
El gran pecado
La marquesa de Tardiente
Antonio de Hoyos y Vinent
Los pueblos felices y las mujeres honradas
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S. J. PALADAN. |
Como sintiera aún los ojos de Roberto fijos en ella, con aquella actitud suplicante de víctima en el ara, actitud plena de mudo reproche y silenciosa queja, afirmó rotunda, agresiva:
-Yo soy una mujer honrada...
Nadie lo había puesto en duda, y así hubo un movimiento de expectación en espera de las explicaciones que de seguro seguirían a tal afirmación de fe. Pero Candelaria callaba y no parecía dispuesta a proseguir, desde el momento en que Roberto, un —2→ tanto azorado, habíase apoyado en la chimenea fingiendo estudiar con atención profunda una miniatura de Isabey.
Entonces Piedad Gante, duquesa de Gante y de Malferida, con la autoridad que le daban su posición social, su virtud intachable, su ciencia del mundo y, sobre todo, un cierto parentesco con la procaz, corrigió, mitad en broma, mitad en serio.
-Mujer, Candelaria, cualquiera que te oyese creería que las demás éramos unas perdidas.
Julito Calabrés, defendido contra sus treinta y tantos años en el parapetado de una juventud desbordada en malignidad, murmuró al oído de Amalia Ramos, que fumaba dando chupaditas al Setos Amber y creía lo más prudente abstenerse, segura de que «aquello» de la honradez no iba por ella.
-¡Chúpate ésa! ¡Vaya una lección que se ha llevado la pedantona de Candelaria!
La interesada, mientras, había abierto su pelliza de renard argentée y se abanicaba, disimulando mal su despecho.
Concha Flores, la dueña de la casa, muy americana ella, muy lánguida y mimosa, muy mona, pese a, sus cuarenta y tres, con el tea-gown de gaza gris moaré rosa y chinchilla, revolviose en el gran diván donde una jaqueca rebelde la tenía postrada, y, mullendo almohadones de brocado de plata con el pie, calzado de antílope, y diamantes, y jugando con —3→ sus largas sartas de perlas, trató de cambiar la conversación:
-¡Qué calor anoche en casa de Jarama!
-¡Cómo sería que ni la presencia de la dueña de la casa bastó a refrescar aquello! -colocó Julito, malévolo.
No era la marquesa de Tardiente mujer que diese su brazo a torcer, así como así; de modo y manera que en vez de declararse vencida y callar, volviose sobre el tema:
-La vida moderna es un asco. Por doquiera -era también un tanto redicha y académica, con pretensiones de docta y de gramática, aunque, como todo en ella, era la cultura más superficial que real- vicios, porquerías, complacencias, complicidades... Yo no digo que las mujeres, en general, sean unas cualquier cosa; pero ese coquetear sin objeto, ese tácito citarse, ese buscarse complacido...
-¡Bah! ¡Peccatta minuta! -rió Pancha.
-¡Peccata minuta! -clamó indignada la Tardiente- ¡Vaya unas ideas! Os aseguro que ese, ese...
-Flirt -apuntó irónico Calabrés.
-... ese Flirt es una vergüenza, es peor que todo.
Hubo un silencio en que notose cierto malestar que flotaba en la atmósfera; luego la peroradora prosiguió:
—4→-Se puede perdonar un pecado, un pecado que sea..., ¡qué sé yo!.... el gran pecado de nuestra vida; que tenga su disculpa en una pasión inmensa, abrumadora, irresistible, pero ese vivir entre mentiras y trapisondas... se comprende pasar un estanque lleno, de lodo, pero no moverse siempre entre un poco de barro como el pez en el agua...
Volviéronse muchos ojos hacia la duquesa, como si esperasen la nueva lección; la dama, sin embargo, habíase encogido de hombros con un gesto que venía a decir: «¡Cada loco con su tema!». Luego púsose a hablar al conde de Tordillos, del Velázquez que Pancha, o, por mejor decir, su marido, había traído del viejo palacio de Aragón.
Conchita Ramos interrogó a Julito:
-Bueno, y de todo ello ¿qué hemos sacado en limpio?
-Mujer, ya lo has oído: que es una mujer honrada.
La otra tomó aire de conmiseración profunda:
-¡Pobrecilla! ¡Que Dios se lo conserve y se lo aumente!
Las seis. Fuera debía de hacer una tarde de perros; dentro vivían en una atmósfera tan guateada, que perdíase hasta la noción de lo que pudiese suceder al exterior. Era el salón de Pancha Flores, condesa de la Florinda por su matrimonio con el animalote de Honorio Florinda, un encanto de gracia íntima, —5→ de recatado confort; uno de esos salones que han surgido en Madrid, imitación de sus semejantes de París, pero ennoblecidos aquí por dos o tres joyas de arte, florones de heredadas coronas.
El de Pancha parecía hecho, con sus muros tapizados de viejo y desvaído terciopelo azul Natier, para resaltar aquel admirable retrato de Pantoja -un pálido príncipe vestido de negro brocado, que, sosteniendo en la diestra de alabastro un guante, sonreía, desdeñoso, mientras su otra mano jugaba con un joyel de esmeraldas-. Eran los demás blasones de la Casa de Florinda un mueble de roble tallado prolijamente a la moda del Renacimiento y recargado de herrajes de plata, y un Cristo de ébano y marfil, prodigioso de dolorosa unción. El revestido de los muros, los zócalos y las jambas de las puertas, de mármol roza muy pálido; los muebles Luis XVI, de laca gris y terciopelo azul, cómodas, acogedores, mezclados con cosas de un vago orientalismo; los cachivaches, ejemplares de orfebrería ultramoderna; la luz, velada por espesas pantallas; el fuego que, pese a la calefacción de vapor, ardía en la chimenea, y hasta la disecada cacatúa que, como en un salón del año 60, se columpiaba en su negra anilla, pendiente de la enorme araña, de cristal de roca y bronce; todo colaboraba el aspecto amable, cordial, acogedor del cuarto, que completaba la mesita del té, cargada de pesadas argenterías y alegrada por el hervir del agua. Veíase en él, además —6→ del retrato de Pancha, hecho diez años antes, un retrato deliciosamente convencional, en que aparecía la dama con su fragilidad de muñeca, su cutis de gardenia, su gesto de gata, entre pieles y tules, con el aspecto de cosa artificial, de muñeca de cera o de capricho de artista enamorado de fragilidades. Y por último, como para quitar la sensación de ahogo, de encierro y de limitación de espacio, las altísimas puertas de madera, con pesadas tallas doradas, estaban abiertas de par en par, y en la semipenumbra de la luz eléctrica, que se filtraba discreta por las claraboyas, veíase el hall, enorme, lleno de fabulosos artesones, de soberbios tapices y de viejos bargueños; el comedor, monumental, con sus muros de mármol blanco sin pulir, sus columnas y sus frisos de esculpidas guirnaldas, y lejos, casi en las tinieblas, una sola lámpara, con pantalla amarilla, encendida, el salón de música.
La duquesa de Gente, púsose en pie.
-Nada, Pancha, voy por centésima vez a ver tu Velázquez. El conde -y mostraba al anciano Tordillos- quiere enseñarme un descubrimiento que ha hecho. Pretende que el perro tiene una cosa que no ha encontrado en ningún otro perro de Velázquez...
-¡Será moquillo! -insinuó Amelia en voz baja, sin perjuicio de ponerse de pie, decidida a seguir a la duquesa aunque fuese al Averno a ver al mismísimo Cancerbero, puesto que estar en la intimidad de la —7→ Gante era el espaldarazo de la elegancia. Igual hicieron la Tardiente y Julito, mas otras tres o cuatro personas que actuaban de «Vicentes» o de borregos de Panurgo, y, por fin, Roberto, a algunos pasos de distancia, conservando, según Julito, su aire de perro a quien ha pegado su ama.
Entonces Pancha, al quedar con Manolo Santillán, le llamó, con mimos de moribunda decidida a condenarte.
-Estaba rabiando por decirte que te quiero; chiquillo... -Y luego, como lo cortés no quita a lo valiente, y se estaba cayendo de debilidad- Mira, dame otra taza de té y un sandwich.
Manolo manipuló entre las tazas de China y las golosinas, preparando el brebaje, y ella aprovechando que no le miraba, le sacó la lengua.
Como las explicaciones de Tordillos llevaban camino de ser eternas, y no era cosa de pasarse la tarde en cuclillas, mirando la pata al perro de Velázquez, Candelaria Tardiente comprendió que seguramente la indignación debía haber estropeado el empolvado de su rostro y que podía aprovechar la disertación del sabio para reparar la falta. No se maquilaba, «una señora no se maquilla». Pero empolvarse, eso sí. Como todo en su vida, el banal detalle giraba en derredor de la idea fija, aquella idea que lo servía para martirizarse y martirizar a los otros.
—8→Mujer atrozmente convencional, ni el corazón ni las pasiones influían para nada en su voluntad. Había talado esos campos fértiles y floridos que se tienden entre la aridez de la conciencia y el pecado, campos llenos de benevolencia, de comprensión y de perdón, y así, su existencia era un castillo defendido por las altas murallas del deber, la virtud y el respeto, cercado por un foso todo lleno de incomprensión hostil y agresiva. Gastaba en vestirse «lo que debe gastar» una señora de su posición; practicaba la caridad con una severidad exenta de impulsos generosos y de enternecimientos; era religiosa de un modo severo, pero sin misticismos «de mal gusto»; amaba a su marido «como una mujer honrada puede amar a su marido», y quería a sus hijos, aunque con un amor muy a lo Abraham, siempre que el Jehová se llamase «el deber». Tal vez se la tache de árida y poco humana; pero ella «era así»... y hasta mostrábase orgullosa de serlo.
Decidió, pues, darse polvos, y nada, dicho y hecho, colose en el salón de música y aproximose a la chimenea de mármol gris, apagada ahora, para retocarse ante el gran espejo colocado sobre ella y que reflejaba la espalda del busto que un gran artista hiciérale bastantes años atrás a Pancha. «¡Si la carne se conservase como el mármol!», pensó Candelaria, sarcástica. Como el cuarto estaba casi a oscuras, tuvo que acercar el rostro mucho al espejo para conseguir verse. —9→ Entonces creyó oír como leves sollozos y contenido llanto, y miró disimuladamente en la luna.
Instalado en el sofacito Luis XV, tras el grato e íntimo refugio que formaba el biombo de tapices, tallas barrocas y espejos con la gran palmera, una bergère y una mesita cargada de chucherías, adivinó una forma de mujer que lloraba y la silueta de un hombre en la aburrida actitud de quien no sabe cómo salir del paso.
Los reconoció enseguida. María Calzada y Lalo Pontes. A ella uníala un vago parentesco. Era una mujercita menuda, y graciosa; tenía los pelos rubios y rizados; los ojos, azules, ingenuos y melancólicos; las facciones, menudas; la piel, fina, blanca y sonrosada, y el cuerpo pequeñito, pero esbelto, con graciosa agilidad de pájaro, recordando toda ella esas figuras con que los pintores de estampas representaba la mujer vienesa. Moralmente, tratábase de una pobre nena loca, que, sin dinero, casada con el bruto de Paulo Calzada, era parásito de todas las mesas, de todos los autos, de todos los palcos, y hacía muchas, muchas tonterías. Las gentes mirábanla con un desdén risueño, casi complacido, y no intentaban moralizar con ella. Sólo Candelaria, implacable, algunas veces quería arrancarla a las doradas regiones de la frivolidad y atraerla a la fea realidad; pero ella se encogía, se pelotonaba, se hacía pequeñita, pequeñita, para huir de las imágenes crueles, como un niño huye del coco.
—10→Todo Madrid sabía sus amoríos con Lalo Pontez, y asistía, irónico y casi enternecido, al idilio de la cabecita loca, que, por otra parte, no se recataba nada y era la primera en contarlo a poco que le tirasen de la lengua.
Ahora, Candelaria, al través de los sollozos escuchaba palabras sueltas.
-¡No me dejes, Lalo, no me dejes!, ¡Que Paulo sea un bruto no es una razón...!
La Tardiente estaba indignada. ¡Qué asco, señor, qué asco! De buena gana la hubiese encerrado en un correccional; la hubiese azotado, emplumado, arrastrado por las calles atada al rabo de una mula.
El alma de «gran inquisidora», que Julito le atribuía, crepitaba en ella como un leño en la hoguera y casi sentía deseos de intervenir, cuando una voz humilde imploró a su lado:
-¡Candelaria!
Volviose furibunda. ¡Vaya un momento que elegía aquél también!
Roberto estaba en pie ante ella, con ademán triste y contrito, «con ademán de reo que espera su sentencia».
En vez de enternecerla, aquello la exasperó. Mirole de hito en hito, e interrogó procaz:
-¿Qué se le ofrece?
El pobre muchacho, azorado por la actitud agresiva contestó:
—11→-Yo... ¡Por Dios Candelaria!... ¿Por qué me trata usted así?...
Lanzole una mirada anonadadora, capaz de pulverizar a cualquiera.
-¡Me gusta! -escupió con reconcentrada saña-. ¿Pues cómo quiere que le trate?... Querrá que me ponga a pegar saltos y a darle besos... ¡Yo soy una mujer honrada!
María olvidó su pena por un momento y murmuró en voz baja:
-¡Patapuf! ¡Se disparó Candelita!
Pero la implacable, mientras, cortando por lo sano, volvía la espalda a su adorador, y lenta, altiva, encaminábase al salón.
—[12]→ —13→
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AMADO NERVO. |
Cuando Candelaria iba a subir al automóvil oyó la voz infantil de María Calzada, que corría tras ella:
-¡Candela, mujer, que me dejas plantada y está cayendo el diluvio!
La compañía de su prima no le hacía feliz nunca; en tales circunstancias, muchísimo menos aún. Pero lo que concluyó de irritar su paciencia fue la sonrisa de simpatía un poco cazurra y otro poco socarrona que creyó leer en los ojos y en la comisura de los labios de los lacayos atléticos (de la valetaille decía —14→ ella con una denominación de desdén muy siglo XVIII) al través de la imposibilidad británica que, en pie y cuadrados militarmente, afectaban. Sin poderlo remediar, pensaba que de seguro en cuanto volviesen las espaldas aquella gente la pondrían de antipática que no habría por dónde cogerla, y, en cambio, todos sus entusiasmos serían para la loca de María.
Un criado anunció, sin mirarles, como un autómata cuyo mecanismo fuese repetir nombres:
-El automóvil de la señora marquesa de Tardiente.
Instaláronse en él, y el coche deslizose leve y silencioso por las avenidas enarenadas del jardín, cuyos arbustos, bañados por la lluvia, relucían como si acabasen de charolarlos. Apenas habían desembocado en la Castellana, la Calzada, con aquella su facilidad para remontarse a las cumbres de la alegría y desplomarse luego en el desconsuelo más profundo, rompió a llorar:
-¡Qué pena, Dios mío, qué pena!
Entre burlona e impaciente, comentó la otra:
-Ya será algo menos.
-¿Pero tú sabes, mujer, lo que me pasa? -insistió la Calzada.
Y como la otra no contestase nada, echó por los vericuetos de las confidencias.
-¡Que Lalo me quiere dejar!
Volviose Candelaria, abiertamente indignada ahora, y conminó serena.
—15→-Mira, a mí no me cuentes incongruencias ni porquerías, o hago parar y te dejo plantada aquí.
Instintivamente miró la pobre nena al través de los cristales. La Castellana aparecía desierta, obscura y silenciosa; el suelo, cubierto por grandes charcos que espejeaban en el barro; los árboles, desnudos y esqueléticos, tras el velo gris de lluvia que alguna vez iluminábase por las luces de un tranvía que pasaba raudo y tintineantemente. No; decididamente no era confortable la idea de quedarse en pie allí, con sus zapatitos de ante y sus medias de gasa. Era, pese a todo, tan vehemente su necesidad confidencial, que dijo entre sollozos:
-Parece mentira que seas tan dura... ¡No tienes corazón!
-Lo que tengo -protestó la otra- es sentido común y vergüenza, y decoro.
No la hizo caso y prosiguió:
-¿Sabes lo que me pasa?... ¡Que Paulo lo sabe: todo!
Sin quererlo, la severa se interesó:
-¿Que lo sabe todo?... ¡En el nombre del Padre!... ¡Y tú tan fresca en casa de Pancha! ¡Pero criatura, tú no has visto la vergüenza ni por el forro!
Tampoco contestó a tan injusta observación, sino que prosiguió sus querellas.
-¡Lo sabe todo, todo, todo!... Y se ha puesto hecho una fiera y me ha querido matar...
—16→-Y debía haberlo hecho -sentenció implacable la inquisidora.
-¡Como loco! -habló María- No lo quería creer... Decía que me creía capaz de un coqueteo, de comprometerme, de cualquier tontería; pero de una cosa grave, no... Que por eso no se había metido en nada...
-Si sois tal para cual -observó Candelaria.
-Y ahora -concluyó la cuitada-, pretende Lalo dejarme... Dice que no quiere chanzas... Y yo, sola... ¡Dios mío! ¡Dios mío! No sé qué hacer...
-¡Vivir como una mujer honrada!... -trazaba su prima.
-¡Como una mujer honrada! ¡Qué fácil es de decir cuando se tienen cuarenta mil duros de renta, un marido como el tuyo, una gran posición, unos hijos que son un amor de buenos y bonitos! -protestó María- Pero cuando se es pobre, se está sola y no tiene una amores ni cariños!...
Fue altisonante:
-Se abraza uno a su conciencia y es bastante.
Lo dijo de un modo tan enfático, que disipó en parte el patetismo de su amiga, que creyose obligado a comentar irónica:
-¡Y se muere abrazada al instrumento de martirio, como los cristianos en el circo!
Aquella idea del circo, por una rara ilación del pensamiento en su cabeza a pájaros, recordole la —17→ pata del perro de Velázquez, y, por ende, la tertulia de su amiga. ¡Qué pesado Tordillos!... Y la Gante, secundándole con empresement... Pues ¿qué me dices del traje de la Rosalva?... Y la loca de la Pencha, con el flirt allí... ¡Qué poca vergüenza!...
Agresiva, afirmó la Tardienta:
-Allá os la lleváis todas.
Llegaban. María, vuelta a su tragedia imploraba.
-¿No me dices nada, mujer?
Desdeñosa, casi agresiva, dejó caer:
-¡Que te alivies!
Y, mientras María saltaba como una pajarita, los charcos de la acera, dentro del auto que arrancaba de nuevo, esponjose satisfecha de sí misma.
—[18]→ —19→
El que esté limpio de culpa que arroje la primera piedra. |
PALABRAS DE CRISTO. |
En el salón esperaba ya Pedro Antonio su marido.
Sobre la pompa severa, trivialmente teatral de la estancia Enrique IV, destacábase la figura del marqués de Tardiente, más bien vulgar, pero no exenta de esa distinción que da «la raza». Era Pedro Antonio un buen muchacho, por mejor decir un buen hombre, pues que sus treinta y ocho años no permitían clasificarle entre los «muchachos». Sin ser una lumbrera, no era tonto, ni mucho menos; y si no había inventado la pólvora, tenía en cambio una noción bastante exacta y justa de la vida. Habíase cazado, después de correrla de un modo moderado, por varias razones, de las cuales la principal era que cuando —20→ se es marqués de Tardiente, tres veces grande de España, único descendiente de héroes y santos, no tiene uno derecho a dejar extinguirse el nombre, y no de las menos importantes, que sentía el gusto y la necesidad de tener su casa. En tal estado de ánimo, claro es que sintió pesar sobre él los fríos altivos y engolados encantos de Candelaria, su noble presencia y aquellas entradas de reina que eran famosas. Casáse, pues, con ella, y enseguida abdicó en sus manos la autoridad. Cierto que él siguió haciendo lo que le venía en ganas, sin que su mujer notáralo, o, en caso de ser así, sin que se diese por aludida de ello; pero todo lo que al mecanismo de la casa pertenecía, todo lo que a orden interior, posición social, educación de los hijos, etc., etc., tenía relación, corría por cuenta de Candelaria. Despachose ésta a su gusto, y si en cosas de enjundia, la educación de los hijos -Jack y Marie Thérése-, dejaba bastante que desear, su iniciativa en cosas extremas, britanismo y corrección se las tenían con el más pintado. Como unos principitos tenían su cuarto, su miss, su cura, su nursey. Fuera de lo que a la educación de sus hijos referíase, toda la casa estaba montada también en un gran pie. Fiestas, comidas, viajes y en el diario esa mesa abierta a unos cuantos parásitos y parientes, que es patrimonio de grandes casas.
Aquel día, Candelaria, al llegar para el almuerzo, divinamente vestida en su tallieur de terciopelo, —207→ souris adornado de topo, pero de un humor de todos los demonios, encontró en el salón, además de su marido, otras dos personas: el conde de Tordillas, y Paco Alara. Inclinándose todos, besándole la mano, y en el mismo momento, como si obedeciese a un mecanismo oculto, el maître d'hotel abrió las puertas de par en par y anunció en francés:
-Madame est servie.
Echó Candelaria una mirada al espejo, y, sin quererlo, sonrió. Bonita, graciosa o simpática, no; guapa, sí. Una Juno, dura de perfil, enérgica de mentón, altiva en la mirada de los ojos verdes, que rimaban a maravilla con los cabellos cobrizos, muy blanca, firme de formas, resuelta y orgullosa de ademán, más que cordial, imponente; más que atractiva, vencedora.
Cruzaron dos o tres salones más, y en el último, ya antes de entrar en el comedor, encontraron a los niños con la miss y el cura. Era otro de los requisitos de la etiqueta creada por la dama. Comer, comían en sus habitaciones; pero almorzaban a la mesa, aunque no se reunían a sus progenitores hasta el mismo momento de sentarse a ella. Al ver llegar a sus padres salieron a su encuentro; a la madre besándole la mano: al padre se la estrecharon correctamente.
Los dos eran guapos: Jack, pulido con crenchas muy negras, que hacía valer el traje, de terciopelo —22→ aceituna; Thérése, casi albina, es una transparencia que resaltaba, contrastando con las sombrías piles que guarnecían el traje mirto.
Distinguidos los dos, tenían gestos nobles, pausados, elegantes, y ese aire, un poco triste, de los niños que nunca logran serlo por completo.
Empezó el almuerzo en el gran comedor, de muros revestidos de admirables tapices. Finos cristales, manjares selectos, ligeros, apetitosos; pesadas argenterías. Primero, unas palabras benévolas, vagas y amables a los niños sobre sus estudios, su paseo, King y Boby, los dos perros que tío Ángel les enviara días atrás desde Londres... sonrisas forzadas de ellos... Luego, dos o tres motivos banales... Todos ardían en el mismo deseo de evocar la conversación peligrosa.
Era miércoles, día en que María Calzada acostumbraba a comer allí. No había ido, con lo cual confirmaba la veracidad de los rumores que corrían sobre ella. Candelaria había hecho como que no notaba la ausencia, afectando una ignorancia de buen tono; en la mesa su cubierto permanecía vacío, sin que los criados, o demasiado correctos o demasiado maliciosos, preguntasen por ella. En cambio, los chicos devoraban sus afanes de saber por qué tía María tan buena, tan alegre y tan graciosa no había venido. Pero ante la perspectiva de un schoking de la miss o de una sentencia latina del cura, callaban.
—23→Al fin, Pedro Antonio, el más indiscreto, formuló, encarándose con Candelaria.
-María Calzada me ha escrito...
Una mirada petrificadora de su mujer y un «¡los niños!» formulado en alta voz hiciéronle callar.
Acabó el almuerzo, y ya en el salón, solos los cuatro ante las tazas de café, la marquesa desahogó su mal humor.
-¡Hijo mío, eres el espíritu de la indiscreción personificado!
Pedro Antonio se encogió de hombros con un gesto de indiferencia.
-Como estábamos en familia...
-¡En familia! -protestó Candelaria, llena de desdeñosa indignación- Pues y los niños que lo entienden todo y lo saben todo, y miss, que con sus ínfulas de ignorar el español es capaz de traducir las Partidas del Rey Sabio, y el cura, que, con sus aires de pobrecito Juan, sabe más que Merlín, y la atención malévola de los criados, que están más enterados que nosotros...
-Pues hija, si todos lo saben, no vale la pena de callarse -opuso con muy buen sentido él.
Mirole con desdén, y bebió un sorbo de café.
El temido escándalo había estallado. Paulo, furioso al sospechar su deshonra, había maltratado a María y había acabado por expulsarla de su casa. Entonces ella, enloquecida, había corrido a Lalo para implorar —24→ su auxilio; pero él, egoísta y brutal, la había rechazado, y entonces, sola, viendo cerrarse todas las puertas ante ella, la pobre nena se había refugiado en un hotel de tercer orden.
Pedro Antonio anunció por segunda vez:
-Me ha escrito María Calzada.
-¿A ti?... ¡Qué raro! -dictó el despecho a Candelaria.
Lleno de buena voluntad, explicó él:
-No se atreve a escribirte ni a intentar verte... Dice, además, que como yo soy el marido y «en Castilla el marido lleva la silla»...
-¡Ah!... Ya...
-¿Decías...?
-Nada, hijo; sigue, sigue...
-Pues que creía natural dirigirse a mí para pedirme permiso para escribirte a ti, tratar de verte... Aquí tienes la carta...
Sacó la misiva, efectivamente, del bolsillo y se la tendió a su mujer, que, bien fuese por distracción, bien por desdén, no quiso tomarla y afectó seguir saboreando el café en pequeños sorbos.
Entonces leyó él mismo:
-¡Qué asco y qué miseria! -formuló altiva la Tardiente- No vale la pena ponerse el mundo por montera para luego, a las primeras de cambio, llorar y gemir y pedir misericordia. ¡Qué asco! Y todo es comedia, pura comedia; trapisondas para salirse con la suya, para hacer porquerías y pretender que luego se las arreglemos los demás. Cuando por su voluntad arrastran el nombre por los suelos, entonces no se acuerdan del parentesco para nada: pero cuando ya no tiene remedio... En fin -resumió cambiando de tono-, a ti está dirigida la carta, y tú verás lo que haces.
-La que ha de decir eres tú -objetó Pedro Antonio.
-¿Yo?, ¿yo?... ¡Tú estás loco!... ¿Yo?... ¡Ja!, ¡ja!
¡Hijo, por Dios!... -rió procaz, cruel, implacable- Yo lo que no pienso volver a hacer es ocuparme de semejante prójima.
Débilmente opuso él palabras de compasión:
-¡Pobre mujer! ¡Está tan sola!
Sarcástica, le animó:
-¡Hijo, ve a verla y recógela! ¡La nueva Samaritana! Lo que es yo... -sentenció implacable- Jamás ¿oyes?, ¡jamás volveré a recibirla! Para mí ha muerto una mujer honrada...
—[26]→ —27→
Así como los niños, algunas veces, huyendo de un castigo se refugian en un cuarto oscuro, así, huyendo del dolor, los humanos, nos refugiamos algunas veces en la muerte. |
¿Crees que la encontraremos viva aún? -interrogó la Tardiente.
La duquesa se encogió de hombros.
-Espero en Dios... -Después, con acento de profunda conmiseración- ¡Pobre María! ¡Lo que debe de haber sufrido la infeliz! Ella, que era una niña en el fondo... ¿cómo habrá encontrado valor?... Estoy segura que Dios tendrá misericordia de ella -La voz de la dama velábase de emoción.
Con acritud afirmó Candelaria:
-Si yo fuese Dios, sería implacable para ciertas cosas.
—28→Suavemente opuso la Gante:
-¡Tú eres implacable para tantas!
Afirmó orgullosa:
-Para las miserias y las porquerías, sí. Comprendo un gran sacrificio, una gran tragedia...
Siempre con mansa firmeza objetó la otra:
-No, Candelaria, no; un gran dolor o una tragedia llevan en sí mismos su consuelo. Una Antígona, o una Juana de Arco, o una «Marie Antoniette», sienten demasiados ojos fijos en ellas, saben que la misma magnitud de su sufrimiento les hará sobrevivirse; y es tal el apego que los humanos tenemos a la vida, que la idea de sobrevivirnos basta a endulzar las mayores penas... Pero esa pobre María...; una criatura, tan inconsciente, tan frívola, tan pueril, con tanto miedo al más allá... Asusta la idea de lo que ha debido de sufrir, de la violencia de su terror ante la miseria y el abandono para atreverse a dar el paso...
La Tardiente objetó:
-No comprendo cómo tú, que eres una mujer honrada, puedes sentir lástima...
-Por lo mismo -afirmó con viveza-. Como yo, por mi manera, debo de ser anterior al pecado original, siento más compasión por esas pobres criaturas...
El coche de la duquesa de Gante (prefería en sus gustos de gran dama la nobleza del tronco de alazanes, que braceaban airosos, la intimidad de la berlina forrada de paño azul y sostenida por blandos muelles —29→ y gruesas ruedas de goma, a la modernidad amplia y maloliente del auto) rodaba camino de aquel hotelucho de ínfima categoría donde la tragedia había tenido lugar.
María Calzada, enloquecida, perdida en su aturdimiento la noción de todo, horrorizada por las consecuencias de lo que había hecho, por la necesidad de afrontar la vida cara a cara y por las dificultades materiales, pero empujada más aún por aquella soledad, a que no estaba acostumbrada, y por aquella hostilidad nueva para su espíritu de muñequilla mimada, se había matado. Al entrar la dueña de la fonda en su cuarto, por la mañana, hallola inmóvil, el frasco de la morfina, vacío, al alcance de su mano.
Llena de sobresalto, había llamado al médico de la Casa de Socorro, y como éste le anunciase que sólo le quedaban un par de horas de vida, temerosa de su responsabilidad mandó a buscar a Julito Calabrés, única persona que visitaba a la suicida. Éste, cou su justicia e imparcialidad, indicola a la duquesa de Gante como la sola capaz de aceptar un penoso deber moral, y a ella dirigíase entonces la hostelera.
El portal, sucio y pretencioso, fue cruzado rápidamente por las dos damas, que se colaron por la escalera, infestada de olor a berzas cocidas y falta de ventilación. Llegaron al segundo piso, y allí el ama les salió al encuentro.
—30→Era una mujer flaca, enlutada, de rostro arrugado, boca desdentada, nariz corva y ojos pitañosos. Aunque tan escasa de cabellos como de dientes, veíase que no debía de ser vieja. El gesto untuoso, relamido, de una afectación monjil, la hacía antipática. Todo el tiempo permanecía con la cabeza doblada sobre el pecho, los ojos bajos y las manos cruzadas encima del vientre, guardando su aire de compunción hipócrita, aunque por debajo de los párpados, entornados, veíanse relucir los ojillos concupiscentes, y los labios abrirse y cerrarse con un gesto voraz. Al divisar a las dos señoras, que por su porte y atavío mostraban serlo y desde luego personas alcurniadas, redobló su compunción y recato. Encarose con la Gante, dejando ver tras de su humildad la idea abroqueladora de haberla reconocido:
-¿La señora duquesa de Gante?
La dama no vaciló ni un momento:
-Yo soy, ¿mi prima?...
La posadera enjugose una lágrima imaginaria:
-¡Qué pena, señora duquesa! La pobrecita ha muerto.
-Vamos allá -y la Gante dio un paso.
Pero la dueña la detuvo:
-Perdóneme la señora duquesa; pero quisiera antes explicarle...
Parose para escuchar.
-Pues usted dirá...
—31→Con mil rodeos y circunloquios, entre hondos suspiros y gemidos entrecortados se explicó. Ella era una pobre viuda que no tenía para costear la educación, de sus hijos más que aquel hotel... aquel hotel que era una casa ejemplar... su fama... su honorabilidad sin mancha... la reputación de honestidad de su casa... ¡Y ahora, una cosa así, venía a empañar su limpia ejecutoria!... No, no podía ser. En el extranjero, cuando en un hotel pasaba una desgracia de aquella índole, si la familia no podía costear los gastos de indemnización, se llevaban el cadáver a un sanatorio... Por eso ella no se había dado por enterada oficialmente de la muerte... Podrían vestirlo y conducirlo en un coche... moriría en el camino...
Ante la idea de aquella crueldad impía, la duquesa reprimió a duras penas un impulso de asco; luego, encarándose con la mujer-cuervo, anunció en voz serena, pero firme:
-No; doña María Calzada ha muerto aquí de un accidente desgraciado. Todos los desembolsos correrán de mi cuenta. Esté usted tranquila. Y, ahora, que avisen a un cura y a un médico... y guíenos usted al cuarto.
Después siguieron a la hostelera, que se deshacía, en protestas de su cariño por la muerta, su compasión y su mucha caridad.
María dormía un sueño inmóvil y melancólico de —32→ paz. Sobre las almohadas del lecho reposaba la cabecita pueril, menuda, frágil, rodeada de una aureola de cabellos rubios, leves y rizados. La muerte, al imprimirla su sello, habíale sin robarle el infantil encanto, bañado en una grave serenidad. Blancas, con blancura de alabastro; menudas, apenas moldeadas, las facciones, hacíanle muy joven. Sólo un rictus, que derrumbaba la boca en las comisuras, avejentábale. Parecía una pobre nena que en los albores de la vida había ya sufrido mucho y que muerta semejaba dormida en un sueño de atroz fatiga.
El cuarto, a media luz, estaba en el más completo desorden. Sobre la mesilla de noche el tarrito de la morfina y una novela francesa a medio leer; en el tocador, frascos de afeites y cajas de pinturas; sobre la mesa más frascos, un sombrero, cartas y una a medio escribir manchada de lágrimas y tachaduras.
Piedad Gante cogió libros y cartas y los guardó en un cajón; puso algunos tarros en orden, tapó las cajas de colorete y luego buscó con los ojos un crucifijo. Uno y un rosario veíanse en la mesilla, junto a la cama, asomando por debajo del libro francés. La duquesa de Gante lo cogió piadosamente cruzó las manos de la muerta, sujetolas con el rosario y colocó entre ellas el Cristo. Después inclináse y besó la frente pálida y fría.
Arrodillose en fin, y comenzó a rezar con voz queda, pero firme:
-«Padre Nuestro que estás en los cielos...».