En el capítulo sexto he enumerado las objeciones principales que se podían presentar razonablemente en contra de las opiniones sostenidas en este libro. La mayor parte de ellas han sido ya discutidas. Una, la distinción clara de las formas específicas y el no estar ligadas entre sí por innumerables formas de transición, es una dificultad evidentísima. He expuesto razones por las cuales estas formas de tránsito no se presentan, por lo común, actualmente, aun en las circunstancias al parecer las más favorables para su presencia, o sea, en un territorio extenso y continuo, con condiciones físicas que varíen gradualmente de unos lugares a otros. Me esforcé en demostrar que la vida de cada especie depende más de la presencia de otras formas orgánicas ya definidas que del clima, y por consiguiente, que las condiciones de vida reinantes no pasan en realidad tan insensiblemente por gradaciones como el calor y la humedad. Me esforcé también en demostrar que las variaciones intermedias, por estar representadas por número menor de individuos que las formas que enlazan, serán generalmente derrotadas y exterminadas en el trascurso de ulteriores modificaciones y perfeccionamientos. Sin embargo, la causa principal de que no se presenten por todas partes en la naturaleza innumerables formas intermedias, depende del proceso mismo de selección natural, mediante el cual variedades nuevas ocupan continuamente los puestos de sus formas madres, a las que suplantan. Pero el número de variedades intermedias que han existido en otro tiempo tiene que ser verdaderamente enorme, en proporción, precisamente, a la enorme escala en que ha obrado el proceso de exterminio. ¿Por qué, pues, cada formación geológica y cada estrato no están repletos de estos eslabones intermedios? La Geología, ciertamente, no revela la existencia de tal serie orgánica delicadamente gradual, y es ésta, quizá, la objeción más grave y clara que puede presentarse en contra de mi teoría. La explicación está, a mi parecer, en la extrema imperfección de los registros geológicos.
En primer lugar, habría que tener siempre presente qué clase de formas intermedias tienen que haber existido en otro tiempo, según mi teoría. Considerando dos especies cualesquiera, he encontrado difícil evitar el imaginarse formas directamente intermedias entre ellas; pero ésta es una opinión errónea; hemos de buscar siempre formas intermedias entre cada una de las especies y un antepasado común y desconocido, y este antepasado, por lo general, habrá diferido en algunos conceptos de todos sus descendientes modificados. Demos un ejemplo sencillo: la paloma colipavo y la buchona descienden ambas de la paloma silvestre; si poseyésemos todas las variedades intermedias que han existido en todo tiempo, tendríamos dos series sumamente completas entre ambas y la paloma silvestre; pero no tendríamos variedades directamente intermedias entre la colipavo y la buchona; ninguna, por ejemplo, que reuniese una cola algo extendida con un buche algo dilatado, que son los rasgos característicos de estas dos razas. Estas dos razas, sin embargo, han llegado a modificarse tanto, que, si no tuviésemos ninguna prueba histórica o directa sobre su origen, no hubiera sido posible el haber determinado, por la simple comparación de su conformación con la de la paloma silvestre, C. livia, si habían descendido de esta especie o de alguna otra forma próxima, tal como C. aenas.
Lo mismo ocurre con las especies naturales; si consideramos formas muy distintas, por ejemplo, el caballo y el tapir, no tenemos motivo para suponer que alguna vez existieron formas directamente intermedias entre ambas, sino entre cada una de ellas y un antepasado común desconocido. El progenitor común habrá tenido en toda su organización una gran semejanza general con el tapir y el caballo, pero en algunos puntos de conformación puede haber diferido considerablemente de ambos, hasta quizá más de lo que ellos difieren entre sí. Por consiguiente, en todos estos casos seríamos incapaces de reconocer la forma madre de dos o más especies, aun cuando comparásemos la estructura de ella con las de sus descendientes modificados, a menos que, al mismo tiempo, tuviésemos una cadena casi completa de eslabones intermedios.
Apenas es posible, según mi teoría, el que de dos especies vivientes pueda una haber descendido de la otra -por ejemplo, un caballo de un tapir-, y, en este caso, habrán existido eslabones directamente intermedios entre ellas. Pero este caso supondría que una forma había permanecido sin modificación durante un período, mientras que sus descendientes habían experimentado un cambio considerable, y el principio de la competencia entre organismo y organismo, entre hijo y padre, hará que esto sea un acontecimiento rarísimo; pues, en todos los casos, las formas de vida nuevas y perfeccionadas tienden a suplantar las no perfeccionadas y viejas.
Según la teoría de la selección natural, todas las especies vivientes han estado enlazadas con la especie madre de cada género, mediante diferencias no mayores que las que vemos hoy día entre las variedades naturales y domésticas de la misma especie; y estas especies madres, por lo general extinguidas actualmente, han estado a su vez igualmente enlazadas con formas más antiguas y así retrocediendo, convergiendo siempre en el antepasado común de cada una de las grandes clases. De este modo, el número de eslabones intermediarios y de transición entre todas las especies vivientes y extinguidas tiene que haber sido inconcebiblemente grande; pero, si esta teoría es verdadera, seguramente han vivido sobre la tierra.
Independientemente de que no encontramos restos fósiles de estas formas de unión infinitamente numerosas, puede hacerse la objeción de que el tiempo no debe haber sido suficiente para un cambio orgánico tan grande si todas las variaciones se han efectuado lentamente. Apenas me es posible recordar al lector que no sea un geólogo práctico los hechos que conducen a hacerse una débil idea del tiempo transcurrido. El que sea capaz de leer la gran obra de sir Carlos Lyell sobre los -que los historiadores futuros reconocerán que ha producido una revolución en las ciencias naturales- y, con todo, no admita la enorme duración de los períodos pasados de tiempo, puede cerrar inmediatamente el presente libro. No quiere esto decir que sea suficiente estudiar los Principios de Geología, o leer tratados especiales de diferentes observadores acerca de distintas formaciones, y notar cómo cada autor intenta dar una idea insuficiente de la duración de cada formación y aun de cada estrato. Podemos conseguir mejor formarnos alguna idea del tiempo pasado conociendo los agentes que han trabajado y dándonos cuenta de lo profundamente que ha sido denudada la superficie de la tierra y de la cantidad de sedimentos que han sido depositados. Como Lyell ha hecho muy bien observar, la extensión y grueso de las formaciones sedimentarlas son el resultado y la medida de la denudación que ha experimentado la corteza terrestre. Por consiguiente, tendría uno que examinar por si mismo los enormes cúmulos de estratos superpuestos y observar los arroyuelos que van arrastrando barro y las olas desgastando los acantilados, para comprender algo acerca de la duración del tiempo pasado, cuyos monumentos vemos por todas partes a nuestro alrededor.
Es excelente recorrer una costa que esté formada de rocas algo duras y notar el proceso de destrucción. En la mayor parte de los casos, las mareas llegan a los acantilados dos veces al día y sólo durante un corto tiempo, y las olas no las desgastan mas que cuando van cargadas de arena o de guijarros, pues está probado que el agua pura no influye nada en el desgaste de rocas. Al fin, la base del acantilado queda minada, caen enormes trozos, y éstos, permaneciendo fijos, han de ser desgastados, partícula a partícula, hasta que, reducido su tamaño, pueden ser llevados de acá para allá por las olas, y entonces son convertidos rápidamente en cascajo, arena o barro. Pero ¡qué frecuente es ver, a lo largo de las bases de los acantilados que se retiran, peñascos redondeados, todos cubiertos por una gruesa capa de producciones marinas, que demuestran lo poco que son desgastados y lo raro que es el que sean arrastrados! Es más: si seguimos unas cuantas millas una línea de acantilado rocoso que esté experimentando erosión, encontramos que sólo en algún que otro sitio, a lo largo de alguna pequeña extensión o alrededor de un promontorio, están los acantilados sufriéndola actualmente. El aspecto de la superficie y de la vegetación muestra que en cualquiera de las demás partes han pasado años desde que las aguas bañaron su base.
Sin embargo, recientemente, las observaciones de Ramsay, a la cabeza de muchos excelentes observadores -de Jukes, Geikie, Croll y otros-, nos han enseñado que la erosión atmosférica es un agente mucho más importante que la acción costera, o sea la acción de las olas. Toda la superficie de la tierra está expuesta a la acción química del aire y del agua de lluvia, con su ácido carbónico disuelto, y, en los países fríos, a las heladas; la materia desagregada es arrastrada, aun por los declives suaves, durante las lluvias fuertes y, más de lo que podría suponerse, por el viento, especialmente en los países áridos; entonces es transportada por las corrientes y ríos, que, cuando son rápidos, ahondan sus cauces y trituran los fragmentos. En un día de lluvia vemos, aun en una comarca ligeramente ondulada, los efectos de la erosión atmosférica en los arroyuelos fangosos que bajan por todas las cuestas. Míster Ramsay y míster Whitaker han demostrado -y la observación es notabilísima- que las grandes líneas de escarpas del distrito weáldico y las que se extienden a través de Inglaterra, que en otro tiempo fueron consideradas como antiguas costas, no pueden haberse formado, de este modo, pues cada línea está constituida por una sola formación, mientras que nuestros acantilados marinos, en todas partes, están formados por la intersección de diferentes formaciones. Siendo esto así, nos vemos forzados a admitir que las líneas de escarpas deben su origen, en gran parte, a que las rocas de que están compuestas han resistido la denudación atmosférica mejor que las superficies vecinas; estas superficies, por consiguiente, han sido gradualmente rebajadas, quedando salientes las líneas de roca más dura. Nada produce en la imaginación una impresión más enérgica de la inmensa duración del tiempo -según nuestras ideas de tiempo- como la convicción, de este modo conseguida, de que han producido grandes resultados los agentes atmosféricos, que aparentemente tienen tan poca fuerza y que parecen trabajar con tanta lentitud.
Una vez impuestos así de la lentitud con que la tierra es desgastada por la acción atmosférica y litoral, es conveniente, a fin de apreciar la duración del tiempo pasado, considerar, de una parte, las masas de rocas que han sido eliminadas de muchos territorios extensos, y, de otra parte, el grosor de nuestras formaciones sedimentarias. Recuerdo que quedé impresionadísimo cuando vi islas volcánicas que habían sido desgastadas por las olas y recortadas todo alrededor, formando acantilados perpendiculares de 1.000 a 2.000 pies de altura, pues la suave pendiente de las corrientes de lava, debida a su primer estado líquido, indicaba al instante hasta dónde se había avanzado en otro tiempo en el mar las capas duras rocosas. La misma historia nos refieren, aún más claramente, las fallas, estas grandes hendeduras a lo largo de las cuales los estratos se han levantado en un lado o hundido en el otro hasta una altura o profundidad de miles de pies; pues desde que la corteza se rompió -y no hay gran diferencia, bien fuese el levantamiento brusco, bien fuese lento y efectuado por muchos movimientos pequeños, como lo creen hoy la mayor parte de los geólogos- la superficie de la tierra ha sido nivelada tan por completo, que exteriormente no es visible indicio alguno de estas grandes dislocaciones. La falla de Craven, por ejemplo, se extiende a más de treinta millas, y a lo largo de esta línea el movimiento vertical de los estrados varía de 600 a 3.000 pies. El profesor Ramsay ha publicado un estudio de un hundimiento en Anglesea de 2.300 pies, y me informa que está convencido de que existe otro en Merionethshire de 12.000 pies, y, sin embargo, en estos casos nada hay en la superficie de la tierra que indique tan prodigiosos movimientos; pues el cúmulo de rocas ha sido arrastrado hasta quedar por igual a ambos lados de la falla.
Por otro lado, en todas las partes del mundo las masas de estratos sedimentarios tienen un grosor asombroso. En la cordillera de los Andes he calculado en 10.000 pies una masa de conglomerados, y aun cuando es probable que los conglomerados se hayan acumulado más de prisa que los sedimentos finos, sin embargo, como están formados de guijarros pulimentados y redondeados, cada uno de los cuales lleva el sello del tiempo, sirven para mostrar con qué lentitud tuvo la masa que acumularse. El profesor Ramsay me ha indicado el máximo grosor -según medidas positivas en la mayor parte de los casos- de las sucesivas formaciones en diferentes partes de la Gran Bretaña, y el resultado es el siguiente:
Estratos paleozoicos (sin incluir las capas ígneas) | 57.154 pies. |
Estratos secundarios | 13.190 - |
Estratos terciarios | 2.240 - |
que hacen, en junto, 72.584 pies, esto es, casi trece millas inglesas y tres cuartos. Algunas de estas formaciones, que están representadas en Inglaterra por capas delgadas, tienen en el Continente miles de pies de grueso. Es más, entre cada una de las formaciones sucesivas tenemos, según la opinión de la mayor parte de los geólogos, períodos de enorme extensión en blanco; de modo que el altísimo cúmulo de rocas sedimentarias en Inglaterra nos da una idea incompleta del tiempo transcurrido durante su acumulación. La consideración de estos diferentes hechos produce en la mente casi la misma impresión que el vano esfuerzo por alcanzar la idea de la eternidad.
Sin embargo, esta impresión es, en parte, falsa. Míster Croll, en un interesante trabajo, hace observar que no nos equivocamos «al formar una concepción demasiado grande de la duración de los períodos geológicos», sino al evaluarlos por años. Cuando los geólogos consideran fenómenos largos y complicados, y luego consideran cifras que representan varios millones de años, las dos cosas producen un efecto completamente diferente, e inmediatamente las cifras son declaradas demasiado pequeñas. Por lo que se refiere a la denudación atmosférica, míster Croll demuestra -calculando la cantidad conocida de sedimentos acarreados anualmente por los ríos, en relación con sus cuencas- que, de la altura media de todo el territorio, serían quitados de este modo, a medida que fuesen gradualmente destruídos, mil pies de roca sólida en el trascurso de seis millones de años. Esto parece un resultado asombroso, y algunas consideraciones llevan a la sospecha que puede ser demasiado grande; pero, aun reducido a la mitad, o a la cuarta parte, es todavía muy sorprendente. Pocos de nosotros, sin embargo, sabemos lo que realmente significa un millón; míster Croll da el siguiente ejemplo: tómese una tira estrecha de papel de 83 pies y 4 pulgadas de largo, y extiéndasela a lo largo de la pared de una gran sala; señálese entonces en un extremo la décima parte de una pulgada; esta décima de pulgada representará un siglo, y la tira entera un millón de años. Pero, en relación con el asunto de esta obra, téngase presente lo que quiere decir un siglo, representado, como lo está, por una medida completamente insignificante, en una sala de las dimensiones dichas. Varios eminentes criadores, en el transcurso de su sola vida, han modificado tanto algunos animales superiores -que propagan su especie mucho más lentamente que la mayor parte de los inferiores-, que han formado lo que merece llamarse una nueva subraza. Pocos hombres se han ocupado, con el cuidado debido, de ninguna casta durante más de medio siglo; de modo que cien años representa el trabajo de dos criadores sucesivos. No hay que suponer que las especies en estado natural cambian siempre tan rápidamente como los animales domésticos bajo la dirección de la selección metódica. Sería por todos conceptos mejor la comparación con los efectos que resultan de la selección inconsciente, esto es, de la conservación de los animales más útiles y hermosos, sin intención alguna de modificar la raza; y por este proceso de selección inconsciente se han modificado sensiblemente diferentes razas en el transcurso de dos o tres siglos.
Las especies, sin embargo, cambian probablemente con mayor lentitud, y en un mismo país sólo un corto número cambian al mismo tiempo. La lentitud es consecuencia de que todos los habitantes del mismo país están ya tan bien adaptados entre sí, que en la economía de la naturaleza no se presentan, sino con largos intervalos, nuevos puestos debidos a cambios físicos de alguna clase o a la inmigración de formas nuevas. Es más: variaciones o diferencias individuales de naturaleza conveniente, mediante las que algunos de los habitantes pudiesen estar mejor adaptados a sus nuevos puestos en las circunstancias modificadas, no siempre tienen que aparecer simultáneamente. Por desgracia, no tenemos medio alguno de determinar, midiéndolo por años, el tiempo requerido para modificarse una especie; pero sobre esta cuestión del tiempo hemos de insistir.
Volvamos ahora la vista a nuestros más ricos museos geológicos, y ¡qué triste espectáculo contemplamos! Que nuestras colecciones son incompletas, lo admite todo el mundo. Nunca debiera olvidarse la observación del admirable paleontólogo Edward Forbes, de que muchísimas especies fósiles son conocidas y clasificadas por ejemplares únicos, y a veces rotos, o por un corto número de ejemplares recogidos en un solo sitio. Tan sólo una pequeña parte de la superficie de la tierra ha sido explorada geológicamente, y en ninguna con el cuidado suficiente, como lo prueban los importantes descubrimientos que cada año se hacen en Europa. Ningún organismo blando por completo puede conservarse. Las conchas y huesos se descomponen y desaparecen cuando quedan en el fondo del mar donde no se estén acumulando sedimentos. Probablemente estamos en una idea completamente errónea cuando admitimos que casi en todo el fondo del mar se están depositando sedimentos con una velocidad suficiente para enterrar y conservar restos fósiles. En toda una parte enormemente grande del océano, el claro color azul del agua demuestra su pureza. Los muchos casos registrados de una formación cubierta concordantemente, después de un inmenso espacio de tiempo, por otra formación posterior, sin que la capa subyacente haya sufrido en el intervalo ningún desgaste ni dislocación, parecen sólo explicables admitiendo que el fondo del mar no es raro que permanezca en estado invariable durante tiempos inmensos. Los restos que son enterrados, si lo son en arena o cascajo, cuando las capas hayan emergido, se disolverán, generalmente, por la infiltración del agua de lluvia, cargada de ácido carbónico. Algunas de las muchas especies de animales que viven en la costa, entre los limites de la marea alta y la marea baja, parece que rara vez son conservados. Por ejemplo, las diferentes especies de ctamalinos -subfamilia de cirrípedos sesiles- cubren en número infinito las rocas en todo el mundo: son todos estrictamente litorales, excepto una sola especie mediterránea que vive en aguas profundas, y ésta se halló fósil en Sicilia, mientras que ninguna otra, hasta hoy, ha sido hallada en ninguna formación terciaria, y, sin embargo, se sabe que el género Chthamalus existió durante el período cretácico. Por último, algunos depósitos grandes, que requieren un gran espacio de tiempo para su acumulación, están enteramente desprovistos de restos orgánicos, sin que podamos señalar razón alguna. Uno de los ejemplos más notables es el Flysch, que consiste en pizarras y areniscas de un grueso de varios miles de pies -a veces hasta seis mil-, y que se extiende por lo menos en trescientas millas de Viena a Suiza, y, aun cuando esta gran masa ha sido cuidadosamente explorada, no se han encontrado fósiles, excepto algunos restos vegetales.
Por lo que se refiere a las especies terrestres que vivieron durante los períodos secundarios y paleozoicos, es innecesario afirmar que los testimonios que tenemos son en extremo fragmentarios; por ejemplo: hasta hace poco no se conocía ningún molusco terrestre perteneciente a ninguno de estos dos extensos períodos, excepto una especie descubierta por sir C. Lyell y el doctor Dawson en los estratos carboníferos de América del Norte; pero ahora se han encontrado conchas terrestres en el Iías. Por lo que se refiere a los restos de mamíferos, una ojeada a la tabla histórica publicada en el Manual de Lyell nos convencerá, mucho mejor que páginas enteras de detalles, de lo accidental y rara que es su conservación. Tampoco es sorprendente esta escasez, si recordamos la gran cantidad de huesos de mamíferos terciarios que han sido descubiertos, ya en las cavernas, ya en los depósitos lacustres, y que no se conoce ni una caverna ni una verdadera capa lacustre que pertenezca a la edad de nuestras formaciones secundarias y paleozoicas.
Pero la imperfección en los registros geológicos resulta, en gran parte, de otra causa más importante que ninguna de las precedentes, o sea de que las diferentes formaciones están separadas unas de otras por grandes intervalos de tiempo. Esta doctrina ha sido categóricamente admitida por muchos geólogos y paleontólogos, que, como E. Forbes, no creen en modo alguno en la transformación de las especies. Cuando vemos las formaciones dispuestas en cuadros en las obras escritas, o cuando las seguimos en la naturaleza, es difícil evitar el creer que son estrictamente consecutivas; pero sabemos, por ejemplo, por la gran obra de sir R. Murchison sobre Rusia, las inmensas lagunas que hay en este país entre formaciones superpuestas; lo mismo ocurre en América del Norte y en otras muchas partes del mundo. El más hábil geólogo, si su atención hubiera estado limitada exclusivamente a estos grandes territorios, nunca hubiese sospechado que durante los períodos que fueron estériles, y como no escritos en su propio país, se habían acumulado en otras partes grandes masas de sedimentos cargados de formas orgánicas nuevas y peculiares. Y si en cada territorio separado apenas puede formarse una idea del tiempo que ha transcurrido entre las formaciones consecutivas, hemos de inferir que éste no se pudo determinar en parte alguna. Los grandes y frecuentes cambios en la composición mineralógica de formaciones consecutivas, como suponen generalmente grandes cambios en la geografía de las tierras que las rodean, de las cuales provenía el sedimento, están de acuerdo con la idea de que han transcurrido inmensos intervalos de tiempo entre cada una de las formaciones.
Podemos, creo yo, comprender por qué las formaciones geológicas de cada región son casi siempre intermitentes -esto es, que no han seguido unas a otras-, formando una serie interrumpida. Cuando estaba explorando varios cientos de millas de las costas de América del Sur, que se han levantado varios centenares de pies en el periodo moderno, casi ningún hecho me llamó tanto la atención como la ausencia de depósitos recientes lo bastante extensos para conservarse siquiera durante un corto período geológico. A lo largo de toda la costa occidental, que está poblada por una fauna marina particular, las capas terciarias están tan pobremente desarrolladas, que probablemente no se conservará en una edad lejana testimonio alguno de las varias faunas marinas especiales y sucesivas. Un poco de reflexión nos explicará por qué a lo largo de la naciente costa occidental de América del Sur no pueden encontrarse en parte alguna extensas formaciones con restos modernos o terciarios, aun cuando la cantidad de sedimentos debió haber sido grande en tiempos pasados, a juzgar por la enorme erosión de las rocas de la costa y por las corrientes fangosas que llegan al mar. La explicación es, sin duda, que los depósitos litorales y sublitorales son desgastados continuamente por la acción demoledora de las olas costeras, tan pronto como surgen por el levantamiento lento y gradual de la tierra.
Podemos, a mi parecer, llegar a la conclusión de que el sedimento tiene que acumularse en masas muy gruesas, sólidas o extensas, para que pueda resistir la acción incesante de las olas en su primer levantamiento y durante las sucesivas oscilaciones de nivel, así como de la subsiguiente erosión atmosférica. Estos cúmulos gruesos y extensos de sedimentos pueden formarse de dos modos: o bien en las grandes profundidades del mar, en cuyo caso el fondo no estará habitado por tantas ni tan variadas formas orgánicas como los mares poco profundos, y las masas, cuando se levanten, darán un testimonio imperfecto de los organismos que existieron en la proximidad durante el período de su acumulación; o bien el sedimento puede depositarse, con cualquier grueso y extensión, en un fondo poco profundo, si éste continúa lentamente hundiéndose. En este último caso, mientras la velocidad del hundimiento y el acarreo de sedimento se equilibren aproximadamente, el mar permanecerá poco profundo y favorable para muchas y variadas formas, y, de este modo, puede constituirse una rica formación fosilífera lo bastante gruesa para resistir, cuando surja, una gran denudación.
Estoy convencido de que casi todas nuestras formaciones antiguas, ricas en fósiles en la mayor parte de su grueso, han sido formadas de este modo durante un movimiento de depresión. Desde que publiqué mis opiniones sobre este asunto en 1845, he seguido atentamente los progresos de la Geología, y he quedado sorprendido al notar cómo los autores, uno tras otro, al tratar de esta o aquella gran formación, han llegado a la conclusión de que se acumuló durante un movimiento de depresión. Puedo añadir que la única formación terciaria antigua en la costa occidental de América, que ha sido lo bastante grande para resistir la erosión que hasta hoy ha sufrido, pero que difícilmente subsistirá hasta una edad geológica remota, se depositó durante un período de hundimiento, y obtuvo de este modo grueso considerable.
Todos los hechos geológicos nos dicen claramente que cada región ha experimentado numerosas oscilaciones lentas de nivel, y evidentemente estas oscilaciones han comprendido grandes espacios. Por consiguiente, durante períodos de hundimiento se habrán constituido formaciones ricas en fósiles lo suficientemente gruesas y extensas para resistir la erosión subsiguiente, cubriendo grandes espacios, aunque solamente allí donde el acarreo de sedimentos fue suficiente para hacer que el mar se mantuviese poco profundo y para enterrar y conservar los restos orgánicos antes de que tuviesen tiempo de descomponerse. Por el contrario, mientras el fondo del mar permanece estacionario, no pueden haberse acumulado depósitos de mucho grueso en las partes poco profundas, que son las más favorables para la vida. Menos todavía puede haber ocurrido esto durante los períodos alternantes de elevación, o, para hablar con más exactitud, las capas que se acumularon entonces habrán sido generalmente destruidas al levantarse y entrar en el dominio de la acción costera.
Estas observaciones se aplican principalmente a los depósitos litorales y sublitorales. En el caso de un mar extenso y poco profundo, tal como el de una gran parte del Archipiélago Malayo, donde la profundidad oscila entre 30 ó 40 y 60 brazas, podría constituirse una formación muy extensa durante un período de elevación y, sin embargo, no sufrir mucho por la denudación durante su lenta emersión; pero el grosor de la formación no podría ser grande, pues, debido al movimiento de elevación, tendría que ser menor que la profundidad en la que se formase; tampoco estaría el depósito muy consolidado ni cubierto por formaciones superpuestas, de modo que corriera mucho peligro de ser desgastado por la acción de la atmósfera y por la acción del mar en las siguientes oscilaciones de nivel. Sin embargo, míster Hopkins ha indicado que si una parte de la extensión, después de emerger y antes de ser denudada, se hundiese de nuevo, los depósitos formados durante el movimiento de elevación, aunque no serían gruesos, podrían después quedar protegidos por acumulaciones nuevas, y de este modo conservarse durante un largo período.
Míster Hopkins expresa también su creencia de que las capas sedimentarias de extensión horizontal considerable rara vez han sido destruidas por completo. Pero todos los geólogos, excepto los pocos que creen que nuestros esquistos metamórficos y rocas plutónicas formaron el núcleo primordial del globo, admitirán que estas últimas rocas han sido enormemente denudadas, pues es casi imposible que estas rocas se hayan solidificado y cristalizado mientras estuvieron descubiertas, aunque, si la acción metamórfica ocurrió en las grandes profundidades del océano, la primitiva capa protectora puede no haber sido muy gruesa. Admitiendo que el gneis, micasquisto, granito, diorita, etc., estuvieron primero necesariamente cubiertos, ¿cómo podemos explicar las grandes extensiones desnudas de estas rocas en muchas partes del mundo, si no es en la suposición de que han sido posteriormente denudadas de todos los estratos que las cubrían? Que existen estos grandes territorios, es indudable. Humboldt describe la región granítica de Parima como diez y nueve veces, por lo menos, mayor que Suiza. Al sur del Amazonas, Bone pinta un territorio compuesto de rocas de esta naturaleza igual a España, Francia, Italia, parte de Alemania y las Islas Británicas juntas. Esta región no ha sido explorada cuidadosamente; pero, según testimonios concordes de los viajeros, el área granítica es enorme; así, von Eschwege da un corte detallado de estas rocas, que, partiendo de Río de Janeiro, se extiende 260 millas geográficas, tierra adentro, en línea recta, y yo recorrí 150 millas en otra dirección, y no vi nada más que rocas graníticas. Examiné numerosos ejemplares recogidos a lo largo de toda la costa, desde cerca de Río de Janeiro hasta la desembocadura del río de la Plata, o sea una distancia de 1.100 millas geográficas, y todos ellos pertenecían a esta clase de rocas. Tierra adentro, a lo largo de toda la orilla norte del río de la Plata, no vi, aparte de capas modernas terciarias, más que un pequeño manchón de rocas ligeramente metamórficas, que pudieron haber formado parte de la cubierta primitiva de las series graníticas. Fijándonos. en una región bien conocida, en los Estados Unidos y Canadá, según se ve en el hermoso mapa del profesor H. D. Rogers, he valuado las expansiones, recortándolas y pesando el papel, y he encontrado, que las rocas graníticas y metamórficas -excluyendo las semimetamórficas- exceden, en la relación de 19 a 12,5, al conjunto de las formaciones paleozoicas superiores. En muchas regiones se encontraría que las rocas metamórficas y graníticas están mucho más extendidas de lo que parece, si se quitasen todas las capas sedimentarias que están sobre ellas discordantes, y que no pudieron formar parte del manto primitivo bajo el cual aquéllas cristalizaron. Por consiguiente, es probable que, en algunas partes de la tierra, formaciones enteras hayan sido completamente denudadas sin que haya quedado ni un vestigio.
Hay una observación que merece mencionarse de pasada. Durante los períodos de elevación, aumentará la extensión de la tierra y de las partes adyacentes de mar muy poco profundas, y muchas veces se formarán nuevas estaciones, circunstancias todas ellas favorables, como antes se explicó, para la formación de nuevas especies y variedades; pero durante estos períodos habrá generalmente un blanco en los registros geológicos. Por el contrario, durante los movimientos de hundimiento, la superficie habitada y el número de habitantes disminuirán -excepto en las costas de un continente al romperse, formando un archipiélago- y, por consiguiente, durante el hundimiento, aunque habrá muchas extinciones, se formarán pocas variedades y especies nuevas, y precisamente durante estos mismos períodos de depresión es cuando se han acumulado los depósitos que son más ricos en fósiles.
Por estas diferentes consideraciones resulta indudable que los registros geológicos, considerados en conjunto, son sumamente imperfectos; pero, si limitamos nuestra atención a una formación, es mucho más difícil comprender por qué no encontramos en ella series graduales de variedades entre las especies afines que vivieron al principio y al final de la formación. Se han descrito diferentes casos de una misma especie que presenta variedades en las partes superiores e inferiores de la misma formación; así, Trautschold cita varios ejemplos de Ammonites, y también Hilgendorf ha descrito un caso curiosísimo de diez formas graduales de Planorbis multiformis en las capas sucesivas de una formación de agua dulce de Suiza. Aun cuando cada formación ha requerido, indiscutiblemente, un número grandísimo de años para su depósito, pueden darse diferentes razones de por qué comúnmente cada formación no ha de comprender una serie gradual de eslabones entre las especies que vivieron al principio y al final, aunque no pueda determinar yo el debido valor relativo de las consideraciones siguientes.
Aun cuando cada formación tiene que exigir un lapso de años grandísimo, probablemente cada formación es corta comparada con el período requerido para que una especie se transforme en otra. Ya sé que dos paleontólogos, cuyas opiniones son dignas del mayor respeto, Bronn y Woodward, han llegado a la conclusión de que el promedio de duración de cada formación es igual a dos o tres veces el promedio de duración de las formas específicas; pero dificultades insuperables, a mi parecer, nos impiden llegar a una conclusión justa sobre este punto. Cuando vemos que una especie aparece por vez primera en medio de una formación cualquiera, sería en extremo temerario deducir que esta especie había no existido anteriormente en parte alguna; y, del mismo modo, cuando vemos que una especie desaparece antes de que se hayan depositado las últimas capas,sería igualmente temerario suponer que la especie se extinguió entonces. Olvidamos lo pequeño de la superficie de Europa, comparada con el resto del mundo, y que los diferentes pisos de una misma formación no han sido tampoco correlativos en toda Europa con completa exactitud.
Podemos seguramente presumir que en los animales marinos de todas clases ha habido mucha emigración, debida a cambios de clima u otros, y cuando vemos una especie que aparece por vez primera en una formación, lo probable es que simplemente emigró entonces por vez primera a aquel territorio. Es bien sabido, por ejemplo, que diferentes especies aparecieron un poco antes en las capas paleozoicas de América del Norte que en las de Europa, evidentemente, por haberse requerido tiempo para su emigración de los mares de América a los de Europa. Examinando los depósitos más recientes en las diferentes regiones del mundo, se ha observado, en todas partes, que un corto número de especies todavía vivientes son comunes en un depósito, pero se han extinguido en el mar contiguo; o, al revés, que algunas abundan ahora en el mar vecino, pero son raras o faltan en aquel depósito determinado. Es una excelente lección reflexionar acerca de la comprobada e importante migración de los habitantes de Europa durante la época glacial, que forma sólo una parte de un período geológico, e igualmente reflexionar acerca de los cambios de nivel, del cambio extremo del clima y del largo tiempo transcurrido, todo ello comprendido dentro del mismo período glacial. Se puede, sin embargo, dudar de que en alguna parte del mundo se han ido acumulando continuamente, dentro de los mismos límites, durante todo este período, depósitos sedimentarios, que comprendan restos fósiles. No es probable, por ejemplo, que se depositasen, durante todo el período glacial, sedimentos cerca de la boca del Misisipí, dentro de los límites de profundidad entre los que pueden prosperar más los animales marinos; pues sabemos que, durante este espacio de tiempo, ocurrieron grandes cambios geológicos en otras partes de América. Cuando se hayan levantado capas como las que se depositaron durante una parte del período glacial, en aguas poco profundas cerca de la boca del Misisipí, los restos orgánicos probablemente aparecerán y desaparecerán en diferentes niveles, debido a migraciones de especies y a cambios geográficos; y dentro de muchísimo tiempo, un geólogo, examinando estas capas, estaría tentado de sacar en conclusión que el promedio de la duración de la vida de las especies fósiles enterradas ha sido menor que la duración del período glacial, mientras que en realidad ha sido mucho mayor, pues se ha extendido desde antes de la época glacial hasta el día de hoy.
Para que se logre una gradación perfecta entre dos formas, una de la parte superior y otra de la inferior de la misma formación, el depósito tiene que haberse ido acumulando continuamente durante un largo período, suficiente para el lento proceso de modificación; por consiguiente; el depósito tiene que ser muy grueso y la especie que experimenta el cambio tiene que haber vivido durante todo el tiempo en la misma región. Pero hemos visto que una formación potente, fosílera en todo su grosor,puede sólo acumularse durante un período de hundimiento y, para que se conserve aproximadamente igual la profundidad necesaria para que una misma especie marina pueda vivir en el mismo lugar, la cantidad de sedimento acarreado tiene necesariamente que compensar la intensidad del hundimiento. Pero este mismo movimiento de depresión tenderá a sumergir el territorio de que proviene el sedimento y, de este modo, a disminuir la cantidad de sedimento, mientras continúe el movimiento de descenso. De hecho, este equilibrio casi perfecto entre la cantidad de sedimento acarreado y la intensidad del hundimiento es probablemente una eventualidad rara, pues ha sido observado por más de un paleontólogo que los depósitos muy gruesos son comúnmente muy pobres en fósiles, excepto cerca de su límite superior o inferior.
Se diría que cada formación separada, lo mismo que la serie entera de formaciones de un país, ha sido, por lo general, intermitente en su acumulación. Cuando vemos, como ocurre muchas veces, una formación constituida por capas de composición química muy diferente, podemos razonablemente sospechar que el proceso de depósito ha estado más o menos interrumpido. La inspección más minuciosa de una formación tampoco nos da idea del tiempo que puede haber invertido su sedimentación. Podrían citarse muchos casos de capas, de sólo unos pocos pies de grueso, que representan formaciones que en cualquier otra parte tienen miles de pies de grosor, y que tienen que haber exigido un período enorme para su acumulación; y, sin embargo, nadie que ignorase este hecho habría ni siquiera sospechado el larguísimo espacio de tiempo representado por aquella formación tan delgada. Muchos casos podrían citarse en que las capas superiores de una formación se han levantado, han sido denudadas, se han sumergido y luego han sido cubiertas por las capas superiores de la misma formación, hechos que muestran qué espacios de tiempo tan grandes -y sin embargo fáciles de pasar inadvertidos- han transcurrido en su acumulación. En los grandes árboles fosilizados que se conservan todavía en pie, como cuando vivían, tenemos en otros casos la prueba más evidente de muchos larguísimos intervalos de tiempo y de cambios de nivel durante el proceso de sedimentación, que no se hubieran sospechado si no se hubiesen conservado los árboles: así, sir C. Lyell y el doctor Dawson encontraron en Nueva Escocia capas carboníferas de 1.400 pies de grueso, con estratos antiguos que contenían raíces, unas encima de otras, en sesenta y ocho niveles distintos por lo menos. Por consiguiente, cuando una misma especie se presenta en la base, en el medio y en lo alto de una formación, es probable que no haya vivido en el mismo sitio durante todo el período de sedimentación, sino que haya desaparecido y reaparecido quizá muchas veces en el mismo período geológico. Por tanto, si la especie hubo de experimentar modificaciones considerables durante la sedimentación de una formación geológíca, un corte no tendría que comprender todas las delicadas gradaciones intermedias que, según nuestra teoría, tuvieron que haber existido, sino cambios de forma bruscos, aunque quizá ligeros.
Es importantísimo recordar que los naturalistas no tienen una regla de oro para distinguir las especies de las variedades; conceden cierta pequeña variabilidad a todas las especies; pero, cuando se encuentran con una diferencia algo mayor entre dos formas cualesquiera, las consideran ambas como especies, a menos que sean capaces de enlazarlas mediante gradaciones intermedias muy próximas, y esto, por las razones que se acaban de señalar, pocas veces podemos esperar efectuarlo en un corte geológico. Suponiendo que B y C sean dos especies y A una tercera que se encuentre en una capa subyacente, aun cuando fuese exactamente intermedia entre B y C, sería considerada simplemente como una tercera especie distinta, a menos que al mismo tiempo estuviese estrechamente enlazada por variedades intermedias, ya con una, ya con varias formas. Tampoco hay que olvidar, como antes se explicó, que A pudo ser el verdadero progenitor de B y C, y, sin embargo, no habría de ser por necesidad rigurosamente intermedio entre ellas por todos conceptos. De modo que podríamos encontrar la especie madre y sus varios descendientes modificados en las capas superiores e inferiores de la misma formación, y, a menos de encontrar numerosas gradaciones de transición, no reconoceríamos su parentesco de consanguinidad, y las consideraríamos, por consiguiente, como especies distintas.
Es notorio lo extraordinariamente pequeñas que son las diferencias sobre las que muchos paleontólogos han fundado sus especies, y hacen esto tanto más fácilmente si los ejemplares provienen de diferentes subpisos de la misma formación. Algunos conquiliólogos experimentados están ahora rebajando a la categoría de variedades muchas de las hermosísimas especies de D'Orbigny y otros autores, y en este criterio encontramos la prueba de las transformaciones que, según la teoría, teníamos que encontrar. Consideremos, además, los depósitos terciarios más recientes, que encierran muchos moluscos considerados por la mayor parte de los naturalistas como idénticos de las especies vivientes; pero, algunos excelentes naturalistas, como Agassiz y Pictet, sostienen que todas estas especies terciarias son específicamente distintas, aun cuando admiten que la diferencia es muy pequeña; de modo que en este caso tenemos la prueba de la frecuente existencia de ligeras modificaciones de la naturaleza requerida, a menos que creamos que estos eminentes naturalistas han sido extraviados por su imaginación, y que estas especies del terciario superior no presentan realmente diferencia alguna de sus especies representativas vivientes, o a menos que admitamos, en contra de la opinión de la mayor parte de los naturalistas, que estas especies terciarias son todas realmente distintas de las modernas. Si consideramos espacios de tiempo algo mayores, como los pisos distintos, pero consecutivos, de una misma formación grande, encontramos que los fósiles en ellos enterrados, aunque clasificados universalmente como especies diferentes, son, sin embargo, mucho más afines entre sí que las especies que se encuentran en formaciones mucho más separadas; de modo que aquí tenemos también pruebas indudables de cambios en el sentido exigido por mi teoría; pero sobre este último punto he de insistir en el capítulo siguiente.
En animales y plantas que se propagan rápidamente y que no cambian mucho de lugar, hay razones para sospechar, como antes hemos visto, que sus variedades generalmente son primero locales, y que estas variedades no se difunden mucho ni suplantan a sus formas madres hasta que se han modificado y perfeccionado mucho. Según esta opinión, son pocas las probabilidades de descubrir en una formación de un país cualquiera todos los estados primeros de transición entre dos formas; pues se supone que los cambios sucesivos han sido locales o confinados a un lugar determinado. La mayor parte de los animales marinos tienen un área de dispersión grande, y hemos visto que, en las plantas, las que tienen mayor área de dispersión son las que con más frecuencia presentan variedades; de modo que en los moluscos y otros animales marinos es probable que los que tuvieron el área de dispersión mayor, excediendo en mucho de los límites de las formaciones geológicas conocidas en Europa, sean los que con más frecuencia hayan dado origen, primero, a variedades locales y, finalmente, a nuevas especies, y esto también disminuiría mucho las probabilidades de que podamos ir siguiendo las fases de transición en una formación geológica.
El doctor Falconer ha insistido recientemente en una consideración más importante, que lleva al mismo resultado, y es que el período durante el cual una especie experimentó modificaciones, aunque largo, si se mide por años, fue probablemente corto en comparación con el período durante el cual permaneció sin experimentar cambio alguno.
No debiera olvidarse que actualmente, con ejemplares perfectos para estudio, rara vez pueden dos formas ser enlazadas por variedades intermedias y probarse de este modo que son la misma especie hasta que se recogen muchos ejemplares procedentes de muchas localidades, y en las especies fósiles esto raras veces puede hacerse. Quizá nos daremos mejor cuenta de que no podemos enlazar las especies por formas intermedias fósiles, numerosas y delicadamente graduales, preguntándonos, por ejemplo, si los geólogos de un período futuro serán capaces de probar que nuestras diferentes razas de ganado vacuno, ovejas, caballos y perros, han descendido de un solo tronco o de diferentes troncos primitivos; y también si ciertos moluscos marinos que viven en las costas de América del Norte, y que unos conquiliólogos consideran como especies distintas de sus representantes europeos y otros sólo como variedades, son realmente variedades o son lo que se dice específicamente distintos. Esto, los geólogos venideros sólo podrían hacerlo descubriendo en estado fósil numerosas gradaciones intermedias, y el lograrlo es sumamente improbable.
Se ha afirmado también hasta la saciedad, por autores que creen en la inmutabilidad de las especies, que la Geología no da ninguna forma de transición. Esta afirmación, según veremos en el capítulo próximo, es ciertamente errónea. Como sir J. Lubbock ha hecho observar, «cada especie es un eslabón entre otras especies afines». Si tomamos un género que tenga una veintena de especies vivientes y extinguidas, y destruimos cuatro quintas partes de ellas, nadie dudará que las restantes quedarán mucho más distintas entre sí. Si ocurre que las formas extremas del género han sido destruídas de este modo, el género se quedará más separado de los otros géneros afines. Lo que las investigaciones geológicas no han revelado es la existencia anterior de gradaciones infinitamente numerosas, tan delicadas como las variedades actuales, que enlacen casi todas las especies vivientes y extinguidas. Pero esto no debía esperarse, y, sin embargo, ha sido propuesto reiteradamente, como una objeción gravísima contra mis opiniones.
Valdrá la pena de resumir en un ejemplo imaginario las observaciones precedentes acerca de las causas de imperfección de los registros geológicos. El Archipiélago Malayo tiene aproximadamente el tamaño de Europa, desde el cabo Norte al Mediterráneo y desde Inglaterra a Rusia, y, por consiguiente, equivale a todas las formaciones geológicas que han sido examinadas con algún cuidado, excepto las de los Estados Unidos. Estoy conforme por completo con míster Godwin-Austen en que la disposición actual del Archipiélago Malayo, con sus numerosas islas grandes, separadas por mares anchos y poco profundos, representa probablemente el estado antiguo de Europa, cuando se acumularon la mayor parte de nuestras formaciones. El Archipiélago Malayo es una de las regiones más ricas en seres orgánicos, y, sin embargo, aunque se recolectasen todas las especies que han vivido allí en todo tiempo, ¡qué imperfectamente representarían la Historia Natural del mundo!
Pero tenemos toda clase de razones para creer que las producciones terrestres de aquel archipiélago tienen que conservarse de un modo muy imperfecto en las formaciones que suponemos que se están acumulando allí. Tampoco han de quedar enterrados en las formaciones muchos de los animales litorales o de los que vivieron en rocas submarinas desnudas, y los enterrados entre cascajo o arena no han de resistir hasta una época remota. Dondequiera que los sedimentos no se acumularon en el fondo del mar o no lo hicieron con la rapidez suficiente para proteger los cuerpos orgánicos de la destrucción, no pudieron conservarse restos.
Formaciones ricas en fósiles de muchas clases, de grosor suficiente para persistir hasta una edad tan distante en lo futuro como lo son las formaciones secundarias en el pasado, generalmente sólo tienen que formarse en el Archipiélago durante períodos de hundimiento del suelo. Estos períodos de hundimiento han de estar separados entre sí por espacios inmensos de tiempo, durante los cuales el territorio estaría fijo o se levantaría; y mientras se levantase las formaciones fosilíferas tendrían que ser destruídas en las costas más escarpadas casi tan pronto como se acumulasen, por la incesante acción costera, como lo vemos ahora en las costas de América del Sur. Incluso en los mares extensos y de poco fondo del Archipiélago Malayo, durante los períodos de elevación, las capas sedimentarias difícilmente podrían acumularse en gran grosor, ni ser cubiertas ni protegidas por depósitos subsiguientes, de modo que tuviesen probabilidades de resistir hasta un tiempo futuro muy lejano. En los períodos de hundimiento del suelo, probablemente se extinguirían muchas formas vivientes; durante los períodos de elevación tendría que haber mucha variación; pero los registros geológicos serían entonces menos perfectos.
Puede dudarse de si la duración de cualquiera de los grandes períodos de hundimiento de todo o de parte del Archipiélago, acompañado de una acumulación simultánea de sedimento, ha de exceder del promedio de duración de las mismas formas específicas, y estas circunstancias son indispensables para la conservación de todas las formas graduales de transición entre dos o más especies. Si estas gradaciones no se conservaron todas por completo, las variedades de transición aparecerían tan sólo como otras tantas especies nuevas, aunque muy próximas. Es también probable que cada período grande de hundimiento estuviese interrumpido por oscilaciones de nivel y que ocurriesen pequeños cambios de clima durante estos largos períodos, y, en estos casos, los habitantes del Archipiélago Malayo emigrarían, y no se podría conservar en ninguna formación un registro seguido de sus modificaciones.
Muchísimos de los seres marinos que viven en el Archipiélago Malayo se extienden actualmente a miles de millas más allá de sus límites, y la analogía conduce claramente a la creencia de que estas especies de gran distribución geográfica -aunque sólo algunas de ellas- tendrían que ser principalmente las que con más frecuencia produjesen variedades nuevas; y estas variedades al principio serían locales, o limitadas a un lugar; pero si poseían alguna ventaja decisiva o si se modificaban o perfeccionaban más, se difundirían lentamente y suplantarían a sus formas madres. Cuando estas variedades volviesen a sus localidades antiguas, como diferirían de su estado anterior en grado casi igual, aunque quizá pequeñísimo, y como se las encontraría enterradas en subpisos poco diferentes de la misma formación, serían consideradas, según los principios seguidos por muchos paleontólogos, como especies nuevas y distintas.
Por consiguiente, si hay algo de verdad en estas observaciones, no tenemos derecho a esperar encontrar en nuestras formaciones geológicas un número infinito de aquellas delicadas formas de transición que, según nuestra teoría, han reunido todas las especies pasadas y presentes del grupo de una larga y ramificada cadena de vida. Debemos buscar tan sólo algunos eslabones, y ciertamente los encontramos, unos más distantes, otros más próximos, y estos eslabones, por muy próximos que sean, si se encuentran en pisos diferentes de la misma formación, serán considerados por muchos paleontólogos como especies distintas. No pretendo, sin embargo, que hubiese yo sospechado nunca lo pobres que eran los registros geológicos en las formaciones mejor conservadas, si la ausencia de innumerables formas de transición entre las especies que vivieron al principio de cada formación y las que vivieron al final no hubiese sido tan contraria a mi teoría.
La manera brusca como grupos enteros de especies aparecen súbitamente en ciertas formaciones, ha sido presentada por varios paleontólogos -por ejemplo, por Agassiz, Pictet y Sedgwick- como una objeción fatal para mi teoría de la transformación de las especies. Si realmente numerosas especies pertenecientes a los mismos géneros y familias han entrado en la vida simultáneamente, el hecho tiene que ser fatal para la teoría de la evolución mediante selección natural, pues el desarrollo por este medio de un grupo de especies, descendientes todas de una especie progenitora, tuvo que haber sido un proceso lento, y los progenitores tuvieron que haber vivido mucho antes que sus descendientes modificados. Pero de continuo exageramos la perfección de los registros geológicos, y deducimos erróneamente que, porque ciertos géneros o familias no han sido encontrados por debajo de un piso dado, estos géneros o familias no existieron antes de este piso. Siempre se puede dar crédito a las pruebas paleontológicas positivas; las pruebas negativas no tienen valor alguno, como tantas veces ha demostrado la experiencia. De continuo olvidamos lo grande que es el mundo comparado con la extensión en que han sido cuidadosamente examinadas las formaciones geológicas; olvidamos que pueden haber existido durante mucho tiempo, en un sitio, grupos de especies, y haberse multiplicado lentamente antes de invadir los antiguos archipiélagos de Europa y de los Estados Unidos. No nos hacemos el cargo debido del tiempo que ha transcurrido entre nuestras formaciones sucesivas, más largo quizá, en muchos casos, que el requerido para la acumulación de cada formación. Estos intervalos habrán dado tiempo para la multiplicación de especies procedentes de alguna o algunas formas madres, y, en la formación siguiente, estos grupos o especies aparecerán como creados súbitamente.
He de recordar aquí una observación hecha anteriormente, o sea que debió ser preciso un tiempo enorme para adaptar un organismo a algún modo nuevo y peculiar de vida -por ejemplo, a volar por el aire- y, por consiguiente, que las formas de transición con frecuencia quedarían durante mucho tiempo limitadas a una región; pero que, una vez que esta adaptación se efectuó y algunas especies hubieron adquirido así una gran ventaja sobre otros organismos, sería necesario un espacio de tiempo relativamente corto para producir muchas formas divergentes, que se dispersarían rápidamente por todo el mundo. El profesor Pictet, en su excelente critica de esta obra, al tratar de las primeras formas de transición, y tomando como ejemplo las aves, no puede comprender cómo pudieron ser de alguna ventaja las modificaciones sucesivas de las miembros anteriores de un prototipo imaginario. Pero consideremos los pájaros bobos del Océano Antártico. ¿No tienen estas aves sus miembros anteriores precisamente en el estado intermedio, en que no son «ni verdaderos brazos y ni verdaderas alas»? Y, sin embargo, estas aves conservan victoriosamente su lugar en la batalla por la vida, pues existen en infinito número y de varias clases. No supongo que, en este caso, tengamos a la vista los grados de transición reales por los que han pasado las alas de las aves; pero ¿qué dificultad especial existe en creer que podría aprovechar a los descendientes modificados del pájaro bobo el volverse, primero, capaz de moverse por la superficie del mar, batiéndola con las alas, como el Micropterus de Eyton, y levantarse, por fin, de la superficie y deslizarse por el aire?
Citaré ahora algunos ejemplos para aclarar las observaciones precedentes y para demostrar lo expuestos que estamos a error al suponer que grupos enteros de especies se hayan producido súbitamente. Aun en un intervalo tan corto como el que media entre la primera edición y la segunda de la gran obra de Paleontología de Pictet, publicadas en 1844-46 y en 1853-57, se han modificado mucho las conclusiones sobre la primera aparición y la desaparición de diferentes grupos de animales, y una tercera edición exigiría todavía nuevas modificaciones. Debo recordar el hecho, bien conocido, de que en los tratados de Geología publicados no hace muchos años se hablaba siempre de los mamíferos como habiéndose resentado bruscamente al comienzo de la serie terciaria, y ahora uno de los más ricos yacimientos conocidos de mamíferos fósiles pertenece a la mitad de la serie secundaria, y se han descubierto verdaderos mamíferos en la arenisca roja moderna casi al principio de esta gran serie. Cuvier acostumbraba a hacer la objeción de que en ningún estrato terciario se presentaba ningún mono; pero actualmente se han descubierto especies extinguidas en la India, América del Sur y en Europa, retrocediendo hasta el mioceno. Si no hubiese sido por la rara casualidad de conservarse las pisadas en la arenisca roja moderna de los Estados Unidos, ¿quién se hubiera aventurado a suponer que existieran durante aquel período hasta treinta especies, por lo menos, de animales parecidos a las aves, algunos de tamaño gigantesco? ¡Ni un fragmento de hueso se ha descubierto en estas capas! No hace mucho tiempo, los paleontólogos suponían que la clase entera de las aves había empezado a existir súbitamente durante el período mioceno; pero hoy sabemos, según la autoridad del profesor Owen, que es seguro que durante la sedimentación de la arenisca verde superior vivió un ave, y, todavía más recientemente, ha sido descubierta en las pizarras oolíticas de Solenhofen la extraña ave Archeopteryx, con una larga cola como de saurio, la cual lleva un par de plumas en cada articulación, y con las alas provistas de dos uñas libres. Difícilmente ningún descubrimiento reciente demostrará con más fuerza que éste lo poco que sabemos hasta ahora de los habitantes anteriores del mundo.
Puedo citar otro ejemplo, que me ha impresionado mucho, por haber ocurrido ante mis propios ojos. En una memoria sobre los cirripedos sesiles fósiles afirmé que, por el gran número de especies vivientes y fósiles terciarlas; por la extraordinaria abundancia de individuos de muchas especies en todo el mundo, desde las regiones árticas hasta el Ecuador, que viven en diferentes zonas de profundidad, desde los límites superiores de las mareas hasta 50 brazas; por el modo perfecto como los ejemplares se conservan en las capas terciarias más antiguas; por la facilidad con que puede ser reconocido hasta un pedazo de una valva; por todas estas circunstancias juntas, sacaba yo la conclusión de que, si los cirrípedos sesiles hubieran existido durante los períodos secundarios, seguramente se hubiesen conservado y hubiesen sido descubiertos; y como no se había encontrado entonces ni una sola especie en capas de esta edad, llegaba a la conclusión de que este gran grupo se había desarrollado súbitamente en el comienzo de la serie terciaria. Esto era para mí una penosa contrariedad, pues constituía un ejemplo más de aparición brusca de un grupo grande de especies. Pero, apenas publicada mi obra, un hábil paleontólogo, míster Bosquet, me envió un dibujo de un ejemplar perfecto de un cirrípedo sesil inconfundible, que él mismo había sacado del cretácico de Bélgica; y, como para que el caso resultase lo más llamativo posible, este cirrípedo, era un Chthamalus, género muy común, grande y extendido por todas partes, del que ni una sola especie se ha encontrado hasta ahora, ni siquiera en los estratos terciarios. Todavía más recientemente, un Pyrgoma, que pertenece a una subfamilia diferente de cirrípedos sesiles, ha sido descubierto por míster Woodward en el cretácico superior; de modo que actualmente tenemos pruebas abundantes de la existencia de este grupo de animales durante el período secundario.
El caso de aparición aparentemente brusca de un grupo entero de especies, sobre el que con más frecuencia insisten los paleontólogos, es el de los peces teleósteos en la base, según Agassiz, del período cretácico. Este grupo comprende la gran mayoría de las especies actuales; pero ahora se admite generalmente que ciertas formas jurásicas y triásicas son teleósteos, y hasta algunas formas paleozoicas han sido clasificadas como tales por una gran autoridad. Si los teleósteos hubieran aparecido realmente de pronto en el hemisferio norte, en el comienzo de la formación cretácica, el hecho hubiese sido notabilísimo, pero no hubiera constituido una dificultad insuperable, a menos que se pudiese demostrar también que, en el mismo período, las especies se desarrollaron súbita y simultáneamente en otras partes del mundo. Es casi superfluo hacer observar que apenas se conoce ningún pez fósil de países situados al sur del ecuador, y, recorriendo la Paleontología de Pictet, se verá que de varias formaciones de Europa se conocen poquísimas especies. Algunas familias de peces tienen actualmente una distribucíón geográfica limitada; los peces teleósteos pudieron haber tenido antiguamente una distribución igualmente limitada y haberse extendido ampliamente después de haberse desarrollado mucho en algún mar. Tampoco tenemos derecho alguno a suponer que los mares del mundo hayan estado siempre tan abiertos desde el Norte hasta el Sur como lo están ahora. Aun actualmente, si el Archipielago Malayo se convirtiese en tierra firme, las partes tropicales del Océano Índico formarían un mar perfectamente cerrado, en el cual podría multiplicarse cualquier grupo importante de animales marinos, y permaneciendo allí confinados hasta que algunas de las especies llegasen a adaptarse a clima más frío y pudiesen doblar los cabos del sur de África y de Australia, y de este modo llegar a otros mares distantes.
Por estas consideraciones, por nuestra ignorancia de la Geología de otros paises más allá de los confines de Europa y de los Estados Unidos, y por la revolución que han efectuado en nuestros conocimientos paleontológicos los descubrimientos de los doce años últimos, me parece que casi es tan temerario dogmatizar sobre la sucesión de las formas orgánicas en el mundo como lo seria para un naturalista discutir sobre el número y distribución geográfica de las producciones de Australia cinco minutos después de haber desembarcado en un punto estéril de este país.
Sobre la aparición súbita de grupos de especies afines en los estratos fosilíferos inferiores que se conocen
Se presenta aquí otra dificultad análoga mucho más grave. Me refiero a la manera como las especies pertenecientes a varios de los principales grupos del reino animal aparecen súbitamente en las rocas fosilíferas inferiores que se conocen. La mayor parte de las razones que me han convencido de que todas las especies vivientes del mismo grupo descienden de un solo progenitor se aplican con igual fuerza a las especies más antiguas conocidas. Por ejemplo: es indudable que todos los trilobites cámbricos y silúricos descienden de algún crustáceo, que tuvo que haber vivido mucho antes de la edad cámbrica, y que probablemente defirió mucho de todos los animales conocidos. Algunos de los animales más antiguos, como los Nautilus, Lingula, etc., no difieren mucho de especies vivientes, y, según nuestra teoria, no puede suponerse que estas especies antiguas sean las progenitoras de todas las especies pertenecientes a los mismos grupos, que han ido apareciendo luego, pues no tienen caracteres en ningún grado intermedios.
Por consiguiente, si la teoría es verdadera, es indiscutible que, antes de que se depositase el estrato; cámbrico inferior, transcurrieron largos períodos, tan largos, o probablemente mayores, que el espacio de tiempo que ha separado la edad cámbrica del día de hoy, y, durante estos vastos períodos, los seres vivientes hormigueaban en el mundo. Nos encontramos aquí con una objeción formidable, pues parece dudoso que la tierra, en estado adecuado para habitarla seres vivientes, haya tenido la duración suficiente. Sir W. Thompson llega a la conclusión de que la consolidación de la corteza difícilmente pudo haber ocurrido hace menos de veinte millones de años ni más de cuatrocientos, y que probablemente ocurrió no hace menos de noventa y ocho ni más de doscientos. Estos límites amplísimos demuestran lo dudosos que son los datos, y, en lo futuro, otros elementos pueden tener que ser introducidos en el problema. Míster Croll calcula que desde el período cámbrico han transcurrido aproximadamente sesenta millones de años; pero esto -juzgado por el pequeño cambio de los seres orgánicos desde el comienzo de la época glacial- parece un tiempo cortísimo para los muchos y grandes cambios orgánicos que han ocurrido ciertamente desde la formación cámbrica, y los ciento cuarenta millones de años anteriores apenas pueden considerarse como suficientes para el desarrollo de las variadas formas orgánicas que existían ya durante el período cámbrico. Es, sin embargo, probable, como afirma sir William Thompson, que el mundo, en un período muy remoto, estuvo sometido a cambios más rápidos y violentos en sus condiciones físicas que los que actualmente ocurren, y estos cambios habrían tendido a producir modificaciones proporcionadas en los organismos que entonces existiesen.
A la pregunta de por qué no encontramos ricos depósitos fosilíferos correspondientes a estos supuestos períodos antiquísimos anteriores al sistema cámbrico, no pudo dar respuesta alguna satisfactoria. Varios geólogos eminentes, con sir R. Murchison a la cabeza, estaban convencidos, hasta hace poco, de que en los restos orgánicos del estrato silúrico inferior contemplábamos la primera aurora de la vida. Otras autoridades competentisimas, como Lyell y E. Forbes, han impugnado esta conclusión. No hemos de olvidar que sólo una pequeña parte de la tierra está conocida con exactitud. No hace mucho tiempo que monsieur Barrande añadió, debajo del sistema silúrico entonces conocido, otro piso inferior abundante en especies nuevas y peculiares; y ahora, todavía más abajo, en la formación cámbrica inferior, mister Hicks ha encontrado en el sur de Gales capas que son ricas en trilobites y que contienen diferentes moluscos y análidos. La presencia de nódulos fosfáticos y de materias bituminosas, incluso en algunas de las rocas azoicas inferiores, son probablemente indicios de vida en estos períodos, y se admite generalmente la existencia del Eozoon en la formación laurentina del Canadá. Existen en el Canadá tres grandes series de estratos por debajo del sistema silúrico, y en la inferior de ellas se encuentra el Eozoon. Sir W. Logan afirma que «su grueso, reunidos, puede quizá exceder mucho del de todas las rocas siguientes, desde la base de la serie paleozoica hasta la actualidad. De este modo nos vemos transportados a un período tan remoto, que la aparición de la llamada fauna primordial (de Barrande) puede ser considerada por algunos como un acontecimiento relativamente moderno». De todas las clases de animales, el Eozoon pertenece a la organización inferior; pero, dentro de su clase, es de organización elevada, existe en cantidad innumerable, y, como ha hecho obsevar el doctor Dawson, seguramente se alimentaba de otros pequeños seres orgánicos, que tuvieron que haber vivido en gran número. Así, las palabras que escribí en 1859, acerca de la existencia de seres orgánicos mucho antes del período cámbrico, y que son casi las mismas que empleó después sir W. Logan, han resultado ciertas. Sin embargo, es grandísima la dificultad para señalar alguna razón buena para explicar la ausencia de grandes cúmulos de estratos, ricos en fósiles, por debajo del sistema cámbrico. No parece probable que las capas más antiguas hayan sido desgastadas por completo por denudación, ni que sus fósiles hayan quedado totalmente borrados por la acción metamórfica, pues si así hubiese ocurrido, habríamos encontrado sólo pequeños residuos de las formaciones siguientes en edad, y éstas se habrían presentado siempre en un estado de metamorfosis parcial. Pero las descripciones que poseemos de los depósitos silúricos, que ocupan inmensos territorios en Rusia y América del Norte, no apoyan la opinión de que invariablemente, cuanto más vieja es una formación, tanto más haya sufrido extrema denudación y metamorfosis.
El caso tiene que quedar por ahora sin explicación, y puede presentarse realmente como un argumento válido contra las opiniones que aquí me sostienen. A fin de mostrar que más adelante puede recibir alguna explicación, citaré las siguientes hipótesis. Por la naturaleza de los restos orgánicos, que no parecen haber vivido a grandes profundidades en las diferentes formaciones de Europa y los Estados Unidos, y por la cantidad de sedimentos -millas de grueso- de que las formaciones están compuestas, podemos deducir que, desde el principio hasta el fin, hubo, en la proximidad de los continentes de Europa y América del Norte hoy existentes, grandes islas o extensiones de tierra. Esta misma opinión ha sido antes sostenida por Agassiz y otros autores; pero no sabemos cuál fue el estado de cosas en los intervalos entre las diferentes formaciones sucesivas, ni si Europa y los Estados Unidos existieron durante estos intervalos, como tierras emergidas, o como extensiones submarinas próximas a la tierra, sobre las cuales no se depositaron sedimentos, o como fondo de un mar abierto e insondable.
Considerando los océanos existentes, que son tres veces mayores que la tierra, los vemos salpicados de muchas islas; pero apenas se sabe, hasta ahora, de ninguna isla verdaderamente oceánica -excepto Nueva Zelandia, si es que ésta puede llamarse verdaderamente así- que aporte ni siquiera un resto de alguna formación paleozoica o secundaria. Por consiguiente, quizá podamos deducir que, durante los períodos paleozoico y secundario, no existieron continentes ni islas continentales donde ahora se extienden los océanos, pues, si hubieran existido, se hubiesen acumulado, según toda probabilidad, formaciones paleozoicas y secundarias formadas de sedimentos derivados de su desgaste y destrucción, y éstos, por lo menos en parte, se hubiesen levantado en las oscilaciones de nivel que tienen que haber ocurrido durante estos períodos enormemente largos. Si podemos, pues, deducir algo de estos hechos, tenemos que deducir que, donde ahora se extienden los océanos ha habido océanos desde el período más remoto de que tenemos alguna noticia, y, por el contrario, donde ahora existen continentes han existido grandes extensiones de tierra desde el período cámbrico, sometidas indudablemente a grandes oscilaciones de nivel. El mapa en colores unido a mi libro sobre los Arrecifes de Corales me llevó a la conclusión de que, en general, los grandes océanos son todavía áreas de hundimiento, y los grandes archipiélagos, áreas de oscilación de nivel, y los continentes, áreas de elevación; pero no tenemos razón alguna para suponer que las cosas hayan sido así desde el principio del mundo. Nuestros continentes parecen haberse formado por la preponderancia de una fuerza de elevación, durante muchas oscilaciones de nivel; pero, ¿no pueden, en el transcurso de edades, haber cambiado las áreas de mayor movimiento? En un período muy anterior a la época cámbrica pueden haber existido continentes donde ahora se extienden los océanos, y claros océanos sin límitesdonde ahora están nuestros continentes. Tampoco estaría justificado el admitir que si, por ejemplo, el lecho del Océano Pacífico se convirtiese ahora en un continente, tendríamos que encontrar allí formaciones sedimentarias, en estado reconocible, más antiguas que los estratos cámbricos, suponiendo que tales formaciones se hubiesen depositado allí en otro tiempo; pues pudiera ocurrir muy bien que estratos que hubiesen quedado algunas millas más cerca del centro de la tierra, y que hubiesen sufrido la presión del enorme peso del agua que los cubre, pudiesen haber sufrido una acción metamórfica mayor que los estratos que han permanecido siempre más cerca de la superficie. Siempre me ha parecido que exigían una explicación especial los inmensos territorios de rocas metamórficas desnudas existentes en algunas partes del mundo, por ejemplo, en América del Sur, que tienen que haber estado calentadas a gran presión, y quizá podamos pensar que en estos grandes territorios contemplamos las numerosas formaciones muy anteriores a la época cámbrica, en estado de completa denudación y metamorfosis.
Las varias dificultades que aquí se discuten (a saber: que aun cuando encontramos en las formaciones geológicas muchas formas de unión entre las especies que ahora existen y las que existieron anteriormente, no encontramos un número infinito de delicadas formas de transición que unan estrechamente a todas ellas; la manera súbita como aparecen por vez primera en las formaciones europeas varios grupos de especies; la ausencia casi completa -en lo que hasta ahora se conoce- de formaciones ricas en fósiles por debajo de los estratos cámbricos) son todas indudablemente dificultades de carácter gravísimo. Vemos esto en el hecho de que los más eminentes paleontólogos, como Cuvier, Agassiz, Barrande, Pictet, Falconer, E. Forbes, etc., y todos nuestros mayores geólogos, como Lyell, Murchison, Sedgwick, etc., unánimemente -y muchas veces vehementemente- han sostenido la inmutabilidad de las especies. Pero sir Charles Lyell ahora presta el apoyo de su alta autoridad al lado opuesto, y la mayor parte de los geólogos y paleontólogos vacilan en sus convicciones anteriores. Los que crean que los registros geológicos son en algún modo perfectos rechazarán desde luego indudablemente mi teoría. Por mi parte, siguiendo la metáfora de Lyell, considero los registros geológicos como una historia del mundo imperfectamente conservada y escrita en un dialecto que cambia, y de esta historia poseemos sólo el último volumen, referente nada más que a dos o tres siglos. De este volumen sólo se ha conservado aquí y allá un breve capítulo, y de cada página, sólo unas pocas líneas saltadas. Cada palabra de este lenguaje, que lentamente varía, es más o menos diferente en los capítulos sucesivos y puede representar las formas orgánicas que están sepultadas en las formaciones consecutivas y que erróneamente parece que han sido introducidas de repente. Según esta opinión, las dificultades antes discutidas disminuyen notablemente y hasta desaparecen.