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«El Matadero»: entre al artículo de costumbres y la tradición

(Homenaje a la Generación de 1837, a los ciento setenta años de su nacimiento)

Hebe Beatriz Molina





Desde algún refugio fuera de Buenos Aires (Weinberg 116-7), Esteban Echeverría escribe El matadero. Indignado por la situación bélica que padece la Argentina, concibe un texto vibrante, organizado en torno de un recurso didáctico: un caso perturbador le sirve de ejemplo para denunciar la situación de barbarie que domina el país. El Matadero de la Convalescencia funciona igual que el sistema político que impone Juan Manuel de Rosas; y porque funciona igual y con los mismos personajes, el matadero representa a la federación rosista1. La representa porque la pone en escena, la actualiza2, y porque la reconstruye en el plano de la imaginación -considerada por aquel entonces como un grado de la memoria (Alcorta 22)-. Esta imbricación de planos torna complejo el discurso narrativo y, por ende, dificulta su clasificación genérica. Entre otros, Noé Jitrik (64-6) ha explicado por qué debatir el género de El matadero no es una discusión fútil: Echeverría tiene conciencia de que el «fondo» o mensaje poético necesita -para expresarse- de una «forma» apropiada, orgánica, armónica. Estructura, método expositivo, estilo y lenguaje son los componentes textuales que determinan la «forma», o sea, el género (Echeverría Obras... 341-5, 358-61). El afán clasificatorio neoclásico no ha desaparecido del todo por los años de 1830, mientras el romanticismo propugna la libertad de combinar patrones.

Sin lugar a dudas, Echeverría -fiel a sus principios- da a su escrito la forma que el contenido le exige; no altera su pensamiento por acomodarlo a un molde determinado. En consecuencia, no podemos dudar de que, buscando el tipo textual más adecuado a su idea, ha barajado las distintas opciones que el sistema literario de aquel entonces le ofrecía y que no ha encontrado ningún modelo, pues el resultado de este proceso es un texto original, según se afirma desde 1871, cuando Juan María Gutiérrez lo da a conocer en el primer tomo de la Revista del Río de la Plata. En general, la crítica ha tendido a considerarlo «el primer cuento realmente "argentino"» (Rojas V: 234; Menton 35-6), «cuento en su totalidad» pero no en sus partes (Jitrik 66), un artículo de costumbres atípico (Ghiano 91), un artículo de costumbres que deviene en cuento (Morínigo; Pupo-Walker «Originalidad...» 38); en definitiva, un texto híbrido (Lojo 120)3. Pero el texto se presenta como una unidad, a la que hay que analizar tal cual es, porque en ella está cifrado el mensaje poético.

Además, todo escritor, por más que pretenda ser original, no crea de la nada: repite, modifica, contrapone estructuras discursivas ya existentes; puede buscar una forma nueva, que todavía no exista como tal, pero su búsqueda y sus innovaciones se insertan en el contexto de lo ya conocido4. Así, los diversos géneros textuales se relacionan unos con otros en un continuum casi sin interrupciones. En este trabajo postulamos que El matadero no se ubica en un punto intermedio entre el artículo de costumbres y el cuento literario (de estructura redonda y naturaleza ficcional), sino entre el artículo de costumbres y la tradición, y que el texto se queda a mitad de camino; por eso, es un texto único (solitario), que no conforma género. Para validar mis hipótesis, tendré en cuenta no sólo la obra echeverriana sino también otros escritos decimonónicos, sobre todo manuales de retórica y de poética; además de -por supuesto- las múltiples voces críticas que han analizado esta problemática desde otros parámetros teóricos.

Para explicar la evolución genológica desde el artículo de costumbres a la tradición (entendida ésta según el prototipo impuesto por Ricardo Palma desde 1852), me baso en la teoría y en la historia de los géneros en Hispanoamérica que explica Miguel Gomes. Según el estudioso venezolano, artículo de costumbres y tradición presentan «rasgos estructurales comunes» (90) a partir de una misma «labor crítica y analítica» (91): recuperación de episodios de índole privada o semiprivada insertos en un contexto histórico determinado, observación de costumbres, «brevedad fácilmente ajustable a los formatos de revistas y periódicos; la "intrascendencia" amable del asunto, rondando siempre lo antiheroico y lo decididamente realista» (90). En cambio, contrastan en la dimensión temporal: el artículo costumbrista «lidia con el presente» y describe lo cotidiano, mientras que la tradición «hace costumbrismo diacrónico», «antepone una misión archivológica» (90) de investigación del pasado patrio. Esta diferencia provoca otra: el narrador del artículo de costumbres es ácido y satírico porque promueve reformas sociales, mientras que el de la tradición mira el pasado con una sonrisa burlona, sabiendo que el pasado ya es historia.

Durante las primeras décadas del siglo XIX, el sistema literario está dominado por las composiciones en verso: las distintas formas poéticas y dramáticas. En el manual de retórica de Hugh Blair, ese que Echeverría lleva en su viaje a Europa (Gutiérrez «La vida...» 13), como textos en prosa se analizan sólo la elocuencia y la historia, y -su complemento- las «historias fingidas», o sea, las novelas. En general, la preceptiva del siglo XIX no describe formas narrativas breves, a lo sumo la fábula (López 303). El cuento sólo es mencionado en el Manual de literatura, del autor español Antonio Gil de Zárate, al que cita ampliamente un discípulo de Echeverría, Vicente Fidel López, en su Curso de Bellas Letras (1845). Gil de Zárate especifica que el cuento nace de la tendencia natural del ser humano a entretenerse con historias ficticias (leyendas, consejas); por este origen oral y espontáneo, no suelen conservarse por escrito (96; López 297-8).

Entonces, además de las razones estructurales que, basándose en el modelo de Poe, enumera Carlos Mastronardi (122-9) para demostrar que El matadero no es un cuento, hay que considerar sobre todo que este texto no es fugaz ni está contado de boca en boca, como pasatiempo para entretener a un auditorio. Por el contrario, su autor pretende dejar constancia escrita -por ende, imperecedera- de una situación de atropello permanente, situación descrita de forma tal que sólo puede ocasionar en el lector conmoción, repugnancia y rebeldía contra el mal gobernante que promueve tales vilezas. Téngase en cuenta que el destinatario implícito de El matadero parece ser un lector no porteño, pues el narrador incluye para él una digresión en la que le informa -en presente verbal- acerca de las circunstancias contextuales: describe el Matadero de la Convalescencia y explica los antecedentes del luto público que lucen los federales. Es decir, el autor estaría pensando en un lector distinto del contemporáneo que conocería ciertamente la situación de Buenos Aires por esos años.

La intención puede ser histórica, o sea, guardar en la memoria colectiva esos sucesos terribles, como un modo de prevenir y educar a las futuras generaciones. Pero lo que pretende resaltar Echeverría no es un hecho histórico puntual sino una práctica política. En consecuencia, el género historiográfico -primera opción a la mano- resulta una forma inadecuada por el tema y, aún más, por las exigencias auctoriales. Según el manual de Blair, porque la finalidad del historiador es «recordar la verdad para instruccion de los hombres»5, las cualidades esenciales del escritor «deben ser la imparcialidad, la fidelidad, y la esactitud. No debe ser ni panegirista, ni satírico» (Munárriz 225). Echeverría no puede escribir una historia porque le falta la distancia temporal y afectiva que garantiza objetividad e imparcialidad a la mirada retrospectiva. No importa si compone El matadero en 1839 o después, en el exilio montevideano; el autor muere antes de la caída de Rosas; por lo tanto, la escritura es contemporánea de la época y el ambiente evocados. Ya el propio Gutiérrez, en la «Advertencia» de la primera edición, reconoce la raíz histórica al interpretar que el autor se propone como finalidad primordial: «confirmar de una manera permanente é histórica los rasgos populares de la dictadura» (562). Poco después aclara:

[Echeverría creía que] el silencio de los contemporáneos no puede hacer que enmudezca la historia; y ya que forzosamente ha de hablar, que diga la verdad. Su escrito como va á verse es una pájina histórica, un cuadro de costumbres y una protesta que nos honra.


(562)                


Las preceptivas clásicas no ofrecen a Echeverría otras formas textuales acordes con su intención memorialista y correctiva. Debe recurrir, entonces, a las prácticas no académicas pero sí frecuentes en su tiempo. El uso de la escritura para promover transformaciones sociales se ha iniciado en la Argentina con artículos costumbristas desde El Telégrafo Mercantil (1801). Invectivas, sátiras y fábulas moralizadoras cuestionan las costumbres sociales durante las décadas ilustradas de 1810 y 1820. Y en manos de los «jóvenes reformistas» de La Moda (1837-1838), el artículo de costumbres rinde homenaje al maestro Larra, se vuelve estilete romántico en manos de «Figarillo», al tiempo que continúa la «línea neoclásica» que propugna una «literatura racional» y el «afán de ilustración», según explica Gioconda Marún (117).

Echeverría conoce el género, pues publica en 1836 «Apología del matambre: Cuadro de costumbres argentinas». Este texto se inscribe en la tradición de Larra y «tiene el propósito de enseñar a un extranjero las costumbres y las maneras del país» (Curia 82-3), y lo hace con «buen humor» (83), con una crítica social punzante pero festiva. No obstante las diferencias superficiales, El matadero ilumina la significación de la «Apología del matambre» pues puede interpretarse -como conjetura Beatriz Curia- que el «matambre encarnaría [...] a todo argentino convertido en víctima del poder» (92; Ghiano 81-2).

Echeverría deja trunca e inédita la «Historia de un matambre de toro», cuya «Introducción» revela el sarcasmo de la frustración echeverriana ante una sociedad que se mantiene mediocre y retrógrada. Resulta curiosa su insistencia en el tema del matambre. En la «Apología...», quizás escrita antes que la «Historia...», el autor ha aclarado: «Sábese sólo que la dureza del matambre de toro rechaza al más bien engastado y fornido diente, mientras que el de un joven novillo y sobre todo el de vaca, se deja mascar y comer por dientecitos de poca monta y aún por encías octogenarias» (Obras... 326). ¿La «Historia de un matambre de toro» trataría, entonces, de un toro que no se dejaría comer fácilmente? Creo que es inevitable asociar -aunque sin pruebas fehacientes- este toro con el de El matadero, con el toro y con el unitario que reacciona como el aguerrido animal: ambos venden cara su vida, enfrentando con osadía a los dientes hambrientos de carne y sangre de esa chusma constituida por bravucones, niños, ancianos y mujeres que blandamente se han entregado a las exigencias de un régimen tiránico.

Más allá del humor, la ironía o el sarcasmo, el artículo costumbrista procura reformas culturales. Pero Echeverría termina descreyendo del poder del periodismo. En carta al general Melchor Pacheco y Obes, datada en Montevideo el 6 de abril de 1844, el ideólogo de la segunda revolución -como lo designa Félix Weinberg- confiesa:

Seamos francos, amigo. Digamos la verdad sin embozo. La prensa en todo el transcurso de esta revolución en nada o muy poco ha servido. Hablo de la prensa como poder revolucionario.


(Weinberg 358)                


Los medios que procuran efectos apremiantes no han resultado útiles para modificar el presente. Desde el exilio desesperanzador, Echeverría analiza la opción de cambiar el carácter de inmediatez del artículo de costumbres por la pervivencia de lo histórico, aunque manteniendo la matriz de crítica social y el tono satírico6.

Echeverría conjuga costumbrismo e historicidad muy hábilmente. La intención de mantener distantes los sucesos narrados de la narración misma lo lleva al uso del pretérito perfecto simple y de referencias del tipo «en aquel tiempo», que -si bien no son específicas- resaltan el plano del pasado, alejado del presente. Como señala Juan Carlos Ghiano (52-62), las indicaciones temporales marcan los distintos momentos de la estructura interna de la narración, pues en El matadero se cuenta una historia, o sea, una secuencia de acciones encadenadas por relaciones de causa-consecuencia7, pero se la cuenta con la particularidad de que tales acciones son prácticas usuales y rutinarias8. Las secuencias son cinco y están enmarcadas por una introducción y una conclusión, según aconsejaba la retórica clásica para los textos históricos, didácticos y elocuentes:

  • - Introducción: el narrador ofrece una identificación genérica: «la mía es historia» (563), y delimita cronológicamente los hechos narrados: «los sucesos de mi narracion, pasaban por los años de Cristo de 183...» (563).
  • - Primera secuencia: «Estábamos, á más, en cuaresma [...]» (563): la normativa cuaresmal, sobre todo la abstinencia produce hambre.
  • - Segunda secuencia: «Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa» (563), «estuvo quince días el matadero de la Convalescencia sin ver una sola cabeza vacuna» (565): la inundación agrava el hambre y revela los inútiles modos religiosos y políticos, propios de aquella época, de enfrentar los problemas sociales.
  • - Tercera secuencia: «el décimo sesto día de la carestia víspera del día de Dolores» (567): el hambre vuelve imperiosa la provisión de animales al matadero, los matarifes desuellan cuarenta y nueve animales en un cuarto de hora, según la usanza corriente.

Hasta aquí -incluido este pasaje- suele identificarse el espacio del costumbrismo, porque predomina lo iterativo, lo que se acostumbraba hacer. No obstante, a pesar del carácter habitual de los hechos narrados, las marcas temporales son precisas. En cambio, en las dos secuencias finales, que continúan la historia de lo que ha ocurrido en Buenos Aires en la cuaresma de 183..., los sucesos son presentados como excepcionales, episódicos, en tanto que, paradójicamente, las referencias temporales se vuelven difusas.

  • - Cuarta secuencia: «Un animal habia quedado en los corrales [...]. Llególe su hora» (573-4): un toro -presencia no habitual en el matadero- se fuga, aunque una hora después es atrapado y carneado. Y el matambre de este toro es entregado como trofeo a «Matasiete, degollador de unitarios» (575).
  • - Quinta secuencia: «Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó -Allí viene un unitario!» (579): la aparición ingenua del unitario origina el mismo proceso de captura y vejación, hasta que el joven también muere.

Finalmente, en la conclusión, reaparece la simbiosis entre la dimensión histórica -«En aquel tiempo...» (585)- y la iteración, pues el narrador explicita las relaciones sustanciales y permanentes entre los carniceros y los secuaces de Rosas.

Si bien todos los hechos narrados se recuerdan como puntuales, ocurridos en un lugar y en una época determinados, la matriz costumbrista restringe los rasgos historiográficos, porque los sucesos no tienen trascendencia política, los protagonistas -el unitario y el juez del matadero- no tienen nombre ni celebridad; el antagonista, sólo un sobrenombre descalificador: «Matasiete». Pero el anonimato no esconde insignificancia sino, por el contrario, manifiesta representatividad; esto es, el episodio del unitario es un caso testigo de una cruel costumbre de estos carniceros, la de matar hombres como se matan animales:

Verificaron la órden; echaron llave á la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del Juez cabizbajo y taciturno.

Los federales habian dado fin á una de sus inmurables proesas.

[...] por el suceso anterior puede verse á las claras que el foco de la federacion estaba en el Matadero.


(585)9                


Si, como afirma Gutiérrez, la intencionalidad de Echeverría es mostrar «los rasgos populares de la dictadura», la «chusma» actúa como personaje importante, aunque tenga mala fama en el texto. Y su accionar -cualificado como «proeza»- es considerado, más allá de la ironía, como un hecho trascendente pues representa un modo de gobernar10.

Además, la acción narrada adquiere historicidad gracias al doble carácter de la relación personajes-realidad, dualidad más compleja que el símbolo, del que hablan Ghiano (71) y Lojo (126), o la alegoría, según Cvitanovic (31). Para explicarla apelo a los tropos clásicos: por una parte, el accionar de los matarifes resulta una sinécdoque de la Federación, pues lo que sucede en el matadero de la Convalescencia es una muestra de lo que ocurre en el todo, que es el país gobernado por Rosas; por otra parte, hay un efecto metonímico, pues los personajes del matadero son también miembros de la Mazorca; el Matadero -como efecto- y la Federación -como causa- son la misma cosa. Si la Mazorca es pertinente para la historia, también lo es el matadero que le proporciona la mano de obra11.

Con razón, Ghiano afirma: «Los rasgos arquetípicos se extienden al unitario vejado en El matadero, que funciona como símbolo al servicio de la tesis, anulando la posibilidad de cuento del texto» (73). Tampoco resulta apropiado hablar de «ficción» respecto del episodio del unitario, como hacen Morínigo y Piglia, porque es un término que puede confundir. El ejercicio de la «fantasía» que defienden los románticos argentinos es «la idealizacion de la realidad»12 (López 237). Recordemos que, según Echeverría mismo, «artizar» es el proceso mediante el cual el escritor-poeta selecciona los elementos de la realidad observada para incorporarlos a su texto, omitiendo los elementos prosaicos y vulgares y destacando los que representan la idea buscada, o sea, la esencia de la cosa (Obras 451-2). En El matadero se produce este proceso de idealización13. El problema de Echeverría es que son precisamente los elementos despreciables los que debe idealizar; entonces, la idea de «lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Rio de la Plata» (Echeverría «El matadero» 569) contrasta necesariamente con la idea del ciudadano perfecto, encarnado en el unitario14. Si confundimos esta idealización con un «desnudo realismo» -como hacen Gutiérrez («Advertencia» 557) y la crítica posterior- es porque -desde nuestra perspectiva de lectores- aceptamos y compartimos la idea de Echeverría acerca de cómo debe verse un grupo humano despreciable.

La idealización no disminuye la pasión15. Aunque lo intente, Echeverría no logra la serenidad de, por ejemplo, un José Mármol, quien puede fingir (ficcionalizar) más adecuadamente su rol de novelista historiador. El matadero queda a mitad de camino entre el pasado histórico y ese pasado reciente, que todavía duele. En cambio, los autores que logran enfriar el recuerdo inventan la tradición16, a través de la cual se recupera la otra historia, la que no ha trascendido a través del discurso historiográfico, combinando hechos públicos con privados en relaciones de analogía, como si lo político y lo cultural caminaran por sendas paralelas.

El surgimiento de la tradición, con su gesto aparentemente despreocupado (Gomes 89), es una consecuencia casi inevitable de cierto sosiego político-social que se vive en el Perú hacia 1850, sosiego que permite a los escritores -como Palma- dejar de mirar el presente para atender al pasado, con la mirada burlona del costumbrismo de larga data en la historia literaria española. Los argentinos no encuentran esa ansiada paz a la caída de Rosas. Los amenaza la posibilidad de un nuevo tirano -Urquiza para unos, Mitre para otros-. Entonces no les importa tanto el pasado lejano como el reciente, no les interesa tanto la crítica social como la educación política a partir de la experiencia ya vivida. Los escritores de mediados del siglo XIX preferirán la novela histórica como la forma perfecta que exprese su proyecto de nación; con ella pueden «instruir y deleitar» al mismo tiempo, pero con un mayor grado de aceptación entre el público lector pues no contiene la acidez de lo satírico ni cae en lo grotesco (Molina).

Las Tradiciones peruanas de Palma se conocen en Buenos Aires desde 1863, cuando empiezan a publicarse en La Revista de Buenos Aires. Su modelo inspira -entre otros- a Vicente G. Quesada y a Pastor Servando Obligado, quienes -en esa misma revista y a partir de 1864- difunden las narraciones tradicionistas que luego reunirán en Crónicas potosinas (1890) y en Tradiciones de Buenos Aires o Tradiciones argentinas (1888-1920, diez series), respectivamente. Pero hacia 1880, las motivaciones de los escritores son otras. Según explica Antonio Pagés Larraya, respecto de las tradiciones de Obligado:

Ese género amable podía servir, más que el libro de historia, para mantener vivo el culto del pasado y para aglutinar espiritualmente a los nuevos ciudadanos. A quienes, con superficial nihilismo, negaban nuestro acervo nacional en nombre de un ingenuo credo progresista, Obligado los refutaba con sus cuadros evocativos y sus remembranzas de otros tiempos.


(17)                


Estas pinceladas del pasado histórico ya no tendrán la impronta crítico-satírica del artículo de costumbres. Y el costumbrismo se divertirá burlando a la gente sencilla, en los cuentos -por ejemplo- de Fray Mocho o de Roberto Payró.

Por todo esto, El matadero no encuentra hermanos textuales con quienes construir un género. Cada lector debe enfrentarse al texto sin la ayuda de la clasificación genérica: lo esperan la sorpresa y la admiración por una obra verdaderamente original.






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