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El joven Lennon

(Capítulo 1)

Jordi Sierra i Fabra





El barco, de nombre Quijote del Mar y bandera española, dejaba atrás el Albert Dock, también conocido como Muelle del Túnel porque casi en su subsuelo el ferrocarril atravesaba el río Mersey. Su imagen tenía la apariencia de lo cotidiano y la calma de lo imperecedero. Era un barco que se hundía al límite de su calado, dejando ver que sus bodegas estaban bien cargadas, y que disfrutaba del silencio de su viaje con la comedida quietud del que lo hace en paz, como si quisiera no molestar. En unos minutos enfilaría hacia el norte, Mersey arriba, hasta ganar la bahía de Liverpool, y con ella el mar de Irlanda y la inmensidad del océano Atlántico. Después...

Hong Kong, Barcelona, Nueva York. O ninguno de esos nombres, o quizá todos.

Tal vez Nueva Zelanda.

John suspiró al evocar en su mente esta palabra. Había tenido que buscar su exacto emplazamiento hacía unas semanas. El mundo era demasiado grande. Y Nueva Zelanda parecía hallarse en uno de sus confines.

Se encogió de hombros sin darse cuenta. Al fin y al cabo, hacía casi diez años que él le dijo si quería acompañarle. Y todo el mundo sabe que diez años es mucho tiempo.

-Apuesto a que ni siquiera estás en Nueva Zelanda -le dijo al barco, cuya quilla partía solemne y silenciosamente las plomizas aguas del río-. Puede que estés aquí, en alguna parte de Inglaterra, desde hace tiempo.

El barco se alejó, con su silueta blanca y negra recortándose contra los muelles del oeste, al otro lado del Mersey. A espaldas de John, el tráfico de la calle Strand rugía anunciando la hora del almuerzo.

El muchacho no se movió.

En los últimos meses la pregunta le asaltaba a menudo, y muy especialmente en los muelles, al frecuentarlos durante el día o al anochecer, viendo a los marineros por las tabernas de Wapping, Chaloner, Sefton o Bath. Era muy curioso: nunca le dio importancia a su decisión. A fin de cuentas entonces tenía sólo cinco años. Pero ahora...

¿Le hubiera dejado su madre? ¿Qué habría hecho él en Nueva Zelanda? ¿Sería feliz viviendo una existencia aventurera en contraste con la monotonía que la presidía ahora, o, por el contrario, habría acabado en un hospicio, abandonado, o con una mujer olvidada por su padre?

Las campanas de la catedral anglicana llegaron nítidamente a sus oídos. De mala gana se puso en pie, sacudiéndose el polvo del pantalón. Faltando diez días para su cumpleaños, era mejor no forzar la situación, aparentar cooperación y buen ánimo. Después de todo, ¿a quién le importaba?

Miró por última vez en dirección al barco. Hacia el norte la concentración de nubes era alarmantemente compacta, ofreciendo una línea de marcada negrura, lo mismo que un mal presagio. Por su imaginación pasaron algunas escenas emocionantes: el Quijote del Mar atrapado por la tempestad, luchando denodadamente con la tormenta, cuyas olas de veinte metros barrían la cubierta. Los hombres, despreocupados de ella, aseguraban la carga, desafiando a los elementos. Todos tenían la piel curtida y el valor rezumando por cada poro. Todos tenían mujeres e hijos, o novias, esperándolos en alguna parte.

Y volverían.

Algo que su padre no había hecho.

Dio la espalda al Mersey. Tenía frente a él Liverpool, una más entre las grandes ciudades, cargada de presente y de pasado y desvelando a medias su futuro. Liverpool. Puerto, palpitar, puerta atlántica, conexión americana de la Inglaterra de la posguerra, obreros, esperanzas...

Cruzó la calle Strand caminando hacia la Canning Place y vio el periódico en el puesto de la esquina. El titular era sensacionalista: “James Dean muere destrozado en su propio coche”.

James Dean. El último rebelde.

Pasó casi un minuto contemplando el titular, la noticia, las frases alusivas a la rápida carrera del nuevo niño dorado de Hollywood, y los comentarios en torno a su tragedia, su locura. El Porsche deportivo que conducía era un amasijo de hierros retorcidos. Un juguete roto.

-Para uno que lo consigue, va y se mata -suspiró John.

El vendedor del puesto no le quitaba ojo de encima. Sus manos quedaban ocultas por un pequeño mostrador. El muchacho le sonrió de repente, violentamente casi, y sus ojos se abrieron y cerraron varias veces antes de dejar de sonreír, también bruscamente.

Luego dio media vuelta y se marchó.





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