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ArribaAbajoLas castas en Cervantes, según Américo Castro

Fanny Rubio.
Universidad Complutense de Madrid


En España don Américo recibió apenas homenajes, por ejemplo, el tardío de 1971. Aparte del lector universitario, su influencia se extiende a los escritos de Domínguez Ortiz, Márquez Villanueva, Manuel Durán, Silverman, Monroe, Rodríguez Puértolas, y, más recientemente, Subirats o López Baralt. El estudio de A. Peña, Américo Castro y su visión de España y de Cervantes, remite a su lectura entusiasta de M. Bataillon en su tentativa de interpretación de la edad media española, cuando el pensador francés estudiaba las doctrinas naturalistas importadas por Erasmo y los erasmistas, importados por un Renacimiento que pone en cuarentena los dogmas, dentro de los cuales se reinstala la contrarreforma. Castro no queda anclado en sus juicios sino que -como afirma Juan Goytisolo citando una última edición de La realidad histórica de España- que Castro corrige y matiza sus juicios en el tiempo, en sucesivas ediciones.

Tal vez porque su aceptación padeció en nuestro país no pocos escollos, la naturalidad intelectual que esperaba se iba convirtiendo en un «aislamiento muy habitado en que existo» con cierta «sensación de vivir en el yermo», que «no hace fácil estar aquí», como expresaría el fundador del Instituto de Filología a uno de sus corresponsales, Juan Goytisolo, autor de un hermoso ensayo, «Américo Castro en la España actual». Ha sido justamente este novelista español quien valora la claridad meridiana de Castro al separarse en su tarea erudita del fácil recurso multicultural de las distintas convivencias en la España medieval para centrarse en el estudio de las culturas como la suma de las influencias recibidas a lo largo de su historia, por lo que son «híbridas, mutantes, bastardas, abiertas al cambio y la novedad» en tanto ejercitan su capacidad de integrarse. Como el personaje de la segunda parte del Quijote en la que Cervantes incorpora la conciencia de estar del personaje frente a la acumulación de episodios del primer quijote, el ensayista mueve las piezas de su obra con el fin de matizar sus puntos de vista.

Don Américo gesta su obra en diálogo permanente con su conciencia, un diálogo que va a demostrar que es ese diálogo la mejor seguridad ante un mundo inestable y vulnerable, como tiene algunas veces que recordar en sus estudios acerca de La celestina, sus trabajos en el alba del Renacimiento y, ya más entrado en el periodo mediador con el Barroco que Orozco definía como «manierismo» de Cervantes. Preocupado como algunos de sus compañeros de generación por la existencia en España de relaciones firmes con el renacimiento europeo, centró sus líneas de investigación alrededor de otro solitario de su estirpe, Cervantes, elaborando importantes trabajos que iba desarrollando o ampliando entre 1930 y 1967: Erasmo en tiempo de Cervantes (1931), Cervantes (1931), Cervantes y la inquisición (1930), Los prólogos al Quijote (1941), La palabra escrita y el Quijote (1947), Hacia Cervantes (1957), Cervantes y los casticismos españoles (1967) y El pensamiento de Cervantes y otros estudios cervantinos, que incluye la temprana obra de 1925 que revisa y completa Julio Rodríguez Puértolas incorporando notas de medio siglo a la vista de los numerosos trabajos de don Américo («Los prólogos...», «La palabra escrita...», etcétera), que hace de este volumen reeditado y anotado en 1972 un libro de consulta imprescindible, así como el reciente prólogo del mismo estudioso en la obra reunida (vol. I) en edición de José Miranda por la editorial Trotta (2002).

El territorio filológico de Américo Castro se sirve ampliamente de la historia. A la hora de explicar el conflicto de las castas, de ese tejido de tres hilos, cristianos viejos y cristianos nuevos de origen judío o musulmán, asistimos al despliegue de la suma de influencias cruzadas, de simbiosis en el intercambio de saberes y conflictos, que nos alerta acerca del rencor que produce el vacío existencial y nos invita a tomar precauciones ante el ejercicio de la violencia como excusa de tal vacío. Ciertamente, los españoles han experimentado pocas veces la armonía de la convivencia con sus connacionales, sucediéndose ese «vivir desviviéndose» de don Américo, haciendo pensar que unos españoles católicos expulsaron a otros, judíos o musulmanes.

De esa manera aborda A. C. la primera casta, fruto de la ruptura creada por las gentes nuevas que entran en la península en 711, y entre 1938 y 1962 extiende su meditación acerca de la historia hispana, corrigiendo y ahondando, sobrepasando a su generación, dejando atrás el psicologismo y el vitalismo, e interpretando los tiempos pasados, presentes y aún futuros de los españoles, con cuyo resultado genera el concepto de «nosotros».

La segunda casta estaría formada por los judíos, que se convierten en un sector amplio dado su conocimiento de las lenguas y la especialidad en tareas inaccesibles y desdeñables para el cristiano, (cit. España en su historia, 564).

La tercera casta, cristiana, se constituye por sus formas de vida y sus funciones sociales. Se trata de una casta que se cree superior por estar en posesión de una religión «superior»; mantiene un ánimo bélico desconocido para los judíos y es esa convivencia de tres credos incompatibles la que impide la vigencia del régimen gradual del feudalismo europeo. De ahí la idea del existir español de esta casta de cristianos viejos en un hacerse y deshacerse y erigirse como combatientes vencedores, que al vencer van encontrándose, sin necesidad de otro trámite, instalados sobre otras gentes (España en su historia, pág. 588).

Dada esta complejidad, el concepto de España según Castro se estructura como historia de inseguridades y firmezas, con la imaginería de la arrogancia, la melancolía o el desdén. Su pensamiento se aparta conscientemente de la obra de Menéndez Pidal y de Ortega, pues, frente al mito del Quijote contado por el 98, Castro realiza una disección de los problemas y de las disonancias cervantinas. El precio es alto -como muestra su correspondencia-, pero no insoportable, puesto que el acto de acercar el mito a las entrañas de la sociedad de su tiempo produce un mejor desvelamiento del que llama portador del tema de la realidad oscilante, en tanto que un mismo objeto puede ofrecer distintas apariencias.

Así dedica uno de sus últimos ensayos al tema del honor. Esta faceta de la sociedad del siglo de oro relaciona a Cervantes con el pensar renacentista: «Como el ambiente se halla mal dispuesto para este género de investigaciones, lo que entonces dije no fue recogido ni comentado por nadie; el desarrollo metódico de aquellas observaciones permitió, sin embargo, llegar a los resultados de este trabajo [...] la doctrina del honor está relacionada con la moral [...] nadie es ofendido más que por sí mismo [...] la ofensa es tal si te toca al ánimo, como sucede a Leocadia en la fuerza de la sangre». En El pensamiento de Cervantes Américo Castro disecciona el concepto cervantino del honor («dignidad humana independiente de la fama, la casta, el linaje») que hace decir a don Quijote que «Dulcinea es hija de sus obras», declaración que no olvida quien haya leído el Quijote alguna vez. La honra estará en un pobre, pero no en un vicioso, pues la verdadera nobleza consiste en la virtud, independiente de la casta. En Hacia Cervantes estudia el papel de la tolerancia en moros y protestantes, las alusiones de Sancho a los judíos («aunque solo fuera por creer como siempre creo, firme y verdaderamente, en Dios, y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia católica romana y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos»), y un cierto antisemitismo en la parodia cervantina, frente a su concepto de belleza moral por la no expulsión de los moriscos. Acerca del dicho evangélico «por sus obras los conoceréis» Cervantes avanza un paso más, recordándonos, en I, 4, que «cada uno es hijo de sus obras». «A esto pudo decir que Dulcinea es hija de sus obras, y que las virtudes adoban la sangre, y que en más se ha de estimar y tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado» (II, 32). Liga honor y dignidad humana. Se hace eco del rechazo social de los judíos en el dicho de Sancho, quien es «enemigo mortal, como lo soy, de los judíos». También pondrá acento en la cuestión de los moriscos, tratado en forma «impresionista».

Mientras nos convence de que los españoles no formaban en los siglos XVI y XVII una entidad uniforme desde 1492, incluso practican determinado «transfuguismo» religioso desde el núcleo inquieto de los conversos, reconoce que en la primera edición de El pensamiento de Cervantes su Cervantes fuera antisemita, mientras que en las últimas revisadas por su autor reconoce que Cervantes expresó literariamente el punto de vista de los cristianos y también el de los judíos, presentando dos aspectos de la cuestión, mientras que son los moros y cristianos quienes celebran bodas, como en el caso de Ana Félix y Gaspar Gregorio, en la novela del cautivo, en las alusiones a Abindarráez, el esfuerzo intelectual de los cristianos nuevos y de quienes se rebelan contra el orden instituido, como Marcela y Roque Guinard. Y en efecto, en esta época de limpieza de sangre, cita Castro a Cervantes, «la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud se vale por sí sola lo que la sangre no vale». Del autor a la cadena de discípulos, tanto Cervantes, como Castro y Márquez Villanueva, ratifican la españolidad de los intercastizos que ahondan en las posibilidades de la expresión literaria, como alternativa individual a la cadena de vencedores de nuestra historia, para dar paso a una identidad y vida en común, asignaturas de nuestra modernidad desde La Celestina.






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ArribaAbajoAmérico Castro y el exilio: algunas consecuencias

Rodolfo Cardona.
Boston University


En una ponencia titulada «Categorías del exilio» terminaba yo mencionando los enormes beneficios que los exiliados españoles de la Guerra Civil aportaron a la educación y al desarrollo del hispanismo en muchos países de América y yo recalcaba a los Estados Unidos principalmente ya que yo mismo fui uno de los que se beneficiaron de su presencia en ese país donde me formé como hispanista.

De modo que hablar sobre Américo Castro y el exilio me obliga a empezar con datos personales que ilustran lo dicho anteriormente. El año 1948 llegué a la ciudad de Seattle en el Estado de Washington al extremo Noroeste de los Estados Unidos. Había recibido una invitación de la Universidad de Washington para dictar cursos de lengua española con la posibilidad de iniciar mis estudios para un doctorado en Lenguas Romances. Mis intereses entonces se centraban en la literatura francesa del primer tercio del siglo XX, sobre todo en el movimiento surrealista. Anteriormente yo había estudiado artes plásticas y había obtenido alguna reputación como pintor surrealista. Pero sabiendo lo difícil que sería para mí abrirme camino como pintor había optado por una carrera en esos momentos más cotizada por la llegada a las universidades de los excombatientes de la Segunda Guerra mundial que había terminado recientemente. Mis intereses se centraban, sin embargo, en la literatura francesa, como decía, que era parte del programa de estudios del Departamento de Lenguas Romances, lo que no se peleaba con la posibilidad de que yo dictase cursos de lengua española en ese mismo Departamento.

De todas formas, el programa de estudios doctorales exigía que uno cursara un cierto número de asignaturas en las literaturas española e italiana. Al final era cosa de concentrarse en una de esas lenguas y escribir la tesis doctoral sobre la lengua y literatura escogida como principal. Así las cosas, en mi primer año de estudios me matriculé en una asignatura que me introdujo a una obra recientemente publicada. Se trataba de España en su historia: cristianos, moros y judíos del entonces profesor de la Universidad de Princeton, don Américo Castro. El libro se había publicado ese mismo año, es decir, en 1948. Mi lectura de este libro me abrió los ojos y, por primera vez, me percaté de que no sólo había obras interesantes que leer en la literatura española, sino que, también, había críticos inteligentes que enfocaban asuntos importantes con una intuición e inteligencia que hasta entonces yo sólo había experimentado cuando estudiaba literatura inglesa bajo los llamados entonces «Nuevos críticos» (Cleanth Brooks, Robert Penn Warren, Alan Tate, y otros) con los que yo había estudiado en la Universidad del Estado de Louisiana, nido de la «Nueva Crítica» en esa época. En una palabra, el libro de don Américo me deslumbró y fue entonces, como el rayo que derribó a San Pablo, es decir, el instrumento que me convirtió, para bien o para mal, en hispanista.

La lectura de España en su historia: cristianos, moros y judíos, un título genial y para mí mucho más provocativo que el que don Américo escogió para la segunda edición, corregida y aumentada que tituló La realidad histórica de España y en su traducción al inglés The Structure of Spanish History, ambas publicadas en 1954; esa lectura, decía, me obligó a buscar otras obras de don Américo, empezando, por supuesto por El pensamiento de Cervantes, de 1925, su Lope, y luego las que fueron saliendo más tarde, cuando ya yo había coronado mis estudios doctorales en 1954, no con concentración en la literatura francesa, como originalmente había pensado, sino en la literatura española. Originalmente había pensado escribir mi tesis doctoral sobre literatura medieval, pero mi profesor en ese campo murió antes de que yo comenzara y no pudiendo esperar para que le sustituyeran, decidí volver a las andadas y escribir una tesis sobre un autor vanguardista, Ramón Gómez de la Serna. Pero quienquiera que lea la versión en libro de esa tesis verá que en el índice encontrará repetidamente el nombre de don Américo.

Y dejo aquí la parte autobiográfica de esta ponencia que me pareció esencial para subrayar la enorme influencia que don Américo tuvo en mi formación, para dedicarme a un examen de lo que España en su historia significó para los que en 1948 leímos este libro.

Tal vez lo que más sorprendió a los lectores tempranos de España en su historia fue la utilización de textos literarios para elucidar hechos históricos. La mayoría de los que nos formábamos en esos años estábamos muy influidos por la entonces llamada «Nueva crítica», ya sea porque, como yo, habíamos estudiado con sus principales representantes, o porque otros profesores de literatura habían adoptado sus prácticas. El hecho es que entonces considerábamos un texto literario como una especie de compartimento estanco, totalmente autónomo, al que no había que meter datos históricos o biográficos para su interpretación. El texto tenía todos los elementos necesarios para su interpretación sin necesidad de aportar nada extraño a él. Y, de pronto, leemos un libro en el que textos literarios contribuyen convincentemente a interpretar la historia. Es decir, que, en cierto modo, don Américo estaba poniendo «patas arriba», como decimos vulgarmente, los dogmas de la «Nueva crítica». Por supuesto, todos los que aquí estamos sabemos que la utilización de la literatura para elucidar aspectos de la historia había sido el arma más utilizada por sus críticos para repudiar la tesis que don Américo sustentaba en su famoso libro. Como él diría más tarde: «[...] ¿por qué negar legitimidad y eficacia al uso que hago de la literatura como fuente para explicar las vicisitudes históricas españolas?; en ningún otro espacio se ven tan paladinamente las variadas formas de convivencia entre personas y personas, y entre éstas y el entorno; ahí están la novela picaresca o la comedia del XVII, mas lo que sucede es que hay que saber leer e interpretar los textos, cosa en la que ellos [sus críticos] no atinan» (44). Hay en esto dos aspectos que a mí me sorprendieron cuando leí por primera vez España en su historia: en primer lugar, como ya he dicho, la utilización de textos literarios para elucidar hechos históricos y, en segundo lugar, la importancia que don Américo daba a lo que hoy diríamos la lectura profunda de los textos literarios. Y esto compaginaba perfectamente con la «Nueva crítica» y su idea de que hay que respetar la integridad de estos textos. Lo que hacía don Américo era combinar un profundo saber filológico e histórico con una lectura profunda de textos literarios. Y esto lo demostró algunos años más tarde, a principios de la década de los 50, otro exiliado, Leo Spitzer, el gran filólogo, cuando, invitado por Cleanth Brooks, uno de los apóstoles de la «Nueva crítica» a presentar una ponencia en una de las reuniones de la Modern Languages Association, decidió interpretar el poema de Keats «Ode to a Grecian Urn». Yo tuve ocasión de estar presente en esa ocasión. Spitzer procedió a enfocar el texto línea por línea, utilizando las reglas de la «Nueva crítica» hasta llegar al díptico final en el que, según él, sin el conocimiento filológico e histórico de estas urnas cinerarias era imposible llegar a una interpretación exacta del poema. Pero no se trata aquí de elucidar esta ponencia de Spitzer sino de subrayar la importancia y, la necesidad de poder combinar la lectura profunda de un texto con conocimientos históricos y filológicos.

A este respecto es importante mencionar aquí lo que dijo Alonso Zamora Vicente sobre don Américo en un corto texto que apareció en Papeles de Son Armadans:

«Veo en su quehacer dos grandes etapas. Una primera, de investigador e historiador de la lengua y la literatura españolas, que dio frutos excelentes (El pensamiento de Cervantes, por ejemplo), y una segunda, donde la voluntad de entendimiento le hace ahondar, apasionadamente, en el meollo de lo español y desembocar en La realidad histórica de España. Pero estas dos etapas no son, como ocurre siempre en los grandes creadores, separables rigurosamente, no suponen una vuelta de espaldas, decidida, de la segunda frente a la primera, sino que es muy fácil entrever, en su aparente discordancia, la urdimbre tenaz que las sostiene y empalma».


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No se puede expresar mejor lo que antes decía yo y que fue lo que más nos deslumbró a los lectores de España en su historia cuando apareció en 1948. Y hay otro aspecto también subrayado en ese mismo texto por Zamora Vicente. Se trata de la importancia que el exilio tuvo para don Américo, a pesar de lo que también tuvo que sufrir, como veremos:

«El destierro, dice él, [...] ha sido el azar vital que empujó a Américo Castro, este nuevo Américo Castro tan discutido, hacia una búsqueda inédita de la historia y del vivir españoles».


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En una cena en Llhardy's con motivo de un certamen de ensayos convocado por la Editorial Taurus en la primavera de 1968, y del que tanto don Américo como José María Martínez Cachero y otros profesores de literatura formaron el jurado, Martínez Cachero nos dice que al hablar de su obra reciente tan criticada, don Américo «se refirió a una oscura y cruel España, madrastra más que madre de sus hijos que los persigue y condena a triste suerte -y el exilio, añade Martínez Cachero, en que Américo Castro había vivido tantos años, y aún vivía interiormente era prueba clara...» (44).

El motivo de esta cena, como he indicado, fue la invitación de Francisco García Pavón, en representación de la editorial Taurus, a los que integraban el jurado del certamen en el que se trataba premiar un «estudio histórico sobre un tema de la literatura española o hispanoamericana» con libertad absoluta en cuanto a género y época a la elección del concursante. El premio se declaró desierto. Y en la cena de marras don Américo tomó la palabra para decir que si este certamen se había convocado para premiar un ensayo, él estimaba que ninguno de los originales era propiamente un ensayo pues en ellos pesaba en demasía la prueba documental -notas al pie de página- citas de textos ajenos, apéndices, y escaseaba la libertad elucubradora... Es decir, que los jóvenes aspirantes a catedráticos emulaban a sus mentores quienes daban prioridad a la erudición libresca sobre la originalidad de la interpretación. En varias ocasiones en que he sido lector externo de tesis doctorales en universidades españolas he sido testigo de esta tendencia. Ha habido excepciones, por supuesto, pero la tendencia ha sido la apuntada por don Américo. La gran suerte para los que fueron sus discípulos en Princeton y más tarde en la Universidad de California en La Jolla, fue el poder tener un mentor como don Américo que estimaba la libertad elucubradora siempre que estuviera apoyada en una lectura profunda de los textos sin que, necesariamente, hubiese que sustentar los argumentos en la crítica anterior. Originalidad de pensamiento y no erudición por sí misma fue el legado que don Américo dejó en sus discípulos y que encontramos en las obras de Steven Gilman, Claudio Guillén, Juan Marichal, etc., y en los que fueron sus inteligentes lectores como es el caso de Francisco Márquez Villanueva y muchos otros. Nadie como éste ha seguido las huellas de don Américo en el indagar la historia de España como lo demuestra en su extraordinario estudio Santiago: Trayectoria de un mito entre muchos otros publicados por él.

Al comienzo de la «Introducción» a su estudio Márquez Villanueva declara que «Santiago es un eje referencial ineludible en su proyección sobre el devenir de los pueblos de habla hispana. En cuanto tal me ha acompañado por espacio de medio siglo, desde los días de la épica polémica Castro-Albornoz, como una perplejidad y también desafío...» (23).

En su estudio Márquez Villanueva, entre muchas otras cosas, logra con erudición y objetividad, establecer una especie de síntesis entre los dos contendientes de esta «épica polémica» dando a cada uno lo suyo. Pero es, si duda, la obra de don Américo la que rige el curso de este original e indispensable estudio. España en su historia es la obra más citada a lo largo de éste.

Las tesis de Castro sobre Santiago fueron, en palabras de Márquez Villanueva, «denodadamente impugnadas por C. Sánchez Albornoz, quien les oponía la completa ausencia de datos acerca del culto a los Dioscuros en Galicia». Y comenta: «La divergencia era inevitable, porque el uno hablaba en esto como filólogo y el otro como arqueólogo». Y, como también subraya, «su intención [la de Castro] no era la de explicar el fenómeno de la creencia jacobea a través de Cástor y Pólux, sino el ilustrar o hacer comprensible su realidad vital de un modo similar a como la modesta crónica de Saxo Gramático ayuda a comprender la posterior elaboración de Hamlet». Y aquí está el quid de la enorme contribución de don Américo a los estudios sobre España. En este caso (el mito de Santiago) lo esencial, como apunta Márquez Villanueva, «es [...] su capacidad explicativa en canalización de un vasto y multisecular fenómeno de conciencia colectiva». Lo que en realidad contaba para don Américo, como también apunta Márquez Villanueva, es que «sin el sepulcro compostelano [...] el curso histórico de la España cristiana habría sido sin duda muy distinto» (211-215).

No deseo abundar en este asunto más de lo debido, pero sí deseaba apuntar la enorme influencia que don Américo ejerció sobre los que le supieron entender en sus esfuerzos para desentrañar una historia que hasta el momento parecía inédita y que era preciso sacar a luz, porque, como él dijo, «un grupo humano que ignora de dónde viene tampoco puede saber a dónde va».

Los que supieron seguir los pasos de don Américo, los Gilman, Guillén, Marichal, Rodríguez Puértolas, Goytisolo, Márquez, Villanueva, y muchos otros que se podrían nombrar, no sólo avanzaron es esta empresa sino que también lograron aplicar la libertad elucubradora, indispensable para don Américo, en sus lecturas profundas de los textos que estudiaron. Y, también, en algunos casos, la crítica les fue adversa. Tal fue el recibimiento que tuvieron los libros de Stephen Gilman The Art of the Celestina y The Spain of Fernando de Rojas.

Y, para terminar, el exilio, como indiqué al principio, fue una espada de dos filos: por un lado, el desplazamiento de los que se desterraron y llegaron a países desconocidos, a veces con un idioma y una cultura totalmente diferentes, tiene que haber sido una fuente de ansiedad y de amargura; además, si los exiliados, como fue el caso de tantos durante el exilio republicano, constituían una gran parte de la inteligencia de su país, el daño que su ausencia producía era incalculable. El lado positivo, al otro extremo, fue aprovechado mayormente por los países que les acogieron. La contribución de su presencia es esos países fue vasta y, en muchos casos, transformó su vida intelectual. Este es el caso de México, en mi opinión. En cuanto a los Estados Unidos, donde yo he vivido a partir de mis diecinueve años, el beneficio lo logramos principalmente los estudiantes universitarios. Como ya he indicado, la presencia de exiliados como don Américo Castro en las universidades norteamericanas transformaron el hispanismo como disciplina académica en ese país e influyeron en el desarrollo de esta disciplina en todo el mundo Occidental.

En el caso de los Estados Unidos no fueron sólo los exiliados republicanos ya que el auge del Nazismo en Alemania y Austria a partir de 1933 y más tarde, la persecución de los judíos produjo un éxodo de intelectuales muchos de los cuales acudieron a las universidades americanas. Cuado yo era un joven estudiante en los años 40 pude estudiar bajo la tutela de eruditos de la talla del filósofo Eric Voegelin y Wolfgang Born. El primero profesor de filosofía de la política y autor del magnum opus Order and History: el segundo, hermano del Premio Nobel de física, Max Born, fue un historiador del arte y autor de un importante estudio sobre la naturaleza muerta en el arte de Norteamérica, entre muchos otros de igual importancia. Aunque no conocí personalmente a don Américo, me beneficié de la lectura de España en su historia el mismo año en que apareció este libro y, más tarde, de sus otras obras. Aunque no le conocí, sí llegué a verle y a escuchar alguna ponencia que ofreció en las anuales reuniones de la MLA. Y en estas reuniones durante la década de los 50 pude también escuchar a otros eminentes exiliados como Eric Auerbach, Ernst Robert Curtius, además de la plétora de los otros exiliados españoles. También tuve ocasión de conocer personalmente y de compartir la enseñanza de la lengua y literatura españolas con Emilio González López, Francisco García Lorca, José F. Montesinos, y otros más jóvenes pero no menos distinguidos. De modo que los beneficios que tuvimos los que logramos convivir con estos exiliados fueron innumerables.

Paradójicamente, uno hubiese esperado que la reincorporación de los exiliados que regresaron a España hubiera sido mucho más importante de lo que en realidad fue. El impacto de la cultura de los exiliados en la España democrática no llegó a la magnitud que éstos habían esperado. Cuarenta años de separación habían causado demasiada extrañeza mutua. Los jóvenes no se interesaban en la Guerra Civil y los exiliados que sobrevivieron el exilio tuvieron dificultad en adaptarse a una España que apenas reconocían como suya.

En sus últimos años, ya de nuevo en España, don Américo «se preguntaba si los españoles, sus compatriotas, se habían enterado de e interesado por su decidido empeño de revelar las claves fundamentales de su "vividura"» (44), según nos cuenta Martínez Cachero.

Don Américo fue en gran parte víctima del exilio en que vivió: por un lado, la incomprensión de sus compatriotas en la España a la que regresó; y, por otro, la de sus compañeros de exilio. Henry Kamen en su reciente libro The Disinherited, cita sin dar la fuente, el siguiente párrafo que, yo sospecho, debe haber encontrado en la correspondencia de don Américo con Juan Goytisolo:

«Los refugiados [entiéndase "los exiliados"] no me pueden tragar porque vivo en los Estados Unidos, por no ser un simpatizante del Partido, por no creer en las Dos Españas, por no haber luchado en las trincheras. Como no pertenezco a ningún partido, iglesia o fraternidad, me estoy convirtiendo en una especie de Blanco White del siglo XX, relegado a un rincón con clérigos y pastores»59.


De modo que este Congreso, dedicado a su obra, restauraría en don Américo su confianza en la supervivencia e importancia que sus obras han tenido para nosotros y para futuros investigadores.




Obras citadas

  • CASTRO, Américo, España en su historia: Cristianos, moros y judíos, Buenos Aires, 1948.
  • ——, España en su historia: Cristianos, moros y judíos, 2.ª edición, Barcelona, 1983.
  • KAMEN, Henry, The Disinherited: Exile and the Making of Spanish Culture (1492-1975), New York, 2007.
  • MÁRQUEZ VILLANUEVA, Francisco, Santiago: Trayectoria de un mito, Barcelona, 2004.
  • MARTÍNEZ CACHERO, José María, «Conozco a don Américo», La Nueva España, 6 de julio de 1990, 44.
  • ZAMORA VICENTE, Alonso, «Una cuartilla sobre Américo Castro», Papeles de Son Armadans, n.º 110 (mayo de 1961, 141-42).





ArribaAbajoAmérica en don Américo

Raquel Arias Careaga.
Universidad Autónoma de Madrid


La increíble hazaña de los españoles en América está realzada por la inferioridad numérica de los conquistadores, que, aun así, lograron en un espacio de tiempo muy breve añadir a la corona de Castilla un inmenso territorio. Así lo explica Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias (1535):

« aunque pocos en número, siempre han hecho los conquistadores españoles en estos países lo que no pudieran haber hecho ni acabado muchos de otras naciones. Y por ser tan valerosa gente, aunque, como he dicho, poca en número, se acabó la conquista a favor de nuestra fe».


(apud Castro, 1962: 51)                


Sin embargo, parece que contaron con una ayuda muy especial, ya que como recogen cronistas, soldados e incluso frailes embarcados en debates de muy diversa naturaleza, «apareció un hombre en un caballo blanco, el cual hacía gran matanza en los indios, y el caballo también los destruía a bocados y coces». En este caso son palabras de Fray Vicente Palatino (apud Castro, 1983: 160) refiriéndose a las batallas protagonizadas por Hernán Cortés y sus hombres en la conquista de México, pero también el inca Garcilaso documenta la aparición de ese mismo jinete, «visiblemente delante de los españoles, que lo vieron ellos y los indios, encima de un hermoso caballo blanco» (apud Castro, 1983: 160). No hay duda de que tan valiosa ayuda no podía ser otra que la del apóstol Santiago, trasladado a América para seguir colaborando con los españoles en su lucha contra el infiel una vez terminada la reconquista en la Península: «Santiago would continue to be the spiritual leader in the American crusade» (Rubia Barcia, 19). Hasta doce veces se «documenta» su aparición luchando junto a los españoles en América entre 1518 y 181760.

Pero el apóstol se aclimató bien a las nuevas tierras. En la iglesia de Guaqui, una pequeña aldea perdida en Bolivia, existe una imagen de Santiago Apóstol, venerado como Tatá Santiago. El 25 de julio, como en tantos otros lugares de Hispanoamérica y en la propia España, se celebra la fiesta en su honor. Lo mismo ocurre en Timalchapa, en la zona de Arica, en Chile. Pero si cito estos dos casos es porque ambos reúnen un claro ejemplo de la evolución sufrida por el santo compostelano en las tierras del Nuevo Mundo. Celebrado por las actuales comunidades indígenas, Santiago Matamoros, que pasó a ser Santiago Mataindios, ostenta en Guaqui vestimenta militar nada menos que con el grado de General de las Fuerzas Armadas de Bolivia (Sulai Capponi, 261). En Timalchaca luce también traje de alto oficial militar y, siempre montado en su inevitable caballo blanco, atropella a un demonio que muy bien podría ser identificado con un indio aymara (ibid. 260).

El porqué los indios acabaron identificando al valedor de sus enemigos con el dios del trueno Yllana no es un tema que nos interese aquí (véase al respecto el estudio de Javier Domínguez García), pero sí cómo los conquistadores españoles trasplantaron a las nuevas tierras descubiertas la imagen y el culto del apóstol erigido en la Península frente a Mahoma para ayudarles en su lucha contra los musulmanes. El mismo año que estos eran definitivamente vencidos, comenzaba una nueva empresa también de conquista, aunque con enemigos muy distintos de los conocidos hasta el momento. Sin embargo, Santiago cruzó el Atlántico con los españoles para ayudarles en su lucha contra los indios. De hecho, los moros también viajaron a América en el imaginario de los conquistadores, como demuestran las numerosas fiestas de moros y cristianos celebradas todavía hoy y con plena vigencia especialmente en México, donde son llamadas «tastuanes». En Querétaro se celebra una fiesta popular denominada «la matada del moro»:

«Durante toda la semana que dura la celebración andan por las calles queretanas ejércitos de moros y cristianos, pregonando lo que Frías61 juzga como un "poema histórico plagado de dislates y anacronismos que no tienen ni pies ni cabeza", ya que los indios confunden sintomáticamente la toma de Granada con la conquista de México».


(Domínguez García, 136)                


Si hay alguien que haya sido capaz de explicar este fenómeno y la postura ante el mundo de aquellos lejanos conquistadores del siglo XVI es sin duda Américo Castro62, quien puso en su justo lugar la presencia de Santiago en la Península Ibérica y la necesidad de trasladarlo a América una vez que sus servicios habían dejado de ser necesarios aquende el Atlántico63. Santiago estuvo presente incluso en las luchas de independencia de las antiguas colonias; como afirma Castro: «Todavía en 1821 estaba vivo el sentimiento de ser santa y celestial la guerra en defensa de la soberanía del rey de España» (Castro, 1966: 441). De esta guisa se dirige Francisco Novella, mariscal de campo con autoridad virreinal, a los habitantes de Puebla:

«Poblanos: vuestro virrey os habla por última vez. [...] El pérfido Iturbe quiere que caminéis sin la España, y que pongáis un gobierno aparte... No tengo de quien fiaros, porque luego después no os quejéis de los comandantes; pero sí os digo que la Santa Religión nuestra peligra... El Romano Pontífice no quiere que hagáis eso, y los sacerdotes más bien se irán de aquí. Ésta es guerra del cielo, y el Apóstol Santiago siempre está con los españoles».


(Apud Castro, 1966: 441)                


El interés de don Américo Castro por la historia de España en América ocupa su obra desde bien temprano. Un rápido acercamiento a sus libros pone de manifiesto la constante presencia de Hispanoamérica en el desarrollo de su pensamiento. De todas formas, también su biografía se va a ver entrelazada con el continente americano desde su nacimiento, ocurrido en Brasil en 1885, y, por supuesto, su propio nombre, muy poco común en España como señala José Rubia Barcia (6-7). América será también su destino tras la Guerra Civil española, como el de tantos exiliados republicanos. Su estancia en Estados Unidos le sitúa en una posición desde la que mirar las dos Américas, la conformada bajo la influencia anglosajona y la hispana. De esta manera, el tema de las diferencias entre la América del Norte y la del Sur ocupa buena parte de sus escritos sobre Hispanoamérica. Su conocimiento directo y vital de ambos mundos le permite situar con cierta perspectiva esas diferencias que enumera así:

«Protestantismo, eficiencia social, cultura media, técnica y trabajo regularizado, articulación del individuo dentro del organismo colectivo -contra españolismo, idealidad, arte, fantasía, aristocratismo insolidario respecto de un popularismo avasallador, salvación del individuo dentro de lo sobrenatural y no en la obra práctica y social, abnegación, heroísmo».


(Castro, 1972, II: 145)                


En 1940 dedica un artículo a establecer la naturaleza de esas relaciones norte-sur y lo que pueden aprender unos de otros, pero se trata de un tema que ya aparece en su obra desde 193064. Para que dicha relación sea productiva establece los parámetros en los que debería darse, ya que no es «un ideal que los hispanoamericanos dejen de ser como son, y se tornen yanquis» (Castro, 1972, II: 146). El primer paso sería «que los hispanohablantes mediten en lo que pudiéramos llamar sus rasgos de común deficiencia respecto del Norte; que piensen en lo que resulte ser semejante en el chileno, el argentino y el mexicano» (ibid.). Frente a esto estarían las posturas extremas y no reflexivas, la de los que «miran al yanqui como un bárbaro adinerado, presto a saciar su codicia aniquilando Nicaragua o a quien sea necesario, y el de los que se le entregan sin discutirlo, aprenden su inglés gangoso, si es preciso se hacen protestantes y aguardan la consigna, el santo y seña y todo lo demás, de las poderosas secretarías de Washington» (ibid., 148).

En relación con Estados Unidos, hay en don Américo una mezcla de admiración y rechazo. Sin embargo, creo que sus juicios pecan en ocasiones de un conocimiento un tanto limitado de la sociedad norteamericana, ya que la juzga desde el mundo académico en que él se integró y a partir del cual generaliza a toda la sociedad estadounidense. Según Castro, en su base «se halla comprendida esencialmente la amplitud del interés por todo lo humano y el afán de ocuparse en tareas a primera vista improductivas» (Castro, 1972, III: 82), tareas improductivas como son «el orientalismo, la investigación geográfica e histórica, la filología clásica, las civilizaciones precolombinas y de los pueblos extranjeros, la matemática, la física, la fisiología, etc., que, o no existen, o se hallan escasamente cultivadas en el mundo hispánico» (ibid.). Hay una cierta simplificación en afirmaciones como que «no es, pues la abundancia de dólares lo que determina el esplendor científico» (ibid., 83), o que «otra muestra de ese gusto por las labores desinteresadas de la inteligencia nos la da la Fundación Guggenheim» (ibid., 84). Pero todo esto nos aparta del tema de este trabajo65.

Volviendo al acercamiento de Castro a la América española, lejos de ser anecdótico aparece como parte esencial en su obra. Él mismo declara en 1960:

«Hispanoamérica [...] me atrae más cada día, porque mi entendimiento del valor y del sentido del mundo hispánico (en lo que tiene de decisivo para un historiador), debe más a mis estancias y apasionadas experiencias en Hispanoamérica que a mi larga vida en la Península».


(Castro, 1960: 10)                


Y añade más adelante que es allí donde nace su nueva forma de historiar: «Gracias a mis experiencias argentinas y mejicanas empecé a vislumbrar las líneas que enlazaban el presente y el pasado hispánicos, en una forma no tenida en cuenta por la historiografía hoy aceptada como válida» (ibid.: 12)66. En una entrevista en 1970 insiste en el carácter esencial de Hispanoamérica como punto de partida de su visión sobre España: «A ella debo haberme preguntado en serio por la razón de las grandezas y menoscabo de la historia española» (Amorós, 1970: 17).

Nuestro propósito aquí es hacer un repaso de las apariciones del continente americano en sus textos y la imagen que ofrece de Hispanoamérica. En un primer momento, su interés es puramente filológico, ya que será la lengua el punto de arranque de su acercamiento al nuevo continente, ya que, en palabras de Rubia Barcia (12), «[he] was the first to see the Spanish-speaking world as a single cultural unit»:

«Ensancha y estremece el ánimo observar, por propia experiencia, que hablan la lengua de uno los indios al sur del Estado de Colorado (en donde un pueblo se llama Conejos y otro Las Ánimas) y los guasos (o huasos) del sur de Chile. Todo ello por obra del mismo curso del vivir hispano, no por la acción de nada parecido a la "Alliance Française", ni a ninguna oficina de Relaciones Culturales».


(Castro, 1960: 17)                


Sus primeros artículos dedicados al tema datan de fecha tan temprana como 1913. De ese año son reseñas dedicadas a estudios como el de R. Monner Sans, Notas al castellano en la Argentina o el artículo de Castro titulado «Romancerillo del Plata», publicado en Nosotros. Entre estas primeras publicaciones se observa en Castro la preocupación por la variedad lingüística del español en América, y en especial en Argentina. Así, por ejemplo, en 1921 publica «Por qué desean ciertos argentinos una lengua nacional?»67, o «¿Dialecto argentino?» en 1924; de 1929 es «Nuestra lengua en América», y de 1935 «Cuestiones lingüísticas en América». De hecho, Américo Castro funda en Argentina en 1923 un Instituto de Filología dedicado al estudio científico del idioma y que fue dirigido por Agustín Millares, Manuel de Montolíu y Amado Alonso, entre otros (Castro, 1972, II: 77). Todos estos estudios desembocarán en el famoso y polémico La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico, aparecido en Buenos Aires, en 1941, libro que mereció incluso una respuesta de Jorge Luis Borges, respuesta indignada, como muchas de las que provocó. Lejos de querer ser ofensivo, el acercamiento de Castro a la lengua hablada en el Río de la Plata es absolutamente coherente con su visión histórica de los procesos humanos. En este sentido son importantes las palabras de Guillermo Araya resumiendo la postura de Castro en aquel trabajo: «El modo de hablar de los argentinos no es analizado con el criterio de un gramático o de un filólogo que enfoque nada más que lo lingüístico, sino que este fenómeno está explicado en base de la historia acontecida en esa parte de América» (Araya, 35).

Por otro lado, no hace sino seguir la tesis planteada por Amado Alonso sobre el tema, ampliando y trazando un panorama histórico que permita situar y explicar la diferencia del habla argentina. En concreto, el voseo, considerado en Argentina como «el colmo de la argentinidad», y que le parece risible a un historiador que documenta su uso a lo largo y ancho del continente como marca de aquellas zonas más alejadas de las «rutas mayores del imperio español» (Castro, 1960: 73). Don Américo califica de «absurdo» y de «vulgaridades añejas» estas variedades lingüísticas y muestra de la especial naturaleza de una cultura que no tiene clara la frontera entre lo rural y lo urbano68.

El intento de Américo Castro por explicar la peculiaridad del habla argentina frente al resto de los países hispanoamericanos se basa en una explicación histórica que tiene en cuenta la formación del país a base de oleadas de inmigración que no encontraron una identidad y unas normas sociales claras en las que integrarse, permitiendo así la pervivencia y creación de una lengua franca llena de vulgarismos que no hallaron freno tampoco entre la minoría culta del país. Sin embargo, y sin discutir lo acertado o no de sus afirmaciones, sus pronósticos sobre la desaparición del voseo no tienen hoy en día muchas posibilidades de cumplirse. Pero, con Rafael Lapesa, podemos aceptar que «los acontecimientos políticos de aquel país, con el acceso del peronismo al poder, demostraron muy pronto que Castro había puesto el dedo en la llaga» (Lapesa, 102).

En el prólogo a la edición de 1960 de La peculiaridad lingüística ríoplatense Castro da una de las claves de lo que fue su obra y de cómo fue evolucionando, de acuerdo además con las etapas establecidas por Guillermo Araya69: «A veinte años de distancia, el tema de la lengua bonaerense sigue pareciéndome más interesante como síntoma de un funcionamiento vital que como fenómeno estrictamente lingüístico» (Castro, 1960: 19).

Para Américo Castro ese funcionamiento vital está ineludiblemente unido a la peculiar forma hispana de enfrentarse al mundo y que los españoles llevaron a las nuevas tierras descubiertas a partir de 1492, es decir, «coraje y tesón bélicos, culto y cultivo de la que he llamado dimensión imperativa de la persona» (Castro, 1960: 15) y que se traduce en el «prurito de mantener honra» (ibid., 18). Así explica Castro que en Hispanoamérica se conserven edificios y obras de arte inimaginables en la América anglosajona, de la misma forma que se explica la pervivencia de los indígenas en el sur del continente frente a su desaparición masiva en el norte (véase Castro, 1962: 11 y ss.)70. Es interesante que al analizar esas diferencias, Américo Castro enuncia sucintamente lo que podría ser la base de la teoría de los contextos sobre la que Alejo Carpentier establece lo real maravilloso americano71. Dice Castro qué es lo que ha hecho España en América:

«Fusión con los indios, el arte hispano-indígena, el no distinguir entre las tierras de América y las de la metrópoli, y hacer de las ciudades americanas maravillas de arte. De ahí salen esos manjares increíbles en que se mezcla lo más incongruente, tales como la olla podrida y la paella».


(Castro, 1987: 164)                


Aquellos españoles que atacaban a los indios al grito de «Santiago y cierra España» eran los mismos que descubrían en las nuevas tierras cómo ascender socialmente, porque «tan importante como los ingresos era el honor» (Otte, 15). Un encomendero afincado en la ciudad mexicana de Nuestra Señora de Consolación de Toro afirma en 1577: «Acá no hay vos ni majestades, sino ilustre, siendo uno señor de vasallos» (ibid., 361), y Catalina Álvarez escribe en 1565: «Yo estoy en estas partes de Indias en una ciudad que se llama Mariquita, del Nuevo Reino de Granada, y estoy casada con un conquistador y poblador de estas provincias y tiene tres pueblos suyos, y soy señora de vasallos» (ibid., 334). Juan Cabeza de Vaca escribe desde México en 1594:

«Porque en esta tierra no se sabe qué cosa es hambre, porque se coje trigo y maís dos veces al año, y hay todas las frutas de Castilla, y muchas más de la tierra, donde no se echa de menos a España, y así la gente pobre lo pasa mejor en esta tierra que no en España, porque mandan siempre y no trabajan personalmente, y siempre andan a caballo».


(ibid., 130)                


Y así tantos otros testimonios72 de aquellos españoles que ambicionaban sobre todo el ideal instaurado en la Península por la casta cristiana de no trabajar ni manual ni intelectualmente, siendo el único oficio aceptable la guerra contra el no cristiano73. Pero también eran los que «al divisar la ciudad de Méjico, [...] creían estar viviendo una aventura de Amadís» (Castro, 1987: 126), porque como afirma don Américo en 1949, «España -y su continuación, Iberoamérica- fueron, son y serán el resultado de una creencia divina y de un ilusionismo humano» (Castro, 1987: 11). Un claro ejemplo de esto sería, como afirma Castro, la construcción de 365 iglesias en Cholula, tantas como días tiene el año (Castro, 1976: 38).

Sin el conocimiento de lo que era España en 1492 no es posible acercarse a un entendimiento cabal del desarrollo de la conquista y posterior colonización de América. Pero, de la misma manera, la España que quiera entender su pasado no lo puede hacer de espaldas a lo que fue su andadura por el nuevo continente. Castro afirma que:

« los niños españoles debían ser iniciados en el conocimiento de su patria ante un mapamundi, ante la imagen -en libro, en proyecciones- de las ciudades monumentales en las Indias (La Habana, México, el Cuzco, San Agustín de Florida, las Misiones de Texas y California, y cien cosas más). [...] Lo narrado y sentido por el Inca Garcilaso o por Bernal Díaz del Castillo, no es dato de erudición para ser memorizado, sino nervadura del alma española, para ser convivido con lo escrito por Luis de León, Cervantes, Quevedo, y tantos otros. [...] La defensa de Cartagena de Indias por don Blas de Lezo, en el siglo XVIII, o los hechos de don Bernardo de Gálvez en la Luisiana y en la Florida, son tan españoles como las batallas de Bailén y de San Marcial contra los franceses».


(Castro, 1966: XXVI)                


Así, la postura de Castro ante Hispanoamérica es la de un entrelazamiento absoluto entre su devenir histórico y el de la metrópoli. No hay que olvidar que en 1521, al mismo tiempo que Hernán Cortés tomaba la ciudad de Tenochtitlán, se producía la derrota de Villalar, dos aspectos complementarios del definitivo triunfo del Estado Imperial (Rodríguez Puértolas et al., 2000, I: 228). Pero él mismo matiza que la distancia geográfica permitió algunas diferencias esenciales, por ejemplo que

«[...] el comercio y la industria no deshonraban en las Indias, y en España, sí. [...] La masa de la población indígena cambiaba la forma del horizonte social de los españoles y de los criollos; la "opinión" reguladora de los criterios de honra y deshonra no separaba tan tajantemente como en España la condición de las personas. Desde luego que para los menesteres de la inteligencia, la animosidad continuaba siendo igual (ejemplo de ello, Sor Juana Inés de la Cruz). Pero en cuanto a los negocios y el afán de lucro, las Indias se apartaron mucho de su metrópoli desde el comienzo»74.


(Castro, 1965: 35)                


Y así, en 1518, al ser preguntado uno de aquellos deseosos de pasar a Indias por qué razón quería emigrar contando ya 62 años de edad, respondía: «A la mi fe, señor, a morirme luego, y dejar mis hijos en tierra libre y aventurada» (apud Rodríguez Puértolas et al., 2000, I: 229). Pero son más las coincidencias que las separaciones. Incluso la Independencia y sus consecuencias deben mucho al modo de sentir hispano y a la forma en que los españoles pusieron en marcha su imperio de ultramar:

«La vida española se basaba en mitos grandiosos, y se desplegaba en imágenes poéticas: religión, realeza, esplendor nobiliario, heroísmo individual, expresión artística en todas sus formas. Abandonado a la prosa del trabajo diario y metódico, el español se hundía y la prueba es que recurrió a las labores agrícolas sólo cuando no encontraba minas con oro deslumbrador. Necesitaba sentirse sostenido por la fe en algo que estuviese más alto que él. Cuando la monarquía y la nobleza perdieron fuerza y prestigio, cuando el sentimiento religioso se atenuó, y faltaron imperios que conquistar, los pueblos hispánicos de América se fragmentaron y se pusieron a vivir separadamente. [...] Permanecieron juntos mientras participaron de unas mismas ilusiones y de unos mismos respetos hacia algo que estaba por encima de ellos: religión, monarquía y fe en la grandeza del heroísmo personal. Pero a comienzos del siglo XIX, el Imperio español se había convertido en una fuente de ingresos, y en una burocracia rutinaria y sin espíritu. Cada región de Hispanoamérica se sentía como un país independiente».


(Castro, 1962: 21-22)                


La misma idea aparece también en La realidad histórica de España, donde nos dice:

«La obediencia a la palabra de Dios y a la del rey nunca fue rehusada, por supuesto; bajo ellas se aunaron en una creencia el español blanco y el indio, y así fueron posibles la constitución y estabilidad del Imperio Español. Su desmembramiento en numerosas parcelas fue indirecta consecuencia de los mismos motivos, pues al desaparecer la autoridad real después de la invasión francesa de 1808, se hizo patente la falta de cohesión de los dominios de la corona en el continente americano. Los virreinatos carecían de tareas comunes, y las repúblicas que muy luego surgieron ningún empeño tuvieron en creárselas. Los grupos surgidos se habían formado en torno a caudillos capaces de hacerse obedecer por quienes se inclinaban ante el prestigio de una voz y de una mirada imperiosa. Las distancias y las montañas son una excusa dada para explicar la fragmentación de Hispanoamérica, por quienes olvidan que los Incas habían mantenido en compacta unidad un territorio hoy fragmentado en tres naciones».


(Castro, 1966: 277)                


Don Américo no entiende la división en que acabó el imperio español en América, lo que denomina «Los Estados Des-unidos de Hispanoamérica» (Castro, 1973: 95): «he dicho o escrito que es tan lamentable como absurdo que Argentina, Uruguay y Paraguay sean tres naciones distintas, y no una federación» (Amorós, 1970: 18)75. Las causas, una vez más, vienen de la propia España: «[...] la desunión hispanoamericana reflejaba la existente en la Península» (Castro, 1982: 118). Y no sólo eso, porque: «¿Qué es Rozas sino la versión argentina de Fernando VII? Luchan federales y unitarios junto al Plata, como carlistas y cristinos en la Península» (Castro, 1960: 63).

Una vez producida esa fragmentación, los habitantes de las nuevas repúblicas habían de mantener aún gran parte de una herencia quizá tan asimilada que sólo era rechazada de forma superficial. Así, el admirado Sarmiento «propondría luego, para remediar los males de su tierra, un programa análogo al propuesto por el licenciado Fernández de Navarrete en 1626: traer gente de fuera, hacer que trabajaran otros, considerando con privilegio a los forasteros» (Castro, 1966: 269).

Efectivamente, Américo Castro siente una indudable admiración por Domingo Sarmiento, a quien dedica un artículo en 1938 comentando su Facundo como fruto de la ideología romántica de su autor76. Su interés por el político argentino tiene mucho que ver con el camino seguido por cada una de las repúblicas americanas tras la independencia. Castro cree en una unión del mundo hispano por encima de la división política. Llega a decir de Sarmiento que «Su antihispanismo se supera en un ideal de superhispanidad en el cual se sintetizara cuanto de valía y de ineludible fatalidad había en el hecho de que unos fueran gallegos de allende, y otros de aquende» (Castro, 1960: 149)77.

Este sentido de unidad78 le lleva a defender la tradición española en Hispanoamérica como raíz que las repúblicas americanas no pueden eludir ni rechazar tras la independencia. Por eso repite en muchas ocasiones la idea de que, después de 1824, «los españoles de Hispano-América pudieron recibir casi íntegra la herencia de tres siglos de colonización civilizadora, a pesar de los tenaces ataques de Inglaterra, Francia y Holanda» (Castro, 1966: 77). Don Américo se queja de la mirada sobre ese pasado colonial que impide reconocer, por ejemplo, «que la ciudad de México y muchas otras de Hispano-América eran las más bellas del Continente en cuanto a su prodigiosa arquitectura, pues esto obligaría a admitir que la dominación española no fue una mera explotación colonial» (ibid., 76). Porque, de hecho, hay una diferencia desde el comienzo: «el modo en que los españoles dieron forma y expresión a su codicia de oro fue único; el común denominador codicia no basta para explicar el que castellanos y leoneses [...] fundaran ciudades ahí a la vista en Florida, Nuevo Méjico, Chile, Centroamérica y en tanto otro lugar» (Castro, 1972: XXIII). En esta misma línea están sus críticas a las posturas que buscan en las culturas precolombinas la verdadera esencia de las nuevas repúblicas:

«Las repúblicas hispanas con gran contingente de indios parecen obedecer a una consigna tácita, pues en prosa y verso retóricos reclaman por suya la raza precolombina, o la posterior a su independencia. ¿Vale detenerse ante tamaño error? Cuando se contemplan las ciudades mexicanas, las instituciones de cultura del pasado, los libros, su originalidad literaria, se queda uno absorto, sin comprender la ceguera de quienes intentan suprimir trescientos años de hispanidad».


(Castro, 1972, III: 52)                


Es decir, consideran que su «vida histórica comienza después de la Independencia», renegando de los tres últimos siglos, «en cuya entraña histórica aún se resisten a penetrar» (Castro, 1965: 13 y 14). Una de las bases de su acercamiento al especial modo en que se configuró el imperio español en América está en que «el fabuloso imperio hispano-portugués estuvo inspirado por casi un siglo de prédicas y profecías lanzadas por cristianos de casta judaica» (Castro, 1972: LXIII). Al comparar estas acciones con las de otros pueblos europeos, también católicos y cristianos, afirma que «la religión de los otros pueblos europeos (franceses, ingleses, holandeses), y la "morada vital" dentro de la cual funcionaban, no estaban semitizadas, como los de los españoles. El espíritu del Islam y de Judá se infiltró en la idea española de ser indisolubles el imperio y la difusión de la fe» (Castro, 1972: 247). De ahí que «Hispanoamérica se parece en el fondo más a España en muchos aspectos favorables y desfavorables, que a ninguna otra cosa» (ibid., 110; véase también Castro, 1973: 383). A ello contribuyó, sin duda, que «el español hizo de las Indias cosa suya, y por eso arraigó su lengua y su creencia entre los indios y mestizos» (Castro, 1973: 381)79.

Esto explica la pervivencia de ciertos «tics», sin duda hispanos, como el hecho de que Simón Bolívar «alardeara de su sangre limpia» (Castro, 1966: 295); o que el coronel Lucio V. Mansilla, en Una excursión a los indios ranqueles (publicado en Buenos Aires en 1879) afirmara: «Afectando una tranquilidad que dejase bien puesto el honor de mi sangre y de mi raza: -No hay cuidado -contesté» (apud Castro, 1987: 143). Y qué no decir del origen extremeño de uno de los cultos más respetado en México, como es la Virgen de Guadalupe, «aunque algunos mexicanos prefieren ignorarlo, en su afán de no deber sino males al pasado hispánico» (Castro, 1983: 175). Esta situación esquizofrénica, que tan bien supo explicar Octavio Paz en El laberinto de la soledad, está inmejorablemente descrita por Castro en las palabras que siguen: «El cura Hidalgo inició su rebelión contra los españoles en 1810 llevando como estandarte una imagen de la Virgen de Guadalupe, divinidad bélica que afirmaba la esencia española del país» (Castro, 1983: 175)80. Utilizando una anécdota personal, da cuenta también del desprecio por el trabajo material y técnico en Buenos Aires: «En una ocasión tuve que pasar por la calle Florida [...] con una maleta llena de libros. "¡Pero, doctor!", me dijo un conocido con dolida sorpresa. Mi respuesta: "Soy rústico, no hidalgo"» (Castro, 1973: 90).

Es interesante cómo se aproxima Américo Castro al «Desastre del 98». Destaca la aparente indiferencia con que fue recibido en la Península, una Península que no había sabido sacar partido de las riquezas conquistadas y que había despreciado a los indianos enriquecidos allí81. El fin de todo ese imperio está visto no sólo con la lucidez que permite apreciar la decadencia militar española:

« si en lugar de desesperarnos al saber que muchos obuses de la escuadra en Santiago de Cuba no tenían pólvora, que los sellos de quinina contra el paludismo que diezmaba a los soldados en la Manigua contenían harina, que los gruesos proyectiles de los fuertes de Manila carecían de espoleta [...] nos hubiéramos lanzado en paciente silencio a buscar y a hacer comprensibles los motivos de aquel aquelarre goyesco, otra sería hoy la situación de los españoles frente a su pasado, su presente y su futuro».


(Castro, 1966: XVII)                


Sino también con el humor que le permite envidiar la suerte de los compatriotas del otro lado del Atlántico:

«El siniestro reinado de Fernando VII, de que pudieron sacudirse felizmente para ellos, los españoles de América, en tanto que los de España tuvieron que aguantarlo, gracias a la reacción de Europa. [...] Gran lástima que no nos hubieran hecho conocer entonces aquel «cielito» de la Independencia argentina en que fraternalmente nos decían: Sacar del trono, españoles, / a un rey tan bruto y tan flojo».


(Castro, 1972, II: 134-135)                


Pero una vez independizados, los hispanoamericanos, advierte Castro, han caído bajo otra dependencia, como ya se venía anunciando a lo largo de todo el XIX: «Pesa demasiado el Norte, es demasiado evidente su mole gigantesca» (Castro, 1972, II: 144). Don Américo, siempre alejado de posturas maniqueas, lamenta los resultados de una relación difícil y conflictiva. Lamenta la guerra que hizo perder a México casi la mitad de su territorio y tantas otras cosas. Lamenta lo que considera la farsa de llamar «Columbus Day» al 12 de octubre (Castro, 1973: 88). Sin embargo, Castro es optimista y cree que los hispanoamericanos podrán conformar un futuro mejor en el momento en que sean capaces de asimilar la realidad de su historia, su pasado, sus diversas herencias.

La contradicción de la gente hispana consigo misma está representada mejor que en ninguna otra figura en el padre Bartolomé de Las Casas. Si la he dejado para el final, es porque creo que el análisis que hace don Américo del defensor de los indios es uno de los más ecuánimes y lúcidos, uno de los pocos que permite acercarse y explicar la actitud del dominico sin ventilarla con un categórico diagnóstico como el de Menéndez Pidal, para quien la ira antiespañola y antiimperial de fray Bartolomé de Las Casas sólo puede justificarse apelando a un desequilibrio mental, a una paranoia, como única forma de entender su odio hacia su patria.

Pero don Américo se acerca a esta figura desde un presupuesto muy diferente, como es utilizarla para desde ella «observar a los españoles de su tiempo» (Castro, 1974: 190). Castro formula una pregunta necesaria y que los críticos habían obviado sin más: ¿por qué el clérigo firma sus obras con esa ambigüedad notable en torno a su apellido, Las Casas o Casaus?, ¿cómo es posible que ponga en entredicho su propia identidad? Sin la visión que aporta don Américo sobre el ser de los españoles cualquier explicación quedaría inevitablemente incompleta. ¿Por qué un español del siglo XVI intenta sembrar dudas sobre sus orígenes familiares, sobre su apellido? Pues porque, como dice Castro, está «probándose agüelos» (Castro, 1974: 197). Y como dice más adelante, «polemizar hoy con él me parece poco eficaz; el encomendero-clérigo-dominico-obispo no estaba loco, no era ni santo ni malvado» (Castro, 1974: 199). Es la España de la época la que provoca la irritada actuación del defensor de los indios: «el problema indiano era para él un medio, una base desde donde enfrentarse ventajosamente contra un adversario, el que le forzaba a llamarse -más bien a clamarse- Casaus y no Casas» (Castro, 1974: 205).

Después de todo este recorrido por la historia común de la cultura hispana, de las gentes hispanas a uno y otro lado del Atlántico, Américo Castro no pierde la esperanza en su capacidad para enfrentarse a un futuro mejor, un futuro que cuente con la asimilación de su peculiar pasado:

«Todo el mundo hispánico sufre de angustia existencial, y ése es, al fin y al cabo, el motivo de sus dudas y de su desmesura [...]. Tan graves problemas enlazan con una forma y disposición de vida, cuyas posibilidades y valores distan mucho de estar exhaustos para quienes posean ánimos firmes y mente clara. Abundan en el mundo hispánico».


(Castro, 1960: 150)                





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