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ArribaAbajo- XIII -

Nada habia cambiado la situacion del caserio desde la llegada de doña Blanca. Maria seguia en su estado alarmante sin que pudiera esperarse el menor alivio mientras no calmase la violenta calentura que la devoraba. Los tiernos cuidados de doña Blanca, lejos de calmar su delirio, lo fomentaban, porque la enferma considerándola algunas veces como su dichosa rival, y otras como enemiga del reposo de su idolatrado D. Fernando, se exaltaba al dirigirla la palabra, haciendo sufrir á la dama pesares desconocidos hasta entonces en su apacible existencia.

Cuatro dias llevaba doña Blanca al lado del lecho de la enferma, sin que durante este trascurso, hubiese disfrutado un momento de reposo. El padre Anselmo y Diego habian empleado inauditos esfuerzos para separarla del lecho de Maria sin el menor resultado, porque la dama que la amaba como una hermana, y que se acusaba á sí misma del estado doloroso en que se hallaba, le parecia leve expiacion lo que sufria á su lado, para purgar el desvio con que habia correspondido al amor de D. Fernando, desvio que habia dado pábulo á la ciega pasion que la huérfana albergaba en su pecho.

Doña Blanca de Cabezon habia sufrido en aquellos cuatro dias una completa trasformacion. El estado de Maria le habia mostrado á D. Fernando Alfonso de Zamora bajo su verdadero aspecto. No podia ser un hombre vulgar, el que inspiraba una pasion tan insensata. Blanca lo advirtió tarde, y esta era una de las expiaciones que estaba sufriendo. Conocia que su imprevision la habia arrojado arrojado en un abismo; que la tierna simpatia que le habia hecho sentir D. Fernando se despertara con vehemencia en su corazon, y que tenia celos del amor de la huérfana. La situacion de la dama no podia ser mas violenta. Su pasion crecia á medida que la enferma hacia conocer la intensidad de la suya. ¡Cuánto sufria doña Blanca al oir las palabras que á aquella arrancaba el delirio! ¿Qué hombre resistiria á una pasion semejante? La dama se estremecia á la sola idea de que D. Fernando Alfonso de Zamora leyese en el corazon de la desgraciada huérfana.

Diego apenas salia del caserio desde que su hermana se hallaba enferma. El padre Anselmo tambien habia abandonado á sus protejidos para ocuparse solo de aquella. El cirujano que casi á todas horas se encontraba á la cabecera de su lecho, habia declarado ya el primer dia que la afeccion moral de la huérfana era mas alarmante que la física. Como lejos de aminorar se agravaba, dijo al ermitaño que solo la presencia de D. Fernando Alfonso de Zamora podria contener los progresos del mal. El padre Anselmo conocia la justicia de esta observacion; pero no se atrevia á llamar al caballero, no tanto por ignorar el punto en que se hallaba, como por no dejarle conocer lo que pasaba en el corazon de la huérfana. Fluctuando, pues, entre la salvacion de esta y su reposo, dejó pasar cuatro dias hasta que la enfermedad presentó un carácter verdaderamente alarmante. El cirujano desconfiando de todos sus recursos, volvió á insistir en que se llamase á D. Fernando, y el padre Anselmo convencido de que Maria sucumbia, se resolvió á buscar al caballero en el lugar en que se encontrase. Afortunada mente, tuvo noticia aquella tarde de la llegada del rey D. Pedro á Valladolid, y sin detenerse á reflexionar un momento, despachó el mensaje que hemos visto, esperando á D. Fernando como si fuese un ángel salvador. Diego que habia aprobado este último recurso, esperaba tambien al caballero con la mas viva ansiedad. Solo doña Blanca, ignoraba el partido extremo que acababa de adoptarse. Sentada junto al lecho de la enferma, se habia quedado aletargada hacia algunos instantes.

Era ya media noche. Una bujia alumbraba la estancia que daba paso á la alcoba de la enferma. Doña Blanca se habia al fin quedado profundamente dormida. El padre Anselmo se hallaba sentado á los pies del lecho, y Diego á la puerta de la alcoba dispuesto á acudir á donde le llamasen.

La respiracion de la enferma era lenta y fatigosa. Su delirio habia calmado; pero el desfallecimiento la tenia aletargada. De vez en cuando un suspiro ahogado salia de su pecho, al mismo tiempo que sus lábios se abrian para pronunciar un nombre que no podia olvidar en medio de su delirio. Sin embargo, hacia mas de una hora que solo se percibia su agitada respiracion.

El padre Anselmo siempre atento al menor movimiento se levantaba para examinar su rostro, y tocar su frente. Diego, temblando de emocion, se acercaba tambien, alguna vez, pero solo para imprimir un beso en la pálida mejilla da su hermana.

El silencio profundo que rodeaba al caserio, fué interrumpido de repente por el ruido de dos caballos al trotar sobre el pavimento de piedra que rodeaba la fuente del caserio.

El padre Anselmo y Diego se levantaron por un movimiento instantáneo.

-Ahí está! dijeron á una voz.

-Diego; condúcele á tu aposento, que allí voy ahora á buscarle.

El ermitaño examinó otra vez á la enferma y viendo que seguia aletargada, salió de la alcoba enjugando una lágrima. Al llegar al corredor encontró á D. Fernando Alfonso de Zamora que en aquel momento subia la escalera llevando de la mano á Diego.

-Vuelve á su lado, dijo el ermitaño á éste, porque la enfermera no ha despertado, y pudiera pedir alguna cosa la enferma.

Diego apretó tiernamente la mano del caballero, y volvió al lado de Maria mucho mas tranquilo, porque creia que D. Fernando Alfonso de Zamora era el ángel salvador de su hermana.

El padre Anselmo se encerró con el caballero en el aposento de Diego.

-Antes de nada, abrazadme, hijo mio; dijo el anciano derramando lágrimas de gratitud al ver la presteza con que el jóven habia acudido á su llamamiento. Gracias por vuestra bondad y por vuestra diligencia en obedecer al ruego del padre Anselmo. El cielo os premiará, hijo mio!

-¡Oh! Dejaos de eso ahora. Decidme que es lo que sucede. Maria está enferma.

-Sí, ó moribunda, porque yo desconfio de su salvacion.

-¡Dios mio! En tan breve plazo! ¿Pero qué ha sentido? ¿Qué enfermedad es esa que hace tan rápidos estragos?

-Una voraz calentura que la encamina al sepulcro. Sin embargo, ahora que estais aquí no desconfiamos de salvarla.

-Acaso yo...

-Sentaos, D. Fernando; os lo ruego. Voy á hablaros con la sinceridad que ya os he mostrado otra vez.

D. Fernando se sentó en un sillon al lado del ermitaño. Este prosiguió.

-Ya conoceis el triste porvenir que espera á los dos huérfanos. Su situacion empero, es hoy mucho mas alarmante que cuando os habeis alejado, porque están sufriendo las consecuencias de una desgracia tan terrible como inexperada.

-¡Una desgracia! ¡Oh! Por el cielo, nada me oculteis. El porvenir de Diego y de su hermana me pertenece; bien lo sabeis.

-No buscaré rodeos para revelaros... lo que siempre debisteis ignorar. Pero el cielo lo ha dispuesto de otra suerte.

-¿Qué decís? Vuestras palabras misteriosas me confunden.

-Don Fernando, sois un caballero, y no abusareis por cierto del secreto que voy á revelaros. Esta seguridad no me permite vacilar ¿Quereis averiguar el origen de la enfermedad que lleva á Maria á los bordes del sepulcro?

-Sí, sí.

-Pues bien, la causa sois vos.

-¿Yo?

-Vos, D. Fernando. Maria os idolatra.

-¡Cielos! ¿Qué escucho? Maria...

-Maria sucumbe víctima de la pasion mas desgarradora.

-¡Oh! Es imposible. Estais alucinado, padre Anselmo.

-¡Pluguiera el cielo que estuviese equivocado!

-No comprendo esa pasion. Maria siempre me ha profesado la ternura de una hermana.

-Pues hoy os adora por su desgracia y por la mia tambien. Don Fernando, os ruego que no contribuyais á que aquí se anatemice vuestro nombre:

-Qué, osais sospechar, señor? dijo el caballero levantándose vivamente.

-Nada, D. Fernando; no me habeis comprendido. He querido deciros que debeis contribuir á remediar el mal que habeis causado, aunque sin advertirlo.

-¿Y podeis dudarlo? Disponed lo que gusteis; D. Fernando Alfonso de Zamora es vuestro, y sacrificará gustoso su vida por devolver á estos jóvenes el sosiego que en mal hora les he arrebatado. Vamos, ¿qué exigís, padre Anselmo?

-Lo ignoro; solo sé que vuestra presencia al lado de la enferma obrará un milagro.

-Si no deseais mas que eso, podeis contar con que no me separaré de su aposento hasta que haya recobrado la salud.

-¿Y el rey?

-El rey sabe que aquí cumplo con uno de mis deberes mas sagrados.

-Basta ya; dijo el padre Anselmo levantándose, encargaros mas, seria ofenderos. Ya sabeis como caballero cual es vuestra mision al lado de la huérfana.

-No; no la olvidaré.

-Ahora, os ruego que espereis un momento. Es preciso, que yo la prepare. Una sorpresa pudiera serla fatal.

-Id, que yo á todo me someto gustoso con tal de mostrar á todos el agradecimiento que se alberga en mi pecho.

El padre Anselmo volvió al aposento de la enferma y los halló en el mismo estado. Doña Blanca rendida por el cansancio, aun dormia apoyando la cabeza sobre el lecho de Maria, y Diego velaba á su lado.

-Acompaña á D. Fernando hasta que yo os llame, le dijo el ermitaño.

Diego salió al momento dejando solo al padre Anselmo, porque doña Blanca en aquel estado no podia interrumpirles. Maria, aunque aletargada, continuaba suspirando y haciendo algunos movimientos. El padre Anselmo se acercó.

-¡Maria! gritó cariñosamente á su oido.

La jóven abrió los ojos.

-¿Quién me llama? dijo con voz apagada.

-¿No me conoces, hija mia?

-Sí, sois el padre Anselmo...

-Vengo á comunicarte una nueva muy grata para ti.

La enferma meneó la cabeza tristemente, y dos lágrimas asomaron á sus ojos. El anciano conmovido, guardó silencio algunos instantes.

-Sí, es una nueva que será de tu agrado.

-Decid.

-Don Fernando...

Maria hizo un poderoso esfuerzo para incorporarse así que oyó pronunciar este nombre.

-¿Qué decís?

El padre Anselmo la contempló con asombro. El rubor, el placer ó el amor, habian transformado por un momento el pálido semblante de la enferma.

-D. Fernando no está en Búrgos, prosiguió mirándola fijamente.

-¿Y donde se encuentra?

-Muy próximo á este lugar.

La enferma volvió á hacer otro movimiento devorando con la vista al ermitaño.

-¿Donde está?

-En Valladolid, hija mia.

-¡En Valladolid! ¡Oh! Si él supiera... tal vez...

Y Maria se cubrió el rostro con las manos despidiendo algunos suspiros ahogados.

-Ya ves, prosiguió el ermitaño, estando tan próximo es fácil que un dia nos sorprenda con su visita.

-Vendrá tarde, balbuceó la enferma sollozando.

-¿Lloras, Maria?

-Sí, porque no volveré á verle.

-¿Desconfias acaso de tu curacion?

-Solo Dios puede obrar un milagro.

El anciano se estremeció, y dos lágrimas vinieron á humedecer sus mejillas. Sus fuerzas se agotaban al ver el desaliento de la enferma.

-Por el cielo, hija mia; no nos atormentes con tan fatal pronóstico.

-Os lo repito; no volveré á verle.

-Te engañas.

-¡Oh! Me atrevo á jurarlo.

-¡Te engañas! ¡te engañas! repitió el ermitaño con exaltacion.

Maria le dirigió una mirada apagada, y no pudo menos de advertir su emocion.

-¿Qué teneis, padre mio?

-Nada; tus palabras me conmueven. ¿Por qué esa desconfianza en el porvenir?

-¿Y por qué vos afirmais que he de volver á verle?

-¿Por qué? ¡Oh! Abrigo un presentimiento que me anuncia la próxima llegada de D. Fernando.

-¡Oh! Os comprendo, padre mio. Quereis alucinarme con una esperanza ilusoria.

-No, no; ¿te he engañado alguna vez?

-¡Y bien! ¿Qué es, pues, lo que me anunciais?

-Que don Fernando...

-Proseguid, dijo la enferma con ansiedad extendiendo sus manos suplicantes.

-No tardará en llegar.

-¿A dónde?

-A Cabezon.

-¡Dios mio! ¡Dios mio! Si fuese cierto, volveria á la vida.

-¡Alienta Maria! Es preciso que no te encuentre en este estado.

-¿Pero vos quereis matarme?

-¿Qué dices, infeliz?

-¿No veis que un desengaño me daria la muerte?

-¿Dudas, Maria?

-Sí, sí, hasta que le vea á mi lado.

-Pues que desaparezcan tus temores. D. Fernando estará aquí muy luego.

-¿Por qué lo sabeis?

-Le he dado aviso de tu estado y...

-No vendrá.

-Ya está aquí.

Maria al oir estas palabras, despidió un grito tan penetrante, que despertó azorada á doña Blanca.

-¿Qué hay? preguntó alarmada poniéndose en pie.

-Tranquilizaos, dijo el ermitaño; acabo de anunciar á Maria la llegada de D. Fernando Alfonso de Zamora.

-¡Cielos! ¡D. Fernando en Cabezon! ¿Pues no se hallaba en Búrgos con el rey?

-Sí; pero hoy llegarán los dos á Valladolid, y D. Fernando al saber que Maria se halla enferma, viene á prodigarla los mismos auxilios que de ella recibió en un estado semejante.

Doña Blanca se extremeció, y su semblante se cubrió de mortal palidez.

-¡Dios mio! murmuró. ¿Qué vá á ser de mí?

Maria en el interin estaba como desvanecida sin saber lo pasaba á su alrededor. La nueva de la llegada de D. Fernando la habia reanimado de un modo fabuloso. Los latidos de su corazon la anunciaban que aun habia mucho vigor en aquel cuerpo debilitado por el infortunio.

-Sosiégate, hija mia, dijo el ermitaño cogiéndola una mano y oprimiéndola contra su pecho. Su presencia debe ser para ti un bálsamo consolador, ya que tanto le amas.

-¡Oh! ¡Vos aun, no lo sabeis, padre mio! dijo con una expresion que aterró á doña Blanca.

-Mucho debemos agradecerle, prosiguió el ermitaño. Al saber que estabas enferma abandonó al rey y á los suyos, para venir á ofrecerte sus cuidados.

-Continuad, padre mio, continuad. Me estais dando la vida.

-Aun no hace cuatro horas que llegó á Valladolid, y ya está á nuestro lado.

-Pero... ¿ha venido? preguntó la enferma derramando un torrente de lágrimas.

-Sí; acaba de llegar con el mensagero que le dió aviso de tu estado.

-¿Y quién se lo envió?

-Tu hermano y yo.

-¿Cuándo?

-Hoy al anochecer.

-¿Y ya está aquí?

-Sí.

-¡Oh! ¡Quiero verle!

-Le avisaré.

El ermitaño salió de la estancia con paso tan presuroso, como si comenzase la agilidad de sus primeros años.

Maria al verse sola con doña Blanca, recordó la crítica situacion en que las dos iban á encontrarse.

-Perdonad, doña Blanca, la dijo; pero vos que no le amais no me negareis el consuelo que viene á prodigarme.

-¡Que el cielo le bendiga si llega á salvarte! dijo procurando contener su agitacion.

Los papeles se habian cambiado. Entonces doña Blanca pedia para Maria, lo que esta en vano habia solicitado de aquella. Ambas amaban á D. Fernando; pero sin la menor esperanza.

Doña Blanca despues de enjugar algunas lágrimas, que ocultó á Maria, volvió á sentarse á su lado.




ArribaAbajo- XIV -

El padre Anselmo llevando de la mano á D. Fernando Alfonso de Zamora, penetró en el aposento de la enferma, temblando de emocion. Diego les seguia en un estado de agitacion dificil de explicar. Aquella entrevista iba á decidir de sus destinos.

Doña Blanca, al sentir en la próxima estancia el ruido producido por los que se acercaban, casi se ocultó entre los grandes pliegues de las cortinas que rodeaban el lecho de Maria. Esta, agitada por mil diversas sensaciones, miraba con ojos extraviados los objetos que rodeaban. Una de sus manos procuraba contener los violentos latidos de su corazon, y con la otra enjugaba algunas gotas de sudor que corrian por su frente.

-¡Maria! ¡Maria!! exclamó D. Fernando con acento apasionado apoderándose de sus manos y besándolas con una expresion que hizo extremecer á doña Blanca.

-Sois vos, D. Fernando! ¡En que estado me encontrais!... dijo derramando algunas lágrimas.

-Aun llego á tiempo para salvaros.

Maria, al oir estas palabras, elevó sus ojos al cielo y luego cruzando sus manos sobre el pecho pareció recitar una oracion. Don Fernando no quiso interrumpirla. Con una profunda mirada examinó á la jóven, preguntándose admirado cómo habia podido contemplar indiferente hasta entonces tanta belleza. Maria, á pesar de la huella terrible que habla impreso el sufrimiento en su rostro, hubiera inspirado celos en aquel estado á la dama mas hermosa de Castilla.

-Don Fernando, dijo con emocion, aun no os he preguntado por vuestra herida.

-Gracias á vos, Maria, ya se halla cicatrizada. Ahora solo debemos pensar en las vuestras.

-¡Dios mio! ¿Tengo acaso algunas? dijo mirándole fijamente.

-Sí por cierto. Si os hallais gravemente enferma, es porque el mal os ha herido y debemos combatirlo. Ocuparé, pues, el lugar que conservabais á mi lado.

Y D. Fernando se apoderó del sillon en que hasta entonces habia estado sentada doña Blanca.

-Señor, os ruego que no abrigueis semejante idea. Retiraos á descansar, por que debeis estar fatigado de la jornada.

-Para el soldado no hay descanso, sino cuando disfruta de alguna tregua. Vos que lo necesitais, no os ocupeis de mí. Obrad como si no estuviese aquí.

-¡Imposible! murmuró la jóven oprimiendo el corazon con sus manos.

-A vuestro lado pasaré el tiempo que esteis enferma, atento siempre á vuestra voz, como vos os hallabais cuando yo sufria en el lecho del dolor.

-¡Oh! Solo por no molestaros, creo que lo abandonaré muy luego.

-Tanto mejor; así sufrireis menos. Sin embargo, recuerdo ahora que cuando yo os hablaba de lo mucho que os molestabais por mí, en lugar de confesarlo, me regañabais para que me ocupase de otro asunto.

Maria bajó los ojos ruborizada, para ocultar la alegria inefable que le producian las palabras de D. Fernando.

-¿Y habeis abandonado al rey?

-Sí; para venir á vuestro lado.

Una lágrima asomó á los párpados de la enferma, y que hizo brillar la alegria en el semblante de Diego y del padre Anselmo. Don Fernando que lo advirtió como aquellos, sintió latir su corazon bajo una impresion desconocida. Aquella pasion tan noble y tan pura que revelaba el triste aspecto de la enferma, habia trasformado á D. Fernando de tal modo, que empezaba á considerarla bajo otro aspecto.

-¿Y cuándo regresais á Valladolid? preguntó Maria asustada ya á la idea de otra separacion.

-Cuando os halleis restablecida.

-¿Y si se emplea mucho tiempo?

-No importa.

-El rey se enojará y perdereis su gracia.

-El rey sabe que estoy á vuestro lado, y aunque no volviese á verle en dos meses, lejos de enojarlo, le proporcionaria un placer.

Diego y el padre Anselmo, al escuchar esta respuesta no pudieron menos de considerar con asombro al caballero. La huérfana no procuraba ocultar su sorpresa, y D. Fernando, al advertirla, se sonrió ligeramente.

-D. Pedro, prosiguió, sabe que os debo la vida, y si hubiera vacilado un momento en acudir á vuestro lado, cuando recibí aviso del estado en que os hallais, me hubiera retirado su gracia. El rey transige con un cobarde ó con un traidor, pero no perdona al ingrato. ¿Comprendeis ahora por qué no debo pensar en el tiempo que emplee á vuestro lado?

-Que el cielo bendiga á tan generoso monarca! digeron á una voz el padre Anselmo y el huérfano.

Maria no pudo responder, porque la emocion le embargaba su voz.

-En los primeros dias que pasé enfermo, prosiguió D Fernando dirigiéndose siempre á la enferma; érais inexorable conmigo, puesto que no me dejabais hablar. Ahora seguiré vuestro ejemplo. Os prohibo que abrais los labios sin mi permiso. ¿Obedecereis?

-Sí; todo lo que querais, dijo Maria ocultando la cabeza entre las manos, para ocultar las lágrimas de placer que bañaban sus megillas.

-Apruebo vuestro propósito, dijo el padre Anselmo apretando la mano del caballero y dirigiéndole una mirada indefinible para los que le rodeaban; pero que aquel comprendió al momento. Es preciso que la enferma repose, y vos tambien.

-Ya os he dicho que no saldré de aquí.

El ermitaño solo contestó con otra mirada de gratitud infinita. Don Fernando se acomodó en el sillon, y volvió á ocuparse de la enferma, que seguia con la cabeza oculta entre sus manos.

-Vamos pues, Diego, dijo al huérfano. Descansaremos en lo que resta de noche, para reemplazar mañana á este caballero.

-¿Y doña Blanca? ¿Donde se encuentra? preguntó el jóven dirigiendo la vista alrededor.

Al oir este nombre, Maria hizo un movimiento, y D. Fernando se incorporó en el sillon.

La dama que hasta entonces habia permanecido oculta entre las cortinas, asomó la cabeza por entre los pliegues y saludó ligeramente á D. Fernando. Este se levantó con presteza admirado de aquel encuentro inexperado. El rostro de doña Blanca estaba descompuesto y en él se reflejaban las sensaciones que le habian producido la entrevista de la huérfana con D. Fernando.

-Doña Blanca, dijo el ermitaño, podeis retiraros á descansar si gustais.

El anciano que sabia la posicion que ocupaba cada uno de los espectadores de esta excena muda, se alarmaba pensando en el giro que podia tomar un diálogo entre los tres, y así es que le pareció prudente retirar á doña Blanca ó á D. Fernando.

Maria al parecer se habia quedado dormida, porque apenas se percibia la respiracion de su pecho.

Doña Blanca vaciló un instante antes de responder. A pesar de su desvio, no le era indiferente el conversar algun tiempo con don Fernando Alfonso de Zamora.

-Ya sabeis que he descansado, dijo friamente, pero si este caballero es el encargado de velar á la enferma, me retiraré.

-Por el cielo, doña Blanca, respondió el ermitaño vivamente no vayais á imaginar que vuestra asistencia no es precisa, porque solo en pensarlo nos ofenderiais.

-No me habeis comprendido; he dicho que me retiraré si este caballero vela á la enferma.

-Sí, añadió Diego; pero no sentiriamos que le acompañáseis.

El ermitaño se mordió los labios y guardó silencio. Doña Blanca, que aun vacilaba, le contestó:

-Id á descansar, porque lo necesitais, y luego vendreis á relevar á uno de los dos. Fácil es que este caballero molestado por la jornada se quede dormido, y que en el interin se encuentre Maria sin enfermero á quien llamar.

-Perdonad, señora, dijo D. Fernando enojado; no acostumbro á faltar así á mis deberes, y no creí que hubiéseis formado de mí un juicio tan poco lisongero hasta el extremo de imaginar que soy capaz de entregarme al sueño estando vos á mi lado.

-Nunca olvidaré que sois tan galante como caballero, pero fatigado como os encontrais, nada tendria de extraño que el sueño os rindiese.

-Como gusteis, señora; vuestras palabras no deben ofenderme.

-¿Qué resolveis?, preguntó el ermitaño.

-Que velaré con este caballero.

El padre Anselmo contrariado con esta respuesta, desistió de su propósito de acostarse, y por el contrario, creyó que debia quedarse en la estancia para ver el giro de la entrevista de los dos jóvenes, al lado de la enferma, é interrumpirla si podia complicar el estado de esta. El ermitaño sabia que no estaba aletargada, como suponian los demás, y que por consiguiente escucharia todo lo que se hablase en la alcoba. Habiéndose, pues, despedido de D. Fernando y de doña Blanca, salió con Diego encargando á éste que se retirase á su aposento, mientras él se acomodaba en un banco de madera que habia arrimado á un extremo de la puerta que daba paso á la alcoba.

Sola doña Blanca con el caballero, se aproximó al lecho de la enferma para cerciorarse de que estaba profundamente dormida, y luego se dejó caer en un sillon. D. Fernando imitó su ejemplo volviendo á ocupar su asiento.

El ermitaño al través de la cortina, y en medio de la oscuridad que rodeaba la estancia en que se hallaba, vió el movimiento de doña Blanca, y un sudor frio empezó á bañar su frente. Un presentimiento le anunció en aquel instante que del resultado de la conferencia que iba á tener lugar al pié del lecho de la enferma, dependia la salvacion de ésta ó su muerte. Al principio, estuvo dispuesto á volver á entrar para evitarla con su presencia; mas al reflexionar en que aquella entrevista fijaria la verdadera posicion de don Fernando al lado de doña Blanca, y que el primero venia dispuesto á salvar á la enferma, á costa del mayor sacrificio, se resignó á pasar por aquella prueba tan terrible, dirigiendo al cielo una corta plegaria.

Doña Blanca, despues de acomodarse en su sillon, dijo á don Fernando.

-Caballero; bendigo la casualidad que aquí nos reune, porque me proporciona la ocasion de rehabilitarme á vuestros ojos.

Estas palabras derramaron un frio glacial en las venas del ermitaño. D. Fernando no tardó en contestar:

-Señora; no comprendo esa rehabilitacion, cuando no creo que hayais dado lugar á solicitarla.

-D. Fernando, prosiguió la dama con una ligera emocion; aun no hace dos meses que al salvarme de un peligro inmininente, cifrábais toda vuestra dicha en el amor de doña Blanca de Cabezon.

-Es cierto.

-¿Pensais hoy de la misma suerte?

-No.

Esta lacónica respuesta aterró á doña Blanca, y devolvió la calma al ermitaño.

Una leve oscilacion de la ropa que cubria á la enferma, hubiera indicado á un observador indiferente, que Maria, ó tomaba parte con su oido en esta conferencia, ó sufria estremecimientos producidos por algun sueño angustioso.

-De modo que solo habeis obedecido á vuestro corazon.

-Sí señora.

-¡Oh! Entonces no me amábais; porque si yo he sido esquiva con vos, debe servirme de disculpa la incertidumbre del estado de mi corazon.

-En este punto, el corazon no vacila, señora.

-Pues entonces diré, que el mio me ha engañado.

-Sí, porque no me amabais.

-No; porque ahora os amo.

El semblante de la dama reveló en aquel momento la llama que ardia en su pecho. D. Fernando se conmovió; pero al sentir la agitada respiracion de la enferma, mostró una indecision momentánea que doña Blanca no pudo comprender.

-¿Me habeis escuchado? preguntó ésta, tendiéndole una mano. Perdonad, don Fernando, añadió con una sonrisa que hubiera fascinado al hombre mas apasionado. Olvidemos nuestra pasada querella. Sed indulgente y juradme que no amais á otra.

-Es tarde, dijo don Fernando con seguro acento.

-¿Tarde? repitió la dama temblando de emocion.

-Sí.

-¿Por qué?

-¿No lo sabeis?

-¿Luego es cierto? Con que...

-Amo á otra.

-¡Dios mio! ¡Harto merecí esta humillacion!

Y la dama ocultó la cabeza entre sus manos derramando un torrente de lágrimas.

D. Fernando, impasible al parecer, vió silencioso aquellas lágrimas, que algunos dias antes le hubieran hecho el mas dichoso de los hombres.

El ermitaño seguia en pié, preguntándose si era juguete de una ilusion, porque no daba crédito á lo que estaba pasando á su lado.

-¡Oh! ¡Esto es un sueño! murmuró la dama. Habeis querido vengaros de mi desvio. ¿No es cierto, don Fernando?

-Os juro que jamás abrigué un pensamiento tan villano.

-¿Luego no me engañais?

-No.

-Pero ¿á quién amais?

-¿No lo habeis adivinado?

-No.

-Entonces teneis un velo en los ojos. ¿Qué os anuncia mi presencia en este sitio?

-¡Cielo santo! Amais...

-A Maria; á la desdichada huérfana, que ha sabido leer mejor que vos en mi corazon.

Dos gritos que formaron uno solo indefinible, hendieron los espacios, dejando á don Fernando petrificado.

El uno habia partido del lecho de la enferma, y el otro del pecho de doña Blanca.

D. Fernando se levantó agitado y fijó su vista llena de espanto en el lecho, y vió con asombro que Maria continuaba entregada al parecer á un sueño apacible y tranquilo.

El ermitaño, sacudiendo su inmovilidad, penetró en la alcoba, y el primer objeto que hirió su vista, fué el cuerpo de doña Blanca que se habia deslizado á los pies del lecho de Maria.




ArribaAbajo- XV -

-¿Qué sucede? preguntó el ermitaño como si nada hubiese oido.

-Ya lo veis, dijo D. Fernando algun tanto confuso, que doña Blanca se ha desmayado, vamos á socorrerla.

El ermitaño la cogió en sus brazos y volvió á sentarla en el sillon dándole aire con el sombrero del caballero. Este, preocupado con la excena anterior, se esforzaba en vano para comprender el origen de la transformarcion que habia sufrido doña Blanca. No podia dudar que Maria habia influido mucho en la tierna actitud con que acababa de presentársele; pero un cambio tan completo y tan rápido, no se concebia por el solo esfuerzo de la huérfana. Don Fernando veia en esto un misterio que no podia esplicarse.

Merced á los cuidados del ermitaño, doña Blanca recobró los sentidos, y dirigiendo al rededor una mirada vacilante, se cubrió el rostro con las manos. Acababa de recordar la excena anterior, y el orgullo ofendido, el amor contrariado, y todas las sensaciones que pueden agitar á la mujer, se reflejaron en su aspecto, colocándola en una de las crisis mas terribles.

Don Fernando, desvanecida la primera impresion, volvió á tomar asiento y á cuidarse de la enferma. Esta continuaba en el mismo estado, entregada al parecer á un sueño tranquilo.

-Podiais descansar algunas horas, dijo el ermitaño á doña Blanca.

-Sí, ahora lo necesito.

-Apoyaos en mi brazo.

Las piernas de la dama flaqueaban. Su estado conmovió al caballero.

-Si gustais, os acompañaré, dijo ofreciéndole la mano.

-No, quedaos, porque la enferma puede necesitar vuestros cuidados.

El caballero saludó sin responder y la dama, salió de la alcoba apoyada en el brazo del ermitaño.

Don Fernando volvió á sentarse quedando á poco rato entregado á una profunda meditacion. La creciente respiracion de la enferma le hizo cortar por un momento el giro de los pensamientos que le preocupaban.

Con la tierna solicitud de un padre se levantó para examinar el semblante macilento de la enferma. Dos lágrimas rodaban entonces por sus megillas, y algunos suspiros que salian de su pecho, indicaron al caballero que estaba dominada por algun sueño angustioso.

-Maria! dijo para despertarla de aquel letargo.

La jóven abrió sus ojos humedecidos por las lágrimas.

-¿Me llamais? preguntó con tierno acento.

-Sí; os he visto suspirar y creí que luchábais con algun sueño penoso.

-Soñaba sí, pero con una risueña ilusion.

-¿Os sentís mas aliviada?

-Sí, don Fernando, y ahora no desconfio de volver á recobrar la salud.

-Dichoso yo mil veces si con mis cuidados puedo contribuir á que disfruteis de tan precioso bien!

Maria no respondió, porque la emocion embargaba su voz.

-¿Se ha retirado doña Blanca? dijo despues de algunos momentos de silencio.

-Sí; el padre Anselmo la llevó á descansar.

-Hace ocho dias que no abandona mi lecho. Oh! ¡Con cuánta ternura ha velado á la pobre huérfana!

-Ocho dias! repitió don Fernando. ¿Y su familia no le ha reclamado?

-No, porque los señores de Cabezon siempre han considerado á los dos huérfanos como á sus hijos.

-Mucho la debeis porque no debe estar acostumbrada á estas vijilias.

-¿La amais todavia don Fernando? preguntó la huérfana.

-No.

-Tan presto la habeis olvidado?

Don Fernando hizo un gesto afirmativo, fijándose en el efecto que producia en el semblante de la enferma. Su seno se agitó levemente y un ligero rubor cubrió su rostro.

-Pues ahora creo que os ama.

-Sí, gracias á vos, bella Maria; pero su arrepentimiento es tardio.

-¿Por qué?

-Cuando os halleis restablecida, dijo don Fernando con acento apasionado, os lo esplicaré.

-Maria inclinó la cabeza sobre su pecho, porque el acento del caballero la extaxiaba.

-Ahora solo debemos ocuparnos de vos, prosiguió don Fernando. Quiero que no tardeis en reponeros para que volvamos á dar nuestros paseos por el jardin, ¿os acoidais?

-Sí; pero como el rey os llamará...

La expresion candorosa de la huérfana al pronunciar estas palabras causó en don Fernando una impresion singular. A medida que la hablaba, descubria en ella nuevos encantos, que arraigaban mas y mas en su corazon el sentimiento que le inspiraba.

-Ya os he dicho que el rey no me llamará.

-Pero vos, ireis á buscarlo.

-Sí; cuando os deje completamente tranquila.

La huérfana no replicó, porque su tranquilidad, dependia de la estancia de don Fernando á su lado, y no queria manifestarlo.

Ya hacia una hora que los albores del nuevo dia iluminaban la estancia. Diego se habia levantado para reemplazar á don Fernando; pero éste se negó á abandonar á la enferma. Sin embargo, la necesidad de tomar algun refrigerio, lo obligó á pasar al comedor donde ya le esperaba el padre Anselmo.

Cuando hubo desaparecido, Diego besó á su hermana en la frente y le preguntó si se encontraba mejor.

-Sí, Diego, creo que mi vida ya no peligra; pero es preciso que desvanezcas algunas dudas que me acosan. ¿Quién ha llamado á don Fernando?

-El padre Anselmo y yo.

-Cuándo?

-Ayer por la tarde. Farfan salió en su busca al anochecer y le encontró en el alcázar con el rey.

-¿Qué dijo al mensajero?

-Que al punto saldrian los dos para Cabezon, y en efecto, don Fernando solo se detuvo para dar aviso á don Pedro de su partida.

-Oh! si fuese cierto... murmuró la jóven oprimiendo el corazon con sus manos. Diego! prosiguió con una animacion que sugirió á su hermano las mas risueñas esperanzas. Mi pecho no puede sostener el paso de una dicha tan infinita. Escúchame; voy á desalojarlo un instante. Sí, es preciso que tu me ilumines, porque creo que voy á perder la razon.

-Dios mio! si volverá á delirar! exclamó Diego al ver la agitacion de Maria.

-Sí; tal vez el delirio me ha mostrado esa ilusion embriagadora.

-Por el cielo, no me dejes entregado á la incertidumbre. ¿Qué es lo que te coloca en este estado de agitacion?

-Oh! Quiero esplicártelo, y al mismo tiempo no me atrevo. Me parece un sueño.

Diego, cada vez mas sorprendido, no se atrevia á respirar.

-Vamos, habla, dijo con ansiedad.

-Pues bien; te referiré mi sueño, porque no creo en la realidad de lo que he creido ver. Anoche, recordarás que dejaste aquí solos á don Fernando y á doña Blanca.

-Sí, y bien!

-Luego que os retirásteis, doña Blanca trató de sincerarse del desvio con que ha tratado á don Fernando, juzgando que yo estaba dormida.

-¿Y luego?

-Don Fernando se negó á escuchar su justificacion. Entonces doña Blanca se humilló y... solicitó su perdon...

La agitacion de la enferma crecia por instantes á medida que adelantaba en su relacion.

La ansiedad de Diego al ver el estado de su hermana, no conoció límites. Un presentimiento le anunciaba que la vista de doña Blanca, lejos de favorecerla, retrasaba su curacion.

-¿Qué contestó don Fernando?

-Oh! ¡No lo comprendí! murmuró la huérfana.

-La perdonó?

-Sí.

-Entonces se habrán reconciliado.

-No, porque don Fernando...

-Prosigue.

-Ama á otra...

-¿A otra? repitió Diego sorprendido.

-Sí.

-¿Su nombre?

-¿Quieres saberlo? preguntó la enferma con la vista extraviada levantando las manos al cielo, en una actitud indefinible.

-Sí, sí.

-Pues acércate; quiero que nadie mas que tú la conozca.

Diego se acercó temblando.

-Se llama... Maria! dijo la huérfana con voz apagada fijando en su hermano una mirada centelleante.

-Maria!

-Sí, tu hermana Maria!

-Oh! Es imposible! exclamó Diego agitado por mil diversas sensaciones.

-¿No es verdad que ha sido un sueño? preguntó la huérfana con los ojos arrasados en lágrimas. No; el cielo no puede conceder tamaña ventura á la huérfana de Cabezon.

-¿Pero has oido esa declaracion inexperada?

-Sí; pero en aquel momento yo deliraba.

-Infeliz! Hasta en sueños te hace sufrir ese hombre funesto!

-Oh! No lo llames así Diego, porque te aborreceria.

-¡Qué insensata pasion! El cielo nos castiga con rigor!

-Sin embargo; el sueño ha sido encantador, veia la expresion de su rostro que revelaba una ternura inexplicable. Recuerdo que al declarar que me amaba, doña Blanca despidió un grito desgarrador y se desmayó.

-Tranquilízate, hermana mia. Ahora que está á nuestro lado debes ser mas prudente, y no dar lugar á que conozca el estado de tu lacerado corazon. Tampoco debe ocuparte la idea de que es amado de doña Blanca. Esta lo ha despreciado, y los hombres como don Fernando, no perdonan á las damas tamaña ofensa. Creo, pues, que la ha olvidado y que estará curado de su pasion.

Diego que á pesar de sus protestas, abrigaba temores desde que doña Blanca y don Fernando se hallaban reunidos, salió presuroso de la alcoba para referir al ermitaño el sueño de su hermana. El padre Anselmo no habia perdido una sola palabra de la conferencia de la noche anterior, y estaba agitado al considerar que Maria se hallaba en el mismo caso, y que teniendo noticia del amar de don Fernando, el exceso del placer la haria retroceder en su curacion. El ermitaño abrigaba ademas otro recelo. No creia en la pasion de don Fernando por la huérfana, y autribuia su declaracion al deseo de humillar á doña Blanca. Tampoco concebia que hubiera olvidado á esta por completo. Sospechaba sí, que la amaba con el mismo entusiasmo y que por no complicar la situacion de la enferma, la ahogaba en su pecho. El ermitaño, conocia los sentimientos del caballero, para no ver en la entrevista de la noche anterior, un propósito de corresponder dignamente á la noble mision que de aquel habia recibido al salir de Valladolid. Fluctuando, pues, en un mar de conjeturas, el ermitaño no acertaba á comprender la verdadera posicion de don Fernando al lado de doña Blanca, y resolvió dejar á los acontecimientos el encargo de fijarla de un modo estable. La relacion, pues, de Diego, no pudo menos de tranquilizarle. Juzgando Maria que todo habia sido un sueño, estaba ya libre del cruel desengaño que pudiera recibir en caso de que don Fernando hubiera engañado á doña Blanca al hablarle del nuevo objeto de su amor.

El caballero, despues del desayuno, saludó á doña Blanca, y rogó al ermitaño que lo siguiese á otro aposento. El padre Anselmo no dudó de que iba á hablarle de la conferencia de la noche anterior, pero se engañó.

-Padre mio, le dijo; ahora que la enferma nos concede alguna tranquilidad, voy á comunicaros una nueva que os interesa. El rey desde Valladolid vendrá á Cabezon, y el proyecto que le impulsa á hacer este viaje, me inquieta por vos y por los señores del castillo.

-¿Les amenaza algun peligro?

-Sí; don Pedro viene á sitiar el castillo de Cabezon. Es preciso que aconsejeis á don Rodrigo que no haga resistencia.

-¡Fatal contratiempo! murmuró el ermitaño. Don Rodrigo se resistirá, porque es partidario fiel del conde de Trastamara.

-Rogadle que no empeñe una lucha que le será funesta. Don Pedro no cederá aun cuando peleasen contra sus gentes todos los elementos.

-Pues Rodrigo de Cabezon se encuentra en el mismo caso No se rendirá sin lidiar.

-Entonces ha terminado mi mision conciliadora.

-Mucho agradezco vuestro generoso propósito; pero desconfio de que se realice. Hablaré á don Rodrigo, y si escucha mis consejos, no se resistirá á don Pedro.

-No debe vacilar, dijo don Fernando, porque el rey no se propone castigar su adhesion al bastardo.

Diego entró en el aposento para dar aviso de la llegada del cirujano.

-Vamos pronto, dijo el padre Anselmo.

La alcoba de la enferma aunque espaciosa, estaba ocupada en aquel momento por los sirvientes del caserio que entraban siempre con el cirujano para saber el estado de Maria. Doña Blanca estaba sentada en el mismo sillon que habia ocupado la noche anterior, su semblante pálido y macilento, revelaba largas horas de tristes meditaciones y de grande insomnio. Don Fernando, siempre galante, la saludó al entrar, y fué á ocupar su sillon. El cirujano no le habia visto, porque le daba la espalda examinando á la enferma. El padre Anselmo tambien tomó asiento, y Diego quedó en pie en el umbral de la puerta.

-¿Cómo encuentra á la enferma el buen hidalgo? preguntó don Fernando sonriéndose.

El cirujano al oir esta voz, soltó con presteza la mano de Maria, y se volvió bruscamente para ver á su interlocutor.

-¿Qué veo? exclamó apoderándose de las manos de don Fernando. ¡Mi protector!

-¿Por qué os sorprende? Estoy quejoso de vos.

-De mí, señor?

-Sí, de vos. Ayer cuando fuisteis á buscar vuestra ejecutoria, Maria estaba enferma y nada me habeis dicho.

El cirujano bajó la cabeza confundido.

-Pero os perdono, prosiguió don Fernando; porque olvidariais al mundo entero antes que dejar de recojer el dichoso pergamino.

-Perdonad, señor...

-Vamos. ¿Cómo se halla la enferma?

-Muy bien.

-¿Está fuera de peligro? preguntó á su oido el caballero.

-Sí señor, respondió el cirujano.

-Eso es lo que interesa. Lo demás, no debe ocuparnos. Ya lo sabeis, amigos mios, prosiguió dirigiéndose á los sirvientes del caserio, Maria se encuentra fuera de peligro.

-Despejad, añadió Diego haciéndoles una seña con la mano.

-Venid, dijo el ermitaño al cirujano, tengo que consultaros.

-¿Habeis descansado, doña Blanca? preguntó Maria con tierno acento.

-Sí, he dormido algunas horas.

-Anoche cuando desperté no os hallabais á mi lado, y supuse qué estariais reposando.

-La fatiga me rindió.

-Ahora, que gracias al cielo, me encuentro mas aliviada, todos podeis descansar. ¿Y vos, don Fernando, habeis velado toda la noche?

-Sí, y por cierto que vos la habeis pasado muy tranquila.

Maria no respondió. No podia dudar que todo habia sido un sueño. Si doña Blanca habia estado recogida toda la noche, su conferencia con don Fernando, era una ilusion producida por el estado de agitacion en que se hallaba. La enferma al hacer esta reflexion, suspiró, y contempló á los dos jóvenes tristemente.

Doña Blanca que desde la salida del cirujano y del padre Anselmo se encontraba en una posicion embarazosa, aprovechó el primer medio que se le ocurrió, para abandonar la alcoba sin llamar la atencion.

-¡Maria! dijo el caballero cuando estuvieron solos; si no nos engaña el pronóstico del cirujano, muy luego estareis en posicion de correr por el bosque.

-Lo deseo por vos. Me entristece que un caballero como vos, esté perdiendo aquí un tiempo tan precioso que debia emplear en servicio del rey.

-No os ocupeis del rey, dijo apoderándose de una de sus manos y besándola con pasion.

La enferma se estremeció. Un fuego devorador circuló por sus venas al sentir el contacto de los labios del jóven.

-¡Dios mio! ¡Aun teneis calentura! dijo este soltando la mano.

Maria se sonrió con una expresion angelical.

-Esta calentura no debe alarmaros, porque es mi existencia.

-Vuestra mano abrasa, y conozco que no me tranquiliza vuestra respuesta.

-La calentura que ahora os inquieta, es solo un pálido reflejo de la que me ha postrado estos dias. Pero al fin, ya la hemos vencido. ¿No lo advertís en mi respiracion?

-Sí, es mas tranquila que ayer.

-Solo la debilidad que me domina, puede retenerme algunos dias mas en el lecho. Y puesto que me encuentro tan aliviada, voy á ocuparme de vos.

-No, no; solo debeis pensar en vuestra salud, tan preciosa para los que os rodean.

Maria guardó silencio algunos instantes no atreviéndose á abordar la cuestion que la preocupaba desde la noche anterior.

-¿Habeis hablado á doña Blanca? dijo con tono resuelto no pudiendo dominarse por mas tiempo.

-Sí.

-¿Y desconfiais aun de su amor?

-Maria; os ruego que no hableis de ella. Tendria que enojarme con vos, y esto no es posible.

-¿Enojaros?

-Sí; porque me habeis engañado.

Un hermoso rubor cubrió el pálido semblante de la jóven al oir esta respuesta. Su seno se agitó suavemente y su vista que hasta entonces no se habia separado del semblante del caballero, se fijó en el pavimento denotando la mayor turbacion.

-Sois un ángel, Maria; prosiguió D. Fernando con entusiasmo. Habeis querido evitarme un pesar sin advertir que las consecuencias de vuestro engaño serian fatales. Os perdono, sin embargo, porque me habeis proporcionado un bien que... satisface mis ensueños mas dorados.

-No os comprendo.

-¿Qué importa? Algun dia me explicaré.

La huérfana agitada por mil diversas sensaciones, no se atrevia á mirar de frente al caballero, temerosa de descubrir su secreto.

-Ahora debeis consideraros muy dichoso, puesto que la tenéis á vuestro lado. ¿No la habeis hablado de vuestro amor?

-No.

-¿Se muestra aun esquiva?

-Lo ignoro; pero lo que puedo aseguraros es que no me interesa.

-¡Cielos! ¿La habeis olvidado?

-¡Sí, porque... ya no la amo!...

Maria despidió una exclamacion de sorpresa y ocultó la cabeza entre sus manos para no manifestar su turbacion.

D. Fernando la dirigió una mirada de fuego que revelaba el estado de su corazon.

-¡Oh! murmuró sordamente; ¡soy indigno de un tesoro semejante!




ArribaAbajo- XVI -

Mientras D. Fernando Alfonso de Zamora se ocupaba de la huérfana de Cabezon, su antiguo rival D. Lope Alvar de Rojas hacia rápidos progresos en sus proyectos de venganza.

Merced á la astucia de Sancho el ballestero, la guarnicion del castillo de D. Rodrigo se componia de malandrines dispuestos á secundar los proyectos de D. Lope, en la forma que se les señalase. El mismo Sancho, vuelto á la gracia del Señor de Cabezon, dirigia el hilo de la trama que habia concertado con D. Lope.

Apenas nos hemos ocupado de este nuevo personage, y es preciso que acerca de su persona y de sus antecedentes ofrezcamos algunos detalles. Sancho, hijo de un oscuro villano de Cabezon, se habia educado en el castillo al lado del mayordomo del padre de doña Beatriz que profesaba á su padre una ternura paternal. Su estancia en el castillo habia pasado desapercibida, porque la humildad de su origen, solo le permitia alternar con los sirvientes del Señor de Cabezon. Su protector habia intentado darle una mediana educacion, con el propósito de que algun dia desempeñase su destino; pero Sancho solo pensaba en el arco y en la flecha, siéndole indiferente todo lo demás. Los ballesteros del castillo se entretenian en enseñarle su arte, y uno que la poseia como maestro, se encargó de darle toda la instruccion que habia recibido. Sancho no tardó en hacer progresos, y en demostrar que mas adelante seria tan diestro como su maestro.

En estos ejercicios se desarrollaron sus fuerzas físicas, y sus pasiones que eran vehementes, empezaron á mostrarle un camino que aun no habia conocido. Sancho se fijó en las villanas que acudian al castillo, y vió algunas que le hicieron olvidar la ballesta. Como era arrojado y audaz, luchó arrogante y triunfó de sus rivales. Este género de vida le halagaba mucho mas que el que habia observado hasta entonces; y á él se entregó mucho tiempo; pero algunas demasias que dieron lugar á amargas quejas, obligaron al Señor de Cabezon á encerrar al audaz villano para que calmase algun tanto sus deseos amorosos. Sancho no perdonó esta tregua ó mas bien este freno, y juró vengarse. Cuando salió del encierro se hizo mas prudente, aunque sin abandonar sus galanteos. Algunos encuentros que tuvo con sus rivales, volvieron á llamar la atencion de su Señor, y para castigarlos, mandó que le encerrasen de nuevo. Sancho retirado otra vez del palenque en que lidiaba con tanto ardor, vió crecer el ódio que le inspiraba su señor, y empezó á fijarse en los medios de venganza. Su prision fué mas larga que la anterior, porque este queria curarle radicalmente del afan de galantear á las hijas ó las esposas de sus vasallos.

El mayordomo del castillo seguia dispensando á Sancho la misma protecion. Habiendo, pues, intercedido, con su señor, logró devolverle la libertad, si bien con la promesa de renunciar á todo galanteo. Sancho volvió entonces á ocuparse del arco y de la flecha y á cazar en los bosques del castillo. Su señor cuando disponia alguna monteria, nunca se olvidaba de llevarlo en su compañia, y un dia tuvo ocasion de juzgar de su destreza. Desde entonces pareció olvidar sus antiguos errores y empezó á distinguirle con una marcada predileccion.

De este modo pasaron los primeros años juveniles de Sancho. Cuando cumplió treinta, conoció que el arco y la ballesta no habian podido amortiguar sus pasiones, y pensó de nuevo en satisfacerlas. Con este motivo se repitieron las mismas quejas, y los castigos fueron mas severos. D. Rodrigo le hubiera ya expulsado del castillo, á no contenerle el interés que inspiraba á su anciano mayordomo. Luego la destreza del ballestero, privaba á su señor de la mejor caza da sus bosques. Sancho atendia á los caprichos de sus galanteos, con el producto de las piezas de caza que vendia. D. Rodrigo, al saberlo, lo despidió, y algunos meses despues se presentó arrepentido, con su protector solicitando el perdon de aquel; perdon, que le fué concedido no sin grande esfuerzo. Desde entonces se hizo hipócrita, y satisfaciendo como nunca sus pasiones, engañaba á su señor hasta el extremo de que habia ya recobrado su gracia.

Sancho que estaba hastiado de sus galanteos con las villanas, recordó que su señora y su hija eran las dos damas mas hermosas de Castilla. No se le ocultaba que solo el pensarlo era un crímen; pero la inmensa distancia que le separaba de ellas, activó sus deseos de tal modo que el oscuro villano, á riesgo de satisfacerlos, se propuso aventurar la cabeza. El ódio que le inspiraba D. Rodrigo no se habia amortiguado, y considerando que este era un obstáculo invencible para la realizacion de sus deseos, se propuso reducirlo á la impotencia.

No sabia distinguir si doña Blanca era mas hermosa á su vista que doña Beatriz. Ambas le habian trastornado de tal modo, que no se fijó en la conquista de una, sino en la de las dos. Excusado será manifestar, que el ballestero solo confiaba en su destreza y en un crímen, para conseguir su objeto.

Desde su nueva vuelta al castillo se mostraba muy obsequioso con las dos damas. Sus mejores flores del jardin servian para adornar su aposento. Sancho no olvidaba todas las mañanas el ramillete que habia de presentarlas antes del desayuno. El deseo de que estos ramilletes fuesen los mas preciosos, lo hacian buscar las flores mas notables de que tenia noticia, sin reparar en su valor ni en la distancia que tuviera que atravesar para proporcionárselas. Pero como sus recursos eran muy limitados, tenia que apelar á la caza vedada, y siempre con la mayor prudencia. Sin embargo, á pesar del tino con que la hacia, fué sorprendido una vez por el guarda-bosque, y denunciado á D. Rodrigo. Este al verse engañado otra vez, despidió al ballestero del castillo jurando que no volveria á admitirlo. El mayordomo dejó trascurrir algunos dias para que se aplacase la cólera de su señor; cuando le vió mas tranquilo intercedió por su protegido. D. Rodrigo se mostró inflexible; pero el mayordomo le hizo comprender que Sancho era uno de los primeros ballesteros de Castilla, y que estando amenazado el castillo ya por D. Lopez Alvar de Rojas, y ya por los partidarios del rey D. Pedro, no debia despreciarse su ayuda. A pesar de estas reflexiones, D. Rodrigo se mostró severo, y solo las querellas de sus soldados con los de D. Lope de Manuel, que privaron al castillo de su guarnicion, y los fundados temores de un próximo asedio de parte del Señor de Rojas, pudieron obligarle á admitir al extraviado ballestero. Las damas que apreciaban sus obsequios, intercedieron tambien, y Sancho, sostenido además por el escudero del castillo, vió abiertas sus puertas, cuando mas lo necesitaba para la realizacion de sus proyectos.

Cuatro dias despues de la llegada de D. Fernando Alfonso de Zamora á Cabezon, el ballestero Sancho abandonó muy temprano el castillo de su señor para dirigirse al de D. Lope Alvar de Rojas. La noche anterior habia recibido un mensage de éste para que al amanecer fuese á verle, y Sancho no dudaba de que era llegado el momento de realizar sus proyectos. Los de D. Lope venian en su auxilio, y así es que los apoyaba con todas sus fuerzas. D. Lope, vengándose de D. Rodrigo, facilitaba á Sancho el medio de disponer de las dos damas. Si aquel hubiera podido sospechar el pensamiento que impulsaba á su cómplice, antes de solicitar su apoyo, lo hubiera colgado en la torre mas alta de su castillo. Pero como veremos mas adelante, era dificil el imaginar siquiera la magnitud del proyecto que abrigaba el ballestero.

Don Lope le esperaba hacia algunos instantes para adoptar el último plan con arreglo á las nuevas que le habian comunicado de Valladolid el dia anterior.

Cuando Sancho penetró en el aposento, hallábase el caballero tan preocupado, que no advirtió su llegada. Recordaba en aquel momento que D. Lope de Manuel no debia hallarse lejos, porque habiendo salido de Valladolid un dia antes de la llegada del rey á esta ciudad, debia haberle encontrado en el camino, ó cuando menos, recibir aviso de su venida. Obligándole en cualquiera de estos dos casos á retroceder ó á refugiarse en algun castillo. D. Lope abrigaba, pues, recelos de que se hallase dentro de los alrededores, y de que viniese de improviso á frustrar sus planes.

-Señor, dijo Sancho, despues de algunos momentos de silencio; ved que estoy á vuestro lado.

-Eres tú, Sancho! dijo recobrándose gradualmente. No he advertido tu llegada. Me ocupaba el paradero de D. Lope de Manuel. Si la venida del rey le hizo refugiarse en alguna parte, no estará lejos de aquí para combatir quizá nuestros proyectos.

-No conoceis á ese caballero. Partió de cabezon al recibir aviso de que el rey emprendia un movimiento hacia Valladolid, y el temor de encontrarse con su gente, le hizo abandonar á su aliado D. Rodrigo, dejándolo indefenso en su castillo. Si no pudo adelantarse al rey, se habrá ocultado; pero no con el deseo de prestar auxilio á D. Rodrigo, sino para alejarse con mas seguridad de este pais.

-Grandes temores me inspira, y solo podré tranquilizarme si no se difiere la ejecucion de nuestro plan.

-Eso depende ahora del rey. ¿Qué nuevas habeis recibido? ¿Se le espera?

-Sí, esta noche ó mañana debe hallarse en Cabezon.

-Entonces no podemos perder un instante.

-Veamos, ¿cuál es tu proyecto?

-Muy sensible señor. Así que el rey se acerque al castillo, lo defenderemos con vigor hasta el dia siguiente.

-Y despues?

-Os introduciremos dentro para que tengais una conferencia con D. Rodrigo y le anuncieis que vuestra venganza quedará satisfecha con la humillacion de verle vencido y humillado. Le direis que sus soldados van á abrir las puertas al rey para manifestarle que la cobardia de su señor no les permite defender por mas tiempo el castillo.

-¿No sabes lo que arriesgo dando ese paso?

-¿Acaso os inspira temor D. Rodrigo? Bien sabeis que en Cabezon no habrá mas señor que el ballestero Sancho.

-Bien; lo que interesa es hacerse dueño del castillo. Despues ya cuidaremos de la venganza.

-La guarnicion es nuestra. Se defenderá, si vos no disponeis que se rinda; cuando el rey se acerque al castillo, ya habremos acordado lo que deberá hacerse. Si quereis penetrar en sus muros, os introduciré hasta el mismo aposento de D. Rodrigo, y si por el contrario, llegado el momento de la venganza, optais porque yo le hable en vuestro nombre, lo haré sin temores ni recelos, porque entonces habré arrojado la máscara, mostrándole mi superioridad y mi deseo de humillar su arrogancia.

La expresion del ballestero al pronunciar estas palabras, era tan terrible, que D. Lope no dudó ya de llevar á término su venganza.

-Tienes razon; sobrado tiempo nos resta para obrar segun las circunstancias. El rey no tardará en llegar. ¿Está advertido don Rodrigo?

-No señor.

-¿Debemos darle aviso?

-No es prudente; para que el golpe le coja de improviso.

-Es que entonces se rendirá.

-Mal le conoceis, don Lope. El señor de Cabezon sucumbirá en la demanda pero no entregará el castillo.

-Luchando con fuerzas superiores como las del rey, no podrá resistir.

-Lidiará hasta el último trance.

-De modo que si á pesar de su grande esfuerzo, se facilita la entrada á su enemigo, la humillacion que sufrirá con esta derrota me vengará por completo.

-No lo dudeis; D. Rodrigo prefiere la muerte á la deshonra. Perdiendo el castillo que defiende á nombre de su señor, su lealtad quedará mancillada, porque nunca podrá demostrar que no fué cómplice en la traicion que proyectamos.

-Tienes razon; á pesar de que le aborrezco, conozco que es un leal castellano. Todo su orgullo se cifra en la fé jurada á D. Enrique, el sostener el castillo en su nombre. Si lo pierde, su descrédito es inevitable.

-Queda, pues, acordado que no daremos un paso hasta la llegada del rey.

-Sí.

-Y que vos me dareis aviso de cualquier otra determinacion que adopteis.

-Así lo haré.

-Pues que el cielo os guarde.

-Y á ti te acompañe.

El ballestero se retiró al momento, y D. Lope que no descansaba desde que veia la posibilidad de vengarse de Don Rodrigo, dispuso un nuevo viaje á Valladolid para enterarse por sí mismo del rumbo que iba á seguir el rey.

Al dia siguiente se presentó en el alcázar y preguntó por don Fernando Alfonso de Zamora. D. Lope ignoraba la partida de éste y su estancia en Cabezon. Un paje del rey, á quien dirigió la pregunta, no pudo contestarle, porque hacia algunos dias que no veia en el alcázar á D. Fernando; pero guió al caballero hasta el lugar en que moraba su escudero. Mendo solo conocia á D. Lope desde su desafio con D. Fernando, y aunque sabia que estaban reconciliados, no podia olvidar las heridas que recibiera su señor, y así es que no profesaba á su antiguo rival la mejor voluntad. Sin embargo, no vaciló en satisfacer todas sus preguntas.

-¿Con que se halla en Cabezon? repitió D. Lope admirado. ¡Y yo que vengo de allí y lo ignoraba!... Pero decidme. ¿Se dirigió al castillo?

-Lo ignoro; solo puedo deciros que ha sido llamado por el ermitaño.

-¿Por el padre Anselmo?

-Sí señor.

-Hé aquí un misterio que no comprendo, murmuró D. Lope. Sí; ahora comprendo el sentido de aquellas palabras del rey, en la noche de su llegada. D. Fernando sin duda se despidió para Cabezon, y D. Pedro le ofrecia reunirse allí con él. ¿Pero qué habrá motivado este viaje? ¿Con qué objeto le habrá llamado el padre Anselmo? ¿Y cómo se explica el proyecto del rey de partir para Cabezon? Este es un laberinto, cuya salida se me presenta algo oscura.

D. Lope conoció que era inútil interrogar al escudero, porque si estaba enterado de los secretos de su señor, se guardaria bien de confiarlos. Resolvió, pues, emprender la vuelta á Cabezon, y buscar á Sancho para que le aclarase este nuevo contratiempo. Antes sin embargo, procuró informarse de la salida del rey, y habiéndose asegurado de que aquella noche ó lo mas tarde al dia siguiente, se dirigiria á Cabezon, abandonó la ciudad impaciente, y ansioso por volver á conferenciar con el ballestero. Apenas llegó al castillo, cuando envió á llamar á Sancho por el emisario que los ponia en comunicacion. Una hora despues, se presentó el ballestero admirado de aquel llamamiento inexperado.

-¿Qué ocurre, señor? preguntó alarmado al entrar en su aposento.

-Acabo de llegar de Valladolid, y allí he sabido que D. Fernando Alfonso de Zamora ha sido llamado por el padre Anselmo, y que se halla en este lugar.

-Es cierto.

-Con este motivo recordé que la venida del rey á Cabezon procede del viaje que ha hecho D. Fernando. ¿Me explicarás este enredo?

-Muy fácilmente, señor. Ya sabeis que el padre Anselmo ama con una ternura paternal á los dos huérfanos del caserio. Maria se puso gravemente enferma, y dicen las gentes que adora á D. Fernando. El ermitaño, pues, llamó á ese para que viniese con su presencia á alentar á la huérfana.

-¿Y cómo has descubierto ese secreto?

-Porque doña Blanca está con Maria desde el dia que enfermó, y aun no la ha abandonado. Su madre vá á verla todos los dias, y yo suelo acompañarla. De este modo he sabido la llegada de don Fernando.

-De modo que nada debemos temer por este lado.

-Al contrario; si nuestros proyectos se realizan, Maria se llevará la gloria de haberlos apoyado. Su enfermedad ha sido para nosotros providencial, puesto que arrancó de Valladolid á D. Fernando Alfonso de Zamora, y la partida de éste, trae ahora consigo la del rey, y por consiguiente el cerco del castillo de Cabezon.

-Tienes razon; la huérfana nos ha prestado un beneficio inmenso.

-¿Y el rey?

-Sale esta noche ó mañana al amanecer.

-D. Rodrigo ya ha tomado sus medidas. Se está fortilicando en su castillo.

-¿Y quién le anunció la venida de D Pedro?

-El ermitaño, que sin duda lo habrá sabido por D. Fernando Alfonso de Zamora.

-De modo que no le cojerá desprevenido.

-Lejos de eso, está reparando los puntos que le parecen mas débiles. Desde que recibió el aviso, se ocupa de reclutar gente y no la encuentra á no ser que me envie á Valladolid, y esto no es oportuno sabiendo que el rey va á llegar de un momento á otro.

-¿Cuántos hombres de armas hay de guarnicion?

-Doce.

-¿Y con tan débil refuerzo piensa resistirse?

-Y venceria, señor, si nosotros no estuviéramos de parte del rey. El castillo de Cabezon es inexpugnable, y solo con doce hombres, teniendo provisiones en abundancia, se burlará del rey, y le obligará por el casancio á levantar el sitio.

-Sí, la fortaleza es muy importante, y se considera como una de las primeras del reino. Ahora, pues, que estoy tranquilo, retírate y no olvides que tan pronto como se presente aquí el rey, no me encontrarás sino en su real. Abandonaré el castillo para ofrecerle mi espada, pues ya cuenta con que en esta guerra he de ayudarle.

-Bien; nuestras conferencias se verificarán en el real de don Pedro.

El ballestero iba á retirarse; pero D. Lope le detuvo.

-Y doña Blanca ¿seguirá en el caserio mientras dure el asedio?

-No señor; hoy será trasladada á su castillo.

-Te hice esa pregunta porque no quisiera que corriese el menor peligro.

-Descuidad; yo velaré por su seguridad.

Y una sonrisa diabólica asomó á sus labios al pronunciar estas palabras.




ArribaAbajo- XVII -

El pronóstico del cirujano de Cabezon llegó á realizarse de tal modo que el padre Anselmo apenas daba crédito á sus ojos. La venida de D. Fernando Alfonso de Zamora habia trasformado á la huérfana. Desde el momento que se halló á su lado; aquella naturaleza débil y agobiada bajo el peso del infortunio, sufrió una reaccion inexperada. La lucha empeñada entre la vida y la muerte, se habia resuelto desde el momento en que Maria vió junto á su lecho á D. Fernando Alfonso de Zamora, despues de abandonar el servicio del rey. Una prueba tan elocuente del vivo interés que la inspiraba, fué suficiente para que su naturaleza, como si despertase de un profundo letargo, volviera á recobrar su perdido vigor.

Si D. Fernando al principio habia abrigado recelos respecto á la naturaleza del sentimiento que le unia á Maria, ahora que vamos á verle otra vez, conoce el verdadero estado de su corazon. Ama á la huérfana con fervor, porque comprende que ninguna mujer puede corresponderle con mas abnegacion y mas intensidad. Los dias que ha pasado al velarla en su lecho del dolor, los ha empleado en descubrir todos los tesoros que encierra su alma. D. Fernando admira su abnegacion cuando le habla de doña Blanca, y se hace de dia en dia mas retraido para no revelar su pasion. Aun cuando comprende toda la intensidad de la que abriga la huérfana sin la mas ligera esperanza, quiere retardar el venturoso instante de su dicha, para admirar mas y mas los horóicos esfuerzos que aquella emplea para no manifestar lo que siente.

Doña Blanca con el instinto de los celos, conoce la situacion de todos los que la rodean. No se le oculta el amor de Maria, ni el que empieza á inspirar á D. Fernando; pero aunque sufre en silencio, no tiene valor para abandonar el caserio. Maria ya se levanta, y sin embargo, no se atreve á acceder á los ruegos de su madre para que vuelva al castillo. Doña Blanca que ama con frenesí al hombre que ha desdeñado, no se atreve á separarse de su lado por mas que lea diariamente en sus ojos el amor que profesa á la huérfana. Su situacion es cada vez mas penosa, y sin embargo, tiene para ella un encanto inexplicable.

El padre Anselmo solo abandona el caserio para cumplir los deberes mas apremiantes de su ministerio; vigila á los tres jóvenes y se alarma al verlos reunidos. Algunas veces ha indicado á doña Blanca que vuelva al castillo; pero con el pretexto de que Maria no está aun restablecida, lo aplaza, á pesar de que su madre al despedirse de la huérfana diariamente, le insta para que la siga.

La tarde se habia presentado apacible, y D. Fernando, deseoso de que Maria disfrutase de la belleza de los campos, la rogó que bajase al jardin para dar un lijero paseo. Embriagada la jóven á la idea de no abandonar el brazo de D. Fernando en un largo rato, se abrigó al momento para acompañarle. Doña Blanca, sin negarse á seguirles, ofreció que mas tarde se reuniria con ellos.

Maria se habia acostumbrado de tal modo á la compañia de D. Fernando, que apenas podia andar sola. Al abandonar el lecho, no podia sostenerse en pie, viéndose obligada á aceptar el brazo que aquel le ofrecia con la mas tierna solicitud. Le llamaba, pues, su báculo y era tanto lo que disfrutaba cuando tenia necesidad de pedirlo, que muchas veces, pudiendo andar ya sola, aceptaba el apoyo de D. Fernando. Júzguese, pues, de su alegria al recibir la proposicion de éste y al prepararse para el paseo. D. Fernando disfrutaba mucho mas, porque leia en el corazon de la candorosa doncella y comprendia el mas lijero de sus movimientos. Sabia ya por experiencia que todas las sensaciones que la agitaban procedian del amor que sentia, y que procuraba ocultarse á sí misma.

Maria poco tardó en hallarse arreglada para bajar al jardin. D. Fernando la ofreció el brazo y despues de atravesar la calle de árboles y de recorrer todo el jardin, fué á tomar asiento al banco de piedra que se hallaba frente al caserio, el mismo que habia ocupado la víspera de la partida de D. Fernando. Este recuerdo imprimió una nube de tristeza en el hermoso semblante de la huérfana.

-¿Os acordais de la última vez que nos hemos sentado aquí? preguntó con una lijera emocion.

-Sí, y por lo mismo lo he preferido.

Maria al oir esta respuesta se inmutó.

-Pensareis partir?

-No; solo he querido borrar el recuerdo penoso que nos despierta este banco, haciendo hoy renacer otro mas risueño.

-No os comprendo.

-¿No os recuerda este banco mi despedida?

-Sí.

-Pues ahora deseo que nos recuerde otro acontecimiento mas próspero.

-Y cuál?

-El de nuestro amor.

Maria se levantó como si hubiera pisado un reptil. D. Fernando, cogiéndola de la mano, la hizo sentar de nuevo.

-¿Por qué ese movimiento?

-Oh! Por qué dudais de mí?

-Explicaos, por el cielo.

-¿Cuántas veces he de aseguraros que no amo ni amaré?

-Ninguna, porque me engañariais si lo afirmáseis ahora.

-¡Dudais! dijo la jóven dominada por una emocion que en vano trataba de reprimir.

-¿Pues no he de dudar, cuando creo todo lo contrario?

-Don Fernando no me juzgueis con tanto rigor ¿creeis que os engaño? Pues entonces, decidme á quién amo.

-Amais á un hombre que os adora.

La jóven se extremeció y su semblante se cubrió de una mortal palidez. D. Fernando, rebozando de júbilo al ver su confusion, añadió.

-Ahora vos podiais tambien decirme: «Amais á una mujer que os adora.»

-¡Dios mio! qué escucho! exclamó la huérfana cubriéndose el rostro con las manos.

-¡Maria! prosiguió el enamorado D. Fernando con una expresion que hizo palidecer á la jóven. Hace ocho dias que espero este venturoso instante, y que me afano para que recobreis vuestras fuerzas á fin de que no os impresioneis demasiado. Gracias al cielo y á mi amor, estais prevenida. ¿Para qué ocultároslo? Os amo como he creido amar á doña Blanca sin advertir que este sentimiento solo vos habiais de inspirámelo. Sí, Maria, os amo con el dolor de haber olvidado en una época de fatal alucinamiento, que despues de haberos visto, despues de haber conocido el tesoro de ternura que poseeis, no he debido pensar mas que en conquistar vuestro corazon.

-¡Esto es un sueño! murmuró la jóven derramando lágrimas de ternura.

-Sí, un sueño para mí, Maria; porque nunca he podido esperar una dicha semejante á la que vos me concedereis. ¿No es cierto?

-¡Dios mio! ¡Dios mio! exclamó la huérfana agitada por diversas sensaciones. ¿Habeis olvidado que soy una infeliz huérfana, sin nombre ni fortuna?

-No, y eso aumentaria mi cariño si necesitase de otros estímulos que vuestro corazon para arraigarlo en mi pecho.

-¡Imposible! Imposible! balbuceó la jóven embriagada de placer y derramando al mismo tiempo un raudal de lágrimas. Un caballero de vuestros timbres, no debe pensar en una oscura villana.

-Aun cuando lo fuérais, os amaria de la misma suerte; pero sois noble, Maria, y este escrúpulo queda ya desvanecido.

-¿Quién os ha dicho lo que yo ignoro? preguntó con asombro.

-No os lo revelaré, porque ahora solo debo pensar en mi amor. Decid, Maria, ¿no es cierto que vos me amais tambien?

La jóven se extremeció y en su semblante animado por el fuego de la pasion, reflejó con tanta elocuencia el sentimiento que le unia á D. Fernando, que este cayó á sus pies cubriendo sus manos de besos.

-¡Maria! sois el ángel de mi ventura! Vuestra turbacion me revela lo que en vano tratais de ocultarme. Sí, vos me amais. Lo he leido en vuestro rostro desde que estoy aquí. Me amais, Maria, con esa fé ciega, entusiasta, indefinible, del que no ha sido agitado por mas sensaciones que las de la adolescencia, y vuestro amor es tan puro y tan infinito que no descansa ni en la mas remota esperanza de que pueda ser correspondido por el hombre que os lo ha inspirado. ¿No es cierto, Maria?

-Oh! ahora os comprendo! dijo con acento lastimero. Me amais, por compasion. Habeis penetrado el secreto de mi corazon, y como sois generoso, no quereis verme sufrir. Gracias, D. Fernando, gracias; pero no merezco tan costoso sacrificio.

-¡Qué abnegacion! ¡Qué ternura! exclamó el caballero contemplándola con una expresion orgullosa. ¡Me envanezco de haber hecho latir un corazon de ángel como el vuestro! Desechad esos pueriles temores. D. Fernando Alfonso de Zamora no puede engañaros y en este momento os jura por el cielo, á quien jamás ha invocado sin respeto, que si hay algo que pueda engrandecerle á sus propios ojos, es el amor ardiente y desinteresado que os profesa. ¿No dais crédito á mis palabras?

-Sí, sí; pero no las repitais, porque el placer me hará perder la razon. Vos no podeis comprender todavia hasta qué extremo os adora la huérfana de Cabezon.

-¡Dichoso una y mil veces el venturoso instante en que fuí recogido por vos cuando yacia moribundo! dijo el caballero con entusiasmo.

-Sí, porque desde entonces vive la huérfana adorando á un imposible. ¡Dios mio! Será este un sueño!

-No, Maria; sueño ha sido el mio; pero nada de lo que nos rodea es ficticio; os amo como vos me amais, y ya no debemos cuidarnos mas que de nuestro amor. Desde hoy nuestro porvenir es el mismo, vuestros deseos serán las leyes que subordinen mi voluntad. ¿Qué ambicionais? ¿Qué quereis? Mandad, como señora. D. Fernando os pertenece, porque os ama.

-¿Con que no era una ilusion? dijo la huérfana dudando aun de la dicha que la rodeaba en aquel momento. Oh! D. Fernando, por el cielo, decidme si he sido juguete de un vano fantasma. ¿Es cierto que en la noche de vuestra llegada quedasteis solo con doña Blanca?

-Sí.

-¿Y que os habló de su amor?

-Sí.

-¿Y que solicitó el olvido de lo pasado?

-Sí.

-¿Y que os demandó perdon?

-Sí.

La huérfana apenas respiraba. Aquel último esfuerzo para entregarse libremente á la dicha celestial que tenia á su lado, agotaba sus fuerzas.

-¿Y es cierto que vos os negásteis?

-Sí.

-¿Con el pretexto de que me amais?

-No, con la voz de mi corazon que rechazaba á aquel enemigo de nuestro amor.

-¡Cielo santo! no era una ilusion! Me ama, sí, me ama y yo no puedo resistir al peso de tanta dicha!

Y la huérfana, despidiendo un profundo suspiro, cayó desvanecida en los brazos de D. Fernando, que la estrechó contra su pecho en un arrebato de delirio.

-¡Maria! Maria! recobraos, ángel mio! Que ningun pesar empañe la dicha que nos rodea! ¿No me escuchais?

-Sí, contestó desprendiéndose de sus brazos.

Y luego separando los rizos de sus cabellos que la suave brisa de la tarde hacia revolotear sobre su frente, juntó las manos sobre su pecho examinando al caballero con una expresion indefinible. De sus ojos brotaron dos lágrimas cristalinas, lágrimas de placer que revelaban la dicha inefable que disfrutaba en aquel momento.

-Que el cielo os bendiga, dijo besando las manos del jóven con febril exaltacion, por la dicha infinita que concedeis á la huérfana de Cabezon.

-No, no, á vos, criatura celestial, respondió el enamorado D. Fernando, por haberme mostrado un tesoro que no podia ambicionar en mis ensueños mas dorados.

El galope de un caballo que se sintió en la calle de árboles que conducia al caserio suspendió por un instante el delicioso éxtaxis á que se hallaban entregados los dos amantes. D. Fernando se levantó vivamente.

-Alguien se dirige á esta morada, dijo aplicando el oido.

La puerta del caserio se abrió al mismo tiempo dando paso á doña Blanca de Cabezon, que iba á reunirse con sus amigos. Apenas habia llegado á su lado, cuando un hombre á caballo cubierto de polvo, se presentó á su vista.

-Mendo! dijo el caballero al reconoer á su escudero.

-Aquí me teneis, señor, cumpliendo vuestras órdenes.

-¿Qué ocurre? ¿El rey ha partido?

-En este momento habrá salido de Valladolid.

-¿Viene á Cabezon?

-Sí señor.

-Bien; retírate á descansar.

Así que hubo desaparecido el escudero, D. Fernando se dirigió á doña Blanca.

-Señora, la dijo; un peligro inminente amenaza á vuestra familia. El rey viene de Valladolid para sitiar el castillo de vuestro padre. Tenemos aun tiempo sobrado para salvaros. ¿Qué disponeis?

-¡Cielos! esclaman las dos jóvenes ¡El rey en Cabezon!

-Sí; llegará esta noche. Es preciso que antes adoptemos un partido. D. Rodrigo es osado y valiente y no querrá abandonar el castillo; pero vos y vuestra madre no debeis continuar en el, porque seria peligroso.

-Seguiré la suerte de mi padre, dijo la dama con noble orgullo.

-No, doña Blanca; os ruego que permanezcais en el caserio, donde estareis con seguridad. ¿No es cierto, D. Fernando?

-Sí; yo os juro que nadie osará allanar la morada de los huérfanos.¿Qué resolveis?

-Nada; mientras no dé aviso á mis padres.

Diego, alarmado con la noticia que acababa de darle el escudero de D. Fernando, vino á reunirse con los jóvenes.

-¿Con que es cierto? Dijo, tristemente al ver á doña Blanca.

-¡Diego! Vais á partir al castillo.

-Ordenad, lo que gusteis, D. Fernando.

-Vos, doña Blanca, debeis darle el mensage. El terror que se habia apoderado de la dama, la habia dejado inmóvil como una estatua. El caballero tuvo, pues, que darle á Diego el encargo de avisar á los señores de Cabezon, y de rogar á D. Rodrigo que permitiese á su esposa venir al caserio para no sufrir los rigores del asedio.

Diego montó á caballo y salió como una exhalacion prometiendo: estar de vuelta dentro de una hora.

En el castillo se hacian muchos preparativos de defensa; pero no veian tan próximo el peligro. La nueva, pues, que llevó Diego sembró la alarma entre sus habitantes. D. Rodrigo, confiando en la lealtad de D. Fernando Alfonso de Zamora, convino en la salida de su esposa, pero ésta se negó, manifestando que correria los mismos riesgos que su esposo. Las instancias de este para hacerla desistir fueron infructuosas. Doña Beatriz amaba tiernamente á D. Rodrigo, y además poseia el orgullo de su raza. Los peligros no la intimidaban sino por su hija, y así es que de acuerdo con su esposo, resolvió que continuase en el caserio. Diego, iba pues, á retirarse; pero D. Rodrigo le rogó que esperase un momento mientras escribia á su hijo dándole aviso del peligro que amenazaba al castillo. Solo encargándose Diego de dirigirlo, podia esperar el señor de Cabezon que llegaria á su destino. En este aviso se limitaba á encargar á D. Alvaro que al momento se dirigiese á Cabezon con las gentes de su casa, abandonando cuanto le rodease, porque era en servicio del rey D. Enrique.

Diego en su viaje habia empleado escasamente la media hora que habia calculado. Encontró á las dos damas y al caballero en el mismo lugar en que los habia dejado, ocupándose del gravísimo acontecimiento que iba á poner en alarma á todos los habitantes de Cabezon.

-¿Qué os han dicho? preguntaron los tres á una voz.

-Que doña Blanca se quede con nosotros.

-¿Y mi madre?

-No quiere abandonar á su esposo.

-Pues llevadme á su lado, dijo con voz resuelta doña Blanca.

-Reflexionad, señora. Aquí estareis segura y en el castillo los rigores del asedio, los peligros, los...

-Nada importa. Seguiré la suerte de mis padres.

-Doña Blanca, dijo la huérfana enlazándola en sus brazos, os ruego que no nos abandoneis.

-Es imposible que me aconsejeis una cobardia semejante.

-Tiene razon, murmuró contristado D. Fernando. Ya que su madre no ha cedido, debe reunirse con ella. Os acompañaré, señora, si gustais.

-No, no, iré con Diego.

-Vamos, pues, dijo este. La noche se acerca y el rey no vendrá á paso de tortuga.

-Adios Maria. ¡Plegue al cielo que este peligro sea pasagero!

-Descuidad, el rey no permitirá que se os ofenda, dijo D. Fernando.

-Rogadle, añadió doña Blanca con lágrimas en los ojos, que si es vencedor, respete la vida de mi anciano padre.

-Yo os otorgo mi palabra de caballero, de que D. Rodrigo de Cabezon no será víctima de la justicia del Rey, á no ser que traspase los límites de una resistencia noble y leal, como cumple á un caballero de sus prendas.

-¡Oh! Gracias, gracias por la esperanza que me concedeis!

Las dos jóvenes se abrazaron tiernamente derramando lágrimas amargas, y D. Fernando despues de acompañar un rato á doña Blanca hasta la salida del sendero del caserio, se volvió con Maria preocupado y agitado por los acontecimientos que iban á tener lugar en aquel pacífico valle.




ArribaAbajo- XVIII -

El escudero Mendo habia interrumpido una conferencia, cuyo recuerdo tenia á Maria como desvanecida. A pesar de que en los ojos, y en el mas ligero ademan de D. Fernando veia confirmada la apasionada declaracion que le habia hecho, dudaba todavia la infeliz porque nada habia estado hasta entonces mas distante de su pensamiento, que la correspondencia de D. Fernando. Veia, pues, su amor, y no pedia familiarizarse con la dicha que le ofrecia.

De vuelta al caserio, los dos jóvenes amantes se retiraron á su respectivo aposento; Maria para dar gracias al cielo por la dicha que acababa de concederle, y D. Fernando para reflexionar en los acontecimientos que se preparaban.

Una hora despues, el ermitaño del Cristo de las batallas entraba precipitadam ente en el caserio. Era ya de noche y la oscuridad en la escalera tan profunda, que se vió precisado á detener el paso para no dar una caida. Sin detenerse, aunque caminando á tientas, se dirigió al aposento de Maria y la halló arrodillada á los pies de una imagen de la Virgen, orando y llorando.

-¿Qué te aflige, hija mia? exclamó tendiéndola los brazos.

-¡Ah! ¡Sois vos, padre mio! Experaba con impaciencia vuestra visita.

-¿Por qué lloras?

-No os inquieteis; son lágrimas de ventura.

-¿Qué escucho? dijo el padre Anselmo.

Y en su semblante se reflejó un rayo de pura ó inefable alegria.

-Lloro de gratitud y doy gracias al cielo por el bien que me ha prodigado.

-Sí, te ha salvado de la muerte. ¿Y D. Fernando? ¿Dónde se encuentra? Tengo que hablarle.

-Se halla en su aposento. Esperad: antes debo revelaros un acontecimiento inexperado que va á sorprenderos.

Maria sonriéndose al mismo tiempo que las lágrimas bañaban sus megillas, prosiguió:

-¿Sabeis que me ama?

-¿D. Fernando?

-Sí.

-¡Imposible!

-El mismo me lo ha confesado.

-¿Cuándo?

-Esta tarde.

-¡Oh! ¡No puedo creerte!

-Sí, tambien yo he tardado mucho tiempo en persuadirme de la verdad; pero ahora, gracias al cielo, ya no abrigo temores. Me ama con frenesí, y cifra toda su dicha en que yo tambien le ame.

-Si fuese cierto... murmuró el ermitaño conmovido.

-No lo dudeis.

-D. Fernando es harto generoso para...

-¿Qué decís?

-Nada; voy á hablarle.

-Pues no le detengais mucho, porque ahora no quisiera separarme de su lado ni un momento.

-Presto volveré.

-¿Y no me dais el parabien?

-¡Oh! Si no alimentase una duda...

-¿Qué hariais?

-Me posternaria contigo para dar tambien gracias al cielo.

-Sí, porque vos amais mucho á los huérfanos y no pensais sino en su dicha.

El ermitano la abrazó tiernamente y salió del aposento enjugándose una lágrima rebelde que se habia desprendido de sus ojos.

Cuando entró en la habitacion de don Fernando, le halló examinando sus armas, y limpiando las plumas de su casco.

-Vuestra venida es oportuna, dijo tendiéndole una mano. Os aguardaba con afan.

-Y yo, dijo el ermitaño, con el mismo deseaba hablaros.

-Sentaos, pues, dijo Fernando acercándole un sillon.

-¿Es tan largo lo que vais á decirme?

-No; pero emplearé algunos momentos y no quiero que me escucheis en pié.

-Hablad, dijo sentándose en el sillon, y fijando en el jóven una mirada escrutadora.

-Hace algunos dias que me habeis referido la historia de los huérfanos de Cabezon, sin omitir el menor detalle. ¿No es cierto?

-Sí, contestó admirado el ermitaño.

-Al terminarla, solicitásteis para ellos mi débil apoyo y yo os lo concedí. Partí luego para Valladolid y recordando esta promesa me enviasteis á llamar, porque conocísteis ya era llegado el momento de solicitar este apoyo. Sin vacilar abandoné la córte, y vine á compartir con vos el tierno afan de salvar á Maria de una enfermedad peligrosa. Por mi parte creo, que he cumplido como vos teniais derecho á esperar de mí. ¿No es cierto?

-Sí, hijo mio; los huérfanos y el padre Anselmo, no olvidarán jamás vuestra leal correspondencia.

-¿Y seré ahora indiscreto si os pregunto lo que todavia esperais de mí?

El ermitaño le dirigió una mirada incierta, no atreviéndose á contestar.

-No os comprendo, D. Fernando, dijo con débil acento.

-Os pregunto si he cumplido á medida de vuestro deseo la mision que me habeis confiado y si aun esperais algo de mí.

-Habeis obrado, D. Fernando, como si se tratase de vuestro padre y de vuestra hermana; vuestra mision ha terminado. Mas tarde, ya os lo he dicho, quizá apele de nuevo á vuestra bondad para que seais el protector de los huérfanos.

-¿Y si ahora me inspirasen tanto interés como á vos?

Los ojos del ermitaño despidieron un brillo estraordinario al oir estas palabras que parecian confirmar sus risueñas esperanzas.

-En este caso, nada tendré que manifestaros, porque faltando yo, obrareis como si no hubiese dejado de existir.

-No se trata de que vos sucumbais, sino de que amo á los dos jóvenes y que desde luego quiero asegurar su porvenir.

-¿Y cómo lo hareis?

-Es muy sencillo, padre Anselmo. Yo adoro á la bella Maria.

-¿Vos?

-Sí, y quiero hacerla mi esposa.

-¿Vuestra esposa? repitió el anciano ébrio de gozo.

-Sí, tan pronto como me digais quién ha de concederme su mano. Si es D. Rodrigo de Cabezon, vos, en mi obsequio, le llevareis el mensage, porque he ofrecido no volver á su castillo.

El ermitaño no respondió, porque esta declaracion le habia dejado absorto. Como Maria, no daba crédito á sus ojos ni á sus oidos. ¡Era tan tierno el interés que le inspiraban los dos jóvenes! ¡Sufria con tal rigor al pensar que despues de su muerte quedarian sin apoyo en el mundo! ¿Y cómo no habia de derramar lágrimas de placer al pensar que un caballero de las prendas de D. Fernando, seria su protector por vínculos mas estrechos que los de la gratitud? El padre Anselmo creia soñar, y al mismo tiempo un presentimiento le anunciaba que D. Fernando no le engañaba. Sin embargo, antes de responder á su pregunta, trató de sondear su corazon.

-Don Fernando, vuestra generosidad es infinita. ¿Os aconsejara esta vez que ahogueis la voz de vuestro corazon?

-Por el cielo, explicaos, que no os comprendo.

-¿Amareis á la desdichada huérfana porque gime por vos? Sereis tan insensato que por premiar sus desvelos, por satisfacer una deuda de gratitud, hagais el sacrificio de vuestro amor y de vuestro porvenir, para contraer una alianza desigual?

-¡Oh! Callad, callad! No sabeis lo que pasa en mi corazon. No sabeis, padre Anselmo, que me considero indigno del amor de ese ángel, y que no hay en el mundo quien pueda aspirar á una aventura semejante.

-Señor, la generosidad de vuestro carácter os extravia, Maria es una huérfana...

-No prosigais. Maria, os lo repito, es un ángel. ¿Sabeis lo que ha hecho por mí? ¿Sabeis que ahogó en su pecho la pasion mas pura que puede abrigar un alma generosa, para alentar la que me inspiraba doña Blanca? ¿Sabeis lo que ha luchado para despertar en el corazon de esta un sentimiento que me negaba su desvio? ¿Sabeis que el resultado de esa lucha ha sido engendrar en el corazon de esa dama un sentimiento que hace un mes me hubiera convertido en el mas dichoso de los hombres porque no habia sondeado todavia el corazon de ese ángel, á quien llamais la huérfana Maria? ¿Sabeis que por no darme un pesar, no ha cesado de hablarme del amor de doña Blanca, de las palabras cariñosasque me dirigia desde su castillo, y de los votos que formaba por mi dicha, cuando de sus lábios no escuchaba mas que palabras de desvio? ¿Comprendeis la abnegacion hasta ese límite? No, no; porque la naturaleza la rechaza. Maria, ha sido, pues, una heroina. Su noble, pasion se hallaba satisfecha con vernos dichosos; aun cuando esta dicha me la proporcionase otra muger. ¿Y quereis que vacile en ofrecerla mi mano y mi nombre? Oh! quisiera poseer una corona para arrojarla á sus pies!

El acento, la palabra, el ademan, y el aspecto del jóven manifestaban con tanta elocuencia, lo que pasaba en su corazon, que el ermitaño estaba fascinado, y le contemplaba con una ternura paternal.

-¡Oh! Dejadme extrecharos entre mis brazos, dijo tendiéndole los suyos y ocultando la cabeza en su pecho.

-¿Cómo no ha de ser un ángel la huérfana, siendo vos su guia desde la infancia?

El padre Anselmo no respondió, porque tenia el rostro cubierto de lágrimas.

-Llorais?

-Sí, perdonad este desahogo.

-¡Dios mio! ¿Qué teneis? dijo al ver la agitacion del ermitaño.

-¡Oh! Juradme por vuestro honor que la verdad ha salido de vuestros labios, que amais á la huérfana, y que deseais hacerla vuestra esposa.

-Os lo juro por esa imagen del Crucificado!

Y el jóven conmovido extendió una mano hacia un cuadro de tamaño colosal fijo en la pared, que representaba la muerte del Salvador del mundo.

-Gracias, Dios mio! exclamó el ermitaño prosternándose á los pies de la imagen y recitando una corta plegaria.

-¿Qué haceis, señor? preguntó D. Fernando admirado. ¿Por qué ese dolor? ¿Por qué esa agitacion?

-¡Oh! Porque ya no puedo esperar otro bien en el mundo, despues del que acabais de concederme!

-No me esplicareis...

-Sí, sí, dijo el ermitaño dirigiendo su vista extraviada al rededor. ¿Quereis saberlo? ¡Oh! solo vos mereceis el sacrificio que voy á imponerme. ¡D. Fernando!, prosiguió, con una expresion angustiosa, acercaos porque no quisiera oir lo que voy á revelaros.

Don Fernando se acercó temblando de emocion.

-¿Me jurais guardar silencio?

-Sí.

-Pues bien; no os admireis. El padre Anselmo llora de júbilo, porque...

-Decid.

-Porque en este momento tiene asegurado ya para siempre el porvenir de sus hijos idolatrados.

-¡Cielos! ¿Qué escucho?

-¡Silencio! dijo el ermitaño poniéndole un dedo en los lábios y mirando con espanto al rededor.

-Luego vos sois...

-Don Garcia.

-El padre de...

-Los dos huérfanos.

Don Fernando retrocedió un paso.

-¿Os inspiro temor? dijo el ermitaño enjugándose las lágrimas que bañaban sus mejillas.

-No; lo que me inspirais es respeto, veneracion, y...

-No prosigais; soy dichoso solo con poseer vuestra consideracion despues de conocer mi verdadero nombre.

-Es que ahora lo recobrareis.

-¡Jamás! Jamás!

-Y privareis á vuestros hijos...

-Por el cielo, no continueis. La dicha infinita en que rebosa ahora mi pecho procede de la tranquilidad con que empieza á latir mi corazon. Antes, teneis razon, la idea de que privaba á mis hijos de un apoyo tan necesario en su edad, encendia en mi corazon la hoguera del remordimiento; pero ahora que está asegurada su dicha, no viviré tranquilo; pero estaré resignado.

-¿Y habeis tenido valor en el espacio de tantos años para guardar vuestro secreto?

-Sí; y ahora comprendeis los tormentos que habrá sufrido este padre desventurado. Hace diez y seis años que no disfruto de un momento de sosiego. La vista de mis hijos, lejos de consolarme, me desgarra el corazon, porque veo una dicha que jamás llegaré á disfrutar. ¡Si supiérais cuánto los amo! ¡Cuánto me desvelo por su bien! Muchas veces entregado á los sueños de angustias que son mi descanso ordinario, creo que están atravesando un peligro inminente, y entonces me levanto frenético de mi lecho de roca, y corro desatalentado al caserio para subir por la puerta secreta que me lleva á su aposento. Allí á la luz de mi linterna, los veo entregados á un sueño apacible, y sereno entonces deposito un beso y una lágrima sobre su rostro juvenil y me retiro mas tranquilo á la agreste morada que he escogido para vivir á su vista. Esta es la vida del padro Anselmo hace diez y seis años. ¿No es cierto que la expiacion aun no puede satisfacer la cólera divina? Solo continuando así hasta el término de mi vida podré esperar alguna misericordia.

-¡Sois un mártir del infortunio! dijo D. Fernando con un acento apagado por la emocion.

-No, soy un criminal arrepentido; pero que confia en la misericordia divina. Sí, vuestra estancia aquí me anuncia que el cielo ha de perdonarme. Os envia sin duda para que me reemplaceis al lado de mis hijos, porque mi fin está próximo.

-¡Aun abrigais esa idea fatal!

-Sí, D. Fernando. El infortunio, mas bien que la edad, va encaminándome al sepulcro.

-No lo espereis; aun os restan algunos años que pasareis á nuestro lado.

-Tampoco puedo alimentar esta esperanza, porque uniéndoos á mi idolatrada Maria, os ireis á fijar á vuestros estados, y yo... yo quedaré solo en mi cueva con mi crímen y mi remordimiento.

-Os ruego que no os entregueis á esos pensamientos de dolor; vos nos seguireis, y si os negais, me fijaré en Cabezon para que descubrais vuestro secreto á los huérfanos.

-Ya os he dicho que es imposible. Un juramento como el mio no se puede quebrantar.

-Sí; pero el Papa lo hará.

-Desechad esa idea. Aun cuando lo quebrantase, yo no recobraria mi nombre. Es una resolucion irrevocable.

-No debo insistir ahora, padre mio. Supongo que no me negareis este nombre cariñoso.

-No; pero cuando estemos solos como ahora, y con la seguridad de que Maria ignorará mi verdadero nombre. Si vos algun dia cometiéseis la ligereza de revelárselo, ocasionariais su desgracia; porque no se familiarizaria con la idea de verme sufrir en mi ermita. Luego tendria que revelarle la historia de mi familia, y ya sabeis que es horrible. No insistais, pues, en vuestro generoso propósito. Amad á ese ángel por mi, y por vos. ¡El cielo os lo premiará!

Y el anciano se cubrió el rostro con las manos despidiendo mil suspiros ahogados. D. Fernando se arrodilló á sus pies para prodigarle algun consuelo. Encantador era el grupo que formaban los dos. El jóven besando las manos del anciano, y éste cubriendo la frente de aquel de besos y de lágrimas. Su larga barba blanca como la nieve estaba húmeda, y acariciaba el bello rostro del caballero.

-¿Con que la hareis dichosa? ¿No es verdad, hijo mio?

-Sí, tan dichosa como debeis esperar de su virtud.

-Pues bien; no necesitais mas consentimiento que el mio. Vuestra union se realizará cuando querais.

-El rey señalará el dia en que deberá verificarse.

-¡El rey! repitió el anciano meditabundo. Mucho os ama para aprobar un enlace tan desventajoso.

-No lo creais; ama á la huérfana porque me salvó la vida.

-¡Oh! Si se negara...

-Desechad ese recelo. Ya sabeis que D. Pedro no desea mas que el bien de sus fieles partidarios. Vereis con que entusiasmo aprueba mi eleccion.

-Sí, debo esperarlo; porque ahora un contratiempo me daria la muerte.

-Vamos, pues, á reunirnos con Maria. El rey debe llegar presto y creeré que pase aquí la noche.

-¡Oh! Seria un acontecimiento desagradable.

-No; D. Pedro se cobija en cualquier parte. Lo peor es que su designio me contrista. Se trata de combatir á D. Rodrigo, á vuestro hermano, y me interesa, porque pertenece á vuestra familia.

-¿No podriais hacer desistir al rey?

-No; porque D. Rodrigo blasona de leal y consecuente, y don Pedro quiere someterle á una prueba terrible. Presiento que va á darnos algun pesar.

-Y yo tambien.

-Pero dejemos al rey. Maria nos espera. Venid; no puedo estar separado un momento de su lado.

Una alegria indefinible brilló en el venerable semblante del padre Anselmo al oir el acento apasionado con que D. Fernando pronunció estas palabras.




ArribaAbajo- XIX -

Maria seguia entregada á sus oraciones cuando entraron en su aposento el padre Anselmo y D. Fernando. El semblante de los dos revelaba la grata satisfaccion que experimentaba al ver realizadas sus esperanzas.

Diego, de vuelta del castillo, se reunió también con sus amigos en el aposento de su hermana para ocuparse de la próxima llegada del rey que hacia una hora le tenia preocupado.

-¡Al fin estamos solos! dijo sentándose en una silla fatigado.

-¿Has dejado ya á doña Blanca en el castillo? preguntó el ermitaño.

-Sí, señor; queda al lado de sus padres, pesarosa, como debeis suponer, al pensar en el peligro que les amenaza. ¿Y cómo hemos de conjurarle, D. Fernando? añadió el jóven dirigiéndose al caballero. Bien sabeis que si no debemos vasallaje al señor de Cabezon, estamos obligados á protejerle en cuanto lo permitan nuestras fuerzas. Si es atacado por el rey, debemos acudir en su auxilio, y por cierto que no me seria muy grato el lidiar contra vos.

-De ese recelo te salvaré yo, dijo el ermitaño. Tu puesto es aquí al lado de tu hermana, y mientras veamos el peligro, no puedes abandonarla un solo instante. Además, tu eres partidario del rey don Pedro, y no querrás defender ahora á su hermano D. Enrique. El pendon de éste es el que ondeará en el castillo de Cabezon. ¿Te atreverás á defenderlo?

-Os diré, señor, repuso el jóven contrariado. Si es el pendon de don Enrique, no ayudaré á D. Rodrigo; pero si por el contrario, éste tremola el suyo, entonces correré á ofrecerle mi débil apoyo.

-No cometerás semejante atentado; en primer lugar, porque tienes que permanecer al lado de Maria; y en segundo, porque yo lo ordeno, á no ser que quieras desobedecerme.

-No señor, bien sabeis que os respeto como si fueseis mi padre. Haré, pues, lo que gusteis.

-Pues bien; en premio de esa ciega obediencia, voy á comunicarte una nueva importante. Acércate Maria, prosiguió el ermitaño tomando de la mano á la jóven, y vos tambien D. Fernando.

El ermitaño unió las manos de los dos amantes, y volviéndose á Diego, le dijo:

-¿Apruebas la union de estos jóvenes?

Diego, lleno de asombro, retrocedió dos pasos mirando al anciano con estupor.

-Don Fernando ama á tu hermana, prosiguió este con emocion: y quiere hacerla su esposa. En el mundo no tiene hoy mas apoyo que el tuyo. Eres dueño de su mano. ¿Quieres otorgársela á este caballero que la ama tiernamente?

-¿Seré juguete de alguna ilusion? exclamó Diego fijando una mirada extraviada en el semblante risueño de D. Fernando. ¿Amais á mi hermana?

-Sí, Diego; la amo; y si vos no me rechazais, será mi esposa.

-¿Qué decís? ¿Rechazar al ángel benéfico de mi familia? ¡Oh! Dejadme besar vuestras manos, ébrio de gratitud, señor, por la dicha que vais á otorgarnos.

-¿Luego consientes? dijo el ermitaño sonriéndose.

-Bien sabeis, señor, que vuestra autorizacion es la primera que debe solicitarse, porque sois nuestro bienhechor, nuestro padre...

El ermitaño se extremeció, y en su apacible semblante reflejó una nube de tristeza. Don Fernando, al advertirlo, le apretó la mano tiernamente, y dirigiéndose á Diego, le dijo:

-Tranquilízate; el consentimiento del padre Anselmo ya nos lo ha otorgado. Falta ahora el mas importante, el de Maria...

La huérfana solo respondió ocultando su hermoso semblante cubierto de rubor en el pecho de su hermano.

-Ese lo otorgo yo en su nombre, dijo el ermitaño abrazando á la huérfana é imprimiendo un beso en su frente de alabastro.

Diego contemplaba este cuadro con una emocion que apenas podia ocultar. La dicha de Maria era la suya; y no podia ver indiferente la que reflejaba en su rostro al mirar á D. Fernando. Nunca habia estado mas bella ni mas seductora la huérfana de Cabezon que en aquel momento al ver realizados todos sus sueños de ventura.

-Hijos mios, dijo el ermitaño despues de un largo silencio en que todos pensaban en la dicha que les rodeaba; es preciso que nos ocupemos de la llegada del rey. Sin duda descansará aquí y debemos prepararle su alojamiento. Diego, baja á la caballeriza y lleva los caballos á otra parte, para que en ella descansen los de D. Pedro, y tú, Maria cuida de arreglarle un aposento.

-No os molesteis, dijo D. Fernando. El rey, si descansa algunos instantes, será en un sillon.

-No importa, es preciso prepararle un alojamiento.

Mientras los habitantes del caserio se ocupaban de la llegada del rey, Men, el escudero de D. Fernando, apostado en el camino, estaba de centinela para guiarlo hasta el caserio; hacia un largo rato que en el silencio de la noche percibia un leve murmullo que iba haciéndose mas perceptible á medida que trascurria el tiempo, y no podia dudar que era producido por las gentes del rey que atravesaban el camino de Cabezon. Media hora despues, distinguió ya su vanguardia, compuesta de algunos ballesteros de maza que caminaban alegremente, disfrutando de la belleza de la noche. Mendo se adelantó para darse á conocer, y despues de cambiar algunas palabras con el jefe, les indicó el camino del caserio. Los ballesteros siguieron su marcha cantando alegremente y Mendo volvió á su puesto para esperar al rey. No tardó este mucho tiempo en adelantarse, porque la historia nos asegura que caminaba siempre á marchas forzadas, siendo sus jornadas ordinarias de 20 á 25 leguas. En aquella época en que los caminos estaban en un estado mas fatal que el que hoy deploramos cuando la necesidad nos obliga á viajar, era un verdadero prodigio el emprender tan largas jornadas con soldados cubiertos de hierro desde la cabeza hasta los pies.

Mendo, al descubrir á los primeros caballeros de la comitiva del rey, se adelantó para que comunicasen á éste el mensage que en su nombre le dirigia D. Fernando Alfonso de Zamora ofreciéndole un seguro albergue en el caserio. D. Pedro aceptó de buen grado la oferta y se dejó guiar por el escudero.

Cuando llegaron al caserio, el ermitaño, D. Fernando y Diego salieron á su encuentro. El rey ordenó al conde de Lemos y á Men Rodriguez de Sanabria, sus capitanes, que alojasen á las gentes que les seguian, viniendo despues á recibir sus órdenes al caserio. Acompañado, pues, de D. Fernando y del ermitaño subió al modesto aposento que se le habia señalado, y antes de tomar asiento, dictó al primero el siguiente mensaje, que se encargó el segundo de llevar al castillo de Cabezon.

«A D. Rodrigo de Cabezon. El rey D. Pedro, mi señor y dueño, os ordena á vos, Rodrigo de Cabezon, su vasallo, que al recibir este mensaje hagais delante del mensajero pleito y homenaje de defenderle en su nombre, hasta que otra cosa no se determine.»

-¿Quién firma, señor? preguntó D. Fernando.

-Escribid de órden del rey, el conde de Lemos.

-Ya está.

-Pues llevadle, padre Anselmo, ya que tanto os interesa ese rebelde. Decidle que es peligroso desafiar la cólera del rey, y que si me provoca con una criminal resistencia, reduciré á cenizas el castillo despues de ahorcar á los que se atrevan á defenderlo.

El ermitaño salió con presteza; pero al llegar á la puerla tuvo que aligerar el paso. Las gentes del rey obstruian el valle. Con la mayor algazara se ocupaban de preparar un alojamiento para pasar la noche, unos se acomodaban debajo de la copa de los árboles, mientras que otros, sosteniendo las mantas con las picas, formaban una especie de cueva artificial para permanecer sentados. Algunos solo se ocupaban de cantar y de bailar, y la mayor parte cortaban ramas de los árboles para encender hogueras y pasar la noche jugando ó hablando. Los nobles se habian apoderado de las chozas, como propietarios, y se ocupaban con los villanos y escuderos de disponer una cena frugal.

El padreAnselmo con el corazon oprimido, atravesó por entro los grupos, discurriendo en el medio de conjurar el peligro que amenazaba al señor de Cabezon.

En el castillo ya se tenia aviso de la llegada del rey con sus gentes; estas se hallaban reunidas á una distancia muy corta y era de esperar que al amanecer del dia siguiente, emprendiesen el ataque contra la fortaleza. D. Rodrigo, para evitar una sorpresa, habia mandado apostar algunos centinelas en la montaña que cercaba el castillo, dándoles órden de no dejar atravesar á ninguna persona por la línea que habia establecido, sin sujetarla á un excrupuloso registro. El ermitaño conocido del mas oscuro villano, logró ponerse á cubierto de esta medida preventiva. Reconocido por el primer centinela, fué guiado poreste hasta el lugar en que se hallaba apostado otro y así sucesivamente hasta la puerta del castillo. Reconocido igualmente por los guardias del puente, fué introducido al momento en el aposento de D. Rodrigo.

El castellano de Cabezon, tan osado como prudente, conocia desde luego que era desigual la lucha que iba á empeñar con el rey, y sin embargo, la aceptaba á pesar de que en el éxito aventuraba su cabeza.

Hallábase con su esposa y con su hija cuando entró el padre Anselmo.

-No me sorprende tu llegada á esta hora, dijo D. Rodrigo tendiéndole una mano.

Las dos damas se apresuraron á besar la suya.

-Sin embargo, contestó el ermitaño sonriéndose; te sorprenderás cuando sepas que soy mensagero del rey D. Pedro, y que vengo ahora de su real.

-Tampoco me sorprende, dijo con triste acento, porque siempre has abogado por su causa.

-Y ahora con mas motivo, añadió el ermitaño, porque se trata de tu tranquilidad que es la mia, y no quiero que la aventures por un falso orgullo.

-¿Qué intentas? preguntó D. Rodrigo arqueando las cejas.

-Que leas este mensaje y cumplas la voluntad de tu soberano.

D. Rodrigo sin manifestar la mas lijera emocion, leyó dos veces el pergamino, y despues de meditar algunos instantes, dijo:

-¿Vas á llevar tú la respuesta?

-Sí.

-Pues no te impacientes. Voy á escribirla.

D. Rodrigo abandonó el aposento con una lijereza juvenil. Entonces el ermitaño, al verse solo con las damas, las rogó conmovido que secundasen sus esfuerzos para hacer desistir á D. Rodrigo del propósito de combatir contra el rey.

-Mis fuerzas ya se han agotado, dijo doña Beatriz, sin obtener la mas remota esperanza de que acceda á nuestras súplicas.

-Hemos luchado en vano, añadió doña Blanca. Nunca le he visto tan tenaz. Dice que un castellano jamás falta á su palabra; que ha jurado defender el castillo con el pendon de D. Enrique, y que no desistirá aunque sucumba en la demanda.

-Esa resistencia va á sernos funesta, dijo el ermitaño tristemente. Pero si se obstina en defender el castillo, vosotras debeis retiraos á otro parage. Comprendo que no le abandoneis en el peligro, si vuestros esfuerzos pueden conjurarlo; pero ¿qué ayuda ha de esperar de dos débiles mujeres? Así que principie el combate, estareis desvanecidas por el terror.

-No, no; dijo doña Beatriz, nos mostraremos dignas del nombre que llevamos.

El hermoso semblante de la castellana se revistió de una expresion varonil, que hizo sonreir al ermitaño.

-¿Y vos, doña Blanca? preguntó.

-Yo no podré imitar á mi madre, porque no soy tan valerosa; pero ocultaré mis lágrimas, y no los avergonzará mi debilidad.

-A costa del mayor sacrificio, dijo la bella castellana besando en la frente á su hija, quisiera evitar esta lucha; pero una vez empeñada, estaré al lado de Rodrigo hasta que sucumba.

-Sí, noble Beatriz, no le abandonareis. ¡Ay! ¿Y que será de vos, de doña Blanca, si vencedor el rey penetra en el castillo? ¿Quién contiene á una horda desenfrenada como lo será la primera que asalte estos muros? Nada respetarán, doña Beatriz.

-Entonces sabré morir.

-¿Y vuestros hijos?

-¡Mis hijos! repitió la castellana estrechando convulsivamente contra su pecho á doña Blanca. ¡Ah! ¡No me separarán de su lado!

-Entonces no morireis...

-¡Oh! Callad, callad! Obligadle á que desista. Es preciso, y si no os llevareis á mi hija.

-¡Eso jamás! dijo doña Blanca retrocediendo; ya os he dicho que no me vereis lejos del castillo mientras en él podais correr algun peligro.

-¿Lo ois, padre Anselmo? exclamó doña Beatriz agitada. Si no le haceis retroceder, nos envolverá á todos en su ruina. ¡Oh! Si yo no tuviese á Blanca á mi lado! ¿Por qué no la habeis encerrado? Hubiera sido un bien para todos.

D. Rodrigo con paso lento y magestuoso se presentó de nuevo en el aposento, llevando un pergamino en las manos.

-Puedes llevarle esta respuesta, dijo al ermitaño.

-¿Qué le dices?

-Lee.

-No; va dirigido al rey...

-No importa; pero si tienes escrúpulos, te diré que mi respuesta se limita á declarar que no tengo mas señor que D. Enrique, conde de Trastamara.

-¿Con que te resistes?

-Sí.

-¿Y de nada sirven mis ruegos y los de los que deseamos tu bien?

-No.

-¡Rodrigo! ¿Olvidas que me has otorgado promesa solemne de proteger á los huérfanos?

-No.

-Y si sucumbes, ¿cuál será su apoyo en el mundo?

-Les dejaré el que encuentren mis hijos. Creo que no puedes exigir mas de lo que ofrezco.

-Bien; tu obcecacion á todos abrirá un abismo; pero me resigno, porque aun tenemos mucho que expiar en este mundo.

Y el ermitaño al pronunciar estas palabeas dirigió al castellano una expresiva mirada. D. Rodrigo no pudo sostenerla y bajó los ojos contrariados.

-No despiertes recuerdos que deben estar sepultados en el olvido; dijo con ronco acento.

-Es preciso, Rodrigo, porque en este momento solemne se decide el porvenir de tu familia.

-Por lo mismo me encuentras inflexible, dijo el orgulloso castellano. Rodrigo no quebranta sus juramentos. Sucumbirá, pero con gloria. Perderá su vida y su hacienda en la demanda; pero conservará ileso el honor de su linaje, y D. Alvaro su hijo, llevará con gloria el nombre de su padre porque no lo heredará con el borron de una deslealtad.

-¿Con que tu gloria se cifra en combatir contra el rey legítimo?

-Sí; porque antes defiendo á mi señor natural1.

-¿Tu resolucion es irrevocable?

-Sí; y te ruego que no insistas, porque no puedo retroceder.

El ermitaño no contestó, porque conocia el carácter de su hermano y sabia por experiencia que una vez adoptado un partido era inútil el hacerle desistir.

-¡Plegue al cielo que no se realicen mis presentimientos! dijo abrazando á las damas y despidiéndose tiernamente de su hermano.

El ballestero Sancho fué el encargado de acompañarle hasta los puestos avanzados del Rey, comision que le permitia conferenciar algunos instantes con D. Lope Alvar de Rojas en la choza que habian establecido como punto de reunion.

El ermitaño al entrar en el caserio halló al rey sentado á la mesa cenando alegremente con sus capitanes Men Rodriguez de Sanabria y el Conde de Lemos. Maria, D. Fernando y Diego les servian animando la conversacion con la alegria del que confia en el porvenir.

-Ya tenemos aquí de vuelta al mensajero, dijo el Conde de Lemos levantándose para saludar al ermitaño.

Men Rodriguez de Sanabria siguió su ejemplo besándole la mano con el respeto que entonces infundia lo mismo al noble que al pechero la presencia de un ermitaño.

-¿Qué responde el señor de Cabezon? preguntó el rey.

-Señor; he aquí su mensage.

-Leed, Men Rodriguez, dijo alargándole el pergamino que solo contenia estas breves frases.

«Rodrigo de Cabezon al rey D. Pedro de Castilla. -Siendo mi señor natural el conde D. Enrique de Trastamara, no puedo cumplir las órdenes de mi rey, porque no estan de acuerdo con las que de aquel he recibido.»

-Lacónico es el castellano, dijo el Conde de Lemos.

-Ya lo ois, señores, Rodrigo de Cabezon acepta la guerra. Mañana al romper el nuevo dia le contestaremos como cumple á nuestro decoro. Partid, pues y que se apresten nuestras gentes. Es preciso que yo descanse mañana en el castillo de Cabezon.

Los dos caballeros se retiraron para disponer el asedio, y el rey que habia terminado su cena, abandonó la mesa.

-¿No teneis, bella Maria, un sillon que ofrecerme para pasar el resto de la noche?

-Señor, contestó turbada la huérfana; os hemos preparado un aposento que podeis honrar si gustais.

-Hija mia, si me acostase, dormiria demasiado. Prefiero un sillon.

-Ya os lo habia preparado, dijo D. Fernando mostrándole el que hasta entonces habia servido á la huérfana en su convalecencia.

-Nada mas necesito. Podeis retiraros.

-Velaré á vuestro lado, señor, dijo D. Fernando.

-No, no; gracias al cielo ningun peligro nos amenaza.

-Descansad D. Fernando, dijo el ermitaño, porque yo voy á orar y no despacharé antes que el rey se haya levantado. Descuidad; no faltará quien vele durante su sueño.

D. Pedro ya se habia acomodado en el sillon, y por su actitud era de esperar que el sueño viniese luego á reparar sus fuerzas.




ArribaAbajo- XX -

El sonido de los clarines puso en movimiento á la mañana siguiente á los soldados del rey, lo mismo que á todos los habitantes de Cabezon. El ruido de las armas, y las voces de los jefes, se confundian con las alegres canciones que entonaban los soldados al ocupar sus puestos, para acudir al combate.

El rey D. Pedro, acompañado de D. Fernando Alfonso de Zamora, de D. Fernando de Castro, Conde de Lemos y de Men Rodriguez de Sanabria, habia atravesado todo el valle, rodeando el castillo de Cabezon para dar principio al asedio. D. Fernando Alfonso, que ya era práctico en el pais, habia señalado algunos puntos vulnerables, de que tomó asiento para trazar despues el plan de ataque. En esta excursion encontraron á D. Lope Alvar de Rojas que abandonaba su castillo para ofrecer su ayuda al rey. Este le recibió con agrado, prometiendo utilizar sus conocimientos en el pais, y su espada.

Mas de una hora emplearon el rey y sus amigos en recorrer la línea que iba á ocupar, aunque no en toda su extension por falta de gente. El castillo estaba defendido por la naturaleza, y no ofrecia mas punto vulnerable que por la parte de la ermita del Cristo de las batallas. Desde allí se divisaba el torreon que menos dominaba al valle, porla eminencia que ocupaba el asilo del padre Anselmo. El rey consideró que por aquella parte la resistencia no podia ser vigorosa y que el asalto no ofrecia tantos riesgos. Mandó, pues, que allí se fijase el real y que le dispusiesen su tienda. Señalando despues los puestos avanzados que deberian ocupar sus soldados, dió órden á los capitanes para que se adelantasen contestando ya á los disparos que empezaban á asestar los del castillo. Aunque no eran continuados, la mayor parte se hacian con tal destreza, que muchos soldados sucumbieron antes de despedir una sola flecha.

Trabada la pelea, D. Pedro no tardó en conocer que era desigual, porque sus gentes no encontraban mas blanco para asestar sus tiros que los torreones del castillo, mientras que la guarnicion de este los dirigia á las masas de enemigos que se presentaban indefensos á su vista. El combate siguió con esta desventaja durante una hora, hasta que el rey se persuadió de que solo sacrificando la mitad de su gente podia intentar el asalto con la presteza que deseaba. Tenia que optar entre cercar el castillo y rendirlo por la falta de alimentos, ó establecer parapetos para resguardar á sus gentes; tarea larga y en estremo enojosa que no tenia paciencia para emprender. Resolvió, pues, intentar la rendicion por un medio pacífico. Con este objeto despachó un mensaje á D. Rodrigo manifestándole que perdonaba su atentado si deponia las armas y le juraba obediencia. El castellano no tardó en responder, insistiendo en que veneraba y acataba las órdenes del rey: pero que no podia obedecerlas mientras no se las comunicase su señor natural. Ciego de cólera, el monarca, adoptó al momento algunas disposiciones para que se extrechase el cerco, á fin de que los sitiados no recibiesen el menor auxillo, y luego dispuso que se cortasen leñas del bosque y que se construyesen barracas para guarecer á sus gentes de los tiros del castillo, y contestar á ellos á cubierto.

El rey no habia contado con la resisteacia del castellano. De otro modo no hubiera salido de Valladolid sin las máquinas de guerra con que en aquella época se asaltaban los castillos. Reflexionó si convendria el pedirlas, pero no contando con pasar dos dias delante de los muros de Cabezon, sin haber vencido á D. Rodrigo, desistió de su propósito, contando con poder dar el asalto en aquella noche á favor de la oscuridad, con la esperanza de hacerse dueño del castillo. Con este objeto dió sus órdenes con todo sigilo, y volvió á recorrer las inmediaciones, para asegurar mejor el golpe. D. Lope Alvar de Rojas volvió á acompañarle, y aunque tenia seguridad de penetrar en el castillo á cualquiera hora, no quiso hablar de ello á D. Pedro, hasta que la resistencia de D. Rodrigo le tuviese exasperado de un modo que oscureciese su venganza personal.

Apenas la noche habia extendido su negro manto sobre el real de D. Pedro, cuando este dió órden para emprender el asalto. Provistos los soldados de fuertes escalas, atravesaron la montaña sufriendo una nube de flechas que diezmó sus filas. Colérico el rey dispuso que el que retrocediese fuese ahorcado. Ninguno, pues, abandonó su puesto. Un pequeño cuerpo se dirigió al puente levadizo, pero, apenas habia fijado allí su planta, cuando una nube de piedras y de escombros que se desprendió de los torreones, le hizo retroceder. Alentado, sin embargo, con la voz de Men Rodriguez que lo dirigia, volvió á adelantarse para derribar el puente á hachazos. Entonces de la plataforma del castillo se desprendieron una porcion de raudales de plomo derretido, aceite hirviendo, pez y otros líquidos semejantes, sembrando el terror entre las filas de los bravos ballesteros del rey. Los mas osados retrocedieron despidiendo exclamaciones de dolor y de espanto y ni las voces de Men Rodriguez, ni los gritos de «viva el rey» que resonaban á su espalda, pudieron obligarles á insistir en el ataque del puente. Lejos de eso, abandonaron con presteza la posicion que habian tomado jurando que el castillo estaba defendido por furias de averno.

Desde la ermita se habia dirigido el asalto por los hombres de armas de mas brio que venian con el rey. D. Fernando de Castro se encargó de dirigirlos, y con el mayor sigilo se fueron adelantando hasta llegar al muro. Allí, despues de fijar las escalas, subieron los mas valerosos; pero antes de llegar á la cima, rodaron desde una elevacion de mas de veinte pies, yendo á chocar con las piedras magullados algunos, y otros heridos graveniente. A pesar de este contratiempo, treparon por la escala nuevos combatientes, siendo recibidos de la misma suerte. Entonces el terror se apoderó de los demás. D. Fernando de Castro, que era prudente, no se atrevió á insistir temeroso de perder la mayor parte de la gente que le acompañaba y se retiró para dar cuenta al rey del mal éxito de su jornada. Este en aquel momento escuchaba la relacion que le hacia Men Rodriguez de su derrota. D Fernando de Castro omitió la suya, y el rey que acababa de perder á sus mejores soldados, juró reducir á cenizas el castillo y abrasar entre sus llamas á los que lo defendian. Sin perder un instante, despachó algunas gentes á Valladolid para que trasportasen las máquinas de guerra necesarias para apoderarse del castillo y dió nuevas órdenes para que se extrechase el cerco.

La victoria conseguida por D. Rodrigo de Cabezon; se debia á la astucia de Sancho el ballestero. Enterado por D. Lope del asalto que proyectaba el rey, habia tomado sus disposiciones para rechazarlo, y hacer así un alarde de su superioridad en el castillo. D. Rodrigo no sabia cómo premiar su valor y su destreza, y se felicitaba de haberlo admitido otra vez á su lado.

Las dos damas, mientras duró el combate, habian permanecido encerradas en su oratorio, rogando al cielo por la vida del castellano. Sancho fué el primero en anunciarles la victoria que éste acababa de obtener, y lejos de celebrarla con grandes esclamaciones de sorpresa como aquel se prometia, prorrumpieron en gritos de dolor, derramando lágrimas amargas al considerar que el descalabro sufrido por el rey D. Pedro, habia de castigarlo éste con el rigor que tanto temor infundia á sus vasallos.

Durante aquel dia el padre Anselmo no se habia separado del caserio, acompañando á Maria y alentándola con sus palabras y sus caricias. La jóven sabia que D. Fernando tomaba parte en el combate y el leve rumor que se percibia á lo lejos, la tenia en una continua zozobra por la suerte de su amante. Diego, para tranquilizarla se habia dirigido varias veces al real de D. Pelro para asegurarse de que D. Fernando no estaba herido. A pesar de este gran consuelo, Maria no lograba tranquilizarse. Por último, á media noche, volvió á salir Diego para saber el resultado del asalto. Hacia media hora que habia salido y aun no estaba de vuelta. Maria asomada á la ventana miraba á lo lejos sin descubrir mas que espesas sombras, que aparecian á su vista bajo el aspecto mas sombrio. De vez en cuando aplicaba el oido sin percibir otro ruido que el producido por la brisa de la noche al agitar los árboles del bosque. El combate habia cesado. Maria ignoraba el resultado. La tardanza de Diego la tenia fuera de sí, y ni el padre Anselmo con su autoridad podia tranquilizarla. De repente sintió á lo lejos el ruido de dos caballos trotando en direccion al caserio. La ansiedad de la jóven era tan delirante que á no contenerla el ermitaño, hubiera llamado á gritos á D. Fernando. A poco rato, aparecieron los dos ginetes. Las tinieblas de la noche eran cada vez mas densas, y sin embargo, Maria aun pudo distinguir á su idolatrado Fernando.

-¡Oh! es el mismo, dijo oprimiendo el corazon con sus manos.

Un momento después se hallaba en los brazos de D. Fernando, llorando de júbilo, al verle libre de los peligros de aquel dia.

-¡Al fin, os habéis salvado! El cielo escuchó mis plegarias.

-Ningun peligro he corrido, Maria; solo ha habido una lijera escaramuza entre los soldados del rey y los del castillo.

-¿Y D. Pedro? preguntó el padre Anselmo.

-Está bramando de cólera. Su actitud después del descalabro que ha sufrido, me hace temblar por D. Rodrigo. Hoy ha diezmado nuestras gentes. Parece que le defiende en su castillo algun espíritu infernal, porque jamás he visto tantos elementos de destruccion como los que esta noche ha empleado para exterminarnos. El rey ruje como el leon y ha mandado traer de Valladolid algunas máquinas de guerra para abrasar el castillo. Jura como un frenético y todos tiemblan al escucharle. Jamás le he visto tan colérico. Os aseguro, amigos mios, que ahora no puedo responder de la vida de D. Rodrigo ni de de los que le acompañan. Es preciso que se resistan ó que huyan de la cólera del rey, porque si caen en sus manos. ¡Desgraciados! Nadie les salvará de un suplicio horrible.

Esta relacion dejó aterrados á los habitantes del caserio. El padre Anselmo acababa de perder la última esperanza de la salvacion de su hermano. Exasperado el rey hasta el estremo que manifestaba D. Fernando, no daria cuartel á nadie, mostrándose inexorable en su justicia. Maria, recordando á doña Beatriz y á su hija, y el peligro que las amenazaba, se extremecia al pensar que el rey no respetaria su sexo, y que sucumbirian con D. Rodrigo. Este triste pensamiento oscureció la alegria que le habia proporcionado la vuelta de D. Fernando.

-Señor, dijo Diego á éste; debeis descansar de las fatigas del dia.

-Sí; me recuerdas que es muy tarde y que aun no os habéis recogido. Me retiraré para que descanseis.

-¿Tan presto? preguntó Maria con tristeza.

-Es preciso, hija mia, añadió el ermitaño. Luego lucirá el nuevo dia y D. Fernando necesita el descanso para continuar su servicio al lado del rey.

A pesar de esta juiciosa observacion, Maria no se resignó á dejar solo á D. Fernando, hasta que le repitió una y otra vez que su bella imagen no se habia borrado un solo instante de su memoria en aquel dia de tumulto.

Tampoco D. Lope Alvar de Rojas habia olvidado á su enemigo el señor de Cabezon. En la noche del asalto habia permanecido cerca del rey sin tomar parte en la jornada, y solo cuando hubo terminado, se decidió á salir al campo. Los soldados se ocupaban de enterrar á los que habian muerto y otros trasladaban los heridos á las chozas mas próximas. D. Lope, sereno en medio de este triste cuadro, atravesó el valle para dirigirse á la cabaña en que solia reunirse con Sancho. Allí encontró á su mensajero el lugareño que partió al punto en busca del escudero. Este tardó mucho tiempo en presentarse. A medida que adelantaba en su proyecto, menos deseos tenia de conferencias con D. Lope. Sin embargo, para no infundir sospechas, acudió á la cita, prometiéndose que seria la última.

-Ya veis que esto marcha mucho mejor que lo que os habiais prometido, dijo al entrar.

-Sí; el diablo favorece nuestro proyecto. Mi aviso te ha proporcionado una gran victoria. Ciertamente D. Rodrigo no sabrá cómo pagarte tamaño beneficio. Le defiendes con valor y con teson, y de seguro, que ya confia en el triunfo.

-Triunfo que obtendria, respondió el ballestero, si no nos hubiésemos cruzado en su camino.

-¿Y cuándo daremos el golpe?

-Dentro de tres dias, en que agotaré todos los recursos para demostrar al rey la imposibilidad de apoderarse de Cabezon. Podeis, pues, continuar tranquilo á su lado hasta que espire este plazo.

-Y despues ¿qué haré?

-Lo que gusteis.

-Deseo ver á D. Rodrigo cuando vayamos á entregar el Castillo.

-Entonces, esperadme aquí el martes. Yo enviaré á buscaros para que os introduzcan.

-Queda, pues, arreglado. El martes...

-A media noche.

-Bien, á media noche.

-Esperareis aquí á vuestro guia, y en el ínterin, no debeis hablar una sola palabra que pueda alentar las esperanzas del rey.

-Ve tranquilo, que no perderé por una indiscrecion el tiempo que hemos ganado.

Empezaba á amanecer cuando se separaron el señor y el ballestero. D. Lope se dirigió al real de D. Pedro acariciando las mas risueñas esperanzas, y Sancho volvió al castillo para dar principio á la ejecucion de su proyecto.

El rey, despues de una larga noche de insomnio, en que sufrió la vista de mil visiones tumultuosas, se levantó para recorrer de nuevo el campo. En esta excursion matutina se persuadió de la imposibilidad de apoderarse del castillo á no ser despues de un largo y riguroso asedio que frustraba todos sus planes; porque, deseoso de invadir el territorio aragonés, cada dia que perdia era un siglo en su imaginacion de fuego. Resolvió, pues, á toda costa desvanecer el obstáculo que acababa de presentarle en su camino el castillo de Cabezon, sacrificando, si era preciso, su orgullo y parte de su poder. El carácter del monarca era vehemente. Una contrariedad en el primer momento le arrebataba y le hacia cometer un crímen; pero luego la reflexion venia en su auxilio. Por mas que el dia anterior estuviese sediento de la sangre de D. Rodrigo de Cabezon, despues de la noche que habia pasado y en la que habia meditado con calma sobre el comportamiento de aquel noble, no pudo menos de aplaudirlo en el tribunal de su conciencia y de admirar el heroísmo con que emprendia una lucha en que aventuraba mas que la cabeza.

Preocupado D. Pedro con estas reflexiones y con el deseo de penetrar cuanto antes en Aragon, llamó á un rey de armas y le dió instrucciones para cumplir la delicada comision que le confiaba. Un cuarto de hora despues se dirigia al castillo. Sancho, que velaba en el puente, mandó que le abriesen; y luego le acompañó hasta el aposento de D. Rodrigo. El leal castellano recibió directamente al rey de armas, haciéndole sentar y ofreciéndole los mejores vinos de su castillo. Despues de cumplir este deber de galanteria, le preguntó por su mision.

-El mensaje que debo comunicaros abraza muchos puntos, y solo puedo comunicároslo cuando estemos solos.

A una señal de D. Rodrigo se retiraron los escuderos que habian acompañado al rey de armas.

-Ya estamos solos; podeis hablar sin temor. ¿Qué desea el rey don Pedro?

-En primer lugar, que conferencieis los dos en el punto que querais señalar.

-No es posible.

-Sin ser indiscreto, ¿podré saber el motivo?

-Voy á explicároslo, para que me deis la razon. Un dia el rey don Pedro salvó mi nombre de la deshonra. Entonces he contraido con él una deuda que no he podido ni podré satisfacer. El recuerdo de aquel beneficio está grabado en mi corazon. Si hoy volviese á verle y apelase á esa fascinacion que ejerce sobre todos los que le rodean, creo que me haria faltar á la fé jurada á mi señor, y antes me despeñaria desde la torre mas alta de mi castillo. Conozco que poseo una voluntad de hierro, y al mismo tiempo que hay un punto vulnerable en mi corazon, y este es el agradecimiento. Si D. Pedro me atacase de palabra por este lado, me venceria y se haria dueño del castillo; pero pasado este alucinamiento, me privaria de una existencia que no podria soportar despues de haber mancillado mi nombre con una deslealtad. Ahora ya sabeis por qué me niego á hablar al rey. Comunicadme, pues, la otra parte de su mensaje.

El rey de armas, cruzando los brazos sobre el pecho, contempló en silencio al anciano, admirando la grandeza de su carácter, y la generosidad que revelaban sus palabras. Su negativa á la demanda del rey era tan digna y revelaba una nobleza tan extraordinaria, que le consideró con tanto respeto como si se hallase delante de el mismo don Pedro. Desvanecida la primera impresion, contestó.

-Esa negativa os ennoblece, D. Rodrigo. No insistiré, pues, en la primera parte de mi demanda. Ahora hasta no me atrevo á comunicaros la segunda.

-Hablad, sin temor; un mensajero como vos tiene derecho para salir airoso de su empeño.

-Es dificil que pueda alcanzarlo.

-Entonces quiere decir que vos en mi lugar no aceptariais lo que venis á proponerme.

El rey de armas bajó la cabeza tristemente, y no se atrevió á responder.

-Os doy gracias, añadió D. Rodrigo, por el alto juicio que habeis formado de mí. No vacileis, pues, que ya os escucho.

-El Rey D. Pedro quiere á toda costa penetrar en el castillo. Aceptará vuestras condiciones.

-Ninguna puedo proponerle. Si es vencedor, antes de llegar al umbral de este aposento habrá tropezado con mi cadáver.

-¿Los honores y las riquezas no os harán retroceder?

-Esa proposicion me ofende y me humilla. Os ruego que la retireis, porque me exalta.

-La causa de don Enrique de Trastamara ha recibido en Aragon un rudo ataque. Si don Pedro es afortunado en la nueva guerra que emprende, no quedará en Castilla un solo partidario del bastardo.

-Os ruego que no pronuncieis una sola palabra que tienda á hacerme olvidar la fé jurada á D. Enrique.

-Entonces ha terminado mi mision.

-Siento que partais descontento de mi lado, y por eso no me atrevo á solicitar de vos una gracia.

-Decid.

-Si el rey no desiste, que es imposible, empleará uno, dos, tal vez cuatro meses en apoderarse de esta fortaleza, y como nada hay que resista á un asedio tan obstinado, quizá logre su objeto. Para entonces os haré hoy una súplica.

-Hablad, señor.

-Tengo una esposa y una hija, prosiguió D. Rodrigo con emocion, que hasta ahora han sido la delicia de mi vida... el consuelo de mi vejez... No lo olvideis el dia de la victoria.

-Señor, dijo el rey de armas con firmeza; el rey, mi señor, jamás ha vengado en el débil los agravios del poderoso. Vuestra esposa y vuestra hija no sufrirán el menor castigo.

-Sí, pero en el ardor de la pelea, el soldado pierde la razon y camina ofuscado por un velo de sangre.

-El soldado del rey D. Pedro no olvida jamás las leyes de la humanidad, porque conoce hasta dónde alcanza la justicia inexorable de su señor.

-Gracias, por esta esperanza, dijo el señor de Cabezon apretándole una mano.

El rey de armas se despidió, y escoltado por cuatro ballesteros volvió al real de D. Pedro inquieto y pesaroso por el mal éxito de su embajada.

-¿Qué ha contestado? preguntó éste vivamente.

-Señor, ó teneis que levantar el campo ó confiar en vuestro grande esfuerzo para apoderaros de ese castillo inexpugnable.

-Bien; que prosiga el asedio, dijo con voz atronadora, y que se intente un nuevo asalto con las máquinas que deben llegar hoy de Valladolid.

Los caballeros que formaban la córte de D. Pedro, al ver la fiera expresion de su rostro, se retiraron silenciosos, juzgando que en Cabezon tendria lugar muy en breve uno de esos actos de justicia que tan funesta celebridad dieron al reinado de aquel monarca.