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El saber lectorial en las novelas de Torquemada1

Jean-François Botrel


INRP / Université Rennes 2



Una preocupación general por la recepción de la obra de Galdós ya me llevó a estudiar el éxito editorial de ésta en una perspectiva de sociología del libro (1984-1985), la relación entre lector nominal y lector real en Fortunata y Jacinta en el proceso de la cooperación interpretativa (1989), los distintos públicos y sucesivos lectores de Galdós (1994) y, últimamente, las consecuencias de las formas editoriales sobre la recepción de los «Episodios nacionales» (1995). La tetralogía de las novelas de Torquemada me servirá, ahora, para plantear, a propósito del personaje eje y epónimo, el papel desempeñado por lo que W. Iser llama el «repertorio» o sea «la parte constitutiva del texto que remite precisamente a todo aquello que es exterior al texto»2, «con todo el trabajo de transposición en el marco de la narración» y la posibilidad más o menos efectiva de compartirlo bajo forma de connivencia entre el narrador y el lector en el texto; nos puede ayudar, pues, a conocer al «intendierter leser» según Wolf3, pero sobre todo la función que desde el punto de vista narratológico le atribuye el narrador.

De los estudios de G. Pozzi (1990) y de otros llevados cabo a propósito de las relaciones entre el narrador y su lector o sus lectores, se puede deducir que no existe una verdadera homogeneidad ni del lector como categoría ni de la función por él desempeñada. En el caso de Galdós se puede incluso observar una evolución en la manera de involucrar al lector desde los «Episodios nacionales» hasta las «Novelas españolas contemporáneas» y, dentro de éstas entre Fortunata y Jacinta, por ejemplo, y las novelas de Torquemada.

Mi hipótesis es, pues, que el específico planteamiento del personaje central en esa serie «andragógica» hace más complejo e instrumental pero también más patente el «repertorio» exigido: por la peculiar relación que se puede establecer entre el lector modelo y el protagonista en su proceso de aprendizaje/formación y por remitir el nivel narratológico a otro más sociológico y cultural.

Me propongo, pues, destacar el uso por el narrador de las competencias lingüísticas, culturales básicas o intertextuales y «consuetudinarias» del lector aplicadas a la configuración del personaje Torquemada y el papel atribuido y atribuible al «saber lectorial» para la elaboración y definición del sentido de la tetralogía galdosiana.


El repertorio lingüístico y la distinción

Sabido es que la manera que tiene Torquemada de expresarse es el elemento clave de su configuración como personaje. José M. Navarro (1997) habla de una instrumentalización de los registros y sociolectos para la caracterización del personaje. Sabemos por otra parte que el proceso de cambio social y económico de Torquemada («hombre en estado de metamorfosis») a lo largo de las cuatro novelas queda reflejado o ilustrado por su evolución en su manera de hablar por sus cambios de registro o sociolecto, con la «mejora (deseada, planeada, alcanzada) de su caudal expresivo».

Ahora bien: la peculiar relación de Torquemada como personaje con sus sucesivos registros y sociolectos (Navarro, 1995), no puede entenderse (por el lector) sin un repertorio «de referencia dominante» compartido que por vía de la «distinción» permite precisamente caracterizar («marcar») al personaje. Es el principio/efecto que, con términos del propio Galdós/Torquemada llamaremos el de «idiosincracia vs ideasingracia».

Veamos qué recursos supone su ilustración o puesta por obra por parte del narrador en su «juego» con su lector («intendierter leser»).

La norma estándar es «lo que se dice» (o lo que «no se dice así» o «como hablan los que saben hablar» (no se trata sino excepcionalmente de escribir) y la meta, la adecuación entre el registro (culto) y la posición económica y social contemplada.

La mera transcripción de las maneras de hablar de Torquemada (de su modus dicendi) ha de permitir al lector atribuir el sentido buscado por el narrador: percibirá lo familiar o vulgar de la expresión («pariente», «breva», «latero», «cosa del otro jueves», «echar chinitas») y, sobre todo, lo anormal, desde la fonética («diferiencia», «caraiter») o los solecismos y barbarismos («el suplicio de Tártaro», «reasumiendo», «mártira», «cleriguicio») hasta las construcciones revesadas («un ataque a la cabeza vulgo meningitis») o pedantes y pedestres, como «Mecenas de la holgazanería» o la metáfora de los pies del pan (p. 439). Remito, una vez más, al estudio de J. M. Navarro (1997).

Aquí interesa observar como se supone que el contraste de los registros al uso con el registro vulgar o popular (y, al final, hipercorrecto) de Torquemada se hace implícita o automáticamente, sin apenas una intervención del narrador, pues4.

Existe sin embargo una ayuda del narrador al lector para que éste se percate de la anormalidad: consiste en destacarla materialmente, subrayándola en el manuscrito para que resulte itálica en la composición tipográfica, como en el siguiente caso: «esta será la condición sine qua non, la única, la principal de todas las condiciones sine qua nones» (p. 366). Aquí echamos de falta un estudio más sistemático sobre la «puesta en libro» del texto, empezando por esa especial manera de introducir comentarios implícitos en el texto por una mera variación de la tipografía, como es el caso con el uso de la itálica. Podemos decir que el recurso a la itálica es sistemático para las «citas» del discurso de los personajes (fuera del discurso propiamente dicho o sea el reproducido) que en el caso de Torquemada (ya que el procedimiento afecta a todos los personajes) remiten a usos insólitos y criticables (cf. p. 491: «según el dictamen de los inteligentes, críticos o lo que fueran, todo aquel género, lencería pintada, tablazón con colores», escribe el narrador al referirse a las colecciones de Cisneros con evidente referencia al registro de Francisco Torquemada). En alguna que otra ocasión una intervención (reflexiva) del narrador marca una especial insistencia más parecida a las de Clarín: se puede citar el caso del canciller Bacon (Béicon) o «estas borracheras, que así las llamaba, de su pensamiento» (p. 511). No obstante lo más frecuente es que el propio Torquemada, gracias a comentarios que le atribuye el narrador («servidumbre vulgo criados», «yo estuve diciendo diferiencia hasta el año ochenta y cinco») u otros personajes sean los que contribuyen a la «pedagogía» del lector conforme se va acercando, con el fin al de la tetralogía, a la normalidad lingüística supuestamente compartida.

Comentarios del mismo tipo se podrían hacer, aunque con menos consecuencias sobre el personaje de Torquemada, a propósito del remedo de diversos sociolectos (de la religión, de la legislación, de la administración, de la política) llevado a cabo por el narrador, el protagonista y otros personajes.

Se ve, pues, como el repertorio lingüístico disponible y los recursos narrativos que lo implican colaboran en la «interpretación» del sentido atribuido al proceso de encumbramiento de Torquemada, medido por el grado de mimetismo con el registro «culto», además del placer asociado a lo pintoresco o humorístico de la expresión o la satisfacción de sentirse superior5.

Ahora, convendría hacer el mismo estudio para el nuevo registro (el del arribista arrivé) con su abuso de los enclíticos, «retahílas» de marcadores de dicho registro (tipo «dilema»), cultismos y contrastar todo esto con los personajes «testigos» situados en cada novela de la serie, ya que en este bildungsroman, el narrador coloca en cada novela un personaje/mentor al lado como contrapunto o piedra de toque del protagonista (Bailón, Donoso, Zárate, Gamborena) también lingüísticamente caracterizado e identificable.

Hasta aquí, el repertorio lingüístico implícito y, a veces, explicitado, negativamente, para los efectos de la narración y sentido de la novela cíclica. Viene a ser como una parte del material lingüístico disponible («matériau» dice P. Macherey (1971)) sobre el que, inexplicablemente, sabemos poca cosa, cuando el corpus galdosiano merecería, en sí, un análisis contrastado que los modernos medios de tratamiento y análisis del texto hacen factible. Lo mismo se podría decir del repertorio cultural que es lo que, en las ediciones críticas, suele exigir las notas supletivas o explicativas.




El repertorio cultural y la homotecia

No vamos a hacer aquí un inventario sistemático de los componentes de dicho repertorio o sea de cuantas referencias históricas y culturales se presentan en la novela (sería interesante hacerlo para toda la obra de Galdós, para saber si existe un «repertorio cultural» específicamente galdosiano), pero sí podemos discriminar entre las que se mencionan a secas como en el caso de referencias a personajes o hechos de la historia española o universal y las que vienen acompañadas por un comentario aclarador/orientador o al menos por una clave, discriminar entre las que pudieran formar parte de una vivencia histórica común y las que acaso pertenezcan a un sector reducido de la sociedad lectora.

A nivel de realización, la situación media y teórica es aquella en que existe un saber lectorial previo (el «consaber») que permite al lector entrar de lleno, homotéticamente, en la comprensión de las palabras por muy complicadas o raras que sean y en la red más o menos espesa de las referencias varias, trátese de un mero saber vivencial o de un saber metaliterario desarrollado alrededor de la intertextualidad. Contentémonos con observar algunos de los registros movilizados6.

Las cifras. Entre los detalles que remiten a un saber experiencial elemental y permiten medir el encumbramiento económico de Francisco Torquemada («el fabuloso aumento de riqueza» [p. 107]), están en primera línea las cantidades y cifras que pudieron en su tiempo tener una validez por corresponder a una escala de valores compartible y, hoy, sólo pueden tener un valor relativo cuando se comparan entre sí. Así, por ejemplo, no cabe duda de que los 30.000.000 de pesetas -valor atribuido al capital del señor marqués viudo de San Eloy (p. 635)- pueden compararse con la renta de 1.300 reales al mes que da en los años 1880 la casa de corredor de la calle de San Blas (p. 7). Pero cuando Torquemada empieza a usar una chistera de 50 reales (p. 13) o cuando gasta 10.000 reales en una «sepulturita perpetua» (p. 142) y le cuesta el cocinero 40 duros al mes (p. 589), aun cuando el lector de hoy lo interpreta como cantidades elevadas, las referencias movilizables por los lectores contemporáneos permitirían dar un valor y un sentido más explícito a tales contabilidades: las 12 pesetas y media de la chistera representan de tres a cuatro kilos de jamón (en 1883), los 10.000 reales de la «sepulturita» el 70% del sueldo anual de un catedrático de universidad, casi tanto como el sueldo del cocinero francés7.

Las referencias culturales. Si nos fijamos ahora en las referencias culturales, comparada con Fortunata y Jacinta, la serie de Torquemada es muy poco madrileña: sólo se hacen algunas referencias a calles o monumentos al principio y no entran para mucho en la novela («San Blas con vuelta a la de la Leche», calle de la Salud (p. 39), calle de la Luna (p. 53), Puerta del Sol, Santa Cruz, Calle de Preciados, Chamberí, Cuatro Caminos, etc.); el medio ambiente madrileño es en todo caso mucho menos presente que en Fortunata y Jacinta. Por supuesto, la mención, sin más comentario (p. 23), del Saladero (cárcel), de San Bernardino (asilo municipal) o de Leganés (como metonimia del manicomio) excluye potencialmente del sentido a todo aquel que no sea madrileño o al menos español (pero Galdós no piensa en un público no español). En cuanto a las referencias al agua de Lozoya o a la miel de la Alcarria y otras realidades «geográficas», son escasas y forman parte del patrimonio gustativo nacional madrileño o urbano o, como la Sierra Morena (p. 637), del patrimonio imaginario universal. Como se ve, poca sustancia cultural hay en esto: ni siquiera la contenida en un manual de conocimientos útiles que va a ser la obra de referencia dominante. Vemos, pues, cómo el repertorio implícito nacional y contemporáneamente compartido y por tanto excluyente de los demás8, cobra menos relevancia en Torquemada con respecto a Fortunata y Jacinta, con el posible ensanchamiento que permite tal descontextualización.

Las referencias a la historia nacional, como acompañamiento de la ascensión social de Torquemada, incluyendo claro está las incidencias de las sucesivas desamortizaciones («el inventario del año 39» por ejemplo (p. 120), pero hay una explicación para los que no saben... p. 621, ¡al final!), no parecen exigir mucho más que unos conocimientos «heredados» e inmediatamente disponibles entre los lectores de Galdós (fuera de la alusión a «la» «primera guerra civil», p. 115). Llama la atención el carácter casi convencional de las alusiones culturales o literarias («música de Wagner», «novelas de Zola» (p. 292), «un autor ruso» (p. 295), «más tísico que la Traviatta» (p. 53) -símil casi convencional (cf. Botrel, 1989)-, «la donna è mobile» (p. 218), El año cristiano (p. 41), «un Rosales o un Fortuny» (p. 212), «haciendo el Lovelace» (p. 312), el «suplicio de Prometeo» (p. 580) y «como si fuese el mismísimo Ariosto» (p. 192) que no requieren conocimientos precisos. Hasta las alusiones semi-jocosas ocultas como «desde el campanario de San Bernardino, 40 siglos nos contemplan» (p. 448) estarían al alcance de lectores de un Manual de conocimientos útiles. No así, por ejemplo, el juego con El sí de las niñas atribuido a Shakespeare (p. 372) o con Jerjes (p. 593) que supone la capacidad por parte del lector de entenderlo de manera no equivocada para poder funcionar. En cuanto a la equiparación por Bailón de Valentín con «el propio Newton o Galileo o Euclides» (p. 25), por muy exagerada y ridícula que sea («o» «o»), no deja de ser «pedagógica» ya que lo mismo puede entenderse por uno que por los tres.

Vemos, pues, que el repertorio cultural «a movilizar» para una correcta lectura e interpretación del texto tal vez no pase del contenido en un manual de conocimientos útiles, precisamente aquellos que le quedan por adquirir a Torquemada...9

Observemos ahora los usos narrativos y, por consiguiente, el rendimiento narrativo de dicho repertorio.




Los usos narrativos del repertorio

Recuerda W. Iser (1985) que «las normas extratextuales no significan su reproducción por el texto: al volver al texto experimentan una modificación que constituye la condición esencial de la comunicación».

Aquí entran en cuenta «la estrategia o sea los procedimientos aceptados y la realización, esto es la participación del lector». Así pues, vamos a analizar las relaciones establecidas entre el narrador y sus lectores y el personaje epónimo de la serie.

Interviene, otra vez, el repertorio lingüístico y cultural o sea lo que le faltaba al «ávido ignorante» Torquemada: hablar «como hablan los que saben hablar» y «esa multitud de conocimientos elementales que posee toda persona que anda por el mundo con levita y sombrero» y -precisa Galdós-: «un poco de historia, para no confundir a Ataulfo con Fernando VII; algo de física, por lo menos lo bastante para poder decir la gravedad de los cuerpos cuando se cae una silla, o la evaporación de los líquidos».

Dicha presentación del objetivo cultural de Torquemada nos sirve para entender cómo va a intervenir el repertorio del lector, para oponer lo superficial de la ambición (poder decir) a lo que es verdadera cultura (saber, entender), y sentirse superior ya que la supuesta confusión entre Ataulfo y Fernando VII para quien no corre tal riesgo es motivo de superioridad irónica compartida por el lector con el narrador.

Las referencias intertextuales presentes en las novelas de Torquemada, explícitas o soterradas (5), tienen, según María del Prado Escobar (1997) una rentabilidad narrativa según la finalidad (simple guiño, configuración de algún personaje, incidencia en la materia novelesca). En cualquier caso, forman parte del repertorio y contribuyen como las demás (históricas, etc.) a definir el lector modelo.

Comprobaremos que las alusiones al Quijote, Lazarillo, Buscón, o a Fray Luis («con su cantar suave no aprendido»), etc., como hipotexto, consienten una hipolectura, ya que el sentido aparente no resulta afectado; que en el caso de la alusión por parte de Bailón a la ópera Aida («Yo fui sacerdote en Egipto... me estoy viendo con una sotana o vestimenta de color azafrán y una a modo de orejeras que me caían a los lados de la cara» (p. 24), la cultura de referencia opera o no opera (sic), pero no se puede prescindir de ella; que el pastiche usado en las tres primeras novelas implica evidentemente un repertorio compartido como pueden ser los pliegos de cordel, los sainetes, la novela de adulterio, etc. (Prado Escobar, 1997).

El caso más frecuente es que las referencias sirvan para subrayar la incultura de Torquemada: la perplejidad de éste frente al sentido de «clásico», «romanticismo», «realismo», por ejemplo, supone, claro está, que no haya tal en el lector.

Ya aludimos al efecto «risible» de un diálogo como «esto pasa en una de las más hermosas tragedias de Shakespeare. -De quién? Ah! El que escribió El sí de las niñas!», que sólo se concibe teniendo a la mente la llave correcta. Pero notamos cómo la siguiente réplica viene como confirmar el error (¿por si acaso?) («-No, hombre... qué bruto eres!»).

Como ya se observó (Botrel, 1989), en ese juego ahora a tres (narrador, personaje, lector), la configuración de tal «horizonte de expectativas culturales» teóricamente excluyente o incluyente no es rémora absoluta para que la participación del lector -su cooperación interpretativa- se dé o no: también existen formas de hipolectura e incluso de «traición» y podemos suponer varios niveles de lectura.

En cualquier caso, la preocupación de Galdós por no excluir al lector poco culto sigue intacta (con respecto a Fortunata y Jacinta) y es incluso más perceptible.

Lo vamos a analizar a través de tres situaciones de creciente complejidad.

El ejemplo de Dante y la sibila de Cumas. Veamos, por ejemplo, el caso del uso implícito por Galdós, para presentar a José Bailón en Torquemada en la hoguera (p. 22), de unos conocimientos precisos referentes al aspecto físico de Dante («era más bien un Dante echado a perder») y de la sibila de Cumas tal como la pintó Miguel Ángel en el techo de la capilla Sixtina, indicios presentes todos en el texto. Como en el caso, ya comentado en otra parte, de la presentación de Estupiñá en Fortunata y Jacinta (cf. Botrel, 1989, 456), la descripción hecha permite prescindir de la referencia cultural, consistiendo el placer adicional para el lector experto en «leer» la fisonomía de Bailón con la imagen del característico perfil de Dante pintado por Rafael o de la sibila con «forzudo tórax», en efecto. En todo caso, una referencia menos culta a «los figurones que andan por los techos de las catedrales» permitiría al «inculto» no sentirse totalmente excluido, y se notará que Galdós cuida de atribuir la responsabilidad de la comparación a «un amigo suyo». Encontramos así la confirmación de un Galdós exigente para con el lector homotético pero también atento a no excluir a casi nadie, un Galdós pedagogo para unos públicos de distintos niveles.

Zárate y la enciclopedia «hablada». Tratamiento aparte merece la «enciclopedia viva», el pedante Zárate, porque el aislamiento de sus apariciones e intervenciones en el curso de la narración, en Torquemada en el purgatorio (pp. 304-313), no permite incluir sus largas retahílas de referencias cultas en el mismo registro que las demás. El mentor (consultor) de Torquemada enjareta, en un largo discurso, referencias o alusiones a la situación política internacional (pp. 307-308): home rule, Gladstone, Cámara de los lores o sea, la actualidad del primer semestre de 188610. Su «sabiduría torrencial» (p. 311) (¿para Torquemada?, ¿para el lector? o ¿para el narrador?) espigada en periódicos y revistas y materializada en evocaciones o alusiones (la Revolución francesa, «materia tan traída y llevada en toda conversación fina» (p. 309), Tocqueville, Taine, Lombroso y Garáfolo (p. 309) y el fonógrafo de Edison, las afinidades electivas de Goethe, la teoría de los colores del mismo, las óperas de Bizet, los cuadros de Velázquez y Goya, la sismometría, la psiquiatría y la encíclica del Papa (p. 311). Todo esto no pasa de conocimientos y conversaciones de café du commerce; ayuda a entenderlo tal acumulación y, por supuesto, saber quien es Braid o Liebault no importa ya que el narrador pedagogo hace la pregunta a través de Morentín («Y quién es Braid?» -El autor de la Neurypnología [p. 313]). Con el título presente en la respuesta y el uso reiterado de la itálica queda ilustrada y probada la calidad de pedante que en un pastiche del costumbrismo o de los tipos y costumbres había anunciado el narrador (p. 305): lo importante es que el lector lo haya podido entender con el placer de la superioridad, con llaves o sin ellas.

El mismo valor podría atribuirse a las referencias a los pintores a propósito de la galería de Cisneros en Torquemada y San Pedro (pp. 490-491, por ejemplo) que nos proporciona dos situaciones distintas aunque convergentes: si uno se fija bien la referencia al Masaccio (que al fin fue declarado auténtico «por una junta de rabadanes, vulgo anticuarios»), sólo sirve para desarrollar el peculiar punto de vista del inculto pero directo Torquemada («un cuadrito que a primera vista parecía representar el interior de una botella de tinta» (...) «Era el Bautismo de nuestro Redentor; a éste, según la frase del entonces legítimo dueño de tal preciosidad, no le conocería ni la madre que le parió»). No requiere, pues, unos conocimientos previos, mucho más allá de una adhesión general y «distintiva» al arte «clásico», ya que aquí la ironía del narrador basta. En cuanto a las referencias a «un» (no «a») París Bordone, un Sebastián del Pombo, un Memling, un Beato Angélico y un Zurbarán se requieren como elemento de contraste con la inclusión por Torquemada de todo esto en el concepto de «especie de Américas de subido valor». No importa saber quién es Mantegna para entender la disputa sobre si era o no un Mantegna, ya que ésta sólo sirve para dar cuenta del punto de vista del neo-aristócrata.

Pero para quien no haya visto el Descendimiento de Quintín Massys, difícil será dar una «realidad» al tipo de mujeres que caracteriza a la hija de Cisneros y esposa de Tomás Orozco de la que no obstante ha podido comprender el lector, gracias al narrador, la elegancia aristocrática.

En el caso de Melchorito, hombre de escasas lecturas pero muy dependiente de lo que lee en la prensa u oye en el Senado, dice el narrador que «no se contentaba con llegar a ser menos que un Rosales o un Fortuny» lo cual supone que el lector movilice en la escala de los valores los mencionados pintores, pero el narrador le ayuda a percibir la ironía en las referencias a algunos pintores y cuadros del Prado («Al dedillo conocía el Museo del Prado; como que había copiado multitud de Vírgenes de Murillo (...), se había metido con Velázquez copiando la cabeza del Esopo y el pescuezo de la Hilandera», (p. 212), con las menciones adicionales de Velázquez, Rafael, Antonio Moro, Goya o Van Dyck.

Una confirmación de la escasa incidencia de los saberes sabios vs los saberes impartidos, nos la da la observación de las referencias científicas en Torquemada. Mucho se ha destacado la calidad de la información médica de Galdós y muy concretamente en Torquemada en la hoguera y Torquemada y San Pedro. Aquí nos contentaremos con observar cómo el narrador hace asequible al lector la comprensión de los síntomas de las enfermedades evocadas, como en el caso del «grito meningeo, semejante al alarido del pavo real» (p. 46) o del «olor ratonil, síntoma comúnmente observado en la muerte por hambre» (p. 646), aun cuando la alusión a la manera de mover los brazos «como un delirante tifoideo» (p. 163) o la mención de una «hiperemia cerebral» (p. 634) pudieron suponer alguna hipocomprensión. En cuanto a las «homologías», noción convocada en la p. 20 por uno de los examinadores del niño prodigio Valentín se da por cosa difícil y por tanto no se necesita saber que se trata de la homografía (transformación puntual en la cual toda recta tiene por imagen una recta) en la que existe una recta constituida de puntos dobles...

El capítulo 8 de Torquemada en el Purgatorio. En el capítulo 8, el narrador cede la palabra al personaje cuyo discurso supuestamente copiaron los taquígrafos que el narrador de (la) historia -narrador «dramatizado y presente en el banquete» (Kronik, 1997)- llevó al banquete por su cuenta y riesgo. Para que surta los efectos obviamente esperados por el narrador del lector que ahora no puede dejarse guiar por ningún intermediario, es imprescindible el saber previo del lector de reseñas de debates en las cortes en el Diario de sesiones o en cualquier diario. Las acotaciones de aparente objetividad, entre paréntesis, corresponden a los comentarios «objetivos» que hacen los taquígrafos sobre las reacciones del hemiciclo11, pero subvertidos o parodiados por el narrador entre dramaturgo («Alzando la voz», «enmendándose») y taquígrafo caprichoso y desenfrenado («Grandes, ruidosos y entusiásticos aplausos», «delirantes», «estrepitosos», «ruidosísimos aplausos»; «bravos y palmadas frenéticas»; «gran emoción en el auditorio», para culminar con «Ruidosísimos aplausos. Los leoneses se rompen las manos»).

Pero el juego del narrador con el lector resulta sofisticado por las dieciocho notas a pie de página, subtexto en que el narrador interviene para «subvertir» (Kronik, 1997) el texto de Torquemada utilizando (mofándose de ellas) el sistema de las glosas o notas interpretativas que dan la «buena lección» del texto, con una parodia, pues, de dos «géneros», ambos muy poco adecuados a la situación de un banquete, por otra parte12. Con esto no se agotan todas las posibilidades de cooperación interpretativa del texto ya que, por ejemplo, algún que otro lector habrá sabido percibir la ironía oculta en los aplausos a lo de «Mecenas de la holgazanería» o a la pedestre metáfora de los «pies del pan» (p. 439)13.

La omnisciencia del narrador teóricamente ausente, la ruptura en la narración habitual, y la combinación del estilo directo transcrito con las acotaciones más o menos dramáticas y los comentarios irónicos en una connivencia de parodia, los saltos que requiere para los ojos de arriba abajo o de la letra romana a la itálica en el espacio de la paréntesis y la comprensión de la ironía, todo esto habrá sido -lo es todavía- fuente de placer para el lector.

Se ve, pues, cómo «los elementos del repertorio (convenciones, normas sociales, tradiciones) se integran en unas nuevas relaciones sin romper por completo con sus antiguos vínculos, como «telón de fondo» y que «sólo en la medida en que pierden su identidad, se perfila el contorno del texto» (Iser, 1985).




El narrador y el lector «consuetudinario»

Existe, por fin, un repertorio especial, de connivencia entre Galdós y sus habituales o incondicionales lectores al cual podemos calificar de «repertorio consuetudinario».

No voy a insistir sobre la omnipresencia del narrador en Torquemada en la hoguera, atribuyéndolo a características de la forma narrativa oral o sobre la progresiva desaparición de las interpelaciones del lector por parte del narrador: entre las primeras páginas de Torquemada en la hoguera y lo demás, se percibe un importante cambio en los recursos narrativos14.

Más interesante me parece ser la complicidad querida, una connivencia supuesta de Galdós con sus habituales lectores ya que existe un núcleo de «galdosistas», incluso para las «Novelas Españolas Contemporáneas» (Botrel, 1994): «mis amigos conocen ya, por lo que de él se me antojó referirles a D. Francisco Torquemada» (p. 7); «Rufinita, cuyo nombre no es nuevo para mis amigos» (p. 10); Valentinito que «ahora sale por primera vez» (p. 10); «el mismo que conocimos en casa de doña Lupe» (p. 15), estos comentarios del narrador nos confirman en la idea de que Galdós sabe poder encontrar entre los lectores de La España moderna los lectores de sus novelas y, posteriormente, para la edición en volumen, mantendrá esta referencia a la experiencia compartida, recurriendo a un saber lectorial especial: el que da la lectura y la familiaridad con las anteriores obras del autor/narrador, refiriéndose, por ejemplo, a lo que «sabrán cuantos esto lean» sobre la hija de Cisneros y esposa de Tomás Orozco que «reaparece» en Torquemada y San Pedro (p. 494)15.

Desde luego, el saber lectorial (elemental) anterior es fundamental para el correcto funcionamiento de la tetralogía, así planteada por Galdós y así considerada por los lectores según consta por la ausencia de variación notable en las ventas16, en la perspectiva de una evolución y ascensión observable o sea: con la memoria de un estado anterior del protagonista, sin apenas comentarios por parte del narrador; el lector, por decirlo así, «construye» la ascensión de Torquemada. Aun cuando cada novela puede ser leída como entidad autónoma, no cobra su pleno sentido la intención galdosiana fuera de la serie ordenada17. Pero del capítulo siete en adelante (incluyendo, pues, los tres Torquemadas siguientes) desaparecen casi por completo las referencias al lector o sus interpelaciones explícitas18, cuando tales recursos en Fortunata y Jacinta aún existían de manera más que residual (Botrel, 1989). La connivencia, no obstante, no deja de ser efectiva y se hace a costa de Torquemada el personaje, novelesco y «sociológico».

Sabiendo que en los públicos de Galdós existe un núcleo de lectores incondicionales (Botrel, 1994), no puede descartarse la efectividad de los ecos, de la intertextualidad a nivel de personajes de la comedia humana que en cierta medida constituyen las «Novelas españolas contemporáneas» de Galdós. El efecto habrá funcionado con relación a Torquemada, pero también con relación a doña Silvia, doña Lupe, Nicolás Rubín, Isidora Rufete, Augusta Orozco, Augusto Miquis, etc., presentes en novelas anteriores también (Arancibia, 1997), con el placer que puede originar esa complicidad casi «sectaria» en el lector «iniciado» y cómplice.




Torquemada y el lector galdosiano

Comparado con el repertorio de otras novelas españolas contemporáneas la originalidad de la tetralogía de Torquemada reside en la importancia del repertorio lingüístico innato y sociológico, tal vez el más naturalmente compartido.

Como en Fortunata y Jacinta (Botrel, 1989), la homotecia postulada y favorecida por una pedagogía de la información en determinados casos, coincide con la voluntad de seguir ensanchando el público (o de no restringirlo): los «habituales lectores» de Torquemada con los cuales el narrador comparte su ciencia pero también ciertas experiencias comunes como español, como madrileño, como hombre de cultura, como mero locutor, no son muy distintos de los de Fortunata y Jacinta, aun cuando las novelas de Torquemada sean in fine menos dependientes del contexto geográfico e histórico.

La mayor originalidad de la serie de Torquemada quizá sea que la construcción del sentido global y esencial no puede hacerse sin un largo travelling de 650 páginas (en la edición Alianza), que el lector acompaña con la mirada de su saber, instrumento de medida de la distancia o de la proximidad, con una constante superioridad, incluso al final, sobre el protagonista.

En las novelas de Torquemada, pues, un mismo «repertorio» (innato o adquirido, pero sociológico), por su utilización conjunta por el narrador y su lector «modelo», permite medir la distancia y construir el personaje y, por tanto, el sentido de la tetralogía.








Estudios citados

ARANCIBIA, Y. (1997), «La configuración del personaje», Creación de una realidad ficticia: las novelas de Torquemada de Pérez Galdós, Madrid, Castalia.

BLANCO AGUINAGA, C. (1978), La historia y el texto literario. tres novelas de Galdós, Madrid, Nuestra cultura.

BOTREL, J.-F. (1984-5), «Le succès d’édition des oeuvres de Benito Pérez Galdós», Anales de literatura española, 3 y 4, pp. 119-157 y pp. 29-66.

_____ (1989), «Lector nominal y lector real en Fortunata y Jacinta», Centenario de Fortunata y Jacinta (1887-1987). Actas, Madrid, Universidad Complutense, pp. 451-460.

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