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El rescoldo1

José Triana



Para Tania y Samir Assaf.





El viejo reloj de péndulo marca ocho din don; son las ocho de la noche, se dice y aparta las manos de los papeles que están sobre la mesa y las posa en el regazo, una sobre otra, sentada en una comadrita de la despojada saleta. ¡Inaudito! ¡Una semana en esta casa, Dios!, y piensa en la carta que Ignacio se opuso a abrir, signo de negligencia, de reprobación o de dolor, que quedó en la mesita de noche, y tuvo que librarse una batalla de mutismo y de frases entrecortadas para que fuera ella quien, escudriñando las letras deformes y vacilantes, leyera la noticia, el inevitable suceso. «¿Y a mí qué me dices? ¡Que se lo coman los bichos del monte!», fue el lacónico exabrupto que le lanzó concluida la lectura. «¡Es tu padre!», vociferó ella colérica. «¡Tienes que ir! ¡Deja ese absurdo rencor!», y el tirón que le dio a la puerta la dejó perpleja. A la vuelta de una quincena, paciente, ella quiso sacar ventaja, releerle la carta, suplicarle, persuadirlo. Ignacio, insondable, se mantuvo en sus trece. Alejandra aceptó de mala gana y rezongó entre dientes:

-¡Iré yo!... Sí, yo, de fijo, Ignacio... -e inmediatamente pensó: «¡Un sacrificio de amor!», y se echó en sus brazos sollozando, de idiota irremediable, mientras él la apartaba sutilmente y ella se recriminaba para sus adentros, apoyando la espalda en el marco de la puerta que se comunica con la cocina: «¡Mentecata, estúpida, tramposa! ¡Un sacrificio de amor! ¡Ja, ja! ¡Ni el gallo más bobo te lo creería! ¿Cómo es posible que se te pueda ocurrir semejante calandraca? Si te oye Ignacio te saldría al paso de mala manera. No, cálmate. Sé prudente, y que tus pensamientos no se trasluzcan... ¡Ocúltalos! ¡No seas mema! ¡Prepárate en tu cabecita y lánzate al vacío!»

Y eso fue lo que hizo. Llenándose de valor se preparó para acometer un acto que seguramente se venía configurando en la vaciedad de un recuerdo neblinoso, de una circunstancia febril que nunca se permitió creer en ella, y que ahora fría y meticulosa fue a paso impertérrito organizando en su extravío.

El viento golpea furioso contra la copa de los grandes árboles de la arboleda, y la neblina en rachas se alarga y condensa en una sucesión de sucios manteles. La oscuridad ha tomado posesión de la casona sin que ella la perciba, y sigue sumida en el desorden de sus pensamientos en el centro de un ballet de sombras.

Después de una vana tentativa por elucidar los títulos de la propiedad de las tierras, después de manosearlos y volverlos a manosear, éstos yacen desde hace un buen rato sobre la mesa, considerados legajos de textos incomprensibles, desparramados en torno al quinqué como las piezas de un rompecabezas o unas miserables reliquias deterioradas, con páginas rotas algunas y otras robadas.

Debería darle un vistazo al viejo, se dice, pero prefiere estirar las piernas un rato sobre un pequeño taburete cercano. Enciende el farol de aceite, mira a su alrededor, y se acomoda. Detiene ahora la mirada en los retratos enganchados en las paredes, borrones fantasmales paralizados por la resaca de los años, por la ausencia de limpieza, por la apatía, por esa molicie que crea el desamor, conjetura. No los ve, los sueña despierta. La madre, la esposa, el padre, el abuelo. Enumera las fotos y se las representa en la memoria. Un grupo de mujeres risueñas en un tarde soleada reclinadas contra un framboyán. El viejo cuando joven con el hijo en los brazos, ése es Ignacio, suspira, teniendo de telón de fondo un fotingo del año de la Nana. Una pléyade de muchachones en redor de un ramillete de biajacas pescadas en el río. Ella hubiera podido ocupar un espacio en ese grupo. Otro papel ha sido el suyo. Imagina el reino familiar de Ignacio y el ruido de las conversaciones y los gritos en aquel tiempo. Imagina la gloria y el júbilo de la agreste campiña al alba bañada de rocío, las nubes del crepúsculo teñidas de manchones violetas y grises y bermellón en la finca La Baría. Un asomo de envidia aflora y reduce sus pensamientos a un acto de flagelación, desollándose impía. Negada estuvo. Negada y..., quizás aborrecida. Aunque esto, planteado así, de golpe y porrazo, era incierto. O, mejor dicho, no cómo ella se lo rumiaba; y en ese momento, dando una voltereta de trescientos sesenta grados, se entrecruzan diálogos hábiles, feroces, con su madre y con padre cuando Ignacio fue a pedirla para un corto noviazgo, pues había que casarse enseguida, según los deseos de los dos interesados.

La madre puntillosa le espetó, en tono bajo, consternada:

-Espero que no tengas que recriminarte luego, hija...

-¿De qué, mamá?

-¡De tu elección! Ignacio es un buen partido..., sí, sí... ¡innegable!... -interrumpió el padre-. En el pueblo todas las chiquillas tienen los ojos puestos sobre él... -hizo un breve paréntesis-, y suponemos, tú madre y yo, que algo grave ha pasado para que un hombre de sus calidades y cualidades deje esas propiedades de las cuales es heredero único, renuncie a ellas y se meta a trabajar de simple oficinista... Yo no tengo nada contra él, pero se comenta y se ha constatado que su padre funciona como un puñetero cuatrero..., que trafica con Dios y con el Diablo, que la finca La Baría es un emporio de monstruosidades, de..., yo nunca he tenido un contacto con él, ni me interesa, oigo de lejos, sin prejuicios -concluyó, mostrando a todas luces su malhumor-. ¡Sola vaya!

-Tan sólo te pido que reflexiones. Tu padre tiene razón.

Alejandra intuía que su padre pintaba negro sobre negro.

-¡Basura las medias tintas!... Poseo confidencias que lo confirman... ¡Una gentuza..., el padre, naturalmente! ¡Un verdadero tránsfuga! ¡No me explico como tú que conoces el revés y el envés, que te has criado escuchando sus tropelías, desde que naciste..., te decidas por el hijo..., y te embarques en semejante...!

-Papá, por favor...

-Sabemos lo extravagante que es Emelina, la mujer del notario... Pero ella dando un tiento y con tapujos farfulla que hay escándalos... de crímenes..., de fechorías y..., que su marido afirma, el notario..., ¡no me hagas perder el seso, hija! -el rostro de Alejandra se endurecía, igual que guijarro u obsidiana y se le engarrotaban las manos de frío-. Ella, y otros más, muy fiables..., me lo garantizan... Te hemos criado, y te queremos y somos capaces... ¡Te empecinas, Alejandra!

-¡Tengo miedo a quedarme vistiendo santos!

-¡Hija! ¡Alejandra! -chilla la madre.

-Imperdonable que pienses eso.

-Es un decir, papá.

-¡Que lo pienses, Dios mío! -murmuró entre sollozos la madre.

-¿Y todos esos pretendientes del pueblo? -rudamente acometió el padre.

Alejandra sintió que estaba ante un tribunal inquisitivo y debía asumir el interrogatorio y abandonar el mundo de evasivas, de ambigüedades en el cual se refugiaba con frecuencia, porque de lo contrario perdería la batalla.

-No me gustan... -soltó un exabrupto-. ¡Me aburren!

-¡Quieres lo que no debes!

Furiosa y acosada, Alejandra sentenció, casi anegada en llanto:

-Crees que soy una mala hija por haber puesto los ojos en Ignacio. Me juzgas a la ligera. ¡Les juro...!

-Supongo que no vayas a meterte allá, hija..., en los quintos infiernos, en la boca del lobo...

-Mamá, mamá...

-Excúsame, hija -su cara reflejaba una palidez mortal.

El padre le puso la mano sobre el hombro izquierdo y ella se echó a llorar...

-Perdón, hijita, perdón -repetía la madre.

Debajo de una sombrilla, Alejandra y su madre, atraviesan la Calle Real. El bochorno de la tarde se hacía insoportable. Iban a casa de la prima Aurelia, la sobrina de Carlos que, en aquella época, se había casado con Laura. Una reunión totalmente de familia. Jugarían a las cartas y tomarían la merienda.

-Tú, como nadie, debes saber después de dos años de casados... Pero se paluchea que el padre mandó a matar a su cuñado... La actitud de Ignacio quiere decir mucho, Alejandra, y a la mujer la dejó morir.

-Sí, mamá, de acuerdo. Pero él no dice ni pío. ¿Qué quieres que yo haga? Ignacio me quiere, yo lo quiero, y eso me basta. ¿Debo reprocharle que su padre degüelle... a diestra y siniestra? Yo soy la mujer de Ignacio, mamá, métetelo en la cabeza de una vez y para siempre -dijo como si lanzara un cuchillo violentamente.

-¡Es horrible! ¡No debiste casarte!

-¡Date prisa que llegamos tarde!

-Cuidado con esos andariveles.

Ella no cedía ni un ápice. Ya que del otro lado, en la casa de los padres de Ignacio, suponía o estaba convencida que se venteaba del pe al pa idéntico el tema. Sí, lo imaginaba por las indirectas que oía de aquí y de acullá sobre su matrimonio. En el cotorreo entre primas, parientes lejanas, de Doña Isolina y de sus hijas y de Edelmira y de Isabel, la madre de Adelaida..., y la amiga de Clarita Acosta. La pequeña Olinda periqueaba aturdida recomponiendo a su modo las historietas de Cuquita la mecanógrafa y de los pilluelos. Sus primos, los hijos de Emelina, se ejercitaban en los misterios de la gimnasia y de la musculación.

-Al padre, tú lo conoces, quería para su vástago... -insinuante, con cierto juego malvado-, ¡oro molido, querida! ¡Ja, ja! Su mujer la escogió de rancia cepa..., aristocrática..., ay, hijita, hijita, este mundo...

-En las buenas alianzas, se obtienen ventajas, ¿no?

-El retoño sacó las uñas engrifado y espantó la mula. ¿Tú crees que sea tan inocente?

-¡Y ella, la Alejandra, permanece emperrada!

-Yo diría enrabiada... ¡Hizo desde chiquita costa a costa la que le dio la gana!

-No había pensado en ello. ¡Eres una clarividente, mujer!

-Un reto a este pueblo, a su familia. De tan chapados a la antigua, padre y madre, había que buscarlos...

Una se echa a reír, la otra continúa imperturbable.

-¡Ni envueltos en papel de china..., y mantener distancia! ¡Imaginas lo que debe ser el dúo genitor! ¡De apaga y vámonos! ¡Una caldera a vapor!... ¡Te juro que yo...! Yo hubiera hecho lo mismo que ella. ¡Sin ninguna consideración! ¡Al duro!

-Pensándolo bien..., ¡qué cosa!

-¡La vida, mujer!

El furor y la perplejidad se confundían. ¿Qué hacer? Ella, de come bolas, oyendo sin reaccionar. Debería soltar los ariques y darles un escándalo de padre y señor mío, como se lo merecían estas palucheras mierderas. ¿Quién les dio a ellas velas en este entierro? ¿Por qué entrometerse...? Va a salir de su escondite fortuito en la biblioteca y queda pasmada. Como si estuviese asustada y arrepentida de haber huroneado la conversación y de haber tenido ese exabrupto interior. Desafortunadamente esta experiencia permanece latente y repetitiva, alternado entre bajos y altos sorpresivos. Un signo de su indecisión, de sus incontrolables pulsiones que se disuelven como burbujas intocables. Sólo Ignacio conoce esas fluctuaciones de su ánimo y a pesar de las discusiones que entablan en torno a ello, ella cae una y otra vez en el sonsonete ineluctable. «Cuestión de educación» se dice concluyendo con un atisbo de fracaso y melancolía.

-No, no es un problema de educación, querida Alejandra -rebatía Ignacio preciso y con una fanática convicción que reafirmaba lo ya vivido en la mansión familiar-. Tú dejas pasar las cosas.

-Yo, en algunas ocasiones... -murmuró ella.

Él se echó a reír, discreto y triste. Estaba parado frente a una ventana, fumando en la oscuridad.

-¿En qué ocasiones?

-En algunas.

-Sí, contadas con los dedos de una mano desde que te conozco hace diez años. Ahora estás empeñada en una historia que me parece una locura. Llévala a cabo, pues.

Alejandra se hundía en ensoñaciones que se desdibujaban internándose en un cuarto de espectros.

-Escúchame, querida.

Se apartó de la ventana, todavía en la oscuridad. Dio unos pasos hacia el cenicero y aplastó el cigarrillo. Sus palabras adolecían de énfasis, distantes en el fondo, plenas de evidente naturalidad. Es altísimo, pensó Alejandra. No había reparado en ello. A su vez observó su cuerpo delgado, los rasgos agradecidos del rostro y la piel curtida por el sol. El aire fresco de la noche acariciaba la cortina y los muebles. Ella tuvo un escalofrío. Él hablaba entre pausas grácil como un ciervo.

-Estoy de acuerdo en que conozcas el lugar en que nací y me crié. Pero yo me siento incapacitado en acompañarte. Después de la muerte de mamá la finca se vació de contenido. Papá y yo vivíamos igual que perro y gato. Nunca pude aceptar que mamá muriera sin asistencia, sola..., en el abandono, por pura crueldad...

Recluido en un internado en La Habana permanecía ajeno a su gravedad y rememora las llamadas telefónicas de larga distancia «hola. ¿cómo va, la vieja?», «achaques sin importancia, achaques de viejos», «¿debo regresar?», «para qué te preocupas», y en una de esas se escapó del pensionado y se apareció en el viejo caserón sorprendiéndolo rodeado de mujerzuelas y de compinches que traía de la zona de Camagüey, ahíto de alcohol, entre décima de guajiros y rasgueos de guitarra, celebrando delante de la moribunda sus olímpicas y endiabladas fornicaciones como delirantes ceremonias de magia negra..., en la promiscuidad...

-Ya me lo contaste, desde el principio, amor mío...

Las voces se confunden o se internan por galerías que desconoce si están inmersas en las veladuras del letargo, o que se ha quedado dormida otra vez y vienen las sombras que omitía, que acallaba en oleadas, y se asusta..., ¿me estoy volviendo majareta?

Se levantó de un salto.

¡Qué diablos pinta ella aquí! ¡Ay, Dios mío, en qué berenjenal me he metido! No fue fácil esgrimir argumentos convincentes para ella misma, los padres y las amigas después que Ignacio le apoyara en su empecinamiento. No fue fácil el plantearse el viaje. No fue fácil ir a buscar el pasaje, preparar las maletas, y enseñarle a Ignacio el uso de la cocina eléctrica si quería hacerse un café, que su madre le preparara la comida mientras ella estaba ausente, le diera unos escobazos a la sala y los cuartos y amontonara la ropa sucia en el desván, pedirle el riego de las plantas a la achacosa Doña Vidalina y a los otros vecinos cuestiones menudas como darle de comer a la cotorrita en su jaula en el traspatio y vigilar la intrusión de los perros callejeros en el jardín. Ella se aventuraría, en definitiva, por esos atajos de Dios. Ignacio, cerril, tal vez agobiado, con una máscara de indiferencia, se limitaba a mirarla. Un desprendimiento, un acto de gracia, creyó que decía burlón bajo la ducha. O un aletazo de los demonios, rezongó ella en un respingo. ¡Porque entre los aletazos de su curiosidad malsana andaba!

Por esos días, antes de la partida, la consumía el sentimiento de un salvaje desprecio a lo que la rodeaba, al padre, a la madre, a las tías, a las amigas, incluyendo incluso al pobre de Ignacio que permanecía ajeno, inmerso en su solitaria desdicha de hijo insensible a las lágrimas y a los ruegos desatinados de su narcisismo. Ya que de eso se trataba. Un narcisismo que mezclaba indirectamente sentimientos salidos de la vacuidad que jamás podría asociarlos a un hecho concreto. Ni el padre ni la madre intervinieron a favor o en contra de su decisión. Mucho menos Ignacio. Y las tías y las amigas balbuceaban los sí y los no como puras muñecas mecánicas.

Evoca la estación de ferrocarril, las horas de modorra esperando el trencito y la desazón del viaje, del central Najasa a la dichosa finca no era mucho, sin embargo para ella significaba algo como la eternidad o la muerte. Ignacio no quiso ir a despedirla fingiendo que lo agobiaba el cierre de las cuentas al final de mes y el bregar con los empleados de la oficina. El calor y el sudor la volvía pegajosa. Su cabeza se abismaba en una bruma espesa con el batuqueo de los vagones y el zumbido de la locomotora. El arribo a un pueblecito de mala muerte igual a ése de donde viene, la indecisión de qué hará, las preguntas a los empleados del paradero de cuál será el mejor medio de transporte para apearse en la finca La Baría, el tentempié y la champola de guanábana que compró en un timbiriche, la guagua atiborrada de desconocidos que chamullaban sus habituales enredos con sus bultos, sus cajas de cartón o maletas anudadas por frágiles cáñamos, sus gallinas que cloqueaban sin parar y sus puercos hociqueando y gruñendo, y al llegar a la parada de un camino vecinal las advertencias del chofer y del conductor de cuál era la guardarraya a seguir; y después ella sola en medio de una ventolera, tragando polvo como una condenada, forcejeando con su alma, perdida, exhausta, sin poder coordinar a dónde dirigirse, y finalmente avistar la señal de piedra del lugar, cruzar el portón, y fue un respiro sentir los pequeños remolinos de hojas secas dándole la bienvenida..., y siguiendo un trillo, arribó a la austera fachada de la mansión solitaria..., y ahora apenas puede describir el presentimiento de pesadilla inenarrable que la invadió y el deseo del regreso inminente cuando sintió el crujir de la estropeada madera a su paso por el destartalado portal y...

¡Al fin, ella, allí! ¡Qué extrañeza, qué locura, razón tenía Ignacio! ¡Se le anublaba la cabeza y tuvo miedo o qué...! Pero, no, no, Alejandra, calma, se embarulló sólo un segundo, y se reafirmó después diciéndose «adelante, adelante».

Al traspasar el umbral del caserón, sobreponiéndose al miedo o al malestar, asqueada e indomable, en un rapto, de furor, de odio, de venganza, a cuento de qué, no se lo explica, ni jamás podría, comienza a husmear igualita a los animales salvajes o a los gatos reconociendo y apropiándose del lugar, y así descubre la sala saqueada, entregada al fisgoneo y a la rapiña de los vagabundos y de los que exploran supuestos tesoros. En un dos por tres asciende las escaleras y repara en la recámara desangelada, las ventanas de par en par, lamidas por el viento, y luego al padre de Ignacio, sí, éste debía ser, ese miserable vejancón moribundo en la cama, los párpados cerrados, una costra de baba en la comisura de los labios fruncidos, el jadeo intenso de su respiración, y siente ella un sudor frío de aversión, algo extraño, una forma de reafirmarse, de imponerse, «¡A la postre viejito! ¿Quién pudo? ¿Tú o yo?»; y con esa ansiedad o mezcla sutil de ansiedad y de indignación que fortifica el alma, ella se apresura por saber qué queda, cuánto, el dinero, ¿dónde está el dinero, cascajo, tacaño?, ¿dónde?, ¡bastante nos has hecho, verrugo de ñinga!, y rastrea, aquí y allá, encima y debajo de los armarios, sobando las ropa usada, las toallas, los manteles, las frazadas, las sábanas, encima y debajo de la cama, revirando las colchonetas, ¿dónde está el dinero?, y corre hacia abajo, hacia la cocina, encima y debajo de la fiambrera, remueve los cachivaches o enseres grasientos y latas de sardinas, hurga en los huecos o nidos de ratones y cucarachas, encima y debajo de la mesa, tentando, una ávida raposa, un siniestro fantasma, ¿el dinero? ¿dónde está?, en las gavetas, encima y debajo de la escribanía y en los polvorientos libreros llenos de comején y de hormiga colorá, ¿el dinero?, ¿dónde, dónde?, y le cosquillea en la punta de la lengua, carijo, y se abalanza hacia el patio, y costea la casona, registra en los canteros laterales donde batían antes las sauces llorones, y en el pozo sondea, la urraca, la urraca, y el magnífico añojal de higuereta, y mete las manos en la tierra requemada, un indicio, la botija, Dios mío, el dinero, y recorre el mismo trayecto hasta el seco tamarindo y los raquíticos naranjos, y se encuentra rodeada por un paisaje lunar, la perfecta representación del despojo y de la desolación.

En las horas subsiguientes logró reconciliarse con el ambiente trivial y alucinatorio. Impuso un orden o lo pretendió con la poca energía que contaba. El viaje le proporcionó una avalancha de datos, de los que no quiso pensar, y encogidita se durmió en la comadrita, sin preocuparse por probar bocado o bañarse, reviviendo en el sueño un tropel de fantasmagorías morbosas y desosegadas, aferrada a los legajos y arbitrarios papeles que abarrotaban los cajones de la despensa y las gavetas de la escribanía.

Despertó muy temprano con la aparición repentina de un tipo desgarbado y andrajoso que dijo llamarse Crispín y que traía una cantina de leche. Un amigo, aseguró..., que dedicaba algún tiempito a «echarle un ojo al cacho de pan» de Don Ceferino, y con mil visajes y excusas dijo haber escrito la carta a Ignacio. Él calentó la leche en una vasija pringosa y subió a ver al vejete.

Guardándose de mostrar la curiosidad que la devora, supo por él detalles baladíes y por ello interesantes, de los últimos decenios de la finca, del pueblo y de los caseríos limítrofes. Crispín se evaporó sin despedirse. Y el día se desenrolló triste y solitario como un pergamino que no finaliza nunca.

Limpia sus mejillas surcadas de lágrimas. Su pensamiento se despliega como los círculos de una piedra al caer sobre el agua muerta. Espera, esperando, lo único que hace, e ignora a qué o a quién. Tímido y distante oye el cric-cric de los grillos. En pie y despacio, el farol en la mano, retando las sombras, monta la escalera. Su cuerpo, bañado por la luz y la oscuridad, cuando pasa deja un acento musical de guantes abandonados, un rastro sinuoso.

Al pararse en el descansillo de la pieza superior, el cuarto entreabierto difunde una franja de claridad amarillenta. El cirio que puso al mediodía todavía parpadea delante de la efigie de la Virgen del Cobre. Avanza, entra. En su lecho yace Don Ceferino, el rostro macilento luce estriado de arrugas, un entrecruzamiento de líneas vigorosas, su boca babeante emite un ronquido que sube por escalas desde las profundidades del pecho o de las entrañas. Sorprendido por el leve ruido de pisadas, abre los párpados, gesticula, las fuerzas no le acompañan. Un sonido ininteligible se sobrepone al galope del ronquido. Pronto se calma, y se voltea hacia ella.

-¿Quién eres?... -musita.

-Soy yo, Don Ceferino.

-¿Quién eres?

-Alejandra...

-¿Qué? -se enerva, farfulla, se aquieta-. ¿Alejandra?

-La esposa de Ignacio, su hijo.

-No te conozco.

-¿Cómo que no me conoce si hace una semana que estoy con usted?

-¡Ah, Alejandra! ¡Sí, ya entiendo! ¡Qué oscuro todo esto, por el amor de Dios!

Su voz se apaga en un quejido, y en seguida se repone:

-Ignacio, desde chiquito, caballo sin orejera.

-Debe venir, lo prometió, y... ¡Vaya usted a saber!, las guardarrayas inundadas, y ha caído tanta agua en los últimos días -miente, está mintiendo, como lo ha hecho milientas veces.

-No te preocupes, mujer, digo, Alejandra -su voz se aclara, y cesa el jadeo.

Ella, ajena a lo que él le habla, sólo escucha un eco precipitado, un torrente rápido y sombrío que la oprime sin cesar, agudo como una humillación, y armándose de valor espera que la fatalidad resuelva. «Cuándo acabará», se dijo. «¡Qué suplicio, Dios mío! ¡Una trampa! Estoy amarrada. De pies y manos. Ay, virgencita líbrame de los malos pensamientos. Dame un soporte donde agarrarme. Un escondrijo, una madriguera...».

Allí en la cama vuelve a verlo y ninguna compasión aflora en ella, ni la aversión natural que podía inspirarle, ni tampoco el menor espíritu de revancha. Creyó verse idéntica a él, afligida por esos estertores, por esa postración, muchos años después, y vio cómo la decrépita casa, la imponente casona se abombaba, cuarteaba y crujía, cómo el musgo verdecía, se apoderaba de los muros y de las columnas de los pasillos, una alfombra arrastrándose, o tapices que invadían trecho a trecho los ladrillos y piedras de canto, e inútil será que los albañiles tiren un muro y levanten otro, la implacable erosión del tiempo avanza a ciegas y derechito hacia el espanto, y ella es la única testigo, porque todos o la mayoría de los parientes e hijos de los parientes la olvidaron, a ella y a la casona, en medio de estos fangales y de estos terraplenes polvorientos, y ya Ignacio estaría en la paz de los justos, y un escalofrío la estremece, y lo siente ahí, a él, a Ignacio, en un va y viene, en inasequibles espirales.

Y ha sido distinto, lo supone, qué caray. Pues reconstruye ella una historia incompleta que conoce por los runrunes de aquellos mercachifles que se congracian en las cuatro esquinas, dale que dale, mi socio -que si la mujer de Peresenjo se embejucaba con Sutanejo, que si Perico Piedra Fina se embuchaba los premios de la charada y de la lotería y hasta los quilos prietos, que los negocios sórdidos...-, sí, por las boberías y las truculencias que, los muy benditos, en el artistaje, desembuchan sin ver más allá de sus narices. En especial, y eso la aterroriza, la entrevista de Don Ceferino con marrulleros de quinta categoría calculando la cacería, el acorralamiento y el asesinato a salvajes machetazos en campo raso a medianoche de Quintiliano Rodríguez, un primo segundo de la madre de Ignacio, por complacer o librar de un apuro a Don Agustín Zabaleta, compinche suyo en truhanerías.

Apenas Ignacio deslizaba un comentario que ella de seboruco trataba de sonsacarle los detalles y los hechos, y baldío esfuerzo, las diferencias entre él y su padre quedaron relegadas detrás de una barricada infranqueable. «Cuentos, la gente se aburre, mujer. ¡Vainadas!», rezongaba él; y ella no comprendía o no quería comprenderlo. ¿El hijo renegó al padre por las razones que ella barruntaba? ¿O fueron éstas al vivo las que terminaron por fermentarse, por fundirse en combinaciones furtivas, en encadenamientos carentes de sensatez o aparente plausibilidad?

Él reposa ahí, pálido, su cara de pájaro remoto, acartonado; se le hincha el pecho jadeando, pierde intensidad, se revuelve él a ras de las sábanas, recrece el jadeo y se extingue como un neumático que se desinfla. El dueño de La Baría, Don Ceferino Mendieta, era él, y esta casona su paraíso intocable, el olimpo admirado, deseado y envidiado. Ella le imagina en su juventud aureolado por un fascinante poderío. Parecido a esos personajes que se ven en las reproducciones de lienzos o estelas de las antiguas dinastías de reyes y emperadores que enarbolando una espada o el látigo dominan conciencias, montañas escabrosas, ríos y desiertos improbables. El todopoderoso señor de un feudo de doscientas caballerías y de un sector del pueblo de Sibanicú. Extensiones dedicadas al cultivo de la caña, a los frutos menores, y a las maderas preciosas. Una treintena de hombres laboreaban bajo su férula. Sus deseos eran postulados incuestionables y sus métodos, el desahucio, la amonestación, el soborno directo o indirecto, la compra de hipotecas y el crear nuevos lindes en sus tierras a punta de escopeta en la madrugada, hacían prevaler una ley que favorecía sus intereses con un arte que sólo poseían los capitanes de caballería y los conquistadores.

¡Qué diablos pinta aquí!... Exponer a fondo sus sentimientos equivaldría a ejecutar las contorsiones de un acróbata en la pista de un circo, bailando sobre la cuerda floja, el cuerpo apuntando hacia una meta inaccesible. No debió de haber venido. Reconocía su error. Pero bastaba con que fuera su padre, el padre de Ignacio, y ella sacaba de no sabía dónde un extraño sentimiento del deber. De no haberlo hecho, jamás se lo hubiera perdonado, ni hubiera vivido en paz. En concreto, no era por el padre ni por Ignacio, sino por ella. Por eso se lo propuso, y él no refutó la idea y ella cargó la responsabilidad, y lo que no dijo se convierte ahora en una humareda de desazón -¿qué tengo yo en esto?, ¿por qué debo ser yo, Ignacio? Recuerda que ensayó una mueca de asombro o una astuta dulzura que llenaba el espejo, y él, Ignacio, a la zaga, la miraba resentido, feroz, resuelto. Ella deliberaba sobre la estratagema a la que se aferraría, y su cara se contrajo y las preguntas se evaporaban en una región de sombra. El probable estallido se metamorfoseó en mansedumbre, en aprobación. La esfera de rabia, despecho y deseo de venganza, se redujo -¡demasiados años, demasiados, Dios mío!-, convino; era más fuerte la piedad, o no, el reverso de una página en blanco, una extensión o un cuadro sin color donde todo desgarro, todo garabateo, todo borrón los excluía, e incluso la lipidia interior que sostenía.

¿Qué hace acá? ¿Por todas las razones ya expuestas? ¿O era peor? ¿Una demencia, como garantizaba Ignacio..., o de esa malsana curiosidad de la que ella se jactaba en lo secreto, de ese embrollo de minúsculos meandros inextricables..., o también un desafío que se imponía feroz, libre y abiertamente, el alarido ancestral del humillado que levanta el hacha y se enfrenta con orgullo al enemigo? ¿O vino por razones nebulosas? ¿Falta de carácter? ¿Flojera? ¿Una sanguanguería? Ninguna de estas conjeturas dan en el blanco, y aunque insistiera lo que encontraría sería una pregunta sin respuesta. ¿Por qué estaba en este lugar? ¿Por qué?...

Y hete aquí que sigue el curso de sus entendederas, abúlica, delante de este manojo de vértebras y pellejos que a intervalos cambia de posición y dará de un instante a otro la arqueada definitiva. Ante la muerte acepta lo que creyó inaceptable. Saldadas las cuentas para ella, ¿es cierto?... Para él, para Ignacio, no. Y sabe que él no metería su hocico aquí, que no volvería a pisar ni los pasillos, ni el zaguán con su debilucha enredadera de quicalias, ni las escaleras, ni los parajes enloquecidos por el viento, ni siquiera el portón. Lo sabe desde que lo conoció, un trentiuno de diciembre, para ser bien exactos, cuando vino a un baile de disfraces en casa de su prima Emelina que vestía de pirata; ya en aquel entonces, y con el tiempo y un ganchito... «Tú no serás nadie. Tú serás un mico. Casarte con esa mujer, con esa hija de un pelele, con esa pelandruja... ¡Estás loco! ¡Se aprovechará de tu situación, de nuestra situación!... Yo he construido esta casa para ti -y se apuñeaba el pecho, y enrojecía o palidecía. Su voz resonaba y era una montaña de odio, eso le confesó Ignacio durante el noviazgo, meses ulteriores, escapado de aquel raro laberinto donde él consumió la rabia, reteniendo un rescoldo incierto de pesadumbre-. Estoy viejo y te repito que te rascará la faltriquera, y entre nosotros cruz y raya, que no me da la gana que lo que he ganado con mi sudor sea ella, ella..., ¡estúpido, come jiña! Tu madre la odia y no quiere verla ni en pintura, y yo menos... Ella para ti estará primero que nosotros, que yo, que he hecho el máximo sacrificio. No te deschabes, hijo; que es de otro medio y la ambición la mata. ¡Ignacio, cabrón, reflexiona!». Delante de la intolerancia y el abuso de poder del padre, el hijo erigió una lápida de muerte, una estela de olvido.

No hubo reflexión ni rectificación. Liberado de remordimiento o de la tentación de censurarse, Ignacio se casó con ella y se desuñaba afanoso y alegre como mecanógrafo y más tarde como Contador de Libros del Central Najasa, un caserío tristón y ventoso -donde ella nació y se crió-, y a lo largo de los años de cuando en cuando un delgado sobre aparecía en el suelo del pórtico de su casa, o el recado de los amigos paternos que se insinuaba sibilino tanteando el terreno. Ignacio, imperturbable, leía el pliego y lo rasgaba, u oía el mensaje y sonreía. Las remembranzas de la vicisitud de la muerte de la madre y de una hermana del padre se enquistaron en alguna lágrima, en el esbozo de una emoción inconfesable. Su mutismo traducía el implacable veredicto. Ni nostalgia de retorno, ni flores ni cirios a las muertas, ni misas en la iglesia. Duro como granito, Ignacio encanecía; y ella, sin hijos, adherida a él, languidecía de males aberrantes e imprevisibles, de una angustia sorda, de una presunción, quizás el presentimiento de lo indefectible.

-¿Quién anda ahí? -oye que dice el viejo con un tono áspero-. ¿Quién?

Alejandra se inquieta. Observa que él intenta soliviarse, y su intento se frustra, desplomándose como un saco de huesos, catastrófico, anuncio del ineludible derrumbe de la casona de arriba a abajo. El viento embravecido sacude las hojas de las ventanas, y a bandazos se muda en un temible endriago que desata en el interior un aullido de aflicción.

-¡Ignacio! ¡Ignacio! ¿Estás ahí?

-No, soy yo.

-¿Quién eres? ¿Quién? -Sus ojos la miran, inquisitivos-. Ah, ya sé... Discúlpame, mujer.

-¿Disculparle, qué?

-¡Hija, hija!

Extiende una mano sobre las sábanas enmarillecidas, temblequea y se agarrota antes de alcanzar el borde del lecho.

-Vamos, cálmese -como soñando lo entrevé ella mientras resbalan los vocablos del otro hacia una sima. Nada la conmueve. Siente que se acongoja, no, ni congoja, ni sollozo; sino una parálisis que progresa por caminos ocultos, que la gana, la estremece y le corta las palabras. Desearía alejar el turbión, que no la abrumen tantas divagaciones que la sumergen en una zona no del todo cercana al desvarío.

-Ha caído mucha ceniza, lo sé... Espantar las musarañas, abrirse el camino, en un tris, sólo Ignacio, lo reconozco. Nunca, nunca -y no dijo «vendrá».

De improviso se endereza y se sienta, recobrando una vitalidad que él sobrevalora, y en el impulso se despierta el candor de sus visiones infantiles.

-¿Oyes? Suenan las campanas, y en los cañaverales se huelen los olores agrios de ron, y vuelan las auras tiñosas hambrientas..., ¿ves?, el cielo azul y sin embargo hay tormenta, truena por el bajío... Tralalí tralalá. Un negrito viene y un negrito va.

Y cae sobre la almohada. Y bien podría ella reprocharle lo que no pudo o no se atrevió, a bocajarro, no con espíritu de revancha, sino impasible, con la certeza de lo irremediable; bien podría chincharlo malvada, arrojarle el vómito ácido y seco que incrustado le atormentaba; y desde esta postura que defendió desde el inicio y que se transformó en un vicio, en orgullo de ser, en modo de vida, podría ponerlo en su sitio, desintegrar las partículas venenosas, el berrinche que se atenuaba, renacía y desaparecía en ciclos caprichosos: «¿Qué te has pensado, viejo miserable? ¿Crees que estoy y he estado con tu hijo por el dinero, por este maldito feudo? ¡Es que tú ni idea tienes de lo que es el amor! ¡Ni sospechas lo que significa!... Contigo, ni parientes, ni amigos, ni criados. Sólo yo, la indigna, ¿verdad?, y esta casa se desploma... Ni la rapacidad, ni el aplauso, ni la sumisión, ni el odio de los hombres, ni el desprecio, ni la mentira. Mira lo que te has vuelto, un adefesio, un monstruo». Y el discurso se le antojó huero, obsoleto, privado de sentido. Un fantoche. La visión de una fotografía inicua, una fotografía golpeada por un relámpago, reducida a trizas quemadas. El cuadro melodramático que encontraba en las novelitas rosa a que se habituó a manosear desde pequeña. «¡Qué boba, Dios mío! ¡Cómo se me ocurre tamaña estupidez! Poco sabrás, porque no lo has vivido. Te inventas una existencia. Te inventas sentimientos. Te inventas la vida de los otros y te las crees a pie juntillas. ¡Imbécil!», y se maldijo: «La verraca eres tú. ¡Cumple tu destino!», y se deshace en lágrimas, en gimoteos ininterrumpidos.

-No te alarmes, mujer -dice sin ambages, firme y decidido-. Conozco a mi hijo, no vendrá. Antigua historias, patrañas de caminos..., ahí están, y nadie las va a alterar..., ¡es una lástima, una verdadera lástima! ¡Es demasiado el odio! ¡Es una lástima!

Cierra él los ojos y hunde en un sopor agitado como si cruzaran imágenes terroríficas en sus adentros, imágenes que se esfuerza en rehusar y que resisten dispuestas a cualquier embate semejantes a los centinelas de un palacio asediado; acaso mueve un dedo débilmente:

-Acércate -dijo-, siéntate a mi lado.

Alejandra coloca el farol encima de una rústica mesa, y se aproxima temerosa, desconcertada. La voz de Don Ceferino transparenta un relumbre de estalactita rota, una crujido de gajo astillado:

-Ven, no tengas miedo..., ven aquí, junto a mí...

Alejandra obedece, sentándose en una orilla de la cama, mientras prende un cigarrillo. La mano del anciano, sobre las sábanas de mugriento algodón, se desplaza insegura, como palpando la arena de una playa. Y de pronto admite, para su asombro, que ese «ven aquí, junto a mí», era lo que ella perseguía entre la matraquilla y torpeza de su pensamiento. O no. Aferrado en la raíz de sus desvelos, de sus ensoñaciones secretas. El reconocimiento. He ahí el quid. La sombra de su perversión. Años y años, menospreciada, vituperada. Esa frase era el sustento que frenética anhelaba su alma. Un abanico abierto, infinito, ofreciéndole las perlas de la quimera. Un brillo de pasión, un aleteo de alas indomables. Colmando su necesidad, su avaricia íntima, su contrito ser. La coronación de su mediocridad condenada al vacío. Y la asqueaba su carencia de espíritu, su nulidad. Supo entonces que amor, desprendimiento, angustia, sacrificio resultaban espectros o argucias manidos delante del gran inquisidor que es la vanidad. Ni los espías ni los agentes de la policía, ni los detectives, ni los fiscales, ni los jueces, ni los asesinos, pueden tender una red tan intrincada, ni igualar a la vanidad en el arte de acometer, de interpelar, de infiltrarse y de controlar hasta en los mínimos meandros. Quien supera ese lindero conoce la infinitud del poder. Sí, ella lo sabía, y sabía que no se avergonzaba, que su nulidad, su carencia de espíritu, su asco, frenaban su locura. ¿O era la locura en su más diáfana expresión? Y en un giro de inmensa ternura, ella, Alejandra, se desanuda y vuelca, y quisiera salvarlo de su agonía creciente, de los limbos innobles donde se arrastra. Nunca estaría Don Ceferino tan cerca de ella; nunca sería ella tan indispensable. Por fin le mostraría un pedazo de su corazón. No un estéril y novelesco ensueño. Un consuelo a su vejez, la abnegación de una mujer repudiada que se despatilla por curar a un enfermo. Piensa que sus empeños de conquista restaurarán su verdadera imagen. «Una taza de caldo de pollo le caerá bien al vientre y lo reanimará», se dice, y se imagina que lo mima, y feliz le prodiga consejos. El médico del pueblo vendrá esta tardecita portando su camarita Kodak para tirar unas foticos que luego pondremos en la sala. Usted verá pronto un hombre nuevo. Lo lleva dando tumbos al cuarto de baño. Lo baña, lo viste. Ha sudado demasiado. Oh, qué horror estas vestiduras, este sudario infame. Lo obliga a que baje las escaleras con ella. Uno, dos... Es una hermosa mañana de primavera. Han florecido los mangos y en el verano se hará una buena recolecta. Doña Vidalina le guisa un puré de malanga con salsita de ajos y unos huevos pasados por agua. Oh, Dios mío, Don Ceferino, es un milagro, y casi lo dice cantando. Recuperaremos las tierras. Ya nos arreglaremos de tanta ignominia y de que no exista la piedad en los hombres, ¡pobrecito, viejito lindo!... ¡Cómo debe haber padecido con eso de la confiscación, y dejarle un realengo de a tres por cuatro! ¡Cicateros! ¡Sin su mujer y sin su hijo adorado!... Ignacio chorrea, empapado, por el calor y el sol que raja las piedras. La siembra de arroz este año promete. Lávate, hombre. ¿Ves cómo se ha ido parando el viejo?, le susurra con aire malicioso. Con tesón, osadía, o ambición, si tú prefieres, el mundo se transforma. ¿No me crees? ¡Ya verás! E irrumpen los invitados de Guanes, hay que denunciar esta tropelía, y la fiesta es en grande, convidamos a los de Najasa y de Sibanicú. Y las señoras de Ordóñez y de Peralta se pavonean por las arcadas de los lirios y Don Agustín Zabaleta reparte el aliñado. Y entretanto Don Ceferino gruñe en su silla de ruedas: ¿Qué petardea ese diablo...? Y ella saca las cosas del pretérito, las conversaciones que ha oído en las novelas de radio o de su propia cosecha, y recrea pieza por pieza las antiguas fotografías de la saleta, presumiéndose serena, natural. Somos unos muertos de hambre, y seremos ricos. ¡Ahorraremos hasta el último quilo, Ignacio! Hay que darle una pinturita a la recámara de Don Ceferino de azul celeste y barnizar los muebles de la sala. Ignacio, el cuarto, el nuestro, lo quiero blanco. Cambiaré las flores de papel por las auténticas, las del jardín. Mira, cómo las palomas vuelan sobre el cenador de los tilos. El retrato de tu madre lo colgaremos en el pasillo, junto al arco del comedor. Mudaré las cortinas y se lustrarán los pisos de madera. Los muchachos trajeron una canasta de biajacas. ¿A quién se le ocurre una tal idea? Crispín, atiza las brasas en el patio, que Ignacio terminó de desollar el puerco. Ahí está el aliño, Vidalina. Siempre pasas por alto los detalles. No le eches pimienta, por favor. Y poquito a poquito la casona se renueva. Pusieron unas sombrillas gigantescas de colorines, allá, en la arboleda, y las mujeres con trajes floreados, imitándola, cantan y chismorrean de lo lindo. El sermón del Padre Alfonso el domingo, qué maravilla, y cantaron el Sanctus como los ángeles. ¡Ah, Laurita, tan modosita, ven!, y usted Doña Isolina, y Lidia, cuánto tiempo, Virgen de las aguas. ¡Una dádiva de los cielos!, y en esto llega Edelmira con Don Gualdimiro y Emelina, su marido y sus dos hombrones..., y Octaviano e Isabel, ¿por qué no, Adelaida y Alberto?... Esta es la primera semana de vacaciones, y no me permitiré un minuto de tranquilidad hasta que no huela el frío céfiro azul de los sembradíos. Anoche no dormí pensando en esos hombres que se revientan lo mismito que los mulos en los campos de caña y en las planicies incendiadas de girasoles, y cargan carretas y carretas de pajuz y desperdicios. Con la guerra los precios aumentan, discuten los hombres en el porche. Los americanos desembarcaron en Normandía y los ingleses sufrieron anteanoche un bombardeo. A Dios gracias que a nosotros eso no nos atañe. Se reclutan hombres para el ejército. Puros voluntarios, señores. ¡Ni pensarlo, Don Agustín, somos un pueblo diferente! ¡Jamás tendremos una guerra! Un pueblo pacífico, un pueblo noble. Y ella los oye y es un tararí tarará de vihuelas, de guitarras sonando en el traspatio. Y de un volteo la situación es otra ante ella.

-¡Estás aquí! ¡Estás aquí! -machaquea él monocorde, ausente, en una especie de salmodia, entregado a un ritual indescifrable-. ¡Aquí!

-¿Qué le apetece, Don Ceferino? -articula Alejandra, y sus palabras son gemas aterradas, y no obtiene respuesta.

Un silencio de desierto se expande con el humo de cigarrillo de Alejandra, de entrada una nata que se explaya hasta las paredes sombrías y después en suaves plumones. El brusco ronquido de Don Ceferino retumba en las tinieblas:

-Dios debe asomarse dentro de un ratico... ¡Eso es lo que importa!

Voces lejanas atraviesan puertas sucesivas, brillan en los ojos de los cocuyos persiguiendo otros ojos, el canto insólito de algún pájaro extraviado implora un refugio, el frote de una hoja de esmeril sobre una superficie quebradiza se descompone en múltiples chasquidos o lamentos, y ese sonido de algún lugar, ese sonido como velado que viene, ese sonido que viene, que viene, que va...





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