los dos para aclimatarse»527. Y aun, a propósito de los diarios del exilio: «Los diarios de Zenobia son un espejo que irradia y se multiplica: no sólo la refleja a ella, sino sus reflexiones sobre él, observándole [...]. Los reflejos en el espejo se diluyen en espejismos alguna vez, sobre todo por parte de Juan Ramón. Si Zenobia asume la parte del espejo, Juan Ramón puede continuar transformando en poesía la realidad reflejada» (página 140).

Sólo una rápida reflexión quiero hacer ahora sobre los textos autobiográficos de Dámaso Alonso y su esposa Eulalia Galvarriato. A pesar de que su permanencia en España durante el franquismo los excluiría de un estudio sobre los intelectuales exiliados, me interesa oponer sus escritos a los textos arriba examinados, en cuanto totalmente tradicionales, es decir que reflejan las funciones tradicionales hombre/mujer y sus formas canónicas de escritura autobiográfica. No quiero arriesgarme en una disquisición sobre progresismo y conservadurismo, en política como en arte, pero sí afirmar que una guerra vivida en la trinchera o un exilio sufrido para un ideal no pueden pasar sin dejar huellas profundas, como las autobiografías analizadas han demostrado: la mujer pasó de la reclusión entre las paredes domésticas al protagonismo público; el hombre, en cambio, fue expulsado de aquel paraíso que, con sus contribuciones, se estaba construyendo en la España de la República.

Raíces bajo el tiempo de Eulalia Galvarriato contiene los apartados autobiográficos «Momentos vividos», «Sueños», «Recuerdos de viaje», escritos casi todos en los años 40. Hasta se podrían quitar los títulos de los apartados, porque no cambia ni el tono ni el contenido ni la voz narradora: son todas hojas sueltas, imágenes y recuerdos, envueltos en una atmósfera de ensueño donde prevalecen las sensaciones o los homenajes a amigos y lugares perdidos, con una nostalgia leve, dulce, sin desgarrones ni rupturas. La infancia es el paraíso perdido de la inocencia y la felicidad, pero el pasaje a la pubertad no trae ninguna turbación: ¿fue realmente así, o esos temas no aparecen porque no tenían cabida en la escritura tradicional de las   —338→   mujeres? El suyo es un mundo predominantemente «femenino», donde la guerra, la política, el trabajo, hasta la literatura están ausentes: olores, flores, niños son los protagonistas de estas prosas. Dámaso Alonso, el compañero de su vida, aparece casi exclusivamente en los sueños, como presencia serenadora, nunca conflictiva. Aunque no se trate de una autobiografía retrospectiva totalizadora, sino de trozos de vida a veces contada como en un diario, a veces reconstruida a posteriori, nos llama la atención la absoluta remoción de la Guerra Civil, como si nunca hubiera acaecido y sus consecuencias no estuvieran a la vista a cada paso: ¿también en este caso, porque la guerra, como el trabajo y la política, no es cosa de mujer? ¿O la autora no ha tenido una vida pública autónoma, y por lo tanto lo único que puede contar son sus emociones y hechos privados? ¿O porque, no habiendo sufrido el desgarrón del exilio, no necesitaba reconstruir la historia de su vida para sanar las fracturas del destierro, y podía recordar de su existencia sólo lo agradable? (Piénsese en el texto de Concha Méndez que, si bien tan frío y volcado hacia afuera, al hablar de la guerra adquiere calor y participación). A este propósito, se puede confrontar la infancia feliz de Eulalia con la tensión y la rebelión de la infancia de Concha Méndez y María Teresa León, con aquel grito desesperado de esta última, «No quiero oír mi infancia», que expresa toda la dificultad de un carácter independiente en una sociedad aniquiladora: la autobiografía viene a ser el medio para describir la ruptura con la familia y/o la clase de origen y la búsqueda de otras «familias» (grupos, partidos, etc.). Precisamente esto es lo que encontramos en los escritos de Méndez y León, y no en el de Galvarriato, la cual aparece perfectamente integrada en su medio, y por lo tanto no debe trazar una trayectoria, un desarrollo, un cambio en su vida y en su conciencia: es decir, contar la trasformación del individuo que, según J. Starobinski528, es la esencia y especificidad de la autobiografía. En cualquier caso, aparecen evidentes tanto la relación entre el papel social y el tenor de los escritos autobiográficos, como el vínculo entre el exilio y la necesidad de reanudar, a través de la escritura, los pedazos de una vida que han quedado truncos, o sin raíces.

En el mismo sentido, podemos considerar Vida y obra de Dámaso Alonso la cara «masculina» de la escritura autobiográfica tradicional: no se trata de reconstruir toda una vida, entremezclando público y privado, arte y vida, como han hecho los exiliados para dar cuenta de sí luego que los acontecimientos históricos -guerra y exilio- han trastornado sus existencias como un terremoto, sino de trazar la trayectoria de un solo aspecto de su vida. Hasta Juan Ramón Jiménez había dejado contaminar su diario y su poesía, dejándose llevar por la urgencia de reflexionar sobre sí mismo, el mundo y su poesía de desterrado. Dámaso Alonso, al escribir su autobiografía, elige una sola faceta de su vida, la del poeta, según expresa en las líneas iniciales y finales: «Yo buscaba poesía, me gustaba leer poesía, cuando era niño» y «Al terminar ahora me doy cuenta de que el título de este texto, "Vida y obra", es inexacto: he hablado de mi poesía y de los sitios donde di lecciones, pero no de los trabajos que llevándome por muchas sendas espirituales, me servían para encubrirme mi vital aflicción: los temas de lingüística y de historia y crítica de la literatura,   —339→   que me valían para distraerme haciéndome trabajar mucho. No debía, pues, haber empleado el título "Vida y obra", sino, todo lo más, "Vida y media obra"»529. O, corregiría yo, «Media vida y media obra», ya que de la vida sólo relata lo que tiene relación directa con la poesía: la lectura de un libro, el encuentro con Juan Ramón Jiménez o Antonio Machado, la escritura y publicación de sus textos; en cambio, frases escuetas recuerdan fechas y acontecimientos importantes de las otras caras de su vida, sin énfasis o comentarios: «en marzo del 29, pude venir a Madrid y el día 16 me casé con Eulalia, y con ella me volví a Cambridge» (página 28) o «De 1935 a 1936 enseñé en Alemania, en Leipzig, donde fui "Gastprofessor", pero lo que me interesaba era asistir a las clases de Von Wartburg que eran excelentes: necesitaba yo mejorarme en Filología Románica para oposiciones a la cátedra que había sido de Menéndez Pidal. Pero en 1940 se me trasladó a esa cátedra sin que hubiera oposición para ella» (página 30). Un salto cronológico que abarca exactamente los años de la Guerra Civil en una autobiografía lineal -hemos visto el íncipit clásico, en la infancia- no puede sino extrañarnos: no es un problema de censura -estamos en 1979- ni de quitarle importancia a este hecho y a sus consecuencias, sólo que no es el hecho de su vida, no ha causado el exilio, y por lo tanto puede estar en el mismo nivel que otras causas de su malestar interior: «En mi vida, cada vez más, ha habido un sufrimiento que ha ido intensificándose. Es curioso que mi vida haya recibido benevolencias, premios, posturas extradignas y fértiles; y que, sin embargo, en la suma interioridad de mi espíritu haya habido una constante angustia, vertida sobre mi propio yo, y atribuida al nacimiento desde mi propio yo. Y esa angustia también se dilata al mirar sobre lo exterior: porque luego pienso que en el mundo habrá otros espíritus que se prensen y se atormenten como mi mente sombría. Además luego pienso que hay y ha habido siempre actos externos que nos habrán aumentado la pesadumbre y la negra tristeza a mí y a muchos seres humanos: existe una terrible injusticia nacional e internacional; recuerdo la guerra española, con muertos, amigos y parientes, a un lado y otro; después, la guerra mundial. Y cada día el periódico leído es un espanto» (páginas 35-36). De su vida y su obra, ha elegido un solo tema: la poesía. Toda su autobiografía no es, al fin y al cabo, más que una autoexegesis, y la vida y la Historia no caben sino para dar a conocer elementos para la comprensión de su poesía y justificar los pasos públicos dados por el poeta. No quisiera volver obsesivamente sobre el asunto, pero ¿hay un solo hombre que haya vivido cuarenta años de exilio y que, escribiendo sus propias «vida y obra», pueda pasar por alto tan tristes experiencias poniéndolas en el mismo nivel de cuestiones tan generales y, por eso, asépticas, como la injusticia del mundo? Un hombre que en el exilio haya perdido identidad y certidumbres, que como hombre y como poeta haya tenido que cuestionarse continuamente a sí mismo, no hubiera podido relatar su vida seleccionando sólo lo que tenía relación con su oficio, así como sólo una mujer «tradicional», volcada a la vida familiar e íntima, como Eulalia, pudo escribir trozos autobiográficos tan asociales y tan poco feministas, sin indicar un solo momento de ruptura generacional, política o íntima.

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En las antípodas de tan serenadora diversificación de papeles y escrituras, encontramos una obra inquietante, que pone muchos interrogantes sobre las ambigüedades de los géneros literarios y su connotación sexual: Cuatro años en París, de Victoria Kent, publicado en París y Buenos Aires en 1947 y luego, en 1977, en España con el título ligera pero significativamente modificado: Cuatro años de mi vida. Ya hemos chocado con la primera ambigüedad, la del género literario, ya que mientras el texto en sí podría hacernos pensar en una obra de ficción, el paratexto -aún más con el segundo título- e indicios extratextuales nos invitan a una lectura de tipo autorreferencial: pese a la imposibilidad de estipular un pacto autobiográfico según las pautas indicadas por Lejeune530, no tenemos dificultad para reconocer en las divagaciones y pensamientos del exiliado Plácido a la misma autora, disfrazada de varón, como por otra parte nos enseña una foto cuya didascalia, en la edición de Buenos Aires, así recita: «Victoria, Plácido, París, 44». ¿Se trata sólo de un disfraz, podríamos decir, adjetival, que no modifica el contenido, es sólo un cambio de identidad formal -en la realidad, en París Victoria Kent tomó la identidad de Madame Duval- o este travestirse modifica lo sustancial? ¿Es un espejo donde mirar su propia imagen especular, o es un juego de espejos múltiples, que descompone y recompone la imagen reflejando cada vez facetas diferentes, como en una composición cubista? ¿Y por qué y para qué analizar este texto al final de un análisis sobre lo masculino y lo femenino en la escritura autobiográfica del exilio español?

Tomando en cuenta tanto el contenido como la variación del título, aceptada por la autora, que remite a la identificación entre narrador y personaje («mi vida») y, como elemento extratextual, varias declaraciones en entrevistas y cartas531, asumimos el texto como autobiográfico en la sustancia aunque no en la forma, y pensamos en un inteligente recurso narrativo que identifique el cambio de sexo con la renuncia total a la identidad en la situación extrema del exilio: Victoria Kent = Madame Duval = Plácido. En esta situación límite, fuera del canon, en el aislamiento absoluto, cuando se han perdido patria, raíces, certidumbres, visibilidad e identidad, tampoco las connotaciones de género sexual tienen vigencia: sentimientos y sensaciones, pensamientos y actos, no tienen color ni hormonas, son absolutos y generalizados, como aquella primera victoria sobre el miedo y la soledad: «Plácido dormía profundamente; había superado su miedo; es decir, lo había recorrido en todas direcciones y era dueño de él»532, o como aquella necesidad de no olvidar que lleva a la escritura: «Yo quiero no olvidar todo lo que yo sé. Que otros hagan la Historia y cuenten lo que quieran; lo que yo quiero es no olvidar, y como nuestra capacidad de olvido lo digiere todo, lo tritura todo, lo que hoy sé quiero sujetarlo en este papel» (página 159). En tercera persona, cediendo a menudo la palabra a los   —341→   monólogos del protagonista, la autora relata los cuatro años vividos en París por Plácido, exiliado español que vive indocumentado -sin identidad- en el París invadido por los nazis. Al final, en el momento fúlgido y desenmascarador de la liberación, irrumpe el yo por fin liberado de la autora, recomponiendo una identidad que reclama para sí la doble cara de lo masculino «sólido razonamiento» -y lo femenino- «burbujas de colores tan necesarias al alma»: «Monta, monta conmigo en la bicicleta, hagamos esta ronda de la libertad. Tu cordura me ha prestado grandes servicios, pero hoy no la necesito [...]. Es el momento de hablar de nosotros. ¿Vivir sin ti? ¿Cómo puedo yo vivir sin tu sólido razonamiento? Fue tu razonamiento el que me hizo digerir mi miedo, aquel miedo a la muerte, a la muerte mía, a mi morir que veía próximo, como el de otros que caían en esas horas [...]. ¿Cómo quieres que yo viva sin tu decisión y, digámoslo claro, sin tu valor? ¿Has olvidado las horas infinitas de aquellos diez meses en que nuestros pies no podían moverse sino entre mi cuarto y el desván? [...] Tú has sido quien me ha sacado de todo esto. Y tú, ¿cómo ibas tú a vivir a solas con tus razonamientos, que serán todo lo sensatos que quieras, pero que no te permiten esas burbujas de colores tan necesarias al alma? Yo te he hecho andar por las estrellas, hablar con todo lo que había en el cuarto, tener coloquios con la pelota que lanzábamos contra las polvorientas paredes del desván, compartir la cena con paracaidistas y no sé cuántas locuras más. Sí, ríe, ríe; ya podemos reír y hablar de todo esto, ya somos libres [...]. Qué bien vamos hoy y qué felices, unidos para siempre. Tú y yo somos una sola persona, ya lo ves, es lo irremediable, y tan perfecta es esta unión, que yo comencé hablando por ti y tú terminas hablando por mí, sin que ni tú ni yo nos hayamos dado cuenta» (páginas 181-184). Identificar a Plácido con lo masculino-racional y el yo con lo femenino-irracional es por supuesto una invitante clave de interpretación, y en esta dirección se han movido críticos y lectores: según Ofelia Ferrán, por ejemplo, la novela metaforiza en la figura de Plácido la búsqueda de una «doble voz» para la escritura femenina, que antes tiene que apoderarse de los instrumentos masculinos, luego pasar a la afirmación del yo femenino, para llegar, al fin, a un nosotros omnímodo533, voz de poeta y de escritor, sin ya adjetivación sexual. Pero cabe también otra posibilidad, que no excluye la primera sino se le sobrepone y enriquece: conocemos a la Victoria Kent enérgica, primera mujer que formó parte de un Tribunal de Justicia, diputada a Cortes Constituyentes, directora general de Prisiones -«todo un hombre aquella mujer» como se había dicho de Gertrudis Gómez de Avellaneda- la mujer que el periodista José Sánchez Rojas así describió: «Victoria Kent es mujer acaso de muy hondas convicciones, bien disimuladas y tapadas por un gesto razonador y frío... Sus intervenciones han sido eficaces en el Parlamento»534. ¿No podría ser, acaso, que la carga pública «masculina» que desarrolló en su vida y su sentido de responsabilidad hayan «tapado» otra faceta suya, más bien lírica y ligera, «femenina», que llegó a   —342→   manifestarse sólo en esta ocasión, después de la «caída» en el aislamiento total, cuando la pérdida de identidad pública y privada ya no imponía caretas ni obligaciones? La prosa fluida y cálida, a veces lírica o irónica, de este texto, y el brillante recurso novelesco del desdoblamiento Plácido-Victoria, nos hacen pensar en una novelista culta y sensible (¿había leído el Orlando de Virginia Woolf? No olvidemos que su familia era de origen inglés), que de alguna forma renunció a la expresión literaria para dedicarse exclusivamente al cultivo de la libertad y de la ley. ¡Cuán difícil tenía que ser para una mujer de los años 20 y 30 conciliar público y privado, razón y sentimiento, deberes y deseos!

Es difícil proponer conclusiones, e incluso dar una descripción generalizadora de la escritura autobiográfica del exilio: la autobiografía es totalmente dependiente de la vida e historia de cada cual, y por lo tanto, más que otros géneros literarios, rechaza métodos normativos (ante rem) o clasificadores (post rem); es posible estudiarla sólo históricamente (in re), es decir analizando la relación, expresada en la grafía, entre el yo que narra (auto), el yo que vive (bio), y el mundo. Sin duda las autobiografías del exilio, espejos de los cambios intervenidos en la sociedad española en los años 30, reflejan una polifonía de voces y discursos independientes del género sexual en cuanto tal, pero no del lugar que el yo ocupa en el mundo ni de las motivaciones que empujan a escribir, lo que hace más leve y hasta anula la tradicional separación entre escritura masculina y femenina. Pero esos espejos reflejan una situación de urgencia, una identidad fracturada y la necesidad de reencontrarse en una unidad superior, más allá de lo contingente, en la palabra escrita que es el mundo de la libertad y la utopía: con la misma libertad con la que Cuatro años en París quebranta las barreras entre géneros literarios (autobiografía/ficción/ensayo), aquel «nosotros» de Victoria/Plácido, gritado en el momento de la liberación de París, parece indicar el camino para un utópico franqueamiento de funciones públicas y privadas, clases sociales y condicionamientos sexuales.



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ArribaAbajoLa obra en prosa de un poeta transterrado: Pedro Garfias

Aitor L. Larrabide


El objetivo marcado para las siguientes páginas no es otro que el de dar a conocer, aunque sea de forma breve, la obra en prosa escrita por un gran poeta en el exilio, Pedro Garfias. Resulta urgente un estudio de conjunto de su producción prosística, tanto de la anterior a la guerra como la del exilio. Quiero agradecer desde aquí la ayuda y amistad de Francisco Moreno Gómez, máximo conocedor de la vida y obra de Garfias.

Pedro Garúas (1901-1967) fue una persona esencialmente integradora, tanto en su período ultraísta, cuando se relaciona con miembros de diferentes tertulias, como en el exilio, recorriendo México de norte a sur como enlace entre exiliados españoles y los intelectuales del país que tan cálida y generosamente los acogió a todos. Esto puede constatarse en la importante labor difusora de la cultura española llevada a cabo por Garfias, tanto en la literatura (sus conferencias tuvieron amplia resonancia), como sus programas de radio, de gran calidad. Precisamente, las conferencias y los programas de radio que los exiliados ofrecieron en México y en otros países merecen un estudio monográfico. La prosa del exilio de Garfias fue recogida por la prensa, por amigos en cintas magnetofónicas y en textos de conferencias, y en el libro De España, toros y gitanos, editado por el Gobierno de Nuevo León en 1983.

Garfias nació en Salamanca el 27 de mayo de 1901. Su padre, Antonio Garfias Domínguez, consiguió a finales de 1898 un trabajo de recaudación del Impuesto de Consumos del Ayuntamiento salmantino. Vivieron en el número 20 de la calle de   —344→   Varillas, cerca de la Casa Consistorial, hasta 1905, año en que la familia se traslada a Osuna535.

Es obligado referirse, siquiera escuetamente, a su obra en prosa anterior al exilio, en especial a la publicada en el madrileño diario Heraldo de Madrid, entre 1933 y 1935. Fueron publicados 34 artículos de temática diversa: artículos de compromiso político, de reflexión literaria, galería de autores, de crítica literaria, de novela policíaca, y ocho interesantes trabajos sobre el movimiento ultraísta.

En el Diario del Sinaia apareció una semblanza de Garfias (número 15, 9 de junio de 1939, página 4)536. En ese barco se gestaría el nuevo credo del transterrado: el poema «Entre España y México».

Ya en México, la década de los años 40 será la más prolífica en cuanto a cantidad de artículos periodísticos y conferencias.

Publica «Una historia extraordinaria» en la revista Romance (número 7, 1 de mayo de 1940, páginas 6 y 17), cuento que, a juicio de Moreno537, se trata de «una fantasía entre neorromántica y policíaca». La huella becqueriana es subrayada además por Moreno, así como el elemento autobiográfico, una característica repetitiva en las prosas de Garfias. También aparece, tímidamente, la lectura de las historias de Poe en esta, por otra parte, larga prosa.

Garfias inicia en el mes de enero de 1944 una serie de colaboraciones en el periódico El Tiempo, de Monterrey, con el seudónimo de «Pedro Ximeno». Dicho seudónimo es un homenaje al célebre héroe de la Guerra Civil, el «Capitán Ximeno», cantado por Garfias en un poema. En estos cuatro artículos, Garfias538 reflexiona sobre el tiempo, critica el arte no comprometido, defiende el papel ascendente de la juventud frente a los gobernantes viejos y escribe unas líneas laudatorias a la carreta como medio de transporte, aparte de mostrar su animadversión hacia el motor y la mecánica. Por otro lado, aparece el símbolo del árbol, recurrente y fundamental en su poesía539.

A fines de 1944 fallece en Monterrey el doctor Aurelio Romeo Lozano, pediatra de ascendencia aragonesa que fue presidente de la Cruz Roja y del Centro Democrático Español. Garfias publicó en El Tiempo, el 12 de diciembre de ese 1944, una oración   —345→   fúnebre en su memoria («Adiós de gloria al Dr. Romeo»). En ese artículo tan emotivo, Garfias afirma: «¿Qué es la cultura, sino llanto y sangre?». Precisamente, en la charla radiofónica «La copla flamenca», de 1945 y recogida en libro en 1983, copia de forma literal tal concepto, identificando la cultura con el flamenco: «Es que de llanto y de sangre nace la copla flamenca, de sangre y de llanto» (página 30 del libro De España, toros y gitanos).

En el verano de 1945 Garfias se convierte en animador de un programa radiofónico, con el doctor Daniel Mir. Estas sesenta y seis charlas radiofónicas sobre toros, flamenco y poesía fueron publicadas en la prensa en 1975 y luego recogidas en el citado libro de 1983540.

Este libro, De España, toros y gitanos, presenta problemas textuales en los que no vamos a entrar, incluido su título apócrifo y, en ocasiones, la caótica disposición cronológica de las charlas radiofónicas. Del libro nos interesa todo lo relativo a la poética garfista, sus opiniones sobre la poesía y la cultura. Aun así, es de destacar el gran dominio que demuestra tener Garfias sobre toros541 y cante flamenco542, y los elementos autobiográficos que aparecen aquí y allá (por ejemplo, «Mi afición por lo flamenco», página 95). En la charla 23, «Visión de Andalucía», se alude a la gratitud de los exiliados por la generosa acogida del pueblo mexicano: «Cálidamente dio a entender la gratitud del pueblo hacia este noble País que es México, a quien tantos miles debemos la vida y la libertad» (página 55). Garfias inserta también elementos poéticos: «Y cuando muere un gitano, de muerte mala, se entiende, es como si se apagase una estrella» (charla 41, «Cervantes y los gitanos», página 91).

Pero lo más interesante de las sesenta y seis charlas es la idea que tiene Garfias de las diversas manifestaciones culturales (toros, cante y poesía), pues éstas emanan del pueblo. Lo vemos en la charla 44 («El folklor de América») y aparecerá de nuevo en la grabación de 1953: «Pero es indudable que el tema de la poesía se enlaza con el cante, y que ambos se identifican con el de los toros. De ahí las coplas populares andaluzas. Hay algunas de una sencillez y una claridad poética tan extraordinaria, que uno llega a pensar que el pueblo como tal, considerado como masa, es el mejor poeta que la humanidad ha dado» (página 98).

Pedro Garfias tenía claro que en todas las variedades artísticas era obligada la innovación, lo vemos en la siguiente cita: «Y como donde no hay riesgos no hay arte, y esto podría aplicarse a toda clase de arte, artista que no se arriesga deja de   —346→   serlo» (charla 13, «Pepe-Hillo y Cúchares», página 36). También aparece una idea que será una de las centrales de su poética, la necesidad de un sentimiento que nazca de la verdad: «Y dentro de toda aquella frase aparente o caricatura flamenca, había un verdadero arte, como lo hay en todas aquellas cosas que proceden de una emoción verdadera» (charla 11, «El dolor vuelto carne», página 32).

Las referencias a diversos poetas son dignas de traer aquí: Federico García Lorca, Antonio Machado y Fernando Villalón.

En la charla 35, «García Lorca no era gitano» (páginas 79-80), Garfias sólo dice del poeta y dramaturgo granadino que quiso a los gitanos y que los comprendió.

En la charla 51, «Machado y Andalucía» (páginas 111-112), Garfias no habla de él salvo cuando recuerda que Antonio Machado criticaba a los señoritos zánganos de casino y toros.

Fernando Villalón aparece citado en la charla 65, «El bandolero andaluz» (página 140). Me permito copiar textualmente la mención al poeta-ganadero: «Volviendo a los "Siete Niños de Écija", recuerdo que Fernando de Villalón, el magnífico e infortunado poeta andaluz, desapareció [sic] en plena madurez, tiene en su libro Romances del Ochocientos [sic], un poema dedicado a ellos, en el que se señalan sus nombres, vestidura y costumbres». También afirma Garfias que el capitán de la banda de asaltadores era Luis de Vargas (página 139). Pues bien, el poema dedicado a los «Siete Niños de Écija» no aparece en dicho libro, y sí uno que lleva por título «Campiña de Écija», en su poemario Andalucía la Baja, de 1926, tres años anterior a Romances del 800. Dicho poema se encuentra recogido en la reciente edición de las poesías completas de Villalón543. En nota 24 de la página 128 de esas poesías completas, Jacques Issorel, máximo estudioso de la vida y obra de Villalón, sostiene que Luis Muñoz García, «El Bizco del Borge», llevaba las riendas de la banda.

El 14 de abril de 1946 se celebró el aniversario de la proclamación de la República en Monterrey y se organizaron diversos actos conmemorativos. Garfias intervino con el texto «Apuntes para un retrato de León Felipe», publicado en la revista de Monterrey Armas y Letras (número 4, 30 de abril de 1946). En dicho trabajo Garfias recorre la trayectoria de León Felipe desde 1920, con su «voz franciscana» hasta aquel año de 1946, con su «voz apocalíptica». El itinerario poético trazado por Garfias aparece con esta secuencia: oración-salmo-parábola-imprecación y profecía. Garfias desmiente a quienes sólo ven en León Felipe a un antirreligioso: se trataría de un antipolítico en una cruzada religiosa. El texto de Garfias está cuajado de referencias poéticas, como el viento, tan querido a León Felipe.

El 13 y 14 de junio de 1946 Garfias ofrece una conferencia en Torreón sobre su concepto de poesía y sobre Neruda. Además, presenta a jóvenes valores mexicanos: Félix Peyrallo, Rafael del Río, Ernesto Rangel Domene y otros544, una prueba más de su integración en la vida cultural mexicana y de su apoyo a ésta.

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El año de 1949 es fecundo en conferencias. El 19 de enero, en Oaxaca, habla de la poesía y de los movimientos vanguardistas, que Garfias juzga como un deseo al retorno a lo clásico, aunque cambie la forma. Vemos, de nuevo, el espíritu integrador de Garfias. Por otro lado, continúa expresando su dolor y nostalgia por España.

En junio de ese año de 1949 da tres conferencias sobre García Lorca, tema también frecuente en sus charlas ya que trató al poeta y dramaturgo granadino en la Residencia de Estudiantes. Lorca también fue incluido en el poema «Semana Santa en Sevilla»545: «Lorca en la procesión, / ¿A dónde vas, Federico? / A morirme con son, morirme con son». Moreno546 tiene datos de la segunda y de la tercera. En la primera conferencia, relata su amistad con Lorca, de su doble condición de popular y clásico y de la renovación del romance, con un marcado tono dramático, del Romancero gitano. La segunda conferencia conocida trata del teatro lorquiano y de sus valores, con opiniones valiosas: el temperamento de Lorca era, según Garfias, más dramático que lírico (esto se percibe en el tema de la muerte); cuando Lorca muere, su poesía está agotada y no así su teatro; para terminar, Garfias considera también que Lorca realizaba su teatro según la imaginación visual, enlazando imágenes.

En Campeche, a finales de ese prolífico junio de 1949 (los días 23, 24 y 27), en el Instituto Campechano, Garfias habla de su propia poesía, de la de Lorca y de la de León Felipe. Destaca, de nuevo, su nostalgia por España.

El 27 de septiembre de 1953 pronuncia una conferencia en la Universidad de Nuevo León, en Monterrey547. Garfias defiende que, para que exista poesía es necesaria la existencia de la sinceridad en el verso, de esta manera dicho verso tendrá la capacidad de ser comunicado y volverá a su origen, al pueblo. En dicha conferencia, culpa al dictador Primo de Rivera de su silencio poético desde finales de los años 20 hasta el inicio de la Guerra Civil.

Ese mismo año de 1953 es importante porque tiene lugar una grabación magnetofónica de una charla mantenida con Garfias y otros amigos sumamente interesante para descubrir su poética. Se publicará fragmentariamente en 1968 en la revista Nuevo Cauce y, en la misma revista, en 1987, su versión íntegra548.

Esta grabación, sobre todo en su versión completa que es la que seguimos, resulta esclarecedora para enterarnos de cuál es la poética de Garfias y merece la pena que nos detengamos en ella durante unos momentos.

Pedro Garfias aborda temas complejos, como la espontaneidad en el arte frente a lo teatral, la recreación constante de una obra literaria gracias a su lectura o que la recepción de la obra poética debe dirigirse al pueblo pues éste, si esa poesía es verdadera (condición imprescindible), la entenderá. Y será verdadera si se comparte con ese pueblo. Lo ejemplifica con el recuerdo de La Barraca y su paso por los   —348→   pueblos más recónditos: «es menester salir de ahí mismo, sacar de la entraña del pueblo la poesía que ha de ser dirigida al pueblo» (página 12). Esta idea ya la hemos visto líneas arriba y nos recuerda la política cultural emprendida por la II República con las Misiones Pedagógicas. Su idea del poeta se acercaría, con todas las reservas, a la de León Felipe, pues es un vate, revela secretos que comunica a los demás. Su preocupación por la lengua española se enmarca en el contexto del miedo por los efectos devastadores de la bomba atómica. Su preocupación, tanto por la lengua española como por la bomba atómica, le acercaría a un Pedro Salinas, obviamente anterior cronológicamente en sus escritos.

Transcribimos a continuación textualmente afirmaciones interesantes de Garfias: «De Baudelaire venimos todos los poetas» (ídem); «Ésa es la poesía, es una manera de dirigirnos humanamente» (página 26); «Yo he procurado ir quitando la metáfora, el símbolo, hasta el adjetivo» (ídem); «Él [Juan Ramón Jiménez] y Antonio Machado han sido mis maestros [...] y de la poesía española» (páginas 26-27). Garfias explica que Juan Ramón Jiménez no ha dejado de crear, de ahí su influjo sobre toda la poesía española. Garfias sigue opinando sobre Juan Ramón Jiménez más adelante. La devoción por la poesía de Antonio Machado, familiar lejano de Garfias por lado materno, viene de lejos. En el lejano 1920 Pedro Garfias sostuvo una polémica en la prensa local egabrense con un compañero de fatigas literarias, su tocayo Pedro Iglesias Caballero, acerca de la preeminencia de don Antonio «El Bueno» sobre su hermano Manuel549.

En el aspecto humano, personal, sobrecogen las palabras, siempre sinceras, de Garfias: «me da miedo la vida, no quedar decentemente en la memoria de los que me hayan conocido» (página 33).

El 4 de septiembre de 1959, en los locales de Arte AC, Garfias550 presentó a cuatro jóvenes poetas y aprovechó la ocasión para explicar su idea de la poesía y para expresar su deseo de que los jóvenes se acerquen a ésta, pues la vida exige recreación, una renovación constante. La vocación es lo único importante en un poeta, luego vendrán el ritmo y otros elementos formales que Garfias no valora tanto como la aspiración por una voz personal y constante trabajo.

En resumen, una intensa labor, desconocida aquí, de difusión de la cultura española que merecía toda nuestra atención.



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ArribaAbajoEmilio Prados: un idealista en el exilio

Ana Isabel Martín Moreno



Universidad de Córdoba

Emilio Prados, miembro por derecho propio de la generación del 27, estuvo dominado por un sentimiento de justicia y entrega al prójimo que lo acompañó toda su vida. Vicente Aleixandre, compañero de juegos en la infancia, recuerda así al Prados niño: «Tenía inmensamente vivo el sentido de la justicia, y más todavía: allí, en su figura infantil, en aquellos ojos humildes y con luz, vi yo por primera vez la vislumbre instantánea del rayo dulce y largo de la misericordia»551.

La defensa de los más desamparados continuó en los años de adolescencia y juventud, y su figura se hizo familiar entre los chiquillos y pescadores del humilde barrio malagueño de El Palo, con quienes mantenía una estrecha relación552. Poco después, se desplaza a Madrid para ingresar primero en la «Resi de peques», grupo experimental de niños a cargo de García Morente, muy querido y recordado siempre por el poeta, y después en la Residencia de Estudiantes, donde conocerá a Lorca, Alberti, Buñuel, Dalí, así como a personalidades literarias que tuvieron en él gran influencia, como Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez. Pero sus sentimientos   —350→   solidarios aún le acompañan, y estalla de alegría cuando cree ver en el joven García Lorca sus mismas inquietudes sociales. Así lo recoge el poeta en su Diario íntimo: «Todo es igual a lo mío. Sus ideales políticos, contrarios a su bienestar, son los mismos míos, y esto le hace que sea más querido por mí [...]. Tengo grandes ganas también de que esté aquí para organizar la propaganda de nuestros comunes ideales, que tantas ganas tengo de ver realizados. Mi sangre toda la daría por ver a la humanidad unida con amor, y que la igualdad fuera completa para todos. Me da horror pensar cuánta hambre y cuántos sufrimientos hay que pueden cambiarse en alegrías. En fin, cuando venga Federico trabajaremos con ardor por esta causa»553. Sin embargo, Prados no tarda en darse cuenta de que tales ideales no son compartidos por su amigo, y a partir de entonces los intentará realizar en solitario.

Ya en plenos años veinte se entrega con ilusión a la aventura poética de la generación del 27, y publica sus primeros libros, Tiempo (1925), Canciones del farero (1926) y Vuelta (1927). En 1926 aparece también el primer número de la revista emblemática del grupo, Litoral, creada y dirigida por él mismo, con la colaboración de su inseparable amigo Manuel Altolaguirre.

Pero la acogida adversa que tuvo su libro Vuelta por parte de Gerardo Diego (que hizo la reseña en la Revista de Occidente554) le llevó a tomar la drástica solución de no publicar más. Y no lo hará hasta la Guerra Civil. Las causas de esta crítica se debieron a que en dicho libro están ya las líneas centrales de lo que será la verdadera poesía pradiana, sus conocidas dualidades ausencia/presencia, muerte/vida, tiempo/olvido, acompañadas de una completa depuración de las formas, que contrastaban vivamente con Tiempo y su despliegue de imágenes, algo que no gustó a G. Diego. Así que Emilio Prados siguió escribiendo pero no quiso publicar sus obras, que iban tiñéndose de surrealismo. Prados abogaba por una poesía más filosófica y profunda, alejada de la vacuidad de imágenes. Participó a regañadientes en la primera Antología de Diego555, en 1932, y se negó a participar en la segunda556, inmerso como estaba ya en aquellos años en el surrealismo y en el compromiso. El   —351→   hecho de que no publicara su poesía en los años claves de difusión del grupo -a la cual él mismo contribuyó decisivamente desde Litoral-, sumado al olvido masivo en que durante décadas cayó la obra de todos los exiliados, determinó el desconocimiento de su poesía y del relevante papel que había tenido, como poeta y editor, en la generación.

A finales de los años veinte sus inquietudes sociales se hacen cada vez más fuertes, y la conciencia de la miseria y el sufrimiento injusto de los más pobres va tiñendo lentamente su poesía. Como señala Carlos Blanco Aguinaga: «su vuelta a la sociedad [tras la aventura de la generación] es un encuentro radical con la miseria del prójimo. Pronto ve en la imprenta no sólo al obrero hábil y severo en su dignidad, sino al hombre necesitado y sin protección ante la injusticia; y la vuelta a las playas en que por tantos años ha vivido con los pescadores le hace entender ahora un drama cotidiano que antes apenas había sospechado. ¿Liberar el alma a Dios? ¿Liberar la imagen? Es la libertad del hombre, su alimento, su dignidad social, lo que más urge lograr»557. Con este fin colabora intensamente con el Sindicato de Artes Gráficas de Málaga, y convive con los más necesitados. En estos años sus contactos con la generación son mínimos.

La llegada de la II República (1931) supuso una época de descanso y esperanza para el poeta, que vio en ella cumplidas sus ambiciones sociales. Se retira temporalmente de la lucha activa, pero al comprobar que todo sigue igual, vuelve con fuerza a la poesía de denuncia, más incisiva que nunca. Nacen así el Calendario incompleto del pan y el pescado (escrito en 1933-34, publicado en 1937, como parte de Llanto en la sangre), La voz cautiva (1934, inédita hasta la Antología de 1954, donde aparecen dos de sus poemas) y Andando, andando por el mundo (1934-35), también inédito hasta que se publican cuatro poemas suyos en la Antología)558. Respecto   —352→   a La voz cautiva señala Víctor García de la Concha que, «con resonancias neoplatónicas, habla de un verbo que se encarna y apresta para la lucha, por más numerosas que sean las fuerzas que se empeñan en reducirla al silencio»559. Nadie es libre, ni tan siquiera la voz del poeta, que se encierra voluntariamente para reclamar justicia. Así lo confirman los emotivos versos de ese libro: «¡Qué pesadumbre voz contra el silencio! / ¡Qué restallar de sangre contra duros barrotes! / ¿Hasta cuándo? / ¿Hasta cuándo este acento? / ¡Ay voz!... / ¡Ay voz!... / Fecunda muerte; / La prisión es el mundo» («La voz cautiva»); [...] «No, / descanso no grito, / pido encierro. / Mira: / fuera el pavor se siente: / no anda el río; / el pájaro está en tierra muerto; / tronchado el árbol, / el hombre perseguido... / ¡Cierra, / cierra, tiniebla, / que aún separas / al prepotente anhelo verdad hecha, / de ese aire muerto, vicio o mundo andante!» («Vuelta»); [...] «Larga cuchilla / ¡raja por los ojos! / ¡Liberta, liberta de su sombra / la alta llama!» («S.O.S.»)560. De 1933 son poemas como «Existen en la Unión Soviética» (Revista Octubre), «No podréis» (Revista Octubre), «Un día» (Sol), etc. En 1934 continúa su ideal revolucionario y escribe Llanto de octubre, dolorosa protesta contra la represión asturiana que se produjo ese mismo año.

Del Prados de esta época nos da testimonio José Luis Cano: «La última imagen que conservo suya es del verano de 1933 [...]. Se hallaba entonces Emilio ganado por un sentimiento revolucionario que en él era, como todo lo que vivía, de una total pureza y generosidad. Y recuerdo muy bien el gesto, símbolo de aquel sentimiento, que hizo con la mano al despedirme, en alto el puño cerrado, mientras yo me alejaba en el barco, ignorante de que era la última vez que le veía. Pero si no le vi nunca más, sí pude escuchar su voz en el otoño de 1936, entrada ya la Guerra Civil, leyendo él poemas y romances de lucha por la emisora republicana de Madrid, entre ellos el dedicado a la muerte de Federico»561. El propio poeta escribe desde el exilio: «En 1931, sin haber marchado a Francia y lleno de esperanzas, me entregué a lo que yo creí se abría para comienzos de la unidad del pensamiento español universal. Esta vez sí soñaba [...]. Y así llegó el año de la guerra, en la que nuevamente me encontré fiel a mí mismo y de la que salí igualmente fiel también a mí mismo y descontento»562.

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En efecto, con el estallido de la Guerra Civil su voz se vuelve más comprometida que nunca. Se desplaza inmediatamente a Madrid (donde vive primero con su hermano Miguel y luego en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, al lado de Alberti, María Teresa León, Altolaguirre, Bergamín, Miguel Hernández, María Zambrano y otros) y comienza la propaganda activa, colaborando con El mono azul. Por la radio lee poemas de aliento e incitación a la lucha, como «Granada y Málaga», «Al camarada Antonio Coll», «Traidor a su pueblo», «Ciudad sitiada», «Al batallón alpino Juventud», «Al batallón Thaelmann», «La traición traicionada», y muchos más563. En 1937 publica El llanto subterráneo (Madrid, Héroe).

Ya en Valencia, aparece ese mismo año Llanto en la sangre (Ediciones Españolas) que será recogido, junto al Calendario incompleto del pan y el pescado, en el libro Destino fiel, Premio Nacional de Literatura 1937, que no vio la luz nunca ya que el propio Prados se deshizo del manuscrito564. A finales de año se desplaza a Barcelona, donde colabora con Hora de España, y un año después, en 1938, recopila el Romancero general de la guerra de España y concluye su Cancionero menor para los combatientes565. Con el final de la guerra viene el exilio, primero en Francia, poco tiempo, y luego en México, hasta su muerte.

En territorio americano, se instala temporalmente en casa de Octavio Paz, y empieza a trabajar en la Editorial Séneca, donde publica en 1940 su Memoria del olvido. En 1941 recoge a dos niños huérfanos españoles, Cecilio Varo, que termina por irse, y Francisco Sala, a quien cuidará y querrá siempre como un hijo. Deja la editorial y comienza a trabajar como profesor ex catedra con los chicos del Instituto Luis Vives, dirigido por Rubén Landa, discípulo de Giner de los Ríos. No tarda en convertirse en el amigo y consejero ideal de aquellos jóvenes, entre ellos Tomás Segovia y Enrique de Rivas, que mantuvieron por siempre viva la imagen de su maestro y mentor. Refiere este último: «Otro día, en el campo, durante una de las excursiones a donde nos llevaba el Instituto, él se me acercó y con voz que era casi un murmullo me dijo: "Me han dicho que eres poeta", y mirándome, con la cabeza un poco echada hacia atrás, como para hacer ver que no me agredía. La cosa, sin embargo, me desconcertó. Que diera a mi quehacer de torpes versos asonantados ese nombre, de "poeta", me pareció demasiado. No sé qué contesté»566. José de la   —354→   Colina añade una pincelada más al carácter hondamente humano y entregado de Prados en el destierro: «Emilio con su aspecto franciscano, con su sonrisa achinada, con los lentes siempre a media nariz, con su mirada buena y fatigada y su monólogo suavemente ceceado [...]. Pero sobre todo era Emilio el bueno, el que casi enloqueció cuando se encontró caminando por una calle bombardeada y sus zapatos pisaron sangre y cuerpos destrozados; el que rescató dos niños a la orfandad de la guerra; el que, maestro del Instituto Luis Vives aquí en México, se "pintaba" las clases con sus escolapios para llevarlos a los parques y a los campos»567.

El destierro, físico y espiritual, marca profundamente su espíritu, y del sentimiento de «transterrado» nacen Penumbras (escrita entre 1939 y 1941) y Mínima muerte (1944). El exilio mexicano supuso la vuelta definitiva a la esencia de su poesía: el tiempo, la muerte, el olvido, el anhelo de trascendencia, la búsqueda incansable del significado del ser... en esta etapa de su vida Prados alcanza la madurez poética, con sus libros Jardín cerrado (1946), Río natural (1957), Circuncisión del sueño (1957), La piedra escrita (1961), Signos del ser y la inconclusa Cita sin límites.

En ellos el sentimiento de entrega a los demás se ha transfigurado y encarnado en la palabra poética. Bastan unos versos para confirmarlo: «Ahora sí que ya os miro, / cielo, tierra, sol, piedra, / como si al contemplaros / viera mi propia carne. / Ya sólo me faltabais en ella / para verme completo, / hombre entero en el mundo / y padre sin semilla / de la presencia hermosa del futuro» (Jardín cerrado, página 351); «Y canta el sueño sin voz, / por darle al silencio vista / para que contemple a Dios: / ¡Yo soy mi palabra misma!»; [...] «Cantando estoy llenando mis sueños sobre el aire. / Aire es mi voz y el aire sueña por ella al aire. / ¡Al aire en sueño arrimo los pulsos de mi lengua!» (Río natural, páginas 434-435); «¡Me fundo hacia delante! ¿Me has dejado?... / Ya estoy sin mí fluyendo en otras caras / y otras hojas y otras piedras, al hueco / del peso en el olvido, que esta nube / -¿de quién?- acerca, aleja de nosotros, / está en nosotros, busca memoria / del mundo que dejamos, lo que fuimos» (La piedra escrita, página 767). El poeta intenta transmitir a los demás, a través de la palabra poética, la trascendencia recién descubierta en el interior de sí mismo, en el interior del hombre.

Como señala I. López Bascuñana: «... la poesía es una vía religiosa a través de la cual no sólo puede dar a los demás, sino autoconocerse, descubrirse a sí mismo en un proceso de interiorización total [...]. No se contenta con salvarse solo, sino fusionado con el resto de sus hermanos. En este sentido, la postura pradiana se asemeja a la filosofía de Heráclito y su obligación de transmitir el "Logos"»568. Así lo confirma Prados en una carta dirigida a Camilo José Cela: «Me da tristeza el no dar en cada palabra íntegramente toda la fuerza misteriosa y pura que me impulsa a escribir, a darme al prójimo como a mí misma». [...] «La palabra de mi sentir, poético   —355→   o no, siempre ha sido descalza, como la de la calle, como la de Cristo, hombre para los hombres. Palabra nuestra diaria -"pan nuestro de cada día"- que busca y busca la verdad sin verla»569.

Este espíritu de entrega al otro que le llevó a convivir con los más necesitados, a gritar la injusticia de la miseria y a luchar en la guerra, y que termina reencarnándose en palabra poética que se transmite a los demás para salvarles, para hacerles partícipes de la trascendencia descubierta, será su «constante amigo» hasta el final de su vida. En uno de los papeles personales del poeta aparecen estas palabras, escritas apenas una semana antes de su muerte, que sirven de conclusión y fe de vida: «Como hombre, ya lo he dicho, nunca sentí mayor paz. El dejar esta hermosura a los demás me alegraba, y solamente me dolía el no saber con seguridad, si había sabido contribuir durante mi vida a que los que me han leído o han vivido conmigo, alcanzaran lo que les deseo»570.



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ArribaAbajoLos Epigramas mexicanos de Enrique Díez-Canedo

Elda Pérez Zorrilla


Díez-Canedo no limitó su crítica y su poesía a España y a Europa, sino que exploró también desde muy temprano la literatura de los distintos países americanos y lo hizo con la misma laboriosidad e intensidad. Su trabajo de dar a conocer en España a los poetas de la América hispana fue reconocido tanto por españoles como por americanos. Sus viajes a América como conferenciante acercaron más a España y a los países de Hispanoamérica y a él, en concreto, le inspiraron un nuevo libro, en el que manifiesta la impresión que la grandeza del paisaje americano, sus ciudades y sus gentes causaron en él. Dice Nellie Jorge al respecto:

La presencia del mundo americano en la poesía de Díez-Canedo es una fase que resulta de gran interés cuando nos damos al estudio de su obra. Este aspecto de su producción literaria está recogido en los Epigramas americanos, libro que ofrece la particularidad de haber sido escrito en tres momentos de la vida del poeta y los cuales están señalados por los años 1927, 1931571 y 1938-44572.



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En 1928, después de su primer viaje por América, apareció un nuevo libro de poesía de Díez-Canedo, Epigramas americanos573, un libro nuevo en muchos aspectos que fue muy bien recibido por la crítica. Sus siguientes viajes al continente americano574 y a Filipinas (1936), así como su destierro en México, le sugirieron nuevos epigramas que él no llegó a ver impresos en libro, ya que fueron publicados en 1945, un año después de su muerte, por su hijo Joaquín Díez-Canedo575.

Este libro, con un total de 84 epigramas, queda estructurado de la siguiente manera:

Epigramas americanos (1928) 38 epigramas

Nuevos Epigramas (1932-1937) 19 epigramas

Epigramas de Extremo Oriente (1936) 15 epigramas

Epigramas mexicanos (1939-1944) 17 epigramas

Joaquín Díez-Canedo ordenó los epigramas, como se puede observar, por viajes y años. Dentro de cada viaje, el itinerario es el que impone el orden. El primer grupo, Epigramas americanos (1928), tiene una estructura cerrada, se abre con el poema «Partida», que describe su salida de Cádiz, y se cierra con «Regreso», en donde recuerda a los viajeros mitológicos Ulises y Jasón. Al resto de los grupos, sin embargo, les falta esta estructura circular. Los Epigramas mexicanos no pueden considerarse producto de un itinerario, ya que durante su segundo viaje a América sólo escribió un epigrama mexicano, «Valle de México». Los restantes fueron escritos durante el destierro, de ahí que junto a epigramas parecidos a los anteriores escriba «Tres epigramas de refugiado» y los seis epigramas que componen «Los laureles reales de Cuernavaca», ciudad en la que pasó un tiempo aquejado por la enfermedad.

No hay diferencia formal entre los epigramas que componen los distintos apartados, aunque estén escritos con unos cuantos años de diferencia. A todos les anima la misma intención: son breves apuntes llenos de sugerentes imágenes. La brevedad y la intensidad son características comunes a todos ellos.

En sus epigramas habla sobre todo de la impresión que le causan paisajes, ciudades y tipos humanos, solos o dentro de una escena; también tiene un recuerdo para poetas y novelistas americanos. En los últimos epigramas, los escritos en México, aparece un tema nuevo, el destierro.

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Los Epigramas mexicanos

Si bien Díez-Canedo no pudo ver editados en libro sus epigramas escritos en México, sí los vio publicados en revistas y folletos. En Revista de revistas576 aparecieron los primeros Epigramas mexicanos: «Valle de México», «Atardecer en mil cumbres», «Dulzura de Morelia», «Personificación de San Miguel Allende», «Carlos V y el caballito», «De noche junto al Toreo» y «Danza de indios». En La Pajarita de Papel577 se dieron a conocer nuevos Epigramas mexicanos: «Paricutín» y «Tres Epigramas de refugiado» («El nombre», «Mordida» y «En el entierro de un amigo, con lluvia»).

En Epigramas mexicanos los temas son similares a los tratados en epigramas anteriores: ciudades, paisajes, tradiciones; si bien se echan en falta dos: los tipos humanos y la literatura. Aparecen, sin embargo, dos temas nuevos: el destierro, como se ha señalado anteriormente, y uno más en el que mezcla ciudad, paisaje y vida animal. Se advierte también otra diferencia respecto a los epigramas anteriores: estos nuevos temas no son producto de la prisa o de la visión rápida de un viaje, sino más bien de una estancia larga ya que necesitan un desarrollo más amplio. Siguen siendo estrofas cortas pero ahora las agrupa, bien porque son distintas facetas o momentos distintos del mismo tema.

Las ciudades.- En «Dulzura de Morelia» Díez-Canedo caracteriza a esta ciudad578 por el ambiente sosegado y suave que la envuelve y que él percibe con toda su intensidad. La quietud, la paz y la dulzura se desprenden del propio nombre de la ciudad con el que el poeta abre el epigrama. Siguen las exclamaciones del autor ante la serena atmósfera que se respira en Morelia, y a continuación explica parte del encanto de la ciudad que proviene de su historia ya convertida en leyenda:


Queda su encanto en ti como perdura
el sabor de los frutos en el ate.


En el epigrama «Personificación de San Miguel de Allende»579, Díez-Canedo relaciona íntimamente esta ciudad con el arcángel que le da nombre. San Miguel -patria del capitán Ignacio de Allende, quien planeó la primera conjura contra la dominación española-, con su espada de insurgente, gallardo, vencido ya el demonio, se levanta igual que la ciudad sobre la ladera. Como en el epigrama anterior también alude a la tradición de la ciudad que canta entre sus piedras.

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La independencia mexicana es algo muy lejano al poeta y éste no se implica personalmente en aquel momento histórico, como sí lo había hecho en el epigrama «Cavite», escrito tras su viaje a Filipinas, ya que esta independencia, más cercana, fue vivida por Díez-Canedo en su juventud.

La ciudad de México aparece representada por dos monumentos emblemáticos y a la vez populares y familiares para los mexicanos: el «caballito» y el enorme coso taurino. «Carlos IV y el caballito» empieza con el recuerdo de Shakespeare, cuya cita introduce el epigrama: «Por un caballo un reino». Díez-Canedo opone las suertes distintas de los dos reyes, el del drama inglés que tiene que huir para salvarse y la mejor del rey español Carlos IV, quien queda salvado e inmortalizado en la obra de dos grandes artistas: Goya y Manuel Tolsá, quien realizó su escultura ecuestre en 1803, estatua que todos los mexicanos conocen con el nombre familiar de «El caballito».

En «De noche, junto al Toreo» el poeta crea un ambiente irreal y fantasmagórico desde el principio del epigrama al definir al coso mexicano como «esqueleto de plaza», lo que le hace sentirse sobrecogido y atemorizado. El romanticismo juvenil del poeta aflora aquí, adensa el ambiente nocturno y puebla los silencios de gritos y sombras de fantasmas:


Lanza el silencio gritos: plebe que se entusiasma
con un lance espectral que en la sombra de un ruedo
a un quimérico toro da un torero fantasma.


El paisaje.- Son muchos los aspectos del paisaje que le atraen, pero donde alcanza mayor emoción es ante las proporciones de montañas, valles, llanuras, etc. En «Atardecer en mil cumbres» muestra su asombro por la magnitud de las montañas que poco a poco van siendo cubiertas por las nubes. Un asombro similar siente ante la amplitud del valle de México al que da un toque de mitología azteca («Valle de México»).

Los dos epigramas comparten el poso del modernismo, a cuyos hallazgos mejores Díez-Canedo no quiere renunciar. En ambos el poeta hace mención a la naturaleza a la que, a través de comparaciones y metáforas, relaciona con piedras preciosas. En «Atardecer en mil cumbres», la inmensa extensión de las cumbres rocosas («un mar de pétreas olas») es envuelta, como las piedras preciosas, por la guata de la niebla:


Como a piedras preciosas, la neblina en su guata
va envolviendo las cumbres, amortiguando el ruido.


En «Valle de México» el modernismo además aparece en la alusión mitológica al dios azteca, de cuyo brazo cae la ajorca derramando su pedrería por el valle:


Ved en las tierras anchas lucir su pedrería:
nieves perpetuas, cumbres rocosas de volcán580.


  —361→  

También el elemento divino, pero más elevado y menos tangible que el mitológico dios azteca, aparece en «Atardecer en mil cumbres»:


¡Oh aislamiento, que sólo con lo divino trata!


No siempre es la grandeza lo que llama la atención del poeta, otras veces es precisamente lo contrario. El epigrama «Paricutín», dedicado al pequeño volcán de este nombre, que surgió en 1943, nos lo presenta como si de un recién nacido se tratase. Todo el epigrama es una pregunta que el poeta hace a la tierra de México sobre este volcán infantil:


¿Qué había de infantil en el bramido
con que la tierra, envuelto entre pañales,
de humo y fuego, en tus predios ancestrales,
echó un tierno volcán recién nacido?


La tradición.- El tema de la tradición folclórica mexicana aparece en «Danza de indios», un epigrama en el que Díez-Canedo, a través de sucesivas metáforas en las que está ausente el elemento femenino (yema, flor):


Toda tierra es raíz, es tronco, es rama,
tallo sin yema en que la flor reviente.


se asombra del enérgico poder de la danza de indios, que es, siguiendo con las metáforas:


Fuerza de savias, ímpetu ascendente,
fuego sin llama.


Y sólo al final, en la segunda parte del último verso que se desgaja tipográficamente de los anteriores, entendemos cuál es la característica de esta danza: es una danza de hombres, una «danza sin mujer».

El exilio.- El tema del exilio lo desarrolla Díez-Canedo en «Tres epigramas de refugiado», que llevan por título: «El nombre», «Mordida» y «En el entierro de un amigo, con lluvia».

En «El nombre» el poeta manifiesta su nostalgia por España, añora hasta el sonido de su nombre. Busca y halla consuelo en la primera denominación de México: Nueva España. Ahí está ahora su patria porque si bien le han cambiado el nombre, éste no puede cambiar la entraña, la esencia de las cosas. El poeta se dirige a todos los desterrados para comunicarles su hallazgo:


Hombre, ya estás aquí. Con tu sola presencia,
para ti, vuelve a ser México Nueva España.


A México, que vuelve a ser para él una Nueva España, agradece todo lo que este país le ha dado: el pan, el trabajo y el hogar, que es lo que una vez le arrebató la vida. Pero Díez-Canedo, echando mano de su humor característico, aclara que a cambio también se ha llevado algo:

  —362→  

Lo que una vez me arrebató la vida,
pan, trabajo y hogar, tú me los has dado.
Sí; pero te has llevado
mi corazón entero, de mordida.


Aunque es un hombre optimista, el dolor sigue acompañándole estos años, un dolor que se acrecienta con la muerte de los amigos581. «En el entierro de un amigo, con lluvia», la tierra de México, maternal, ampara al refugiado muerto, pero los amigos lloran, y lloran no sólo por la desaparición de un ser querido sino también por la mayor desolación que la muerte causa en el destierro. La insistencia del poeta en negar y disimular el llanto logra el efecto contrario:


No lloramos. No llora el hombre fuerte.
No es llanto. Mansa lluvia el cielo vierte
y a nosotros nos corre por la cara.


«Los laureles reales de Cuernavaca».- Son seis epigramas que narran y describen la vida de los pájaros en estos árboles desde el atardecer hasta el primer albor del día siguiente. En I llegan las aves a los árboles cuando empieza a oscurecer. El poeta se maravilla de la llegada de las aves a las que se refiere a través de la metáfora:


¡Qué lluvia de saetas! Certera, en cada copa de laurel, incesante, la campiña las clava.


Sin embargo no parece contento con la imagen utilizada y en los dos siguientes versos desarrolla otra:


¿O es fugitivo ejército que cede ante la tropa de la noche que llega, más compacta y más brava?


En II el árbol está completamente lleno y se oyen las protestas de los que no encuentran sitio. Los sonidos ofrecen una idea de lo que pasa en las copas de los laureles:


Ya está el árbol repleto. Mas no es son de aleluya
su canto: es de tumulto, de pasión, de congoja.
Vino volando un pájaro, se encontró sin su hoja.
Todos protestan; nadie quiere dejar la suya.


En III se produce la desbandada, pero sólo es una falsa alarma:


No es nada. El gavilán del municipio busca
su regalo, su diezmo, su mordida.

  —363→  

En IV todo empieza a ser tranquilidad, cada uno está en su sitio. Los sonidos son ahora apagados, sigilosos:


Cuchicheo, aleteo. Apenas habla
la copa, ya sin ruido ni querella.


En V el árbol, lleno de aves, está mudo:


Ya no es el árbol mágico que canta.
Es, trémulo y callado, el árbol místico.


En VI las luces del día vuelven a poner en movimiento a las aves después del período de descanso. Los cantos de los pájaros se oyen de nuevo:


¡El día! Con sus himnos la orquesta le saluda.
Luego en rápidos grupos se desbanda.
Fue la noche magnífica. Sin duda
van al campo a ejercer la propaganda.


Como crítico, Díez-Canedo había manifestado en varias ocasiones cuáles eran para él las principales cualidades de la poesía: la sencillez y la sobriedad. La sobriedad formal va estrechamente unida a la economía y a la concentración típicas de la poesía oriental, de la que él, desde la revista España fue un importante divulgador. En esta revista escribió sobre el haikai y lo relacionó con la poesía tradicional española y con la de poetas como Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, si bien también señaló algunas diferencias de tono y forma.

En el haikai encuentra Díez-Canedo uno de los vehículos del arte moderno y también su propia forma de expresión, mezcla de ingenio y humor, con el apoyo siempre sorprendente de la imagen. Y aunque prefiera utilizar el término clásico de epigrama porque lo que él hacía se acomodaba más a esta palabra que al haikai propiamente dicho, no se puede obviar que la poesía oriental está detrás de sus composiciones epigramáticas.

Esta expresión sintética no sólo la encuentra en los haikais, sino también en la poesía de ciertos poetas que bien pudieran llamarse impresionistas y que posiblemente le influyeron a la hora de escribir sus Epigramas americanos. Para Díez-Canedo impresionismo no es sinónimo de superficial. Entiende el crítico el impresionismo desde el punto de vista pictórico, como algo «que apenas tiene materia», pero que revela el alma del momento582. A Díez-Canedo le agradan las descripciones sintéticas del poeta argentino Fernández Moreno en las que las cosas se desprenden de lo accesorio, de lo que impide verlas como en realidad son. Le gusta su forma de captar el instante, la rapidez de su pincelada impresionista, que se manifiesta en una forma sin excesiva construcción:

Esta facilidad para apresar aspectos fugaces, para fijar momentos, esta misma levedad de materia con que el poeta manipula, como temeroso   —364→   de recargar la nota, en el ansia de aprovechar el relámpago propicio, la hora oportuna, son la esencia del impresionismo583.


Si como crítico le gusta la agilidad del trazo rápido de algunos poetas y él la practica en algunas ocasiones, también a Díez-Canedo le gusta el orden, la perfecta arquitectura para expresar sus ideas, el equilibrio con el que logra la unidad. En algunos de estos Epigramas mexicanos se observa que nada falta y nada sobra. Así en los cinco versos de la lira de «Danza de indios», Díez-Canedo expresa con precisión y orden el sentimiento que le produce esta danza. Los versos 1 y 2 (endecasílabos) desarrollan cuatro metáforas:


Toda tierra es raíz, es tronco, es rama,
tallo sin yema en que la flor reviente.


El verso 3 (heptasílabo) es una exclamación:


¡Oh enérgico poder!


Los versos 4 y 5 (endecasílabos) desarrollan otras cuatro metáforas:


Fuerza de savias, ímpetu ascendente,
fuego sin llama, danza sin mujer.


Perfección similar se aprecia en «Atardecer en mil cumbres» o en «Valle de México». En este último, el tema se desarrolla en un cuarteto: los dos primeros versos introducen la alusión mitológica y el primer elemento de la metáfora:


Altivo, el dios azteca su cielo recorría.
Cayó la ingente ajorca del brazo del titán.


Los dos últimos desarrollan el segundo elemento:


Ved en las tierras anchas lucir su pedrería:
nieves perpetuas, cumbres rocosas de volcán.


En el último verso de este epigrama, como ya se ha dicho en nota 580, podemos observar cómo la primera escritura era más rápida, menos unitaria y la definitiva más estructurada.

En «Mordida» vemos también el perfecto engarce entre seriedad y humor, con el que Díez-Canedo da las gracias a México. Los dos primeros versos, endecasílabos, suenan solemnes, serios; con el tercero, heptasílabo, se introduce el giro, la réplica a lo antes dicho para acabar con otro endecasílabo en el que el humor se hace patente.

En los Epigramas mexicanos, Díez-Canedo no se aparta de la forma de hacer anterior de los restantes epigramas americanos. Usa imágenes instantáneas, que surgen sobre la marcha, pero muy ajustadas y exactas. La brevedad le lleva a condensar y las imágenes traen prendidos otros recursos con lo que logra una mayor intensidad. Así ocurre en:

  —365→  

Como a piedras preciosas, la neblina en su guata
va envolviendo las cumbres...


O la relación del volcán Paricutín con un niño, que sorprende por la unión de elementos muy distintos y que a pesar de todo nos llena de ternura. A la imagen se unen personificaciones, como esta misma de «Paricutín» o la de «San Miguel de Allende», y humor en el caso de «Carlos IV y el caballito», «Mordida» o algunos de los epigramas que componen «Los laureles reales de Cuernavaca».

No hay llamadas a la sensorialidad, sólo aparecen los sonidos de los pájaros:


Cuchicheo, aleteo. Apenas habla
la copa, ya sin ruidos ni querella.
Sólo un pío el coloquio tímidamente entabla
con la primera estrella.


(«Los laureles reales de Cuernavaca» IV)                


o el silencio que la neblina, que rodea las montañas, va imponiendo:


Un mar de pétreas olas... Ya se queda dormido.
Como a piedras preciosas, la neblina en su guata
va envolviendo las cumbres, amortiguando el ruido.
¡Oh aislamiento, que sólo con lo divino tratas!


La métrica utilizada también coincide con la de los epigramas anteriores. La rima es siempre consonante y los versos más utilizados son alejandrinos y endecasílabos, lo que da a sus poemas un andar acompasado y lento, tal pensaba al menos el autor del uso de estos dos metros584. El endecasílabo más utilizado es el polirrítmico, aunque en endecasílabos sáficos, acentuados en 4.ª, 6.ª y 10.ª, está escrito «Carlos IV y el caballito»585 y en endecasílabos melódicos con acento en 3.ª, 6.ª y 10.ª la estrofa VI de «Los laureles reales de Cuernavaca», el último de sus epigramas mexicanos.


Luego en rápidos grupos se desbanda.
Fue la noche magnífica. Sin duda
van al campo a ejercer la propaganda.


El alejandrino polirrítmico, dividido por una cesura en dos hemistiquios de 7 + 7 sílabas, uno de los metros más importantes del período modernista, es también el más usado por Díez-Canedo. La combinación de versos de 7 y 11 aparece en «Mordida», y la de 11 y 14 en «Los laureles reales de Cuernavaca» III y IV. Otra combinación es la de 7-11-14 en «Los laureles reales de Cuernavaca» IV.

Las estrofas de cuatro versos, cuartetos de rimas cruzadas y abrazadas, son las preferidas de Díez-Canedo. Utiliza el quinteto en «Dulzura en Morelia», y la lira en «Danza de indios», si bien ésta presenta una modificación tipográfica y una rima interna en el último verso:

  —366→  

Toda tierra es raíz, es tronco, es rama,
tallo sin yema en que la flor reviente.
¡Oh enérgico poder!
Fuerza de savias, ímpetu ascendente,
fuego sin llama.
      Danza sin mujer.


Concluyendo, se puede decir que los últimos epigramas que escribió Díez-Canedo, los de su destierro, no difieren en cuanto a la forma de los que había escrito anteriormente en sus viajes al continente americano; sin embargo, sí se aprecia alguna diferencia en sus temas, principalmente el destierro, y en el desarrollo que hace de ellos, pues ahora agrupa varios epigramas bajo un mismo título, lo que nos advierte que ya no son apuntes rápidos de viaje, y que su destierro en México le permite volver sobre los mismos temas varias veces.





  —367→  

ArribaAbajoBiografía apagada de José Díaz
(Una obra inédita de César Muñoz Arconada)

Gonzalo Santonja



Universidad Complutense de Madrid

Andaría bien de vencida el año 1981 y en las últimas aquella «Biblioteca Silenciada» que por aquel entonces publicaba, bajo mi dirección, la Editorial Ayuso, monográficamente dedicada a la recuperación de obras y autores en la práctica borrados de la memoria pública por el franquismo y sus largas secuelas586, cuando   —368→   Maruja Cánovas, esposa del escritor palentino César Muñoz Arconada (Astudillo, 1898-Moscú, 1964), ambos exiliados en la URSS tras la derrota del treinta y nueve, me entregó el texto, copiado (y retocado) por ella, de la biografía (hagiografía, más bien) de José Díaz, histórico dirigente del Partido Comunista, que ocupó los últimos años de su marido, válvula de escape, al parecer, de algunas desolaciones bien hondas que no viene a cuento tratar ahora.

La copia mecanográfica en cuestión presenta, de cabo a rabo, doscientos setenta folios, de treinta líneas con unos sesenta caracteres, lo que daría, normalizada su edición, en torno a doscientas páginas, de modo que se trata de una biografía, insisto: más bien de una hagiografía, contenida, si no en los adjetivos, sí al menos en cuanto a la extensión.

¿Y cuándo fue escrita? Ya indiqué que se trata del último texto largo del autor, el cual, precisando, lo consideraría en trance de conclusión hacia la primavera de 1962:

Precisamente estos días del veinte aniversario de su muerte estoy acabando de escribir un libro publicístico-biográfico sobre José Díaz587.


¿Y a partir de qué materiales? O sea, ¿cómo documentó Arconada su biografía «publicística»? Descontada la experiencia personal, en el artículo recién citado ofreció este testimonio:

... he convivido en estrecha relación con recuerdos, memorias, historias y narraciones. La figura admirable de José Díaz ha estado ante mí, presente y cercana...


«Recuerdos y memorias», es decir, como él mismo precisa a través de una breve nota de agradecimiento, los de Teresa Márquez, viuda de José Díaz, Ignacio Cobeña, uno de sus mejores y más lejanos amigos, o Venancio Uribe, otro comunista español exiliado en la extinta URSS. Arconada buscó en ellos el calor de la familiaridad.

Por lo demás, y como era previsible, la historia oficial del Partido Comunista de España hasta la saciedad utilizada en calidad de sustrato; y de refilón, pero sólo de refilón, alguna obra de Tuñón de Lara (La España del siglo XIX) y poco más en cuanto a historia y política se refiere, paupérrimo bagaje, impuesto por el duro aislamiento de la Guerra Fría, al que sumó, fiel a sus gustos, una gavilla de obras señeras de nuestra literatura clásica: Guzmán de Alfarache, Rinconete y Cortadillo, en la edición de Rodríguez Marín, o Marcos de Obregón y diversos trabajos de un conspicuo regeneracionista, al que admiraba profundamente, Rafael Altamira. En realidad, aquello sería todo lo que le brindaba el contexto. Un contexto adversísimo para los contados intelectuales a quienes las olas encontradas de la derrota alejaron de Hispanoamérica, donde sus posibilidades y, en consecuencia, su trayectoria, habrían resultado bien diferentes, sin barreras idiomáticas y con la vida abocada al debate libre.

  —369→  

De la mano de Cervantes, Arconada glosa el pasado esplendor de Sevilla, pero con tono libresco y, sin verdad ni tensión narrativa, pronto desemboca en la agonía de tanto oropel, cuando la ciudad se convierte, junto a Vizcaya y Barcelona, en el tercer punto neurálgico de las luchas sociales, en «la tercera hoguera revolucionaria»: la del proletariado fabril-portuario-campesino, mientras en Barcelona ardía el proletariado-fabril-artesano y en Vizcaya lo hacía, según tan puntual distinción, el proletariado-proletariado. Sobre tamaña disquisición se cierra el primer capitulillo, destinado a presentar «la cuna donde nació José Díaz».

A partir de tal momento comienza, para qué negarlo, lo peor del inédito: la descripción del trasfondo político-social en que se formó nuestro personaje, una suerte de cantinela entre seudoprofética y enamorada fiel a las rígidas pautas del canon estalinista. Concepto clave: el de los hombres de hierro, titanes de la revolución, discurriendo en enfrentado paralelismo la peripecia heroica de los líderes de la clase obrera y el devenir de la historia, mudada de curso a raíz de su intervención. Así de claro:

Desde ese momento -3 de mayo de 1895- dos vidas paralelas, en réplica, en lucha, en forcejeo, pero siempre inseparables: la vida de España, la vida de José Díaz. Por donde va la vida de España va la vida de José Díaz, y no en compañía amigable, y no andando por andar, sino en duro trabajo, haciendo que esa vida española fuera por el camino de la justicia, tratando de enderezar su curso para que pasara por la vera de todos y a todos regalase los dones que para todos debieran ser.


Para el referido esquema, Arconada se pliega al guión de temer, seguido en exclusiva y fidedignamente; proclamado sin titubeos: todavía confusa esa etapa para los historiadores, declara, «la reciente Historia del Partido Comunista ha sintetizado así este período»; dos puntos, comillas: con el entreverado de algunos textos de enlace, la cita se prolonga más allá de media docena de páginas. Y luego, ilustrándola, da paso a un cuentecillo ejemplarizante, la «historia de un niño pobre», como muchas historias y como muchos niños, alternancia que fija una de las claves estructurales de la obra: resumen de la partitura canónica, exempla.

Y entre ambos elementos, a caballo, mitad ensayuelo y mitad narración, el hilo de la epopeya de José Díaz. Domina, ni qué decir tiene, el tono discursante y todo lo inunda el ánimo glorificador. El pulso del narrador se repliega a términos secundarios, al tiempo que el idioma, perdido en los meandros de la pureza, adolece agilidad y a veces incurre en el pecado de la fosilización:

La nave que salió de puerto con la bandera arbolada de la restauración y singló, con viento de popa durante la regencia por un mar relativamente calmo, navega ahora por entre escollos y arrecifes con verdadero peligro de naufragio.

Los dos partidos turnantes en la gobernación del reino -el conservador y el liberal- expresión del pacto feudalismo-burguesía...


  —370→  

Etcétera, etcétera, etcétera. Anquilosamiento léxico, tópicos ideológicos. Citas de Lenin, viñetas de las «acciones de masas» y, en el aire, propagada por simbiosis, «la simpatía por la Revolución rusa» prendiendo «fulminante» en el corazón de los trabajadores; rogativas de Pasionaria y José Díaz, en su particular camino de Damasco, «al encuentro con el Partido». Encuentro, a la vez, lógico y providencial.

Avanza la biografía y el esquema, lejos de ceder, se afianza, aligerado el poso del componente narrativo. Velocidad y clichés: la Dictadura de Primo de Rivera, que se impone y cae, siempre con José Díaz de incansable organizador heroico; sobreviene la República, «los mismos perros con distintos collares», pero José Díaz, faro que no descansa, conductor certero de crecientes masas que se le entregan. Durante capítulos enteros Arconada no se toma ni las menores molestias; por ejemplo, en el tercero del quinto tranco, «Sevilla, la roja», con cinco o seis líneas de introducción de inmediato resueltas, punto por punto, en las causas que originarían el descontento de los trabajadores, traslado mecánico de la consabida Historia del Partido Comunista:

1. La reacción Sevilla, entronque de cerrilismo y señoritismo...

2. En Sevilla, y en Andalucía en general, prolífica en absentismo de casino y tertulia, misa y prostíbulo, donde el problema de la tierra era de urgente solución...

3. El proletariado de Sevilla, y en general de su región, estaba influenciado en ese momento por el tradicional anarcosindicalismo, de un lado, y por la reciente propaganda de los comunistas, de otro...

4. La labor de José Díaz y sus camaradas, labor de muchos años y muchos desvelos, comenzaba a dar frutos...

5. La escasa o casi nula influencia de la socialdemocracia...


José Díaz, el titán, y su mundo; las vidas en relación dialéctica de José Díaz y España. El dirigente del proletariado torciendo el curso de los acontecimientos históricos por el derrotero fijado desde la URSS, faro y guía de universal alcance. «José Díaz», escribe Arconada (página 89), «vuelve de la Unión Soviética en junio de 1931». Y la Unión Soviética no configura el punto de destino de ningún turismo diletante; no en vano se trata de «la fuente de la sabiduría marxista-leninista» y encarna «la práctica viva» de la construcción del socialismo. Al dictado de tales autoconsignas, el libro abunda en escenas de folletín en clave roja: manifestaciones tremendas en Sevilla, implacables refriegas contra la Policía y el Ejército, final melodramático. He aquí una muestra:

Ya de noche, la manifestación se disolvió. Había sido una jornada memorable y victoriosa. Una de esas jornadas que figuran con gloria en los anales de la clase obrera sevillana.

A José Díaz se acercó una mujer del pueblo que había tomado parte, como otras muchas, en la manifestación.

  —371→  

-¿Sabéis lo que os pido, hijos? -exclamó con lágrimas en los ojos-. Que me dejéis guardar la bandera. Con la vida respondo de ella.

Era una mujer del pueblo. Instinto de clase, fe de clase, solidaridad de clase.

-¡Tómala! -dijo José Díaz.

La mujer tendría unos años: ajada, macilada, zarandeada por la vida, pero íntegra y valiente. Era madre de un obrero del puerto. Lavandera de profesión.

-¡Tómala y guárdala bien! -repitió José Díaz.

La mujer aquella, con sus grandes manos deformadas, quemadas por aguas y lejías, tomó la bandera, la quitó del asta, y se la guardó en el pecho, junto al corazón, el arca donde se guardan los más íntimos sentimientos.

Así terminó aquella jornada memorable.


(página 96)                


Y si tal se revela, según vamos viendo, la parte del león del contenido y de tal guisa se representa el tono, ¿dónde su aspecto «recuperable», aparte del obvio valor documental, aquella «cosa buena» que, repitiendo al viejo Plinio, subrayase el anónimo autor de Lazarillo en el bien jugoso prólogo de su obra. Descontado el ideológico, porque se trata de un significativo exponente de las hagiografías normalizadas por la visión estalinista, en tales aspectos asumida hasta el tuétano por los intelectuales del aparato (y Arconada lo era, creo que sin entusiasmos pero lo era, quizá porque en Moscú y entonces un español comunista, doblemente exiliado por el mero hecho de haberse exiliado allí, con los puentes cortados con el grueso de la comunidad de la diáspora, no tendría ocasión ni posibilidad de asumir opciones distintas), hay fragmentos que literariamente se salvan y tampoco escasean los que presentan panoramas con aristas de información nada desdeñable.

Por ejemplo, el segundo y último apartado del capítulo sexto, enfáticamente titulado «Martirologio». Entre prédica y prédica, a la desembocadura de una letanía introductoria, allí traza Arconada la estampa de José Ferrera, médico de Sevilla, médico comunista, figura señera -inadvertida por los estudiosos- en los ambientes del proletariado «concienciado» que planteó las primeras y muy enconadas luchas sociales en la capital hispalense.

Ferrera compone la vívida estampa del intelectual comprometido, la de ese «médico de pobres» de legendaria presencia. Arconada, sin duda informado por testigos directos, describe con verosimilitud la peripecia de un personaje casi bíblico sobre el fondo, nada ideal, de unas luchas feroces, feroces e implacables, sin cuartel: las de los comunistas con los anarquistas, y viceversa, porque se trató de una especie de infernal totum revolutum de refriegas con frecuencia libradas a tiros y un rosario de muertos con profusión de venganzas, cargado el aire de rencores contenidos y habitadas las calles de miradas asesinas y las más torvas amenazas.

  —372→  

Ahí en ese ambiente crispado, lleno de odios, se fragua y ejecuta el crimen de Ferrera, impura estampa al revés del peor pistolerismo de los sicarios del Libre de Barcelona. Arconada descubre los más siniestros rescoldos de una rivalidad fratricida. Y leyendo estas páginas uno tiene la sensación de que asiste a los antecedentes de aquella guerra aún más incivil en plena guerra incivil que después incendiaría la retaguardia republicana, con los comunistas y la Generalitat enfrentados a muerte con los militantes del POUM y los anarquistas.

José Díaz, biografía mayoritariamente sin vida, hagiografía de cartón piedra, alcanza sus mejores momentos en episodios al estilo del que acabo de glosar, cuando las estadísticas horribilis la corrección tediosa de los resúmenes situacionales, las monsergas y las apostillas de piñón fijo ceden su sitio, dominante y excesivísimo, a ráfagas de acción con entidad narrativa. Entonces, por fin, vibra la obra con la crispación de una atmósfera desbordada de angustia.

Muy lamentablemente, Arconada renuncia a su propia experiencia, la de un joven militante clandestino en la primeriza organización comunista de Correos, cuando impulsó heroicamente, al lado de un mínimo puñado de correligionarios, el boletín Comunicaciones, y también omite los azarosos tiempos de Octubre, la mítica revista de Rafael Alberti y María Teresa León, uno de cuyos puntales fue (en varias ocasiones me indicó Alberti que el peso de Octubre descansaba en María Teresa y Arconada), o las aventuras de Tensor y Línea, donde formó decisiva parte de dos colectivos de narradores, los de «Historia de un día de la vida española» y «Suma y sigue». Preso, quizá, en las redes de su proverbial timidez, Arconada calló, glosando sin embargo prolijamente los tediosos discursos de José Díaz, mera caja de resonancia de una «línea correcta» dictada desde Moscú.

A pesar suyo, supongo, el ritual de las apologías incluye el caballo de Troya de estampas que, sin querer, resaltan el rudo simplismo de su personaje. Así sucede, verbidesgracia, en plena guerra, hospitalizado José Díaz en París, al recoger el testimonio del camarada anónimo que le acompañó en una visita al celebérrimo pabellón de la República, presidido, como de sobra se sabe, por una gran escultura de Alberto, la de «España tiene un camino que conduce a una estrella», no ya de intención transparente, sino hasta inequívoca y meridiana.

Pues bien, o mejor dicho, pues mal: el dirigente del PCE, vicario de la moscovita verdad revelada, no entiende aquello. «¿Y este estafermo?», vendría a preguntar. El camarada acompañante, solícito y al parecer de mayores luces artísticas, se lo aclara con lujo de detalles: «ante la obra, [transcribe Arconada], le expuse quién era Alberto, algo de su biografía. Le expliqué lo que Alberto quería expresar con su escultura... Pepe me escuchó con profunda atención...» y al cabo se le hizo la luz: «comprendo muy bien las intenciones de Alberto, [dijo], no dudo de su sinceridad y de su deseo de encontrar formas plásticas, pero tal como lo hace ahora el pueblo no lo entiende si no se lo vas explicando como me lo has explicado a mí. La cuestión sería que Alberto hiciese obras que le dejaran a él satisfecho y que, además, las entendiera el pueblo.

Muy posiblemente Arconada acababa de reflejar el propósito final de su obra: la puesta en limpio de un guión vicario y de pie obligado, orientado a la estrella del   —373→   entendimiento. Y eso, siquiera, ¿le satisfaría a él? Eso es otro cantar, otro y distinto. Y aún diré más: dos veces cerrada la supuesta biografía de José Díaz (a partir de la página 217, punto de arranque de un breve capítulo titulado «Retrato con pincel ajeno», en donde incluye letanías de Pasionaria o Mije, cansina alternativa de ritual a su prosa, a esas alturas visiblemente fatigadísima; y en el arrastramiento final del epílogo, precipitado relato de los tiempos postreros de la URSS), en el intermedio se le escapa un fragmento logrado, muy en su mejor estilo.

¿De qué se trata? De un «Capítulo fuera de capítulo», una especie de «canto a Teresa», la esposa de José Díaz, siempre, porque el molde del retrato estalinista reducía al papel de meras sombras comparsas a las compañeras -inevitables- de los líderes máximos, que atesora y agavilla la emoción contenida de una mirada nostálgica.

Un Arconada crepuscular, una hagiografía de penumbras. El autor venía de años gozosos, los de las sombras chinescas de los cómicos del cine, que luego se tornaron trágicas y le hicieron desembocar en la oscuridad de un horizonte sin porvenir. La derrota de la II República y el exilio, o sea, el franquismo rampante, puso en sordina su indudable talento creativo. Y esta obra, tal vez piadosamente inédita, levanta acta de tal defunción.



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ArribaJosé Corrales Egea, un novelista español desterrado, olvidado y desaparecido

Raquel Thiercelin-Mejías



Universidad de Aix-en-Provence

Entre otras muchas y diversas excelencias, la celebración del sexagésimo aniversario del exilio cultural español como consecuencia de la Guerra Civil y de los años de dictadura que siguieron, me brinda aquí la oportunidad de rescatar del olvido la obra novelística de José Corrales Egea, hoy en día muy injustamente ignorada u olvidada, y en todo caso, marginada, tratándose de una obra que a pesar de no ser demasiado extensa, puede muy bien rivalizar con la de otros novelistas de nuestra inmediata posguerra. Pese a ello, se la desconoce, no se la reedita, a veces ni siquiera figura en las principales recensiones, como hemos podido comprobarlo.

En realidad, a Corrales Egea se le conoce principalmente como crítico literario y así es como se le menciona en la mayoría de los estudios sobre literatura española del siglo XX, y sólo en muy reducidos casos aparece como novelista. Así lo recalca Darío Villanueva en «La novela española en 1976»588, señalando que Corrales Egea «es más conocido como crítico que como narrador», a la par que cita sus dos principales novelas, La otra cara y Semana de pasión. Si lo menciona elogiosa y abundantemente Ignacio Soldevila Durante589, ni siquiera aparece en la lista de los novelistas en el libro sedicente exhaustivo de Martínez Cachero, que solamente lo cita en nota590.   —376→   La razón de todo ello es que en el panorama cultural español de los últimos sesenta años, Corrales Egea ha tenido un destino singular.


Pautas biográficas

José Corrales Egea nace en Larache, en 1919. La familia, oriunda de Cartagena, se compone de José y de un hermano mayor, y reside allí desde 1918 por destino del padre, militar del cuerpo de Intendencia. Entre los años 25 y 30, la familia suele veranear en Lequeitio, alquilando allí una casa; también tiene vínculos en Zaragoza pues en esa ciudad es donde hace José la primera comunión, el 25 de abril de 1926. En 1934, el padre se retira del Ejército, dedicándose a la música y a su gran pasión, la ópera. La familia sigue residiendo en Larache.

José empieza a escribir muy tempranamente ya que se da a conocer en 1935, contando apenas dieciséis años, con una novela, Hombres de acero, publicada en Madrid, por la editorial Espasa-Calpe. Va precedida de una «advertencia» más que elogiosa de Benjamín Jarnés: «Esto no es un prólogo [dice], ni siquiera una presentación. Menos, una defensa; los buenos libros se defienden solos. Pero alguien debía hacer saber a los lectores que José Corrales, autor de Hombres de acero, nació el 7 de enero de 1919. Y que este libro fue escrito en 1934, es decir cuando el novelista sólo había cumplido quince años [...]. He aquí pues la obra de un adolescente, y no me atrevo a decir de un niño porque la lectura de estas páginas destruiría mi afirmación. ¡Qué auténtica vocación de novelista!».

Habría que transcribir la advertencia entera, vayan ahí los últimos renglones: «"Hombres de acero" no es libro que se haya escrito jugando, sino -como corresponde a una adolescencia excepcional, prometedora- sufriendo. Sufrir prematuramente: he aquí una señal de adopción. José Corrales es, pues, un elegido. Para sufrir ante la vida actual, más que nunca patética; para escribir en España, que es sufrir dos veces».

El libro revela efectivamente un gran talento, a la vez por su hechura y su tono muy peculiar, con una utilización muy lograda del presente narrativo, y una riqueza de vocabulario sorprendente, aunque a veces con algún cultismo demasiado evidente. El argumento entrelaza el tema de la libertad del amor frente al matrimonio por conveniencia social, con un virulento ataque de los viejos cánones tradicionales y el rancio moralismo de cierta aristocracia española, al mismo tiempo que hace una crítica social muy convincente. A pesar de algunos juveniles defectos, Hombres de acero es una novela llena de sensibilidad y de atractivo.

Al año siguiente de publicada, estalla la Guerra Civil; José tiene diecisiete años (al terminar la contienda, habrá cumplido los veinte).

Los años 37-38 la familia los pasa en Fuenteagria, provincia de Córdoba, posiblemente previa reintegración del padre en el Ejército. Se trasladará luego a Zaragoza, y por fin a Madrid, al terminar la guerra. En noviembre de 1939 José se matricula en Románicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid. Aprobará la licenciatura en 1947, siendo ayudante de clases prácticas de lengua y literatura española del profesor Maldonado de 1945 a 1949. Entretanto ha pasado   —377→   un año entero en Coimbra (1943) -cabe aquí recordar que en aquel entonces el viaje a Portugal representaba la única escapatoria hacia el extranjero-, siguiendo un curso superior de lengua y cultura portuguesas, en compañía de su amigo Juan García Hortelano.

Yo me lo imagino muy bien, en la década de los 40, cursando Románicas en la Central de San Bernardo, y luego en aquella primerísima Facultad de Filosofía y Letras del Paraninfo, adonde sólo se podía llegar en tranvía, con una biblioteca universitaria indigente y cuando lo más provechoso y ameno de la vida estudiantil se concentraba en la espléndida cafetería abierta sobre el vasto panorama de sierra y campo por donde tantas veces se veía galopar a los jinetes del Tercio de Regulares de la guardia de Franco. Como me lo imagino al final de la década presentándose tal vez a las oposiciones que se convocaban de tarde en tarde y que en el mejor de los casos mandaban a los jóvenes catedráticos a alguna capital de provincia con un sueldo de 2 ó 3 mil pesetas, sin una buena biblioteca, sin medios para viajar, sin perspectivas, sin futuro.

Hasta que en agosto de 1949 realiza su primer viaje a París. Al año siguiente consigue una beca de estudios, marchando otra vez a Francia. Allí conoce a Mathilde, estudiante francesa de ciencias químicas, con quien se casa y que será su compañera de toda la vida, teniendo el matrimonio dos hijas. Pronto encuentra un puesto en un instituto de provincia, y después de una temporada de lector en la Universidad de Lille, pasa a la Sorbona en donde prepara su tesis doctoral sobre Baroja en Francia que defenderá en Madrid en 1968. Esto le permite acceder a los grados de la docencia universitaria de Francia, menester al que se dedicará con pasión hasta bien entrada la década de los ochenta. Entretanto ha sido nombrado catedrático interino de Historia del Teatro en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid, haciendo constantes y repetidos viajes de París a Madrid, impartiendo clases en las dos capitales durante varios cursos, hasta que la enfermedad le obliga a abandonar toda actividad docente. Como el personaje de Semana de pasión, sorprendentemente premonitorio, que vuelve del exilio en vísperas de su muerte, José Corrales Egea pide regresar a Madrid para morir, en junio de 1990. Según sus últimas voluntades, se halla enterrado junto a su padre, en el cementerio de la Almudena591.




Los años estudiantiles

Siendo, como hemos visto, muy precoz su afición por la literatura (José había sido saludado, desde los años 1935-1936 como un asiduo colaborador de las publicaciones periódicas del Marruecos español592), en la etapa estudiantil se interesa también por las escasas revistas literarias que aparecen en aquellos años: Arbor, La Revista de Ideas Estéticas, Cuadernos de Literatura, y sobre todo, Ínsula, nacida en   —378→   1946593, al amparo de aquella librería de la calle del Carmen en donde su director, Enrique Canito, había fundado un esbozo de tertulia que los más jóvenes frecuentábamos de puntillas y que nos deslumbraba... En muchas de aquellas revistas José seguirá colaborando asiduamente, con artículos críticos de muy variados temas, después también con relatos de ficción.

El primer artículo publicado que ha llegado a mis manos es significativo de la precocidad, de la vocación y de las preocupaciones intelectuales esenciales del joven escritor; se titula «Huída y destierro en la nueva poesía»594, y es una interesante reflexión sobre la lejanía y el destierro como fuentes de inspiración poética, basada en la producción de los grandes poetas españoles de la época, tanto del interior como del exterior, de aquellos primeros años de la década. De entonces datan también otras contribuciones críticas como «Relaciones entre el auto sacramental y la contrarreforma»595, «Barroquismo y destino de la novela»596 y tantos textos más, dispersos aquí y allá en revistas y boletines que habría que recopilar.




Etapa parisina

Sobre los motivos que le hicieron abandonar España, Corrales Egea se expresó así en una entrevista hecha en París: «No puede hablarse de abandono, en el sentido de dejar algo definitivamente. La principal motivación fue la ampliación de estudios, y si luego me quedé fue fundamentalmente por haber encontrado un trabajo que me convenía, pero sin "quemar las naves". Claro que en el fondo hubo de influir, sobre todo en una década de los años del cuarenta al cincuenta, el que la literatura española en lucha con las diferentes censuras ofrecía un panorama mediocre y timorato, apenas salida de la conmoción de la Guerra Civil. [...] No me he considerado como exiliado, ni exiliado cultural, ni exiliado político. El problema reside en que durante el régimen franquista ambas cosas, lo cultural y lo político, iban íntimamente unidas [...]. Yo no me considero como exiliado, pero como marginado sí»597.




Por la orilla del tiempo

En 1954 José publica en Madrid un libro de relatos, Por la orilla del tiempo, en una colección de la editorial Ínsula, saludada elogiosamente por José Luis Cano, entre otros. Son relatos relativos a la infancia, a las atrocidades de la Guerra Civil y   —379→   a las dificultades de la posguerra; presentan una gran fuerza emocional y tienen un gran poder de sugerencia, cualidades que han guardado hasta hoy, a casi cincuenta años de distancia, prueba de que el autor ya dominaba por completo las reglas de la narrativa y del oficio. Pero era una edición de corta tirada, casi confidencial, por lo que el libro apenas podía trascender el círculo muy reducido de los contertulios de la calle del Carmen. Y no se ha vuelto a reeditar.




La otra cara

Tampoco se editó en España la gran novela de la madurez, La otra cara. Titulada primitivamente El haz y el envés, esta novela se publica en París y en traducción francesa, en 1960, bajo el título de L'autre face598 y es saludada elogiosamente por la crítica parisina. Al año siguiente sale el original español, pero también en París y por obra y gracia del director de la Librería española, Antonio Soriano, y en una edición poco más que confidencial, de tan pocos ejemplares que la Librería Robles hará otra tirada en 1972. Ediciones ambas de las que apenas quedan hoy ejemplares.

A pesar de las críticas elogiosas aparecidas no sólo en la prensa parisina, sino en varias publicaciones en castellano, la obra pasó inadvertida en España y tuvo que esperar años para poder ser reeditada allí, y aun así no fue debidamente ni promocionada ni difundida. Sobre las circunstancias de esta publicación remito al propio autor quien declaraba lo siguiente: «Hubo que esperar hasta bien entrado el año 1980 para que saliera a luz dentro de España una segunda edición española y se distribuyese normalmente en las ediciones Júcar. Durante esos veinte años de espera residí en España en varias ocasiones, sin que este libro apareciera en las librerías, ni la prensa (salvo alguna alusión fugaz) mencionó la novela. Es un ejemplo de lo que decía antes acerca del marginalismo, o sea del ostracismo del silencio. Yo no estaba desterrado, pero mi novela hirió bastante en las "altas esferas" y, por lo visto, la consigna fue callar completamente la aparición de esta obra. La otra cara no tuvo vigencia en España ni se ponía en los escaparates. De esta manera el conocimiento de este libro ha sido muy difícil y mucha gente tenía que pedirlo en el mercado negro. En los años de ese régimen iba muy imbricado lo político con lo cultural, o sea que el libro, por el mero hecho de haber salido en aquellas circunstancias, era un acto político»599.

En este orden de cosas y de tan problemática y precaria difusión, aduciré el testimonio del crítico Luis Cañizal de la Fuente, quien, después de situar a La otra cara a la altura de La Colmena, añade: «Si supiera Corrales Egea lo tarde que pudo llegar La otra cara a las manos de muchos españolitos como el que suscribe. Hasta dar con este ejemplar descuajeringado que tengo sobre la mesa». A lo que me permitiré yo añadir otra reflexión personal: ¡Si viera el señor Cañizal el ejemplar descuajeringado de La otra cara que me ha servido para realizar este estudio!... ¡Si vieran ustedes a lo que ha llegado la edición de 1980 de la Biblioteca Júcar!, ¡casi parecería sabotaje!

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Dicha edición, sin embargo, recoge las siguientes palabras de Juan Goytisolo: «Entre las obras adscritas a la tendencia del realismo social editadas en el extranjero a causa de la censura franquista, la más importante en mi opinión, es La otra cara, de Corrales Egea; un vasto fresco de la España miserable y maltrecha de la posguerra, cuya publicación en Francia, por Gallimard, acrecentó el interés internacional por el lento despertar de nuestra novela».

La relectura, hoy en día, de La otra cara confirma los elogios de la época y también nuestra propia opinión acerca de la importancia de esta novela como fresco y testimonio de la sociedad española de aquellos años. Según consta en el epígrafe final, la novela fue escrita entre Madrid y Barcelona, de junio de 1954 a noviembre de 1956 y consta de dos partes y de un intermedio, que se desarrollan, la primera parte durante el invierno de 1950 a 1951, el intermedio ocupa la primavera y el verano de 1945 y la segunda parte se sitúa en el otoño de 1954. La acción abarca así un período de unos diez años de la vida española, los que van desde el final de la II Guerra Mundial (1945) hasta la consolidación del franquismo, las primeras inversiones privadas extranjeras y el principio de la ola turística (1954) y se desarrolla principalmente en Madrid, pero también en Barcelona, y concierne a todas las capas, todos los medios, todas las tendencias y sensibilidades de la sociedad española. En el libro se incluye la lista de los sesenta y dos personajes, con sus características esenciales y sus ubicaciones, y si no todos tienen relación entre sí, algunas historias individuales se cruzan y descruzan dando veracidad y homogeneidad al conjunto, y presentando un fresco muy completo y representativo de la vida española. Se puede decir que Corrales tiene una visión tan impregnada de ternura como exenta de extremismos y más que relativamente objetiva e imparcial, como la de alguien que se encontraba al mismo tiempo dentro y fuera. Dentro, para observar, sentir y experimentar, y fuera para elaborar, reflexionar y publicar, lejos de toda censura y libre de la propia autocensura. La otra cara es, según Soldevila Durante, «una de las mejores novelas del realismo social español», pero añade, deplorándolo, que «es texto de Corrales ha sido por desgracia muy poco leído en España y tal vez la escasa repercusión haya contribuido al posterior silencio de este escritor, roto en 1976 con otra interesante novela en clave, Semana de pasión»600.




Semana de pasión

Finalista del Premio Nadal en 1975, y publicada el año siguiente en Barcelona por la editorial Destino, esta novela trata de la vuelta a España de un intelectual exiliado, ya viejo y enfermo, y en vísperas de su muerte. La novela se desarrolla en el clima eufórico creado por el anuncio de la visita del Jefe de Estado de un importante país extranjero (se trata de la venida a España nada menos que del presidente de los EE. UU., Dwight David Eisenhower, prevista y realizada el 20 de diciembre de 1959). Toda la acción se desenvuelve según planos distintos y contrapuestos: la agonía del protagonista Alonso Gálvez de Cea y los preparativos de su funeral por sus familiares; la preparación de un agasajo con carácter de provocación política por parte de   —381→   sus admiradores y de los estudiantes, a la par que la calle se engalana para halagar y festejar al glorioso huésped oficial. Del mismo modo, se entremezclan los niveles narrativos, desde el diario íntimo, hasta la descripción realista de los eventos. También se entrelazan los tiempos en una desconstrucción sugestiva en donde los diferentes personajes, muy finamente elaborados adquieren profundidad psicológica y vida propia. Semana de pasión es una novela densa, ambiciosa, de estructura elaborada y una multiplicidad de situaciones, de personajes y de enfrentamientos que cumple con su propósito de sumergir al lector en lo más hondo del ambiente capitalino de aquella época en que las potencias extranjeras afianzaron por muchos años aún un régimen arbitrario y opresivo.

Esta novela tampoco se ha vuelto a publicar y resulta hoy en día de muy difícil acceso. También son poco menos que inaccesibles las numerosas publicaciones de cuentos, relatos y novelas cortas aparecidos en distintas publicaciones periódicas.




Obra crítica

Aunque hemos optado por limitarnos aquí a las obras de ficción de José Corrales Egea publicadas en volumen, nuestro trabajo pecaría de no mencionar las otras facetas de su producción, en primer lugar, la obra de crítica literaria a la que ya hemos aludido, y que comprende, además de su magistral estudio sobre Pío Baroja y Francia601, diversos estudios de novelística española contemporánea602 y sobre temas clásicos, y un sinfín de artículos de crítica literaria, musical y teatral y reseñas, dispersos en diferentes publicaciones (el mero índice de la revista Ínsula ofrece una lista de más de cien entradas relativas a contribuciones suyas, sin contar las obras de ficción, ni claro está las recensiones de sus propias obras). De ahí tal vez que algunos críticos no demasiado bien informados le considerasen sólo como crítico literario, omitiendo desafortunadamente la «otra cara» de su producción, la obra de ficción. También hay que mencionar una producción poética de calidad, pero todavía más desconocida, si cabe, y muy desperdigada y que también sería preciso recopilar y reunir.

Como decía al principio, Corrales Egea tuvo un destino singular, de self-banished, un desterrado voluntario y como de peregrino en su patria, pues en contraposición al relativo rechazo que sufrió por parte de sus compatriotas, Corrales Egea pudo tener la satisfacción de ver su obra traducida a varios idiomas, sobre todo de países de la Europa del Este, así al ruso, al rumano, al checo, al polaco..., aunque es más que probable que la buena acogida que tuvo su obra en aquellos ámbitos no le compensara de los sinsabores, silencios y polémicas que tuvo que soportar de su patria.

Con sus cuatro libros, la obra crítica, los diversos estudios y traducciones, los numerosos cuentos, relatos y poesías, publicados aquí o allá en distintas revistas (sin olvidar la obra que pueda permanecer inédita), con una producción dotada de excelentes cualidades literarias y que abarca aspectos muy diversos de la cultura española   —382→   contemporánea, José Corrales Egea nos aparece hoy como un imprescindible testigo de nuestro tiempo, de mirada aguda y perspicaz, a la vez que generosa y sensible. Por todas estas razones, y en tanto que se está desgarrando por todos los lados esa profunda chapa de silencio que durante tantos lustros cercenó nuestro patrimonio cultural, es preciso y urgente rescatar del olvido la obra de José Corrales Egea.




Bibliografía indicativa de José Corrales Egea


Ficción

Hombres de acero, novela, Madrid, Espasa-Calpe S. A., 1935, 239 pp.

Griffa, novela corta, «Finisterre», tomo II, fascículo 2, Madrid, junio 1948, pp. 169-189 (Montealbán 14, Madrid).

Por la orilla del tiempo (relatos), Madrid, Ed. Ínsula, 1954, 171 pp.

L'autre face, novela (El haz y el envés), París, Ed. Gallimard, 1960, traducción francesa de R. M. Ducaud, 457 pp.

La otra cara (primera edición del original español), París, Librería española, 1961, 567 pp.

Semana de pasión (novela), Barcelona, Ed. Destino, 1976, 355 pp. (Col. Ancora y Delfín, n.º 487).

La otra cara, Madrid, Ed. Júcar, 1978 (primera edición en España), 375 pp.




Obras traducidas a otros idiomas

La otra cara

- traducida al rumano: Cealta Fata, Bucaresti, Editura Pentru Literatura Universala, 1964.

- traducida al polaco: Druga Twarz, Varsovia, 1961.

- traducida al eslavo: Na Licje, Beograd, 1963.

Semana de pasión

- traducida al ruso: Ctpacthaß Hedelr, Moscú, Ed. Progreso, 1980.




Obra de crítica

Baroja en Francia, Madrid, Ed. Taurus, 1969, 429 pp.

La novela española actual (ensayo de ordenación), Cuadernos para el diálogo, Madrid, Edicusa, 1971.




Traducciones, Antologías, obras en colaboración

Couffon, C., Hispanoamérica en su nueva literatura, traducción española por J. Corrales Egea, Santander, Ed. La isla de los ratones, 1962.

Darmengeat, P. y Corrales Egea, J., Poesía española. Siglo XX, Ed. del Club del Libro español, París, Librería española, 1966.

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El Cid, Guillén de Castro, Las mocedades del Cid, Pierre Corneille, (El Cid, en versión de Tomás García Suelto), Madrid, Ed. Taurus, 1968, 269 pp.

Ubu Rey, de Alfred Jarry, con textos de José Corrales Egea y Roger Shattuck, traducción y adaptación de José Corrales Egea, Barcelona, AYMA, S. A. Editora, 1967, 141 pp.

«Presencia de la guerra en la novela española contemporánea (1939-1969)», Barcelona, Camp de l'arpa, n.º 48-49, III-1978, pp. 8-21.

Corrales Egea, Tuñón de Lara, y otros, Los escritores y la guerra de España, Ed. de Marc Hanrez, Libros de Monte Ávila.

«Présence de la guerre dans le roman espagnol contemporain», Les Dossiers H, «Les Ecrivains et la guerre d'Espagne», collectif, Paris, 1975.