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El horizonte modernista: Femeninas de Valle-Inclán y la estética pardobazaniana de Fin de Siglo

Cristina Patiño Eirín


Universidade de Santiago de Compostela



Es tradicional la disociación entre la estética de los escritores de la Restauración, calificada de realista-naturalista, y la que enarbola el autor de Femeninas. Ni Valle ni muchos de los escritores adscritos al realismo fueron totalmente ajenos a ese divorcio que desde un principio sirvió para delimitar de modo artificioso talantes y obras que no carecen de puntos en común. El profesor Iglesias Feijoo ha estudiado la ausencia de una animadversión largo tiempo establecida a raíz de la frase que pronuncia uno de los Epígonos del Parnaso Modernista en Luces de Bohemia.

Sin duda era difícil -faltos de la necesaria perspectiva que da el tiempo- que los miembros de la llamada «Generación del 68» poseyesen una visión cabal de los nuevos valores. Pero también, a la recíproca, los escritores que sucedían a aquellos que, como Clarín, Galdós, Pereda o Pardo Bazán habían elevado a la novela al rango de los géneros canónicos al dignificarla con su prosa de cuño realista, se veían obligados a hacer tabla rasa de todo lo inmediatamente anterior, arrastrados por la fiebre iconoclasta de su juventud. Soslayar la permeabilidad que sin duda hubo de producirse entre escritores decimonónicos y autores que arrancan en los últimos años de esa centuria, como es el caso de Valle, y forjan su trayectoria en las primeras décadas del siglo XX, es un ejercicio de falseamiento que empobrece no poco el conocimiento de nuestras letras contemporáneas.

Un ejemplo de esa maniobra de manifiesta irreductibilidad entre dichos autores y tendencias que conviven en el tiempo en una estrecha franja cronológica, es el poco aprecio que se ha venido concediendo a la presencia de Pardo Bazán en Valle-Inclán y a la de don Ramón en doña Emilia. Aunque existe cierta bibliografía que ha explorado elementos recurrentes -predominantemente de índole temática- en los dos autores gallegos, cabe pensar que no se ha llegado a aquilatar como se debiera el terreno que comparten.

Las analogías entre Valle-Inclán y Pardo Bazán no se derivan únicamente de su común origen gallego puesto que relatos de ambos susceptibles de no ser caracterizados como de corte galaico y ambientación rural -los que Valle no llamó cuentos- pueden servir de punto de encuentro de las sensibilidades de ambos narradores.

Los años finiseculares asisten al bautismo literario del autor arosano, que publica sus primeros libros tras haberse ejercitado en breves relatos y artículos en la prensa de la época. En esos años, en que salen a la luz Femeninas (1895) y Epitalamio (1897), la carrera polígrafa de Pardo Bazán está ya plenamente consagrada. Ha escrito sus más famosas novelas -las del ciclo de los Pazos- y alcanzado notorio renombre en los palenques literarios. Pasada la efervescencia de las polémicas en que se vio inmersa, el entusiasmo inicial parece haberse templado a medida que el siglo se acerca a su fin y, ya desde 1893, en la «Despedida» a su Nuevo Teatro Crítico, empeño editorial que promovió y sufragó sola con objeto de dotar al público español de una revista literaria, no puede sino constatar con amargura el fracaso de su tentativa intelectual en un tiempo que -parece augurar- se encamina al Desastre. De ahí que los años que actúan de bisagra entre los dos siglos despierten en ella un impulso cívico al que se entregará en sus libros viatorios, en sus cuentos de la patria o en sus artículos de circunstancias, que en muchos casos presagian el espíritu regeneracionista del que están imbuidos los del 98.

Es ya un lugar común atribuir a doña Emilia una singular capacidad para aclimatar su talento a los tiempos y tendencias. Menéndez Pelayo fue uno de los primeros en achacar, con ánimo correctivo, a su carácter femenino una especie de veleidad que la llevaba a interesarse por todo y por todos, desde Zola a Tolstoi y Gorki, desde Tagore a Baudelaire y Barbey d'Aurevilly. Los prejuicios innegables que velaron la visión del sabio santanderino no deberían haber mediatizado o impedido una redefinición de las aportaciones literarias y críticas de la autora de La revolución y la novela en Rusia. ¿Quiénes, salvo Clarín, pueden haberse vanagloriado como ella de haber traído a nuestro país el eco de otras literaturas? ¿Cuántos lucharon tanto como la autora de La cuestión palpitante por divulgar el conocimiento de los autores franceses, o rusos, o portugueses?

Ni Unamuno ni Azorín la rechazaron, ellos, que querían hacer una novela nueva; porque doña Emilia no fue nunca refractaria a las novedades, a ensanchar las fronteras del ya por entonces esquilmado territorio novelesco, con tal de producir belleza. Moderna como pocos, contraria a todo género de docencia artística que mermase el efecto estético que buscaba en su teorización del género, hubo de asistir con desenvoltura a la bancarrota del naturalismo y al ocaso de un segmento de la historia de la novela que, como sostiene G. Gullón, está en el origen de la Modernidad.

Mucho más que Clarín, que vapuleó denodadamente el Modernismo, y como Valera, que dedicó a Azul encendidos elogios, no faltaron en la pluma de la Condesa palabras de admiración dirigidas a la nueva generación de novelistas y cuentistas. ¿Acaso es inexacto afirmar que ella misma milita en sus filas en novelas como El saludo de las brujas (1898) o La Quimera (1905)? Críticos como Clémessy o Whitaker así lo consideran. En la senda de Rubén, a quien trató y que dejaría constancia de esa amistad en España Contemporánea, sintió el hechizo de las palabras cinceladas y delicuescentes, de las sinestesias de osada factura, de las paletas paisajísticas. Amiga de los trinomios adjetivales, como el propio Valle-Inclán, extrema la selección del adjetivo para pintar el torbellino de las sensaciones. Como el arosano, la coruñesa hace que en la sensualidad de su prosa primen especialmente la percepción visual y olfativa, rasgo este último de estirpe zoliana. Durante los años de fin de sido y sus secuelas estiliza al máximo su expresión novelística y alcanza a escribir breves poemas en prosa en los que no faltan los motivos decadentistas y simbolistas: así, ensayará el satanismo y la necrofilia en Belcebú (1908), novela corta que da entrada a un universo mágico y misterioso, milagrero y trágico; perfila los rasgos de la femme fatale en figuras como Espina Porcel, ávida de goces mundanos, viciosa e imperturbable ante el dolor; emplea el simbolismo de las flores; concede una atención privilegiada a la descripción de los ambientes de interior, a la riqueza y fastuosidad de los muebles y objetos de decoración, que llegan incluso a estar animados de cierta aura de humanidad o dotados del poder del fetichismo que le atribuyen sus dueños a la manera de Des Esseintes; otorga un papel preponderante a la narración primopersonal y acentúa el refinamiento no sólo de las atmósferas, sino también de los seres hiperestésicos que en ellas habitan y en ellas consumen sus neuróticas vidas. Son criaturas degeneradas y marchitas por el desenfreno y el lujo, desnortadas y confusas en un mundo que se resquebraja.

Como Valle-Inclán en «La Condesa de Cela», relato que se ambienta en Brumosa, doña Emilia había comenzado por situar la acción de su primera novela -Pascual López- en el Santiago de sus años de recién casada, cuando despunta ya el raudal de su prosa. Como Valle, que fijó allí sus primeras inquietudes, había conocido el círculo pontevedrés que presidirá Jesús Muruais, propietario de una nutrida biblioteca de literatura francesa de fin de siglo y futuro reseñador de Un viaje de novios, y tal vez coincidido también allí con el infante L. Alas, condiscípulo ocasional de Muruais. Como Valle, se había abierto paso en el periodismo local gallego para enfocar más tarde su carrera a Madrid, tras el periplo de sus viajes -a los que ambos son aficionados y no es casual su amor a Hispanoamérica-. El carlismo es, sin duda, otra de las concomitancias. Con una trayectoria recurrente en el caso de Valle, como ha estudiado la profesora Santos Zas, representa en Pardo Bazán una forma de rebelarse contra las imposiciones de la sociedad burguesa y lo abraza no sólo por tradición familiar de su esposo, reconocido carlista, sino también por cierto prurito de exhibición estética de un temple heroico que guarda el perfume de un tiempo desvanecido.

Existe en Pardo Bazán una clarividente interpretación del hecho literario en la que no es lo menos relevante su defensa a ultranza y desde un principio del móvil estético como resorte que da sentido a la creación artística, incluso en el tiempo en que Clarín se adhería a la oportunidad de la tesis en la novela. La búsqueda de la belleza, que doña Emilia pudiera haber aprendido del parnasiano Gautier, es también el ideal absoluto que preside la creación de Valle-Inclán, y se le ha reprochado más al autor de las Sonatas la ausencia de una preocupación social en su obra literaria.

Ambos son cualificados cromatistas. La presencia del color es una de las bases estilísticas de la prosa de Pardo Bazán, como analiza Clémessy y como la propia autora confesaba a Menéndez Pelayo en un ejercicio de autoconsciencia literaria que la encuadra de forma plena en la modernidad. El afán por el color es muy notable en Barbey, el autor de Le Rideau cramoisi, que fue objeto de la admiración de Valle y Pardo Bazán, como tantos otros autores transpirenaicos cuyo rastro se les reprochó a los dos prosistas gallegos. Las semejanzas no se agotan ahí: cabe aducir otras que afectan a la comunidad de gustos en la creación verbal (toponimia, nombres de personajes, neologismos...), a los ataques y la incomprensión que hubieron de encajar (ambos fueron tachados de plagiarios).

Doña Emilia confesó en varias ocasiones su admiración por el autor de Femeninas. Cumplido ya el ciclo de su trayectoria vital y literaria, a la pregunta de Estévez Ortega -«¿Qué escritor español le gusta a usted más?»- responde: «Valle-Inclán».

Promotora de jóvenes valores vinculados a las nuevas corrientes, como Salvador Rueda, a quien reseña muy tempranamente en la Revista de Galicia, accede a ser entrevistada por Enrique Gómez Carrillo en dos ocasiones. En 1904, no concluida la redacción de La Quimera, publica en español su artículo sobre la nueva generación de novelistas y cuentistas españoles. En él constata que a pesar de que la fama de los autores de que se va a ocupar es todavía exigua, en su ánimo está impulsar sus creaciones porque reflejan el espíritu de la época, marcado por Nietzsche, Schopenhauer y Maeterlinck. Como había presagiado, se tiende al relato breve. Se percata de que asiste a una nueva formulación del género novelesco y ante La voluntad, de Martínez Ruiz, se pregunta si constituye verdaderamente una novela. Percibe un cierto neorromanticismo y un mayor aprecio por lo intelectual que por la composición. Valle-Inclán ocupa párrafo aparte porque la autora quiere destacar la raigambre gallega -no castellana- de sus textos y el espíritu musical que los anima. Sin duda, se identifica con él:

«el sentimiento regional lo expresa mejor todavía el gallego Valle Inclán, autor de Sonata de otoño. Este escritor tiene percepción musical de ciertos aspectos de la naturaleza, de una naturaleza dada, que influye en los espíritus, condicionados por cuanto le rodea. Conviene advertir que Galicia es tierra montañosa, tierra de leyendas y ensueños, de misteriosas resonancias, de misterio y melancolía».



El referente ineludible de una poderosa naturaleza deja su impronta. La presencia del elemento señorial venido a menos desencadena un tipo de prosa sugestiva, musical, rítmica y honda. Como la suya propia,

«la poética de Valle Inclán tiene tres manantiales: naturaleza, alma rural y, sobre todo, alma aristocrática, tal cual la condiciona el solar, lejos de las transacciones y la nivelación de las grandes ciudades. La magia del pasado transpira en Sonata de otoño, y el sentimiento rural en el cuento Malpocado, que traduce el alma oscura y oprimida de la tierra. Sonata de estío nos transporta a Méjico, pero siempre el héroe es el caballero de antigua sangre azul, en quien la raza infiltró la pasión y la altivez».



Las conquistas del naturalismo siguen ahí. La Sonata de Otoño parece haber sido la obra que más la impresionó. En su biblioteca particular poseía su primera edición, como las de Femeninas, Sonata de Primavera y Sonata de Estío.

Resulta difícil conocer a Valle-Inclán haciendo total abstracción de Pardo Bazán. Quizá pueda decirse lo mismo para el último período de la escritora, que acogió los frutos modernistas y los hizo germinar en su obra. En 1892, don Ramón recuerda con acierto que doña Emilia -su «ilustre paisana la Señora Pardo Bazán»- se cuenta entre los artistas que vuelven sus ojos al siglo XVIII. La voluntad de rescatarla del olvido en que ciertos sectores quieren sumirla está presente en Valle-Inclán, quien había leído cómo uno de los primeros reseñistas de Femeninas, Torcuato Ulloa, ponía en relación su estilo con el de doña Emilia, al tiempo que no dudaba en señalar la escasa ascendencia gallega del libro. El cosmopolitismo es llamativo en los seis relatos, como lo es en las novelas de corte modernista de nuestra autora: El saludo de las brujas (1898) se emparenta con la atmósfera voluptuosamente decadente de los relatos del autor arosano. Valle inaugura en 1895 la prosa modernista, en la que siempre transitará. Quizá resulte imposible adscribir a Pardo Bazán a ese talante y estilo, pero no cabe duda de que a él se entregó en las páginas de la novela citada, como en La Quimera y, en 1908, en La sirena negra, así como en cuentos como «El tapiz» (1902), cuyo final es inequívoco. Personajes bohemios, como Yalomitsa, o de espíritu neorromántico, como Rosario, la hermosa criolla de El saludo de las brujas que comparte nombre y también pureza, -y una tez deslumbrante con la Niña Chole-, con su homónima del último relato de Femeninas; modos de disponer la estructura del discurso, como el experimento de La Quimera, a base de retazos y fragmentos heteróclitos, revelan una actitud nueva en la novelista, un fragmentarismo acorde con los tiempos, que la aproxima otra vez a la sensibilidad artística de Valle-Inclán.





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