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El hombre salvaje en la Comedia del Siglo de Oro

Historia de un tema de Lope a Calderón


Fausta Antonucci




ArribaAbajoIntroducción

Una presencia fantástica e inquietante recorre a menudo el imaginario europeo desde la Edad Media, hasta por lo menos el siglo XVII: se trata de una criatura vestida sólo de pieles o de su mismo vello, con un bastón como arma en la mano, que se deja guiar sólo por sus instintos llegando a veces hasta la crueldad, y que vive en los bosques, lejos de los poblados, fuera de la sociedad humana organizada. En general, es de sexo masculino, y entonces se le llama «hombre salvaje», o «salvaje» a secas; pero las mismas características pueden encontrarse en una criatura de sexo femenino, y entonces se hablará de «mujer salvaje». Ambos despiertan temor y atracción a la vez, como puede verse en las tradiciones populares que protagonizan (cuentos folclóricos, rituales festivos), en las que no es difícil rastrear ecos de mitos antiquísimos. De todas formas, el hombre salvaje ocupa en nuestro patrimonio imaginario un lugar mucho más amplio y relevante que su homólogo femenino: de ahí que se hable preferentemente del salvaje en masculino.

En la Edad Media -tan aficionada a monstruos y prodigios y a su simbolismo- el salvaje goza de gran fortuna1; su presencia en el folclore, en la iconografía, en la literatura europeas, ha sido escudriñada por muchos estudiosos, a veces con ambiciones de totalidad2, más a menudo desde perspectivas más reducidas3. En especial sobre la presencia del salvaje en la literatura española de los siglos XV al XVII, existe una buena cantidad de trabajos, en los que se aprecian el acopio de datos y la tentativa de sistematizarlos e interpretarlos4. Mucho ha sido dicho en estos meritorios estudios pioneros, y sin embargo mucho queda todavía por decir, aclarando previamente algunos problemas metodológicos fundamentales.

La importancia extraliteraria del salvaje, y su presencia en la serie literaria en un ámbito diacrónico singularmente amplio, suponen un primer problema. Un segundo e importante problema, conectado con el primero, es la definición del objeto de investigación: es decir, desde qué perspectiva hay que abordar un estudio de la presencia de esta figura en la literatura española, y cuáles son los cortes que hay que efectuar en la línea diacrónica para profundizar en el análisis.

A la formación de la figura del salvaje literario contribuyen indudablemente rasgos procedentes del mito y del folclore, así como de las artes figurativas; recíprocamente, elementos literarios pueden influir en la representación del salvaje que se aprecia en las artes figurativas, así como en las descripciones que nos quedan de fiestas cortesanas y populares. Se trata de un complejo fenómeno de circulación cultural difícil de desentrañar en todos sus mecanismos, del que sin embargo hay que tener un conocimiento previo, porque constituye el contexto cultural de la fortuna literaria del salvaje.

Ahora bien, aunque algunos de los rasgos que caracterizan al salvaje literario llegan sin duda del mito y del folclore (a veces por el intermedio de las artes figurativas), una vez instalados en la obra literaria éstos forman ya parte de una estructura propia, que no es homóloga a la del mito o del folclore o de las artes figurativas, ni por lo tanto puede compararse mecánicamente con éstas. En una perspectiva diacrónica, la utilización repetida del salvaje en la literatura crea una tradición literaria, que a su vez determina relaciones intertextuales que se superponen -modificándola y aprovechándola para otros fines- a la posible matriz folclórica y mítica del personaje.

Las muchas y diversas obras que contribuyen a formar esta tradición, en dos siglos abundantes de literatura española, ya han sido señaladas en su mayoría en los estudios citados antes. Falta todavía, sin embargo, una lectura diacrónica de este conjunto de obras, que evidencie -en lo que a la presencia del salvaje se refiere- la dialéctica tradición/innovación típica del empleo literario de los materiales temáticos5.

En esta perspectiva diacrónica, el salvaje puede considerarse en efecto un tema o un motivo: es decir, una de esas «unidades de significado estereotipadas, recurrentes en un texto o en un grupo de textos y capaces de caracterizar áreas semánticas determinantes» para descifrar la significación de eventos y acciones en la perspectiva del discurso ideológico de la obra6. Consciente de las vacilaciones existentes en el uso y la definición de los términos «tema» y «motivo», creo que se puede aceptar como hipótesis de trabajo la propuesta de Segre, según la cual entre tema y motivo existiría sólo una diferencia jerárquica: el tema es una serie dada de secuencias narrativas, por lo tanto se estructura como una fábula y es más complejo que el motivo, elemento sencillo (icónico, simbólico, narrativo...) que sirve a su vez para la construcción de fábula o intriga7.

Esta definición resulta sumamente útil a la hora de trazar tipologías y deslindes entre los salvajes de nuestra serie literaria, y de recortar dentro de esta serie un corpus homogéneo para un análisis más profundizado.

La clasificación puede abordarse en realidad desde distintos puntos de partida. Una posible opción es empezar por un recuento de los que podríamos definir «rasgos característicos» del salvaje literario: aspecto exterior, vestido, naturaleza humana o sobrenatural, acciones y comportamiento... Esta operación más bien descriptiva, lleva a subrayar las conexiones con la tradición mítico-folclórica y los préstamos de las artes figurativas8, y evidencia unas tipologías que dependen a menudo del ámbito genérico en que se inserta la obra literaria, pero que pueden cruzarse y contaminarse recíprocamente.

Otra opción posible es interesarse por la funcionalidad del salvaje en la economía estructural de la obra: esta segunda opción no contradice la primera, y es sin duda más rentable en términos de interpretación y comprensión del texto literario y de la dialéctica tradición/innovación en la que cada texto se mueve. Los textos de la literatura española en los que se rastrea la presencia del salvaje, desde finales del siglo XV hasta finales del XVII, tienen en su mayoría un común componente diegético. Dentro de estos textos, el salvaje es por lo tanto, genéricamente, un personaje. Deslindes posibles son entonces los que diferencian entre el salvaje como personaje estático (cuyo carácter no evoluciona a lo largo de la intriga) y como personaje dinámico (cuyo carácter en cambio evoluciona); entre el salvaje como personaje principal y como personaje secundario; entre las distintas tipologías actanciales del personaje del salvaje...

En la mayoría de los textos que conocemos, el salvaje no aparece como personaje principal, ni como sujeto de la acción; a veces reviste el papel de oponente, a veces el de ayudante, y a veces es una mera presencia decorativa, sin relieve en el desarrollo de la acción. De todas formas, las secuencias narrativas en las que aparecen los salvajes son en la mayoría de los casos mínimas, y no llegan a configurarse nunca como temas, sino más bien como motivos («el salvaje que lucha con el caballero», «el salvaje ayudante de un dios», «el salvaje que rapta una doncella», etc.). Por lo tanto es también imposible que el salvaje pueda aparecer como personaje dinámico, ya que no se le concede el «tiempo narrativo» necesario para evolucionar; en realidad, es precisamente su carácter estático lo que interesa, en cuanto vehículo de valores simbólicos sancionados por la tradición y que funcionan en el universo ideológico de la obra.

Se dan sin embargo otros casos en los que el salvaje aparece como personaje dinámico, sujeto de la acción: en perspectiva diacrónica, las secuencias narrativas protagonizadas por él -bastante amplias- llegan a configurarse como tema, que goza de gran fortuna en un lapso bastante limitado, con respecto al ámbito cronológico amplísimo al que hemos hecho referencia hasta ahora. Esta segunda e importante tipología del salvaje literario se define a partir de un reducido corpus de obras de teatro: tres comedias de Lope de Vega (quien por primera vez construye un tema alrededor del salvaje), comedias de dramaturgos contemporáneos del Fénix como Guillén de Castro y, en menor medida y con algunos rasgos diferenciales, Vélez de Guevara y Tirso de Molina. El recorte de este corpus, justificado por las características homogéneas que reviste en su interior la presencia del salvaje, permite un análisis más detenido en dirección sincrónica y en dirección diacrónica. También este tema llega a configurar una tradición literaria -re-semantizada en cada nueva utilización- que influirá notablemente en el mismo Calderón de la Barca. Sin embargo la obra del autor de La vida es sueño, por pertenecer de hecho a otra generación teatral con respecto a la de los dramaturgos antes citados, queda fuera del corpus escogido para el análisis, y sólo me limitaré a señalar las líneas de prolongación que -por lo que hace a nuestro tema- unen a los dos mayores dramaturgos del Siglo de Oro español. Por lo que concierne, en cambio, a las reelaboraciones del tema del salvaje en las generaciones teatrales sucesivas a la de Lope, es interesante profundizar en su análisis, exclusivamente para redondear nuestra percepción de la evolución diacrónica del tema. Por lo tanto, las refundiciones existentes de las tres comedias de Lope constituirán el último tramo de nuestro recorrido.

Hablo de 'recorrido' porque el corpus analizado permite evidenciar variaciones bastante significativas en el tratamiento del tema, incluso en el ámbito de la obra de un mismo dramaturgo. Esto no debe extrañar si se considera que tanto Lope como Guillén de Castro retoman el tema del salvaje a lo largo de un lapso de muchas décadas. Obviamente, para apreciar las variaciones del tema en la diacronía, primero hay que escudriñar cómo se organizan y funcionan en el ámbito de cada obra las secuencias que forman el tema. Este análisis sincrónico no puede menos que enfrentarse -en algún momento- con la especificidad de un texto concebido no sólo para la lectura sino también, y sobre todo, para la representación.

A un nivel de abstracción máxima, en lo que atañe a la fábula de la obra, a los materiales tradicionales con los que esta fábula se construye, a las funciones narrativas que se evidencian en la fábula y al esquema actancial de los personajes, nos encontramos evidentemente en un plano de organización diegética que todavía no tiene ninguna específica marca de teatralidad9.

Ésta llega en cambio a apreciarse a nivel de lo que podríamos definir -en términos narratológicos- como intriga, o, en términos retóricos tradicionales, como dispositio: es decir, cómo el texto teatral en su organización específica elige llevar a la escena la fábula. Aquí se presenta el problema crucial de cómo segmentar el texto teatral para el análisis. Sabemos en efecto que los dramaturgos españoles del Siglo de Oro no dividían sus comedias en «escenas» (cambio de lugar y/o de personajes), como solían hacerlo en cambio sus contemporáneos italianos y franceses: las únicas señales de división que podemos rastrear dentro de cada jornada o acto -como se aprecia por ejemplo en algunos manuscritos de Lope de Vega- marcan los cambios totales de lugar y de personajes (cambio de «cuadro»)10. Hay que reconocer, por lo tanto, que la fragmentación de la obra teatral en escenas es algo ajeno a la voluntad creadora de los dramaturgos del Siglo de Oro; por otro lado, no puede negársele a la escena su estatuto de unidad mínima y al mismo tiempo fácilmente reconocible en la articulación diegética y escénica del texto teatral. Por esto, y sólo por esto, he adoptado una segmentación en escenas que resulta especialmente cómoda y adecuada a la hora de establecer comparaciones entre distintas obras teatrales, en el ámbito de un análisis que se interesa por la transmisión y la elaboración de temas en un arco diacrónico11.

De forma todavía más evidente se aprecian las marcas de la teatralidad en el nivel del discurso o (si queremos mantener la doble terminología narratológica y retórica) de la elocutio. Es en las palabras de los personajes donde se manifiesta la deixis típica del lenguaje teatral, y donde toma relieve una descripción del escenario que muchas veces trata de sortear la pobreza de recursos de la puesta en escena12. Es en las palabras de los personajes donde se refleja -según la gradación de estilos necesaria para el decorum de la preceptiva, reforzada sobre todo en Lope por los distintos usos métricos- la colocación social de cada uno de ellos; pertenencia estamental que a su vez se pone de manifiesto, a nivel icónico, en el vestido (indicado en las acotaciones o en las palabras de los demás personajes)13.

Un análisis del tema del salvaje puede -y debe- llevarse a cabo en cada uno de estos tres niveles: cada nivel revela peculiaridades interesantes que pueden utilizarse sea para valorar la obra en sí, sea para cotejar las distintas obras estudiadas con miras a apreciar la evolución en el tratamiento teatral del tema14.

El estudio del tema del salvaje propone sin embargo otros problemas que no pueden soslayarse. Por ejemplo, ¿goza este tema de una autonomía específica en el acervo temático que nos proporciona la Comedia del Siglo de Oro? Una respuesta a este interrogante requiere una visión sincrónica del corpus, que señale -más allá de las diferencias entre las obras- las invariantes que permitan definirlo en relación con el sistema de la Comedia al que dicho corpus pertenece. Esto llevará forzosamente a plantear el espinoso problema de la taxonomía: es decir, si las comedias que llevan a la escena el tema del salvaje pertenecen todas a un mismo tipo o subgénero. No se trata evidentemente de una ociosa obsesión clasificatoria, sino de la exigencia de ampliar (dentro de lo posible) el conocimiento de los códigos de referencia del dramaturgo a la hora de construir su obra. La eventual convención genérica constituye un molde que proporciona materiales a distintos niveles (sobre todo el de la organización diegética a nivel de la fábula y la intriga, y el de la praxis espectacular), y que se caracteriza en su conjunto por una determinada actitud hacia el público, por una precisa orientación ideológica15.

Podamos o no insertarlo con seguridad en un molde genérico preciso, ¿cuál es la posible significación ideológica que vehicula el tema del salvaje? El deseo de encontrar una contestación a esta pregunta es lo que me ha guiado a lo largo de toda mi investigación. ¿Es posible -por ejemplo- que este personaje que por definición pertenece a «otro» mundo, extraño y a menudo hostil al mundo civilizado, del que desconoce las normas, no sirva también para proponer un enfrentamiento entre la «alteridad» y la «norma»? Y, ¿con qué resultados? No es el salvaje el único personaje teatral que propone este enfrentamiento, en formas distintas, en el teatro del Siglo de Oro; entre muchos otros, también se sitúa el bárbaro, el indígena de tierras recién descubiertas y todavía no sometidas a España. Desde el punto de vista de la estructuración del tema y de las convenciones genéricas, sin embargo, el salvaje no es homologable al bárbaro, sino a otros tipos de personajes. A éstos tendremos que hacer referencia para deslindar las características específicas de nuestro tema, y avanzar propuestas acerca de su significación.






ArribaAbajoI. Icono y significación del salvaje: una tentativa de definición previa

En la estepa [la diosa Aruru] modeló al valiente Enkidu, vástago del silencio... Su cuerpo está todo cubierto de pelo, sus cabellos son como los de una mujer, tupidas como Nisaba brotaban sus guedejas; no conoce a los humanos ni conoce país civilizado y va vestido como el dios Sumuqan [es decir, de pieles].

Como las gacelas se alimenta de hierba, con las manadas abreva en las aguadas, con las bestias salvajes su corazón se deleita bebiendo.


(Poema de Gilgamesh)                


Todas las lenguas europeas poseen en su vocabulario un término que significa «hombre salvaje», o «salvaje» a secas: Wild Man, Wilder Mann, Sauvage, Selvaggio... En la familia lingüística románica, la raíz del nombre deriva del latín silva, la selva, el bosque inculto.16 En la familia lingüística germánica, la conexión con wald (selva) es menos segura, y más probable en cambio una derivación de la misma base indoeuropea que dio origen al latín ferus17. Ya en la etimología de su nombre, el salvaje es por lo tanto -como el Enkidu de la Epopeya de Gilgamesh citada en epígrafe- un ser que vive lejos de la sociedad humana, en compañía de los animales salvajes, en una naturaleza no cultivada, no «civilizada» por el hombre. Los rasgos definitorios del salvaje subrayan esta relación con la naturaleza inculta, con el mundo de los animales: un espeso vello cubre todo su cuerpo (en ocasiones, se le representa vestido de pieles), tiene una fuerza extraordinaria, lleva como arma una maza o un árbol desgajado, puede ser cruel y agresivo con los hombres y lujurioso con las mujeres, pero también puede ofrecer consejos y ayuda a los seres humanos. Son éstas las características que destacan del conjunto de creencias folclóricas acerca del salvaje, y de sus representaciones iconográficas documentadas a partir del siglo XIII. Hombres salvajes aparecen en fiestas de ambiente cortesano y popular, y en obras de literatura culta y popular en la Edad Media y en el Renacimiento. Una fortuna tan amplia no puede explicarse sólo por un reflejo de la existencia real y efectiva de hombres que, habiéndose retirado en las montañas y en los bosques, vivieran lejos de la comunidad humana en estado salvaje.18

En busca de una explicación más adecuada, hay que profundizar en las raíces de este tema iconográfico, folclórico y literario. Esto nos llevará al encuentro con mitos y ritos y creencias que van desde la antigüedad clásica hasta prácticas folclóricas atestiguadas aún en nuestro siglo, en una variedad de tipologías que se relacionan unas con otras por algunos rasgos comunes importantes. La reconstrucción del mapa de este complicado itinerario se hace -hay que tenerlo en cuenta- a posteriori, interpretando multitud de testimonios de origen y género muy distinto, lo que deja amplio margen a la posibilidad de errores. La presencia del salvaje se rastrea en las artes figurativas y decorativas, en los textos religiosos, en las enciclopedias medievales, en obras literarias cultas, en los cuentos de tipo tradicional, en obras de reflexión filosófica y etnográfica... Un acervo, en suma, en el que es a veces muy difícil distinguir entre culto y popular, entre el núcleo mítico y folclórico originario y las elaboraciones sucesivas, propiciadas por la situación histórica y cultural del momento. Echaremos una rápida ojeada -sin ninguna pretensión de exhaustividad- a esta selva de testimonios, lo que nos servirá de introducción a un examen más detenido de la tradición literaria e iconográfica del tema en ámbito hispánico.


ArribaAbajoI.1. Las raíces míticas y folclóricas

En las leyendas y tradiciones populares, vivas todavía hoy sobre todo en las regiones alpinas y pirenaicas, el salvaje es un ser cuya naturaleza no se percibe como plenamente humana; una entidad a veces bondadosa, a veces malvada en su comportamiento hacia los hombres.19 La actitud benéfica se explica por la relación que existe entre la criatura salvaje y la naturaleza, cuyos secretos conoce y puede revelar al hombre. Así, el salvaje de la tradición popular suele enseñar a los hombres cómo se hace el queso, o cómo se extraen los metales preciosos, o cómo se recogen las hierbas saludables, etc. Debido a esta relación íntima con los secretos de la naturaleza, se atribuye además al salvaje un poder directo sobre la fertilidad. El bastón o maza, arma típica del salvaje en la iconografía, puede fácilmente interpretarse como símbolo de virilidad;20 así como el vello abundantísimo, que según la mayoría de los testimonios constituye el solo vestido del salvaje.21 No extraña por lo tanto que -en ocasiones- se le atribuya también una sexualidad agresiva, que lo impulsa a raptar y violentar a las mujeres, y a enfrentarse con crueldad a los rivales humanos. Incluso se le achacan -en algunas tradiciones- raptos de niños y costumbres antropófagas: rasgos terroríficos que marcan en sentido negativo la «diversidad» del salvaje.

Muchos de los rasgos que definen al salvaje en las tradiciones populares, guardan sorprendentes parecidos con la imagen mítica de seres divinos o semidivinos del panteón griego y latino. Se trata, en todos los casos, de divinidades relacionadas con el culto de la fecundidad y de la vegetación: Silenos y Sátiros, semidioses griegos con patas de cabra y cuerpo velloso, que pertenecían al cortejo de la Gran Madre, y al séquito triunfal de Dionisos; Pan, el lascivo dios de los rebaños y de los pastores, de los bosques y de la fecundidad; los Centauros, salvajes habitantes de los bosques mitad hombres mitad caballos, raptores de mujeres, cazadores y conocedores de hierbas y de medicamentos naturales; y, entre las divinidades latinas, Silvano y Fauno. Rasgos comunes de estos seres mitológicos son la apariencia exterior mixta de hombre y de animal, la lujuria, y una actitud generalmente bondadosa hacia el hombre, que sin embargo puede ser en ocasiones agresiva y cruel.22

El triunfo del Cristianismo en Europa como religión de Estado, después del edicto de Tesalónica (380 d. C.) no supuso -como se sabe- la desaparición en el acto de los cultos paganos a estas divinidades. La actitud de los escritores cristianos (y de las autoridades eclesiásticas) al respecto fue entonces la de negar y borrar las características positivas de estas figuras míticas, para realzar sólo esos aspectos negativos, demoníacos, que pudieran despertar miedo y terror en los fieles y apartarlos por lo tanto de su veneración.23 La interpretación de los autores cristianos anula por tanto las diferencias entre las figuras míticas, y en esta mezcla de divinidades caídas encontramos a menudo también al salvaje.

Así San Jerónimo, en la Vulgata (Isaías, XIII, 21; XXXIV, 14) traducía el término hebraico «se'irim», que indica una especie de demonios del desierto, con la palabra latina «pilosi» (que indica el aspecto velloso). La glosa daba como equivalentes de la palabra sátiros (los semidioses del mito griego), íncubos (demonios parásitos del hombre), y hombres salvajes, cuyo común denominador serían por lo tanto el aspecto velloso, el carácter demoníaco y el comportamiento lascivo.24 El mismo tipo de superposición volvemos a encontrarla en San Isidoro de Sevilla, para quien los «pilosi» se identificarían con Pan y los íncubos y otros tipos de demonios cuya característica común sería un apetito sexual desenfrenado e «inmundo».25. Además, San Isidoro, y con él Bartolomé Anglico, seguían a San Jerónimo cuando identificaban a los «homines silvestres» con los «fauni»; es decir, los conectaban con la imagen mitológica del Fauno.26 Fauno, Pan o Sátiros, como ya hemos visto, se caracterizaban por tener cuernos en la frente, patas de cabra, y vello animal en el cuerpo. Si se tiene en cuenta la connotación demoníaca que los autores cristianos confieren a estas divinidades gentílicas de la fertilidad, no extrañará el hecho de que los rasgos de su imagen clásica hayan pasado a caracterizar la iconografía del diablo en las artes figurativas del Occidente cristiano.27 Tampoco extrañará la superposición que se comprueba en ocasiones entre la imagen del salvaje y la del diablo.28

Con esto no se quiere decir que antes del cristianismo no se atribuyeran en absoluto caracteres «demoníacos» o por lo menos inquietantes a los seres míticos con rasgos salvajes: baste pensar en el significado del sustantivo «pánico», etimológicamente un adjetivo formado sobre el nombre del dios Pan. Lo que diferencia la lectura cristiana es la atribución de una sola cara, negativa, a la criatura salvaje.

Por el contrario, bondad y maldad, o, dicho de otro modo, cara «luminosa» (dispensadora de vida) y cara «oscura» (dispensadora de muerte) coexisten en las representaciones míticas y folclóricas de los seres salvajes.29 Esto no debe extrañar, si se considera la conexión estrecha que existe entre vida y muerte en el mito y en el rito; lo cual se pone de manifiesto en los rituales y simbologías iniciáticas o relacionadas con el ciclo vegetacional, cuando la muerte es necesaria premisa para la renovación de la vida. La imbricación de aspectos luminosos y oscuros es especialmente evidente, por ejemplo, en el mito griego de Dionisos. Esta compleja figura divina presenta importantes caracteres salvajes, sobre todo en la primera fase de su «historia mítica»: según algunas versiones, el dios -hijo del rey de los Infiernos- tenía entonces aspecto bestial y cuernos de cabra, y en su actividad venatoria (se le llamaba Zagreus el cazador) mataba no sólo cabritos sino también hombres. Pero los Titanes mataron al joven y despedazaron su cuerpo, comiéndolo y dejando sólo los huesos, de los cuales nació la vid. El vino que los hombres aprenden a extraer de los racimos con la ayuda del dios, es, junto con el pan, uno de los fundamentos de la civilización agrícola, medio de superación del estado selvático. No extraña por lo tanto el que en algunas versiones del mito Dionisos sea también el que enseña a los hombres cómo utilizar el arado para aliviar y mejorar el trabajo agrícola.30

En las versiones del mito que hemos resumido se detectan algunos rasgos estructurales básicos que vamos a comparar muy pronto con las tradiciones populares relativas al salvaje: se trata de una entidad divina que llega del mundo de los muertos (es hijo del dios de los Infiernos), vuelve al más allá después de haber sido sacrificado, y renace de sus huesos para llevar a los hombres un don importantísimo. Se comprueba en este paradigma un cruce entre dos líneas míticas (que quizás sean una sola): la del dios que con su muerte fecunda la tierra y después renace, y la del héroe cultural (semidiós, como Prometeo o Heracles) que viaja al más allá para volver con un don necesario para los hombres.31 En ambos casos el personaje mítico sirve de intermediario entre el mundo de los muertos y el mundo de los vivos; en ambos casos, el paradigma muerte-resurrección está estrechamente vinculado con los rituales iniciáticos, que también prevén para el iniciando una muerte simbólica que le permita renacer después en la sociedad de los adultos. Y si leemos los estudios etnológicos que se han llevado a cabo al respecto, nos encontramos con que el escenario más habitual de los rituales iniciáticos es el bosque, imagen del más allá en cuanto cara «oscura» e intrincada de la naturaleza.32 El bosque -y la caza, en cuanto actividad cuyo ejercicio se desarrolla principalmente en los bosques- representan por lo tanto un territorio marginal, donde reinan fuerzas oscuras y amenazantes. Recordemos a este respecto que Dionisos-Zagreo el cazador, antes de beneficiar a los hombres con sus dones, podía en ocasiones matarlos, era -en suma- un ser temible por su posible crueldad.

Los mismos rasgos estructurales básicos se encuentran en ceremonias festivas tradicionales de muchas regiones europeas, protagonizadas por el salvaje, que se desarrollan durante el Carnaval o para la Pascua de Pentecostés. El núcleo fundamental de estas mascaradas puede resumirse así: el salvaje, que vive en los bosques, llega al pueblo de los hombres, espontáneamente o porque los hombres le han dado la caza y lo han capturado, muchas veces gracias a la intervención de una mujer; en el pueblo, el salvaje encadenado constituye por algún tiempo la diversión principal de la fiesta; después, se le mata y se le entierra, pero hay casos en que el salvaje renace después de la muerte. Otras veces, la estructura del rito es distinta, porque se trata de ahuyentar al salvaje, de echarlo fuera de los límites del poblado.33 En este caso está muy claro que el salvaje representa fuerzas negativas que hay que alejar de la comunidad: es como si el rito retomara, aceptándola, la demonización cristiana del salvaje. El caso del paradigma ritual «caza - captura - muerte - y eventualmente resurrección» del salvaje es algo menos transparente. La alegría que se apodera de los habitantes del pueblo frente al comportamiento agresivo y a menudo obsceno del salvaje, la acogida triunfal que se reserva en muchos casos al prisionero, y la misma posibilidad de su resurrección después de la muerte, parecen excluir una homología entre el salvaje de estos rituales festivos y el «bouc émissaire» de tantos rituales de purificación colectiva.

El vestido de hojas y musgo, o de liquen, o de flores, que caracteriza al salvaje en muchas de las ceremonias festivas observadas, parece apuntar a la relación existente entre el personaje y el mundo vegetal: el salvaje sería entonces algo así como un espíritu o un dios de la vegetación, cuya captura y muerte garantizarían una buena cosecha, igual que el entierro de la semilla garantiza el nacimiento de la espiga.34 Se trataría, entonces, de fiestas que guardan el recuerdo de antiquísimos ritos agrícolas de fertilidad.

En otros casos, el salvaje aparece vestido de pieles, según su iconografía más tradicional, que lo conecta con el mundo de los animales de la selva. Aparece entonces más clara la homología con el oso, protagonista de ceremonias festivas cuyo núcleo es esencialmente el mismo, organizado alrededor del paradigma «caza - captura - muerte - y, eventualmente, resurrección».35. De este paradigma ritual se han ofrecido distintas interpretaciones: podría tratarse de la destrucción simbólica del «demonio invernal» (eco de ritos estacionales), en los casos donde falta la resurrección del oso-salvaje, o también de la evocación, en el rito, de la secuencia mítica de la llegada entre los hombres de un ser poderoso y temible, y de su muerte, premisa necesaria para ir a buscar en el más allá los dones que llevará a los hombres después de su resurrección. Nótese que, en el mito, el oso -como el salvaje- presenta caracteres típicos del héroe cultural, encargado de transmitir a los hombres cierto tipo de conocimientos. El salvaje no sería por lo tanto sino el doble -apenas humanizado, y de abolengo mucho menos antiguo- del oso: símbolo por excelencia de la vida salvaje de los bosques, trofeo ambicionado por los cazadores, temido por su fuerza poderosa y terrible, inquietante por su lejano parecido con el hombre.

Si dejamos la secuencia narrativa del ritual festivo, y consideramos los rasgos caracterizadores del personaje que protagoniza estos rituales, nos encontramos con otra homología entre oso y salvaje: una sexualidad que no respeta las pautas «civilizadas» y se manifiesta en toda su urgencia y «bestialidad». En muchas ceremonias festivas, el oso se caracteriza por su agresividad hacia las mujeres,36 y es muy difundida en el folclore europeo la leyenda del oso que rapta una mujer y engendra en ella un hijo de aspecto humano, pero fuerte y velludo como el padre.37 En muchas versiones, el hijo del oso vuelve a la selva, debido a su irreductible diversidad con respecto a los seres humanos. La relación de homología entre el salvaje y el oso podría ser por lo tanto -al menos en algunos casos- una relación de verdadera filiación.

Otras veces la condición ferina del salvaje depende de otro tipo de relación con la fiera, también muy íntima aunque no tanto como la de filiación: el salvaje sería un niño abandonado en los bosques, o raptado por un animal (a menudo una osa), que lo amamanta y lo cría junto con sus propios cachorros.38 Quizás puedan haber influido en la fijación de esta tipología casos reales de niños abandonados y reducidos al estado salvaje: episodios documentados se dan hasta en el siglo XIX, como en el caso famoso de Victor, el «niño salvaje» del Aveyron, en Francia.39 Pero mucho más importante debe haber sido la influencia de un motivo frecuentísimo en las historias míticas de dioses y héroes: el del niño abandonado amamantado por un animal. Baste citar a Zeus en la mitología griega, amamantado por una cabra o, según otras tradiciones, por dos osas; a Rómulo y Remo, los mellizos fundadores de Roma, a quienes dio su leche una loba; a Ciro, el gran rey persa que según la leyenda fue criado por una perra.40

Volvemos a encontrar la presencia del oso, en conexión con comportamientos salvajes (fuerza sobrehumana, crueldad, agresividad), en otras áreas del mito y de las tradiciones populares europeas. En algunas sagas nórdicas se habla de los despiadados guerreros berserkir, literalmente 'pieles de oso': la piel del animal transmitía al hombre valor y crueldad sobrehumanas (o mejor dicho, infrahumanas, bestiales).41 El disfraz de pieles animales que transmite y permite al hombre comportamientos agresivos y transgresivos, es en realidad una constante en prácticas rituales de áreas geográficas muy lejanas entre sí. En estos casos, aunque puedan entreverse conexiones o superposiciones con ritos estacionales, de fertilidad o iniciáticos, como en los ritos protagonizados por el salvaje y por el oso, lo peculiar es que el disfraz -y el comportamiento que éste determina y justifica- no caracteriza sólo un personaje, sino un amplio grupo de personas, generalmente jóvenes. Los testimonios que nos quedan de estas ceremonias rituales las sitúan a menudo en los doce días que van de Navidad a Epifanía, o en el período de Carnaval, o en la Pascua de Pentecostés: es decir, en los momentos del año en que -según creencias antiquísimas- los espíritus de los muertos vuelven sobre la tierra.42 Muchos testimonios nos ofrecen además una conexión explícita entre estos rituales periódicos (cuyo ejemplo quizás más conocido es el charivari), y la inquietante y temible horda mítica llamada «caza salvaje» o «ejército furioso».43

Los participantes en la «caza salvaje» a veces cabalgan animales, a veces están vestidos ellos mismos de pieles de animales.44 Su cortejo se caracteriza por una crueldad y una agresividad desmesurada: por lo tanto es extremadamente peligroso para el hombre encontrarse con este ejército de espíritus que, de acuerdo con su carácter demoníaco, se desencadenan en las noches de invierno (preferiblemente las doce noches entre Navidad y Epifanía). El jefe de la caza salvaje puede ser, según las tradiciones, el dios Odín (Wotan), el rey Arturo, el héroe mítico Dietrich von Bern; puede ser también el demonio Hellequin o Herlekinus, presentado como un gigante barbudo con una enorme maza en la mano;45 y, en ocasiones, el mismo hombre salvaje.46

Prueba ulterior de esta conexión entre el salvaje y el mundo de los muertos nos la ofrece la etimología del nombre Orke, L-Orke, con el que se designa al salvaje en el Tirolo. Orcus era el dios itálico de los muertos, contrafigura de Plutón,47 devorador de sus hijos como Cronos (recuérdese que al salvaje se le atribuían raptos de niños y actos de canibalismo); Orcus -como el salvaje- resulta haber sido el protagonista de ceremonias festivas estigmatizadas en un penitencial español del siglo IX o X: «Qui in saltatione femineum habitum gestiunt et monstrose se fingunt et maiam et orcum et pelam et hic similius exercent, unum annum penitentiae».48

Costumbres parecidas a las del Ogro se atribuían a las lamias, demonios femeninos de la mitología griega, cuyo nombre encontramos a veces en la Edad Media como equivalente del de «mujer salvaje».49. Rasgos salvajes tiene también el correspondiente femenino de la Wild Horde: un cortejo de mujeres capitaneadas por una entidad llamada o Perchta o Diana o Herodíada. Se trata en todos los casos de una diosa cuyos caracteres semiferinos permiten conectarla con antiquísimos cultos mediterráneos a las Madres Nodrizas, señoras de los animales, de aspecto osuno.50 Lo interesante es que las autoridades eclesiásticas tendieran a interpretar las creencias al respecto como prueba de la existencia de congregaciones de brujas, y que del paradigma del cortejo de mujeres que siguen a una diosa de la noche y de los muertos naciera en el siglo XV el estereotipo inquisitorial del «sabbat».51




ArribaAbajoI.2. Las raíces filosóficas. Bárbaro y salvaje

No siempre los textos de los autores cristianos ofrecen una interpretación demoníaca de las figuras que pertenecen a la constelación mítica del salvaje. En vez de rebajarlas de dioses a demonios, hay casos en los que se prefiere rebajarlas de dioses a criaturas mortales. De este modo, la figura salvaje vuelve a formar parte del mundo de los seres que viven y mueren, y, aunque presente caracteres monstruosos, anormales, no se le niega el fundamental carácter humano. En cuanto tal, el salvaje puede entonces recibir el mensaje redentor del Cristianismo, es redimible y convertible.

El primer ejemplo de esta actitud lo encontramos otra vez en San Jerónimo. En su Vita sancti Pauli, se cuenta cómo San Antonio, en el desierto, encontró a un hombrecito de nariz aguileña, cuernos en la frente y patas de cabra, el cual negó ser un semidiós, Fauno o Sátiro como creían los paganos, afirmando en cambio su ser mortal.52 Siguiendo a San Jerónimo (y a San Agustín)53 San Isidoro coloca juntos a los sátiros y a los «homines silvestres» entre los seres prodigiosos, es decir, entre «las cosas que parecen nacer en contra de la ley de la naturaleza. En realidad, no acontecen contra la naturaleza, puesto que suceden por voluntad divina, y voluntad del Creador es la naturaleza de todo lo creado».54

Pero he aquí que entre los prodigios, junto al salvaje y a tipos de la mitología clásica cuales centauros, cíclopes, hermafroditas, gigantes, sirenas, hidras y gorgonas, Isidoro coloca también a los seres monstruosos nacidos de la imaginación de viajeros, geógrafos e historiadores de la Antigüedad: cinocéfalos (hombres con cabeza de perro), hipópodas (hombres con patas de caballo), pigmeos, onocentauros (mitad hombres mitad asnos), blemmyas (hombres sin cabeza)...55 El salvaje tiene en común con estos tipos monstruosos «exóticos» no tanto el aspecto exterior, cuanto precisamente la lejanía y el extrañamiento con respecto al «centro» de la civilización. Y es precisamente este común denominador el que permite describir y dibujar de manera parecida al salvaje mitológico y folclórico -ser sobrenatural, que se imagina solo o a lo sumo con una compañera- y al pueblo salvaje, comunidad de hombres y mujeres cuya diversidad se percibe e imagina como monstruosa.

Así leemos por ejemplo en el Libro de Alexandre, heredero de una larga tradición medieval,56 que en el trayecto hacia Babilonia el ejército de Alejandro57



Entre la muchedumbre de los otros bestiones,
falló omnes monteses, mugeres e barones;
los unos más de días, los otros moçajones,
andavan con las bestias paçiendo los gamones.

Non vistié ningún dellos ninguna vestidura,
todos eran vellosos en toda su figura,
de noche como bestias, yazién en tierra dura,
qui no los entendiesse, avrié fiera pavura.

Ovieron con cavallos dellos a alcançar,
ca eran muy ligeros, non los podién tomar,
maguer les preguntavan, non les sabién fablar
que non los entendián, e avián a callar.


(2472-2474)                


La abundancia del vello, rasgo definitorio del salvaje folclórico, entra a formar parte aquí de un paradigma de características que quieren subrayar la inhumanidad de los «omnes monteses»: viven con las bestias y duermen como bestias, no llevan vestido, no saben hablar. Lo que les falta a estos salvajes son los instrumentos culturales que diferencian al hombre del animal: el vestido, la cama, y, más que nada, la palabra.

Se detecta en esta visión la fuerte influencia de una línea de pensamiento esencialmente culta, ajena a la esfera del mito y del folclore, que desde Aristóteles llega hasta los escritores cristianos y más tarde a los humanistas.58 La base de esta línea de pensamiento está en la definición de la esencia de lo humano, del hombre como ser naturalmente sociable y «político» (fúsei politikón zóon). Calidades éstas que pueden realizarse plenamente sólo en el núcleo organizado de la ciudad (la polis griega) o del estado (la res publica romana) y en el ejercicio adecuado de la libertad y de la palabra (lógos en griego, que quiere decir ya 'palabra' ya 'razón'). Consecuentemente, los hombres cuya manera de vivir no responde a estas condiciones, no se consideran plenamente humanos, y se juzga en cambio legítimo someterlos para civilizarlos. Es la teoría aristotélica de la inferioridad «por naturaleza» del esclavo y del bárbaro, aprovechada muchos siglos más tarde por Juan Ginés de Sepúlveda en su defensa de la «justa guerra» contra los indígenas americanos.

El bárbaro, según la etimología de la palabra, es el extranjero que no sabe hablar griego, y cuyo idioma suena a los oídos del civilizado como un informe balbuceo:59 insulto sumo para quien tanta importancia atribuía, como hemos visto, a un uso sabio y correcto del lenguaje. El bárbaro, además, no sólo no sabe hablar bien sino que no sabe siquiera vivir «políticamente» bien. Muy interesante al respecto es la falsa etimología de la palabra propuesta por Casiodoro: «Barbarus autem a barba et rure dictum est, quod numquam in urbe vixerit, sed semper ut fera in agris habitasse noscatur» (Expositio in Psalterium, 113).60 Encontramos aquí la misma comparación que menudea en las coplas citadas antes del Libro de Alexandre: «ut fera», «como bestia».

Desde esta perspectiva, la lejanía y la diversidad con respecto a la sociedad «urbanizada» se perciben como características negativas, como motivos de degradación de la esencia humana: los bárbaros pueden parecerse entonces más a las bestias que a los hombres, y el atributo ferino más evidente será la ausencia de vestido compensada por la abundancia de vello, o, metonímicamente, el vestido de pieles. Al bárbaro, entidad dotada de existencia histórica, se le atribuyen por lo tanto algunos de los rasgos definitorios típicos del salvaje, entidad que sólo existe en el mito y en el folclore, pero que como el bárbaro se caracteriza por vivir lejos de la «civilización».61

En este común denominador reside la razón de la progresiva equivalencia y superposición de los dos términos en el vocabulario de las lenguas occidentales, generalizada a partir del siglo XVIII: «salvaje» puede llamarse también el indígena de países lejanos, por ser primitivo y extraño a la civilización occidental. Y cuando se quiera valorar positivamente este primitivismo, bastará con añadir un adjetivo, y nacerá el «buen salvaje». Esta confusión no se da con tanta frecuencia en los siglos anteriores. Es verdad que la imagen del bárbaro recibe préstamos iconográficos de la imagen mítica y folclórica del salvaje, y es verdad que existen incertidumbres terminológicas por las que a los componentes de una tribu americana se les puede llamar salvajes (aunque no se define nunca «bárbaro» al salvaje de raigambre folclórica); pero todavía existe la conciencia de una distinción entre las dos categorías.62 El bárbaro es el extranjero que vive en un espacio geográfico lejano, en comunidades organizadas, cuyo sistema de valores presenta caracteres -verdaderos o imaginados- que los «civilizados» juzgan inaceptables: paganismo, tiranía, crueldad, canibalismo... El salvaje en cambio se concibe como un individuo aislado, o perteneciente a un grupo muy reducido, que de todas formas no llega a constituir una sociedad o comunidad organizada, y que puede vivir en el mismo espacio geográfico de los «civilizados», pero en lugares separados y remotos cuales bosques y montañas, en condiciones de acentuado primitivismo.

Entre «bárbaro» y «salvaje» puede establecerse por lo tanto algo así como una jerarquía, en el nivel de la mayor o menor complejidad cultural, como es la que fija Acosta en su De procuranda indorum salute (1588), en el intento de clasificar las poblaciones recientemente descubiertas:63

Una primera clase [de los pueblos nuevamente descubiertos] es la de aquellos que no se apartan gran cosa de la recta razón y de la práctica del género humano. Estos son ante todo los que tienen régimen estable de gobierno, leyes públicas, ciudades fortificadas, magistrados de notable prestigio y, lo que más importa, uso bien reconocido de las letras. [...] A esta clase pertenecen, en primer lugar, los chinos [...]

En la segunda clase incluyo a aquellos bárbaros que, aunque no han conocido el uso de la escritura ni las leyes escritas ni la ciencia filosófica o civil, tienen, sin embargo, sus magistrados bien determinados, tienen su régimen de gobierno, tienen asentamientos frecuentes y fijos en los que mantienen su administración política, tienen sus jefes militares organizados y un cierto esplendor de culto religioso; tienen, finalmente, su determinada norma de comportamiento humano. De esta clase eran nuestros mejicanos y peruanos...

Viniendo ya a la tercera y última clase de bárbaros... [comprende] los hombres salvajes, semejantes a las bestias, que apenas tienen sentimientos humanos. Sin ley, sin rey, sin pactos, sin magistrados ni régimen de gobierno fijos, cambiando de domicilio de tiempo en tiempo y aun cuando lo tienen fijo, más se parece a una cueva de fieras o a establos de animales.


En la fijación de esta jerarquía, es evidente la deuda de Acosta para con el pensamiento aristotélico: consecuentemente, el estado salvaje de los nómadas sin organización estatal resulta ser el último escalón de la barbarie, el de mayor proximidad a la condición ferina.

Lo que parece evidente en esta somera exploración de la línea exegética de raigambre aristotélica -que llega por lo menos hasta finales del siglo XVII- es el proceso de desvirtuación y degradación al que se somete el núcleo semántico originariamente representado por el salvaje en el mito y en el folclore: la simbiosis con el mundo vegetal y animal, rasgo vital caracterizador del salvaje mítico, se transforma así en regresión a la animalidad. Cuando no demoníaco, el salvaje es por lo tanto un ser infrahumano, que carece de los mejores atributos de la humanidad.

Pero no siempre se juzga tan negativamente el estado salvaje de los hombres que viven lejos de lo que se considera la «civilización». Leamos por ejemplo estas palabras de Tácito en la Germania (46, 3), a propósito de la tribu de los Fenios:64

Hay en los fenios un salvajismo asombroso y una pobreza detestable: ni armas, ni caballos, ni hogares; hierba para alimentarse, pieles para vestirse, el suelo para dormir; [...]. Pero piensan que así y todo es mejor que sufrir en los campos, trabajar en las casas y mantener siempre expuestas sus propias fortunas y las ajenas entre la esperanza y el miedo. Tranquilos de cara a los hombres y los dioses, han conseguido algo muy difícil: no echar en falta ni siquiera el deseo.

Volvemos a encontrar aquí todos los elementos tópicos en la descripción del estado salvaje: ausencia de habitación fija, vestido de pieles, primitivismo extremo en la economía y en la organización social. Pero el autor ha querido evidenciar en este caso cuál sería la alternativa: el trabajo agrícola como doloroso cansancio, la construcción de casas como fatiga, y sobre todo, la mejora económica como esclavitud al miedo y a la esperanza. Presentados así los dos polos del dilema, ya no extraña tanto el que la tribu huya a sabiendas de esta «civilización» hecha de cansancio y pasiones dolorosas. No deja de llamar la atención el parecido entre esta (ya idealizada) tranquilidad salvaje de los Fenios de Tácito, y el ideal del sabio estoico o epicúreo: huir de las pasiones, apartarse de la corrupción y la confusión urbana en algún sencillo y pobre «buen retiro». Aun no pudiendo definirse como estoico o epicúreo, de hecho Tácito en la Germania construye su descripción de las costumbres sencillas y primitivas de los bárbaros, en implícita o explícita contraposición con lo que son las costumbres de la civilizada (y corrompida) Roma de entonces.

La comprensión e incluso la apreciación del estado primitivo y salvaje conlleva en efecto, la mayoría de las veces, una crítica a la sociedad civilizada desde cuya perspectiva se habla. Paralelamente, se tiende a cierta idealización del estado salvaje, que puede llegar incluso a ver en éste una encarnación de la mítica edad de oro de la humanidad. Es difícil desentrañar en esta actitud cuáles son las motivaciones regresivas (añoranza de un pasado que se supone mejor que el presente) y cuáles las progresivas (deseo de mejorar el presente): lo que sí es cierto es que el pueblo primitivo y salvaje, figura de la «otredad», casi siempre es poco más que un pretexto para un discurso que en realidad concierne al civilizado. Podemos notarlo en la fortuna de que gozaron -en la tardía Antigüedad y en la Edad Media- pueblos «bárbaros» como los Escitas, los Etíopes, los Bramanos, considerados como ejemplo de virtudes (valor, honestidad, sobriedad...) ya olvidadas por la muelle sociedad occidental.65 Podemos notarlo en las visiones mitizadas del «buen salvaje» que -en la Edad Moderna europea- surgen casi contemporáneamente a los cambios provocados por la Revolución Industrial. Podemos notarlo, en fin, en cierto «tercermundismo» muy de moda en algunas décadas de nuestro siglo actual, expresión ora sincera ora superficial del desasosiego y de la mala conciencia del «primer mundo» en los umbrales del Segundo Milenio.




ArribaAbajoI. 3. Una ojeada a la fortuna del tema en la iconografía y en la literatura (siglos XIV - XVI)


ArribaAbajoI. 3. 1. El salvaje agresivo de la tradición caballeresca. El salvaje como figura alegórica

En las artes decorativas del siglo XIV -sobre todo en Francia e Inglaterra- se encuentra a menudo, con ligeras variaciones, una misma escena: un salvaje velludo, armado de maza, que, después de haber apresado una mujer, pelea contra un caballero que la defiende.66 La extraordinaria fortuna iconográfica del motivo del salvaje raptor de doncellas en lucha con el caballero, no depende probablemente del influjo de una obra literaria precisa, hoy perdida,67 sino que obedece más bien a un intento alegórico: el salvaje (como en el mito y en el folclore) representa una sexualidad demasiado libre y agresiva, a la que se opone la sexualidad «civilizada» y cortés del caballero.68

El mismo tipo de oposición subyace en muchos casos a la utilización literaria de la figura del salvaje. Quedémonos en el ámbito temático caballeresco. En el Orlando innamorato de Matteo Maria Boiardo, encontramos un salvaje que rapta a la bella Fiordiligi (I, XXII, 7) y después pelea ferozmente con Brandimarte, el caballero amado por ella (I, XXIII, 4-18)69. No faltan ejemplos en los libros de caballerías españoles. En el Lisuarte de Grecia (1514) de Feliciano de Silva, el protagonista y sus compañeros se encuentran con un barco en el que dos salvajes están azotando una doncella. Los caballeros obviamente sacan las armas en defensa de la joven y los salvajes huyen; llegan a tierra, y encuentran otro salvaje quien arrastra un joven por los cabellos. Nueva lucha, y nueva huida del salvaje.70 En el Lisuarte de Grecia de J. Díaz (1526) encontramos a dos salvajes «tan grandes y tan dessemejados que a todo caballero pondrían pavor, ca en los cuerpos eran poco menos que gigantes: cubiertos todos de cabellos muy crescidos assí en la cabeça como en el cuerpo». Estos salvajes tratan de violar una doncella, pero el Caballero del Dragón se lo impide justo a tiempo y los mata.71

Se trata en estos casos de personajes totalmente marginales, que, como los gigantes con los que frecuentemente se les compara, desempeñan el papel de figuras malvadas, violentas, lujuriosas, y la función narrativa de antagonistas, frente a los cuales resaltan las virtudes del héroe que los combate. Un tipo parecido se encuentra en una de las comedias de ambiente caballeresco de Gil Vicente, la Comédia sobre a divisa da cidade de Coimbra (1527): Monderigon, un «feroz selvagem gigante senhor»72 (otra vez la confusión entre gigante y salvaje), reina con el terror en la selva de Coimbra, donde -después de haberlos raptado- tiene prisioneros en un castillo al hijo y a la hija del rey de Córdoba. Aunque despiadado con sus prisioneros, Monderigon, cuando llega a enamorarse de una mujer, se le declara en el más perfecto estilo cortés. En su carácter cruel y al mismo tiempo sensible al amor, Monderigon se parece -más que a los salvajes de los libros de caballerías- a gigantes de mayor envergadura literaria, como el Polifemo ovidiano, capaz de ofrecer su amor a Galatea con toda humildad y respeto y al mismo tiempo de desencadenar contra el rival Acis toda la fuerza destructora de sus celos. En la misma línea se coloca el gigante Alasto de la Arcadia (1598) de Lope de Vega, vestido de piel de león y con una maza en la mano, que «como otro Polifemo por Galatea», ofrece a su amada pastora Crisalda todas sus riquezas y sabe demostrarle dulzura y respeto; pero se muestra agresivo y cruel en cuanto teme que los hombres le quiten a su amada, y por esto al final los pastores organizan una trampa para matarlo. En el marco pastoril de la obra, Alasto es un ejemplo más de la fuerza suavizadora del amor: «tanta es la fuerza del poderoso amor, que hasta en los fieros corazones de los bárbaros pone conocimiento, blandura y humildad».73

Si en la Arcadia de Lope el amor del gigante-salvaje Alasto se manifiesta casi en los mismos términos que el de los demás pastores que protagonizan la obra, en la Diana (1559) de Jorge de Montemayor volvemos a encontrar a los salvajes como personificación de un tipo de amor lujurioso y agresivo radicalmente opuesto al amor que inspira a los pastores y pastoras74. «Tres salvages de estraña grandeza y fealdad» asaltan a tres bellas ninfas, pretendiendo obtener con la violencia el amor que ellas les niegan: pero no logran su intento, porque salen en defensa de las ninfas primero unos pastores armados de hondas, después una pastora que con sus flechas mata a los agresores, maldiciendo su «soberbia» y su «mal conocimiento».75

La trillada relación entre la figura del salvaje y el deseo amoroso desenfrenado se vuelve alegoría explícita en algunas obras de la literatura española del siglo XV y XVI. En la Cárcel de amor (1492) de Diego de San Pedro, el protagonista cuenta cómo vio durante su recorrido «por unos valles hondos y escuros [...] entre unos robredales [...] un cavallero, assí feroz de presencia como espantoso de vista, cubierto todo de cabello a manera de salvaje». A las preguntas del protagonista, el caballero declara ser «principal oficial en la casa de Amor; llámanme por nombre Deseo».76 En la Metáfora en metros de Quirós, Deseo es el ciego que guía un cortejo de salvajes, quienes representan las penas de amor.77

Estos significados simbólicos del salvaje no quedan limitados a una literatura tan fuertemente alegorizante como la poesía cancioneril y la novela sentimental, sino que se vuelven noción banal y trillada, hasta llegar a constituir, mucho más tarde, la base de una comparación como la que pronuncia el gracioso Luján en el Peribáñez (1604-1613) de Lope de Vega, a propósito del amor culpable y desenfrenado de su amo. Casilda, la joven casada de quien se enamora el comendador de Ocaña, es «tan bella que está mi amo» -dice el criado gracioso del comendador- «todo cubierto de vello / de convertido en salvaje».78

No falta, por otro lado, la explotación con fines religiosos y morales de las significaciones alegóricas del salvaje. En un libro de caballerías «a lo divino», titulado Caballero del Sol (1552), de Pedro Hernández de Villalumbrales, el protagonista es una figura del hombre que tiene que luchar por la virtud durante toda su vida. Entre tantos antagonistas, el Caballero pelea contra un «bestial salvaje» que se llama «vicio bruto»,79 y luego contra un «gigante llamado Pecado Monstruoso» cuyos «miembros todos eran a manera de hombre salvaje»; también lucha contra «dos pelosos salvajes con escudos y desnudos alfanjes», quienes defienden a la Accidia.80 En una comedia de Pedro Hurtado de la Vera, titulada Dolería del sueño del Mundo (1572), ya no hay salvajes en sentido propio, sino dos personajes humanos, Apio y Metio (quienes representan los vicios) que después de su muerte vuelven del más allá en hábito de salvajes para llevarse a los infiernos a Astasia e Idona, las dos mujeres que simbolizan el error amoroso. Según las palabras del autor en el prólogo «Al Lector», «los Salvajes [representan] penitencia, y contino remordimiento de la consciencia».81 En el Aucto de los triunfos de Petrarca (Códice de Autos viejos) aparecen entre los personajes alegóricos Razón y Sensualidad «en hábito de salvajes»: el vestido de pieles sin embargo sólo es propio de la Sensualidad, ya que la Razón se viste de salvaje únicamente para engañar al hombre y atraerlo a sí.82 Esta utilización escénica del «vestido de salvaje» con funciones alegóricas es la misma que se encuentra más tarde en los autos sacramentales de Calderón.83

Muy transparente es la significación simbólica de tipo moral de los salvajes presentes en la Diana enamorada (1564) de Gaspar Gil Polo. La maga Felicia organiza una gran fiesta para celebrar la reunión feliz de todas las parejas de enamorados cuyas historias infelices se nos han contado a lo largo del libro. El momento culminante de la fiesta es una batalla naval: las ninfas guían los barcos, a cuyos remos están «unos salvajes coronados de rosas, amarrados a los bancos con cadenas de plata».84 Los salvajes ahora ya no son adversarios irreductibles de las ninfas, como en la Diana de Montemayor, sino esclavos de ellas. La sumisión de los salvajes puede leerse entonces como sumisión de los instintos al elemento espiritual representado por las ninfas, consagradas a Diana, diosa de la castidad. Esto condice bien con la moral expresada por Felicia en su discurso final a los pastores, en el que reprende el «desenfrenado apetito», el «amor terreno, que está empleado en cosas baxas», para ensalzar el «verdadero amor de las cosas altas y perfectas».85




ArribaAbajoI. 3. 2. El salvaje como ayudante; el salvaje como máscara

Es de notar, en la Diana enamorada, la situación «festiva» en la que aparecen los salvajes, y su función subalterna con respecto a otros personajes. Estas características se encuentran en obras literarias del siglo XVI y de los primeros años del XVII, en las que por otro lado la significación alegórico-simbólica de la figura del salvaje es muy débil o del todo ausente.

En la Tragedia llamada Seraphina (¿1560?) de Alonso de la Vega,86 dos salvajes figuran en el reparto de los personajes como mensajeros de Cupido: su papel se reduce a la ejecución de la sentencia pronunciada por el dios de amor en contra de Seraphina, que habiéndose enamorado de él, rechaza a Marco Athanasio. Quizás haya aquí un recuerdo del caballero salvaje de la Cárcel de Amor, «principal oficial en la Casa de Amor», que lleva preso tras sí a un pobre amante: pero aquí la alegoría -si la hay- no se inserta coherentemente en un contexto también alegórico como en la novela de Diego de San Pedro. La pareja de salvajes parece tener más bien una significación simbólica -y ya tópica- que evoca los sufrimientos amorosos y la crueldad de la ley de Amor.

Otra pareja de salvajes aparece en El infamador (1588) de Juan de la Cueva.87 Estos son ahora mensajeros y oficiales de Diana, y defienden en su nombre a la virgen Eliodora, acusada falsamente por Leucino, que quería vengarse de haber sido rechazado por ella. La pareja de salvajes primero impide al escribano entrar en la cárcel para notificar a Eliodora la sentencia de muerte, y después, cuando ya se ha aclarado todo el engaño de Leucino, ejecuta en él la sentencia de muerte pronunciada por Diana. La función de ayudantes de un dios y de ejecutores de sus sentencias es, como se ve, parecida a la de los salvajes de la Tragedia llamada Seraphina; la significación sin embargo es distinta, siendo así que Diana, diosa de la castidad y defensora de una virgen que rechaza el amor, se coloca en el extremo opuesto con respecto a Cupido, dios del amor que castigaba a la joven Seraphina por no corresponder al amor de Marco Athanasio. Aquí el salvaje podría simbolizar más bien la crudeza, la inflexibilidad de Diana (y de Eliodora) frente a las pretensiones amorosas de Leucino. Pero creo que las intenciones simbólicas (aunque posibles) son del todo secundarias, en estas obras de teatro, con respecto a la intención espectacular, que veía en la figura del salvaje un buen recurso para maravillar a los espectadores con algún personaje extraño y sobrenatural, muy apropiado además para servir de mensajero y sirviente a un dios o a una diosa.

Esto se comprueba también en la Comedia famosa de la casa de los zelos y selvas de Ardenia (1615) de Miguel de Cervantes, donde figuran «dos salvages vestidos de yedra o de cáñamo teñido de verde» como escuderos de Angélica.88 Con esta comedia hemos vuelto al ámbito temático de los libros de caballerías, pero los mudos y serviciales salvajes cervantinos no tienen ya nada que ver con los salvajes vellosos y crueles de la tradición narrativa caballeresca. Por el contrario -y de acuerdo con la fábula pastoril italiana- el papel de agresores y raptores de mujeres lo juegan ahora figuras de raigambre clásica como los sátiros.89

La misma función subordinada del salvaje en el ámbito de una temática narrativa caballeresca se encuentra en el Quijote, II, 41, donde aparecen cuatro salvajes que llevan en hombros el caballo Clavileño, instrumento de la burla que los Duques urden para Don Quijote y Sancho Panza; en esta ficción los salvajes juegan el papel de servidores del gigante Malambruno. Pero, justamente porque se trata de ficción -y el lector lo sabe- el salvaje aquí no es más que una máscara, un disfraz, lo mismo que en una representación festiva como la que se nos describe en el Quijote, II, 20. En las fiestas para la boda de Camacho, entre otras diversiones hay una «danza de artificio y de las que llaman habladas», que simboliza el cortejo de Amor: «delante de todos venía un castillo de madera, a quien tiraban cuatro salvajes, todos vestidos de yedra y de cáñamo teñido de verde, tan al natural, que por poco espantaran a Sancho».90

Estamos aquí ante la re-creación literaria de un fenómeno que en la realidad de la época tenía una importancia por cierto nada secundaria: la organización frecuentísima de fiestas, justas, banquetes, cortejos, protagonizados por máscaras y disfraces, a veces con funciones meramente exornativas, a veces con funciones simbólicas. El gusto por estos entretenimientos, nacido en el ambiente de la corte, se difunde rápidamente incluso en otros medios sociales acomodados (como lo atestigua el ejemplo de Camacho en el Quijote); mientras la Iglesia aprovecha muy pronto las potencialidades alegórico-simbólicas de las representaciones festivas en sus procesiones y autos sacramentales, juntando así lo útil y lo dulce, la diversión y la enseñanza de los fieles. La «danza de las que llaman habladas» descrita en el Quijote, responde al tipo del entremés, que consistía en general en un carro con figuras o en una construcción fantástica (roca, torre o castillo) de la que salían -a veces peleándose- varias figuras disfrazadas. Bastante parecido era el momo, que generalmente abría los bailes o las justas, y que consistía en una representación mímica protagonizada por figuras disfrazadas. Incluso los torneos podían organizarse como una mascarada, en la que los caballeros justaban disfrazados.91

Aunque es difícil reconstruir hoy el significado exacto de palabras entonces tan comunes como «entremés» o «momo», es fácil encontrar testimonios y descripciones de representaciones festivas, por donde se ve que el salvaje era una máscara bastante común. De los muchos testimonios posibles, recordamos aquí solamente alguno. En 1399, en Zaragoza, en las fiestas para la coronación del rey Martín I, hubo un banquete, cuya apertura fue acompañada por la aparición de una roca: en la cumbre de la roca yacía una leona herida, y unos caballeros armados querían matarla, pero de la roca salieron a defenderla unos salvajes.92 En 1544, en un torneo ofrecido por el Almirante de Castilla Luis Enríquez al príncipe Felipe y a su mujer María de Portugal, salieron tres salvajes sobre caballos disfrazados de leones. En 1564, en una complicada mascarada organizada en Palacio por las damas de la reina Isabel de Valois y de la princesa Juana, aparecían, en una «invención», ocho ninfas que «tenían asidos a los salbajes con ocho cadenas por las gargantas», y en otra, un bosque y un prado, y en el prado ocho sirenas, «y en guarda dellas estaban quatro saluajes muy fieros».93 También aparecen salvajes en fiestas religiosas (en 1545, en Toledo, para la llegada del cardenal Silíceo),94 y en festejos urbanos (en 1624, en Barcelona, para la llegada de Felipe IV).95 Y no se crea que este uso festivo del disfraz del salvaje fuera exclusivo de España: los testimonios europeos abundan, desde las fiestas palaciegas de 1348 y 1349 en Inglaterra, pasando por el trágico «bal des ardents» de 1392 en Francia (donde los disfraces del rey y de sus cortesanos se incendiaron), hasta las numerosas fiestas urbanas de los siglos XV y XVI en Italia.96

La moda del disfraz de salvaje en las representaciones festivas coincide con la moda del motivo iconográfico del salvaje en la heráldica y en las decoraciones arquitectónicas (como tenante de escudo o jamba del portal en casas privadas, como elemento decorativo en las iglesias), que se nota en los siglos XV y XVI en España.97 Por lo demás, los seres monstruosos en general (leones, dragones, serpientes...) gozaron de gran favor en esa época como sujeto iconográfico, y a menudo aparecían al lado del salvaje en las mascaradas festivas.98 Puede que haya habido un trasvase y una circulación de motivos iconográficos entre las artes figurativas y las máscaras de las representaciones festivas profanas y religiosas; pero en este circuito entra también un tercer elemento, es decir, el acervo de temas e imágenes presentes en la producción literaria de la época (que a su vez pueden estar en deuda con las tradiciones míticas y folclóricas). Nótese por ejemplo que casi todos los «cuadros» que se representaban en las mascaradas festivas de las que nos queda noticia, estaban organizados alrededor de una batalla, o un desafío, o un duelo, o una justa: es decir, que el núcleo narrativo (mínimo, por lo demás) que sustentaba estas representaciones, era el mismo que tanta parte tenía en la estructura narrativa (e ideológica) de los libros de caballerías.

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Un ejemplo de esta circulación de motivos entre literatura y representaciones festivas lo encontramos en el capítulo 194 del Primaleón (1512), segundo libro del Palmerín de Olivia. Durante los festejos en ocasión de las bodas de Don Duardos y de Flérida, los caballeros de la corte asisten a una pelea: por una vez, son espectadores y no protagonistas de un hecho de armas.100

Parecieron súpitamente dos salvages tan grandes como gigantes, y cada uno de ellos traía un escudo embrazado y un bastón en sus manos; y comenzaron entre sí una batalla tan esquiva, que no hai hombre que la viese que no estuviere espantado [...] Al fin, dio el uno dellos al otro tan fiero golpe con el bastón, que dio con él tendido en el suelo, y no fue llegado a tierra, cuando se tornó en una sierpe la mayor y más fiera que hombres vieron. [...] En tanto el salvage y la sierpe hicieron su batalla [...] y estando todos mirando la batalla, desapareciese la sierpe, y no vieron sino a un rico caballero cobijado de un rico manto...


Por lo visto, en este caso el motivo iconográfico y literario del salvaje en lucha con el caballero (y sus posibles significaciones alegóricas) no es sino un lejano recuerdo; de lo que se trata aquí es de reproducir en la descripción el juego casi mágico de apariencias que caracterizaba los más espectaculares entremeses cortesanos.

Volviendo ahora a las obras teatrales antes mencionadas de Alonso de la Vega, de Juan de la Cueva y de Cervantes, estamos en condiciones de formular una hipótesis acerca del origen de ese tipo de salvaje estático, sin carácter propio y con funciones subalternas, tal como aparece allí. Como en las representaciones festivas, el salvaje en estas comedias no es un personaje sino una máscara; no responde a criterios narrativos o simbólicos sino a criterios de espectacularidad; sirve únicamente para maravillar al espectador, y en efecto sale a la escena en contextos maravillosos, marcados por temáticas mitológicas o caballerescas.




ArribaAbajoI. 3. 3. El salvaje como antagonista del caballero y espantajo del villano

Aunque también ocupan una posición marginal en la intriga, los dos salvajes que aparecen en la Comedia Salvaje (1582) de Joaquín Romero de Cepeda tienen un carácter distinto. No se trata ya de máscaras que desempeñan una función de ayudantes, caracterizadas por su posición de servidores de algún dios o ente superior; volvemos aquí al salvaje agresivo, libre de cualquier vínculo de subordinación, que reviste claramente la función actancial de oponente de los protagonistas. En la Comedia Salvaje (que, a pesar del título, no es una obra de tema fantástico protagonizada por salvajes, sino una comedia celestinesca de ambiente burgués y sustancialmente urbano) las peripecias de una pareja de amantes jóvenes (Lucrecia y Anacreo) se cruzan con las peripecias de una pareja de esposos ancianos (Arnaldo y Albina, padres de Lucrecia) que en el cuarto acto salen a buscar a la hija que se ha escapado de casa con su enamorado. En el camino encuentran muchos y graves obstáculos: primero una pareja de bandidos que matan a Arnaldo; inmediatamente después una pareja de salvajes que quieren raptar a Albina. Impide el rapto Lucrecia, que sale a la escena vestida de pastora y mata, con arco y flechas, a los salvajes. Notemos la extraña contaminación de motivos: la pastora con arco y flechas que mata a los salvajes agresores se encontraba en la Diana de Montemayor, pero es difícil imaginarse a Albina joven y bella como las ninfas de la Diana, mientras el vestido de pastora de Lucrecia -joven ciudadana- es evidentemente un disfraz. Tampoco la agresión de los salvajes tiene ninguna significación simbólica como en la Diana; se trata sólo de un obstáculo más en la búsqueda de Albina y Arnaldo, homólogo al que representa la pareja de bandidos. Salvajes y bandoleros -epítome de la crueldad y la extrañeza- son los peligros que acechan al burgués cuando se atreve a salir fuera de los muros de su ciudad.

Ambiente palaciego es en cambio el que caracteriza una comedia anónima, titulada La cueva de los salvajes, cuyo manuscrito se conserva en la Biblioteca de Palacio de Madrid, y que se puede fechar alrededor de los últimos años del siglo XVI.101 Protagonizan la intriga amorosa Emilia, hija del rey de Chipre, y Lisardo, duque de Atenas que se disfraza de siervo en la corte de Emilia. A causa de esta identidad fingida, Emilia no cree posible casarse con Lisardo, pero no renuncia a su amor y huye con él en la selva. Allí la raptan unos salvajes, «vestidos de pieles y con sus bastones»102, según la iconografía ya conocida: el jefe de éstos, Escardaso, se enamora enseguida de Emilia pero ella lo rechaza. Mientras tanto Lisardo ha formado un ejército de villanos que dirige contra los salvajes, derrotándolos al fin y rescatando a Emilia: se reconoce su identidad y los dos jóvenes se casan. En esta comedia la presencia escénica de los salvajes tiene sin duda más relevancia (cuantitativa, por lo menos) con respecto a las obras teatrales antes mencionadas. Funcionalmente, sin embargo, su papel sigue siendo marginal: se trata otra vez de poner un obstáculo a los personajes, para que pueda desarrollarse la intriga y puedan solucionarse las tensiones existentes (en la Comedia Salvaje la eliminación de los salvajes sirve para reconciliar a Lucrecia con su madre, así como en esta comedia sirve para que el rey de Chipre pueda apreciar el valor del futuro yerno).

Por otro lado, la crueldad de los salvajes, su antropofagia repetidamente subrayada, preparan y justifican las escenas cómicas en las que los villanos revelan su cobardía, huyendo a la primera aparición de sus enemigos; y sirven también para realzar, por contraste, el valor del noble Lisardo.

El miedo de los villanos frente al salvaje es en realidad un recurso cómico nada nuevo en el teatro. En la boscareccia italiana, de ambiente pastoril, es frecuente encontrar entre los personajes a un salvaje, mera comparsa, que sólo sirve para espantar y ahuyentar a los pastores.103 En España, este recurso se encuentra también en el teatro religioso, en el que tanta parte toman los personajes de pastores: en la Farça a honor y reverencia del glorioso Nascimiento (¿1530?), de Pero López Ranjel, salen como personajes cuatro pastores, «y vn saluaje que los viene assombrar» como reza el mismo título completo de la obra. De los cuatro pastores protagonistas de la obra, el único que no se espanta del salvaje es Juan, el pastor que ha acogido y aceptado el anuncio del parto milagroso de María, colocándose así en una posición «dominante» con respecto a sus compañeros todavía incrédulos.104

En la Farça llamada Paliana (1564) de Joan Timoneda, otra vez encontramos el motivo del terror de los villanos frente a los salvajes, que aquí se presentan en pareja. Está muy claro el carácter entremesil de estas escenas, que no sirven para hacer progresar la acción, sino para despertar la risa entre los espectadores. Tampoco es nueva la presentación de los salvajes: como en la Farça a honor y reverencia del nascimiento, estos seres se nos presentan lamentando su vida triste, aislada en la selva.105

El binomio 'tristeza-aislamiento' que caracteriza a estos salvajes teatrales, es sin duda un reflejo de otra tipología de «salvajes» literarios, que pronto vamos a analizar más detalladamente: personajes que no son salvajes por naturaleza sino que se han visto impulsados a vivir en estado salvaje debido a algún gran dolor, o para expiar algún gran pecado.




ArribaAbajoI. 3. 4. El salvaje raptor de niños. El salvaje: un niño que se ha criado en la selva

Volviendo a los salvajes de la Farça de Timoneda, éstos no sólo sirven para desencadenar la comicidad en las escenas del miedo de los villanos, sino que tienen una precisa función en el desarrollo de la acción. Paliano y Filomancia, ricos propietarios, deciden abandonar en la selva a su hijo recién nacido, por miedo al agüero infausto de un sueño de Filomancia, interpretado por un nigromante. El niño abandonado será recogido por los salvajes quienes, apiadados de él, deciden criarlo. Ya adolescente, Infantico (éste es el nombre que los salvajes le han dado al niño) rapta a su madre de quien está enamorado sin saber nada de los lazos de sangre que los unen; pero al final todo se aclara y el joven vuelve a reunirse con sus padres. Estamos aquí ante una mezcla evidente de motivos narrativos de antigua raigambre folclórica y mítica: el del niño abandonado en la selva, el del niño raptado y criado por un salvaje, el del niño abandonado que -ya adulto- se enamora de su madre (el mismo núcleo del mito de Edipo), y el del salvaje que rapta a una mujer. Sólo nos interesan ahora los motivos que ven como protagonista el salvaje. Si el motivo del salvaje que rapta a una mujer ya no es una novedad, para nosotros, sí lo es el motivo del niño raptado y criado por un salvaje.

Pero no es en la Farça de Timoneda donde por primera vez aparece este motivo en la literatura peninsular, sino en el Palmerín de Inglaterra, cuya primera edición se publica en Sevilla en 1547. El salvaje del Palmerín es una extraña mezcla de crueldad y ternura, de anormalidad y normalidad. Es un cazador, que viste de pieles animales y caza con la ayuda de dos leones; tiene una mujer y un hijo, y es padre y esposo afectuoso, pero esto no le impide raptar a los dos hijos mellizos recién nacidos de la princesa Flérida, y estar a punto de darlos a comer a sus dos leones. Su mujer, más piadosa, decide en cambio amamantar a los niños, que crecerán como hijos del salvaje y hermanos de su verdadero hijo Selvián. Ya adolescentes, Palmerín y Florián salen en busca de aventuras (la sangre noble puede más que la educación selvática): pero, en recuerdo de su infancia, Florián pinta en su escudo un salvaje y se hace llamar «Caballero del Salvaje». La función narrativa del salvaje, en el Palmerín, es la misma de las muchas y varias entidades (dragones, hadas, piratas, animales feroces...) que suelen raptar a los héroes niños, en los libros de caballerías y en las novelas del ciclo artúrico. En este tipo de producción literaria -que tantas situaciones y esquemas narrativos retoma del mito-106 se da en efecto con mucha frecuencia el caso de que el héroe crezca lejos (geográfica y socialmente) del ambiente al que pertenece por nacimiento, es decir de la Corte. Esta lejanía, por la ignorancia que presupone del mundo cortés y sus reglas, es al mismo tiempo un estado de inocencia primordial y -simbólicamente al menos- un estado de salvajismo: lo que explica el que Chrétien de Troyes llame a Parsifal «le valet sauvage», o el que Hélias, protagonista de Le Chevalier au Cygne, al empezar sus aventuras tenga aspecto de salvaje, vestido de hojas, velloso y con el cabello largo.107

Mientras Palmerín, Parsifal y Hélias son salvajes sólo por su origen, verdaderos salvajes en el aspecto y las costumbres (como el Infantico de la Farça llamada Paliana) son los protagonistas de otras novelas caballerescas, como el Tristan de Nanteuil, u Orson et Valentin, respectivamente del siglo XIV y del XV (una primera versión de Orson y Valentin, hoy perdida, debió circular probablemente con anterioridad a la composición del Tristan de Nanteuil).108 En estas novelas francesas ya no son salvajes sino animales del bosque los que crían a los héroes: a Tristan lo amamanta una cierva, a Orson una osa. Ambos personajes, una vez adultos, experimentan el amor; Orson no encuentra mayores dificultades porque la doncella por él amada sólo podía casarse con un caballero que no hubiese sido amamantado por una mujer; Tristan en cambio, en su salvajismo, escoge raptar a la mujer amada. Como se ve, es la misma situación de Infantico, que sin embargo no es ningún héroe destinado a altas empresas caballerescas, sino sólo el hijo de dos acomodados burgueses: Timoneda ha insertado un motivo narrativo típico de una producción literaria cortesana, en el ambiente burgués y popular de sus obras teatrales.




ArribaAbajoI. 3. 5. El estado salvaje como resultado de un trauma afectivo o de una transgresión pecaminosa

Con el Infantico de la Farça llamada Paliana nos encontramos frente al tipo del salvaje que no es tal por su nacimiento y por su naturaleza, sino debido a circunstancias excepcionales, dolorosas. En el caso del niño que crece en estado salvaje, su destino depende en todo de la fatalidad, y en nada de sus acciones o sus sentimientos. Pero hay casos de salvajes que se han vuelto tales a causa precisamente de sentimientos o acciones que los han llevado a ese estado. El sentimiento que por antonomasia lleva al estado salvaje es el amor no correspondido; el mismo efecto lo causa cualquier tipo de mala acción o de pecado. Trasluce otra vez la significación simbólica del «vestido de salvaje»: la pérdida de la racionalidad, la locura, la transgresión de las reglas del vivir humano, toda desviación de la norma, se representan en efecto casi siempre como una regresión a la animalidad, condición a la que remiten los caracteres tópicos del salvaje.

Esta visión tiene raíces muy antiguas: un ejemplo bíblico es el personaje de Nabucodonosor, rey de Babilonia, quien, por haberse rebelado a Dios, tuvo que vivir siete años como un animal, en soledad, cubierto de vello y paciendo hierba; hasta que, habiendo reconocido la autoridad del Dios de Israel, volvió a recuperar la razón, el aspecto humano y el reino (Daniel, IV). Un ejemplo clásico es la historia homérica de Circe, la maga que transformaba a los hombres en animales, la cual se leyó en el Renacimiento como figura de los vicios que transforman al hombre en bestia.109 Pero no faltan ejemplos de esta tipología en las más antiguas producciones de la literatura medieval europea: por ejemplo en la Vita Merlini, de Geoffrey de Monmouth, en la que aparece el personaje de Lailoken, o Merlinus Silvestris, que ha enloquecido y vive en la selva como un salvaje por haber causado la muerte de sus hermanos en la batalla de Ardderyd.110 En este caso, como en el de Nabucodonosor, la locura y la reducción al estado salvaje son el fruto de una sentencia divina: la degradación a un estado infrahumano es también una forma de expiación para el culpable, de la que sólo puede rescatarle la Gracia divina.

En muchas leyendas medievales de vidas de santos, se encuentra el personaje del eremita que, asaltado por el remordimiento después de haber cedido a la lujuria, expía su culpa en la más completa soledad, acabando por parecerse más a un animal que a un hombre en el aspecto físico: entre los más conocidos, San Onofre, Santa María Egipcíaca, San Juan Grisóstomo. El vello o los largos cabellos enmarañados o las pieles que cubren al eremita, el bastón que lo sostiene, la soledad en que vive, así como la debilidad ante las tentaciones de la lujuria, son todos rasgos típicos de la imagen tradicional del salvaje;111 por lo tanto no extraña que se hayan rastreado analogías entre estas leyendas y antiguos motivos folclóricos europeos y asiáticos.112 Un ejemplo de la mezcla entre los motivos folclóricos conectados con el salvaje y una leyenda hagiográfica se puede observar en el poema El Monserrate (1588-1602), de Cristóbal de Virués. El poema cuenta la historia de Juan Garín, hombre en extremo devoto que en un dado momento de su vida sucumbe a las tentaciones de la lujuria y «de hombre, y tan bueno, se convierte en fiera / cual si Medea o Circe lo prendiera».113 Enamorado de la hija del conde Jofré de Barcelona, Juan Garín la rapta y la viola, y después, para encubrir su crimen, la mata. La penitencia que Dios le asigna consiste en tener que llegar andando, en cuatro patas, hasta el Monserrate, donde vive como fiera velluda hasta que el conde Jofré lo captura y lo lleva a palacio. Después de soportar pacientemente las bromas y las molestias de los cortesanos, por fin Juan Garín reconquista su aspecto humano, junto con la gracia perdida.

Si el santo penitente expía con una vida salvaje los pecados de un amor demasiado terreno, otros penitentes no reniegan del amor que los ha llevado a una vida salvaje, y -sin esperar salvación y consuelo del perdón divino- se someten a las leyes despiadadas de la religio amoris. Un ejemplo es el Pamphilo del Grimalte y Gradissa (1495) de Juan de Flores, quien, habiendo causado con su desdén la muerte de la amada, se ha retirado a vivir en el más cruel y perpetuo aislamiento. La descripción subraya todos los caracteres salvajes, animales, que el desgraciado personaje ha cobrado en su penitencia.114 A la misma vida desesperada se someterá Grimalte, amante fiel pero rechazado por su amada, que se vuelve salvaje ya no por expiar alguna culpa, sino por el dolor que le causa el amor no correspondido.

Otra vez es el amor infeliz el que impulsa a Arnalte -en el Arnalte y Lucenda (1491) de Diego de San Pedro- a vivir en la selva, pero conservando la clara conciencia de su diversidad con respecto a las fieras: «viendo cómo mi desdichada ventura de las gentes estraño me fizo; y vi que era bien entre las bestias salvajes vivir, comoquiera que en el sentir su condición y la mía diversas fuesen».115

Una reacción parecida, pero fugaz, es la que caracteriza a héroes de los libros de caballerías como Amadís (Amadís de Gaula) o el Caballero del Febo (Espejo de príncipes y caballeros), cuando, por malentendidos con su señora, deciden desterrarse en la más completa soledad, en la Peña Pobre, o en la Ínsula Solitaria. El que el amor no correspondido pueda llevar hasta a la desesperación y a la locura lo saben muy bien los lectores del Orlando Furioso, de Ariosto: cuando Orlando enloquece, su comportamiento es el comportamiento típico de un salvaje. «Fugge cittadi e borghi, e alla foresta / sul terren duro al discoperto giace», se desnuda de sus armas de caballero, y arranca en cambio un enorme pino que le sirve de maza.116 Pero en general el enamorado infeliz de la literatura caballeresca y cortés española no es un loco furioso, sino más bien un loco melancólico, aunque su aspecto corresponde al del salvaje.

En un romance recogido en la Primera parte de la Rosa de romances de amores (Valencia 1573), sale un «Saluage viejo / espantable a marauilla, / cabellos, y barba blanca / todo el cuerpo le cobria, / con vn bastón en la mano».117 Después de matar un león, el salvaje se queja larga y amargamente del amor:


vencido voy, desterrado
de quietud, paz, y alegria,
ausentado de mi bien,
de vna que tanto queria,
de vna que ver no me quiere
sin yo hazerle aleuosia,
con lloros y accentos tristes
passare la vida mia.



La misma pena de amores aqueja al salvaje que aparece en unas Coplas anónimas, atribuibles a Lucas Fernández, como tercer protagonista de la escena dialogada, junto a una doncella y a un pastor. No se trata en realidad de un salvaje en sentido propio: no tiene ninguna de las características típicas del salvaje, y la doncella siempre lo llama «caballero». Se trata más bien de un joven que lleva vida aislada en la selva, debido a algún gran dolor que se parece en todo al dolor del amante desdichado de tanta poesía cortés:118


La mayor felicidad
y el mayor bien que sentimos
los que en el yermo vivimos
es vivir con soledad.
Huimos la claridad,
buscamos el aspereza,
vivimos con gran tristeza,
buscamos la escuridad.
[...]
Nuestro comer es morir,
nuestro beber es llorar,
nuestro dormir es penar,
nuestro penar es vivir,
nuestro calzar y vestir
el más pobre que podemos:
tan triste vida hacemos
cual aquí podéis sentir.



El nombre y el aspecto de salvaje, en suma, no son sino contraseñas simbólicas (para la doncella, y para el lector) del caballero enamorado: el único que se las toma en serio es el pastor, quien tiene miedo del salvaje porque -no compartiendo el mismo código cultural y amoroso- no sabe interpretar las apariencias, y teme una agresividad que no existe. El miedo del pastor al salvaje ya no es aquí, con toda evidencia, un mero recurso cómico, sino que cobra una significación más profunda. Se trata de dos lenguajes y de dos mundos recíprocamente impermeables que entran en colisión: el lenguaje y el mundo del caballero, que conoce los refinamientos masoquistas del amor cortés y los encarna simbólicamente en su ser salvaje, y el lenguaje y el mundo del villano, presuntuoso y cobarde (él, sí, «criatura bestial», en palabras de la doncella) con su visión más sencilla y grosera del amor.







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