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ArribaAbajo- XXI -

Despues de seis dias del asedio mas rigoroso, el rey intentó por tercera vez el asalto del castillo de Cabezon, siendo tambien rechazado con pérdidas considerables. Exasperado con esta nueva derrota, resolvió no levantar el campo, hasta que hubiese vengado tantos desafueros. Los caballeros que le rodeaban, contrariados en sus deseos de abandonar luego aquellos campos, ofrecieron agotar el último de sus recursos para desmantelar aquella fortaleza que con su arrogancia desafiaba la cólera de rey.

D. Rodrigo cada vez mas satisfecho de la brillante resistencia que hacian sus soldados, los colmaba de presentes alentando sus esfuerzos y prometiéndles grandes dones para cuando D. Pedro se viese obligado á levantar el sitio. En el castillo aun habia provisiones para dos meses, y el señor de Cabezon no podia esperar que el rey tuviese paciencia para permanecer tanto tiempo en aquel lugar. Abrigaba, pues, la esperanza de salvarse de aquel peligro inminente.

Sancho, merced á la posicion que habia conquistado al lado de su señor, y á la influencia que ejercia sobre los defensores del castillo, creyó que habia llegado el momento de poner su plan en ejecucion. Con este objeto, aprovechando el momento en que D. Rodrigo rendido por la fatiga se entregó al descanso, reunió á los soldados en uno de los aposentos mas apartados del castillo, y les dijo:

-Ya sabeis que estamos amenazados por el rey de Castilla, y que si somos vencidos, no se contentará con ahorcarnos. La resistencia que aquí hacemos le ha exasperado de tal modo que nos hará derretir en una caldera de aceite hirviendo á semejanza del que regalamos á sus gentes cuando intentan algun asalto. D. Rodrigo agradece como es justo nuestra firmeza; pero no se muestra pródigo en la recompensa. Me parece que el que tantos bienes recibe de nosotros, no debe reparar en otorgarnos la merced que ahora solicitemos. ¿Quereis concederme vuestra autorizacion para demandar á don Rodrigo una gracia que ha de satisfaceros á todos?

-Sí, sí.

-Debo advertiros que es gracia de malandrin, y que no puede ser del agrado de los buenos vasallos, de los escrupulosos...

Era tan irónico el acento de Sancho, que algunos al oirle soltaron la carcajada.

-¿Acaso somos novicios? dijeron. Me parece que nos conoces, Sancho. Nuestro oficio es como el tuyo. Enemigos de la paz, vamos en pós de la guerra, para ejercer con mas ventaja nuestra industria, y no ignoras, que cuando tratamos de esplotarla, no reparamos en los medios.

-Muy bien contestado. Sois unos verdaderos malandrines, y la boca se os haria almibar si conociérais la demanda que en vuestro nombre voy á dirigir á don Rodrigo.

-Véamos en que consiste.

-No; ya la sabreis ahora cuando la entable. Seguidme y no olvideis que de vuestra actitud y de vuestra firmeza depende el éxito. Es preciso que don Rodrigo se persuada de que le abandonaremos dejándole á merced del rey, si no nos concede lo que vamos á pedirle.

Don Rodrigo, despues de un ligero descanso, se hallaba en su aposento con su esposa y su hija. Las dos damas que habian pasado muchos dias de terror y de zozobra, empezaban á tranquilizarse al ver que D. Pedro ya solo se limitaba á estrechar el cerco, anunciando su próxima retirada. El señor de Cabezon, risueño por la vez primera desde la llegada del rey, jugueteaba con las largas trenzas de los cabellos de su hija, imprimiendo de vez en cuando un beso en su hermosa frente. Doña Beatriz alegre y conmovida al ver la tranquilidad de su esposo, contemplaba á los dos con una expresion de júbilo que comunicaba un nuevo encanto á su semblante.

En este momento, y cuando se hallaban mas engolfados en su silencioso y cariñoso coloquio, entró Sancho en el aposento, sin anunciarse y poco despues los soldados que formaban la guarnicion del castillo.

Don Rodrigo, al descubrirlos, se levantó vivamente.

-¿Qué quereis? preguntó admirado.

-Tenemos que hablaros á solas.

-¿Para qué? preguntó con asombro el castellano.

-Permitid, dijo Sancho, que guardemos silencio mientras no os halleis solo.

-Nos retiraremos, dijeron las dos damas.

Don Rodrigo con el semblante contraido por la cólera, les hizo una seña afirmativa.

Los ojos saltones de Sancho y de los que le acompañaron, siguieron con la vista á las dos damas, hasta que desaparecieron detrás de la puerta.

-Ya estamos solos, dijo D. Rodrigo. Podeis hablar.

Sancho se adelantó con ademan resuelto.

-Señor, dijo mirándole con una audacia que hizo extremecer en su asiento al orgulloso castellano; los defensores del castillo acuden á vos con una demanda justa, que vos no os atrevereis á negarles.

-¿Qué solicitan? preguntó D. Rodrigo fruciendo el ceño y dirigiendo su vista al grupo que formaban los soldados.

-Se quejan de los rigores y de las privaciones del asedio, sobre todo, de la falta de sus mujeres, y esperan que vos las hareis venir.

-¡Imposible! ¿No sabeis que estamos cercados por todas partes? Vuestra demanda es justa; pero conoceis la imposibilidad de que yo pueda satisfacerla.

-Si la considerais justa, dijo Sancho con osadia, oireis con indulgencia la segunda parte de ella, ya que la primera os parece irrealizable.

-¡Hablad! dijo D. Rodrigo ya impaciente.

-Puesto que vos hallais natural el deseo de estos fieles vasallos, en traer sus mujeres á su lado, y que al punto las hariais venir si fuese posible, no estrañareis ahora que á falta de mujeres propias, soliciten las ajenas. ¿Comprendeis, señor?

La audacia del ballestero habia llegado hasta la insolencia. Don Rodrigo en medio del estupor que le causó la pretension, apenas la advirtió. Por un instante permaneció silencioso, como anonadado bajo el peso de una idea desgarrante que vino á herir su memoria, y luego, pasando una mano por la frente como si tratase de desterrarla, dijo con trémulo acento.

-No te comprendo. Es preciso que te espliques con mas claridad, porque tu demanda es incomprensible... inexplicable...

-Señor; vos habeis reconocido la necesidad de que estos leales servidores posean sus mujeres para reparar sus fuerzas y emplearlas en vuestra defensa; y como no podeis proporcionárselas, tienen que apelar á las que se encuentran en este recinto.

-¡Miserable! exclamó D. Rodrigo echando fuego por los ojos. ¿Qué mujeres encierra el castillo? Responde, villano, responde...

La exaltacion del anciano, imposible de escribir, hizo extremecer á algunos de los espectadores2. Sancho preparado para conjurar la tempestad que le amenazaba se mantuvo impasible, confiando en la crítica situacion en que habia colocado al castellano.

-En el castillo, dijo con una sangre fria admirable, solo existen vuestra esposa y vuestra hija.

-¡Y bien! repuso el anciano con el semblante contraido y fijando en el rostro del ballestero una mirada aterradora.

-Ya me he esplicado como deseabais, señor; añadió el escudero con la misma sangre fria.

-No; ahora es cuando menos te comprendo...

Y por su venerable semblante que la edad habia sembrado de nobles arrugas, empezaron á correr algunas gotas de sudor.

-Pues no será porque haya dejado de ser explícito. Os he dicho que vuestros soldados, no pudiendo contar con sus esposas, tienen que apelar á las mujeres del castillo, y como éste solo guarda hoy á vuestra esposa y á vuestra hija, claro es que lo que desean es... que se las entregueis.

Un extremecimiento terrible conmovió el cuerpo del anciano al oir estas palabras. De su pecho salió un sordo ronquido, y la palidez lívida de su semblante, denotó en aquel instante la horrorosa agitacion que acababa de apoderarse de su ánimo.

-¡Ira de Dios! exclamó de repente dando un golpe terrible al sillon y haciéndolo rodar por la estancia. ¿Es posible que despues de las palabras que acabas de pronunciar, no te hayas arrojado por la ventana al foso para huir del horrible castigo que te amenaza? ¿Crees, sin duda, que D. Rodrigo de Cabezon pueda olvidar tamaño ultraje?

Sancho, cruzando los brazos sobre el pecho, y sin hacer el mas ligero ademan de temor ó de recelo, contestó friamente.

-Creo que accedereis á nuestra demanda.

-¡Que el infierno te reciba en su seno! exclamó el castellano fuera de sí desnudando el puñal que llevaba al pecho, y dirigiéndose al ballestero. Este retrocedió un paso, y desnudando su espada le dijo sin que en su acento se advirtiese la menor emocion.

-Atrás, señor de Cabezon. No provoqueis la saña de los que son dueños de deshonraros abandonando el castillo y dejándoos á merced del rey D. Pedro.

Don Rodrigo despidió un gemido terrible. Su mano soltó el puñal, y su cuerpo, víctima de una horrorosa agitacion, empezó á vacilar... Con mano trémula se apoyó en un sillon. Aquellas palabras desarmaron su brazo. Eran la cadena que debia aprisionar su voluntad de hierro. Estaba vencido. Sancho el ballestero habia preparado la realizacion de su proyecto con un acierto que abonaba su discrecion y su destreza.

Los soldados maravillados con la deslumbradora perspectiva que les ofrecia la demanda del escudero, se encontraban dispuestos á secundarle con todas sus fuerzas. El galardon que solicitaba, al principio les dejaba absortos. A pesar de que la mayor parte caminaban desde la infancia por la senda del crímen, no podian concebir un desman tan extraordinario como el que intentaba Sancho; pero algunos momentos despues, pasada la primera impresion, consideraron que era justa la pretension de aquel, y que merecian semejante recompensa los que con tanto heroismo defendian el castillo de Cabezon.

-Señor, dijo el ballestero despues de una larga pausa; estamos perdiendo un tiempo precioso, y el enemigo puede aprovecharse de esta tregua. Abreviemos, pues, esta entrevista. ¿Qué respondeis á nuestra demanda?

El noble anciano, como si despertase de un profundo letargo, recogió el puñal que habia soltado su mano, y arrojándole á los pies del ballestero, le dijo.

-Matadme; pero no pronuncieis otra palabra...

-Don Rodrigo, no se trata de vuestra muerte, sino...

-Os lo ruego, dijo el castellano en ademan suplicante.

-Señor; cuando un vasallo dirige á su señor una demanda como la que os he comunicado, no puede retroceder bajo ningun concepto. Los ruegos ahora son inútiles.

-¡Sancho! ¿Es imposible que tu maldad haya llegado hasta ese extremo? Algun mal ensueño perturba ahora tu mente. ¡Sancho! Tu no puedes pensar sin horrorizarte en deshonrar la blanca cabellera de este mísero anciano que ha sido para tí mas bien que señor, un padre bondadoso...

Era tan tierno y tan triste á la vez el acento del castellano al pronunciar estas palabras, que dos de los soldados que asistian á esta escena, se conmovieron, mostrando en su semblante cierta prevencion favorable al ruego de aquel padre desventurado.

-Si habeis sido mi bienhechor, contestó Sancho siempre impasible, os he pagado bien como siervo.

-¿Y olvidarás lo que debes á tus señoras?

-No hableis á mi corazon, porque se ha cerrado á todo sentimiento de honor. Es un abismo que mi razon no puede ya profundizar.

-Entonces apelaré á vosotros, leales vasallos, dijo el anciano cada vez mas conmovido, á vosotros, que no me debeis agradecimiento, que teneis esposas é hijas, y que por lo mismo debeis comprender la traicion abominable que intenta este malvado ¿Quereis ayudarle? ¿Pensais abusar tambien de la horrible situacion en que me encuentro? ¿Osareis renegar de vuestro Dios, de vuestra madre y de los sentimientos de humanidad que os concedió al alimentaros con su pecho, hasta el extremo de cometer un crímen tan inaudito como el que se intenta en vuestro nombre? ¡Oh! Responded; si la maldad no ha cegado ya vuestra razon y apagado la voz de vuestra conciencia.

Dos de los mas osados se adelantaron impávidos hasta colocarse al lado del ballestero.

-Despues de lo que Sancho os ha comunicado en nuestro nombre, nada mas tenemos que manifestar.

-Y vosotros, ¿qué respondeis? preguntó D. Rodrigo, pálido como un difunto, dirigiéndose á los demás.

-Nosotros nos encontramos en el mismo caso, contestaron otros cinco adelantándose hasta reunirse con sus compañeros.

En el fondo de la estancia solo quedaron dos soldados inmóviles, y con la vista fija sin objeto en el pavimento.

-¿No os adelantais tambien para ratificar la demanda de vuestros camaradas? les dijo D. Rodrigo.

-No señor.

-¿Aprobais su demanda?

-La rechazamos

-¡Oh! ¡Vosotros sois esposos y padres!

-No señor; pero adoramos á un Dios omnipotente.

-Sí, y á él tendriais que dar cuenta algun dia del crímen que ibais á cometer.

Don Rodrigo, despues de enjugarse el sudor que corria por su frente, y de abrir una ventana para calmar algun tanto su agitacion con el frio ambiente de la noche, volvió á dirigirse á los dos soldados que acababan de mostrar su fidelidad.

-Puesto que condenais esta traicion, decidme, ¿estais dispuestos á morir para combatirla?

-Sí señor, dijeron con voz resuelta.

-Morirán á vuestros pies antes de que den un solo paso, dijo Sancho arrojándose sobre ellos y sujetando á uno, mientras que sus compañeros aprisionaban al otro y desarmaban á los dos.

-Deteneos, dijo D. Rodrigo con una calma que hacia un singular contraste con la terrible agitacion de su cuerpo. No ofendáis á esos hombres, su adhesion es muy noble, pero sus esfuerzos y los mios serian inútiles. Estamos en vuestro poder y la resistencia seria temeraria. Tranquilizaos, pues: D. Rodrigo de Cabezon quiere morir con mas honra.

-Señor, dijeron los dos soldados; ya que no podemos auxiliaros, permitid que salgamos del castillo para no presenciar la traicion que lo amenaza.

-Sí, sí, que se alejen, repiten los demás.

-Teneis razon, añadió Sancho; aquí estorbais; partid al punto. Fortun, levanta el puente y que no se detengan un solo instante.

El soldado á quien acababa de llamar Fortun, se apresuró á cumplir la órden de su nuevo gefe.

-Adios, señor, dijeron los dos hombres de armas conmovidos. ¡Que el cielo os salve de tamaño atentado!

Don Rodrigo les despidió con un ademan afectuoso y volvió la cabeza para ocultar una lágrima rebelde que acababa de desprenderse de sus ojos.

Los dos soldados, siguiendo á Fortun, no tardaron en abandonar el aposento.

-Ahora bien, señor, dijo Sancho dirigiéndose de nuevo al anciano; puesto que conoceis ya nuestro poder y vuestra debilidad, ¿os negareis aun á satisfacer nuestra demanda? ¿Será preciso que os dejemos aquí atado como á un malhechor mientras acompañamos á las damas? Ya veis que por la fuerza podemos obtener lo que solicitamos como una merced. Si mostrais resistencia, despues de conseguido nuestro propósito, abandonaremos el castillo dejándoos solo frente á frente con la hueste de D. Pedro, mientras que si obrais con prudencia, dentro de algunas horas volveremos á la lid con mayor brio, y alentados con el recuerdo de la nueva recompensa que nos habreis otorgado.

-La herida que acabais de abrir en mi pecho, dijo D. Rodrigo, es incurable y me encamina al sepulcro, porque un noble castellano no puede vivir deshonrado. Habeis sido tan implacables como si hubierais recibido de mí los agravios mas horrendos. No me quejaré, empero, si me dejais morir con honra. Dejadme salir ahora con vosotros. Atacaremos el real de D. Pedro para que me maten sus gentes, y luego volved al castillo. Nadie se interpondrá entonces en vuestro camino... Obrareis como dueños absolutos... hacedlo así y... no deshonrareis estas canas... si no cuando estén en el sepulcro...

-Don Rodrigo, os he dicho ya que no se trata de vuestra muerte ni de vuestra deshonra. Lo que pase aquí quedará sepultado para siempre en el olvido. Dejaos, pues, de réplicas enojosas, y decidnos simplemente si aceptais ó si resistis.

El delirio de la fiebre empezaba á apoderarse del noble castellano. Sus manos temblorosas oprimieron su frente por un movimiento convulsivo, y sus ojos secos por el fuego que le devoraba, despedian un siniestro resplandor.

Una larga pausa siguió á las palabras del ballestero Sancho. Sus compañeros, inmóviles á su lado, contemplaban el estado deplorable de su señor con una indiferencia aterradora.

La cabeza de D. Rodrigo era un volcan. Los pensamientos mas encontrados herian su imaginacion, abatiendo con nuevo rigor su espíritu, ya tan doblegado con la espantosa perspectiva que tenia á la vista. Dispuesto, no obstante, á luchar hasta el último momento, para arrancar de los brazos de aquellos criminales los dos objetos que hasta entonces habian halagado su existencia, resolvió deponer todo su orgullo y su arrogancia, para emplear los recursos desesperados del que ha perdido y duda ya de su salvacion.

-Veo que sois inexorables y que no retrocedereis en vuestro camino. Sin embargo, antes de contestaros, os dirigiré una pregunta. ¿Qué pensamiento os domina al hacerme esa demanda? ¿Es el deseo de vengar alguna ofensa de que os quejeis, ó una pasion liviana?

-Ya sabeis nuestra respuesta. Nos faltan mujeres y pedimos las del castillo.

-Y si os ofreciese mas riquezas de las que necesitais para vivir considerados y honrados con vuestras esposas y vuestros hijos, ¿desistiriais de vuestro empeño?

-No, dijo Sancho con eco de voz que desvaneció esta débil esperanza.

-¿Vosotros contestais de la misma suerte? añadió D. Rodrigo dirigiéndose á los soldados.

-Nosotros aceptaremos lo que Sancho resuelva.

Los ojos del ballestero despidieron una mirada orgullosa, que hizo extremecer al caballero.

-¿De modo que tú eres el autor de esta traicion? le dijo.

-Sí señor; debo confesarlo.

-¿Y qué móvil te guia para olvidar tan presto los bienes que has recibido de los señores de Cabezon?

-Ninguno, si se esceptuan, el ciego amor que me inspiran vuestra esposa y vuestra hija.

-¡Miserable! ¿Has olvidado la indulgencia con que he castigado tus pasiones livianas? ¿Es esta la recompensa que me concedes?

-Señor, no podemos detenernos ya un solo instante. O al punto os resolveis, ó de lo contrario, quedareis encerrado en este aposento hasta que dispongamos de vuestra persona.

El anciano, dominado por el delirio cojió de nuevo el puñal y se arrojó frenético, primero sobre Sancho y luego por los que vinieron en su auxilio. Pero antes de que tuviese tiempo para herir, se hallaba aprisionado con las manos atadas á la espalda.

El infeliz, al verse en este estado, cayó en el pavimento despidiendo mil gemidos de dolor.




ArribaAbajo- XXII -

-Aquí hemos terminado, dijo Sancho á sus compañeros; pero ninguno hizo el mas ligero movimiento. La vista de don Rodrigo les dejaba absortos.

-¿Quereis hacerle compañia? preguntó Sanzho con irónico acento.

Ninguno respondió. Parecia que una mano invisible les habia encadenado al pavimento.

El anciano se incorporó, y levantándose penosamente, volvió á sentarse en el sillon cubriéndose el rostro con las manos.

-Marchemos, dijo el ballestero Sancho dirigiéndose á la puerta.

D. Rodrigo, como si acabase de pisar algun reptil venenoso, se levantó con presteza.

-¿A dónde vais? preguntó con voz apagada.

-Al aposento de las damas, contestó Sancho.

-¡Oh! ¡Deteneos! Permitidme al menos que las vea antes.

-No es posible; dijo Sancho dando un paso hácia la puerta.

-¡Dios mio! ¡Dios mio! ¡Esto es horrible! murmuró el anciano. No puedo faltar á la fé jurada á mi señor; pero el sacrificio que ahora me impone es espantoso. ¿Qué haré? ¡Oh! ¿Qué haré? Morir, sí, morir antes que ver mi afrenta. Dadme un puñal: una espada, ó lo que querais, ya que sois tan inhumanos que os negais á matarme. Os lo ruego por la memoria de vuestra madre.

-Esto es ya demasiado, dijo Sancho. Dejadle, porque si continuamos aquí, no acabaremos nunca.

Los soldados parecieron reconocer la justicia de esta observacion y dieron algunos pasos atras para retirarse. Entonces D. Rodrigo, ciego y desalentado, corrió á la puerta y la cubrió con su cuerpo.

-Para atravesar este umbral, dijo con la vista extraviada y el semblante descompuesto, habeis de pasar sobre mi cadáver.

Sancho era el mas sereno de sus compañeros, y el mas interesado en que terminase cuanto antes aquella excena. Dispuesto, pues, á cometer un doble crímen, dijo á aquellos con una sangre fria horrorosa.

-Ya que lo desea, morirá.

-No, no, exclamaron todos á una voz. Seria un asesinato horrendo.

-Señor, dijo uno de los malandrines; el diablo se ha introducido esta noche en nuestras venas... Un apetito liviano nos extravia... ¿Quereis otorgar la demanda que os hizo Sancho? Entonces dejadnos libre el paso... ¿Os negais á satisfacerla? Entonces mandad que se levante el rastrillo y saldremos al campo... Ahora resolved. ¿No es esto, camaradas, lo que deseais? añadió el soldado dirigiéndose á los demas.

Todos manifestaron su conformidad con una expresion que hizo temblar á Sancho. El miserable dudó un momento de la realizacion de su proyecto, con el giro que los soldados habian dado á la demanda.

D. Rodrigo guardó silencio por algunos instantes.

-¿Me concedeis una tregua para reflexionar? preguntó.

-No, es muy tarde, dijo Sancho.

-¿Qué tiempo necesitais? preguntó el soldado que acababa de hablarle.

-Muy poco, si contestais á dos preguntas que os dirigiré.

-Hablad lo que gusteis, señor.

-Si os niego lo que pedis y abandonais el castillo ¿Volvereis á defenderlo?

-No; porque ya no nos admitiriais, y porque quizá las aventuras que correriamos esta noche nos distraerian mas tiempo del necesario para que el rey D. Pedro se apoderase de la fortaleza.

-Y si yo accediese... ¿Me abandonariais despues?

-No señor; os salvariamos del asedio ó sucumbiriamos á vuestra vista envueltos entre los escombros del castillo.

-Ya sabeis que antes que rendirme, le pondré fuego y moriré entre sus ruinas.

-Seguiremos vuestro ejemplo.

El anciano aun pretendió dirigir otra pregunta; pero las palabras que iba á pronunciar abrasaban sus lábios y ponian un nudo en su garganta.

-¡Oh! dijo con acento desgarrador, á pesar de vuestra deslealtad, me habeis juzgado con acierto. Sabeis que por no entregar el castillo á los enemigos de mi señor, haré el sacrificio mas costoso... Vuestra sagacidad no os ha engañado esta vez. D. Rodrigo sucumbirá, pero con honra...

Y su vista extraviada se fijaba ya en un soldado y ya en otro esperando hallar un semblante compasivo. ¡Vana esperanza! Embriagados con el seductor espectáculo que se ofrecia á su vista no daban la mas ligera muestra de arrepentimiento.

-¡Y bien! dijo Sancho ¿Os negais á responder?

-Sí, podeis partir, respondió con voz sombria.

-¿De modo que aceptais? dijeron los soldados.

El anciano solo respondió con un movimiento convulsivo; pero al ver que se acercaban á la puerta y que pretendian forzar el paso, cayó de rodillas.

-Ya me teneis deshonrado, dijo con lágrimas de desesperacion. Estoy á vuestros pies demandándoos compasion. ¿Por qué no me matais? ¿No veis que es horrible lo que vais á hacer, y mas horrible el dejarme aquí débil y vencido, encadenado por el honor y en la imposibilidad de socorrer á mi esposa... á mi Blanca idolatrada... ¡Oh! ¿No teneis esposa? ¿No sabeis lo que es entregar de la manera que deseais á un ángel de candor como mi hija Blanca? Vosotros, si no comprendeis lo que siento ahora será porque no teneis hijas... porque no habeis amado...

El anciano, ahogado por los sollozos hizo una pausa. Los soldados sin conmoverse, respetaron por un instante el dolor de aquel padre desgraciado.

-¿Qué me importará la vida si no puedo disfrutarla á su lado? ¡Oh! ¿Vosotros sereis generosos? ¿No es cierto? ¿No cometeries ese crímen? La justicia de Dios y de los hombres os anonadaria con el peso de su rigor... Volved á vuestros puestos, os lo ruego... Yo haré venir á vuestras mujeres... El rey no me negará esta gracia...

-Hé ahí al orgullo castellano á los pies de sus vasallo! dijo Sancho de repente con una voz de hiena que resonó en los aposentos mas apartados del castillo.

D. Rodrigo, como si acabase, de pisar una vívora, se levantó de repente; y mirando al ballestero de arriba á bajo con una mirada de orgulloso desdén, le dijo:

-Me avergüenzo de haberte considerado como á mi semejante, porque solo una fiera salvaje puede abrigar un corazon como el tuyo.

Y luego, dirigiéndose á los soldados, prosiguió.

-Mis ruegos los habeis desechado. ¿No es cierto?

Los soldados hicieron un movimiento afirmativo con la cabeza.

-Partid al punto, les dijo en una actitud régia, mostrándoles la puerta. D. Rodrigo de Cabezon, sacrifica á su esposa y á su hija; pero no faltará á la fé jurada á su señor. Aunque vuestra alma pertenece al infierno, supongo que no olvidaréis la condicion que habeis impuesto á este pacto horrible. No abandonaréis la fortaleza.

-Lo juramos de nuevo.

-Id, y plegue al cielo, que antes de pisar los umbrales de la estancia de esas dos mártires, haya yo dejado de existir.

Sancho fué el primero en abrir la puerta, y sus compañeros se volvieron para seguirle. Antes, sin embargo, de que diese un solo paso, apareció en el umbral doña Beatriz, pálida, con el cabello en desórden, la mirada fija y saliente, y en un estado de amargura dificil de explicar.

-Todo lo he escuchado, dijo con un acento pavoroso que por un momento aterró á los soldados.

Luego, adelantándose con paso vacilante hácia su esposo, le tendió la mano. El anciano la besó con emocion.

-Rodrigo; has estado sobrado débil... ¡Oh! mucho me amas!!!

Dos lágrimas abrasadoras corrieron por el pálido semblante de la noble matrona imprimiendo en él un sello de tristeza que en aquel momento hubiera conmovido al ser mas insensible.

-Sancho, prosiguió dirigiéndose al ballestero, alguna furia del averno te ha inspirado esta noche. Quiero forjarme la ilusion de que todo ha sido un sueño de mi acalorada fantasia... Sí; porque la naturaleza se extremece y se subleva á la idea de un crímen tan inaudito como el que intentas fraguar. Es imposible que la perversidad de tu alma haya llegado hasta el extremo de olvidar que hubieras sucumbido por los horrores del hambre en algun extraviado camino, á no haber tenido compasion de tí los bienhechores que ahora quieres sacrificar. ¡No; tú no eres el ballestero Sancho que he visto siempre solícito por el bien de los señores de Cabezon. Sin duda soy juguete de alguna ilusion. Responde. ¿Eres el mismo? porque no quiero dar crédito ahora á mis ojos.

-El mismo soy, dijo el ballestero bajando los suyos fascinado por la mirada de la castellana.

-Luego me han engañado mis oidos, añadió esta. Tú no eras el que pedia nuestra deshonra. ¿No es cierto?

-Señora, en este momento no debais ocuparos de hacer preguntas, sino de cumplir la voluntad de vuestro dueño. Ya sabeis lo que ha resuelto D Rodrigo.

La dama dirigiéndole una mirada de soberano desprecio, le dijo.

-Ahora te reconozco. Sí; recuerdo que eres el miserable que ha turbado el reposo de las familias de mis vasallos... Tienes razon; quién ha sido tan débil al oir las quejas de los padres y de los esposos, justo es que ahora sufra la ley de la expiacion. Tambien tu la conocerás y muy en breve.

Luego, dirigiéndose á los escuderos, añadió.

-Vosotros, nobles defensores de la honra del señor de Cabezon, ¿quereis en premio de vuestra ayuda, nuestro único bien, el único lazo que nos une á la vida? Responded. ¿Habeis concebido tan espantoso delito, ó os han mandado cometerlo?

-Señora; Sancho nos ha impulsado; pero ahora obramos por cuenta propia.

-¿Y habeis desistido?

-Para eso, dijeron algunos, fijando en su bello rostro una mirada de fuego era preciso que no os hubiéramos visto.

La noble dama se extremeció lijeramente, y su mano, trémula por la emocion, limpió el copioso sudor que corria por su frente.

-Rodrigo, dijo apoderándose de sus manos y besándolas con exaltacion. Soy tu esposa y debo mostrarme digna de tí. Mi corazon late con noble orgullo al recordar tu grandeza. El sacrificio es horrendo, pero está mas alto tu honor que es el mio y el de mis hijos. No sufrirá menoscabo ante esta prueba horrible. No se dirá, no, que los señores de Cabezon han faltado á la lealtad castellana. Tu mision con estos hombres ha terminado. Ahora va á empezar la mia. Aléjate de aquí. Dentro de una bora podrás reunirte conmigo, si como espero, no me abandona el valor en este momento supremo...

-No; no me separaré de tí.

-¡Ve á cuidar de la honra de tu hija! Yo defenderé aquí la mia!!

La exaltacion de doña Beatriz al pronuncir estas palabras era indefinible. Algunos de los escuderos retrocedieron admirados de la terrible trasformacion, que habia sufrido su aspecto. Solo Sancho el ballestero, pareció no advertir la desesperacion infinita de aquella desventurada. Su esposo, olvidando el peligro que tenia á la vista la contempló con una expresion orgullosa, sintiendo circular por sus venas la sangre de sus años juveniles.

-Beatriz, voy á socorrer á nustra hija, dijo apoderándose de sus manos y extrechándolas contra su pecho.

Sola la dama, dirigió á los escuderos esa mirada fascinadora que tanto les habia sobrecogido al entrar en el aposento. Como una leona que ve al enemigo que va á privarla de sus hijos, retrocedió un paso mirando frente á frente á los mas osados.

-Ya me teneis en vuestra poder, dijo sacando de su seno un agudo puñal. Podeis acercaros. El primero que intente dominar la distancia que nos separa, caerá muerto á mis pies... ¿vacilais? prosiguió al ver que los escuderos se miraban en silencio.

Sancho no habia perdido su serenidad y solo daba muestras de una agitacion febril á medida que se aumentaban los obstáculos para la realizacion de sus deseos.

-Camaradas, dijo, á sus compañeros. Os dejo con la bella castellana mientras yo voy á disponer á su hija para que os reciba con mas agrado.

Los escuderos dieron muestra de una indecision momentánea que Sancho comprendió al punto.

-Si necesitáis de mi ayuda, dijo con irónico acento, para someter á esta heroina, me quedaré á vuestro lado.

-Véte, dijeron los escuderos. Acaso para vencer á una dama tan hermosa, necesitamos de otros auxilios que nuestros brazos amorosos?

Sancho se sonrió y despues de dirigir á la dama una mirada desdeñosa, salió con presteza cerrando la puerta del aposento.

-Exgrimid vuestro puñal, dijo uno de los escuderos adelantándose y no deis el golpe en vago.

Y en un rápido movimiento cogió á la dama por la espalda, sujetando el brazo que empuñaba todavia el acero.

-Ya estáis desarmada, y por consiguiente, ya sois nuestra...

Dos escuderos ayudaron al que acababa de dar este golpe á colocar la dama en el sillon, mientras que aquel la sujetaba por la espalda.

Camaradas, dijo á los demas; podeis seguir á Sancho y ayudarlo en su empresa, aquí no os necesitamos, porque somos muchos. Si preferis la madre, os la dejaremos y marcharemos al encuentro de la hija si es que Sancho la hizo ya saltar...

Los escuderos se resignaron y partieron al momento. Solo cuatro quedaron en el aposento de la dama.

Despues de su salida tuvo lugar una escena horrible que no podemos describir...

Sancho, al llegar á la puerta del aposento de doña Blanca, la encontró cerrada. D. Rodrigo la habia asegurado por dentro. El ballestero no retrocedió. Exaltado por el fatal pensamiento que le dominaba empezó á descargar fuertes golpes.

-¡Abrid! ¡Abrid!!

¡Empeño inútíl! El anciano teniendo estrechamente abrazada á su hija ni siquiera se atrevia á respirár.

-¡Abrid, ó hago pedazos la puerta! repitió el ballestero.

Pero el silencio, sucedió á está pregunta.

De repente un sordo rumor se percibió á lo lejos, anunciando alguna cosa extraordinaria. Sancho atravesó el corredor como una exalacion. Subió la escalera de la torre y se asomó. En medio de la oscuridad percibió un grupo de hombres que se acercaba haciendo temblar el suelo con el peso de sus armas. Ciego y desalentado, se dirigió al puesto á tocar la vocina, anunciando la llegada del enemigo, y luego sin detenerse volvió, al aposento de doña Blanca. El señor de Cabezon al sentir aquel aviso de alarma salió apresuradamente con sus armas.

-¡Ellos son! dijo el ballestero corriendo, á su lado, rendido de cansancio.

-¡Me engañas, villano!

-Os juro que el rey nos dá el asalto.

-¡Oh! ¡El infierno se ha conjurado contra mí!

-¿Dudáis?, esclamó el escudero. ¡Pues bien! Escuchad...

En efecto; el ruido de las armas alternaban ya con los golpes de las ballestas al herir las ventanas y los muros del castillo.

-Corramos al punto, dijo D. Rodrigo.

-Sí; pero es preciso que dos hombres nos acompañen, y ahora lo considero muy dificil.

-¡Oh! ¡Por el cielo, exclamó el anciano; sálvame y te hago dueño de mi vida!

-¿Y de vuestra esposa?

-Sí.

-¿Y de vuestra hija?

-Sí, y hasta de mi alma, si es preciso, para no faltar á la fé jurada á mi señor!!!

Un relámpago brilló en los ojos del ballestero al oir estas palabras.

-¡Venid! ¡Venid! Os salvaré.

Y acercándose á la puerta del aposento en que habia quedado la dama con los cuatro escuderos, gritó.

-¡El rey se apodera del castillo!!!

Los otros cuatro escuderos habian sido los primeros en advertir la llegada de las gentes de D. Pedro y en dar el aviso á sus compañeros. Antes que nada, era su vida, y para salvarla, abandonaron su presa...

Sancho al ver que todos estaban en sus puestos, y que el asalto era rechazado, voló al aposento de doña Blanca y la halló de hinojos anegada en llanto y pidiendo al cielo el término de aquella cruel agonia...

-¡Sancho! Exclamó al verle. ¿Se ha salvado mi padre?

-Sí señora.

-¿Se alejan los soldados del rey?

-Acaban de reconocer su error. Juzgaron que estábamos rendidos por la fatiga, cuando de pronto nos vieron en las almenas.

-¡Dios mio!!! Os doy gracias!!!

Sancho al verla en aquella actitud suplicante, acabó de perder la razon. Con un esfuerzo violento cerró la puerta, y arrojándose sobre la virgen de Cabezon, exclamó con un acento que nada tenia ya de humano.

-¡Oh! Al fin he llegado á realizar el sueño de mi vida!!!

Entonces tuvo lugar otra excena tan horrible como la de que acababa de ser víctima la infortunada señora de Cabezon...




ArribaAbajo- XXIII -

Los dos escuderos que habian abandonado el castillo por no hacerse cómplices del delito que fraguaban los demás, no tardaron en ser sorprendidos por los centinelas avanzados del rey D. Pedro. Como en aquel momento, esta prision era el complemento de todos sus deseos, solicitaron que al punto los llevasen á la presencia del rey porque tenian que revelarle un acontecimiento de la mayor importancia. Los soldados, juzgando que este era un pretexto para solicitar el perdon de su soberano, no les prestaron la menor atencion; y á pesar de sus ruegos y de sus súplicas fueron conducidos á una de las cabañas en que estaba acampado el cuerpo que mandaba Men Rodriquez de Sanabria. Este recorria los puestos cuando llegaron los prisioneros. Al regresar una hora despues á su tienda, le participaron que aquellos esperaban sus órdenes. Men Rodriguez, enterado de las circunstancias de su captura, creyó que merecia algun exámen el deseo que manifestaban de ver al rey. Deseoso, pues, de averiguar lo que hubiese en aquel incidente, dispuso que los prisioneros viniesen á su tienda. Estos, á medida que trascurria el tiempo, se impacientaban porque su deseo de ver al rey no tenia otro objeto que referir lo que pasaba en el castillo, y solicitar que diese el asalto para evitarque se cometiese el crímen que los habia alejado del castillo.

Men Rodriguez conocido en la historia por el caballero leal, no podia oir indiferente la relacion de los prisioneros. Al saber lo que ocurria en el castillo, corrió á la tienda del rey y le halló entregado á un sueño profundo. D. Pedro apreciaba en alto grado las prendas de aquel caballero, y aun en su córte era citado por uno de sus privados: pero á pesar de esto, Men Rodriguez no se atrevió á despertarlo temiendo incurrir en su enojo. Prefirió, pues, correr un riesgo mas grave, haciendo mover el cuerpo que tenia á sus órdenes, y emprendiendo con él alguna operacion que alarmase á los escuderos del castillo, les obligara á renunciar por el momento á su proyecto. Con este objeto dispuso que sus gentes empezasen á moverse, no haciendo sonar sus armas, para sorprender á la guarnicion del castillo. A pesar de esta precaucion, Sancho que en medio de su extravio, estaba atento á todo, pudo frustrar esta tentativa, de fatales consecuencias para D. Rodrigo y los suyos.

A la mañana siguiente, Men Rodriguez de Sanabria se presentó en la tienda del rey cuando acababa de levantarse.

-¿Cómo tan temprano? preguntó sorprendido.

-Señor; desde anoche estoy indignado por lo que acaba de pasar en el castillo.

-¿Qué ha ocurrido?

-La guarnicion hizo traicion al castellano.

-¿Quién te ha comunicado esa nueva?

-Dos escuderos que no quisieron apoyar la demanda de sus compañeros.

-¿Qué pedian esos traidores?

-Que D. Rodrigo de Cabezon les entregase su mujer y su hija.

-¡Miserables! ¿Y no les ha mandado colgar en la torre?

-¿No veis que se halla en su poder?

-¡Ah! Sí; tienes razon. Y bien ¿qué sucedió?

-Que D. Rodrigo se vió precisado á acceder á la demanda criminal.

-¡Rayo del cielo! exclamó D. Pedro con el rostro contraido por la cólera. ¿Se habrá cometido el crímen?

-Sí señor.

-Presto; ahora mismo corre al castillo y dile á D. Rodrigo que me envie á esos traidores porque voy á castigarlos.

-Señor...

-¿Aun no has partido? ¿Crees que no haré justicia porque D. Rodrigo de Cabezon me tiene sediento de venganza con lo que aquí me hace sufrir?

-No lo dudo; pero...

-Corre al punto. Dentro de media hora has de estar de vuelta con su respuesta.

Men Rodriguez partió al momento sin hacer la menor objecion. El estado del rey no daba treguas. La nueva de aquel crímen inaudito le hacia olvidar que D. Rodrigo de Cabezon era su enemigo, y que habia jurado demoler su castillo y colgar á sus habitantes.

A penas habia llegado Men Rodriguez á los primeros puestos avanzados, cuando sintió una voz apagada que le llamaba. Era el ermitaño que pálido como un difunto queria aprovechar la salida de Men Rodriguez para penetrar en el castillo. En el estado en que este se encontraba, dudaba de que le admitiesen, no siendo con el heraldo del rey.

Al llegar al puente, vieron á los centinelas en sus puestos que esperaban al mensagero. Una señal del real les habia anunciado su salida.

Cuando Men Rodriguez y el padre Anselmo entraron en el salon del castillo, lo hallaron desierto. Un momento despues apareció D. Rodrigo desfallecido y apoyado en un grueso palo. A penas podia caminar... En su semblante macilento estaba ya impreso el sello de la muerte. El ermitaño al verle en aquel estado despidió una exclamacion de dolor y se arrojó en sus brazos.

-¡Rodrigo! ¿qué es lo que ha pasado? preguntó temblando de emocion.

El anciano apoyado en el brazo de su hermano pudo arrastrarse hasta un sillon despidiendo algunos gemidos ahogados que conmovieron al heraldo del rey.

-Nada me preguntes, respondió extremeciéndose. El recuerdo de un crímen tan horrendo... me precipita... en el sepulcro.

-¿Y esos traidores?

-Cada uno cumple con su deber... ocupando su puesto... No han faltado.. á su promesa... defenderán el castillo... El rey no será vencedor... Empero... esta victoria... la compro... á precio... de mi vida... Lo conozco, Anselmo... yo sucumbo... Para mí... será un bien... La vida en el estado en que me encuentro... seria horrible... No la acepto... Quiero morir... y morir antes de que esos bandidos... se sacien y abandonen su presa... porque entonces.. me abandonarian...

El ermitaño derramando lágrimas amargas extrechaba contra su pecho al infortunado anciano, pretendiendo infundirle un valor que no poseia en aquel momento.

-¡Noble anciano! dijo Men Rodriguez con emocion. El rey D. Pedro de Castilla celoso de la honra de sus vasallos, quiere saber si es cierto que anoche en este castillo se ha cometido un crímen espantoso á cuyo recuerdo tiembla de indignacion.

-¡Plegue al cielo que todo hubiera sido un sueño! murmuró sollozando.

-Pues bien; el rey que olvida á su enemigo cuando tiene que defender su honra, me envia á vos para que le entregueis los traidores que tanto os ofendieron, á fin de que sufran el castigo que demanda la enormidad de su crímen.

El anciano despidió un gemido doloroso ocultando la cabeza entre sus manos.

-¿Dónde están esas desventuradas? preguntó el ermitaño á su oido.

-En su aposento... Creo que han perdido la razon...

-¡Dios mio! ¿Eso mas?

-Lo que es Beatriz... no se salva del extravio... que la domina.

-Voy á su lado.

El padre Anselmo saludó á Men Rodriguez, y corrió al aposento de las damas.

-Caballero, dijo el anciano, la demanda del rey me conmueve. Estos traidores, es cierto, cometieron un crímen horrible...; pero yo... he tenido que autorizarlo... ¿No veis que defienden el castillo... y que sin su ayuda... tendria que... rendirme y faltar... á D. Enrique?...

-¡Funesta adhesion! murmuró Men Rodriguez. ¡Un bastardo traidor á su rey y á su hermano!...

-Os ruego que... no le ofendáis... Es... mi señor!!

Don Rodrigo pronunció estas palabras con el último resto de energia que habia en su apagada existencia.

-¡Y bien! ¿Seguireis defendiéndoos con esos traidores?

-¡Oh! Y dichoso una y mil veces si... no me abandonan.... cobardemente.

-Pero señor, es preciso que sufran un castigo ejemplar. ¿O quereis perdonar su delito?

-La muerte mas horrible... dijo el anciano con una terrible expresion, no satisfaria la sed que tengo de su sangre...

-Ayudad, pues, al rey. ¿Le autorizais para que disponga el castigo?

-Sí; cuando levante el sitio ó haya sucumbido. Mi fin está muy próximo.

-Vuelvo al real á manifestar á D. Pedro la imposibilidad de que por ahora se realicen sus deseos. En el ínterin, contad con Men Rodriguez para vengaros.

-Gracias, noble caballero, y dádselas tambien al rey en mi nombre, aun cuando es culpable tambien de... lo que ha ocurrido...

-En ese caso vos debeis acusaros, porque sin la resistencia que habeis hecho, esos traidores no hubieran osado atentar contra vuestra honra como lo han hecho.

-Tal vez la razon sea vuestra y la culpa solo mia... ¡Que el cielo me perdone si mi lealtad me ha engañado esta vez!

Men Rodriguez conmovido del triste estado en que se hallaba el señor de Cabezon, salió de su castillo, dispuesto á sacrificar su reposo, si era preciso, para exterminar á los traidores desalmados que de aquella suerte habian abusado de la crítica situacion del castellano.

El rey le esperaba con impaciencia. Tambien ardia en deseos de castigar aquel atentado, y de hacer un ejemplar para que sirviese de escarmiento á los que abrigasen la esperanza de que dejaria impunes los desafueros hechos á los partidarios del conde de Trastamara.

-¿Qué ha contestado el castellano? preguntó D. Pedro á Men Rodriguez tan pronto como entró en su tienda.

-Señor, le he hallado en un estado de angustia que hubiera conmovido á una roca. Está agobiado, y el desaliento le domina hasta el extremo de que no puede dar un solo paso. Mucho agradeció el mensaje, pero no puede satisfacer nuestros deseos. Parece que todos los escuderos han tomado parte en la traicion, y si fuese á castigarlos, como vos deseais, quedaria el castillo abandonado á merced de vuestras gentes.

-De modo que por no faltar á su juramento, continúa gustoso al lado de los ladrones de su honra. Vive Dios que la lealtad de ese castellano traspasa los limites de la razon. ¡Dichoso el Señor que tiene deudos tan fieles! Ahora estoy mas interesado en salvarle de esos malandrines. Vuelve ahora al castillo y dile á D. Rodrigo que por cada traidor que le rodea, le enviaré uno de los caballeros mas valerosos y mas dignos de mi ejército. Que antes les hare jurar por su fé de caballeros, que defenderán el castillo hasta derramar la última gota de su sangre; que D. Pedro se deshonraria si continuase sitiando un castillo que está, defendido por seres tan degradados, y que si no acepta mi demanda, emplearé el último esfuerzo para apoderarme de su fortaleza.

Men Rodriguez admirado de aquella demanda singular y complacido en extremo del medio ingenioso que el rey habia hallado para castigar á los traidores del castillo, salió con presteza de la tienda para cumplir al punto su mensaje.

Don Rodrigo seguia solo, encerrado en su aposento, y agobiado bajo el peso de una desesperacion infinita. Desde la noche anlerior, apenas habia acompañado á las damas. Su aspecto abria una herida mas profunda en su pecho, y no podia contemplarlas indiferente. En aquel momento el padre Anselmo se hallaba á su lado proponiéndolas el salir del castillo y pasar á un convento, mientras no se resolvia la lucha empeñada contra los muros de Cabezon.

Don Lope Alvar de Rojas, á quien hemos abandonado desde la llegada del rey á Cabezon, el dia señalado por Sancho acudió á la choza en que debia encontrarle; pero el lugareño tenia órden de no guiarlo al castillo. Contrariado el caballero, volvió al siguiente dia, y obtuvo la misma negativa. Persuadido entonces de que el ballestero le habia olvidado, iba á amenazarle con descubrir su traicion á D. Rodrigo, cuando recibió aviso para que de allí á tres dias le esperase en la choza á las diez de la mañana. Impaciente D. Lope por realizar cuanto antes su venganza, se dirigió al lugar de la cita antes de la hora señalada. Sancho se presentó diligente, pero con ánimo de volver en seguida al castillo. Interrogado por D. Lope solo contestó que la venganza de entrambos se hallaba satisfecha desde la noche anterior. El caballero, en extremo alborotado, pidió explicaciones; pero el ballestero no podia perder un instante, y se limitó á rogarle que lo siguiese y que en el castillo sabria lo ocurrido.

Al penetrar D. Lope en el interior del edificio, Sancho le indicó el camino del aposento de D. Rodrigo, y lo dejó solo, sin darle mas explicacion que la seguridad de que se hallaba vengado á medida de su deseo.

En aquel momento, el castellano recibia por segunda vez al mensagero del rey D. Pedro. Men Rodriguez no se habia detenido un instante, ansioso por manifestar á D. Rodrigo que se hallaba arreglado el medio de castigar á los traidores que le rodeaban, sin que la fortaleza quedase á merced del sitiador.

Hallábase el anciano sumido en una dolorosa meditacion, cuando penetró en su aposento Men Rodriguez de Sanabria. Apenas habia tenido tiempo para contestar á su saludo, cuando la puerta giró sobre sus goznes, dando paso á D. Lope Alvar de Rojas. D. Rodrigo, al descubrirlo, despidió una exclamacion de asambro, y su cuerpo empezó á conmóverse víctima de una repentina agitacion.

-¿Qué quereis? preguntó con voz alterada.

Don Lope se habia turbado; al encontrarse con Men Rodriguez, uno de los caballeros mas notables de aquella época, y por consiguiente un enemigo de su venganza. Sin embargo, procuró serenarse, y con tranquilo acento respondió.

-Cuando despacheis con este caballero hablaremos, D. Rodrigo.

Este, con una creciente agitacion, fijó una mirada escrutadora en el semblante de su enemigo, y viendo que al parecer estaba tranquilo, le dijo.

-Es un mensagero del rey.

-Entonces me retiraré.

-No, no, podeis escucharle. Presiento que de su mensaje podreis hacer alguna deduccion provechosa.

Men Rodriguez se esforzaba, aunque inútilmente en explicarse la entrada de D. Lope en el castillo, cuando él solo habia podido alcanzar la merced á su carácter de mensagero.

-Dignaos, señor, le dijo el anciano, participarme el mensaje del rey.

-Don Pedro de Castilla, respondió con grave acento el leal castellano, no puede olvidar un solo instante lo angustioso de vuestra situacion, y la horrible violencia que habeis sufrido. Para salvaros de ella y vengar vuestra ofensa que la acepta como suya propia, os pregunta si quereis aceptar por cada traidor que está á vuestro lado, un caballero de la flor de su ejército, dispuesto á morir en vuestra defensa antes que consentir que su rey y su señor fije su planta en el castillo.

Una lágrima abrasadora corrió por el arrugado semblante del anciano al escuchar el mensaje. Aquella demanda de parte de un enemigo que debia estar sediento de su sangre, le habia causado una impresion indefinible.

-¡Oh! murmuró sordamente. Ahora conozco que mi lealtad ha sido mal empleada.

Y oprimiendo la frente con sus manos, prosiguió:

-El recuerdo de aquella noche se presenta ahora á mi imaginacion para complicar mas la situacion terrible en que me encuentro. Entonces su generosidad abrió una herida en mi pecho, y lo que ahora me manifiesta, parece el último golpe, el mas contundente, que se descarga sobre el sólido edificio, que sostiene la fé que he jurado á mi señor.

-¿Nada me respondeis? pregunto Men Rodriguez sin comprender una sola palabra de este discurso incoherente.

-Sí, decidle al rey que acepto.

-Gracias, señor, en su nombre.

-¡Oh! ¡No compliqueis este sonrojo! No puede explicaros cuanto me humilla la bondad de ese monarca á quien tanto ofendo.

-¿Por qué no solicitais su gracia?

-Callad, por el cielo, callad. D. Rodrigo de Cabezon jamás olvida sus juramentos. Ya sabeis cuanto por ellos ha sacrificado.

-Sí por cierto; semejante lealtad, caballero, no me admira; porque en este suelo, á pesar de las tristes discordias que nos separan, no se han olvidado todavia los deberes que impone el honor. Sin embargo, tratándose de un noble menguado y desleal como el conde de Trastamara, no comprendo una adhesion como la que le estais guardando.

-Señor; respetad mi sufrimiento...

-Perdonad, noble anciano, dijo Men Rodriguez con emocion; me he extraviado al hablaros de un noble, que sea cual fuero su condicion, es vuestro señor.

-Sois un leal castellano.

Y D. Rodrigo le alargó su mano temblorosa, que el caballero apretó contra su pecho.

-¿Cuántos caballeros queréis que vengan á defenderos? preguntó.

-Diez son los escuderos traidores.

-Diez, pues, serán los caballeros leales que los reemplacen.

-Decidles, añadió D. Rodrigo, que no abusaré mucho tiempo de su generoso esfuerzo, porque pronto sucumbiré. Entonces quedarán libres del penoso deber que ahora les impone la bondad de un monarca tan generoso como el que defendeis.

-Desterrad esa funesta idea y ocupaos tan solo de olvidar lo pasado. Presto volveré con vuestros nuevos vasallos.

Apenas se habia despedido Men Rodriguez, cuando D. Rodrigo levantándose con exaltacion de su asiento, se dirigió á D. Lope Alvar de Rojas, que arrimado á una de las ventanas del aposento habia escuchado aquel corto diálogo guardando un profundo silencio.

-¿Qué me anuncia tu presencia en este lugar? exclamó con la vista centelleante y el semblante alterado por mil diversas sensaciones?

-¿No lo comprendes, anciano?

-¡Responde! ¡responde! repitió con voz ahogada.

-Mi presencia en este sitio manifiesta que me he vengado.

-¿Luego tú eres el autor de ese crímen?

D. Lope retrocedió un paso al ver la mirada de extravio que le dirigió el anciano.

-¿De qué crímen hablais?

-¡Y aun lo preguntas, miserable! ¿No dices que te has vengado?

-Sí.

-¿Y no sabes en que consiste esa venganza?

-No; pero me han dicho que está ya satisfecha.

-Sí, y puedes mostrarte orgulloso, porque la obra concede un nuevo blason á tu escudo.

Don Lope al escuchar estas palabras sintió que un frio glacial empezaba á circular por sus venas. Nada le habia dicho Sancho; pero comprendia por el estado de D. Rodrigo, y por su conferencia con Men Rodriguez de Sanabria que alguna cosa extraordinaria habia ocurrido en el castillo.

-Puesto que te has gozado ya en mi desesperacion, y que tu venganza necesita otro espectáculo, te conduciré al aposento de tus víctimas.

-¿De mis víctimas? No os comprendo, anciano.

D. Rodrigo le miró con estupor.

-¿No era tu cómplice Sancho el ballestero?

-Sí.

-¿No le habias encomendado tu venganza?

-Sí.

-Pues ya la ha realizado, deshonrando al objeto de tu amor y á su madre tambien.

-¿Qué decis? exclamó D. Lopc pálido como un difunto mirando con espanto á D. Rodrigo.

-¿Luego lo ignorabas? dijo con una sonrisa convulsiva. ¡Oh! Ya ves como te ha complacido.

-Miserable! murmuró don Lope rechinando los dientes desesperado.

-Ahora puedes unirte á la dama que codiciabas. Poco importa que tu cómplice y sus camaradas la hayan poseido. Como sois de una misma ralea, no abrigareis escrúpulos.

D. Lope aterrado al oir estas palabras se cubrió el rostro con las manos.

-Sin embargo, prosiguió D. Rodrigo con una calma que hacia un terrible contraste con la expresion angustiosa de su semblante; la partida empeñada aun no está resuelta. Tu me arrojas ahora con vida en el sepulcro, pero no gozarás mucho tiempo de tu triunfo.

Y con paso vacilante se dirigió á la puerta. D. Lope no trató de detenerle, porque habia quedado anonadado bajo el peso de aquella espantosa revelacion.




ArribaAbajo- XXIV -

Gran bullicio reinaba en el real de D. Pedro despues de la llegada de Men Rodriguez, con la respuesta del señor de Cabezon. El rey, impaciente por terminar cuanto antes el extraño y terrible incidente que habia puesto una tregua á las hostilidades, reunió en su tienda á los principales caballeros que formaban su comitiva para darlos cuenta de todo lo ocurrido.

-Caballeros, dijo haciendo una señal á Men Rodriguez para que viniera á colocarse, á su lado; ninguno de vosotros ignora el triste acontecimiento que esta última noche ha tenido lugar en el castillo. Algunos traidores, hollando las leyes de la humanidad han impuesto al señor de Cabezon un pacto horrible para continuar defendiendo su castillo, y D. Rodrigo, fiel á sus juramentos, por mas que estos ofendan la autoridad del lejítimo soberano de Castilla, se ha visto precisado á aceptar las condiciones de aquellos desalmados. Vosotros las conoceis, y no debo mencionarlas, porque su recuerdo me exalta y á vosotros como leales y defensores ardientes de las leyes del honor, tambien os produce una justa indignacion. D. Rodrigo de Cabezon es nuestro enemigo; pero la ofensa que á recibido tambien nos alcanza, porque somos castellanos, y porque los miserables que así abusaron de su crítica situacion, llevan el mismo nombre. Seria, pues, una mengua para estos reinos, que el horrible atentado cometido en el castillo, resonase lejos del recinto en que se ha verificado. Caballeros, prosiguió el rey con airado acento. ¿Permitireis que quede impune la grave ofensa que se ha inferido al señor de Cabezon?

-No señor, respondieron todos á una voz.

-Pues bien; ya que por mí mismo he juzgado de lo que sentiriais al tener noticia de este lamentable acontecimiento, me he puesto de acuerdo con el señor de Cabezon para castigar á los traidores. Se ha resuelto, pues, que esos vengan prisioneros á nuestro poder, y que sean reemplazados en el castillo por caballeros de mi ejército. Los que quieran seguir la suerte del castellano de Cabezon, pueden adelantarse para exigirles el juramento de fidelidad y obediencia.

Todos los caballeros se adelantaron manifestando con este movimiento que se hallaban dispuestos á secundar los deseos del rey. Este, al ver aquella noble actitud, se sonrió, y un relámpago de alegria brilló en su semblante.

-Muy bien, caballeros; veo que me habais comprendido y lo aplaudo por la gloria de Castilla. El señor de Cabezon no necesita tantos defensores. Con diez se dará por satisfecho. Escojed pues, este número, ó que la suerte indique á los que hayan de componerlo.

Los caballeros conferenciaron entre sí por algunos instantes, y luego se dividieron en dos grupos. El menor que estaba mas próximo al lugar que ocupaba el rey, era el desionado para dirigirse al castillo.

-Adelantaos, dijo D. Pedro.

Los diez nobles obedecieron colocándose frente al rey en una actitud respetuosa. El les dijo.

-¿Jurais por vuestro honor guardar fidelidad al señor de Cabezon?

-Lo juramos.

-¿Y defender su castillo hasta sucumbir, si es preciso?

-Tambien lo juramos.

-¿Y que trabajareis sin treguas ni descanso para obligarme á levantar el sitio?

Los nobles al oir estas palabras retrocedieron un paso, admirados del extraño deseo del monarca.

-¿No jurais?

-Señor; faltariamos á nuestro rey.

-Sí; pero él os lo demanda.

-Entonces, lo juramos.

-Men Rodriguez, dijo D. Pedro volviéndose para llamar á su fiel partidario; volved al castillo con estos caballeros, y llevad una fuerte escolta para traer á los traidores. Decidle á D. Rodrigo que no me agradezca lo que gana en el cambio, y que sepa aprovecharlo, preparándose para contestar al vigoroso ataque que mañana daré á su castillo.

Mientras la nueva guarnicion de Cabezon se dispone á dirigirse á la fortaleza, volveremos á su recinto para buscar á D. Lope Alvar de Rojas que habia quedado inmóvil como una estatua en el aposento de D. Rodrigo, despues de conocer la venganza del ballestero Sancho.

Al principio creyó soñar, porque no podia concebir que la audacia de aquel desalmado llegase hasta el extremo de deshonrar á sus dos señoras. Sobre este punto, el caballero, no pudo abrigar dudas mucho tiempo, porque D. Rodrigo era incapaz de burlarse de aquel modo de su esposa y de su hija.

Repuesto algun tanto D. Lope de su turbacion, salió del aposento para buscar al escudero. Sus pesquisas se diriguieron primero á los aposentos de los soldados y luego á la torre; pero á pesar de la escrupulosidad, nada pudo adelantar en este primer reconocimiento. Los escuderos, permanecian en sus puestos, algun tanto alarmados al ver la frecuencia con que entraban y salian en el castillo los emisarios del rey. á no tener el convencimiento de que la fuga les seria fatal, estando dispuesto D. Pedro á castigar su atentado, ya la hubieran emprendido desde el momento que se presentó Men Rodriguez en el castillo, á pesar de que no podian imaginar que el rey tomase á su cuidado el encargo de vengar á su enemigo el de Cabezon.

Sancho, mas diestro que sus compañeros, tampoco podia sospechar el verdadero origen de las conferencias de D. Rodrigo con el emisario del rey; pero suponia que este levantaba el sitio otorgándole aquel algunas concesiones, y que el arreglo de las capitulaciones era lo que les preocupaba. No podia siquiera pensar que el señor de Cabezon accediese á la entrega del castillo, despues de haber sacrificado á su esposa y á su hija, para evitarlo, ni tampoco podia recelar de que el rey se enojase por el atentado de la noche anterior, cuando por el contrario, debia hacerle concebir las mas risueñas esperanzas. Pero á pesar de estas ideas tranquilizadoras, Sancho solo se ocupaba de escudriñar lo que pasaba en el real de D. Pedro, y en el aposento de los señores del castillo. Vijilante á todas horas, no perdia de vista ni á sus cómplices, ni á sus víctimas. Mientras D. Lope se impacientaba corriendo hasta el mas oscuro aposento del castillo para encontrarle. Sancho permanecia á la puerta del aposento de las dos damas alarmado por el mucho tiempo que habia trascurrido desde que se hallaba dentro el padre Anselmo, sin que al parecer tratase de salir. Esta larga conferencia hacia sufrir al ballestero, porque conocia el cariño que el ermitaño profesaba á las dos damas, y la influencia de que podria disponer para castigar á su verdugo. Las piernas de Sancho flaqueaban delante de la puerta, al considerar el mísero ballestero que si el padre Anselmo hacia suya la ofensa, corria grave riesgo su cabeza. Seguia preocupado con esta idea, cuando los ecos de la trompa del castillo le anunciaron que se acercaba un nuevo mensajero. Sancho se dirigió entonces á la torre, y vió con terror que el mensajero venia acompañado de una fuerte escolta. Sin poderse explicar este extraño mensaje anunciado con tanta pompa, envió á un escudero á dar aviso á D. Rodrigo, y á preguntarle si se levantaba el puente para el mensagero y su escolta, ó tan solo para el primero. La respuesta del castellano no admitia réplica: «Siendo mensagero, no puede abrigar pensamientos hostiles.» Y D. Rodrigo dispuso que entrasen los caballeros que le acompañaban. Sancho vaciló un instante antes de comunicar esta órden, pero como sus temores no partian del campo de D. Pedro, se dispuso á levantar él mismo el puente para saber sin tardanza el objeto que impulsaba á éste á enviar su mensaje con tanto acompañamiento.

Cuando los caballeros de D. Pedro se acercaron al castillo, el ballestero les gritó para que se detuviesen, abrigando todavia algun recelo á pesar de su confianza. Habiéndoles preguntado despues, por qué razon acompañaban al mensagero, éste, que era Men Rodriguez respondió que el rey tenia noticia de que se hiciera traicion á D. Rodrigo, y que para evitar un nuevo atentado, despachaba á su mensajero con escolta suficiente para prometerse que volveria sin recibir la menor ofensa.

Sancho se inmutó al oir esta respuesta, y convencido de que el rey tenia motivo fundado para sospechar de la lealtad de los defensores del castillo, mandó levantar el puente, indicando á los caballeros que podian pasar sin temor.

D. Lope, en el ínterin, corria desalentado por el castillo, sin saber dónde se hallaba. Despues de rodar de uno en otro aposento, fué á salir al corredor que guiaba al de D. Rodrigo, en el momento que éste se dirigia al mismo para recibir al mensajero.

-¿No has podido encontrar la salida? dijo con voz de trueno cogiéndole de la mano y arrastrándole á su aposento. Pues bien; ya que tu destino te cerró la puerta, D. Rodrigo te abrirá otra.

Don Lope se dejó conducir sin la menor resistencia hasta el aposento; pero al llegar al umbral se detuvo.

-Decidme dónde se encuentra el ballestero Sancho, y luego disponed de mí como gusteis.

-Sancho, en este momento, debe hallarse seguro en poder de los nuevos defensores del castillo. Esperad un momento y le acompañareis al real de D. Pedro.

-¿Va á ser castigado?

-Ignoro lo que el rey hará; pero lo reclama con los demás cómplices que le ayudaron á cometer el crímen.

-¡Dios sea loado! ¡Los criminales expiarán su delito!

-Tambien el vuestro no quedará impune. Tranquilizaos; el rey don Pedro sabe administrar justicia, y dará á cada uno su merecido. Vos, como principal autor de la conjuracion, ireis á dar estrecha cuenta de vuestra feroz venganza.

-Os engañais D. Rodrigo. D. Lope Alvar de Rojas condena como vos lo que ha pasado en el castillo, y si el crímen pudiera lavarlo con su sangre, ahora la derramaria. ¿No sabeis que amo á doña Blanca? ¿Cómo, pues, habia de consentir que se la deshonrase? ¡Maldicion sobre los que atentaron contra su pureza! ¡Oh! Si el rey les castiga, podrá contar con el apoyo de mi brazo hasta que triunfe su causa.

-Es probable que no le acepte, dijo D. Rodrigo, siempre con acento irónico; cuando conozca que el atentado de los escuderos ha sido obra vuestra para vengaros de un mísero anciano.

Un ruido de pasos que se sintió en el corredor, obligó á D. Lope á ahogar en sus lábios la respuesta que iba á dar á D. Rodrigo.

Men Rodriguez y otro caballero de la comitiva del rey penetraron en el aposento; y al descubrir á D. Lope, le saludaron con agrado, si bien sorprendidos de su estancia en el castillo.

-Señor, dijo el mensajero á D. Rodrigo. Los traidores están prisioneros y vuestros nuevos vasallos ocupan ya las almenas. Ahora venimos á solicitar vuestras órdenes para volver al real.

-¿Cuántos caballeros quedan en reemplazo de los traidores?

-Diez, que son los que habeis pedido.

-Es que no he contado con el gefe.

-¿Está en el castillo?

-Sí; es este villano.

Y con una mano señaló á D Lope. Este, como si se sintiese herido de un golpe inexperado, hizo un movimiento, mirando al anciano con estupor.

-No es posible, dijo Men Rodriguez sorprendido. D. Lope Alvar de Rojas no puede ser cómplice de un atentado como el que vamos á castigar.

-Gracias, noble Men, por un juicio tan lisongero. No os habeis engañado. El señor de Rojas no puede abrigar pensamientos tan villanos.

-Llevadle, dijo D. Rodrigo con los ojos centelleantes de cólera. El es el que me ha vendido; el que sobornó á mis escuderos, y el que urdió la trama con la ayuda de Sancho el ballestero. Sediento de venganza, porque en una noche frustré el plan que habia tramado contra mi honra, se ha aprovechado de la crítica situacion en que me encontraba, para arrebatarme el único bien que poseia. Prendedle, señor, prendedle. Es el mas criminal de los que conducis prisioneros al real de D. Pedro.

Men Rodriguez y su compañero, admirados al ver una acusacion tan inexperada, que recaia sobre uno de los caballeros mas adiptos á la causa del rey D. Pedro, guardaron silencio no atreviéndose á aceptarla ni menos á contradecirla.

-¿Qué respondeis, D. Lope? dijo al fin Men Rodriguez interrumpiendo el silencio que habia sucedido á las palabras de D. Rodrigo.

-La verdad, caballero. Es cierto que juré vengar una ofensa que he recibido del señor de Cabezon, y que para conseguirlo, me puse de acuerdo con el ballestero que anoche dirigió aquí el motin; pero nunca podia autorizarlo para cometer un crímen tan inaudito como el que ahora todos lamentamos.

-Ya veis, como confiesa su culpabilidad, dijo don Rodigo con una expresion de triunfo que revelaba todo el ódio que profesaba al caballero.

-Don Lope, fatal es vuestra posicion, dijo Men Rodriguez con grave acento. ¿No sabiais el proyecto que abrigaban esos traidores?

-No.

-Pero vos habiais introducido entre ellos un elemento de rebelion. Sois, pues, responsable de las consecuencias que han ocurrido.

-Como gusteis, dijo D. Lope, con noble orgullo.

-¿Estais dispuesto á entregarme vuestra espada?

-Sí; á vos solo.

-Dádmela.

El caballero obedeció sin replicar, mientras que D. Rodrigo decia:

-Aseguradle bien; cuidado no se proporcione la fuga.

Don Lope, sin contestar, le dirigió una mirada de lástima. Men Rodriguez, disgustado por este consejo, dijo al anciano.

-Tranquilizaos: si don Lope me otorga su palabra de no huir, sabrá cumplirla, porque es un caballero.

-Os doy gracias, Men Rodriguez, respondió el jóven conmovido.

-Ve, miserable, dijo D. Rodrigo, ve á expiar tu delito.

-Sed indulgente, señor, repuso Men Rodriguez. El rey decidirá si es culpable. Ahora os encargo en su nombre que no desmayeis en la defensa, porque despues que los traidores hayan recibido su castigo se emprenderá un vigoroso ataque contra el castillo, y no espero que podais resistirlo.

-Descuidad, señor; con tan leales defensores, la fortaleza de Cabezon será inexpugnable.

Los caballeros que seguian á Men Rodriguez tenian ya sus instrucciones para sorprender y desarmar sin resistencia á los escuderos. Así que se levantó el puente despues de haberles dado entrada, Men Rodriguez llamó á los que se presentaron á su encuentro, y sin darles tiempo para despedir un grito, los aseguró con la ayuda de los partidarios del rey; solo Sancho intentó resistirse, pero á pesar de sus desesperados esfuerzos y de sus horribles amenazas, fué conducido con los demas á uno de los aposentos de los guardias, donde quedaron encerrados bajo la vijilancia de los nuevos defensores del castilio. Men Rodriguez con su escolta fué sorprendiendo y relevando á los centinelas, sin adoptar ya la menor precaucion, porque los principales autores del crímen estaban ya prisioneros. Cuando la antigua guarnicion estuvo relevada por la nueva, se dirigió al aposento de D. Rodrigo con el gefe de la escolta que, el rey le habia dado para conducir los traidores á su presencia.

El rey deseoso de ganar tiempo habia dispuesto que en el real se formase una especie de palenque para castigar á los escuderos de Cabezon. Los soldados con la ayada de los habitantes del lugar formaron una empalizada en el lugar que D. Pedro habia destinado para la ejecucion. Cuando llegó Men Rodriguez con su comitiva, este palenque provisional estaba casi formado, faltando tan solo las gradas en que habian de colocarse el rey y sus capitanes.

La noticia de las negociaciones entabladas con el señor de Cabezon habia atraido multitud de gentes al campamento del rey, ansiosas por conocer á los desalmados que debian expiar su crímen. Los preparativos para la ejecucion habian aumentado la curiosidad, porque todos ignoraban cómo habian de verificarse aquellas, y aun los mas allegados al rey no podian dar la menor razon. D. Pedro con su mirar sombrio habia dirigido la obra, y esperaba ya con impaciencia la vuelta de su mensagero. Cuando este penetró en su tienda, se hallaba con los ballesteros de maza que hacian el oficio de verdugos, y les comunicaba algunas instrucciones para la ejecucion que iba á verificarse.

Men Rodriguez habia entrado solo en la tienda con D. Lope Alvar de Rojas, dejando á la puerta toda su escolta con los prisioneros.

-¿Han llegado? preguntó D. Pedro sin darle tiempo para saludar.

-Sí.

-Pues que al punto se preparen. Cuatro sacerdotes les esperan en vuestra tienda. Ordenad, Men, que se reunan á los criminales y que los dispongan para el suplicio que van á sufrir dentro de una hora.

Men Rodriguez, despues de trasmitir esta órden al gefe de la escolta, volvió al aposento.

-Señor, dijo al rey señalando á D. Lope; este caballero viene tambien con nosotros como cómplice del delito que vais á castigar.

-¡Es posible! exclamó D. Pedro con asombro. ¿Vos, D. Lope, habeis tenido parte en este atentado?

-No señor; os lo juro.

-Y entonces ¿de qué os acusan?

-Vos recordareis, señor, una noche aciaga en que he tenido el pesar de incurrir en vuestro enojo.

-Sí; cuando habeis querido robar á doña Blanca de Cabezon. ¡Y bien!

-Desde aquella noche fatal he jurado vengarme de D. Rodrigo, porque me impuso un castigo que me ha deshonrado.

-¿Y qué habeis hecho para vengaros? preguntó D. Pedro con el semblante contraido por la cólera.

-Me puse de acuerdo con un escudero que hizo faltar á sus deberes á los defensores del castillo.

-¡Miserable! Luego tú eres el autor del crímen horrible que se ha perpetrado anoche.

-No señor; todo lo ignoraba.

-¿Pero no querias vengarte?

-Es cierto, mas no de un modo tan inícuo: Creedme, señor; si á costa de mi vida pudiera rescatar la honra de las damas de Cabezon, en este momento la sacrificaria gustoso.

-Tu vida solo pertenece al verdugo. ¡Ola! Juan Diente! gritó el rey con toda la fuerza de sus pulmones.

Un ballestero de talla colosal y de formas atléticas se presentó á la puerta empuñando una pesada maza de armas.

-¿Ves á este noble? le preguntó D. Pedro.

-Sí señor.

-Pues va á morir con los traidores de Cabezon. Puedes llevarle.

D. Lope, trémulo y con el corazon palpitante por el terror, hizo un violento esfuerzo para serenarse.

-Señor; dijo á D. Pedro. ¿He de morir como un villano? Ya sabeis que soy noble.

El rey guardó silencio por un instante y luego dirigiéndose á Juan Diente, le dijo.

-Los traidores morirán descuartizados, y luego sus cenizas serán quemadas y esparcidas por el viento. Este noble, aun muy criminal, no debe sufrir igual suplicio. Despues que termine la ejecucion, sobre las cenizas de los escuderos de Cabezon, colocarás el banquillo para cortar la cabeza á D. Lope Alvar de Rojas. Llévale ahora y que le auxilie un sacerdote. No le perderás de vista.

Juan Diente con su mano de hierro cogió un brazo del caballero para hacerle caminar delante.

-Escucha, prosiguió D. Pedro; cuando empiece la ejecucion de los traidores conducirás al palenque á este desventurado para que la presencie y juzgue al mismo tiempo de la gracia que su ser le concede, no haciéndole sufrir el suplicio preparado para aquellos.

Juan Diente se inclinó arrastrando fuera de la estancia al mísero caballero, sin cuidarse del estado de agitacion en que se hallaba.




ArribaAbajo- XXV -

La llegada de D. Pedro de Castilla á Cabezon, habia arrebatado parte de su dicha á la huérfana Maria. Privada de la vista de su amante, pasaba largas horas de ardoroso afan, asomada á la ventana esperando á su escudero que diariamente le llevaba noticia de su estado. El padre Anselmo, que antes apenas la abandonaba, desde que comenzaron el sitio del castillo, solo se ocupaba de los peligros que amenazaban á los señores de Cabezon, y aunque todas las noches solia venir al caserio, la jóven pasaba sola la mayor parte del dia. Diego, interesado tambien en el resultado de la lucha, hacia frecuentes viages al real de D. Pedro para saber de D. Fernando. Su vuelta era siempre esperada con impaciencia por Maria, puesto que le proporcionaba las noticias mas recientes de su amante.

El padre Anselmo y Diego se habian puesto de acuerdo para ocultar á Maria la catástrofe que habia tenido lugar en el castillo. Aunque se hallaba restablecida, la noticia podia causarla una grave impresion, tanto por la deplorable situacion en que se hallaban las dos damas, como por el triste espectáculo que se preparaba en el campo de D. Pedro. Diego, para alejar toda sospecha, se habia propuesto no abandonar á Maria mientras durase la ejecucion, y así es que al ver los preparativos que la anunciaban, se retiró presuroso al caserio dispuesto á cerrar la puerta y á no abrirla en todo el dia.

La huérfana hacia tres dias que no veia á D. Fernando. A pesar de que era muy corta la distancia que los separaba, no habia podido trasladarse al caserio en aquellos momentos de crisis en que parecia tan próximo el resultado de la lucha empeñada con el señor de Cabezon. El triste suceso que se habia verificado en el castillo era un obstáculo insuperable que le privaba del placer de reunirse de nuevo con su amada. Mientras no se castigase el crímen, D. Fernando no se atrevia á solicitar del rey el permiso para volver al caserio.

Algunos momentos despues de la última escena que queda descrita en el capítulo anterior, Maria sentada á la ventana al lado de su hermano Diego contemplaba con aire melancólico el inmenso panorama que se descubria á su vista, mientras que este inquieto y alarmado con el sordo rumor que se percibia á lo lejos, se esforzaba en persuadir á la jóven que era peligroso el establecerse en aquel sitio estando tan próximos los dos campamentos, y amenazados por consiguiente los habitantes del lugar.

-No temas, decia Maria sonriéndose tristemente. ¿Qué peligro puede correr una jóven huérfana como yo? Si al menos fuese una dama de la alta nobleza, esposa ó hermana de los defensores de Cabezon, pudiera abrigar recelos...

-Escucha, dijo Diego interrumpiéndola. Me pareee que siento trotar algunos caballos cerca de aquí.

-Sí, y parece que se dirigen al caserio, añadió Maria levantándose conmovida.

-Tranquilízate, dijo su hermano; no puede ser D. Fernando. Los caballos vienen por el camino de la ciudad.

-Sí, y ahora los descubro.

Dos caballeros cubiertos de hierro salian en aquel momento del bosque dirigiéndose al caserio. El que caminaba delante venia encubierto con su celada, sin otra divisa que las negras plumas de su casco. El otro que parecia escudero, era un jóven de airada presencia y como su compañero, montaba un soberbio caballo. Al llegar á la puerta del caserio se apearon los dos. El que caminaba delante abandonó el caballo al que le seguia y llamó á la puerta.

-¿Qué haremos? preguntó Maria á su hermano al sentir el golpe que el caballero acababa de descargar en la puerta.

-Nada, guardar silencio.

-¿Les negaremos la entrada?

-Es preciso, mientras no les conozcamos.

-Pues asómate, y pregúntales su nombre.

Diego obedeció, al mismo tiempo que el caballero redoblaba sus golpes sobre la puerta.

-¿Quién llama? preguntó el jóven asomándose á la ventana.

-Abre, Diego, contestó el caballero.

-¿Quién sois? dijo el huérfano admirado.

-Lo sabrás cuando esté dentro.

-Esa voz... dijo Maria extremeciéndose.

-Tambien la conozco, añadió Diego.

-Abrele.

-No; quiero conocerlo. Caballero, prosiguió el joven; perdonad si antes de abriros insisto en saber vuestro nombre.

El caballero que al parecer estaba impaciente, levantó la visera de su casco, y poniendo una mano en los lábios, volvió á soltarla. Diego al descubrir su rostro, despidió una exclamacion de sorpresa.

-¡Dios mio! murmuró. ¡Es él!

-¿Quién?

-Don Alvaro.

-El hijo de D. Rodrigo.

-El mismo.

-¡Oh! ¡Corramos á buscarle! dijo Maria saliendo precipitadamente del aposento y bajando la escalera con su hermano.

No bien habia girado la puerta bajo sus goznes, cuando el caballero se vió fuertemente estrechado por los dos hermanos.

-¡Por el cielo, no me descubrais! dijo, llevándolos á la escalera.

Diego cogiéndole de la mano le hizo subir, mientras Maria hacia una seña al esculero para que se acercase con los caballos y volviese á cerrar la puerta. En seguida, como una ardilla, subió la escalera para reunirse con D. Alvaro.

-¡Mi bella Maria! exclamó éste abrazándola de nuevo.

D. Alvaro de Cabezon apenas contaria veinte y cinco años, y era citado en las huestes de D. Enrique por uno de sus partidarios mas nobles y mas desinteresados. Era de talla elevada, cuerpo afeminado aunque dotado de un vigor que le habia dado celebridad por su firmeza al empuñar la lanza. Su rostro endurecido por los rigores de la intempérie conservaba todavia algunos destellos de una belleza varonil. Un largo y espeso bigote negro como el azabache ocultaba una ligera imperfeccion de su boca comunicando á su semblante una expresion imponente que revelaba desde luego la osadia y el arrojo del caballero de la edad media. La armadura negra que vestia hacia resaltar con un nuevo colorido la profesion de las armas que le servia de juego desde la infancia. Respecto á sus prendas, D. Fernando Alfonso de Zamora nos las ha dado á conocer en la entrevista que al principio de esta narracion hemos descrito cuando pidió á D. Rodrigo de Cabezon la mano de su hija doña Blanca.

-Me parece una ilusion el que os halleis otra vez á nuestro lado, dijo Maria haciéndole sentar en un sillon.

-No debeis extrañarlo, hermanos mios, sabiendo lo que ocurre en el castillo. Pero antes de nada decidme, si mi padre se resiste todavia.

-Sí por cierto, y con fortuna, dijo Maria.

Diego, herido por el recuerdo del atentado que en aquel momento se estaba castigando en el real de D. Pedro, no se atrevió á responder. Su alegria acababa de desaparecer, al considerar lo que sufriria D. Alvaro cuando volviese á su castillo.

-Pues si no se ha rendido, llego á tiempo para salvarle.

-¿Traeis algun auxilio?

-Sí; me acompañan cincuenta lanzas que me ha proporcionado D. Alvaro Perez de Guzman.

-¿Y D. Enrique?

-D. Enrique, respondió D. Alvaro con voz sombria, no ha podido prestarme una sola.

-Necesitareis algun refrigerio, dijo Maria. Voy á preparároslo.

-No, Maria; voy á continuar mi viage. Solo me he detenido para daros un abrazo y saber de mi familia. Ahora que estoy tranquilo sobre su estado, me reuniré con mi gente que queda apostada en el bosque, para lanzarme sobre D. Pedro, tan pronto como las sombras de la noche nos permitan caminar sin infundir sospechas.

-¡Dios mio! ¿Qué vais á hacer? Exclamó la huérfana aterrada al considerar que D. Fernando podia ser víctima de aquella sorpresa nocturna.

-¿Por qué esa sorpresa, Maria? ¿Quieres que les permita reducir á escombros el castillo de mi padre? ¿Habia de emprender tan largo viaje con el afan de socorrerlo, y solo para ver su ruina? No; con las cincuenta lanzas que me acompañan, espero obligar al rey á que levante el campo.

Diego conoció al momeno lo que sufria su hermana, y para tranquilizarla, dijo á D. Alvaro:

-Antes de que intenteis el golpe, debeis enteraros de la situacion del real de D. Pedro, del medio mas eficaz que habeis de emplear para realizar vuestro intento.

-¿Y si me descubren? preguntó D. Alvaro.

-No; ireis encubierto y así penetrareis en el real como si fueseis uno de los partidarios de D. Pedro.

-Vamos, pues. No puedo dominar mi impaciencia.

-¿Y partireis sin descansar y sin tomar alimento?

-Nada necesito, Maria. Despues que esté lejos el rey, descansaré lo que querais.

Diego empezó á jugar con su sombrero, no sabiendo qué contestar. Su posicion era embarazosa. No podia dejar salir á D. Alvaro, porque al llegar al campo, se enconraria con un espectáculo horrible y con una desgracia inaudita. Tampoco tenia valor para referirle lo ocurrido en el castillo; de modo que no acertaba á tomar un partido.

Maria, aun mas preocupada que su hermano, se extremecia al considerar que D. Alvaro con sus gentes preparaba un golpe del que podia ser víctima D. Fernando Alfonso de Zamora.

Solo D. Alvaro se encontraba tranquilo y no parecia advertir la turbacion de los dos hermanos.

-¡Y bien, hermano Diego! dijo tendiendo una mano al huérfano. ¿Quieres acompañarme al real de D. Pedro?

-Sí; vamos al punto, contestó con ademan resuelto.

Maria se habia asomado otra vez á la ventana para ocultar su turbacion, y desde allí fijaba su vista en el lugar en que se hallaba don Fernando. De repente se extremeció y sus ojos despidieron un relámpago de alegria. Acababa de descubrir á lo lejos á un caballero que como una exhalacion bajaba el cerro de Altamira. Aunque no era posible distinguir sus facciones, Maria por los latidos de su corazon, creyó reconocerle. Era en efecto D. Fernando Alfonso de Zamora, que aterrado al ver el suplicio del primero de los traidores que se presentó en el lugar de la ejecucion, habia abandonado el campo para ver á Maria y volver así que estas terminasen.

Maria, al reconocerlo, empezó á agitar su pañuelo, y despedir mil y mil exclamaciones de alegria.

-¿Qué tiene Maria? preguntó D. Alvaro admirado.

Diego se asomó á la ventana y descubrió al caballero.

-El cielo le envia, murmuró el huérfano. Es D. Fernando Alfonso de Zamora, uno de los partidarios mas fieles del rey don Pedro.

-Entonces ocultadme en alguna parte, dijo D. Alvaro bajando la visera de su casco.

-Nada temais; D. Fernando es como vos, nuestro hermano y podeis descansar en su lealtad.

-¿Pero qué es lo que le conduce á este lugar?

-Ahora lo sabreis.

Maria habia corrido á la puerta al sentir que D. Fernando subia la escalera. Antes de que llegase al umbral, ya se encontraba en sus brazos.

-¡Maria! Exclamó el jóven con acento apasionado conduciéndola al salon; pero al descubrir á un guerrero encubierto, retrocedió un paso teniendo cogida de la mano á la huérfana.

-Acercaos, D. Fernando, dijo Diego sonriéndose. Este caballero va á ser vuestro amigo.

D. Alvaro inmóvil, veia aquel cuadro con una admiracion que iba en aumento.

-Maria, añadió Diego acercándose á su hermana; voy á pedirte una gracia.

-¿Qué deseas? preguntó admirada.

-Es preciso que nos dejes solos.

Luego, acercándose á su oido, prosiguió.

-Quiero evitar la sorpresa que prepara D. Alvaro.

La huérfana comprendiendo al momento el buen deseo de su hermano, hizo un saludo cariñoso con la mano á D. Fernando, y se alejó dejándole absorto con aquella brusca despedida.

-D. Fernando, dijo Diego así que estuvieron solos y señalando á D. Alvaro. Este caballero es mi hermano adoptivo, es... D. Alvaro de Cabezon.

-D. Alvaro de Cabezon! repitió D. Fernando con asombro.

-El mismo, añadió D Alvaro levantando la visera del casco y saludando á D. Fernando.

Este en algunos instantes no acertó á responder. Con una curiosidad respetuosa examinó el semblante marcial de aquel caballero ilustre, que admiraba hacia algun tiempo sin conocerle.

-Caballero, le dijo alargándole una mano, soy dichoso al encontraros, porque siempre ambicioné la gloria de estrechar vuestra mano.

D. Alvaro subyugado por el tierno acento de aquella voz que lo saludaba con una expresion afectuosa, extrechó tambien su mano entre las suyas, diciéndole:

-Aunque mi bando no es el vuestro, podeis contar con la amistad de D. Alvaro de Cabezon.

-Señores, dijo Diego, no debemos perder un instante. D. Fernando, añadió dirigiéndose á éste: D. Alvaro acaba de llegar y todo lo ignora.

D. Fernando guardó silencio y una nube de tristeza cubrió su semblante.

-¡Desventurado! murmuró sordamente fijando la vista en el suelo para ocultar su turbacion.

D. Alvaro, sorprendido de aquella muda tristeza, interrogó con los ojos á Diego; pero este solo respondió con un suspiro.

-¿Qué es esto, señores? preguntó el jóven ya alarmado.

-Hablad, vos, D Fernando, dijo Diego con emocion.

El caballero levantó la cabeza tristemente, y fijando en D. Alvaro una mirada inquieta, le dijo:

-La fama ha pregonado por do quier, vuestro valor indomable. No debo, pues, vacilar en comunicaros un suceso que va á causaro un profundo pesar.

-¡Dios mio! ¿Qué habrá ocurrido? exclamó D. Alvaro palideciendo. ¿Se ha rendido el castillo?

-No.

-¿Ha muerto mi padre?

-No.

-Mi buena madre, mi hermosa Blanca...

-Tampoco.

-Entonces podeis hablar sin temor.

D. Fernando guardó silencio, mientras que Diego se arrimaba á la ventana temblando de emocion.

-D. Alvaro, prosiguió D. Fernando, la resistencia de vuestro noble padre ha sido heróica. Los esfuerzos del rey se estrellaron contra su valor y su lealtad. Pero la guarnicion del castillo, habiéndose amotinado anoche, impuso á esta lealtad una prueba horrible.

-¡Hablad, hablad! dijo D. Alvaro con ansiedad.

-La guarnicion amenazó á vuestro padre con abandonar el castillo, si no accedia á su demanda.

-¿Qué demanda? preguntó el jóven extremeciéndose.

-¡Oh! ¡Era una demanda horrorosa! Los traidores pidieron que se les entregase las dos damas del castillo.

-¡Cielo santo! ¡Mi madre y mi hermana!

-Sí.

-¿Y... D. Rodrigo... mi padre... que... respondió?

La agitacion de D. Alvaro era tan terrible que no le permitia articular un solo acento.

D. Fernando y Diego, al ver aquel dolor concentrado, se conmovieron á su pesar y miraron al jóven con la mas tierna solicitud.

-¡Y bien! preguntó con el semblante, desencajado ¿Cuál fué... la respuesta... de mi padre?

-D. Rodrigo no quiso faltar á la fé jurada á su señor y...

-Sacrificó á su esposa y á su hija ¿No es cierto?

-Sí, D. Alvaro.

El jóven ocultó la cabeza entre sus manos y empezó á sollozar, Don Fernando y Diego se acercaron para consolarle.

-¡Valor, D. Alvaro! El crímen se ha consumado, pero el castillo aun conserva la voz de D. Enrique de Trastamara.

-¡Que el cielo le confunda! exclamó el jóven con una expresion horrorosa, haciendo sentir el crugido de sus dientes. ¿Sabeis quien es el hombre por quién acaba de sacrificar mi padre á su familia? Un miserable bastardo que se ha negado á socorrerle, á pesar de mis súplicas y de mis amenazas. Pero no importa, ha sostenido el honor de su linaje, añadió D. Alvaro con sarcástica sonrisa. ¡Oh! ¡Dejadme solo os lo ruego!

-¿Qué intentais?

-Nada; quiero desahogar mi dolor. Dentro de media hora os llamaré.

-No debemos permitir que os quedeis solo con vuestra desesperacion.

-Os lo ruego, Diego, y á vos D. Fernando. Es la primera gracia que solicito de vos.

-Obedezco: pero quizá mis palabras pudieran minorar vuestra pena.

-Reservadlas para desques.

D. Alvaro, despues de estrecharle la mano, los acompañó hasta la puerta, yendo despues á sepultarse á un sillon, para dar libre curso á sus lágrimas, contenidas hasta entonces por la presencia de Don Fernando y del huérfano.

Maria se habia resignado gustosa á separarse de D. Fernando, porque trataba de conjurar el peligro que le amenazaba. Cuando volvió á su lado acompañado de Diego, dió rienda suelta á su espansion. A medida que trascurrian los dias, veia crecer su pasion hasta el extremo de que solo vivia cuando estaba junto á D. Fernando. Diego que era dichoso solo con ver reflejarse la alegria en su semblante, amaba tambien al caballero, aunque no se atrevia á pensar en que daria su mano á la huérfana, porque tanta dicha le parecia un sueño.

Despues que los dos amantes se refirieron mútuamente sus cuitas, Diego les indicó que era preciso separarse para volver al lado de D. Alvaro. Maria, vencida por los ruegos de su hermano, se resignó de nuevo á dejarlos marchar, quedándose sola en su aposento.

D. Alvaro se hallaba en el mismo estado, cuando entraron en el aposento D. Fernando y Diego. Así que los descubrió, se levantó penosamente de su asiento, y les alargó la mano.

-Los traidores dijo, ¿siguen todavia en el castillo?

-No, contestó D. Fernando, ahora os llevaré á su lado.

-¡Oh! Si me concedeis ese bien, os deberé mas que la vida.

-Venid, os acompañaré.

-Voy al punto, dijo D. Alvaro dirigiéndose á la puerta.

D. Fernando indicó á Diego con una señal que guardase silencio y se quedase con su hermana. El jóven solo contestó con un gesto afirmativo.

D. Alvaro volvio á abrazar á los dos jóvenes, procurando ocultarles el estado lamentable en que se hallaba, y luego, montando á caballo, se dirigió con D. Fernando al real de D. Pedro en un estado de angustia dificil de explicar.

Horroroso era el espectáculo que se ofreció á su vista al llegar cerca del palenque en que tenia lugar la ejecucion. En el centro, y sobre unas gradas groseras de madera, se habia formado una especie de trono en el que se hallaba sentado el rey D. Pedro, teniendo á su lado seis ballesteros de maza. Todos los caballeros que formaban su comitiva, se hallaban de pié á su lado guardando el mas profundo silencio. En derredor del circo, se veian á los habitantes del lugar apiñados sobre la empalizada con el rostro pálido, y agitados por el terrible espectáculo que tenian á la vista. En medio del palenque, cuatro briosos caballos que se encabritaban de vez en cuando al sentir el látigo de los palafreneros que los sujetaban, nadaban en un lago de sangre que cubria parte del palenque, y al agitarse, salpicaban á los espectadores, que aterrados al sentir la sangre humeante de los que ya habian expiado su crímen, retrocedian aterrados, despidiendo gritos de terror y espanto. A un estremo del palenque, se habia formado una especie de gruta de paja y heno en la que se hallaban los sangrientos despojos de siete de los ocho traidores de Cabezon, que ya habian sido descuartizados. Dos ballesteros de maza, guardaban aquel osario de carne humana con una impasibilidad aterradora.

El último criminal acababa de aparecer en el palenque custodiado por seis guardas. Era el ballestero Sancho. La palidez de la muerte cubria su semblante. Al acercarse á los caballos, se extremeció y sus piernas flaquearon. Uno de los guardias tuvo que sostenerle para que su cuerpo no rodase en el lago que habia formado la sangre de sus cómplices. Los palafreneros se acercaron para atarle, y entonces, despidiendo un grito de desgarrante angustia, cayó desvanecido en brazos de los que le custodiaban.

-¿Quién es ese desventurado? preguntó D. Alvaro á su compañero de viage.

-Es el autor del motin deCabezon, que va á sufrir la justicia del rey D. Pedro.

-¿Cielos! ¡Es Sancho el ballestero!

-El mismo.

-¡Qué horrible ingratitud! ¿Pero cómo ese hombre ha venido á poder del rey?

-Cuando termine la ejecucion os responderé, á no ser que este espectáculo os disguste.

-Dios mio! Esto es incomprensible. ¿Qué es lo que aquí se castiga?

-D. Pedro de Castilla en este momento, rehabilita á su enemigo... á vuestro padre, haciendo suyo el ultrage que ha recibido.

D. Alvaro no respondió, pero dirigió al cielo una mirada indefinible...




ArribaAbajo- XXVI -

El padre Anselmo no abandonó el aposento de las dos damas, hasta que las dejó dispuestas para trasladarse al convento de Santa Clara de Valladolid. Despues de su desgracia, no podia combatir esta resolucion, porque era la única que podian adoptar en la crítica situacion en que se hallaban. Las palabras del ermitaño habian derramado un bálsamo consolador en el corazon de aquellas desgraciadas. Su situacion, cuando aquel penetró en su aposento, era horrible, pero gradualmente fué calmándose la profunda desesperacion en que estaban sumergidas desde la noche anterior. Los consuelos de la religion les habia devuelto la resignacion del martir. El padre Anselmo habia reunido tambien sus lágrimas á las suyas y con un fervor evangélico las habia exhortado á sobrellevar resignadas el peso de su amargura. Las dos damas no habian visto en el ermitaño al hermano de D. Rodrigo, sino al ángel de su consuelo.

Cuando estuvieron mas tranquilas, el padre Anselmo se dirigió, al aposento de su hermano para disponer la partida en aquella Misma noche. La sombria tranquilidad que se habia apoderado del castellano, era horrible. Entregado al horror de su situacion, parecia disfrutar con los pensamientos desgarradores que la devoraban. Recogido en su sillon, con las dos manos apoyadas en la frente, hacia una hora que permanecia sin movimiento, y solo de vez en cuando un ligero extremecimiento que conmovia su cuerpo, venia á manifestar que su inmovilidad no era producida por un sueño profundo, sino por los terribles pensamientos que le dominaban.

El padre Anselmo le contempló con una dolorosa expresion, no atreviéndose á interrumpirle; pero el tiempo urgia, y no podia perder un solo instante.

-¡Rodrigo! dijo llamándole.

El caballero se extremeció; pero continuó inmóvil.

-¡Rodrigo! repitió el ermitaño poniendo una mano sobre su hombro.

El castellano separó las manos que cubrian su rostro, y dirigió una mirada apagada al ermitaño. Este retrocedió lleno de espanto al descubrir su semblante en el que parecia impreso el sello de la muerte.

-¿Eres tú, Anselmo? dijo éste con un acento tan débil que apenas se percibia.

Pero el ermitaño no respondió, porque el dolor le habia dejado absorto. En el aspecto desgarrador de su hermano, creyó leer el anuncio de otra nueva funesta para la familia de Cabezon.

-¿Cómo se encuentran esas desdichadas? preguntó con el mismo acento apagado.

-Se resignan con su infortunio, respondió el ermitaño, mientras que tú te entregas al desaliento.

-Anselmo, dijo el castellano despidiendo un gemido, la herida que he recibido es mortal. Mi fin está muy próximo, y lo espero, porque me horroriza el vivir.

-¿Y es esa la fé que tienes en el cielo?

-No me contraries, si es que quieres combatir mi desesperacion.

-¡Oh! Sí, lo haré y prometo reanimarte; pero antes es preciso que nos ocupemos de esas desgraciadas. Su estancia en el castillo, no es posible despues de lo que ha pasado. Se hallan resueltas á partir esta noche para el convento de Santa Clara de Valladolid, yo las acompañaré, si es que apruebas mi proyecto.

-Es el único bien que las resta... Su único recurso es el cláustro... Pero quisiera verlas antes de partir.

-¿Para qué renovar el dolor? Resígnate por ahora. Cuando estés mas tranquilo, las veras en su convento.

-No; quiero darles el último adios.

Era tan triste el acento del anciano al pronunciar estas palabras, que el padre Anselmo se conmovió. Una gruesa lágrima, desprendiéndose de sus ojos, vino á deslizarse por su pálida megilla, imprimiendo á su semblante un carácter particular de pena y resignacion.

-Rodrigo, dijo con emocion; ahora es cuando debes llamar en tu ayuda ese valor indomable que has mostrado al rey D. Pedro. La situacion en que te encuentras es terrible, pero el cielo no te abandonará. Sigue el ejemplo de esas dos desventuradas. A pesar de su desgracia, empiezan á disfrutar de la calma de la resignacion. No seas tu el único que en estos momentos supremos dé muestras de debilidad. Es preciso, pues, que al momento dirijas un mensage al rey, solicitando una escolta para conducir las dos damas á Valladolid.

-Haré cuanto ordenes, respondió el señor de Cabezon con voz sombria; pero D. Pedro debe hallarse ahora muy atareado con la ejecucion de los traidores.

-Al fin los ha rescatado.

-Sí, dejándome en su lugar los mejores caballeros de su huested.

-¡Generoso monarca! murmuró el ermitaño. ¿Y este rasgo de sublime abnegacion, nada te revela, Rodrigo?

-Te ruego que no agites esta cuestion.

-¿Cuántos escuderos has entregado?

-Los diez que se amotinaron, y ademas al gefe que los arrastró al crímen.

-¿El ballestero Sancho?

-No; D. Lope Alvar de Rojas.

-¡D. Lope! repitió el ermitaño extremeciéndose.

-El mismo.

-¿Y partió con los criminales?

-Sí por cierto; luego expiará su crímen.

-¡Qué horror! exclamó el padre Anselmo cubriéndose el rostro con las manos.

-Tienes razon; el suplicio de once criminales debe causar espanto.

-¡Oh! ¡Este es un sueño horroroso! Rodrigo, dijo su hermano enjugando el sudor que corria por su frente. ¿Es cierto que D. Lope está condenado por el delito que lamentamos?

-Sí.

-¡Desgraciado! ¡Desgraciado!

-¿Te inspira compasion? dijo D. Rodrigo con una sonrisa glacial.

-¡Rodrigo! exclamó el ermitaño con exaltacion. ¿Hace mucho tiempo que partieron los escuderos?

-Media hora.

-¡Dios mio! podré aun salvarle! Rodrigo, prosiguió con una agitacion que dejó absorto al castellano. ¿Quién te ha dicho que D. Lope es culpable?

-El mismo.

-¿Y quién lo demandó al rey?

-Yo.

-¡Tú, desgraciado!

-¿Por qué ese espanto?

-¿Por qué? ¡Oh! Me extremezco al pensarlo. Esa denuncia es horrible. Rodrigo; es preciso que escribas al punto á D. Pedro manifestándole que te has engañado, que D. Lope es inocente y que seria horroroso el condenarle por un crímen que no ha cometido.

-¡Si estaré soñando! dijo el castellano mirando á su hermano con estupor. ¿Es posible que hasta ese punto te interese la vida del malvado que nos arrojó en este abismo tan profundo?

-Rodrigo; por el cielo te suplico que nada me preguntes. El tiempo vuela... La ejecucion ha empezado. ¡Dios mio! Si no llego á tiempo... Si ese infortunado ha sucumbido... ¡Oh! ¡Qué horror!! ¡Qué horror!! Rodrigo, escribe, prosiguió el ermitaño sacudiendo su mano entregado á un violento frenesí: escribe, desventurado, si no quieres cometer un crímen abominable...

-No, dijo el castellano levantándose de su asiento con fiera expresion. Yo no puedo solicitar el perdon del asesino de mi honra.

-Rodrigo; no puedo darte explicaciones porque te mataria. Accede á mi súplica y nada me preguntes. El tiempo urge y la detencion te amenaza con un pesar mas horrible que el que ahora te devora.

-El misterio que encierran tus palabras despierta mi curiosidad. Habla sin temor. A todo estoy dispuesto. ¿Por qué te inspira tan vivo interés ese desalmado?

-¿Por qué? ¡Oh! No me lo preguntes. Escribe al rey, no te detengas, Rodrigo, porque si llego tarde, derramarás lágrimas de sangre.

La agitacion del ermitaño crecia por instantes. D. Rodrigo agitado por un vago temor, sentia un deseo irresistible de conocer el móvil que impulsaba á su hermano á solicitar el perdon. de D. Lope.

-Puesto que te encierras en una reserva que me ofende, no escribiré lo que deseas.

-¡Rodrigo! ¡Rodrigo!! exclamó el ermitaño en el colmo de la desesperacion. Si pudieras leer en el fondo de mi alma, te horrorizarias de haber pretendido evadir mi demanda.

-Pues habla, desgraciado. ¿Qué secreto encierran tus palabras?

-¡Oh! Me horroriza tu estado y no quiero complicarlo con un nuevo pesar tan terrible como el que ahora te atormenta.

-¿Qué importa? Destierra esos pueriles recelos. Nada puede aumentar ya mi desgracia.

-¿Con que te niegas á satisfacer mi demanda?

-Sí, hasta que me la expliques.

-¡Rodrigo! voy á abrir otra herida en tu pecho.

-Que el cielo la bendiga, si me arrebata esta mísera existencia que ya no puedo soportar.

-Puesto que te obstinas, hablaré, desventurado. No quiero que el remordimiento mas horrible desgarre tu alma. ¿Sabes quién es el desgraciado para quien demando el perdon?

-Sí; el enemigo de mi reposo.

-¡Infeliz! Aun cuando le siguieses de rodillas por su peregrinacion en el mundo, no expiarias los males que has causado á su familia.

-Te comprendo; su padre...

-El que se llamó su padre ha sido por tí un martir del infortunio.

-¡El que se llamó su padre! repitió D. Rodrigo con un extremecimiento involuntario.

-Sí, porque el verdadero padre eres tú, Rodrigo de Cabezon. Ahora responde. ¿Quieres condenar á tu hijo al mas espantoso de los suplicios?

-¡Qué horror! exclamó el castellano cayendo desplomado sobre un sillon y cubriéndose el rostro con las manos.

-¿Comprendes ahora mi angustia? D. Lope no es hijo del señor de Rojas. Cuando su madre se reunió con éste, despues del encierro en que abusaste de su abandono, se hallaba en cinta. La desgracia te lo ocultó; pero se lo reveló á D. Lope, y este para no hacer pública su deshonra, reconoció como suyo al hijo adúltero de su enemigo, y le concedió su nombre y su fortuna. ¡Rodrigo! ¿Concibes lo que habrá sufrido aquel desventurado antes de bajar al sepulcro? ¡Oh! Mis fuerzas se agotan solo al recordarlo. ¿Crees que la expiacion que estoy sufriendo hace diez y seis años es suficiente para juzgar las faltas de la borrascosa juventud de entrambos? No, Rodrigo. Tambien te ha llegado la hora de la expiacion.

El castellano apenas respiraba. Horrorizado con la relacion de su hermano y víctima de la calentura que le devoraba hacia algunas horas, parecia dominado por la crisis que precede á la muerte. El padre Anselmo advirtió su estado y se extremeció. Aquel nuevo golpe no podia soportarlo el abatido espíritu del castellano.

-¡Rodrigo! le dijo. Ni aun tienes tiempo para lamentar tu destino. Escribe al momento á D. Pedro y luego entrégate al dolor... ¡Oh! ¡Que suplicio estamos sufriendo!

D. Rodrigo levantó la cabeza y dirigió á su hermano una mirada de extravio.

-Escribe, le dijo; porque yo nada veo... Apenas te distingo...

Y volvió á quedar inmóvil ocultando la cabeza entre sus manos.

El padre Anselmo con mano trémula escribió la demanda que iba á llevar al rey. D. Rodrigo apenas pudo firmar...

-¡Dios mio! murmuró el ermitaño. Debo regresar al punto si he de darle el último adios!

Y con una ligereza que desmentia su edad, salió precipitadamente del aposento para dirigirse al real de D. Pedro. Al pedir que bajasen el puente, rogó á los caballeros que descubrió á su lado, que se apresurasen á socorrer á D. Rodrigo, porque quedaba en un estado alarmante. Y sin esperar respuesta, partió como una exhalacion despidiendo un gemido doloroso que conmovió á los nuevos defensores de Cabezon.

El ermitaño llegó al campamento en un estado tan angustioso que excitaba la compasion de los que pasaban á su lado. La barrera del palenque en que tenia lugar la ejecucion estaba atestada de gentes del pueblo que se apiñaban para verla mas de cerca. El padre Anselmo, aunque apenas podia sostenerse en pié, rogó que le permitiesen seguir adelante. Su semblante venerable cubierto de sudor inspiraba respeto á los mas desalmados. Todos, pues, se apresuraron á abrirle paso y á llamar la atencion con este objeto de los que tocaban la barrera. A beneficio de esta eficaz proteccion, el ermitaño pudo llegar á la barrera; pero no podia traspasarla. La ejecucion habia terminado de una manera horrorosa. La gruta de paja que ocultaba los sangrientos despojos de los que acababan de expiar su crímen, empezaba á ser pasto de las llamas. Un ballestero del rey le habia aplicado una tea encendida para reducirla á cenizas. Los grupos de hombres del pueblo que se habian colocado en aquella parte huian aterrados despidiendo mil y mil gritos de terror y espanto. Dos soldados del rey atizaban el fuego, y otros dos arrojaban entre las llamas los fragmentos ensangrentados de los desgraciados que habian sucumbido, y que se hallaban separados de la hoguera.

El ermitaño lleno de espanto cerró los ojos aterrado al ver aquel espectáculo horroroso. Los labriegos que estaban á su lado, al reconocerlo, se apresuraron á cogerle en sus brazos, porque el desfallecimiento le hacia oscilar á los lados. Uno, descubriendo su cabeza, empezó á darle aire mientras que los demas se esforzaban por hacerle recobrar los sentidos. Nuevos grupos de los villanos del lugar vinieron á ayudar al que socorria al santo de la comarca, que era el nombre que en ella se concedia al padre Anselmo. Como este no acababa de recobrarse, le cogieron en brazos y le llevaron lejos del palenque para hacerle respirar libremente. Este brusco movimiento, le hizo despertar de aquel profundo letargo, y al ver los semblantes expresivos y cariñosos que le rodeaban, se conmovió enjugando una lágrima que rodaba por su mejilla.

-¡Gracias al cielo os encontrais mejor! dijeron algunos rodeándolo tiernamente.

-Hijos mios, respondió el anciano con voz apagada por la emocion. ¿Habeis presenciado la ejecucion?

-Sí señor.

-¿Y le habeis visto?

-¿A quién?

-Al señor de Rojas.

-No por cierto.

-¡Cielos! ¿No ha muerto? peguntó el anciano levantándose como si fuese impelido por un secreto resorte.

-No señor; solo hemos visto á los diez escuderos.

-¡Oh! aun es tiempo! murmuró el anciano. Adios, adios!

Y sin poder dominar su ansiedad, dió algunos pasos con direccion al campamento; pero agotadas sus fuerzas por tantas emociones, no pudo continuar. Sus piernas estaban demasiado débiles para sostener el peso de su cuerpo, y así es que cayó en el campo como una masa inerte. Los lugareños corrieron al momento en su auxilio y volvieron á levantarle en sus brazos.

-¿A dónde vais, señor, tan desfallecido?

-A ver al rey.

-¿Os urge mucho?

-De mi visita depende la vida de un desgraciado.

-Entonces os llevaremos en brazos.

Y sin aguardar su respuesta, los mas robustos formaron una especie de silla con sus manos, y con paso agitado se dirigieron al campamento. Los demas siguieron en pos, para compartir esta tarea, que les lisonjeaba como el bien mas apreciable.

El rey D. Pedro no habia cambiado de posicion desde su llegada al palenque. Sus cortesanos tampoco abandonaron su puesto, esperando con impaciencia que terminase el terrible espectáculo que tenian á la vista.

Cuando llegó el ermitaño con los lugareños, la gruta de que nos hemos ocupado con todo lo que contenia, se habia convertido en un monton de cenizas.

-Señor, Señor! dijo el padre Anselmo con voz desfallecida alargándole un pergamino.

D. Pedro admirado de su expresion angustiosa y estado en que se presentaba, le alargó una mano para que se sentase á su lado. El ermitaño, desembarazado de sus conductores, dió algunos pasos; pero volvió á caer á los pies del rey. Los nobles que le rodeaban se apresuraron á levantar al anciano. Entonces el rey, sentándole á su lado, recogió el pergamino y leyó. «Señor, D. Lope Alvar de Rojas es inocente. En este momento acabo de saber que mi acusacion es criminal. Salvadle, señor, y evitadme el remordimiento de haber llamado sobre su cabeza una sentencia injusta.-D. Rodrigo de Cabezon.

-Habeis llegado á tiempo, padre Anselmo, dijo el rey. D. Lope debia morir ahora en este mismo lugar; pero recordando su nobleza, mandé suspender la ejecucion para que se verificase con el mayor sigilo. Me pareció que el buen nombre de los nobles castellanos, exigia el que no se hiciese público un crímen como el de que se le acusaba; pero puesto que es inocente, dispondré que le dejen en libertad, y daré el parabien á los caballeros que nos rodean por esta rehabilitacion.

-Gracias, señor, murmuró el anciano besándole la mano y derramando lágrimas de gratitud por haber salvado á D. Lope Alvar de Rojas.

D. Fernando Alfonso de Zamora y D. Alvaro de Cabezon seguian en el mismo lugar en que los hemos dejado en el capítulo anterior, D. Alvaro, helado de terror, no se atrevia á hacer ninguna pregunta á su compañero, esperando el término de la ejecucion, para que se la explicase como habia ofrecido. Así que la gruta estuvo convertida en cenizas, el primogénito de Cabezon, no pudiendo dominar su curiosidad, le dijo.

-La ejecucion ha terminado. ¿Hablareis ahora?

-Aun no habeis visto lo que resta.

-Por el cielo, explicaos: un terrible presentimiento me anuncia que esté espectáculo debe interesarme.

-Habeis acertado, D. Alvaro. Diez han sido los escuderos que deshonraron á vuestro padre, y despues de cometido el crímen, no contaba éste con mas apoyo en el castillo que el de aquellos desgraciados. El rey, al saberlo, envió un mensaje á D. Rodrigo manifestándole que queria castigarlos; pero el noble anciano se encontraba en la imposibilidad de atender á esta demanda, porque era lo mismo que rendir la fortaleza. Entonces D. Pedro, á quien el vulgo con sobrada razon llama el justiciero, reunió á sus parciales y les enteró de lo que habia ocurrido en el castillo y de la crítica situacion en que se encontraba vuestro padre. Diez de lo mas escogido de su escolta, prestaron ante el rey solemne juramento de morir en defensa del señor de Cabezon.

-¿A invitacion del rey? preguntó D. Alvaro conmovido.

-Sí, porque al reunirlos habia tenido por objeto el cambiar la guarnicion del castillo con los que se ofreciesen á dejar el real, y en honor de la nobleza castellana, debo deciros, D. Alvaro, que los diez parciales de D. Pedro que hoy defienden vuestro castillo, han sido destinados por la suerte; pues no hubo uno solo que no solicitase la gloria de prestar su ayuda al valeroso defensor de Cabezon.

-¡Oh! Qué leccion! murmuró D. Alvaro tristemente.

-Así que los diez nobles estuvieron en el castillo, la escolta que les acompañó recogió á los traidores y una hora despues, estos recibian el castigo que acabais de ver. El rey ha mandado descuartizarlos, y que luego se quemasen sus cenizas. Ahora ved lo demas.

D. Alvaro levantó la cabeza vivamente y vió que los ballesteros del rey con unos palos largos exparcian por el aire las cenizas de los ajusticiados.

-Escuchad el pregon, D. Alvaro.

Los alguaciles del rey, mientras tenia lugar esta última parte de la ejecucion, gritaban con vigoroso acento.

«Esta es la justicia que mandó facer el rey contra unos homes, que no eran homes.»




ArribaAbajo- XXVII -

Don Alvaro habia quedado sumergido en una dolorosa meditacion. La imponente ejecucion que acababa de presenciar, le sujeria las mas tristes reflexiones. Su adhesion por la causa de D. Enrique de Trastamara habia sido tan obstinada como la que acababa de manifestar su padre; pero hacia algunos dias que habia sufrido un rudo golpe. D. Alvaro, al recibir el mensaje de su padre anunciándole el grave peligro que corria, se habia presentado al rey D. Enrique solicitando su ayuda; pero el bastardo no se encontraba dispuesto á otorgarla. Los aprestos que hacia D. Pedro, le tenian alarmado, y dudaba de combatirlos con sus parciales y con los auxilios que le concedia el rey D. Pedro de Aragon. D. Alvaro se limitó entonces á pedir solo veinte, hombres de armas, mantenidos á su costa, y á pesar de sus ruegos, no pudo conseguir tan débil ayuda. Este desengaño causó una profunda impresion al jóve D. Alvaro, y aunque sus amigos para aplacarle le ofrecieron algunos hombres de su casa, no pudo menos de advertir que su adhesion jamás premiada, tenia derecho á mas consideracion de parte de su señor, y que éste al abandonarle á sus propias fuerzas en una situacion tan desesperada, demostraba una ingratitud altamente censurable.

Con este amargo desengaño emprendió el viaje D. Alvaro con los hombres de armas que le habian facilitado sus amigos, y al llegar al real de D. Pedro, sufrió una nueva contrariedad que descargó un nuevo golpe sobre la adhesion que aun profesaba á don Enrique. El contraste que se ofreició á su vista entre el comportamiento de su señor, y el de su enemigo el rey D. Pedro, le manifestó por la vez primera que habia cometido un grave error no siguiendo la causa del rey lejítimo. Entonces conoció que éste habia sido calumniado, y que poseia los sentimientos de honor que solo se concedian á su hermano. D. Alvaro lamentó su extravio y la ciega confianza que tanto á él, como á su padre, les habia arrastrado al abismo en que se hallaban, juzgando, empero, que aun era tiempo de remediar en parte los males que habian surgido de su ciega adhesion, rogó á D. Fernando Alfonso Zamora que le facilitase el medio de volver á su castillo sin darse á conocer. El caballero se prestó á acompañarle, contando con que los defensores de Cabezon no lo negasen la entrada al saber que su visita solo tenia por objeto hablar al señor de Cabezon, y aunque este paso podia comprometerle á los ojos del rey, no vaciló con el deseo de auxiliar á D. Alvaro en la desgraciada situacion en que se hallaba. Antes, sin embargo, creyó que debia prevenir al rey para evitar, un contratiempo.

El padre Anselmo despues de la ejecucion, se habia apresurado á comunicar la órden de D. Pedro para que D. Lope Alvar de Rojas fuese puesto en libertad. El caballero, maravillado con esta nueva inexperada, preguntó al ermitaño por qué se le dejaba libre en el momento que iba á sufrir la sentencia del rey; pero aquel se limitó á encargarle que se retirase á su ermita y no la abandonase hasta que fuese á buscarle. Luego sin dar otra explicacion, montó en un caballo que le tenia dispuesto un lugareño, para volver al castillo con mas presteza.

Sobre el puente hacia centinela como un soldado cualquiera, don Martin Lopez de Córdova, mayordomo mayor del rey, y maestre de Alcantara. Poco acostumbrado á esta clase de servicio, se hallaba impaciente por la inmovilidad que estaba en la de precision de guardar y que le imponia el estrecho espacio que ocupaba. Para distraer se no contaba con otro recurso que el bello panorama que se descubria á su vista: pero como era poco afecto á admirar las galas de la naturaleza, esperaba el relevo con impaciencia para poder pasear libremente.

El padre Anselmo se acercaba velozmente en su modesta cabalgadura, merced al cuidado que tenita el lugareño, convertido en palafrenero, de sacudirla de vez en cuando un latigazo que la hacia redoblar el paso.

D. Martin Lopez de Córdova, al descubrir al ermitaño, no pudo contener una carcajada, porque el aspecto del lugareño castigando al caballo, y el largo pescuezo de este que ora se estiraba hasta el suelo, ora se encogia hasta tocar con la cabeza del ginete, era demasiado grotesco para un caballero como el maestre de Calatrava, acostumbrado á caminar en soberbios caballos de la mejor raza árabe.

-Apostaria un escudo, dijo riéndose desde su garita, á que no viene sin algun hueso roto. ¡Ola, camaradas, gritó á sus compañeros que cruzaban por el patio. Abrid al ermitaño del Cristo de las batallas.

Los caballeros se apresuraron á soltar las cadenas del puente y, á recibir al ermitaño como á un antiguo amigo.

-¿Y D. Rodrigo? preguntó apenas sin respirar.

-Cuando vos le dejásteis, entramos en su aposento para acompañarle, y agradeciendo nuestro deseo, nos mandó retirar. ¡Mucho debe sufrir el desgraciado!

El padre Anselmo subió precipitadamente la escalera que conducia al aposento en que habia dejado á D. Rodrigo. El sol iba tocando á su ocaso; pero sus últimos rayos aun reflejaban en el ancho corredor en que se hallaban las habitaciones de los señores del castillo. El ermitaño empujó la de la puerta que conducia á la de su, hermano, y al llegar al umbral, se detuvo inmóvil cómo una estátua contemplando el triste cuadro que se ofreció á su vista.

D. Rodrigo se hallaba en el sillon, teniendo á sus pies á doña Beatriz y á su hija, pálidas, desencajadas, los cabellos en desórden y entregadas á la mayor desesperacion. La cabeza del anciano descansaba exánime en el hombro de su esposa, y doña Blanca, atribulada y derramando un torrente de lágrimas, le aplicaba á la boca un pomo que contenia una bebida refrigerante. El señor de Cabezon, como habia pronosticado, caminaba hacia el sepulcro á pasos agigantados. Su hermano, repuesto algun tanto del desfallecimiento que habia sentido al encontrarse con aquel espectáculo, se acercó con paso trémulo hácia el grupo que formaban aquella desgraciada familia.

-¡Dios mio! ¡Es él!! murmuraron las dos damas elevando hacia el ermitaño sus manos suplicantes.

El padre Anselmo levantó la cabeza de su hermano y derramando una lágrima, le dijo:

-¡Muere víctima de su honor!

-¡Oh! Salvadle, señor, salvadle! exclamaron las dos damas en ademan suplicante.

-Retiraos, hijas mias; tal vez vuelva en sí con los auxilios que voy á prodigarle.

-No, no le abandonaremos en este estado.

-Ya sabeis que vuestra vista le produce una terrible impresion. Alejaos, su estado no es tan alarmante como suponeis.

-¿No le veis moribundo?

El ermitaño tambien lo habia advertido, y por lo mismo deseaba á toda costa que las damas se retirasen.

-No lo creais; Rodrigo es ahora víctima de un desmayo; pero ya vereis como se recobra.

-¡Dios mio! murmuró doña Beatriz. ¿Nos estará reservado este nuevo infortunio?

-¡Rodrigo! dijo el ermitaño aplicando su boca al oido del anciano; pero este no hizo el mas ligero movimiento.

-¿Veis como nos abandona? exclamaron las dos damas en el colmo de la desesperacion.

-No, no; os ruego que no le atormenteis con vuestros gemidos. Dadme esa bebida.

El padre Anselmo, despues de derramar algunas gotas del calmante que contenia en la boca de su hermano, empezó á aflojarle sus vestidos.

-Rodrigo, repitió esforzando la voz.

D. Rodrigo solo respondió con un suspiro apagado.

-Ya veis como va recobrándose; dijo el ermitaño á las dos damas indicándolas un ligero movimiento que acababa de hacer el enfermo. Retiraos, pues, y ocultadle vuestro llanto.

-No; esperaremos á que haya recuperado los sentidos.

-Entonces conocerá vuestro estado y el suyo se agravará.

-¡Oh! No nos separeis de su lado.

-Es preciso, porque tengo que hablarle á solas.

-Pero no advertis, señor, que no puede escucharos? Hace mas de una hora que permanece en este estado. Su respiracion es cada vez mas lenta, y su semblante, es del moribundo en su agonia. Creedme, padre Anselmo, prosiguió doña Beatriz sollozando, Rodrigo se muere víctima de su infortunio, y por lo mismo no me separaré de su lado. Quiero recibir su último adios.

-Por el cielo; no os entregueis así á la desesperacion. Rodrigo ha agotado sus fuerzas, en la lucha terrible que ha sostenido con su lealtad; y por eso le veis ahora en este estado, mas no creais que esté próximo su fin. El cielo y nuestros desvelos le volverán á la vida.

Y el ermitaño volvió á llamar con acento menos seguro á su hermano. Las dos damas con sus pañuelos enjugaban el sudor que corria por la frente de éste, haciéndole aspirar de vez en cuando un frasco de esencias que aplicaban á sus labios. El enfermo, despues de algunos momentos de cruel incertidumbre para los que le rodeaban, fué recobrándose gradualmente aunque sin poder pronunciar una sola palabra.

-Ya veis como se repone, dijo el ermitaño. Ahora dejadnos solos.

Las damas aun vacilaron; pero el padre Anselmo esforzó de nuevo su ruego, y al fin se decidieron á volver á su aposento para enjugar su llanto y ocultar á D. Rodrigo el lamentable estado en que se hallaban.

El ermitaño, al verse solo con su hermano, cerró la puerta del aposento, viniendo luego á colocarse á su lado. Cuando advirtió que podia escucharle, le dijo:

-Alienta Rodrigo! El peligro ha desaparecido.

El castellano hizo un esfuerzo para incorporarse y reconocer al que estaba á su lado. La debilidad que sentia apenas le permitió variar de posicion. El padre Anselmo le levantó en brazos, y acomodándole luego en su sillon, prosiguió:

-¡Rodrigo! ¿No me conoces?

El anciano solo contestó con un suspiro.

-Soy tu hermano...

D. Rodrigo abrió los ojos; pero volvió á cerrarlos al punto suspirando de nuevo.

-Tranquilízate, añadió el padre Anselmo. D. Lope Alvar de Rojas se ha salvado.

D. Rodrigo al oir estas palabras elevó sus manos al cielo y luego quedó inmóvil...

El ermitaño volvió á examinarle de nuevo, y entonces no pudo menos de advertir que el desventurado anciano se hallaba ya á los bordes del sepulcro.

-¡Dios mio! balbuceó. ¿Cómo preservar el golpe funesto que las amenaza?

Y el padre Anselmo empezó á sollozar.

Uno de los guardias que paseaba por el corredor, se detuvo al oir aquellos sollozos reprimidos hasta entonces, y á riesgo de cometer una indiscrecion, penetró en el aposento. El padre Anselmo se hallaba á los pies del castellano, y estrechaba contra su pecho las manos crispadas del moribundo.

-¿Qué tenéis, señor? le preguntó el guardia conmovido ¿Necesitais algun auxilio?

-Todos serian inútiles, porque se muere, respondió sollozando.

-¡Infeliz! murmuró el guardia examinando al anciano con una dolorosa impresion. Voy á llamar á mis compañeros.

A poco rato los celosos partidarios del rey D. Pedro rodeaban á su nuevo señor, D. Rodrigo de Cabezon. En sus rostros expresivos por el dolor, estaba retratado el vivo interés que les inspiraba el noble anciano.

Algunos momentos despues, dos caballeros penetraron en la estancia. El primero, cubierto de hierro, arrojó la capa que le cubria y el casco, y fué á arrodillarse á sus pies. El otro se quedó inmóvil y aterrado ál ver aquella muda excena.

-¡Padre mio! ¡¡Padre mio!! exclamó el jóven D. Alvaro que era el que acababa de entrar con D. Fernando Alfonso de Zamora.

-¡Cielos! Tú aquí, hijo mio; dijo el ermitaño enlazándolo con sus brazos.

-Sí, llego á tiempo para recibir su bendicion.

-Creo que es tarde, murmuró D. Fernando conmovido.

D. Alvaro volvió á llamar á su padre con un eco de voz que hizo derramar lágrimas á algunos de los caballeros que rodeaban al moribundo. Este, al sonido de aquella voz, pareció reanimarse algun tanto. Sus ojos cubiertos por el velo de la muerte, se abrieron penosamente: pero nada pudo descubrir.

-¡Soy yo, padre mio! dijo el jóven besando sus manos y sollozando.

-Llegas, tarde... balbuceó D. Rodrigo.

Y extendiendo sus manos hasta tocar con la cabeza de su hijo, añadió:

-Tú... que eres... libre... que... no has... jurado... fidelidad... mas... que á... tu padre... no... olvides... lo que... debes... al rey... al verdadero... rey... á... D. Pedro... de Castilla... ya que... en este... momento... supremo... mi fé... de caballero... no me... permite... hacer traicion... á mi señor... don... En... ri... que.

-¡Que el cielo lance un anatema sobre su culpable cabeza exclamó D. Alvaro con fiera exaltacion.

El moribundo quiso continuar; pero una convulsion embargó su voz, empezando á agitar su cuerpo.

-Y mi madre ¿dónde se encuentra? preguntó D. Alvaro con la vista extraviada.

-Acaba de retirarse mas tranquila, en la confianza de que su esposo quedaba mucho mas aliviado. Doña Blanca la acompaña tambien.

-¡Desventuradas! murmuró D. Alvaro. Es preciso que ignoren el estado de mi padre. Corred á su lado, padre Anselmo, os lo suplico, mientras yo velo aquí.

-No; vuestros cuidados son ya inútiles. Ahora sólo necesita los de la religion.

-Tambien llegarán tarde, dijeron álgunos caballeros rodeando al moribundo para que D. Alvaro no advirtiese que estaba agonizante.

El padre Anselmo que tenia entre las suyas la mano de su hermano, conoció por su frialdad que apenas habia calor vital en aquel cuerpo exánime. Levantándose entonces para ocultarlo con el suyo, dijo á D. Alvaro.

-Id á consolar á vuestra madre, y á vuestra hermana. Nunca como ahora han necesitado vuestra presencia.

-Sí, pero antes dejadme besar su frente.

-No; porque tantas emociones le matarian. Llevadle, D Fernando, prosiguió dirigiéndose al señor de Zamora.

Este, que se habia apercibido de la muerte del castellano, cogió de la mano al jóven y lo arrastró fuera del salon. Así que desapareció, el ermitaño, con lágrimas en los ojos, dijo á los caballeros que le rodeaban.

-Os ruego que oculteis á estos desventurados la resolucion que voy á adoptar con vuestra generosa ayuda. Es preciso que al punto traslademos á mi ermita el cuerpo de este desventurado. Su vista en estos momentos de angustia, haria sucumbir á su infeliz esposa, y á sus hijos. En mi asilo se le velará hasta que mañana dispongamos sus exequias y le demos sepultura, antes de que su familia advierta el golpe terrible que acaba de experimentar. La litera que estaba preparada para conducir las dos damas á Valladolid, nos servirá ahora para hacer la traslacion.

D. Martin Lopez de Córdova, ya relevado de su puesto, se adelantó al ermitaño, diciéndole:

-Obrais, señor, como un verdadero ministro del cielo; pero no lleveis tan lejos vuestro celo. Nosotros conduciremos á D. Rodrigo á vuestra ermita, y en el ínterin, acompañareis á su familia.

-No, no; repuso vivamente; vendré despues... cuando el llanto haya secado mis ojos.

-Pues ordenad lo que gusteis, dijeron á una voz todos los caballeros.

-¿La litera está dispuesta?

-Sí, señor.

-Entonces os ruego que le bajeis en el mismo sillon en que se encuentra.

El ermitaño no pudo continuar, porque los sollozos habian puesto un nudo á su garganta.

D. Martin Lopez y otros dos caballeros levantaron en brazos el sillon y los demás les siguieron, guardando el mas profundo silencio para no llamar la atencion de las dos damas.

El ermitaño seguia en pós con paso trémulo, y enjugándose lagrimas que el dolor arrancaba de sus ojos. Tantas emociones habian debilitado su espíritu de tal modo, que al llegar al corredor, tuvo que apoyarse en el brazo de uno de los guardias para no caer en el pavimento.

En el patio se hallaba la litera que habian sacado de las caballerizas aquella mañana de órden del padre Anselmo. Martin Lopez de Córdova acomodó al castellamo en uno de sus dos asientos, y aquel ocupó el otro encargando que solo le acompañase uno de los caballeros que guarnecian el castillo; pero todos se resistieron á dejarle partir con el muerto, encerrados los dos en la litera. Don Fernando Alfonso que en aquel momento se reunió con sus amigos, esforzó tambien su ruego, indicando al ermitaño que la litera solo debia conducir al señor de Cabezon. El padre Anselmo dirigiendo una expresiva mirada al caballero, le manifestó que estaba en el deber de acompañar al difunto como deseaba.

-Caballeros, añadió despidiéndose de los celosos defensores del castillo, os ruego que no insistais y que me dejeis partir solo con don Fernando Alfonso de Zamora. ¿No es verdad que vos me acompañareis?

-Sí, por cierto; contestó el caballero acercándose á las mulas. Os serviré de palafrenero.

-Os ruego que guardeis silencio hasta que yo vuelva.

-Descuidad, señor; nada diremos.

-Dentro de una hora volveré al castillo.

-Sí, es preciso: porque vos sois la única persona que tiene derecho á penetrar en el aposento de las damas.

D. Fernando Alfonso de Zamora, castigando á las dos mulas se puso en marcha hablando al ermitaño por la portezuela, guiando á aquellas como un palafrenero consumado.

Era ya de noche. Los rayos de la luna no podian iluminar hasta dos horas despues el camino que seguia el caballero; pero el viaje era muy corto y no era de esperar por consiguiente un tropiezo. Sin embargo, al llegar á los puestos avanzados del rey D. Pedro, hubo precision de detenerse para sufrir un reconocimiento que hubiera sido harto severo, á no presentarse D. Fernando Alfonso de Zamora como interesado en que la litera llegase cuanto antes á su destino. De este modo atravesaron el campamento, sin darse á conocer, porque el padre Anselmo se proponia ocultar la muerte del señor de Cabezon hasta el dia siguiente.

A la entrada de la ermita del Cristo de las batallas, hallábase sentado sobre un banco de piedra D. Lope Alvar de Rojas, impaciente ya por la tardanza del padre Anselmo. A no abrigar la duda de si era ó no su salvador, se hubiera retirado á su castillo para descansar de las fatigas y de los peligros que habia corrido durante el dia. Hacia un largo rato que permanecia abismado en una profunda meditacion, cuando le despertó de repente el ruido producido por las campanillas de las mulas que conducian la litera. Entonces se levantó de su asiento y se adelantó hasta el lugar en que poco tiempo antes habia tropezado con D. Rodrigo de Cabezon y su comitiva, que corria desalentado en busca de su hija y de su raptor. Este recuerdo no produjo en el caballero el sentimiento de venganza, que aun la noche anterior, despertaba en su pecho.

Apesar de que la oscuridad era profunda, D. Lope descubrió á don Fernando guiando la litera.

-¿Qué veo? exclamó admirado: ¿vos sirviendo de palafrenero?

-Y en ello recibo un honor, contestó el caballero con aire meditabundo.

El ermitaño se apeó con trabajo apoyándose en el cuello de don Fernando.

-Venid, D. Lope, le dijo; vuestra ayuda es aquí necesaria.

Don Lope se adelantó, y D. Fernando le indicó que era preciso trasladar á la ermita el cadáver del señor de Cabezon.

-¡Cielos! exclamó, retrocediendo lleno de espanto. ¿Ha muerto don Rodrigo?

-Ya lo estais viendo, contestó D. Fernando friamente. Ahora ayudadme, si gustais.

Don Lope, temblando de emocion, cogió al anciano por la espalda, y D. Fernando le ayudó con todas sus fuerzas. El padre Anselmo se dirigió á la ermita para encender una luz, y á poco rato volvió con una tea encendida para alumbrar al cortejo fúnebre que iba á interrumpir su soledad.

El aspecto del señor de Rojas al depositar en el recinto de la ermita su triste carga, era tan deplorable, que D. Fernando le preguntó si estaba enfermo; pero recordando despues el suplicio que habia estado próximo á sufrir, conoció que su pregunta era indiscreta.

El padre Anselmo con su dolor ya reconcentrado, registró la cueva hasta que halló dos velas de cera que solia encender delante del Crucifijo cuando se entregaba á la oracion. Como en aquel triste recinto no habia mas lecho que el de paja y heno que servia al ermitaño, éste tuvo que pedir á D. Fernando su capa para que descansase sobre ella el cuerpo de D. Rodrigo. Luego, colocando á la cabecera de este el Crucifijo y las dos velas á los lados, rogó á don Fernando que le dejaso solo por un instante con D. Lope.

-Caballero, le dijo así que estuvieron solos; cuando ibais á sufrir un suplicio horroroso, este desgraciado que yace á vuestros pies, imploró vuestro perdon y lo obtuvo. Y sin embargo, en aquel momento luchaba con la muerte que vos lo habeis proporcionado.

Don Lope, confuso y agitado, no se atrevió á responder.

-¿Sabeis D. Lope que es horrendo el crímen que habeis cometido?

-Señor, tenia una herida en mi pecho que era preciso cicatrizar.

-Sí; asesinando de una manera horrorosa á este padre y á este esposo infortunado. La muerte hubiera sido para vos una leve expiacion. ¿Y esperais que la justicia del cielo será burlada como la de los hombres? No, D. Lope. Yo voy á imponeros una expiacion.

-Hablad, señor; vuestra sentencia será justa; porque parte de un digno ministro del cielo.

-Arrodíllate, desventurado.

El caballero, víctima de una agitacion interior que en vano trataba de reprimir; se puso de hinojos á los pies del cadaver de D. Rodrigo de Cabezon.

-Toda la noche, prosiguió el ermitaño, velarás solo á los pies de este mártir del infortunio.

-¿Qué decís, señor? exclamó D. Lope, dominado por una supersticion tan comun en aquella época.

-¿Te negarás á sufrir esta leve expiacion?

-Perdonad, señor; pero la vista de este desgraciado, á quien tanto he ofendido, me causa un temor, un remordimiento que no acierto á explicar.

-¿Vacilarás?

-¡Oh! ¡No me impongais semejante sacrificio!

-¿Con que no te sometes á esta prueba?

-No; imponedme otra cualquiera y la aceptaré.

-Es imposible. Pero ya que te niegas, debo advertirte que el deber que te impongo es el que te exige la misma naturaleza. ¿Sabes quien es ese desventurado que no quieres velar en su último sueño?

-Sí, un noble y leal caballero, víctima de su lealtad y del mayor de los crímenes.

-No debia hacerte esta revelacion, porque va envuelto en ella tu castigo, y este castigo, es tan terrible como el que yo estoy sufriendo. Pero puesto que te niegas, atrévete á abandonar á este desgraciado, cuando te declare que es tu propia sangre.

-¡Cielos! Cómo! D. Lope Alvar de Rojas...

-No prosigas; ese nombre no te pertenece. D. Lope Alvar de Rojas no era tu padre.

-¡Dios mio! ¿Y entonces, á quién debo el ser?

-A D. Rodrigo de Cabezon, que está á tu lado exigiéndote desde el cielo esta expiacion, para que Dios tenga misericordia de tí. Mañana, cuando los primeros albores de la aurora iluminen esta tumba, la soledad de la muerte te habrá marcado la misma senda que hace veinte años está atravesando el padre Anselmo, víctima como tu ahora de un horrible extravio.

D. Lope solo respondió despidiendo un grito horroroso y cayendo desplomado sobre el cuerpo frio de su padre.




ArribaAbajo- XXVIII -

Dos dias despues de la muerte de D. Rodrigo de Cabezon, un cortejo fúnebre salia de la ermita del Cristo de las batallas.

Abrian la marcha seis ballesteros del rey, cuatro heraldos y algunos reyes de armas. Una doble fila de pages y escuderos seguian en pos con hachas encendidas. El féretro, descansando en un carro mortuorio cubierto con un paño negro en que aparecian las armas de los señores de Cabezon, era conducido por los escuderos que habian abandonado el castillo al amotinarse la guarnicion contra D. Rodrigo. Luego seguian el padre Anselmo y D. Lope Alvar de Rojas llevando en el medio á D. Alvaro de Cabezon. D. Lope vestia un ropage enteramente igual al del ermitaño que revelaba la resolucion que habia adoptado la noche que habia pasado en vela al lado del cuerpo de su padre. El secreto de los lazos que los habian unido era desconocido aun de las personas mas interesadas como D. Alvaro de Cabezon.

Cerraba el acompañamiento el rey D. Pedro con D. Fernando de Castro, Men Rodriguez de Sanabria, D. Fernando Alfonso de Zamora y los demas caballeros que formaban su comitiva, y luego seguia un lucido cuerpo de hombres de armas, en que figuraban los mejored soldados del rey.

El lugar del tránsito estaba cubierto de gentes del pueblo que habian venido de los contornos, atraidos por la curiosidad de ver muerto al célebre castellano que con tanto heroísmo habia resistido á las huestes del rey D. Pedro. Los naturales de Cabezon tambien habian abandonado sus casas, deseosos de pagar el último tributo á su señor. Solo Diego obligado á no dejar un momento á su hermana pudo sustraerse á aquel deber tan sagrado en sus sentimientos de respeto y veneracion á la memoria del infortunado D. Rodrigo.

Las dos damas habian partido la noche anterior para el convento de Santa Clara de Valladolid, acompañadas de D. Martin Lopez de Córdoba y de otros tres amigos del rey.

Aunque el dolor de D. Alvaro al seguir detras del féretro de su padre era desgarrador, su semblante aparecia triste, pero sereno. Solo el de D. Lope manifestaba el remordimiento que le devoraba. El padre Anselmo, agobiado por el peso de los años, por sus achaques y por sus infortunios caminaba con paso vacilante y con el rostro bañado en sudor y rendido de cansancio. El mísero anciano hacia cuatro dias que no disfrutaba del mas ligero descanso, y que no veia á los dos huérfanos.

Cuando el cortejo se acercó al castillo, uno de los centinelas dió la voz de alto. Los ballesteros que caminaban delante se detuvieron, y los demas tuvieron que hacer lo mismo. Al advertirlo D. Alvaro, levantó la cabeza vivamente y preguntó el motivo de aquella detencion inexperada. El rey con una expresion singular habia ya dado órden para que su acompañamiento y la escolta tambien se detuviesen.

-Caballero, dijo D. Alvaro adelantándose á uno de la comitiva del rey. ¿Teneis á bien preguntar por qué nos detienen?

El caballero contestó con un saludo respetuoso y se dirigió al foso del castillo para hablar al centinela.

-¿Olvidais, D. Alvaro, dijo el rey sonriéndose, que estamos en guerra?

-Teneis razon; pero ese no es obstáculo para que penetreis en el castillo.

-Os aseguro que me niegan la entrada.

El caballero que habia partido de órden de D. Alvaro, volvió al momento con la respuesta.

-La guarnicion del castillo, dijo, no puede admitir á tantas gentes sin que peligre su seguridad.

-Volved allá y decidla que los que entren en el castillo siguen á su señor, D. Rodrigo de Cabezon, y que por consiguiente, no hay el peligro que suponen.

-Cierto es, dijo el caballero, que los que acompañan el féretro son vasallos del difunto; pero los soldados del rey y la comitiva de este no pueden considerarse bajo el mismo aspecto.

-Id, caballero y no olvideis que en una situacion semejante no hay mas señor que el que camina en un féretro para el sepulcro y que cuantos lo acompañan son sus vasallos. Aquí, pues, el rey es tan vasallo como vos, porque desde el momento que se ha propuesto rendir con su corte este homenage al último señor de Cabezon, ha abdicado su autoridad hasta que aquel descanse en su sepulcro.

El caballero partió al punto. Largo rato estuvo conferenciando con los que componian la guarnicion, y despues de un vivísimo altercado que sostuvo con notable ventaja el mensagero, aquellos le despidieron manifestándole que una vez que D. Alvaro se conformaba con la entrada en su castillo de tantas gentes, no se oponian á que se les bajase el puente.

La comitiva entró pues, con el mismo órden y compostura dirigiéndose á la capilla del castillo en que debia depositarse el cadáver de D. Rodrigo.

La escolta del rey tambien atravesó el puente, siendo recibida por la guarnicion que se habia formado para estar dispuesta en el caso de que hubiera algun acontecimiento inexperado.

El rey y sus cortesanos siguiendo siempre el féretro, entraron en la capilla con D. Alvaro, D. Lope y el ermitaño. Los tres últimos despues de orar un momento, se levantaron para que diesen principio las exequias. El capellan del castillo y otros sacerdotes que estaban prevenidos, empezaron el oficio de difuntos tan pronto como la comitiva tomó asiento en los bancos que se habian colocado en la nave. D. Pedro, en un gran sillon forrado de terciopelo negro dominaba al auditorio, teniendo á su derecha á D. Alvaro de Cabezon y á su izquierda al ermitaño y á D. Lope.

Terminada la ceremonia, el rey salió primero, y luego salieron en pós todos los caballeros que le rodeaban. Al llegar al patio, se despidió de D. Alvaro.

-¿Os vais, señor? preguntó este admirado.

-Sí; es preciso para que cese cuanto antes la detencion que estoy sufriendo en esta villa.

-Señor, dijo entonces D. Alvaro con una expresion indefinible. A nadie se ha negado todavia la hospitalidad en el castillo de Cabezon. Todos los que penetran en sus muros, si no quieren ofender al castellano, tienen que acompañarle en su mesa. Os ruego, pues, que honreis la mia vos y cuantos os acompañen.

El rey vaciló un instante contemplanlo al jóven con una expresion singular.

-¿No sabeis, caballero, que estamos combatiendo al señor de Cabezon?

-Perdonad, señor; el dueño del castillo soy yo, y por eso os ruego que no desprecieis mi demanda.

-¿Luego me proponeis la paz?

-D. Alvaro de Cabezon, dijo el jóven con voz solemne, en paz ó en guerra con su enemigo, no puede consentir que una vez dentro de su castillo lo abandone sin haber disfrutado de su mesa y de su lecho.

-Y si mañana acertase á pasar por aquí con mis gentes, ¿me permitiriais entrar?

-Las puertas de mi castillo, dijo D. Alvaro, quedan abiertas desde hoy para todo el necesite hospitalidad sea cual fuere su condicion.

-¿Qué bando sigue, pues, el castellano?

-Ninguno.

-¿Obedecerá á su rey?

-Siempre que le llame á una guerra que solo tenga por objeto acabar con la raza árabe en nuestro suelo.

El rey guardó silencio algunos instantes fijando la vista en el suelo como si tratase de adoptar un partido. Las respuestas de D. Alvaro le habian producido la mas grata impresion, porque revelaban un corazon grande y generoso.

-Caballeros; dijo á los que le acompañaban. Hoy descansaremos en el castillo, y mañana al amanecer partiremos para Aragon.

D. Alvaro dió las gracias al monarca con una mirada indefinible.

-Vosotros, dijo este á los que formaban la guarnicion, podeis acompañarle si gustais. Vuestra ayuda es ya inútil; pero el recuerdo de la que habeis prestado á D. Rodrigo de Cabezon, no se borrará de aquí, añadió señalando el corazon.

Y de los párpados del jóven se desprendió una lágrima como una muestra de la gratitud que se albergaba en su pecho.




ArribaAbajo- XXIX -

(Conclusion)

Dos meses despues de los sucesos que acabamos de referir la capilla del castillo de Cabezon se hallaba primorosamente adornada para recibir á D. Fernando Alfonso de Zamora y á su futura esposa la bella Maria. D. Alvaro de Cabezon y sus deudos, habian hecho todos los preparativos para que las bodas se celebrasen con la mayor pompa y magnificencia.

D. Fernando Alfonso de Zamora, aprovechando la paz que acababa de firmarse entre el rey de Aragon y el de Castilla, habia abandonado la comitiva de este, para salvar á Maria de tantos temores como habia experimentado, en aquellos dos meses de ausencia. El ermitaño no pudo negarse á aprobar el precipitado enlace que don Fernando solicitaba para no separarse de Maria, ni tampoco á la demanda de llevarse su esposa á la ciudad de Zamora, lugar de sus dominios. La separacion debia serle funesta, pero se trataba de su dicha, y esta idea hacia sobrellevar al padre Anselmo el dolor que debia causarle su ausencia.

Maria, con su vestido blanco y su corona de rosas, tan bella como un ángel, acababa de aparecer en el salon del caserio con su hermano Diego. El ermitaño la recibió en sus brazos, y D. Fernando que la esperaba á su lado, se arrojó á sus pies cubriendo sus manos de besos.

-Levantaos, D. Fernando, le dijo, porque vamos á hablar seriamente.

El jóven obedeció, y los dos hermanos se miraron como para interrogarse, extrañando el acento con que el ermitaño habia pronunciado aquellas palabras.

-Sentaos, hijos mios, y no os impacienteis, porque deseo tambien con afan que el sacerdote bendiga vuestra union, como ya la ha bendecido el cielo.

Diego y Maria sin darse cuenta de la impresion que sentian en aquel momento, tomaron asiento, manifestando en su mudo semblante una sorpresa que hizo sonreir á D. Fernando.

-Diego, dijo el ermitaño con acento conmovido; el cielo con este enlace, te priva de un deber tan grato como penoso. Desde hoy eres libre, porque Maria cuenta ya con un protector en el mundo que espero labrará su dicha. Te encuentras, pues, solo y en disposicion de estender tus alas; pero un pesar amarga tu existencia. Crees que la educacion que has recibido es superior á tu condicion, y esta es la única idea que en este momento no te permite dar expansion á tu alegria; ¿no es cierto, hijo mio?

El huérfano inclinó la cabeza sobre su pecho para no manifestar la turbacion que reflejaba en su semblante. El ermitaño, advirtiéndolo, prosiguió:

-Levanta orgulloso esa frente que ahora inclinas al suelo, porque en ella brilla todo el lustre de tu noble alcurnia. ¡Diego! Tu no eres un bastardo como has creido hasta ahora.

-¿Qué escucho? exclamó levantándose de su asiento.

-Eres el primogénito de un noble tan culpable como desventurado. Tu padre se llamaba D. Garcia de Campo-Agreste.

-¡Cielos! El hermano de D. Rodrigo de Cabezon! exclamaron á una voz los dos jóvenes.

-Sí, y puesto que conoceis ya su historia, la omitiré ahora. Sois, pues, tan nobles como D. Alvaro; pero huérfanos.

Dos lágrimas brotaron de los ojos del anciano al pronunciar estas palabras.

-Vuestro padre, prosiguió con voz apagada, al morir ocultó su nombre, porque habia sido el terror del pais, y en esta parte imitó el ejemplo de su hermano D. Rodrigo. El deseo de que se extinguiese para siempre, le hizo renunciar hasta á sus hijos. ¿Querrás tu conservarlo, Diego, ó llevar el de tu madre? Yo, que en este momento represento á D. Garcia, te ruego que respetes su voluntad.

-Lo haré, señor; respondió el jóven con lágrimas de dolor al recordar los infortunios de su padre.

-Pues bien; desde hoy te llamarás, Diego Gonzalez.

-De Oviedo, añadió D. Fernando Alfonso de Zamora, porque el rey D. Pedro acaba de concederle esta villa.

Diego, dominado por la emocion, solo pudo mostrar su reconocimiento apoderándose de las manos de D. Fernando y besándolas con una especie de delirio. El ermitaño sorprendido con aquella nueva, que el caballero le habia ocultado, le alargó una mano conmovida contemplándole con una ternura paternal.

-Pues bien, Diego Gonzalez de Oviedo, desde hoy tu destino en el mundo, es servir al rey que tan grande merced acaba de concederte.

-Yo procuraré ganarla, señor.

-A tí, ángel de Cabezon, prosiguió el ermitaño dirigiéndose á Maria, no puedo ofrecerte ninguna sorpresa, porque ninguna igualaria al placer que ahora experimento al verte próxima á entregar tu mano á D. Fernando Alfonso de Zamora. Abrazadme, pues, hijos mios, porque vuestro primo el señor de Cabezon estará impaciente por tanta tardanza.

Los dos jóvenes se arrojaron al cuello del anciano derramando lágrimas de placer y de dolor al propio tiempo.

-No olvideis al ermitaño del Cristo de las batallas... á vuestro segundo padre...

-¡Jamás! ¡jamás! dijeron á una voz abrazándole de nuevo.

-Vamos, pues, al castillo. Enjugad vuestras lágrimas para que no adviertan que hemos tenido este momento de tierna expansion.

Los caballos se hallaban á la puerta. El anciano ermitaño tenia tambien ensillada la mula que debia conducirle al castillo. D. Fernando ayudó á montar á Maria, y esta aceptó su apoyo sonriéndose, porque ninguno necesitaba para colocarse en la silla. Diego sujetó el estribo á su futuro hermano, despues que éste hubo acomodado igualmente al padre Anselmo. La comitiva no podia ser mas modesta. Solo dos lugareños muy adictos á los huérfanos, habian sido invitados para que concurriesen al castillo.

El centinela de la atalaya no tardó en dar aviso de la llegada de la novia y de su familia. D. Alvaro atravesó entonces el puente con sus escuderos para recibir á los novios.

Mientras tuvo lugar la ceremonia, el padre Anselmo, arrodillado en lo mas apartado de la capilla, enjugaba las lágrimas que como un raudal bañaban sus mejillas. Así que aquella terminó, don Fernando, desprendiéndose de D. Alvaro, que habia sido el primero en abrazarle, corrió al lugar en que seguia arrodillado el ermitaño, y postrándose á sus pies, le dijo.

-Vengo como hijo vuestro á pediros la primera gracia.

-Mas bajo, murmuró el anciano levantándole con sus brazos. ¿Qué pretendes, hijo mio?

-¡Oh! ¡Que os descubrais á vuestra hija!

-¡Imposible!

-Ved que estoy á vuestros pies.

-¡Imposible!

-Olvidais que ahora tengo derecho á que no priveis á mi esposa, de las caricias de su padre.

-Hijo mio; ya sabes que un juramento y una expiacion...

-¿Pero esta expiacion de diez y seis años, no ha sido suficiente para expiar vuestras faltas?

-No.

-Y entonces, ¿condenareis á vuestros hijos á no ver en el mundo á su padre, habiendo estado á su lado tantos años.

-Sí.

-Señor; hace una hora que en el caserio cuando hicisteis aquella revelacion estuve dispuesto á descubrir el secreto.

-Hubieras cometido un perjurio.

-¿Con que no accedeis á mi ruego?

-No, hijo mio, no. Vuelve al lado de Maria y... hazla dichosa... muy dichosa... Dios te lo recompensará...

-¿Y vos?

-¡Yo... seguiré mi expiacion! dijo elevando sus ojos al cielo con una expresion de dolorosa ó indefinible resignacion.

D. Fernando comprendió por aquella actitud y por aquella mirada que la resolucion del ermitaño era invariable...

El cariño filial no habia podido triunfar de la conciencia del padre Anselmo, así como la deshonra no habia hecho faltar á su hermano D. Rodrigo á El Honor Castellano.




 
 
FIN
 
 


En el compendio histórico que lleva por nombre Atalaya de las crónicas, escrito por Alonso Martinez de Toledo, arcediano de Talavera, capellan del rey don Juan II, y en todas las obras de aquella época, se halla la relacion de un suceso que se verificó, mientras el legado del papa Clemente VII arreglaba las paces entre el rey D. Pedro I de Castilla y el de Aragon. Dice así:

«En este comedio, fue el rey para Cabezon, un castillo que... estaba por el conde D. Enrique e tovole cercado: e estando sobre el nunca jamas pudo el rey aver fabla con el alcayde; pero el rey envio á el un rey de armas para que le dijese de la parte del rey que le diese la fortaleza, e le faria muchas mercedes, e le daria lo que le mandase que darle fuese: mas el alcayde non quiso responderle cosa nenguna á cosa que le dixeron. E en este comedio diez escuderos que estaban dentro en el castillo, cometieron traicion al alcayde; ca le demandaron mugeres con que durmiesen: e el alcayde non tenia si non á su muger e una fija suya que ay tenia. E dixeron los escuderos que si non ge las daba que dexarian el castillo: e veyendo esto el alcayde, ovoles de dar á su muger é fija por non ser traidor á su señor. Mas dos de los escuderos non le quisieron facer tal traicion, e rogaron al alcayde, que los echasen fuera del castillo. E el alcayde fizolo así, e luego fueron presos e llevaronlos al rey, e contarongelo todo, e la razon porque avian salido: e el rey fue muy sañudo de tal traicion, e trató con el alcayde que ge los entregase aquellos escuderos, e diole otros tantos fijos-dalgos, juramentados del rey, que le sirviesen e muriesen allí con el alcayde. E así fue luego fecho, e entregole el alcayde los ocho escuderos: e luego el rey fizolos cuartear vivos, e despues fizolos quemar.»

Esta es la version histórica que ha servido de argumento á la novela El Honor Castellano, que se publica para que el lector pueda apreciar la exactitud de algunos sucesos que parecen inverosímiles, y que sin embargo, descansan en el testimonio de los escritores mas acreditados de la edad media3.




ArribaAbajoFé de erratas

La precipitacion con que se ha escrito y se ha impreso á la vez esta novela, ha dado lugar á varios errores tipográficos y aun de redaccion que no señalaremos porque están al alcance del lector menos ilustrado. Solo debemos mencionar el padecido con la amalgama en uno solo de sus dos capítulos IV y V, debiendo tenerse presente que este último principia con la última linea de la página 56.




ArribaAnuncio

La Familia Errante, segunda parte de El honor Castellano, acaba de publicarse, y consta de tres tomos en 4.º, de impresion correcta y esmerada y hermoso papel. Cuesta cada uno veinte y dos reales en provincias franco de porte.

Los suscritores al Diario Popular, ó á la novela El honor Castellano, si gustan, pueden recibir y leer el primer tomo, dando aviso á la redaccion y ofreciendo devolverlo sin el menor deterioro, siempre que no les agrade la obra; temor que no puede alarmar al editor, cuando en esta parte ofrece lo que ninguno ha hecho hasta ahora, y es demostrar al suscritor, que una vez leida la primera página de La Familia Errante, no puede abandonar su lectura.