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El indiano en la literatura del siglo XIX

Alberto Romero Ferrer




«Nace en las Indias honrado
donde el mundo le acompaña;
viene a morir en España,
y es en Génova enterrado».


Quevedo                






Una de las características más básicas del drama romántico es la exaltación de la imaginación y del exotismo. Un efecto que se consigue, en la mayor parte de los casos, con el alejamiento espacial y temporal y una ubicación teatral acorde con todo ello, o bien mediante la aparición de determinados personajes en los que el halo de misterio, la extravagancia de su procedencia exótica y la exaltación que la imaginación puede realizar de todo ello concita todas sus miradas (Argullol, 1982). El libertino don Juan, su mística doña Inés, la gitana Azucena de El trovador de García Gutiérrez, la suicida y apasionada Elvira del Macías de Larra o los exóticos Abén Humeya y Zulema de Martínez de Rosa venían a cumplir las nuevas exigencias y expectativas de la imaginación romántica y su concepción del héroe dramático.

Y esto mismo es lo que sucede, precisamente con el indiano don Álvaro que nos propone el duque de Rivas en el drama, cuyo nombre toma de su principal protagonista, Don Álvaro o la fuerza del sino (Samper, 2004). Un don Álvaro de orígenes desconocidos, que sufre de anagnórisis y que aparece sobre la escena con toda la teatralidad y el misterio del héroe romántico, pero también como portador del nuevo valor y prestigio social que otorga el dinero (Valero y Zighelboim, 2006) -como trasunto de la emergente burguesía decimonónica-, frente a la posición paterna del marqués de Calatrava, padre de doña Leonor, que no lo considera digno de su hija por tratarse de un simple aventurero sin apellidos, de orígenes inciertos y mestizos y procedente de la dudosa aventura americana. Toda una dualidad literaria, pero también social, que enfrenta el nuevo hombre, que simboliza don Álvaro, frente al mundo anclado en el pasado del marqués (Valero y Zighelboim, 2006: 55-56). Y entre ellos, una apasionada historia de amor con fatal desenlace y una acción plagada de «bufos, batallas, conventos, tormentas, y efectivos de toda clase» (Valbuena Prat, 1955: 961).

Sin embargo, a pesar de la originalidad de los planteamientos del duque de Rivas en la propuesta del indiano don Álvaro, la elección del dramaturgo cordobés no partía de la nada, pues la figura del indiano ya había sido utilizada de forma bastante recurrente y con cierto éxito en el teatro español de los siglos XVI y XVII, como trasunto literario de una realidad social asociada a la emigración española al Nuevo Mundo y al regreso de muchos españoles que, tras probar fortuna en tierras americanas, volvían a España con una cierta fortuna y una serie de privilegios sociales asociados a los héroes militares y, fundamentalmente, a la nobleza, a la que el indiano no solía pertenecer.

Estos eran los «indianos» que de un modo más o menos negativo, ambiguo o cómico se van a ver reflejados en el teatro español del Barroco, de acuerdo con los estereotipos más acusados de la tradición popular que veía en ellos a unos advenedizos y aventureros sin más. Aunque también es cierto que lo podíamos observar en otros registros más positivos y amables. Es lo que ocurre, por ejemplo, en las comedias de Lope de Vega, cuando lo incluye en diferentes grados de protagonismo en más de 40 comedias entre 1588 y 1635 (Campbell Manjárrez, 2001). Un personaje que aquí veremos más como un hombre discreto y simpático, «cuya limpieza de sangre e interés por los valores aristocráticos garantizan la continuidad de ciertas concepciones tradicionales que -paradójicamente- han sido menospreciadas por la nobleza en su afán de enriquecimiento por vías matrimoniales» (Campbell Manjárrez, 2001: 73) sin desertar por ello de sus fuerte condicionantes económicos, relacionados con su enriquecimiento en tierras americanas y la importancia social de la fortuna económica.

Y frente a esta imagen dual positiva/negativa de la comedia, también había que traer a colación su presencia en el teatro puramente cómico del mismo periodo (Bellini, 1990 y Brioso, 1998), en el que la imagen de lo americano sirve de pretexto para ofrecernos un punto de vista satírico-burlesco del personaje, como «nuevo rico» y las circunstancias e equívocos sociales que produce su regreso a una sociedad tan cerrada y jerarquizada como la española, donde la oposición burlesca opera en su «no encaje» dentro de los círculos sociales, o bien como personaje fingido -todo un hallazgo de este tipo de teatro breve- como es el caso del entremés de Quiñones de Benavente Los casamientos de Vicente Suárez de Deza y Ávila, donde el protagonista no es sino un indiano fingido, lo que provoca todo tipo de situaciones ridículas y burlescas.

Todo ello unido también a una cierta figuración del mundo americano como un mundo edénico, una especie de tierra prometida o paraíso, tal y como se puede apreciar en la trilogía histórica de Tirso sobre Pizarro, donde se nos ofrecía una lectura épico-histórica de las hazañas en tierras americanas de los hermanos Pizarro: Todo es dar en una cosa, Amazonas en las Indias y La lealtad contra la envidia (Brioso, 2001).

Con estos antecedentes literarios, estaba claro que la figura del indiano no era una novedad como personaje en el teatro español del siglo XIX, como tampoco lo va a ser en la novela realista. Sin embargo, lo que sí va a resultar muy diferente respecto a esas tradiciones anteriores es su significado social, pues si para los siglos XVI, XVII y XVIII la imagen literaria del personaje remitía fundamentalmente a su procedencia respecto al pasado y su ubicación americana, para el XIX, el indiano, con toda su fuerte carga anterior de la que nunca llega a desprenderse, además se convertiría en una de las imágenes del nuevo hombre que quería proyectar la sociedad española decimonónica, bien en clave romántica, bien en clave realista, aunque ya en el Dieciocho había aparecido con ciertos toques de modernidad (Neal, 2013), de acuerdo con la visión que de América se tenía desde la mentalidad Ilustrada (Yagüe Bosch, 1992).

Así, junto a la tradición barroca, el indiano volvía a tener una cierta relevancia literaria en el Romanticismo. En esta ocasión como portador de unos valores asociados a la modernidad y a las formas sociales de conducta pública y privada surgidas del buen/mal salvaje americano que, llegado a tierras europeas, causa la admiración, sorpresa o escándalo de la vieja España. Personaje asociado siempre a la fortuna personal, al espíritu aventurero, a la opulencia, el equívoco y el engaño sirve como pretexto para la comedia posmoratiniana de claves costumbristas y satíricas. La familia a la moda (1804-1805) de María Rosa Gálvez, o Tanto vales cuanto tienes (1840) del propio duque de Rivas serían dos buenos ejemplos de este tipo de figuraciones.

Y para la segunda mitad del XIX y el primer tercio del XX, ahí quedaban, por ejemplo, el indiano Frutos Redondo, que nos presenta Clarín en La Regenta (1884-1885) como el «primer millonario de Vetusta», los indianos don Celes Galindo y Peredita de Tirano Banderas (1926) de Valle-Inclán, o los que nos propone Galdós, Palacio Valdés o Pereda en algunas de sus más emblemáticas novelas (Gracia Noriega, 1987), como retratos más o menos críticos de una sociedad burguesa en la que este personaje -más allá de la realidad social que representa- se había transformado en uno de sus símbolos más reconocibles, en la polaridad de su doble significado, del que la novela solo toma sus lecturas más ácidas y críticas -también es cierto que nos encontramos en la segunda mitad de siglo-, de acuerdo también con la tradición cómica de la comedia romántica, pero que para el caso del Romanticismo en clave dramática venía a representar la otra cara de la moneda: sus aspectos y atributos más positivos y, por tanto, más admirados para la emergente mentalidad romántica y el cuerpo social burgués sobre el que se sustenta dicha idea del héroe romántico.

Esta última opción sería el caso del don Álvaro creado por el duque de Rivas, un personaje que, a partir del estreno del drama la noche del 25 de marzo de 1835, se transforma además de uno de los símbolos más visibles del triunfo del Romanticismo en España (Andioc, 1982), desde unas claves fatalistas del personaje -que nada tienen que ver con las formas y contenidos de la tragedia clásica- en las que el duque de Rivas concentra una buena parte de sus rasgos y atributos más principales. Como ya había subrayado el maestro Valbuena Prat (1955), el escéptico y complejo don Álvaro debía condenarse ante la fuerza de un destino incierto, pero siempre fatal, pero desde una actitud que podríamos considerar como «preexistencialista», con muchos guiños a la tradición barroca de obras como La vida es sueño -ahí quedaba su célebre monólogo-, o su controvertida mezcla de tormentas, batallas, lances, conventos y «efectivos de toda clase».

Por otro lado, nada hay seguro en lo que afecta a nuestro héroe, ni su aparente condenación, ni sus crímenes ni su suicidio final parecen responder de forma cerrada y segura a los problemas existenciales que plantea el dramaturgo en el drama. En definitiva, una obra «típica de un mundo desorbitado, en el que las grandes preguntas no tienen contestación» (Valbuena Prat, 1955: 962).

Pero la pregunta, más allá de otro tipo de valoraciones en torno a su exotismo romántico -que también puede jugar un papel interesante en el texto- va a girar fundamentalmente en el porqué de todo ello en relación con la procedencia indiana del protagonista. Una condición que desde un punto de vista sociológico (Marrast, 1978) conectaba a la perfección con las expectativas sociales y económicas de la emergente burguesía decimonónica, que no era sino el público del drama (Peña, 1992).

Durante el siglo XIX, las nuevas naciones que surgen del Romanticismo -también las emergentes nacionales americanas- suponen un nuevo sistema de relaciones socioeconómicas con las antiguas colonias. En el caso español, este entramado resulta a todas luces mucho más complejo y delicado, ya que se asiste a lo largo de toda la centuria a un fuerte proceso de descolonización, presidido en la mayor parte de los casos por numerosas tensiones y desencuentros, hasta la guerra del 98 y la simbólica pérdida de Cuba y Filipinas como las dos últimas colonias de ultramar del antiguo imperio hispánico.

En otro orden, de forma gradual también a lo largo del siglo XIX vamos asistiendo al progresivo proceso de implantación de la sociedad de mercado y a la institucionalización del intercambio de corte mercantil - ahí están las claves de funcionamiento de la burguesía (Artola, 1973)-, lo que conlleva al desarrollo de otras formas nuevas de sociabilización y estructuración social, cuyos epicentros no son sino la mayor relevancia de la libertad individual, también para relacionarse socialmente, y la mayor libertad mercantil fundamentada en el poder del capital (Simmel, 1978 y Thompson, 1996), y el despegue la revolución industrial en España (Vilar, 1990); todo ello frente a las formas arcaicas del viejo orden tradicional de fuerte carácter inmovilista y estamental.

El drama de Rivas, Don Álvaro o la fuerza del sino es, en relación con esta nueva situación sociopolítica, pero también cultural y económica, una obra clave, una obra que muestra dichas tensiones extraliterarias, desde una conflictividad emocional e identitaria, en la que el protagonista nunca se desprende, porque tampoco puede ser de otra manera, de sus oscuros orígenes como mestizo indiano, como tampoco se desprende de su condición adinerada como hombre de negocios (Cañizares-Esguerra, 2001). Dos rasgos especialmente significativos del personaje, que se transforman en la esencia misma de su identidad/no identidad, donde reside el núcleo dramático de la obra, y donde el dramaturgo ha querido depositar el epicentro de los conflictos, ante una sociedad, como la española, que no termina de aceptar ni comprender una realidad, demonizada por lo que podía tener de desafío a los valores, las formas y costumbres de la tradición. Unas dialécticas muy teatrales -por cierto- y tremendamente románticas que, por otro lado, trasladaban a la ficción literaria unos conflictos y situaciones que podía resultar bastante familiares para una gran parte de los sectores del público.

Desde esta perspectiva, la condición indiana, pues, del protagonista resultaba ser su atributo más importante (Pattison, 1967), porque era ahí donde van a residir todos los conflictos internos y externos del personaje (Galdo, 2001), pero también donde va a residir el propio dinamismo del drama. Dicha condición, que juega en el drama en varias direcciones opuestas y a veces, incluso, enfrentadas, para don Álvaro representará el orgullo -aunque a veces tenga dudas al respecto- de su condición y estirpe, como para el resto de sus oponentes -el marqués de Calatrava, don Carlos y don Alfonso- el motivo de su deshonra.

Así, como «infame indiano» se refiere a él de manera explícita don Carlos, en su contradictorio monólogo de la escena, donde también reconoce sus virtudes como «bizarro militar», cuando descubre la verdadera identidad de su compañero de lances y batallas:

DON CARLOS
¿Ha de morir... -¡qué rigor!-
tan bizarro militar?
Si no lo puedo salvar
será eterno mi dolor,
puesto que él me salvó a mí.
Y desde el momento aquel
que guardó mi vida él,
guardar la suya ofrecí.

  (Pausa.) 

Nunca vi tanta destreza
en las armas, y jamás
otra persona de más
arrogancia y gentileza.
Pero es hombre singular,
y en el corto tiempo que
le trato rasgos noté
que son dignos de extrañar.

  (Pausa.) 

¿Y de Calatrava el nombre
por qué así le horrorizó
cuando pronunciarlo oyó?...
¿Qué hallará en él que le asombre?
¡Sabrá que está deshonrado!...
Será un hidalgo andaluz...
¡Cielos!...¡Qué rayo de luz
sobre mí habéis derramado
en este momento!... Sí.
¿Podrá ser este el traidor,
de mi sangre deshonor,
el que a buscar vine aquí.

 (Furioso y empuñando la espada.) 

¿Y aún respira?... No, ahora mismo
a mis manos...

 (Corre hacia la alcoba y se detiene.) 

¿Dónde estoy?...
¿Ciego a despeñarme
voy de la infamia en el abismo?
¿A quién mi vida salvó,
y que moribundo está,
matar inerme podrá
un caballero cual yo?

  (Pausa.) 

¿No puede falsa salir
mi sospecha?... Sí... ¿Quién sabe?...
Pero, ¡cielos!, esta llave

 (Se acerca a la maleta, la abre precipitado, y saca la caja poniéndola sobre la mesa.) 

todo me lo va a decir.
Salid, caja misteriosa,
del destino urna fatal,
a quien con sudor mortal
toca mi mano medrosa;
me impide abrirte el temblor
que me causa el recelar
que en tu centro voy hallar
los pedazos de mi honor.

 (Resuelto y abriendo.) 

Mas no, que en ti mi esperanza,
la luz, que me da el destino,
está para hallar camino
que me lleve a la venganza.

 (Abre y saca un legajo sellado.) 

Ya el legajo tengo aquí.
¿Qué tardo el sello en romper?...

 (Se contiene.) 

¡Oh cielos! ¿Qué voy a hacer?
¿Y la palabra que di?
Mas si la suerte me da
tan inesperado medio
de dar a mi honor remedio,
el perderlo ¿qué será?
Si a Italia sólo he venido
a buscar el matador
de mi padre y de mi honor,
con nombre y porte fingido
¿qué importa que el pliego abra,
si lo que vine a buscar
a Italia, voy a encontrar?...
Pero, no; di mi palabra.
Nadie, nadie aquí lo ve...
¡Cielos, lo estoy viendo yo!
Mas si él mi vida salvó,
también la suya salvé.
Y si es el infame indiano,
el seductor asesino,
¿no es bueno cualquier camino
por donde venga a mi mano?

(vv. 1211-1287)1                


Para más adelante, arrostrarle su deshonor, dado sus orígenes aventureros poco claros:

DON CARLOS
¿Y me la osáis recordar?
DON ÁLVARO
¿Teméis que vuestro valor
se disminuya y se asombre
si halla en su contrario un hombre
de nobleza y pundonor?

DON CARLOS
¡Nobleza un aventurero!
¡Honor un desconocido!
¡Sin padre, sin apellido,
advenedizo, altanero!

(vv. 1479-1487)                


O las palabras de Don Alfonso:

Soy un hombre rencoroso
que tomar venganza sabe.
Y porque sea más completa,
te digo que no te jactes
de noble... Eres un mestizo
fruto de traiciones.

(vv. 2266-2271)                


También el hermano Melitón, ya en el convento, se refiere a él como «mulato» y «moreno»:

  Tiene cosas muy raras. El otro día estaba cavando en la huerta, y tan pálido y tan desemejado, que le dije en broma: «Padre, parece un mulato», y me echó una mirada, y cerró el puño, y aún lo enarboló de modo que parecía que me iba a tragar. Pero se contuvo, se echó la capucha y desapareció; digo, se marchó de allí a buen paso.


(Rivas, 1994: 171)                


Pues ahora caigo en quién es:
el alto, adusto, moreno,
ojos vivos, rostro lleno...

(vv. 1896-1898)                


Nos encontrábamos, en realidad, ante un conflicto interno, ante el que se revela don Álvaro para subrayar su nobleza, ante la provocación de sus antagonistas, y que va a considerar como la marca fatal de su destino trágico, no sin antes defender su orgullo y su posición social, porque su «escudo es como el sol limpio»:

DON ALFONSO

  (Con desprecio.) 

      Un caballero
no hace tal infamia nunca.
Quien sois bien claro publica
vuestra actitud, y la inmunda
mancha que hay en vuestro escudo.
DON ÁLVARO

  (Levantándose con furor.) 

¿Mancha?... ¿Y cuál?... ¿Cuál?
DON ALFONSO
¿Os asusta?
DON ÁLVARO
¡Mi escudo es como el sol limpio,
como el sol!
DON ALFONSO
¿Y no lo anubla
ningún cuartel de mulato,
de sangre mezclada, impura?
DON ÁLVARO

  (Fuera de sí.) 

¡Vos mentís, mentís, infame!
Venga el acero; mi furia

  (Toca el pomo de una de las espadas.) 

os arrancará la lengua,
que mi clara estirpe insulta.
Vamos.

(vv. 2076-2089)                


La dialéctica, pues, del personaje, como puede observarse en los textos que hemos seleccionado del drama del duque de Rivas, se movía, por una parte, en la percepción negativa del indiano, de acuerdo con la tradición literario-teatral mayoritaria de las épocas anteriores, a la que le ponen voz y cuerpo dramático sus antagonistas en la obra -la aristocrática familia de su amante doña Leonor, fundamentalmente-, y, por otro lado, en la nueva imagen positiva que pretende proyectarnos el dramaturgo, personificada básicamente en la compostura literaria del protagonista y la defensa a ultranza de su honor -y su amor-, más allá incluso de su propia vida, pero también por voz de los personajes populares que, a modo de coro costumbrista, dibujaban algunos de los trazos más positivos del nuevo héroe romántico:

PRECIOSILLA.-  ¡Como que ha faltado en ella don Álvaro el indiano, que a caballo y a pie es el mejor torero que tiene España!

MAJO.-  Es verdad, que es todo un hombre, muy duro con el ganado, y muy echado adelante.

PRECIOSILLA.-  Y muy buen mozo.


(Rivas, 1994: 84)                


Esta dualidad del indiano don Álvaro funcionaba sobre las tablas de la escena, porque servía para trazar una laberíntica acción dramática, en la que nuestro héroe debía enfrentarse a una sociedad y un destino injusto por sus supuestos orígenes bastardos, que lo condenaban desde el principio del relato a toda clase de suertes y fatalidades. No era sino, «el héroe fatal, que pasa por el amor más puro, entre olas de sangre» y que «llevado tras la gloria guerrera y la meditación de asceta al fin más terrible que cabe imaginar, el gallardo caballero, que da la cara, lucha y perdona, ama y no olvida, ha empezado a ser ante los ojos del pueblo el mejor torero de España» (Valbuena Prat, 1955: 963). También ante sus espectadores, que vieron en su condición indiana las posibilidades de un nuevo mundo y una nueva sociedad que, como don Álvaro, debía hacer frente a su identidad como hombre moderno y desembarazarse de los prejuicios de un anacrónico pasado, que irrumpe como todo un desafío para la emergente sociedad burguesa, esencia misma de la condición indiana del héroe moderno que nos propone el duque de Rivas.

Porque el público de la época verá en el don Álvaro no solo al indiano embajador del Nuevo Mundo geográfico, sino fundamentalmente, el embajador de un nuevo mundo económico, social y político -un nuevo mundo histórico, en definitiva- que, desafiante, se enfrenta a las ya viejas y quebradizas certezas del Antiguo Régimen, ahora en proceso de descombros, y cuyo instrumento de desafío no es otro que su posición acaudalada sobre la base de capital mercantil, que diría Marx (1975). Un desafío que aparece camuflado bajo su condición mestiza, desencadenante del fatal sino (Rey Hazas, 1986: 257) así como atributo desestabilizador del orden antiguo. En esta misma línea interpretativa, también debía observarse a don Álvaro como «una confirmación del espíritu de la Constitución de 1812» -representación política de ese nuevo mundo- (Cardwell, 1973: 567), aunque como lo subraya el maestro Caldera (Rivas, 1986, nota 23 del estudio introductorio), en clave negativa, pues «en la conciencia que en España esa carta de los derechos humanos tenía escasa posibilidad de ser aceptada» (Cardwell, 1973: 567).

Desde nuestro punto de vista estos dos elementos, su mestizaje -que también implicaba la traición a la corona- junto con su posición social basada en el capital (Simmel, 1978) -que asimismo traicionaba las estructuras de la sociedad estamental-, proveniente de sus actividades comerciales en tierras americanas -menos sujetas a las tradiciones de la metrópolis- resultaban ser los dos motores básicos de este héroe romántico, que empezaba a transitar, con todas sus contradicciones, por los caminos culturales de la nueva sociedad capitalista que emerge en la primera mitad del XIX, y cuya fase de descomposición crítica ya veremos plenamente reflejada en la figura del indiano que nos ofrece la mejor novela realista del último tercio de la centuria. Pero es ya otra historia.






Bibliografía

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