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ArribaAbajo Capítulo XXI

Cómo debe conducirse un príncipe para adquirir alguna consideración


Ninguna cosa le granjea más estimación a un príncipe que las grandes empresas y las acciones raras y maravillosas607. De ello nos presenta nuestra era un admirable ejemplo en Fernando V, rey de Aragón, y actualmente monarca de España. Podemos mirarle casi como a un príncipe nuevo608, porque de rey débil que él era llegó a ser, por su fama y gloria, el primer rey de la cristiandad609. Pues bien, si consideramos sus acciones las hallaremos todas sumamente grandes, y aun algunas nos parecerán extraordinarias610. Al comenzar a reinar asaltó el reino de Granada611, y esta empresa sirvió de fundamento a su grandeza. La había comenzado, desde luego, sin pelear ni miedo de hallar estorbo en ello, en cuanto su primer cuidado había sido tener ocupado en esta guerra el ánimo de los nobles de Castilla. Haciéndoles pensar incesantemente en ella, los distraía de discurrir en maquinar innovaciones durante este tiempo; y de este modo adquiría sobre ellos, sin que lo echasen de ver, mucho dominio y se proporcionaba una suma estimación612. Pudo, en seguida, con el dinero de la Iglesia y de los pueblos, mantener ejércitos y formarse, por medio de esta larga guerra, una buena tropa, que acabó atrayéndole mucha gloria613. Además, alegando siempre el pretexto de la religión para poder ejecutar mayores empresas, recurrió al expediente de una crueldad devota; y echó a los moros de su reino, que con ello quedó libre de su presencia614. No puede decirse cosa ninguna más cruel, y juntamente más extraordinaria, que lo que él ejecutó en esta ocasión. Bajo esta misma capa de religión se dirigió después de esto contra el África, emprendió su conquista de Italia y acaba de atacar recientemente a la Francia. Concertó siempre grandes cosas que llenaron de admiración a sus pueblos y tuvieron preocupados sus ánimos con las resultas que ellas podían tener615. Aun hizo engendrarse sus empresas en tanto grado más por otras616, que ellas no dieron jamás a sus gobernados lugar para respirar ni poder urdir ninguna trama contra él617.

Es también un. expediente muy provechoso para un príncipe el imaginar cosas singulares en el gobierno interior de su Estado618, como las que se cuentan de mosén Barnabó Visconti de Milán. Cuando sucede que una persona hizo, en el orden civil, una acción nada común, tanto en bien como en mal, es menester hallar, para premiarla619 o castigarla620, un modo notable que al público dé amplia materia de hablar. En una palabra621: el príncipe debe, ante todas cosas, ingeniarse para que cada una de sus operaciones se dirija a proporcionarle la fama de grande hombre, y de príncipe de un superior ingenio.

Se da a estimar, también, cuán es resueltamente amigo o enemigo de los príncipes; es decir, cuando sin timidez se declaran en favor del uno contra el otro622. Esta resolución es siempre más útil que la de quedar neutral623, porque cuando dos potencias de tu vecindad se declaran entre sí la guerra, o son tales que si la una llega a vencer, tengas fundamento para temerla después o bien ninguna de ellas es propia para infundirte semejante temor624. Pues bien, en uno y otro caso, te será siempre más útil el declararle y hacer tú mismo una guerra franca625. En el primero, si no te declaras serás siempre el despojo del que haya triunfado626, y el vencido experimentará gusto y contento con ello627. No tendrás, entonces, a ninguno que se compadezca de ti, ni que venga a socorrerte, y ni aun que te dé un asilo. El que ha vencido no quiere a sospechosos amigos que no le auxilien en la adversidad. No te acogerá el que es vencido, supuesto que no quisiste tomar las armas para correr las contingencias de su fortuna628.

Habiendo pasado Antíoco a Grecia, en donde le llamaban los etolios para echar de allí a los romanos, envió un embajador a los acayos para inducirlos a permanecer neutrales, mientras que les rogaba a los romanos que se armasen en favor suyo. Esto fue materia de una deliberación en los consejos de los acayos. En él insistía el enviado de Antíoco en que se resolviesen a la neutralidad; pero el diputado de los romanos, que se hallaba presente, le refutó por el tenor siguiente: «Se dice que el partido más sabio para vosotros y más útil para vuestro Estado es que no toméis parte ninguna en la guerra que hacemos; os engañan629. No podéis tomar resolución ninguna más opuesta a vuestros intereses; porque si no tomáis parte ninguna en nuestra guerra, privados vosotros, entonces, de toda consideración e indignos de toda gracia, serviréis de premio infaliblemente al vencedor».

Nota bien que el que te pide la neutralidad no es jamás amigo tuyo, y que, por el contrario, lo es el que solicita que te declares en favor suyo y tomes las armas en defensa de su causa. Los príncipes irresolutos que quieren evitar los peligros del momento, atrasan con la mayor frecuencia la vía de la neutralidad; pero también con la mayor frecuencia caminan hacia su ruina630. Cuando se declara el príncipe generosamente en favor de una de las potencias contendientes, si aquella a la que se une triunfa, y aun cuando él quedara a su discreción, y que ella tuviera una gran fuerza, no tendrá que temerla, porque le es deudora de algunos favores y le habrá cogido amor. Los hombres no son nunca bastante desvergonzados para dar ejemplo de la enorme ingratitud que habría en oprimirte en semejante caso631. Por otra parte, las victorias no son jamás tan prósperas que dispensen al vencedor de tener algún miramiento contigo, y particularmente algún respeto a la justicia632. Si, por el contrario, aquel con quien te unes es vencido, serás bien visto de él. Siempre que tenga la posibilidad de ello irá a tu socorro, y será el compañero de tu fortuna que puede mejorarse en algún día633.

En el segundo caso, es decir, cuando las potencias que luchan una contra otra, son tales que no tengas que temer nada de la que triunfe, cualquiera que sea, hay tanta más prudencia en unirte a una de ellas, cuanto por este medio concurres a la ruina de la otra, con la ayuda de aquella misma, que, si ella fuera prudente, debería salvarla634. Es imposible que con tu socorro ella no triunfe, y su victoria entonces no puede menos de ponerla a tu discreción635.

Es necesario notar aquí que un príncipe, cuando quiere atacar a otros, debe cuidar siempre de no asociarse con un príncipe más poderoso que él, a no ser que la necesidad le obligue a ello, como lo he dicho más arriba636; porque si éste triunfa, queda esclavo en algún modo637. Ahora bien, los príncipes deben evitar, cuanto les sea posible, el quedar a la disposición de los otros638. Los venecianos se ligaron con los franceses para luchar contra el duque de Milán, y esta confederación de la que ellos podían excusarse, causó su ruina639. Pero si uno no puede excusarse de semejantes ligas, como sucedió a los florentinos, cuando el Papa y la España fueron, con sus ejércitos reunidos, a atacar la Lombardía, entonces, por las razones que llevo dichas, debe unirse el príncipe con los otros.

Que ningún Estado, por lo demás, crea poder nunca en semejante circunstancia tomar una resolución segura640; que piense, por el contrario, en que no puede tomarla más que dudosa, porque es conforme al ordinario curso de las cosas que no trate uno de evitar nunca un inconveniente sin caer en otro641. La prudencia consiste en saber conocer su respectiva calidad y tomar por bueno el partido menos malo.

Un príncipe debe manifestarse también amigo generoso de los talentos y honrar a todos aquellos gobernados suyos que sobresalen en cualquier arte642. En su consecuencia, debe estimular a los ciudadanos a ejercer pacíficamente su profesión, sea en el comercio, sea en la agricultura, sea en cualquier otro oficio; y hacer de modo que, por el temor de verse quitar el fruto de sus tareas, no se abstengan de enriquecer con ello su Estado, y que por el de los tributos, no sean disuadidos de abrir un nuevo comercio643. Últimamente, debe preparar algunos premios para cualquiera que quiere hacer establecimientos útiles, y para el que piensa, sea del modo que se quiera, en multiplicar los recursos de su ciudad y Estado644.

La obligación es, además, ocupar con fiestas y espectáculos a sus pueblos645 en aquel tiempo del año en que conviene que los haya. Como toda ciudad está dividida, o en gremios de oficios, o en tribus646, debe tener miramiento s con estos cuerpos647, reunirse a veces con ellos y dar allí ejemplos de humanidad y munificencia, conservando, sin embargo, de un modo inalterable, la majestad de su clase; cuidado tanto más necesario, cuanto estos actos de popularidad648 no se hacen nunca sin que se humille de algún modo su dignidad649.




ArribaAbajo Capítulo XXII

De los secretarios (o ministros) de los príncipes


No es de poca importancia para un príncipe la buena elección de sus ministros, los cuales son buenos o malos según la prudencia de que él usó en ella650. El primer juicio que hacemos, desde luego, sobre un príncipe y sobre su espíritu, no es más que conjetura651; pero lleva siempre por fundamento legítimo la reputación de los hombres de que se rodea este príncipe. Cuando ellos son de una suficiente capacidad, y se manifiestan fieles652, podemos tenerle por prudente a él mismo, porque ha sabido conocerlos bastante bien y sabe mantenerlos fieles a su persona653.

Pero cuando son de otro modo, debemos formar sobre él un juicio poco favorable; porque ha comenzado con una falta grave tomándolos así654. No había ninguno que, viendo a mosén Antonio de Venafío hecho ministro de Pandolfo Petrucci, príncipe de Siena, no juzgara que Pandolfo era un hombre prudentísimo, por el solo hecho de haber tomado por ministro a Antonio655.

Pero es necesario saber que hay entre los príncipes, como entre los demás hombres, tres especies de cerebros. Los unos imaginan por sí mismos656; los segundos, poco acomodados para inventar, cogen con sagacidad lo que se les muestra por los otros657, y los terceros no conciben nada por sí mismos, ni por los discursos ajenos658. Los primeros son ingenios superiores; los segundos, excelentes talentos; los terceros son como si ellos no existieran659. Si Pandolfo no era de la primera especie, era menester, pues, necesariamente que él perteneciera a la segunda. Por esto, sólo que un príncipe, aun sin poseer el ingenio inventivo, está dotado de suficiente juicio para discernir lo bueno y malo que otro hace y dice660, conoce las buenas y malas operaciones de su ministro, sabe echar de ver las primeras, corregir las segundas, y no pudiendo su ministro concebir esperanzas de engañarle, se mantiene íntegro, prudente y fiel.

Pero ¿cómo conoce un príncipe si su ministro es bueno o malo? He aquí un medio que no induce jamás a error. Cuando ves a tu ministro pensar más en sí que en ti, y que en todas sus acciones inquiere su provecho personal, puedes estar persuadido de que este hombre no te servirá nunca bien661. No podrás estar jamás seguro de él, porque falta a la primera de las máximas morales de su condición. Esta máxima es que el que maneja los negocios de un Estado no debe nunca pensar en sí mismo, sino en el príncipe662, ni recordarle jamás cosa ninguna663 que no se refiera a los intereses de su principado.

Pero también, por otra parte, el príncipe, a fin de conservar a un buen ministro y sus buenas y generosas disposiciones, debe pensar en él, rodearle de honores, enriquecerle y atraérsele por el reconocimiento con las dignidades y cargos que él le confiera.

Los grados honoríficos y riquezas que él le acuerda colman los deseos de su ambición664, y los importantes cargos de que éste se halla provisto, le hacen temer que el príncipe sea mudado de su lugar, porque conoce bien que no puede mantenerse más que con él665. Así, pues, cuando el príncipe y el ministro están formados y se conducen de este modo, pueden fiarse el uno en el otro666; pero si no lo están, acaban siempre mal uno u otro667.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

Cuándo debe huirse de los aduladores


No quiero pasar en silencio un punto importante, que consiste en una falta de la que se preservan los príncipes difícilmente cuando no son muy prudentes o carecen de un tacto fino y juicioso. Esta falta es más bien la de los aduladores, de que están llenas las cortes668; pero se complacen tanto los príncipes en lo que ellos mismos hacen, y en ello se engañan con una tan natural propensión, que únicamente con dificultad pueden preservarse contra el contagio de la adulación. Aun, con frecuencia, cuando quieren librarse de ella, corren peligro de caer en el menosprecio669.

No hay otro medio para preservarte del peligro de la adulación más que hacer comprender a los sujetos que te rodean que ellos no te ofenden cuando te dicen la verdad670. Pero si cada uno puede decírtela671, no te faltarán al respeto. Para evitar este peligro, un príncipe dotado de prudencia debe seguir un curso medio, escogiendo en su Estado a algunos sujetos sabios, a los cuales sólo acuerde la libertad de decirle la verdad, únicamente sobre la cosa con cuyo motivo él los pregunte, y sobre ninguna otra672; pero debe hacerles preguntas sobre todas673, oír sus opiniones, deliberar después por sí mismo y obrar, últimamente, como lo tenga por conducente674. Es necesario que su conducta con sus consejeros reunidos, y con cada uno de ellos en particular, sea tal que cada uno conozca que, cuanto más libremente se le hable, tanto más se le agradará. Pero, excepto éstos, debe negarse a oír los consejos de cualquiera otro, hacer en seguida lo que ha resuelto en sí mismo, y manifestarse tenaz en sus determinaciones675. Si el príncipe obra de diferente modo, la diversidad de pareceres obligará a variar frecuentemente676, de lo cual resultará que harán muy corto aprecio de él. Quiero presentar, sobre este particular, un ejemplo moderno. El cura Luc, dependiente de Maximiliano, actual emperador, dijo, hablando de él, «que S. M. no tomaba consejo de ninguno, y que, sin embargo, no hacía nunca nada a su gusto»677. Esto proviene de que Maximiliano sigue un rumbo contrario al que he indicado. El emperador es un hombre misterioso que no comunica sus designios a ninguno, ni toma jamás parecer de nadie; pero cuando se pone a ejecutarlos, y se empieza a vislumbrarlos y descubrirlos, los sujetos que le rodean se ponen a contradecirlos678 y desiste fácilmente de ellos679. De esto dimana que las cosas que él hace un día, las deshace el siguiente; que no se prevé nunca lo que quiere hacer, ni lo que proyecta, y que no es posible contar con sus determinaciones680.

Si un príncipe debe hacerse dar consejos sobre todos los negocios, no debe recibirlos más que cuando éste les agrada a sus consejeros681. Aun debe quitar a cualquiera la gana de aconsejarle sobre cosa ninguna, a no ser que él solicite serlo682. Pero debe frecuentemente, y sobre todos los negocios, pedir consejo, oír en seguida con paciencia la verdad sobre las preguntas que ha hecho, aun querer que ningún motivo de respeto sirva de estorbo para decírsela, y no desazonarse nunca cuando le oye683.

Los que piensan que un príncipe que se hace estimar por su prudencia no la debe a sí mismo, sino a la sabiduría de los consejeros que le circundan, se engañan muy ciertamente684. Para juzgar de esto hay una regla general que no nos induce jamás a error: es que un príncipe que no es prudente de sí mismo no puede aconsejarse bien, a no ser que, por casualidad, se refiera a un sujeto único que le gobernara en todo y fuera habilísimo685. En cuyo caso podría gobernarse bien el príncipe; pero esto no duraría por mucho tiempo, porque este conductor mismo le quitaría en breve tiempo su Estado.

En cuanto al príncipe que se consulta con muchos y no tiene una grande prudencia en sí mismo686, como no recibirá jamás pareceres que concuerden, no sabrá conciliarlos por sí mismo. Cada uno de sus consejeros pensará en sus propios intereses, y el príncipe no sabrá corregirlos de ello, y ni aun echarlo de ver687. No es posible apenas hallar dispuestos de otro modo los ministros: porque los hombres son siempre malos, a no ser que los precisen a ser buenos688.

Concluyamos, pues, que conviene que los buenos consejos, de cualquiera parte que vengan, dimanen de la prudencia del príncipe, y que ésta no dimane de los buenos consejos que él recibe689.




ArribaAbajo Capítulo XXIV

¿Por qué muchos príncipes de Italia perdieron sus estados?690


El príncipe nuevo que siga con prudencia las reglas que acabo de exponer tendrá la consistencia de uno antiguo, y estará inmediatamente más seguro en su Estado que si lo poseyera hace un siglo691. Siendo un príncipe nuevo mucho más observado en sus acciones que otro hereditario, cuando las juzgamos grandes y magnánimas, le ganan ellas mucho mejor el afecto de sus gobernados, y se los apegan mucho más que podría hacerlo una sangre esclarecida mucho tiempo hace692; porque se ganan los hombres mucho menos con las cosas pasadas que con las presentes693. Cuando hallan su provecho en éstas, se fijan en ellas sin buscar en otra parte. Mucho más abrazan de cualquiera manera la causa de este nuevo príncipe694, con tal que, en lo restante de su conducta, no se falte a sí mismo695. Así tendrá una doble gloria: la de haber dado origen a una nueva soberanía, y la de haberla adornado y corroborado con buenas leyes, buenas armas, buenos amigos y buenos ejemplos696; así como tendrá una doble afrenta el que, habiendo nacido príncipe, haya perdido su Estado por su poca prudencia697.

Si se consideran aquellos príncipes de Italia, que en nuestros tiempos perdieron sus Estados, como el rey de Nápoles, el duque de Milán y algunos otros, se reconocerá, desde luego, que todos ellos cometieron la misma falta en lo concerniente a las armas, según lo que hemos explicado extensamente. Se notará después que uno de ellos tuvo por enemigos a sus pueblos698, o que el que tenía por amigo al pueblo no tuvo el arte de asegurarse de los grandes699. Sin estas faltas, no se pierden los Estados que presentan bastantes recursos para que uno pueda tener ejércitos en campaña700. Felipe de Macedonia, no el que fue padre de Alejandro, sino el que fue vencido por Tito Quincio, no tenía un Estado bien grande, con respecto al de los romanos y griegos que le atacaron juntos; sin embargo, sostuvo por muchos años la guerra contra ellos, porque era belicoso y sabía no menos contener a sus pueblos que asegurarse de los grandes701. Si al cabo perdió la soberanía de algunas ciudades, le quedó, sin embargo, su reino702.

Que aquellos príncipes nuestros que, después de haber ocupado algunos Estados por muchos años los perdieron, acusen de ello a su cobardía y no a la fortuna703. Como en tiempo de paz no habían pensado nunca que pudieran mudarse las cosas, porque es un defecto común a todos los hombres el no inquietarse de las borrascas cuando están en bonanza704, sucedió que después, cuando llegaron los tiempos adversos, no pensaron más que en huir en vez de defenderse705, esperando que fatigados sus pueblos con la insolencia del vencedor no dejarían de llamar otra vez706.

Este partido es bueno cuando faltan los otros; pero el haber abandonado los otros remedios por éste es cosa malísima, porque un príncipe no debería caer nunca por haber creído hallar después a alguno que le recibiera. Esto no sucede, o si sucede no hallarás seguridad en ello, porque esta especie de defensa es vil y no depende de ti707. Las únicas defensas que sean buenas, ciertas y durables, son las que dependen de ti mismo y de tu propio valor708.




ArribaAbajoCapítulo XXV

Cuánto dominio tiene la fortuna en las cosas humanas, y de qué modo podemos resistirle cuando es contraria


No se me oculta que muchos creyeron y creen que la fortuna, es decir, Dios, gobierna de tal modo las cosas de este mundo que los hombres con su prudencia no pueden corregir lo que ellas tienen de adverso, y aun que no hay remedio ninguno que oponerles709. Con arreglo a esto podrían juzgar que es en balde fatigarse mucho en semejantes ocasiones, y que conviene dejarse gobernar entonces por la suerte. Esta opinión no está acreditada en nuestro tiempo, a causa de las grandes mudanzas que, fuera de toda conjetura humana, se vieron y se ven cada día710. Reflexionándolo yo mismo, de cuando en cuando, me incliné en cierto modo hacia esta opinión; sin embargo, no estando anonadado nuestro libre albedrío, juzgo que puede ser verdad que la fortuna sea el árbitro de la mitad de nuestras acciones; pero también que es cierto que ella nos deja gobernar la otra, o a lo menos siempre algunas partes711. La comparo con un río fatal que, cuando se embravece712, inunda las llanuras, echa a tierra los árboles y edificios, quita el terreno de un paraje para llevarle a otro. Cada uno huye a la vista de él, todos ceden a su furia sin poder resistirle. Y, sin embargo, por más formidable que sea su naturaleza, no por ello sucede menos que los hombres, cuando están serenos los temporales, pueden tomar precauciones contra semejante río, haciendo diques y explanadas713; de modo que cuando él crece de nuevo está forzado a correr por un canal, o que a lo menos su fogosidad no sea tan licenciosa ni perjudicial714.

Sucede lo mismo con respecto a la fortuna715: no ostenta ella su dominio más que cuando encuentra un alma y virtud preparadas716; porque cuando las encuentra tales, vuelve su violencia hacia la parte en que sabe que no hay diques ni otras defensas capaces de mantenerla.

Si consideramos la Italia, que es el teatro de estas revoluciones y el receptáculo que les da impulso, veremos que es una campiña sin diques ni otra defensa ninguna. Si hubiera estado preservada con la conducente virtud717, como lo están la Alemania, España y Francia, la inundación de las tropas extranjeras que ella sufrió no hubiera ocasionado las grandes mudanzas que experimentó718, o ni aun hubiera venido719. Baste esta reflexión para lo concerniente a la necesidad de oponerse a la fortuna en general720.

Restringiéndome más a varios casos particulares, digo que se ve a un cierto príncipe que prosperaba ayer caer hoy, sin que se le haya visto de modo ninguno mudar de genio ni propiedades721. Esto dimana, en mi creencia, de las causas que he explicado antes con harta extensión, cuando he dicho que el príncipe que no se apoya más que en la fortuna, cae según que ella varía722. Creo también que es dichoso aquel cuyo modo de proceder se halla en armonía con la calidad de las circunstancias, y que no puede menos de ser desgraciado aquel cuya conducta está en discordancia con los tiempos723. Se ve, en efecto, que los hombres, en las acciones que los conducen al fin que cada uno de ellos se propone, proceden diversamente: el uno con circunspección, el otro con impetuosidad; éste con violencia, aquél con maña; el uno con paciencia, y el otro con una contraria disposición; y cada uno, sin embargo, por estos medios diversos puede conseguirlo724. Se ve también que de dos hombres moderados el uno logra su fin y el otro no; que, por otra parte, otros dos, uno de los cuales es violento y el otro moderado, tienen igualmente acierto con dos expedientes diferentes, análogos a la diversidad de su respectivo genio. Lo cual no dimana de otra cosa más que de la calidad de los tiempos que concuerdan o no con su modo de obrar725. De ello resulta lo que he dicho; es, a saber, que obrando diversamente dos hombres, logran un mismo efecto, y que, otros dos que obran del mismo modo, el uno consigue su fin y el otro no lo logra. De esto depende también la variación de su felicidad; porque si, para el que se conduce con moderación y paciencia, los tiempos y cosas se vuelven de modo que su gobierno sea bueno, prospera él; pero si varían los tiempos y cosas, obra su ruina; porque no muda de modo de proceder. Pero no hay hombre ninguno, por más dotado de prudencia que esté, que sepa concordar bien sus procederes con los tiempos, sea porque no le es posible desviarse de la propensión a que su naturaleza le inclina726, sea también porque habiendo prosperado siempre caminando por una senda no puede persuadirse de que obrará bien en desviarse de ella727. Cuando ha llegado, para el hombre moderado, el tiempo de obrar con impetuosidad, no sabe él hacerlo728, y resulta de ello ruina. Si él mudara de naturaleza con los tiempos y cosas729 no se mudaría su fortuna.

El papa Julio II procedió con impetuosidad en todas sus acciones730, y halló los tiempos y cosas tan conformes con su modo de obrar, que logró acertar siempre. Considérese la primera empresa que él hizo contra Bolonia, en vida todavía de mosén Juan Bentivoglio: la verán los venecianos con disgusto; y el rey de España, como también el de Francia, estaban deliberando todavía sobre lo que harían en esta ocurrencia, cuando Julio, con su valentía e impetuosidad, fue él mismo en persona a esta expedición731. Este paso dejó suspensos e inmóviles a la España y venecianos732; a éstos por miedo, y a aquélla por la gana de recuperar el reino de Nápoles. Por otra parte, atrajo a su partido al rey de Francia que, habiéndole visto en movimiento y deseando que él se le uniese para abatir a los venecianos733, juzgó que no podría negarle sus tropas sin hacerle una ofensa formal. Así, pues, Julio, con la impetuosidad de su paso, tuvo acierto en una empresa que otro Pontífice, con toda la prudencia humana, no hubiera podido dirigir nunca734. Si, para partir de Roma, hubiera aguardado hasta haber fijado sus determinaciones y ordenado todo lo necesario, como lo hubiera hecho cualquier otro Papa735, no hubiera tenido jamás un feliz éxito, porque el rey de Francia le hubiera alegado mil disculpas, y los otros le hubieran infundido mil nuevos temores736. Me abstengo de examinar las demás acciones suyas, las cuales todas son de esta especie, y se coronaron con el triunfo. La brevedad de su pontificado737 no le dejó lugar para experimentar lo contrario, que sin duda le hubiera acaecido; porque si hubieran convenido proceder con circunspección, él mismo hubiera formado su ruina, porque no se hubiera apartado nunca de aquella atropellada conducta a que su genio le inclinaba738.

Concluyo, pues, que, si la fortuna varía, y los príncipes permanecen obstinados en su modo natural de obrar, serán felices, a la verdad, mientras que semejante conducta vaya acorde con la fortuna; pero serán desgraciados, desde que sus habituales procederes se hallan discordantes con ella. Pesándolo todo bien, sin embargo, creo juzgar sanamente diciendo que vale más ser impetuoso que circunspecto739, porque la fortuna es mujer, y es necesario, por esto mismo, cuando queremos tenerla sumisa, zurrarla y zaherirla. Se ve, en efecto, que se deja vencer más bien de los que le tratan así, que de los que proceden tibiamente con ella. Por otra parte, como mujer, es amiga siempre de los jóvenes740, porque son menos circunspectos, más iracundos y le mandan con más atrevimiento.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

Exhortación a librar la Italia de los bárbaros741


Después de haber meditado sobre cuántas cosas acaban de exponerse, me he preguntado a mí mismo si, ahora en Italia, hay circunstancias tales que un príncipe nuevo pueda adquirir en ella más gloria, y si se halla en la misma cuanto es menester para proporcionar al que la Naturaleza hubiera dotado de un gran valor y de una prudencia nada común, la ocasión de introducir aquí una nueva forma que, honrándole a él mismo, hiciera la felicidad de todos los italianos742. La conclusión de mis reflexiones sobre esta materia es que tantas cosas me parecen concurrir en Italia al beneficio de un príncipe nuevo, que no sé si habrá nunca un tiempo más proporcionado para esta empresa743.

Si, como lo he dicho, era necesario que el pueblo de Israel estuviera esclavo en Egipto, para que el valor de Moisés tuviera la ocasión de manifestarse; que los persas se viesen oprimidos por los medos, para que conociéramos la grandeza de Ciro; que los atenienses estuviesen dispersos, para que Teseo pudiera dar a conocer su superioridad; del mismo modo, para que estuviéramos hoy día en el caso de apreciar todo el valor de un alma italiana, era menester que la Italia se hallara traída al miserable punto en que está ahora; que ella fuera más esclava que lo eran los hebreos, más sujeta que los persas, más dispersa que los atenienses. Era menester que, sin jefe ni estatutos, hubiera sido vencida, despojada, despedazada, conquistada y asolada; en una palabra, que ella hubiera padecido ruinas de todas las especies744.

Aunque en los tiempos corridos hasta este día, se haya echado de ver en éste o aquel hombre algún indicio de inspiración que podía hacerle creer destinado por Dios para la redención de la Italia745, se vio, sin embargo, después que le reprobaba en sus más sublimes acciones la fortuna, de modo que permaneciendo sin vida la Italia, aguarda todavía a un salvador que la cure de sus heridas, ponga fin a los destrozos y saqueos de la Lombardía, a los pillajes y matanzas del reino de Nápoles; a un hombre, en fin, que cure a la Italia de llagas inveteradas tanto tiempo hace746. Vémosla rogando a Dios que le envíe alguno que le redima de las crueldades y ultrajes que le hicieron los bárbaros747. Por más abatida que ella está, la vemos con disposiciones de seguir una bandera, si hay alguno que la enarbole y la despliegue; pero en los actuales tiempos no vemos en quién podría poner ella sus esperanzas, si no es en vuestra muy ilustre casa748. Vuestra familia, que su valor y fortuna elevaron a los favores de Dios y de la Iglesia, a la que ella dio su príncipe, es la única que pueda comprender nuestra redención749. Esto no os será muy dificultoso, si tenéis presentes en el ánimo las acciones y vida de los príncipes insignes que he nombrado750. Aunque los hombres de este temple hayan sido raros y maravillosos751, no por ello fueron menos hombres752, y ninguno de ellos tuvo una tan bella ocasión como la del tiempo presente. Sus empresas no fueron más justas ni fáciles que ésta, y Dios no les fue más propicio que lo es a vuestra causa. Aquí hay una sobresaliente justicia; porque una guerra es legítima por el solo hecho de ser necesaria, y las guerras son actos de humanidad, cuando no hay ya esperanzas más que en ellas. Aquí son grandísimas las disposiciones de los pueblos, y no puede haber mucha dificultad en ello753 cuando son grandes las disposiciones, con tal que éstas abracen algunas de las instituciones de los que os he propuesto por modelos.

Prescindiendo de estos socorros, veis aquí sucesos extraordinarios y sin ejemplo, que se dirigen patentemente por Dios mismo. El mar se abrió; una nube os mostró el camino; la peña abasteció de agua; aquí ha caído del cielo el maná754; todo concurre al acrecentamiento de vuestra grandeza; lo demás debe ser obra vuestra755. Dios no quiere hacerlo todo, para privaros del uso de nuestro libre albedrío y quitarnos una parte de la gloria que de ello nos redundará756.

No es una maravilla que hasta ahora ninguno de cuantos italianos he citado, haya sido capaz de hacer lo que puede esperarse de vuestra esclarecida casa. Si en las numerosas revoluciones de la Italia, y en tantas maniobras guerreras, pareció siempre que se había extinguido la antigua virtud militar de los italianos, provenía esto de que sus instituciones no eran buenas, y que no había ninguno que supiera inventar otras nuevas757. Ninguna cosa hace tanto honor a un hombre recientemente elevado, como las nuevas leyes, las nuevas instituciones imaginadas por él758. Cuando están formadas sobre buenos fundamentos, y tienen alguna grandeza en sí mismas, le hacen digno de respeto y admiración759.

Ahora bien, no falta en Italia cosa ninguna de lo que es necesario para introducir en ella formas de toda especie760. Vemos en ella un gran valor, que aun cuando carecieran de él los jefes, quedaría muy eminente en los miembros. ¡Véase cómo en los desafíos y combates de un corto número, los italianos se muestran superiores en fuerza, destreza e ingenio!761 Si ellos no se manifiestan tales en los ejércitos, la debilidad de sus jefes es la única causa de ello; porque los que la conocen no quieren obedecer, y cada uno cree conocerla. No hubo, en efecto, hasta este día, ningún sujeto que se hiciera bastante eminente por su valor y fortuna, para que los otros se sometiesen a él762. De esto nace que, durante un tan largo transcurso de tiempo, y en un tan crecido número de guerras, hechas durante los veinte últimos años, cuando se tuvo un ejército enteramente italiano763 se desgració él siempre como se vio a los primeros en Faro y sucesivamente después en Alejandría, Capua, Génova, Vaila, Bolonia y Mestri.

Si, pues, vuestra ilustre casa quiere imitar a los varones insignes que libraron sus provincias, es menester ante todas cosas (porque esto es el fundamento real de cada empresa), proveeros de ejércitos que sean vuestros únicamente; porque no puede tener uno soldados más fieles, verdaderos ni mejores que los suyos propios. Y aunque cada uno de ellos en particular sea bueno, todos juntos serán mejores cuando se vean mandados, honrados y mantenidos por su príncipe764. Conviene, pues, proporcionarse semejantes ejércitos, a fin de poder de defenderse de los extranjeros con un valor enteramente italiano765.

Aunque las infanterías suiza y española se miran como terribles, tienen, sin embargo, una y otra un gran defecto, a causa del cual una tercera clase de tropas podría no solamente resistirles, sino también tener la confianza de vencerlas766. Los españoles no pueden sostener los asaltos de la caballería, y los suizos deben tener miedo a la infantería, cuando ellos se encuentran con una que pelea con tanta obstinación como ellos. Por esto se vio y se verá, por experiencia, que los españoles pueden resistir contra los esfuerzos de una caballería francesa, y que una infantería española abruma a los suizos767. Aunque no se ha hecho por entero la prueba de esta última verdad, se vio, sin embargo, algo en la batalla de Ravena, cuando la infantería española llegó a las manos con las tropas alemanas, que observaban el mismo método que los suizos, mientras que habiendo penetrado entre las picas de los alemanes, los españoles, ágiles de cuerpo y defendidos con sus brazales, se hallaban en seguridad para sacudirlos, sin que ellos tuviesen medio de defenderse. Si no los hubiera embestido la caballería, hubieran destruido ellos a todos.

Se puede, pues, después de haber reconocido el defecto de ambas infanterías, imaginar una nueva que resista a la caballería y no tenga miedo de los infantes; lo que se logrará, no de esta o aquella nación de combatientes, sino mudando el modo de combatir768. Son éstas aquellas invenciones que, tanto por su novedad como por sus beneficios, dan reputación y proporcionan grandeza a un príncipe nuevo769.

No es menester, pues, dejar pasar la ocasión del tiempo presente sin que la Italia, después de tantos años de expectación, vea por último aparecer a su redentor770.

No puedo expresar con qué amor sería recibido en todas es tas provincias que sufrieron tanto con la inundación de los extranjeros. ¡Con qué sed de venganza, con qué inalterable fidelidad, con qué piedad y lágrimas sería acogido y seguido! ¡Ah! ¿Qué puertas podrían cerrársele? ¿Qué pueblos podrían negarle la obediencia? ¿Qué celos podrían manifestarse contra él? ¿Cuál sería aquel italiano que pudiera no reverenciarle como a príncipe suyo, pues tan repugnante le es a cada uno de ellos esta bárbara dominación del extranjero?771 Que vuestra ilustre casa abrace el proyecto de su restauración con todo el valor y confianza que las empresas legítimas infunden; últimamente, que bajo vuestra bandera se ennoblezca nuestra patria772, y que bajo vuestros auspicios se verifique, finalmente, aquella predicción de Petrarca: El valor tomará las armas contra el furor; y el combate no será largo, porque la antigua valentía no está extinguida todavía en el corazón de los italianos773.




 
 
FIN DEL LIBRO DEL PRÍNCIPE
 
 


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