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ArribaAbajo Tercera Parte


ArribaAbajo- I -

El gran pecado


Si no nos buscamos nunca a nosotros mismos ¿en qué consiste que un buen día nos descubrimos sin querer?


NIETZSCHE.                


Tocó a Fritz ligeramente en el hombro e insistió:

-¿Vamos ya?

Malhumorado, y sin disimularlo gran cosa, dijo:

-Espera. Esta combinación no falla.

Como si quisiese darle la razón la bolita de marfil, brincó de casilla en casilla y se detuvo en el 13. Ganaba una atrocidad, muy cerca de sesenta mil francos. Contento del éxito, siguió su juego, esparciendo fichas por las casillas y sonrió a una rubia frágil y quebradora   —46→   que jugaba frente a él su mismo juego. Ella le sonrió a su vez y ambos volvieron a enfrascarse en el juego. Tornó a rodar la bolita, y esta vez quedó en el 17. Ganaban otra vez y otra vez tornaron a sonreírse.

Candelaria Tardiente (Madame de Birocatier, puesto que tal era el seudónimo con el que peregrinaba por el mundo) dio la vuelta a la mesa para observar la dirección de las miradas de Fritz; pero él permaneció un rato abstraído por completo en el juego, que ahora «se daba mal». Observábale atentamente cuando una voz murmuró a su oído:

-Pardón, madame, c'est le 18 qui c'est donné deux fois n'est paz?

Tuvo un gesto de sobresalto y luego, con un encogimiento desdeñoso de hombros, se apartó de su interlocutora. ¡Una perdida! ¡La vergüenza y la irrisión de Niza! Aquella mujerota que ostentaba, en violento y detonante contraste, con sus ubres enormes y sus caderas de vaca, una máscara lamentable pintarrajeada y embadurnada de afeites, de niña pánfila, bajo la peluca de bucles rubios coronados de hiperbólicos promontorios de plumas verdes, rojas, azules, que lucía toilettes abracadabrantes, sobre cuyas lentejuelas de colorines brillaban joyas de una falsedad vergonzosa, tenía el impudor de exhibirse con sus amantes, de armar escandalosas escenas de celos, de no recatarse para llorar...

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Volvió la Tardiente hacia Fritz Silva e insistió:

-Vámonos ya.

Pero él, irritado por sus pérdidas, rechazó casi grosero:

-Vete tú, si quieres.

Sintió un nudo en la garganta y ganas de llorar ella también; pero se contuvo, y fuese a la terraza para hacer tiempo. No era la primera vez que pensaba que Fritz no la quería, que se había equivocado. Pero sublevábase su orgullo ante la idea cruel, y no se atrevía a confesarlo ni aún a sí misma. Aquella era ya la única razón de su vida, y si aquélla hacía bancarrota, ¿de qué iba a vivir? ¿Recomenzar?: ¡Jamás!, ¡jamás!... Sin poderlo remediar, recordó las palabras del marqués Aprisco de Cappirotti, comiendo una noche en su casa: «¡Ser fiel a su infidelidad!». Aquélla era la única excusa, la única disculpa, si no... Y el orgullo, de Candelaria Tardiente se irritaba, se sublevaba ante la sospecha de tal posibilidad.

El gran pecado estaba cometido. Pero como la vida, irónica, se burla de nosotros, no fue nada de lo, que ella soñó. Había resistido dos años de soledad, altiva e inabordable, en que, vestida de luto como una viuda, paseó el mundo. Muchas veces la hicieron el amor; fueron caballeros que le hablaron con nobles palabras de amigo, con exaltaciones de poeta o con fervores de paladín. Ella mantúvose fría, hermética, inabordable, con la glaciedad de su honradez en los   —48→   labios. Pero un día halló a Fritz Silva. Ni un gran nombre, ni un gran talento, ni una fortuna, anda. Era un aventurero que corría el mundo en busca de una presa sobre que abatirse.

Moreno, alto, fornido, los ojos muy negros, los dientes muy blancos, los labios muy rojos, la piel de ese moreno dorado que dejaba ver circular la sangre bajo ella, y el cabello aceitoso y ondulado no tuvo para ella ni devociones románticas, ni abnegaciones, ni aún respetos. Tratola como a una mundana en busca de aventuras, y, por rara aberración, Candelaria empeñose en adornarlo de todas las virtudes que forjaba su deseo, en buscar entonaciones e interpretaciones a sus palabras, en hallar en sus ojos impulsos que no existían, en investigar cabalísticas significaciones a sus actos. Y fue suya, y comenzó una extraña vida de declasée, cosmopolita, ocultando la confesión de su fracaso, vencida, pero incapaz de vencerse.

Había salido a la terraza. En el cielo profundo y azul brillaban infinidad de luceros, y la luna era una segur de plata que cortaba las doradas espigas. El mar, sereno, rizábase en albos encajes bordados de brillantes, y a todo lo largo de la costa, entre boscajes de naranjos y laureles-rosas, «villas», admirables y pintorescos poblados, se miraban en el agua.

¿Qué hacer ahora?

Una orquesta de tziganos que tocaba abajo, en la terraza, no la dejaba concentrarse en sí misma, y su   —49→   pensamiento brincaba indómito y descompuesto. No quería a Fritz. Su orgullo se sublevaba otra vez y volvía a ser glacial y hermética. Por un momento el recuerdo de Pedro Antonio la obsesionó. Aquél, a lo menos, era un amigo abnegado y caballeroso. Los dos primeros años de su éxodo había permanecido en una actitud discreta, silenciosa y cortés. No la había, ni molestado, ni espiado, ni perseguido. En pleno invierno los chicos iban a Biarritz a pasar tres meses con su madre y luego volvíanse a Madrid. Pero ahora... justamente quince o veinte días antes, había recibido carta de él. ¡La primera! Era fría, oscura, amenazadora y severa. Sin embargo, llegó en un veranillo de San Martín de su pasión; llegó en una hora en que era feliz, y la leyeron los dos entre burlas y risas. Ahora volvían a su memoria algunos párrafos, como si súbitamente un lápiz de fuego les trazase sobre la paz cobalto del firmamento.

«Ten cuidado -decía uno de ellos-, ten cuidado porque, aunque lejos de mí, eres la depositaria de mi nombre y, con él, de la honra de mis hijos.

Piensa que una mujer honrada tiene derecho a ser cruel, implacable... siempre que nunca deje de ser honrada. Porque si tras destruir un hogar, una vida y un porvenir, dejase de serlo, toda venganza, mejor todo castigo sería poco.

He respetado tu voluntad; pero, muy bueno, muy leal, me inclino ante la virtud, aun cruel, pero castigo las perfidias, las traiciones y los sarcasmos».



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Súbitamente sintió frío, la sensación de unos ojos que le acechaban desde los boscajes del jardín, y se estremeció.

En aquel momento, el brazo de Fritz deslizó aprisionando su talle y su voz murmuró, mimoso:

-¿Vamos?



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ArribaAbajo- II -

La mueca trágica


Pero ¿no será que no queramos que haya una hipocresía inconsciente que evite que veamos dentro de nosotros mismos?


MAETERLINCK.                


Como no había ningún auto ni coche a la puerta del Casino, y tomando el atajo, aquel encantador sendero lleno de luna y perfumado de naranjos en flor, apenas eran necesarios cinco minutos para ganar la villa. Candelaria y Fritz decidieron recorrer camino a pie.

Delante marchaba ella, muda y fosca, silenciosa en su ofendida actitud de desdén; detrás él aventurero, sonriendo, convencido de que a los primeros mimos y vayas depondría ella su enfado. De vez en cuando y como apresurase el paso, murmuraba algo amable, galante, sobre la belleza de su silueta, la gracia de su   —52→   paso rítmico y resuelto y la ligereza juvenil de su andar.

Pero la Tardiente no le hacía caso; ni aun tan siquiera paraba mientes en sus palabras, poseída toda por una súbita y ardiente inquietud. Allí, en la terraza del Casino, había creído sentir unas pupilas, las de Pedro Antonio, fijas en ella. Fue como una sacudida eléctrica, un presentimiento, algo que no se solidificaba en un hecho concreto, sino que reducíase a un fluido magnético o a una rara telepatía. Inútil que sus ojos explorasen las tinieblas afanosamente, no logró ver nada. Sin embargo, la sensación de la presencia de aquel hombre perduraba, la perseguía, la obsesionaba. Ahora mismo creía oír pasos rápidos y silenciosos que le seguían. Por un momento la sensación fue tan clara y neta que se detuvo: pero los pasos, si los había, se detuvieron también y sólo pareciole percibir una respiración agitada que venía de la sombra.

Fritz, que se había aproximado a ella, creyendo en una reconciliación, murmuró:

-Ma cheri!

Candelaria impúsole silencio violentamente.

-¡Calla!

Siguió subiendo. El tendero se retorcía y escarpaba por entre admirables boscajes y floridos jardines de ensueño. Abajo veíase el mar, que espejeaba, todo de plata, en el beso lunar; arriba «Villa Salmacis»   —53→   aparecía infinitamente blanca en la blancura de los azahares.

Y Candelaria, concentrada en sí misma, hacía un cruel balance de su vida entera, de aquella vida en que el orgullo había sustituido al corazón. Sí; ahora veíalo claro; un orgullo inmenso, cruel, diabólico lo había hecho creerse mejor, más noble y fuerte, cuando estaba hecha de la misma miserable arcilla de los demás. Una sonrisa de sarcasmo crispó sus labios, y un infinito desdén, cruel e impío, por sí y por ellos, anegó su pensamiento. ¡Qué vergüenza y qué asco!... Eso era todo; ni dolor de contrición, ni pavura de atrición, ni pena ni compasión... asco y desdén florecían como espinas en el desnudo erial de su alma.

Llegaron; entró primero ella, luego Fritz, dejando la puerta abierta. Parada en el parterre, que presidía el templete, en que se alzaba la estatua de Eros Rey, la Tardiente ordenó con impaciencia:

-¡Cierra esa puerta!

Él echose reír:

-¡A ver si vas a tener miedo de los ladrones ahora!

Iba ella a hablar, a explicarse, pero súbitamente encogiose de hombros con un gesto rabioso de desdén ante la fatalidad inexorable.

Por las grandes puertas vidriosas, abiertas de par en par, penetraron en la alcoba.

Era una pieza decorada al estilo que Marie Antoinette   —54→   entronizara en el Trianon para jugar con la Lamballe y la Polignac a las pastoras, mientras el buen señor de Guillotin perfeccionaba su invento. Los muros eran grises, adornados con motivos pastoriles; los muebles de laca, gris también, con cojines de seda a rayas de flores rosas y azules; las puertas, altas y redondas, rematadas por sobrepuertas de pintados medallones de flores y frutas, entre las que jugaban desnudos amorcillos. Sobre la larga chimenea de mármol blanco veteado de negro, un busto de la Reina de Francia, delante de un gran espejo ovalado en su parte superior, que remataba un lazo, del que pendían dos guirnaldas de rosas.

Ante él fue Candelaria: ya allí, quitose el sombrero empenachado de plumas y atusose el pelo pintado. Fritz la alcanzó tratando de abrazarla y murmurando palabras de desagravio:

-¿Estás enfadada?, ¿no me quieres ya?... No seas cruel con tu cariño...

Pero ella parecía esperar algo, parecía tener los ojos fijos en invisible reloj en que iba a sonar una hora definitiva, una de esas horas que deciden nuestra vida.

Fritz insistió:

-¡Chiquita, cheri, qué guapa, qué guapa estás!

Sin quererlo cedía, vencida a la presión de los brazos amantes, iba a caer, a brindarle los labios, cuando vio retratarse en el espejo el rostro lívido de Pedro Antonio. Lanzó un grito:

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-¡Allí!

Volviose el hombre rápido y hallose frente a frente del marido que se erguía vengador, empuñando un revólver.

Hubo un momento de vacilación en que los dos parecieron dudosos de la aptitud que debían adoptar. Fritz Silva muy dueño de sí, avanzó un paso.

-Caballero, no es correcto...

Entonces Candelaria experimentó una rabia infinita, un odio rencoroso y exasperado que caía implacable sobre sí, sobre su marido, sobre su amante, que le hacía inexorable, impía, dura, insensible y con voz estragada apostrofole:

-¡Pero tira cobarde! ¡Es mi amante!

Brilló un fogonazo, sonó un tiro y Fritz desplomose inerte, bañado en sangre, a los pies de su querida.





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