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ArribaAbajoII. El salvaje en las comedias de Lope de Vega


ArribaAbajoII. 1. Tipologías y funciones del personaje teatral del salvaje: la herencia de la tradición y las innovaciones de Lope

Al introducir en alguna de sus comedias el personaje del salvaje, Lope de Vega -como es natural- no prescinde de la tradición literaria que hemos examinado en el capítulo anterior. Acude por lo tanto a modelos tipológicos que ya conocemos, experimentándolos casi en su totalidad.

Nos encontramos entonces con los dos salvajes-máscaras, de carácter estático, que aparecen en el primer acto de El premio de la hermosura (1609) como elementos del decorado.119 Estamos aquí en la línea del salvaje utilizado como presencia «decorativa» o marca de reconocimiento del fantástico caballeresco, con deudas a las modas iconográficas arquitectónicas y festivas: y en efecto sabemos que El premio de la hermosura, tragicomedia de tema caballeresco-mitológico, sirvió para una representación festiva en la Corte en 1614. Encontramos el tipo agresivo, de condición subordinada: es la pareja de salvajes al servicio de un hechicero, que aparece en el primer acto de Los celos de Rodamonte (1596) peleando con el moro Candrimando.120 En el salvaje Bardinelo, que roba el ganado a los pastores y rapta a las pastoras en el primer acto de El ganso de oro (1588-1595), reconocemos la genealogía de los salvajes lujuriosos de la Diana de Montemayor, y de los salvajes antropófagos y enemigos de los villanos de La cueva de los salvajes.121

La misma función de antagonistas crueles les corresponde a los salvajes que aparecen en el segundo y en el tercer acto de El premio de la hermosura. Estamos aquí frente a una amplificación cuantitativa de la presencia del salvaje (en cuanto a número de personajes y de escenas que protagonizan) que ya se notaba en La cueva de los salvajes: nos encontramos ahora con toda una tribu organizada en un reino, con un rey que sabe gobernar su estado, unos lugartenientes, un culto religioso. Parece evidente en este caso el cruce con otra imagen, la de los salvajes de países lejanos, organizados en sociedad, que la imaginación o la experiencia de los viajeros pintaba como agresivos y crueles. No es una casualidad entonces el que los salvajes no vivan ya en una selva, en el mismo espacio geográfico de los protagonistas, sino en un país lejano y sin nombre, al que los protagonistas llegan después de un naufragio.

Tipología totalmente distinta es la del salvaje que no es tal por naturaleza, sino debido al aislamiento en que vive; aislamiento que puede ser el resultado de una elección, o -más a menudo- de algún trauma, de alguna ruptura en el equilibrio emocional o existencial. En estos casos, nunca se define al personaje, en las acotaciones, como salvaje: su único rasgo de salvaje es el vestido, cuya descripción se explicita siempre, o en las acotaciones, o en las palabras de los demás personajes. A menudo éstos le tienen miedo por su apariencia exterior y huyen de él, llamándole «salvaje», pero cuando se encuentran en condiciones de hablarle, se dan cuenta enseguida de que no se trata de un ser malvado y/o sobrenatural, sino de un ser humano desgraciado que no conoce la crueldad.

El vestido de salvaje que caracteriza al Diógenes de Las grandezas de Alejandro (1604-1612), son las tópicas pieles que visten también los ermitaños, en la iconografía cristiana:122 no sirven sino para indicar el aislamiento ascético en que vive el filósofo cínico.

Más compleja es la significación del vestido de pieles de los dos protagonistas de Los donaires de Matico (antes de 1596).123 Sancho aparece, en la primera escena de la comedia, «vestido de pastor rústico, con un bastón en la mano», según reza la acotación.124 Más tarde sabemos, por las palabras del mismo Sancho, que él lleva «largos cabellos / criados para animales», y que tiene «pecho y espaldas, / de piel de tigre cubiertas» (p. 83): por lo tanto, su aspecto es en todo parecido a la figura típica del salvaje. Tanto es así, que a veces los personajes definen a Sancho como «tosco villano» (p. 86), a veces como «salvage rústico» (p. 107). El mismo vestido lleva Matico, quien para los cortesanos es el hermano de Sancho, pero que en realidad es doña Juana, Infanta de León y enamorada de Sancho, que a su vez es el Príncipe de Navarra Rugero. El vestido de pieles, por lo tanto, es a la vez un disfraz (Rugero ha raptado a Juana, y los dos jóvenes se esconden por lo tanto de sus perseguidores), una consecuencia de su condición marginada, y un emblema: en efecto, representa para ambos la fidelidad debida a su elección amorosa. Y sobre este valor emblemático del vestido la comedia insiste de manera especial, siendo la polaridad vestido cortesano / vestido de pieles un eje importante en la dinámica de amor y celos entre Sancho-Rugero y Matico-Juana que se desarrolla en los dos primeros actos.125

Carácter simbólico parecido, aunque mucho menos complejo, tiene el vestido de salvaje en El premio riguroso y la amistad bien pagada (1590-1605)126. Alberto, príncipe de Tesalia, despreciado por la Infanta de Albania, vuelve («vestido de pieles, con barba larga y cabellera») de un destierro voluntario en el desierto durado diez años. No bien sabe que justando en un torneo quizás pueda obtener la mano de la Infanta, se quita el vestido de salvaje, e incluso sabemos, por las palabras de un criado, que «hacer la barba quería».127 Las pieles que él deja, las viste ahora otro caballero, amante desdichado como antes lo había sido el príncipe Anselmo128. Este quita y pon de vestidos de pieles, este cortarse o dejarse crecer la barba, según procedan los asuntos del corazón, nos da la medida de la convencionalidad significante adquirida por el vestido de salvaje (después de tanta novela sentimental y libro de caballería), y también sugiere un intento paródico por parte del dramaturgo.

Otra motivación obliga a la vida -y al vestido- salvaje a dos protagonistas de El príncipe despeñado (1602). Se trata de la reina Elvira, viuda del rey de Navarra, exilada por el usurpador Sancho II, y del noble don Remón, quien había abogado en vano por los derechos de la reina y de su hijo: ambos han sido desterrados y eligen refugiarse en una selva. Los pastores creen que se trata de verdaderos salvajes, y solicitan la intervención del rey Sancho para que los capture y los mate. Los cortesanos se hacen eco de esta solicitud, y el rey usurpador prepara la caza; pero será él quien durante esta caza encontrará la muerte merecida. En esta comedia, el vestido «de salvaje» -y la vida en la selva- ya no son la consecuencia de un amor infeliz, o de una culpa que necesite expiación, como en la literatura que hemos examinado en el capítulo anterior. Más bien, son el resultado de la violencia ajena, de una decisión injusta que afecta al personaje, alejándolo de su espacio vital (es decir, la Corte), obligándolo a esconderse, y a esconder su identidad. El vestido salvaje es así una triste necesidad, y al mismo tiempo un disfraz; por lo menos, puede ser utilizado como tal por el personaje cuando no quiera darse a conocer a sus enemigos. Pero al final la verdad conculcada, el orden turbado, se reestablecen, y el personaje obligado a vida salvaje recobra su nombre, su ambiente, su honor perdido.

El vestido de pieles es, por lo tanto, sólo la marca exterior de un cambio de identidad y de espacio que es el núcleo central de la obra dramática, alrededor del cual se teje la intriga. Existe por lo visto una alternativa a la vida en la selva en condiciones y vestido salvajes, que consiste en irse a vivir entre pastores o campesinos, en una aldea: un estado algo más confortable y «civilizado», pero siempre marcado por una radical diferencia, espacial y cultural, con respecto a la Corte. A veces Lope nos muestra en la misma comedia ambas posibilidades. En El príncipe despeñado, el inocente hijo de Elvira crece como pastor entre los pastores, mientras la madre vive como salvaje en el bosque. En Dios hace reyes, comedia mucho más tardía (probablemente de 1621),129 Estela, mujer del conde Leopoldo, enemigo del emperador Conrado, da a luz en una aldea de pastores (la misma situación de Elvira en El príncipe despeñado). Después, creyendo que su hijo ha sido matado por el emperador, los dos esposos se retiran a vivir en una cueva, vestidos de pieles, como salvajes. Su hijo Enrique, en cambio, vive en la misma aldea donde había nacido, porque los pastores lo han rescatado del bosque, donde Conrado había ordenado que lo abandonaran.

Entre la tipología del salvaje agresivo (salvaje por naturaleza), y la del salvaje no agresivo (un ser humano que se ha vuelto al estado salvaje por algún motivo doloroso), existe por tanto una diferencia radical que no estriba sólo en la distinta calidad de las acciones y de los caracteres (violencia vs. ausencia de violencia; inhumanidad vs. humanidad; victimario vs. víctima), sino también en la función opuesta que desempeñan en el sistema actancial de los personajes de la comedia. El primer tipo es fundamentalmente un oponente de los protagonistas; el segundo puede ser él mismo uno de los protagonistas. En este caso, el estado salvaje es una condición momentánea, impuesta desde fuera; el calificativo de «salvaje» nace de una consideración superficial del aspecto exterior del personaje, y admite en cualquier momento el reconocimiento de su carácter infundado.

El atento lector quizás haya notado que, en este recuento de los tipos de salvaje utilizados por Lope en su producción dramática, no aparece una tipología que ya hemos encontrado -aunque sólo una vez- en el teatro anterior a Lope: la del niño abandonado que crece en estado salvaje. No es que este tipo de salvaje falte en Lope de Vega; muy al contrario, existe y protagoniza tres comedias del dramaturgo, escalonadas a lo largo de más de dos décadas: El nacimiento de Ursón y Valentín (1588-1595), El animal de Hungría (1608-1612), El hijo de los leones (1620-1622).

El salvaje que Lope lleva a la escena en estas comedias es una criatura (de sexo masculino en Ursón y Valentín y en El hijo de los leones, de sexo femenino en El animal de Hungría) entre adolescente y joven; que se encuentra por lo tanto en un delicado momento de transición entre la infancia y la edad adulta. El salvaje de estas comedias se encuentra también, sin saberlo, en el umbral de otra importante transformación que afectará ya no a su identidad individual, sino a su identidad social: criado en la ignorancia de sus orígenes, llegará a descubrir su origen noble y a reintegrarse en el estamento social que le pertenece de derecho. En estas comedias, Lope lleva por tanto a la escena toda una serie de tensiones dialécticas, la más importante de las cuales quizás sea la que se juega entre la innata nobleza del personaje, que pugna por revelarse, y sus comportamientos salvajes, fruto de una larga costumbre y de impulsos mal dominados. Si el salvaje de estas tres comedias es sin lugar a dudas un ser humano, por otro lado sus caracteres salvajes son sustanciales y efectivos, aunque destinados a difuminarse y borrarse a medida que procede la evolución del personaje. No se trata ya sólo de «vestido» salvaje, como en el caso del hombre que se reduce a vivir en estado salvaje víctima de un dolor o de una violencia ajena.

No he utilizado casualmente, en las líneas anteriores, la palabra «evolución». A diferencia de las dos tipologías de salvaje que ya hemos rastreado en el teatro de Lope, nos encontramos ahora frente a un salvaje «dinámico», que evoluciona de manera sensible y significativa durante el tiempo de la acción teatral. Paralelamente, su presencia en escena reviste una importancia cuantitativa y cualitativa muy grande, mayor sin duda de la que tienen los demás tipos de salvaje en las otras comedias del dramaturgo. En el ámbito del esquema actancial de los personajes, el salvaje no es ni oponente ni ayudante, sino sujeto de una acción, y su protagonismo se acentúa más a cada comedia. La trayectoria del personaje a lo largo de la obra teatral se configura por tanto como una macrosecuencia coherente, cuyas articulaciones básicas se repiten en las tres comedias, pudiéndose hablar entonces -y por primera vez- de un tema del salvaje.

Por consiguiente, no es sólo el aspecto exterior, el vestido de pieles y el cabello largo y enmarañado o el bastón como arma, que define como «salvajes» a nuestros personajes; ni siquiera los nombres que les atribuyen los demás, sobre todo los miedosos villanos, que no utilizan sólo «salvaje», sino también -e indiferenciadamente- «monstruo», «oso», «brujo», «animal»...130 El salvaje de estas tres comedias de Lope se define más que nada por las pautas de su trayectoria teatral: el abandono en la selva; su crecimiento en compañía de las fieras, aislado de la sociedad; su relación conflictiva con los educadores y con los villanos; el descubrimiento del amor y de la atracción hacia el otro sexo; el paso de la selva a la Corte, y el impacto negativo de la vida en Palacio; y -en el momento en que la Fortuna parece haberlos abandonado- el reconocimiento de su identidad, con la reintegración en su estado y en sus derechos. Es la repetición de esta macrosecuencia que articula las aventuras del personaje según un esquema típico, lo que sugiere considerar las tres comedias como un pequeño corpus.

El reconocimiento de unas invariantes que permiten deslindar nuestro corpus en el maremágnum de la producción teatral de Lope, no impide naturalmente que se reconozcan también -esta vez en una perspectiva diacrónica- las variantes que, de una comedia a otra, marcan una evolución en la presentación del personaje: fenómeno, éste, que era de esperar en consideración del amplio lapso que separa las tres comedias. También habrá que averiguar (y éste será el cometido del párrafo conclusivo del presente capítulo) la especificidad efectiva y real de nuestro corpus con respecto a las muchísimas comedias del mismo Lope que también teatralizan los avatares de la identidad perdida (o escondida).




ArribaAbajoII. 2. El nacimiento de Ursón y Valentín

Como todas las comedias del Siglo de Oro, también el argumento de Ursón y Valentín encaja en una secuencia elemental que podría definirse como «turbación del orden - restauración del orden» o, si se prefiere una articulación triádica, «equilibrio (inicial) - transformación - equilibrio (final)».131 La ruptura del equilibrio inicial (el amor correspondido de Margarita y Clodoveo, reyes de Francia) se debe al amor ilícito de Uberto, noble cortesano, para la reina. Margarita rechaza a Uberto; éste, en venganza, la acusa de adulterio y el rey la destierra de la Corte. Cerca de una aldea, la desdichada da a luz a dos mellizos: el primero se lo lleva una osa, el segundo crecerá junto a su madre entre los pastores. A partir del segundo acto (después de un intervalo de veinte años), empieza en la comedia un proceso de mejoramiento que atraviesa fases alternas,132 al cabo del cual todas las víctimas de la traición de Uberto recobrarán su verdadera identidad y los bienes perdidos. El agente principal de este proceso es Valentín, el hijo que Margarita ha criado entre los pastores. Inquieto por su identidad incierta y deseoso de vengar a su madre (sólo sabe que el responsable de su desdicha es Uberto) Valentín se marcha a Palacio y de allí vuelve a su aldea, como cazador del séquito del rey. Su tarea es tratar de matar al monstruo que aterroriza a los campesinos (se trata de Ursón, el otro hijo de Margarita que, al nacer, había sido raptado por una osa). Pero, cuando Valentín se encuentra en la selva con Ursón y con Uberto, prefiere saciar su sed de venganza y en vez de matar a Ursón hiere mortalmente a Uberto. Este, antes de morir, confiesa al rey su antiguo delito, y el rey reconoce a su mujer y después a Valentín, que entre tanto ha capturado al salvaje. Todos vuelven a Palacio: aquí, el rey condena a muerte a Ursón por haber matado a un muchacho que se burlaba de él, pero la sentencia no llega a ejecutarse. El viejo Luciano, servidor del rey que había acompañado a Margarita en el destierro y se había quedado junto a Ursón para educarlo, llega in extremis para revelar que el salvaje es el príncipe heredero de Francia, y la comedia acaba con la reconstitución de la familia y el anuncio de las próximas bodas de los dos mellizos.133

La estructura de la macrosecuencia protagonizada por Valentín, recalca muchas pautas de la historia del «héroe buscador» según la analiza Propp en los cuentos de magia: el héroe llega a conocer la desgracia (Margarita cuenta al hijo su historia desgraciada), parte y llega bajo falso nombre a otro lugar (llegada de Valentín a Palacio), tiene que enfrentarse con una tarea difícil (la caza del salvaje), lucha con el antagonista y vence (Valentín mata a Uberto), cumple con su tarea (captura a Ursón), se conoce su verdadera identidad y se desenmascara al antagonista, el héroe vuelve y la historia acaba con sus bodas.134 Todas estas «funciones» (según la definición proppiana) que se rastrean en la historia de Valentín, pueden leerse como reflejos del modelo mítico de la aventura del héroe. La «separación» de su ambiente de origen, las pruebas difíciles, la «vuelta» y la reconciliación con la figura paterna son los momentos fundamentales de este modelo que reproduce la fórmula básica de los ritos de pasaje.135 Y Lope aprovecha este modelo, con su habitual sensibilidad para hacer funcionar -en un contexto nuevo y «culto»- elementos tradicionales que le sirven para dar fuerza simbólica y trabazón estructural a la intriga.

El proceso de mejoramiento que Valentín pone en marcha no es nada lineal: después de haber matado a Uberto, restaurando así el honor de su madre, el joven se encuentra en el III acto con que esta misma madre -a lo que parece- se despreocupa de su honor accediendo a los requerimientos amorosos del Rey. La reacción de Valentín es violenta, o al menos quisiera serlo:136


Si de otro que del Rey fuera mi afrenta,
si de otro que del Rey fuera la cama
donde mi loca y torpe madre infama
de mi padre el honor, que está a mi cuenta,
yo la dejara de los dos sangrienta...


Esta reacción de Valentín es un indicio que revela su verdadera identidad: como sabemos, el sentimiento del honor -salvo raras excepciones- sólo pertenecía a los nobles, y por eso al Rey le extraña tanto pundonor en un villano («¿Posible es que hombre tan ruin / defienda tanto su honor?», p. 462a). El proceso de la anagnórisis se ha puesto en marcha: después de extrañarse, el Rey pregunta a Belardo si de veras el mozo es su hijo; Belardo cuenta entonces la historia de cómo había encontrado a Margarita y a Valentín, y el Rey reconoce a su mujer.

Mientras tanto, Valentín encuentra a Ursón y -obedeciendo a la «fuerza de la sangre» que lo detiene- en vez de matarlo lo captura. Con esta «hazaña» (así la define el Rey) Valentín se coloca en la línea mítica del héroe que libera a una región del monstruo que la asola. Con una diferencia: Valentín se da cuenta enseguida de que Ursón no es en realidad un monstruo, y por lo tanto sus intenciones hacia él no son radicalmente agresivas. Al atarlo, lo dice explícitamente: «sólo en el miedo eres monstruo, / que en lo demás, no lo creo» (p. 465b). Y antes, en el II acto, al encontrarse en el bosque con Uberto que ya estaba por matar a Ursón, reconoce que el blanco de su daga debe ser Uberto -su verdadero antagonista- y no el salvaje: «Yo por el monstruo he venido, / mas este monstruo es Uberto» (p. 454b). En efecto, en el esquema actancial de los personajes de la comedia, es Uberto el que reviste el papel de oponente; sólo los campesinos perciben a Ursón como antagonista, y esto quizás se deba a su miedo excesivo, como nos lo insinúa la presentación escénica del salvaje.

Ursón, el hombre-oso al que los demás personajes definen como «monstruo», también protagoniza en el II y el III acto de la comedia una importante macrosecuencia. Ursón -como Valentín- ha sido despojado de todos sus derechos de príncipe, pero su destino es todavía más infeliz que el del hermano porque, al haber sido raptado por una osa, se ha criado en estado salvaje. Por lo tanto, Ursón no busca como Valentín el honor y la identidad perdidos: de acuerdo con su salvajismo, el único objeto de sus aspiraciones son la buena comida, el vino, y la belleza de las mujeres. Ursón, en el II acto, sólo sale de la selva donde se ha criado a ruegos de Luciano, el noble que acompañaba a Margarita en el destierro y que había ido en busca del recién nacido raptado por la osa, sirviéndole después de ayo. Luciano quiere bajar a la aldea, y deja a Ursón en el límite entre la selva y el campo, bastante cerca de las chozas de los pastores como para aterrorizarlos con su presencia. Por las reconvenciones de Luciano, sabemos que Ursón es agresivo:


y andas tan sucio, y te abates
tanto a quien no te persigue,
que no habrá hombre que te obligue
a que los hombres no mates.
¿Qué te deben las pastoras
que llevan mantenimiento?
Aquí te ofrecen sustento
los propios montes que moras.


(p. 442b)                


Los alcaldes de la aldea se quejan además de sus robos y sus violencias, alegando incluso el que el «monstruo» «ha hecho una moza dueña / por dicho de las mujeres» (p. 446b); las mismas quejas se leen en el memorial que los pastores enviarán al rey para que les dé socorro. Sin embargo, lo que nosotros vemos en escena del comportamiento de Ursón, no se corresponde en nada con lo que cuentan los villanos.

Después de haber quedado solo, al irse Luciano, Ursón protagoniza tres escenas en las que sucesivamente se encuentra con una villana, con dos pastores (Tiburcio y Ribato), y con los dos alcaldes. Estas escenas no hacen progresar la acción, pero tienen gran importancia porque sirven para trazar la lenta evolución interior del salvaje y su relación con el mundo de los hombres. En términos narratológicos, podríamos hablar de secuencias compuestas por funciones de tipo catalítico, que obran también -a otro nivel- como indicios acerca del carácter de Ursón.137 En ninguno de los tres casos Ursón se muestra agresivo, sino más bien compasivo del miedo de los villanos, o -en el caso de la mujer- cohibido por su belleza; los campesinos en cambio aparecen cómicos en su terror desmedido, y faltos de gratitud, porque a pesar de no haber sido maltratados por el salvaje, huyen pidiendo ayuda contra él.

La secuencia del encuentro de Ursón con la villana es quizás la más importante de las tres, porque nos muestra la lucha entre los instintos y el respeto humano que experimenta Ursón frente a la mujer.138 El primer movimiento del salvaje al ver la belleza de la campesina es absolutamente instintivo, y por lo mismo cómico, como siempre lo son en el teatro del Siglo de Oro las manifestaciones del instinto, conectadas con lo «bajo» y grosero:


El león suelo yo ver
con la leona abrazarse,
y ansí deben de juntarse
el hombre con la mujer.
¿Qué dudo? A buscarla voy.


(p. 443b)                


El mundo animal constituye para Ursón el único código de referencia que él conoce; por tanto, el salvaje se extraña del miedo de la muchacha («Si la tigre busca al tigre, / ¿qué huyes?», p. 444a). Inmediatamente después, sin embargo, su actitud cambia, y Ursón acaba reconociendo a Dios detrás de la belleza femenina:


Por ti conosco que quien
te hizo este rostro hermoso,
es Dios todopoderoso,
señor del mal y del bien.
¡Quién le viera, para dalle
eternas gracias por él!


(p. 444a)                


La belleza ha obrado el milagro, suavizando y elevando al salvaje a esferas más «altas», dándole a conocer la existencia de Dios; más cortés -diría casi cortesano- Ursón jura a la muchacha que no le hará daño y sólo le pide que le dé la mano para besarla, pero aún vacila: «¡Vete presto, porque siento / que ha de ser el juramento / si te detienes, rompido!» (p. 445a). El sentimiento que le infunde este extraño respeto es algo nuevo para Ursón, que al irse la muchacha se pregunta maravillado: «¿Qué es esto que me acobarda? / ¿Cómo ansí la consentí / que se ausentase de mí?» (p. 445b).

Nuevo y misterioso es también el sentimiento que surge en Ursón cuando, en el III acto, se encuentra frente a Valentín dormido. El primer impulso del salvaje es otra vez agresivo: sintiéndose acorralado por los hombres, y viendo indefenso al que cree ser uno de sus perseguidores, levanta el bastón para matarlo. Algo se lo impide, sin embargo, y enseguida Ursón reconoce al joven que lo había salvado del ataque de Uberto;139 agradecido, decide ofrecer su persona y su amistad al joven desconocido. Es así que Valentín puede capturar a Ursón y llevarlo consigo a Palacio.

En las escenas finales, sabemos, por las palabras de otros personajes, que Ursón no ha dejado del todo sus costumbres agresivas: los tres muchachos que huyen en III, 18, se quejan de que Ursón «bramando furioso / del vulgo que le seguía / un mancebo muerto había» (p. 469b). El Rey decide por lo tanto su condena a muerte: una condena que puede leerse como prueba suprema en el personal camino iniciático de Ursón; «muerte ritual» que marca el entierro del adolescente «natural» y el nacimiento del adulto al mundo de las convenciones culturales.140

Es a todas luces una prueba de carácter distinto al de las pruebas que tenía que superar Valentín: si éste es sin duda un personaje «agente», un «héroe buscador», Ursón (así como Margarita) es más bien un personaje «paciente», un «héroe víctima».141

Es verdad que, como Valentín, Ursón acaba recobrando su verdadera identidad. Pero, mientras Valentín va en busca de esta identidad siguiendo un itinerario proyectado hacia el mundo exterior, a Ursón -que no sabe nada de honor y no busca nada que trascienda las más elementales necesidades físicas- su verdadera identidad le nace desde dentro, casi prescindiendo de su voluntad. Es un camino, el suyo, que no prevé pruebas de valor, sino más bien el acatamiento de una ley superior y misteriosa (la «fuerza de la sangre») que le impone la superación de sus impulsos instintivos.

Ahora bien, los momentos de acatamiento de esta ley son de hecho otras tantas pruebas por las que Ursón pasa. Pruebas en el camino de iniciación interior a un comportamiento adulto, regido por los valores de la nobleza, y por lo tanto pruebas (en el sentido que la palabra tiene en el vocabulario de la retórica) de la verdadera identidad de Ursón. En efecto, la permeabilidad al amor (entendida como capacidad de prescindir de la cupiditas), la generosidad hacia los que se rinden,142 la gratitud, e incluso la reacción ante los insultos del «vulgo», son todas características propias de un ser noble en el ámbito de una visión del mundo -que Lope obviamente comparte- en la que identidad social y comportamiento moral del individuo son solidarios, salvo rarísimas excepciones.

Una de estas raras -y ejemplares- excepciones es precisamente Uberto. Las secuencias que nos muestran, en el primer acto, el amor culpable del Gobernador de Francia y su reacción al rechazo de la Reina, son otros tantos ejemplos negativos de lo que puede el abandono a los impulsos. El «amor loco» de que es presa Uberto, lo lleva a traicionar a su Rey, que -como reconoce el mismo Uberto- «en obras y amor / me ha pagado y me ha vencido» (p. 418a). Ciego, el Gobernador no sólo viola las leyes humanas de la gratitud, sino que se mofa además de las leyes divinas: contesta a la Reina, que le recuerda sus deberes de vasallo y de cristiano, que él también reza, pidiendo a Dios -con plegaria blasfema- que ella corresponda a su amor (I, 2). Y no sabe resignarse a las negativas de la Reina, «pues si es por humana ley, / ella es mujer, yo soy hombre, / bien me debe estar sujeta» (p. 422a).

El comportamiento de Uberto, como lo presenta el primer acto de la comedia, es en muchos aspectos reflejo del de Ursón. Ya notamos que éste, a pesar de haberse criado en estado salvaje -lo que justificaría un total abandono a los instintos- sabe escuchar la voz de la razón, dominando y venciendo las naturales tentaciones de los sentidos. Ursón conoce el sentimiento de la gratitud y sabe hasta sacrificarse para expresarlo; y aunque inclinado, como todo hombre, al amor sensual, escucha las plegarias de la campesina, acatando la ley de ese Dios misterioso que se le revela en la belleza de la mujer. La comparación que Valentín establecía (en II, 28) entre los dos «monstruos» se resuelve por lo tanto a favor de Ursón no sólo en las palabras del personaje («ese monstruo es Uberto»), sino también gracias a la yuxtaposición a distancia de secuencias que llevan a la escena conflictos similares, pero solucionados de forma radicalmente distinta.

La macrosecuencia protagonizada por Ursón funciona por lo tanto en dos niveles, el novelesco y el ejemplar (o, dicho de otra forma, el diegético y el axiológico): como historia de un joven héroe víctima de las circunstancias que logra pasar del estado salvaje a la condición de príncipe heredero, y como prueba (en sentido retórico) de que la virtud innata es más fuerte que los condicionamientos ambientales, y que la razón puede triunfar sobre el instinto.143

Si Uberto es un ejemplo -como hemos visto- negativo, la comedia nos propone otro personaje ejemplar en sentido totalmente positivo: Margarita, la víctima de Uberto. Fiel a su esposo, resignada al brusco cambio de su suerte (que entraña una implícita referencia al motivo tópico de la rueda de la fortuna), Margarita sólo espera su venganza del cielo.144 Y en efecto, si materialmente es Valentín el que mata a Uberto, efectivamente la muerte del traidor se debe a un conjunto de circunstancias favorables de carácter providencial. En efecto, Uberto no ve a su agresor, y por lo tanto percibe inmediatamente su herida como castigo divino («¡Ay, que es del cielo el castigo!», p. 455a); y Valentín puede deducir de eso «Sin duda, que el cielo santo / me trujo forzado aquí» (p. 455b). Pero las coincidencias no acaban aquí: antes se tiene que llegar a una anagnórisis completa y al completo reestablecimiento del orden, con el encuentro entre Ursón y Valentín y el reconocimiento in extremis de la verdadera identidad del salvaje. Estas coincidencias milagrosas -esenciales para el desarrollo de la intriga en la mayoría de las comedias del Siglo de Oro- parecen ser, en Ursón y Valentín, algo más que un resorte necesario para el funcionamiento del mecanismo diegético.145 En la organización del sistema de valores interno a la comedia, estas coincidencias funcionan también como indicios de otras tantas intervenciones de la Providencia, que, recompensando la confianza de Margarita, restaura el orden roto por la transgresión de Uberto. A la virtud ultrajada acaba por reconocérsele su inocencia, y así Fileno puede decir a Margarita, subrayando la vertiente ejemplar de su historia:


Reina, ya otro nombre escuchas
y no das heno a mis bueyes,
sino envidia a muchos reyes,
y ejemplo a mujeres muchas.


(p. 468a)                


Si se reconoce esta intención ejemplar en la construcción de la intriga, resulta también evidente entonces que la macrosecuencia protagonizada por Valentín funciona -como la de Ursón- no sólo en el plano novelesco (que actualiza el modelo de la aventura del héroe buscador reinterpretando la fuente francesa) sino también en el plano ejemplar (privativo de la comedia lopesca), en cuyo nivel Valentín no es sino el brazo del que la Providencia se sirve para la restauración del orden turbado.

De todo lo dicho se desprende la imposibilidad de aislar al personaje del salvaje Ursón, punto de partida de nuestro análisis, de la complicada red de relaciones diegéticas e ideológicas que he tratado de dibujar hasta aquí. Su especificidad resalta precisamente en el marco de esta red de relaciones con los demás personajes. Lo mismo puede decirse si se pasa a examinar el nivel del discurso de la obra teatral, y de la organización escénica.

Ya hemos visto que no se puede hablar de una centralidad exclusiva del personaje de Ursón en la estructura diegética de la obra; esto se comprueba, en otro nivel, al reseñar el número de escenas en las que aparece Ursón. Pues bien, Ursón protagoniza las ocho escenas centrales del II acto -8 a 15, en las que se lleva al tablado su encuentro con la mujer y con los campesinos- y las escenas 13 y 14 del III acto, que ven su encuentro con Valentín; aparece además, pero de forma muy marginal, en las escenas 27 y 28 del II acto (cuando Uberto quiere matarlo), y en la escena 22 del III acto, que es también la última de la comedia. No sólo el número de escenas en las que aparece Ursón, sino también el número de réplicas, es inferior al de personajes como Valentín, el Rey, Margarita, Uberto y Belardo.

Si dejamos ahora las consideraciones cuantitativas para observar cómo se realiza la presencia escénica de Ursón, notaremos que este personaje aparece en escena muchas veces (seis) solo. Los personajes de la comedia cuya presencia en escena no presupone la de otros personajes146, son muy pocos: además de Ursón, Valentín, Fileno y Sulpicio. Las escenas en las que estos dos últimos personajes aparecen solos son, sin embargo, brevísimos monólogos que sólo tienen la función de comentar lo que ha pasado en la escena inmediatamente anterior: ocho versos pronuncia Fileno en II, 6 y dieciséis versos pronuncia Sulpicio en II, 26. Mucho más relevantes son en cambio los monólogos que pronuncian Ursón y Valentín, y no solamente por el número de versos, sino también por su importancia en la caracterización del personaje y en la progresión de la acción teatral.

Ahora bien: ya hemos visto las diferencias que -a nivel de organización diegética- separan a Valentín y a Ursón en este trayecto hacia el descubrimiento de su identidad. Lo interesante es comprobar que estas diferencias se repiten a nivel de discurso. En la repartición que el dramaturgo hace de las varias formas de expresión métrica entre los personajes, a Ursón sólo le toca el registro de la redondilla (si exceptuamos su brevísima intervención en la escena final de la comedia, dos réplicas por un total de cuatro versos en tercetos). Valentín en cambio se expresa en redondillas, quintillas, octavas, tercetos, canción y soneto.147 La uniformidad métrica que caracteriza a Ursón, ¿quiere entonces acaso marcar -en el plano del discurso- su carácter salvaje? Se trata de una hipótesis que hay que averiguar profundizando más en el análisis de la expresión discursiva de Ursón. Si examinamos las estrategias retóricas que rigen las réplicas del personaje, notamos enseguida la ausencia de una dispositio clara; la preeminencia de las oraciones coordinadas sobre las subordinadas; y, en el nivel de la elocutio, la frecuencia de las figuras que se consideran típicas de la amplificatio affecti (anáfora, congeries, exclamación, interrogación...). Por otro lado, las figuras de la argumentación lógica faltan casi del todo en los discursos de Ursón; cuando aparecen, es con la utilización de pruebas que no remiten a loci generales y abstractos sino a la experiencia del personaje, y se sirven de procedimientos de inducción. Volvamos a leer por ejemplo las palabras que Ursón pronuncia a la primera aparición de la villana:


El león suelo yo ver
con la leona abrazarse,
y ansí deben de juntarse
el hombre con la mujer.
[...]
¿Es posible que de un hombre
se esconda ya la mujer?
Hombre soy.
[...]
Si la tigre busca al tigre,
¿qué huyes?


(pp. 443b-444a)                


Esta serie argumentativa, basada en un ejemplo o locus a simile (la comparación entre hombres y animales en el plano del comportamiento sexual) es un caso típico de razonamiento inductivo: una forma de argumentar que todos los autores clásicos juzgan inferior al razonamiento deductivo, que obra por medio de silogismos.148 La aplicabilidad del ejemplo, en efecto, puede refutarse: en este caso es discutible la legitimidad de la comparación entre el hombre y el animal, que pone a ambos en un mismo plano.149

Los silogismos, la utilización de quaestiones infinitae y de proposiciones universales que faltaban en los discursos de Ursón, se encuentran en cambio con frecuencia en los de Valentín.150 Más rica todavía es la estrategia retórica de los personajes que pertenecen al ambiente palaciego. Los discursos de Uberto, del Rey y de la Reina se caracterizan no sólo por servirse a menudo de una argumentación compleja y bien trabada, sino también por una alta densidad de tropos y, más específicamente, de metáforas.151

Es verdad que el habla de Ursón no está connotada por esas imperfecciones morfológicas que suelen caracterizar la lengua de los personajes «bajos» y cómicos del mundo campesino (en Ursón y Valentín sólo el villano Ribato habla con algunos rasgos de sayagués); sin embargo es la suya sin duda una expresión retóricamente «débil», no culta, que pone de manifiesto su ignorancia de los sistemas de referencia cultural a los que apelan en cambio los razonamientos de los demás personajes. Ursón, salvaje por el vestido de pieles y por el ambiente en el que vive (aunque no por su comportamiento), es salvaje también por su manera de razonar y de hablar.




ArribaAbajoII. 3. El animal de Hungría

Unos veinte años después de El nacimiento de Ursón y Valentín, Lope vuelve a introducir en la intriga de otra comedia el personaje del salvaje: pero ahora se trata de una mujer, que se llama Rosaura. Aunque el cambio de sexo da pie a variaciones muy sabrosas e interesantes, la base temática no varía sustancialmente con respecto a Ursón y Valentín. Teodosia y Primislao son reyes de Hungría. Faustina, hermana de Teodosia, se enamora de Primislao y acusa falsamente a Teodosia de adulterio; el rey cree en la culpabilidad de su mujer, la condena a muerte y se casa con Faustina. Teodosia, en la selva donde ha sido abandonada para que las fieras la devoraran, ha sobrevivido, pero vive como salvaje. Durante una expedición de caza que lleva a Primislao y a Faustina en el bosque, Teodosia rapta a la hija recién nacida de su hermana traidora. La niña, llamada Rosaura, crece junto a Teodosia en estado salvaje, y, ya adolescente, se enamora de Felipe, un joven que ha sido criado por Lauro, pastor acomodado, pero que es en realidad nieto del conde de Barcelona. Los campesinos tienen miedo a la salvaje Rosaura, y deciden darle caza; para defenderla, Felipe mata a uno de ellos y es aprisionado. A su vez, Rosaura intenta liberar a Felipe, y es también aprisionada. En el tercer acto, todos los protagonistas se encuentran juntos en Palacio, y las identidades perdidas se restauran: a Felipe se le restituye su libertad porque se descubre que es el heredero del conde de Barcelona; Rosaura se entera de que es hija del mismo rey de Hungría y, de mujer salvaje, pasa a ser princesa; Primislao reconoce a Teodosia y le restituye su dignidad de reina; Faustina admite su culpa y acaba sus días en un monasterio.

El tema del salvaje se asocia otra vez, en El animal de Hungría, con el de la reina calumniada, que no cobra sin embargo la importancia y la amplitud que tenía en Ursón y Valentín. Esto se aprecia enseguida comparando el tiempo de la intriga y el tiempo de la fábula: hay un desfase entre el primero y el segundo que en Ursón y Valentín no existía. Todo el segmento de la fábula relativo a la calumnia de Teodosia, a su abandono en el monte, a su difícil adaptación a la vida salvaje, lo cuenta Teodosia a posteriori, hablando con Lauro en la primera escena del primer acto. La ruptura del equilibrio inicial no se lleva por lo tanto a la escena, y una primera explicación es que esto sirve para dejar más amplio lugar a la secuencia (I, 5 a 11) en que se prepara y se realiza el rapto de la niña. Raptando a Rosaura, Teodosia desarrolla un papel homólogo al de la osa en Ursón y Valentín: el de la entidad monstruosa que rapta a un recién nacido. Pero la utilización de este motivo folclórico obedece ahora a un intento ejemplar: Primislao y Faustina, esposos adúlteros, no deben gozar del fruto de su amor ilegítimo.152

Inmediatamente después de esta secuencia, se abre otra (escenas 12 a 14), que introduce en la comedia el segundo hilo argumental de la intriga. Tres caballeros españoles abandonan en la playa a un niño llamado Felipe, nieto del conde de Barcelona, que no lo reconoce como heredero por ser fruto de un matrimonio que su hija había contraído contra su voluntad. Llegan Lauro y algunos villanos, encuentran al niño, y Lauro decide acogerlo en su casa. Felipe, que es -como Rosaura- hijo de una pareja irregular, como Rosaura paga esta condición con el alejamiento forzoso del espacio vital que le pertenecía por derecho.

Se reproduce por lo tanto en la comedia -como ya habíamos advertido antes- el dualismo que encontrábamos en Ursón y Valentín: dos jóvenes que se crían en un ambiente extraño, uno en el campo, otro en la selva. Felipe sin embargo no es como Valentín: conoce sus orígenes y su verdadera identidad, y por tanto nadie le afea su nacimiento incierto; pero no muestra ningún interés en reivindicar su honor y sus derechos de noble. Antes bien, cuando Lauro lo exhorta a dejar la pobreza aldeana para recobrar su verdadero estado social (acto II, escena 3), Felipe exhibe el desinterés de un sabio estoico, y declara preferir mil veces el campo, utilizando algunos entre los más trillados lugares comunes del «menosprecio de corte y alabanza de aldea»:


Vive el señor, que la ciudad profesa,
entre solicitudes y cuidados
de la ambición, que de inquietar no cesa;
yo, entre aquestos robles y ganados,
donde sólo murmuran arroyuelos,
y no envidiosos, de sufrir cansados.


(p. 438b)                


Felipe es por lo tanto todo lo contrario de un «héroe buscador» al estilo de Valentín; el reconocimiento final de su identidad no se debe a su iniciativa, sino a la muerte de su abuelo el conde de Barcelona. La búsqueda no la emprende Felipe, sino un embajador español que llega a Hungría para tratar de encontrar rastros del heredero del reino.

En realidad, Felipe -como todo sujeto de un recorrido narrativo- busca un objeto, aunque muy otro del que buscaba Valentín. Este objeto es el amor de Rosaura, y su búsqueda entraña -como toda búsqueda- unos momentos difíciles que se configuran como pruebas: la captura por haber querido defender a Rosaura del ataque de los campesinos (II, 12-15), la amenaza de la condena a muerte sentenciada por el Rey (III, 11-12).

El recorrido narrativo protagonizado por Rosaura es en muchos aspectos paralelo al del joven heredero del conde de Barcelona. Rosaura también busca el amor de Felipe, Rosaura también tiene que sufrir la prueba del encarcelamiento en Palacio y del escarnio de los cortesanos antes de poder lograr su amor. La joven salvaje sin embargo -a diferencia de Felipe- no sabe nada acerca de su verdadera identidad, y esto no deja de inquietarla. Su primer impulso, en II, 1, es un «deseo de saber» (p. 434a), que la lleva a salir de su refugio en el monte, por más que Teodosia la riña, y a acosar a la que cree ser su madre con una cantidad de preguntas ingenuas y al mismo tiempo maliciosas. Pero el «deseo de saber» de Rosaura no afecta realidades culturales cuales el nombre, el honor, el estado social; la joven (mujer y salvaje) quiere averiguar el misterio de una realidad natural como es la de la generación, porque quiere tener un hijo -o, como dice ella, «otro yo»- y porque sospecha que algo tendrá que ver con esto un ser misterioso cuyo cuerpo desnudo tanto le ha gustado.153

Sea ella mujer y él hombre (como sospecha), o sea ella fiera y él el sol (como trata de hacerle creer Teodosia, escandalizada por el atrevimiento de su hija adoptiva), las cosas no cambian mucho para Rosaura: la mujer engendra del hombre (como sabe por las enseñanzas de Teodosia que le ha hablado de la historia bíblica de Adán y Eva), las fieras engendran de sus esposos, y, ya que Teodosia se empeña en decir que ha engendrado a Rosaura gracias al sol, Rosaura concluye que también podrá tener un hijo de este sol que tanto le ha gustado.

Nada impresionada por las reconvenciones de Teodosia, Rosaura vuelve a buscar a su amado «sol» (II, 5): y en esta escena se le revelan definitivamente -a través del diálogo con Felipe- su verdadera identidad de mujer, y la calidad del extraño sentimiento que la turba, al que puede dar nombre de amor; además, aprende que existe la vergüenza, que -como le explica Felipe- «conviene / mucho a toda honesta dama» (p. 441a); aprende que existen los celos, porque bien puede ser -le dice Felipe- que el hombre no quiera a la mujer que se ha enamorado de él, porque ya quiere a otra. Esto, Rosaura -como salvaje- no lo entiende bien, y teme que Felipe quiera efectivamente a «Otra»; lo que despierta en ella una gran angustia. Llega (II, 8) Silvana, campesina, y Rosaura, celosa, la maltrata porque Silvana ha tenido la mala idea de decirle: «No soy la que te ofendí. / Otra soy» (p. 442a).

El equívoco entre nombre y pronombre sirve para subrayar la ingenuidad salvaje de Rosaura, del mismo modo que la subrayan muchas de sus reacciones ante el sentimiento amoroso. Véase, por ejemplo, este pasaje del diálogo entre Teodosia y Rosaura en la escena inmediatamente sucesiva (II, 9). Teodosia entiende que ya no es posible seguir afirmando que Rosaura es animal y el hombre sol, y trata de explicarle que el amor sólo se puede hacer entre marido y mujer:



Ro.:

Pues, madre, ¿no puede ser
marido aquel que yo vi?

Te.:

Cuando llegue el tiempo, sí,
y tú serás su mujer.

Ro.:

Haga cuenta que es llegado.

Te.:

Sí, pero en mujer de honor
es bajeza y deshonor
mostrar amor declarado.
En las leyes del querer
es el hombre el que ha de amar,
porque es llegar a rogar
gran bajeza en la mujer.

Ro.:

Toda esa ley está errada.

Te.:

No digas tan gran locura.

Ro.:

Adonde está la hermosura
ha de ser solicitada.
Si no puede la mujer
sin el marido pasar,
claro está que ha de rogar
la que más ha menester.


(pp. 443b-444a)                


A Rosaura las leyes culturales que gobiernan el ejercicio del amor le parecen tonterías, y sólo las acepta pro forma: así pide a Felipe que la requiera de amor como debe hacer el hombre con la mujer, pero cuando él accede, ella declara «y aunque tú no lo dijeras / y se infamara mi nombre, / me rindiera a ti» (p. 444b).

Si Rosaura en su ingenuidad no posee ninguna de esas «virtudes» culturales que exigen de la mujer el recato y el disfraz de los sentimientos, en cambio, demuestra poseer de forma innata sentimientos nobles cuales la fidelidad y la gratitud. Cuando Felipe cae preso, después de luchar con los campesinos, Rosaura decide inmediatamente ir a rescatarlo, porque no quiere ser considerada cobarde y salvaje.154 Decidiendo salir de su refugio para ir a liberar a Felipe, Rosaura actúa según el modelo del héroe buscador, jugando un papel activo que Felipe no tiene en la comedia.

Sin embargo, en su búsqueda de la libertad del amado, Rosaura no vence, antes bien, tiene que experimentar una serie de humillaciones. Tiene que rendirse a los campesinos (II, última escena), aunque sólo lo hace porque Felipe se lo pide; después (III, 9 y 12-13) se deja atar para estar cerca de su amado; por fin, cuando el Rey ordena a sus criados que aten a Rosaura a un pilar, ella se somete porque así se lo pide Teodosia: «Por vos, madre, me sujeto» (p. 458a). Por otro lado, aun cuando el Rey desate la cadena que sujeta a Rosaura, ésta no podrá considerarse libre del todo, porque (como declara Felipe en la última escena del III acto): «Y yo, mi adorada fiera, / te quiero hacer de mis brazos / otra más fuerte cadena» (p. 460b).

La trayectoria no puede ser más ejemplar: el salvaje sólo puede recobrar su identidad después de acatar lo que le dictan los sentimientos naturales de amor y gratitud -aceptando las consecuencias que puedan derivar de esto- y después de someterse a la ley del Rey-padre (aquí, como en Ursón y Valentín). En el caso de Rosaura, ella -en cuanto mujer- se somete antes que nada a lo que le ordenan el amor hacia su prometido, y el respeto hacia la que cree ser su madre.

No es por azar que en esta comedia, donde la protagonista es una mujer salvaje, la figura parental que la acompaña sea la de una mujer: Teodosia es una de las pocas madres de la comedia lopesca, que -como la mayoría de éstas- enseña y trata de transmitir a la hija la ley masculina que rige el mundo «civilizado».155 Esta es la función preeminente de Teodosia en la comedia, a partir del segundo acto, donde sólo está presente en escena para aleccionar a Rosaura; y en el tercer acto, cuando va a Palacio para cuidar a Rosaura, sigue aleccionándola (III, 5-6-19).156

La función de figura parental que Teodosia reviste en la comedia, impide que su historia personal cobre un relieve parecido al que tenía la de Margarita en Ursón y Valentín. Es verdad que aquí también volvemos a encontrar el motivo ejemplar del ofendido que espera ser vengado sólo de Dios, que apunta en dos ocasiones de forma sentenciosa.157 No obstante, parece evidente que la historia de Teodosia queda subordinada, narrativa y teatralmente, a la de Rosaura: Rosaura es la protagonista, el papel de Teodosia es más bien parecido al de un ayudante. No en balde toda la secuencia narrativa de la falsa acusación no se representa en escena, mientras se representa el rapto de Rosaura, que va a ser la verdadera protagonista a partir del segundo acto.

Volviendo a Rosaura, su gratitud y su fidelidad no se contradicen con su carácter «natural», que ignora todo lo relativo a las convenciones culturales. Gratitud y fidelidad no son sólo virtudes nobles, sino -y antes que nada- virtudes naturales; tanto es así que toda la primera escena del tercer acto se dedica a la evocación de ejemplos de amor y gratitud protagonizados por animales. Lo contrario de la naturalidad (en cuanto «norma») es la monstruosidad: si Rosaura, al mostrarse agradecida, obedece a los dictámenes de la naturaleza, no puede ser monstruo, mientras que sí lo será Faustina, que ha sido cruel e ingrata con su misma hermana. Volvemos a encontrar por lo tanto la misma inversión que ya habíamos notado en Ursón y Valentín: el verdadero monstruo no es el salvaje, sino el personaje cortesano traidor. Esto lo expresan muy claramente las palabras de la misma Faustina en la escena antes citada:


...y si el agradecimiento
se ve con ejemplos tales
en las fieras y animales,
mal de los ingratos siento.
[...]
Más fiera y cruel he sido,
y ansí me castiga el cielo
en no darme sucesión,
porque en malicia y traición
he sido monstruo en el suelo.


(p. 447b)                


La inversión del calificativo de «fiera» ya se había planteado antes, en las palabras del villano Llorente (I, 7) increpando a la usurpadora:


¡...tirana, injusta y fiera,
más que la que el monte ampara
y asombra nuestra ribera!
Que ésta, en fin, es animal
que baja a buscar sustento,
y tú, mujer desigual,
[...]
hiciste matar la hermosa
Teodosia, del Rey esposa...


(p. 428b)                


La justa atribución de las definiciones se reestablece definitivamente en el último acto, cuando -ya desenmascarada Faustina- su mismo rey padre ordena a Primislao: «Encierra luego esta fiera» (p. 459b).

El carácter relativo del calificativo de «salvaje» también la propone, con intención y tono más jocosos, el villano Belardo, cuando (en II, 2) asegura que los dos salvajes que viven en las cercanías de la aldea «tienen en la Corte / parientes en buenos trajes» (p. 437b). El juicio negativo, que en esta frase se sobreentiende, se hace explícito al decir Belardo «huyo de la ciudad / porque la verdad desprecia» (p. 437b). En su visión de la Corte, Belardo se encuentra en buena compañía: Felipe expresa poco más adelante una opinión parecida, aunque en lenguaje más elevado y argumentado; y lo mismo hace Rosaura en III, 12, cuando cuenta a Felipe lo que ha visto en Palacio:


[...] Vi riquezas en tropel
con pequeño beneficio,
y vi allí con artificio
lo que en el campo sin él.
[...]
Vi grandeza en las coronas,
y vi por una escalera
que toda de vidrios era,
subir y bajar personas.
Vi dignidades y cargos,
a quien la envidia se atreve,
que para vida tan breve
me parecieron muy largos.
Vi unos hombres que decían
gracias sin habilidad,
y otros con ciencia y verdad,
que apenas entrar podían.


(p. 455b)                


La naturalidad de Rosaura -lejos de ser «monstruosa»- no le impide, antes bien facilita el recto juicio de las realidades del mundo, como subraya Felipe en su comentario:


No te llamara animal
quien eso, mi bien, te oyera.
Bien dicen que es vedriera
el ingenio natural,
por quien el alma divina
mira con más atención.


(p. 455b)                


Por lo visto, la oposición entre la ciudad-Corte -reino de lo artificial y de lo engañoso- y los espacios «naturales» (el campo, más que nada, pero también el espacio liminar donde vive Rosaura) es muy fuerte en El animal de Hungría, sin duda mucho más fuerte y axiológicamente orientada que en Ursón y Valentín.

Paralelamente, se nota una diferenciación en el ámbito de los personajes que viven en el campo, que no se notaba en Ursón y Valentín. A la encarnizada enemistad entre los campesinos y el salvaje se añade en El animal de Hungría una conflictualidad entre habitantes del campo ricos y nobles, y villanos a menudo connotados cómicamente.158 No en balde Felipe, exaltando la vida en el campo, compara a los labradores con los vasallos e -implícitamente- a sí mismo con un rey («¿Qué criados, amigos y vasallos / como estos verdaderos labradores, / que pueden muchos reyes envidiallos?», p. 438b). La «alabanza de aldea», en cuanto expresión de sentimientos aristocráticos, no presupone necesariamente una identificación con el mundo social de los villanos.159

Como ya en el caso de Ursón y Valentín, el análisis del discurso y de la organización escénica de El animal de Hungría corrobora y matiza muchas de las cosas ya dichas. La centralidad del personaje de Rosaura en el nivel diegético, se comprueba también en el plano de su presencia escénica. La joven salvaje aparece en escena veinticinco veces, frente a las diecinueve de Teodosia (dieciséis, si consideramos sólo las escenas en las que interviene en el diálogo) y a las dieciocho de Felipe. También es un importante indicador el grado de «independencia» escénica del personaje: Rosaura aparece muchas veces sola en escena (cuatro escenas monologales), compartiendo este privilegio con Teodosia y Felipe (dos escenas monologales cada uno), y con el villano Llorente (una escena monologal).160

El protagonismo escénico de Rosaura se ve reforzado por la gran variedad de formas de expresión métrica que el dramaturgo le otorga: redondillas, quintillas, romance, décimas, y hasta tres sonetos. Es verdad que toda la comedia, de acuerdo con su colocación cronológica más tardía, muestra una mayor variedad métrica con respecto a Ursón y Valentín; pero de todas formas el cambio es notable, si nos acordamos de que Ursón sólo se expresaba en redondillas, y de que sí había un soneto en esa comedia, pero lo pronunciaba Valentín.

Las diferencias expresivas entre Rosaura y Ursón no estriban sólo en las formas métricas utilizadas. Rosaura utiliza una expresión mucho más compleja dialéctica y retóricamente; mientras Ursón nos aparece como un personaje sobre todo monológico, Rosaura es un personaje eminentemente dialógico, que se define en el intercambio dialéctico con los demás personajes.

La habilidad argumentativa de Rosaura se nos revela ya en apertura del segundo acto, la primera vez que sale al escenario. Teodosia quiere convencer a Rosaura de que ella es una fiera; y Rosaura objeta:



Ro.:

Lo demás que vivo encierra [la tierra]
decís que animales son,
ya en el prado, ya en la sierra,
y que sólo el hombre tiene
el rostro elevado al Cielo,
porque es el centro a que viene.

Te.:

De cuanto vive en el suelo,
sólo al hombre le conviene.

Ro.:

Pues siendo así como dice
que nosotras somos fieras,
si a Dios alaba y bendice
en cosas tan verdaderas,
¿no ve que se contradice?
Si a mí me llama animal,
¿para qué dice que el Cielo
es mi patria natural
y dice que de este velo
se cubre un alma inmortal?
Si alma tengo y fue criada
para el Cielo, no soy fiera.


(p. 434b)                


Los primeros seis versos sirven para asegurarse de que el interlocutor esté conforme con determinadas premisas del razonamiento; los versos siguientes contienen las dos refutationes paralelas que subrayan la violación del principio lógico de no-contradicción en las argumentaciones de Teodosia; el silogismo exacto se reestablece como conclusión en los dos versos finales. Pero, ya que Teodosia insiste, Rosaura sabe dar vuelta a su razonamiento para crear otro silogismo y poner otra vez en aprieto a su interlocutora:


Si soy fiera, a toda fiera
veo con su esposo al lado.
Las ciervas de esta ribera
de su esposo han engendrado,
no, madre, de otra manera.
Si es que yo soy animal,
¿con qué animal te juntaste
para que naciese igual
al ser que de ti imitaste,
que es ser con alma inmortal?


(p. 435)                


Por lo visto, Rosaura saca la praemissa maior de este silogismo de su observación de la naturaleza, como ya había hecho Ursón comparando el hombre y la mujer con el león y la leona; pero Rosaura se nos muestra sin duda como una razonadora mucho más sutil y hábil que Ursón.

Esta habilidad también se aprecia en el tercer acto, cuando Rosaura trata de convencer al Rey de que no es justo condenar a muerte a Felipe. Los argumentos que la joven alega son de una lógica impecable, y -como reconoce el mismo Justicia- coinciden en parte con algunas normas del derecho:



Ro.

 [al Rey]: 

Vos daréis oro y divisa
de honra al que queráis honrar;
vida no, porque eso es risa;
pues lo que no podéis dar
no lo quitéis tan aprisa.

Rey:

Monstruo, el serlo te disculpa,
y si esto sabes, advierte
que si delito le culpa,
Dios quiso que hubiese muerte
para castigar la culpa.
Yo firmo lo que es razón;
y el Rey, a la imitación
de Dios, da premio y castigo.

Ro.:

Yo no sé leyes, mas digo
que es injusta indignación.
Siguiendo mi natural
hallo que aquel enemigo
que dio la causa del mal,
ése merece el castigo.

Ju.:

Ley es ésa, ¿hay cosa igual?
Lo mismo tiene el derecho,
porque dice que le ha hecho
quien da la causa del daño.161

Ro.:

Siendo ansí, no es claro engaño
pasar su inocente pecho?
Que si yo la causa di
razón es matarme a mí.


(p. 453b)                


El razonamiento de Rosaura utiliza en primer lugar un argumento en forma de silogismo; a la objeción del Rey, que enuncia la conocida tesis de la justificación divina del poder real, Rosaura cambia de argumento; el Justicia reconoce la legitimidad jurídica de la objeción de Rosaura, y ella entonces puede concluir su razonamiento aplicando la premisa general a su caso particular.

No nos debe extrañar el que Lope ponga en la boca de un personaje salvaje tanta sabiduría dialéctica: en efecto, se trata de una sabiduría que no nace de largos estudios, sino de las rectas intuiciones del «ingenio natural», espoleado por el amor. Aquí también, como ya en Ursón y Valentín, es el amor el gran resorte «civilizador» que guía al personaje salvaje en su camino hacia la recuperación de la identidad perdida. Cuando, en II, 5, Rosaura describe en un hermoso soneto los efectos del amor en su alma, Felipe admira una habilidad de expresión que contrasta con las señales exteriores («No lo has pintado muy mal. / Tu traje encubre el valor»); Rosaura le contesta entonces: «¿Quién pudiera, si no Amor, / enseñar un animal?» (p. 440b).162

También es verdad que, por otro lado, Rosaura es incapaz de entender y de aceptar todo lo que sea convención cultural: recuérdese su rechazo de las enseñanzas de Teodosia acerca de cómo tienen que reglamentarse las relaciones amorosas con las normas del honor. Obviamente, habiendo vivido toda su vida en la selva, Rosaura no sabe qué son Reyes, Reinas y Almirantes (escenas 5 y 6 del III acto); pero lo que más le interesa en las explicaciones de Teodosia al respecto, es que la Reina sirve para dar hijos al Rey. Rosaura inmediatamente comenta:


Paréceme lindo oficio
hacer reyes: ¡por mi vida,
que me dejéis que al Rey pida,
pues es común beneficio,
haga que nazcan de mí
treinta reyes o cuarenta!


(p. 452a)                


El impulso a la procreación -que ya Rosaura expresaba en II, 1- cobra aquí matices decididamente cómicos por la exageración y la inoportunidad del deseo, inconscientemente incestuoso, de la joven salvaje. En realidad, Rosaura obedece a la «fuerza de la sangre» que oscuramente le está diciendo que ella también va a ser reina; pero el llamado de la identidad no opera en ella -mujer y salvaje- despertando el sentimiento del honor (como pasaba por ejemplo con Valentín), sino valiéndose de impulsos más naturales y que se consideran por lo visto propios de la mujer.

Volvemos a comprobar esta «naturalidad» de Rosaura en su estrategia discursiva: hemos visto lo impecable de su lógica intuitiva, lo ajustado de sus argumentaciones bien construidas, pero también hay que notar que su elocutio -aunque rica en figuras «de palabra» (sobre todo figuras de la repetición como anáfora y poliptoton), y «de pensamiento» (sobre todo antítesis)- carece en absoluto de tropos. Y son los tropos, sobre todo la metáfora, los que caracterizan un nivel expresivo más culto y elevado, como ya habíamos advertido en Ursón y Valentín. Basten, como ejemplo y comparación, las dos cuartetas del soneto que Teodosia pronuncia en la escena 9 del primer acto:


Asperísimas sierras, que en altura
sois Ícaros del Sol, pues a su llama
ambiciosa la tierra os encarama
para que deis asalto a su hermosura.
Las blancas alas de la nieve pura
derrite, y como plumas las derrama
en este prado, a sus arroyos cama
y en aquella laguna sepultura.


(p. 429a)                


La capacidad de construcción metafórica compleja que estos versos ponen de manifiesto,163 es en realidad un unicum en la comedia, ya que no sólo la salvaje Rosaura o los campesinos, sino también el Rey y Faustina, Lauro y Felipe, y la misma Teodosia, mantienen en general sus discursos en un nivel retóricamente más sencillo. No puede decirse lo mismo por lo que hace a la competencia mitológica, ya que todos los personajes que pertenecen al sector estamental más elevado hacen gala aquí y allá de sus conocimientos al respecto, y hasta los villanos Llorente (en I, 8) y Silvana (en II, 8) muestran su conocimiento del mito de Acteón y Diana y de Apolo y Dafne, respectivamente; la sola que nunca alude a nombres mitológicos es precisamente Rosaura, cuyo sistema de referencias es únicamente -como hemos venido viendo- el mundo de la naturaleza, y no el mundo de la cultura.




ArribaAbajoII. 4. El hijo de los leones

Pasan diez años, y entre 1620 y 1622 Lope lleva otra vez al escenario una comedia que incluye un salvaje entre los personajes: se trata ahora de un hombre, Leonido, El hijo de los leones del título.

Volvemos a encontrar, en el mismo orden, todas las secuencias que constituyen lo que ya podemos definir el «tema» del salvaje: Leonido, recién nacido, es abandonado en la selva y amamantado por una leona; un anciano ermitaño le sirve de ayo; ya adolescente, el joven salvaje manifiesta impulsos agresivos y al mismo tiempo generosos, mientras el descubrimiento del amor representa una etapa fundamental en su evolución interior; los campesinos, que temen su agresividad, lo denuncian al Rey; el salvaje es llevado a Palacio; después de haber sido condenado por faltar a la autoridad regia, se salva porque se descubre su verdadera identidad.

En El hijo de los leones, el abandono de Leonido en la selva nos lo cuenta a posteriori, en el primer acto, su madre Fenisa. En la misma ocasión, Fenisa nos cuenta también las causas de este abandono: seducida por el príncipe Lisardo, sin esperanzas de casarse con él por la desigualdad social que los separa, para ocultar su deshonra tuvo que dejar a su hijo recién nacido en el bosque. El hecho de que las primeras secuencias del tema no se lleven al escenario, confiere una mayor unidad de tiempo y de acción a la comedia, con respecto a Ursón y Valentín y a El animal de Hungría: ya no hay un intervalo de veinte años entre primero y segundo acto, y la acción se centra toda -a partir del primer acto- en las trayectorias paralelas del salvaje (que va a recuperar su perdida humanidad y su posición estamental) y de la mujer (que tiene en cambio que restaurar la pérdida de su honor).

En el primer acto, «el hijo de los leones» presenta muchas analogías con el salvaje de Ursón y Valentín. En I, 8 Leonido declara ser «rústico, fiero y espantoso», y confiesa su intolerancia hacia el viejo ermitaño Fileno «que me enseña y corrige, / que me gobierna y rige, / si bien yo me resisto a su consejo»;164 a continuación, Fileno sale a la escena, y después de contar a Leonido su historia, lo exhorta a moderar sus instintos animales:


No seas león, Leonido;
mira que es justo que seas
hombre humano con los hombres,
ya que con las fieras fiera.


En el segundo acto, Leonido experimenta -como antes lo había experimentado Ursón- el poder de la belleza femenina, que despierta en él sentimientos desconocidos, de admiración y respeto. Pero si en Ursón este despertar no va más allá de un desasosiego momentáneo, que se nos pinta en una sola escena, Leonido, como Rosaura, se enamora de veras, y este amor constituye uno de los ejes diegéticos de la comedia. En Rosaura, que es mujer, el descubrimiento del amor no supone un choque con sus instintos primarios, antes bien los refuerza (se recordará su tentación de olvidarse de las leyes de honor); Leonido en cambio es hombre, y el amor obra en él un cambio radical, suavizándolo y transformándolo. Este cambio nos lo describe el mismo Leonido con mucho detenimiento (II, 13):


Montañas, donde he nacido
y en su aspereza criado,
peñascos, que me habéis dado
los pechos con que he vivido,
leones, que de Leonido
el nombre también me distes,
ya no soy aquel que vistes;
otro vengo del que fui;
que ya no hay señal en mí
del alma que me pusistes.
Los consejos de Fileno
y los libros que me dio
[...]
no han movido a tal blandura
mi condición fiera y dura,
imposible de mover,
como de aquella mujer
la soberana hermosura.
[...]
¡Notable cosa es amor!
Muchas he visto y leído
del gran poder que ha tenido;
mas ésta agora es mayor,
porque mover mi rigor
a lágrimas y blandura
la ha dado la investidura
del mayor rey de los reyes,
pues yo no sujeto a leyes,
lo estoy a tanta hermosura


(p. 227b)                


Pero -y he aquí un motivo nuevo con respecto a Ursón y Valentín y El animal de Hungría- la mujer de la que Leonido se enamora es nada menos que su misma madre. Por un juego de coincidencias (nada gratuitas, obviamente)165 el joven salvaje encuentra a Fenisa, en los límites entre el bosque y la aldea, porque ésta se ha retirado al campo con su padre, cambiando identidad y asumiendo el nombre de Laura, para huir de un indeseado casamiento con un pretendiente rico. En la misma aldea Fenisa vuelve a encontrarse con Lisardo, que ha venido a cazar al «monstruo» y se enamora de ella sin reconocer a su antigua amante. El juego de las coincidencias se cierra al final del segundo acto, cuando Lisardo encuentra a Leonido y en lugar de matarlo -sin duda debido a la «fuerza de la sangre»- renuncia a sus intenciones agresivas y decide en cambio llevarlo consigo a la ciudad para darle una educación cortesana. En esta escena encontramos muchas analogías con la escena del tercer acto de Ursón y Valentín en la que los dos hermanos se encuentran y se juran amistad sin sospechar el vínculo de sangre que los une.166 Aquí, sin embargo, la escena no acaba con la captura y la sumisión del salvaje, sino con la libre aceptación de la propuesta de Lisardo por parte de un Leonido que casi dicta condiciones a su interlocutor.167

Lo que Leonido quiere es cambiar estado, hacerse hombre y caballero, para merecer el amor de Laura:168 pero la trayectoria ascensional que él imagina y quiere para sí se interrumpe, debido a la rivalidad amorosa que lo enfrenta al mismo príncipe Lisardo, su bienhechor, y -sin que ninguno de los dos lo sepa- su padre. El conflicto llega a sus últimas consecuencias en III, 14, cuando Leonido, informado por la mujer amada, pide cuentas a Lisardo de la deuda de honor que tiene con Fenisa. Lisardo responde desdeñosamente, negándose una vez más a casarse con Fenisa, y Leonido entonces empuña la espada para obligarlo a cumplir su palabra.169 Lisardo llama sus guardias, que acuden y se llevan preso a Leonido: tampoco en esta comedia el salvaje escapa a su destino de cautivo en Palacio, condenado por la autoridad regia.

Vuelve a plantearse en esta escena, en el intercambio dialéctico entre los dos personajes, el relativismo de la noción de «salvaje», cuestión medular que también se agitaba en las dos comedias anteriores:



Lis.:

¡Monstruo! ¡Salvaje! ¿Qué es eso?
¿Para mí empuñas la espada?

Leo.:

No soy salvaje, ni monstruo,
y es la consecuencia clara,
que si tú ofendes un ángel,
ingrato a hermosura tanta,
y yo le estimo y defiendo,
porque he vivido en su casa,
tú eres el monstruo, yo el rey,
pues que tengo mejor alma.


(p. 232)                


Las palabras de Leonido, en realidad, no hacen sino expresar de manera explícita una comparación entre los dos personajes que se establece de forma implícita a lo largo de toda la comedia, y que justifica ampliamente la inversión de los calificativos de «salvaje» y «monstruo» en menoscabo de Lisardo. Toda la comedia nos muestra al príncipe como amante grosero, impulsivo, despreocupado de las consecuencias de sus actos, y dispuesto a valerse de la fuerza para obtener lo que quiere. Cuando, en I, 3, Fenisa cuenta a Clavela su violación, explica el proceder infame de Lisardo siendo él «rapaz en fin y poderoso» (p. 219). En el tercer acto, pasados veinte años, Lisardo ya no es un muchacho pero su comportamiento es el mismo: vuelve a buscar un tercero para el logro de sus deseos, esta vez en la persona de Leonido, y muestra en sus palabras un claro menosprecio de todas las reglas del amor cortés.170

Leonido, en cambio, se nos muestra muy diferente en su amor. Aunque salvaje, cuando por primera vez ve a Fenisa, en el bosque, desmayada por el miedo, su admiración excluye cualquier gesto grosero.171 Por lo tanto Fenisa puede asegurar a los campesinos que tratan de socorrerla, que el salvaje no le ha hecho ningún daño, ya que «No pudo / ser un galán más cortés»; lo que los villanos dudan en creer, según la idea que se han formado del «monstruo» (ya conocemos cuán arraigados son sus prejuicios, según nos los pinta Lope).172 Ya en la ciudad, Leonido no desmiente su cortesía; revela que había esperado casarse con Fenisa,173 y cuando sabe la deshonra de su amada, acepta defender su causa ante el príncipe y agradece la revelación porque le ha evitado el deshonor.

La cortesía, el respeto, la gratitud, la obediencia a las leyes del honor -rasgos sobresalientes del comportamiento de Leonido- se proponen claramente como polos positivos de otros tantos binomios cuyos polos negativos se encarnan en el príncipe Lisardo. La inversión del concepto de «monstruo» y de «salvaje», aquí como en Ursón y Valentín y en El animal de Hungría, se realiza por tanto a través de la confrontación entre el salvaje y un personaje cortesano negativo. Aquí, por primera vez, esta confrontación se realiza también a través de un enfrentamiento directo entre los dos personajes. Este conflicto que se patentiza en escena puede leerse de dos modos distintos y -a lo que yo creo- complementarios: por un lado, un conflicto entre padre e hijo, cuyas características edípicas no podrían ser más claras; por otro lado, un conflicto entre dos tipos de figuras filiales muy distintas en su comportamiento, casi, diría, entre el hijo «bueno» y el hijo «malo».

Lisardo, en efecto, es el padre de Leonido, pero su comportamiento no condice con la gravedad de la autoridad paterna ni con la autoridad regia de la que suele hacer mal uso, por lo menos en cuestiones amorosas. No en balde Lope hace que Lisardo no sea rey, sino príncipe; se desdoblan así de manera clara las responsabilidades de Lisardo y las del rey su padre, ignorante de todas las fechorías de su hijo y conocedor sólo de sus habilidades de guerrero,174 evitando al mismo tiempo el rebajamiento de la imagen del monarca que hubiera sido inevitable de haber sido Lisardo uno más en la galería de reyes tiranos que nos deparan algunas comedias de Guillén de Castro o de Miguel Sánchez.175 Hay que recordar al respecto que la figura del rey, en Ursón y Valentín y El animal de Hungría, no iba exenta de manchas, sobre todo por la sospechosa facilidad con la que Clodoveo y Primislao creían las calumnias de los personajes traidores.176 En el desdoblamiento entre príncipe injusto / rey justo, que se realiza en El hijo de los leones, Lope nos revela entonces un importante reajuste ideológico, especialmente evidente en los últimos diez años de su producción: el abandono de las ambigüedades heterodoxas (por más aparenciales y jocosas que fuesen) para ceñirse más estrictamente a la ortodoxia, en la visión de la sociedad y de las relaciones humanas.

Esto no impide que Lope siga criticando la corrupción de la ciudad/Corte -que se refleja en el personaje de Lisardo-, ya que se trata de un topos literario cuya raigambre clásica lo libra de sospechas. Dentro de esta crítica tópica, no extraña que la «naturalidad» del salvaje -aquí como en El animal de Hungría- no obste a la recta percepción de los valores esenciales del comportamiento, antes bien la garantice. Una vez más, lo que se pone en entredicho es la pretendida superioridad de la ciudad/Corte, que se tiende a presentar como el centro de todas las maldades. Leonido, hablando de sí mismo, puede decir:


Parto soy de una sierra,
la reina de las fieras me dio el pecho;
mas la sangre que encierra
mi corazón, de mil desdichas hecho,
no admite deslealtades:
que éstas se saben más por las ciudades.


(p. 230b)                


No deja de ser significativo, en esta línea de lectura, el que Leonido en su infancia haya sido amamantado por una leona que -como se cuenta I, 9- se había mostrado agradecida a Fileno por haberla liberado él de una trampa.177

La positividad de los espacios periféricos (monte, campo) frente a la ciudad-Corte es un aserto que enuncian casi todos los personajes: entre ellos Fileno, que -calumniado por cortesanos envidiosos- tuvo que refugiarse en la selva,178 y Fenisa que -después de haberse también refugiado en el campo- declara «las confusas ciudades / no tienen el descanso que me ofrecen / las mudas soledades» (p. 224c).

La Corte es un lugar de confusión, mientras el campo ofrece descanso y, lo que más importa, seguridad. En la Corte todo es movimiento: se puede subir en un momento a una condición más elevada, pero también se puede sufrir una caída repentina, como lo demuestra por ejemplo la trayectoria de Leonido. Es la «escalera toda de vidrio» de la que hablaba Rosaura al describir la vida de Palacio a Felipe en El animal de Hungría, es la rueda de la Fortuna con su movimiento perverso. Cuanto más baja sea la posición que se ocupa en esta rueda, cuanto más lejano de la Corte sea el espacio que se habita, tanto más seguros se vive. Esto es lo que repiten Fenisa («De corte a monte he venido, / para que segura esté», pp. 226c-227a), y Leonido, perplejo frente a los ofrecimientos de Lisardo:


He leído en unos libros
que hay allá [en la Corte] testigos falsos,
envidias de la virtud,
del ingenio y del buen trato.
Y como aquí [en el monte] estoy seguro,
no quiero ser desdichado
y perder tanto sosiego.


(p. 228a)                


A pesar de su sabia desconfianza, Leonido acaba cayendo en la tentación y, siguiendo un camino inverso al que había ensayado Fenisa, deja el monte por la Corte, en busca de un ascenso social que sólo ésta puede proporcionarle. Un amargo desengaño lo espera, antes del final feliz: y Leonido sabe entender perfectamente la lección que se esconde en ese inesperado revés de sus fortunas. Frente a los soldados que deben ejecutar su condena a muerte, Leonido admite haber merecido su pena:


Que pues yo quise salir
de mi verdadero centro,
bien es que a los que tal osan
sirva mi muerte de ejemplo.


(p. 233b)                


Las mudanzas de la Fortuna son el castigo de quien se atreve a vivir en la confusión inestable de la ciudad/Corte, como el naufragio es el castigo de quien se atreve a navegar.179 La única manera de evitar los peligros del mar es... no embarcarse; la única solución para evitar los vaivenes de fortuna es la ausencia de movimiento. Esta lección de inmovilismo nos la repite también la canción que cantan los músicos en la boda de los villanos Flora y Bato (I, 6):


Como la fortuna es rueda,
unos suben y otros bajan,
y los que más se aventajan
saben menos lo que enreda.180
Quien quiere tenerla queda,
no ha de bajar ni subir;
que al cabo de los años mil
vuelven las aguas por do solían ir.


(p. 220b)                


La secuencia de las bodas de Flora y Bato no cumple sólo la función de introducir una escena caracterizada por una situación festiva y sazonada por cantos y bailes de sabor popular. Se trata de una escena muy cómica -como lo son en El hijo de los leones todas las escenas protagonizadas por villanos-181 que explota, entre otros, el motivo del miedo del campesino recién casado a los cuernos. El miedo de Bato se revelará muy fundado, ya que en II, 4 resulta que Flora ha parido un niño a sólo cuatro meses y medio de la boda. El motivo del villano cornudo y de la incierta genealogía de sus hijos no es por cierto una novedad de El hijo de los leones:182 pero lo que en otras comedias era mero motivo cómico suelto, funciona aquí en relación con la historia de la protagonista noble Fenisa, siendo algo así como el anverso cómico de su situación. También Fenisa, en efecto, ha sido deshonrada antes del matrimonio; pero rehúsa firmemente casarse con otro hombre que no sea Lisardo, porque, como dice a su amiga Clavela:


Es atrevida ignorancia
querer segundo marido
la que sin honra se casa;
[...]
y finalmente, Clavela,
mujer que fue deshonrada
pida su remedio al cielo:
que el de la tierra no basta.


(p. 220b)                


Y en efecto, la ayuda del cielo se manifiesta en la serie de coincidencias que permiten que al final de la comedia Fenisa reconozca en Leonido a su hijo, y que Lisardo acceda a casarse con ella: como en Ursón y Valentín, como en El animal de Hungría, la mujer infeliz, que en el primer acto, después de su desgracia, apela a la Providencia, ve restaurado en el tercer acto su honor injustamente perdido, porque, como dice Fenisa (acto III, escena once), «por ventura los cielos / de mis desdichas se duelen» (pág. 231c).

Por tercera vez, entonces, encontramos una intención ejemplar en la trayectoria del personaje femenino protagonista, típica «heroína-víctima» por su comportamiento. La macrosecuencia temática de la mujer inocente, calumniada o deshonrada, parece ser en Lope un corolario imprescindible de la macrosecuencia protagonizada por el salvaje. En efecto, el salvaje, en las tres comedias examinadas, funciona no sólo en cuanto protagonista de una macrosecuencia diegética, sino también como término de comparación con el «malo» de la situación, es decir con el personaje que ha determinado la desgracia de la mujer protagonista.

Pero, más allá de este parecido estructural, no pueden dejar de notarse las diferencias entre una y otra comedia. Si en Ursón y Valentín la trayectoria de Ursón era bastante desligada de la de los demás personajes, y dotada de menor relieve; si en El animal de Hungría en cambio la trayectoria de Rosaura, paralela a la de Felipe, cobraba mayor relieve con respecto a la de Teodosia; ahora en El hijo de los leones la importancia escénica de las trayectorias de Leonido y de Fenisa está perfectamente balanceada. Hay más que decir: si en Ursón y Valentín y en El animal de Hungría al salvaje se le caracterizaba con algunos rasgos cómicos, éstos ya desaparecen del todo en El hijo de los leones.

La función cómica la vehiculan ahora exclusivamente los personajes villanos, «bajos» por definición frente a un salvaje que en su infancia ha estudiado «divinas y humanas letras» (p. 221c), que lee Píndaro, Homero, Aristóteles y Platón (p. 231b), que conoce y respeta las leyes del honor, que llega a llevar espada, en el tercer acto, como un caballero. No me parece entonces una casualidad el que en esta comedia, por primera vez, se traigan a colación a propósito del salvaje los ejemplos clásicos de héroes que -de niños- habían sido amamantados por animales. Los siete nombres famosos que Fileno recuerda en un arranque de erudición sirven para justificar y ennoblecer el caso de Leonido:


Vi que [la leona] sus pechos le daba,
como de Remo se cuenta,
a quien dio leche una loba,
a Telemonte una cierva,
a Júpiter una cabra,
a Semíramis la reina
de las aves, y a Camila
piadosamente una yegua;
una osa crió a Paris,
de Troya en las verdes selvas,
y una perra al fuerte Ciro,
el mayor rey de los persas.


(p. 221c)                


Si el salvaje ahora se nos presenta claramente como un héroe -de la lealtad y del honor-, como un personaje perteneciente por completo a la esfera «alta», «seria» (frente a las ambigüedades que todavía se rastreaban en Ursón y Valentín y en El animal de Hungría), no nos extraña la ampliación de la comicidad villana, y la aparición por primera vez en este tipo de comedias de un personaje comparable -en parte al menos- con el gracioso. Para este rol Lope utiliza Faquín, un personaje que en los dos primeros actos había sido nada más que un villano cómico, y que aparece en algunas escenas del tercer acto como el criado y el confidente de Leonido, en compañía de Flora (reproduciéndose así la pareja tópica gracioso-criada).

Depurado de toda comicidad -y, como veremos, capaz de un lenguaje muy elevado- Leonido casi no nos parece ya un salvaje, sino un aprendiz de príncipe cristiano ejemplar en su fidelidad a los valores «naturales».

El co-protagonismo de Leonido y Fenisa se comprueba también en el plano de la organización escénica de la obra. Leonido aparece en diecinueve escenas, Fenisa en veintiuna, que se reducen a diecinueve si sólo se consideran las escenas en las que el personaje pronuncia alguna réplica. La importancia escénica de ambos es por lo tanto perfectamente equivalente, y mayor que la de los demás personajes: Faquín (aparece en diecisiete escenas pero interviene efectivamente en quince), Lisardo (quince escenas), Perseo (once escenas), Tebandro (siete escenas)...

Otro dato que corrobora la primacía de Leonido y Fenisa sobre los demás personajes, es la cantidad de escenas monologales que el dramaturgo les asigna. Cada uno queda solo en el escenario más de una vez: Fenisa tres veces (II, 2; III, 10 y 12); Leonido cuatro (I, 8; II, 9 y 13; III, 7).183 Los monólogos de Fenisa son mucho más cortos que los de Leonido, una media de doce versos frente a una media de cincuenta y tres. En efecto, mientras Fenisa se define como personaje sobre todo a través del diálogo, Leonido se define como personaje sobre todo a través del monólogo. Y no es obviamente una casualidad la simetría en la disposición de estos monólogos (uno en el primer acto, dos en el segundo, uno en el tercero) que marcan las etapas en la evolución interior del personaje. Fenisa -como por lo demás las mujeres calumniadas de las comedias anteriores- no evoluciona, porque ya tiene decidido cómo actuar (o mejor dicho, no actuar) en consideración de su desgracia: sólo espera que le llegue una ayuda del cielo, y sus breves monólogos no son más que comentarios en los momentos de duda o incertidumbre de su trayectoria. La evolución es en cambio el rasgo dominante que caracteriza el personaje de Leonido -como el de los demás salvajes de las comedias estudiadas-: Leonido, como Ursón, expresa esta evolución interior sobre todo a través de monólogos, mientras Rosaura más bien dialoga, preguntando y contestando.184

De todas formas, los monólogos de Leonido no se parecen mucho, en cuanto a capacidades estilísticas y retóricas, a los de Ursón. Esto condice con el hecho de ser Leonido un salvaje «educado», que ha leído y estudiado libros, y también -quizás- con el hecho de colocarse la comedia en un período de la producción lopesca en que el dramaturgo se inclinaba a una mayor complejidad en el lenguaje poético, hasta tocar extremos fácilmente definibles como cultistas.185

Veamos por ejemplo algunos trozos del monólogo del primer acto, en el que Leonido debate acerca de su identidad, preguntándose si será hombre o fiera:


Claros, hermosos cielos,
que siempre estáis constantes
en revolver los años presurosos,
los turquesados velos
vestidos de diamantes
mostrando en vuestros polos luminosos:
el ser tan poderosos
la variedad enseña
con que habéis producido
cuanto vive esparcido
desde este valle a la más alta peña
[...]
ya el animal, ya el ave,
que ésta vuela, aquél corre,
con varias pieles y con varias plumas;
ya el mar, que tanta nave,
alta, portátil torre,
sustenta, por tan frágiles espumas;
ya innumerables sumas
de peces plateados;
ya por la verde sierra
tantos arroyos en amenos prados,
donde cuelgan las flores
sus espejos en cintas de colores.
Pero entre tantas cosas,
[...]
criar el hombre ha sido
milagro más hermoso;
si bien no soy ejemplo,
pues cuando me contemplo
así, rústico, fiero y espantoso,
envidio cuantos veo,
y de su imitación tengo deseo.


(p. 221a)                


Un somero análisis del monólogo desde un punto de vista retórico revela una cuidada dispositio (exordio, larga descripción, argumentación) y una elocutio muy rica en figuras (anáforas, paralelismos, quiasmos, hipérbatos, enumeraciones) y en tropos, sobre todo metáforas, cuya característica es la de llevar al dominio de lo artificial los sememas metaforizados.

La estructura métrica de las réplicas del joven salvaje -sobre todo sus monólogos- condice con su complejidad retórica: las formas estróficas en las que se expresa Leonido son en general -salvo raras excepciones- formas cultas, difíciles, como la canción (I, 8), la décima espinela (II, 9 y 13), y la lira-sextina (III, 7). Paralelamente, la tradicional redondilla octosilábica, que caracterizaba todas las intervenciones de Ursón, ahora se utiliza la mayoría de las veces para marcar el paso a escenas protagonizadas por los villanos, en el campo, o, en la corte, para subrayar la entrada del criado Faquín.

Sin embargo, una vez más, como ocurría en El animal de Hungría, comprobamos que la mayor complejidad métrica y retórica que caracteriza el discurso del salvaje, no anula del todo las diferencias con los demás personajes pertenecientes al mundo de la Corte. Éstas se notan más que nada en la sabiduría mitológica que exhiben sobre todo Lisandro y Tebandro, y en su capacidad de hacer agudas comparaciones entre su situación y la de personajes de la mitología clásica. Véase por ejemplo el discurso de Tebandro en II, 1, exaltando la piedad de Perseo, y deplorando la decisión de Fenisa de no casarse con él:


Cuando me ha quitado el mar
mi honor, hacienda y sosiego,
del agua, como del fuego,
me quiere [Perseo] en hombros sacar:
su casa me quiere dar,
y que tú su esposa seas;
de suerte que tú deseas
ser, Fenisa ingrata, aquí,
fuego y Troya para mí,
y él hijo y piadoso Eneas.


(p. 223b)                


Otro ejemplo de comparaciones conceptuosas podría ser el discurso en que Lisandro ensalza su victoria contra Atenas (I, 10), comparándose con Minos, el mítico rey de Creta:186


No fue más digno el que volviendo a Creta
hartó en el laberinto al Minotauro,
dejando a Atenas trágica sujeta,
de las ansias del sol en verde lauro;
que una mujer hermosa y no discreta,
cuya opinión con mi valor restauro,
le dio la puerta, que ganó mi espada
a viva fuerza en púrpura bañada.


(pág. 222a)                


Ninguna alusión mitológica encontramos, en cambio, en los discursos de Leonido, que a pesar de haber estudiado, extrae sus argumentos exclusivamente del mundo de la naturaleza y de su experiencia, reforzándose así la verosimilitud de un personaje cuya característica fundamental es la de ser (para bien y para mal, pero sobre todo para bien) un «hombre natural».




ArribaAbajoII. 5. El tema del salvaje y su relación con otras comedias de Lope


ArribaAbajoII. 5. 1. Héroe-salvaje y héroe-villano: parecidos y diferencias

Si en el teatro de Lope el personaje del salvaje (entendido como «tipo» del joven que se ha criado en la selva) sólo existe en Ursón y Valentín, El animal de Hungría y El hijo de los leones, también es verdad que estas comedias comparten con muchísimas obras teatrales de Lope (y no sólo de Lope) un núcleo temático básico, el de «las aventuras de la identidad oculta», como lo define Juan Oleza.187 Entre las muchas y distintas realizaciones concretas de este núcleo generalísimo, sólo presentan una marcada similitud con nuestras comedias las que tratan de las aventuras de un personaje joven que ignora realmente su verdadera identidad, porque se ha criado lejos del ambiente al que su linaje le daba derecho.

En todos los casos que vamos a examinar, el personaje en cuestión se ha criado en el campo, ya no en la selva y junto a las fieras como el salvaje; a veces se cree hijo de algún campesino, otras veces desconoce por completo el secreto de su nacimiento, y entonces a menudo la incertidumbre acerca de su identidad le causa resquemores y desasosiego. El conflicto que pone en marcha la intriga, o contribuye a su desarrollo, surge porque el personaje no acepta las limitaciones que su colocación social le impone, y aspira a más: ya sea por ambición y noble soberbia, ya sea porque el amor lo impulsa a elevarse por encima de su condición humilde.

Los motivos que han condenado al personaje a una condición social impropia de su linaje son distintos, y todos muy frecuentados por la tradición narrativa (y folclórica) occidental. Puede tratarse del destierro de la madre del héroe, debido a una acusación falsa, como en Los pleitos de Ingalaterra (1598-1603) y en La corona de Hungría (1623); puede deberse a la ilegitimidad de la relación entre los padres del héroe, que los obliga a escapar de la Corte, como en La mocedad de Roldán (1599-1603); o que los lleva a abandonar o a no reconocer como tal a su hijo, como en El hijo Venturoso (1588-1595), El caballero de Illescas (h. 1602), Los prados de León (1597-1608), Las mocedades de Bernardo del Carpio (1599-1608),188 El hijo de Reduán (antes de 1604), La aldehuela (1612-1614),189 Ello dirá (1613-1615).190 Otras veces algún malintencionado ha efectuado un trueque entre dos recién nacidos de distinta condición social, como en El hombre por su palabra (1612-1615); o bien la culpa se debe a un tirano que quiere quitar el reino a su heredero legítimo, como en El príncipe inocente (1590)191 y Las burlas de amor (1587-1595), o que tiene miedo a un agüero infausto y ordena el abandono o la muerte del recién nacido: Lo que está determinado (1613-1619),192 Dios hace reyes (1617-1621), Contra valor no hay desdicha (1620-1635),193 Lo que ha de ser (1624). Como puede verse, estas comedias se distribuyen a lo largo de un período amplísimo de la producción teatral de Lope, que coincide aproximadamente con el lapso -también muy amplio- en el que se colocan las comedias protagonizadas por el salvaje.

Si prescindimos de la separación inicial del joven héroe con respecto a su ambiente de origen, una de las primeras secuencias que algunas de estas comedias comparten con el tema del salvaje, es la que concierne la reacción impaciente y agresiva del joven protagonista a las reprensiones de su educador (padre o madre o ayo), y en general a quienes lo provocan poniendo a prueba su paciencia. Se trata de un motivo que se repite sobre todo en la primera fase de la producción teatral de Lope: lo encontramos en las primeras diez escenas del primer acto de El caballero de Illescas, en el segundo acto de La mocedad de Roldán y de Las mocedades de Bernardo del Carpio, en El hijo de Reduán (I, 3 a 7; III, 1), en Los pleitos de Ingalaterra (II, 1-2).194

Con más frecuencia, encontramos otro motivo parecido, pero de significación menos ambigua y más ostensiblemente heroica: el de la extraordinaria fuerza del protagonista, que sirve para subrayar su excelencia con respecto al entorno en que vive (motivo por lo demás también presente en las comedias ya citadas). Versos e incluso secuencias enteras se dedican a subrayar este detalle caracterizador. Puede tratarse de la victoria sobre un león o un jabalí que asolan la región habitada por el protagonista; puede tratarse de su extraordinaria habilidad de cazador; puede tratarse de su marcada superioridad en unas pruebas de fuerza con otros jóvenes; puede tratarse, en fin, de la fuerza y valor excepcionales que él demuestra en alguna hazaña de guerra.195 En la misma dirección funciona la microsecuencia que el dramaturgo inserta en algunas de estas comedias, que ve al protagonista elegido «rey por un día», o jefe de sus coetáneos villanos.196

En muchas de estas comedias, se utiliza la conocida secuencia -momento clave en la trayectoria del protagonista- que muestra los efectos del amor: suavización de la rusticidad, y, sobre todo, aspiración a cumplir altas empresas para merecer la atención de la amada. Un buen ejemplo son las escenas 18 y 20 del primer acto y 4, 5, y 6 del segundo acto de El príncipe inocente: Torcato, mirando a Rosimunda desmayada por el miedo a un león, admira su belleza (nótese el parecido con la situación análoga del segundo acto de El hijo de los leones); enseguida decide ir a Corte para seguir a su amada, aun conociendo lo imposible de su deseo, porque amor le infunde confianza en sí mismo y soberbia.197 En realidad, el amor hacia una mujer aparentemente superior a él en la jerarquía social, es una especie de llamada de la sangre, ya que Torcato es en realidad el heredero de los reinos de Frisia y Dacia: cuando se realiza la anagnórisis, en las escenas finales de la comedia, Torcato puede contestar muy tranquilo -a quienes le preguntan si sabe quién es- «ya me lo han contado / y de mis pensamientos lo sabía» (p. 75).

La misma función de revelador del verdadero origen del protagonista asume el amor en otras comedias: Venturoso, en El hijo Venturoso, ama a Florinda, dama noble, a pesar de ser él un pobre campesino; lo mismo le pasa a Felisardo que, en El bien nacido encubierto, se enamora de la infanta de Hungría, y a Leonardo que, en Lo que ha de ser, se enamora de Casandra, hija del rey de Atenas; Federico, hijo del hortelano de Palacio, en El hombre por su palabra, se enamora de la princesa, y declara que «Amor levanta el valor, / pone estima y muda el ser. / Yo he de ser César o nada».198 También Ciro, en Contra valor no hay desdicha, se enamora de la dama noble Filis, a pesar de la diferencia social que los separa, y se queja así, intuyendo ya su verdadera identidad:199


¡Ay cielos! ¿Qué culpa tienen
las almas de que los cuerpos
naciesen humildemente?
El cielo no pudo errar
la infusión del alma.



En todas estas comedias las secuencias del descubrimiento del amor y de sus efectos en el alma del protagonista no tienen la misma amplitud que en las comedias protagonizadas por los salvajes, pero tienen el mismo valor de una «prueba»: en el sentido de que representan un momento de ruptura y de cambio de rumbo en la trayectoria del protagonista, una revelación de los impulsos que se deben a la sangre noble. Además, sirven para poner de relieve un dualismo axiológicamente orientado que ya hemos encontrado en las comedias protagonizadas por un salvaje: la pareja antinómica apariencia/realidad, que se realiza a menudo como contraposición entre «alma» y «vestido».

La serie de los ejemplos más significativos se abre con una declaración de Torcato, al final del primer acto de El príncipe inocente: «que a fe que el sayo villano / os muestre, tarde o temprano, / que cubre el alma de un rey» (p. 26). Venturoso, en El hijo Venturoso, añade la reivindicación de nobleza de los antecedentes mitológicos, ya que ha sido encontrado recién nacido en la margen de un río:200


Allá en la gentilidad
dioses los ríos llamaron
[...]
Luego, si de dioses hijo
soy, y[a] como dios me ensalzo,
pues aunque polainas calzo,
nobles pensamientos rijo.
¿Remo y Rómulo no fueron
hijos del Tíber, o hallados
entre su orilla, y criados
de una loba que prendieron?
[...]
Fue Ciro arrojado así,
y también pobre pastor.



Gomel, en El hijo de Reduán, hablando de sí mismo declara que «la tosca melena, / el abarca y alquicel, / muy poco al alma condena; / mas la sangre que está en él, / de hidalgos deseos llena».201 En La mocedad de Roldán, el protagonista va incluso más adelante, reivindicando su igualdad sustancial con los más nobles:202


El mejor rey descendió
de un hombre, sin saber cuál:
el bueno o mal natural,
con la virtud se venció.
Y si nací sin nobleza,
por mí mismo soy tan bueno,
que estoy de nobleza lleno
contra mi naturaleza.



Y el protagonista de Las mocedades de Bernardo del Carpio llega hasta decir203


de gran sangre muestra doy;
y pues ni padre ni madre
no puedo conocer hoy,
yo he de ser mi propio padre:
hijo de mis obras soy.



Aunque el dualismo «apariencia/realidad» que sustenta estas declaraciones es básicamente el mismo que sustentaba las comparaciones paradójicas entre el salvaje («monstruo» sólo en apariencia) y el cortesano malo de la situación («monstruo» en realidad), bien se ve que la confianza de estos personajes en su nobleza interior, y en lo justo de sus elevadas aspiraciones, no es en nada análoga a las dudas del salvaje acerca de sí mismo y del mundo que lo rodea.

Si el salvaje y el joven campesino ambicioso no son igualmente conscientes de su valor, su camino de recuperación de la identidad perdida sigue por lo menos las mismas etapas espaciales. El momento clave es obviamente el pasaje del espacio periférico (en este caso, el campo) a la Corte-ciudad. No siempre es el joven protagonista quien toma la iniciativa del cambio de espacio; pero -a diferencia de lo que pasa con el salvaje- la mayoría de las veces la trayectoria del villano-noble, una vez salido del espacio en el que se ha criado, es rectamente ascensional.204

También puede darse, sin embargo, la opción -presente en la macrosecuencia protagonizada por el salvaje- del momento de empeoramiento que precede al mejoramiento final y definitivo. Así, los protagonistas de El hombre por su palabra, Los prados de León y El caballero de Illescas, deberán volver al campo y al estamento social que pensaban haber dejado para siempre, antes de que se reconozcan definitivamente sus orígenes nobles; la misma suerte le toca a Marcela, protagonista femenina de Ello dirá, víctima de las injustas sospechas de su esposo; mientras el protagonista de Las burlas de amor se ve castigado en sus ansias de escalada social nada menos que con la prisión y la condena a muerte, exactamente el mismo peligro por el que se veían amenazados Ursón y Leonido. Se trata sin duda, en estos casos, de distintas elaboraciones del motivo de la rueda de la Fortuna, que sin embargo -como por otro lado ya podíamos notar en El hijo de los leones- también suponen un juicio negativo hacia el ambiente palaciego. Federico y Nuño, Marcela y Ricardo, sufren un empeoramiento de su condición debido -más que al movimiento ciego de la Fortuna- a las habladurías y a las envidias de algunos cortesanos. Otras veces, lo que se lleva a la escena -con implícitas finalidades críticas- son las exageraciones crueles y, al cabo, estúpidas, de un rey tirano que trata de evitar con varios medios (ninguno ortodoxo, y ninguno eficaz) que quien debía heredarlo pudiera reinar: es lo que pasa en Contra valor no hay desdicha, Lo que está determinado, Dios hace reyes.

Paralelamente, la exaltación del «buen retiro» del campo, de la independencia y la libertad que garantizan, y por el contrario la crítica a las insidias de la Corte, son motivos que el dramaturgo pone con frecuencia en la boca de sus protagonistas.205 La repetición de este motivo crítico -ya tópico literario desde la antigüedad clásica- en las comedias de Lope, tiene su razón de ser en el ámbito de una perspectiva ideológica que, lejos de poner seriamente en tela de juicio los valores aristocráticos cuyo centro lógico es la Corte, y cuya cima se encarna en la figura del rey, aspira por el contrario a reforzarlos, eventualmente remozándolos. Es necesario que el joven héroe que va a reinar o a asumir su verdadera identidad noble (porque éste es el destino de todos los personajes de que hemos venido hablando), conozca los peligros del Palacio y sepa evitarlos, conociendo además las ventajas de una vida libre de las pasiones desenfrenadas y mezquinas que se achacan a los cortesanos.

La insistencia del dramaturgo en las manifestaciones innatas de nobleza y en el desapego de la vida palaciega típicos de estos personajes, sirve para dibujar un héroe que reúna en sí las mejores características de los dos espacios culturales, campo (en cuanto «vida retirada» y natural) y Corte (en cuanto sede de la nobleza y de la monarquía). El joven de apariencia villana, con su noble ambición, sus hazañas militares, sus amores elevados, su capacidad de renuncia, y el joven de apariencia salvaje, con sus generosos sentimientos y su indiferencia a las lisonjas cortesanas, son hermanos: no sólo por la articulación de su trayectoria teatral, sino también por la ideología que sus figuras heroicas transmiten. Todos sus comportamientos, en efecto, delatan una generositas esencial y perfecta, que los opone a la avidez y a la envidia y a todas las formas de la miedosa cupiditas que se encarnan en los personajes cortesanos negativos.206

Si es necesario subrayar esta función equivalente de los dos tipos de personaje en la construcción ideológica de las comedias, también es necesario reconocer lo que sigue diferenciándolos. Desde un punto de vista narrativo, sin duda queda en pie la distinción -a la que ya he apelado en otros lugares- entre el modelo del héroe buscador (el joven con apariencias de villano) y el modelo del héroe víctima (el joven con apariencias de salvaje). El criterio discriminador no es sólo la intensidad de la búsqueda del protagonista, sino más que nada la calidad de las pruebas que jalonan su trayectoria teatral y existencial. Para el héroe-villano, entre las pruebas encontramos siempre al menos una «hazaña», una demostración de valor, que lo lleva a un final de triunfo; para el héroe-salvaje, la prueba es el momento en el que la nobleza innata somete los instintos y se revela, el momento en el que el protagonista acata silenciosamente la dura ley paterna, en condiciones de inferioridad y sumisión, antes de la revelación final de su identidad.

En realidad, si la trayectoria ascensional de los dos tipos de personajes apunta a la misma meta, es en el punto de partida donde existe un desfase: el héroe-salvaje sale de una condición de semi-animalidad para llegar a ser hombre; el héroe-villano ya es hombre, aunque aparentemente humilde. Del primero, Lope subraya el camino de evolución interior que lo lleva a la humanidad; del segundo, traza un camino que se proyecta hacia lo exterior, y que necesita esa demostración de nobleza y de valor que son las hazañas.

He aquí entonces que la trayectoria teatral del salvaje cobra un valor emblemático universal que falta a la trayectoria del villano: porque la evolución del salvaje refleja en sus pautas el camino del hombre, desde la adolescencia a la edad adulta, desde una edad en la que predominan los impulsos instintivos y la agresividad irracional, a una edad más madura, pasando por la aceptación de las normas y las convenciones civilizadas. Y es precisamente en esta delicada fase de transición y de formación del hombre adulto, cuando resulta imprescindible el momento de sumisión a la instancia paterna. Esto es lo que diferencia el caso de Ursón, Rosaura y Leonido, de los casos sólo aparentemente parecidos de Felipe (en El animal de Hungría) o de Ricardo (en Las burlas de amor): una condena pronunciada por un rey o una reina que sólo encarnan la instancia monárquica, no tiene el mismo valor simbólico de una condena que se debe a un rey que es al mismo tiempo un padre, y que castiga las intemperancias del adolescente salvaje.

Existe una prueba a contrario de la importancia simbólica de esta situación de inferioridad del salvaje al final de su trayectoria: en todas las comedias que tienen como protagonista un héroe-villano, nunca éste tiene que experimentar una condena dictada por una figura paterna. Esto no quiere decir que falten situaciones de enfrentamiento entre el joven protagonista y una figura con funciones paternas: pero de ser así (como en La mocedad de Roldán o El hijo de Reduán), nunca el protagonista tiene que sufrir ningún tipo de sanción, por más que su manera de actuar sea condenable.207 Y, cuando el personaje del anciano con funciones paternas es decididamente negativo, imperfecto (como en el caso de los reyes tiranos de Lo que está determinado o Contra valor no hay desdicha) el protagonista acaba triunfando en armas contra él.208

También en Ursón y Valentín, El animal de Hungría y El hijo de los leones, la figura paterna padece cierto rebajamiento negativo: juega un papel importante no sólo como padre, sino en el ámbito de los roles filiales como galán, y a menudo se le caracteriza por comportamientos que son el contrario de la ejemplaridad que se requiere de un rey y de un padre. Pero -a pesar de estas imperfecciones- Ursón, Rosaura y Leonido deben someterse a él, porque son todavía más imperfectos en cuanto no han acabado todavía su trayectoria hacia la plena humanidad. En el cuadro del valor emblemático de esta trayectoria, hay que conservar a la figura del padre, cualesquiera sean sus calidades, lo que es más propio de la función paterna: garantizar el respeto de la ley, y asignar castigos y premios a los hijos.




ArribaAbajoII. 5. 2. Conexiones entre tema y género teatral

Indudablemente, el modelo narrativo sobre el que se construyen las trayectorias teatrales del héroe-villano y el héroe-salvaje es el mismo. El núcleo temático básico -de antigua raigambre novelesca- es el de las aventuras de la identidad oculta e ignorada, que se da a conocer primero sólo con indicios, y ya definitivamente en el final, gracias a la anagnórisis.

Sin embargo, dentro de esta fundamental identidad diegética y temática, no pueden dejar de notarse diferencias de vario tipo. En primer lugar, como ya hemos señalado, en la distinta calidad de las pruebas que jalonan el camino de los dos personajes hacia la recuperación definitiva de su identidad. Así es que, en las comedias con héroes-salvajes, parecen apuntar algunos resortes típicos de la tragedia, como el riesgo trágico que incumbe en las penúltimas secuencias de la trayectoria del salvaje, y la sumisión dolorosa del hijo a la ley dictada por el padre.209

Por otro lado, sobre todo en Ursón y Valentín y en El animal de Hungría, también hemos podido notar algunos rasgos cómicos en el personaje del salvaje y en las situaciones que éste protagoniza, lo que (entre otras cosas) impide terminantemente que se pueda hablar de tragedia. La misma mezcla de situaciones serias y cómicas afecta a los héroes-villanos protagonistas de algunas comedias de la serie temáticamente homóloga. Existe por lo tanto una diferencia que corta en sentido transversal nuestras dos series: por un lado comedias que presentan una mayor dosis de seriedad, en las que el protagonista no se ve afectado por rasgos cómicos; por otro lado, comedias que presentan una mayor dosis de comicidad generalizada, que afecta también al protagonista. Por un lado, entonces, comedias serias; por otro, comedias cómicas, según la pauta clasificatoria generalísima que propone Marc Vitse como primera etapa en una tentativa de comprensión de los códigos genéricos que rigen el teatro del Siglo de Oro.

Con esto, hemos entrado de lleno en la ardua cuestión de la clasificación tipológica de las obras teatrales: una cuestión con la que hay que enfrentarse si no queremos que el estudio temático se quede en mero afán descriptivo sin transcendencia y sin perspectiva diacrónica. Los estudiosos que ya se han enfrentado con este problema acuden a una amplia gama de criterios para deslindar las fronteras de los géneros. Desde una perspectiva temática, por ejemplo, las aventuras de la identidad oculta constituirían el esquema narrativo básico que -en opinión de Oleza- caracterizaría la «comedia palatina».210 Otros rasgos distintivos de este tipo teatral serían el alejamiento en el espacio y en el tiempo del hic et nunc español; una tonalidad francamente lúdica o frívola o fantástica; y la presencia en escena de personajes que pertenecen a clases sociales muy lejanas entre sí, llegando estas diferencias estamentales a borrarse de una manera u otra en el curso de la intriga.211

Ahora bien, la mayoría de estos rasgos definen también todas nuestras comedias: las tres protagonizadas por un salvaje, y las otras que presentan secuencias temáticamente afines. Me parece difícil, en cambio, reconocer en la totalidad de este corpus la «nature hyperludique» de que habla Vitse como característica definitoria de la comedia palatina, en la que «l'ensemble des dramatis personae participent à la production du rire»;212 o la «misión esencialmente lúdica [...] territorio del juego, de una frivolidad muchas veces artificiosa y otras tantas amoral e, incluso, cínica, o por lo menos poco ortodoxa», que según Oleza son características definitorias de la comedia en general (cuanto y más de la comedia palatina), frente al macrotipo teatral del drama.213 Sin duda, muchas de las comedias que hemos examinado (y que pertenecen todas a las primeras fases de la producción teatral lopesca) encajan perfectamente en estas definiciones: por ejemplo El príncipe inocente (que, dicho sea entre paréntesis, recuerda en muchos aspectos El vergonzoso en palacio, la comedia de Tirso que más a menudo los estudiosos traen a colación como ejemplo típico de comedia palatina); o El caballero de Illescas y Las burlas de amor, donde los protagonistas juegan a fingirse nobles, aunque al final se descubre que efectivamente lo son; o El hijo de Reduán, comedia en la que todos los personajes se mueven en una atmósfera más bien frívola e inmoral; o Ello dirá, con su juego de equívocos que se mantiene constantemente en el filo de la moralidad.

Pero, si prescindimos de estos casos, no me parece que para las demás comedias de las que nos hemos ocupado pueda hablarse de una tonalidad hiperlúdica, o frívola, o cínica, o generalizadamente cómica. Por el contrario, veo en ellas algunas de las características propias, según Oleza, del macrotipo del drama, como la mitificación de la figura del héroe y de sus empresas, y la presencia del motivo de la honra; mientras la intriga amorosa con su estructura de roles galán/dama, aunque importante, se imbrica con otras problemáticas de tono más bien serio y ejemplar, como la demostración programática de la generositas del joven héroe, y de la cupiditas de sus oponentes cortesanos. Por otro lado, es indudable que, desde el punto de vista de la técnica teatral, todas estas obras se configuran según el modelo de la comedia: no se trata de un teatro de aparato, sino de un teatro que no requiere grandes recursos espectaculares; y -en cuanto a la construcción textual- la complicación del enredo, con presencia de intrigas secundarias, que caracteriza nuestro corpus, no pertenece al modelo del drama sino al modelo de la comedia.214

Volvamos a centrarnos entonces, para matizar y precisar las objeciones que alegaba antes, en las tres comedias protagonizadas por el salvaje, retomando a este fin algunas de las observaciones que ya hemos hecho en nuestro análisis. Es verdad, por ejemplo, que en la macrosecuencia protagonizada por el salvaje se mezclan situaciones de tono trágico o dramático, con situaciones de tono cómico, sobre todo en Ursón y Valentín y en El animal de Hungría. Estaríamos por lo tanto frente a esa «generalización de la comicidad» (es decir, una comicidad extendida a personajes cuya función específica no es la de ser portavoces de lo cómico) de la que habla Vitse. Sin embargo, sea en Ursón y Valentín, como en El animal de Hungría y también en El hijo de los leones, el salvaje no es el protagonista absoluto de la comedia. La macrosecuencia protagonizada por él (así como la macrosecuencia protagonizada por su eventual pendant noble-villano) se inserta en una intriga en la que también cobra mucha importancia la macrosecuencia protagonizada por los padres del salvaje. Tanto es así, que en las dos primeras comedias el salvaje sólo aparece, en toda su potencialidad dramática, a partir del segundo acto.215

Ahora bien, la macrosecuencia protagonizada por los adultos presenta, en Ursón y Valentín, acusados caracteres trágicos: la crueldad del poder injusto (motivo muy frecuentado por los trágicos valencianos; pero aquí el tirano no es el rey sino su gobernador); una búsqueda evidente de efectos de compasión en la construcción retórica de las réplicas; las peripecias de la víctima; la venganza que se cumple con la muerte del traidor. Ya en El animal de Hungría asistimos a una atenuación de las componentes trágicas: el crimen del personaje traidor ya no se lleva a la escena sino que se cuenta a posteriori, mientras cobran mucha importancia las escenas cómicas en ámbito pastoril; paralelamente, la macrosecuencia protagonizada por los jóvenes Rosaura y Felipe cobra mucha más importancia (aunque empieza sólo en el segundo acto) que la macrosecuencia protagonizada por los adultos (Teodosia, Primislao y Faustina); en fin, el castigo para la traidora no es la muerte, sino el retiro en un monasterio. En El hijo de los leones los componentes trágicos se han borrado casi del todo, aunque un recuerdo de ellos sin duda pervive en la figura del príncipe Lisardo, violento y tiránico en su amor a Fenisa. Paralelamente, comprobamos la decidida primacía de la intriga amorosa, la organización de los roles de los personajes según el conocido triángulo galán-dama-rival, y por primera vez un esbozo de gracioso. Además, las macrosecuencias protagonizadas por el joven y por los adultos se desarrollan contemporáneamente a partir del primer acto, e implican ambas la explotación de un motivo característico de la «comedia palatina», es decir el de la desigualdad social en amor.

Aun en esta máxima atenuación del tono trágico, sin embargo, El hijo de los leones sigue conservando -como ya Ursón y Valentín y El animal de Hungría- acusados intentos ejemplares. Por tanto, la ampliación progresiva, en el ámbito de las tres obras teatrales, de las dinámicas y secuencias propias del macrotipo de la comedia, no coincide necesariamente con una generalización del tono cómico, o con una «frivolización» de la obra. Notamos en cambio -mientras aumenta la caracterización cómica de los villanos y se abren paso en la obra los portadores especializados de comicidad- una progresiva y paralela evolución del personaje salvaje hacia una mayor seriedad, una más decidida caracterización heroica. Es lo que notamos en Leonido frente a sus congéneres Ursón y Rosaura, todavía bastante apegados a un comportamiento instintivo, cuyas vacilaciones entre la animalidad y la humanidad podían resultar, en ocasiones, francamente cómicas.

La misma ambigüedad (entre heroísmo y comicidad) es la que se nota en los protagonistas de esas comedias de la primera fase de Lope para las que hemos reconocido una total adecuación a las convenciones genéricas de la «comedia palatina»: El príncipe inocente, Las burlas de amor, El hijo de Reduán, El caballero de Illescas... Pero en todas ellas, a diferencia de las tres comedias protagonizadas por el salvaje, la impostación sobre el macrotipo de la comedia no deja ni el más mínimo lugar a los componentes y las soluciones trágicas, ni a intenciones ejemplares. Por eso, la tiranía del príncipe Alejandro usurpador del reino, en El príncipe inocente, no es castigada sino premiada; por eso el parricidio de Gomel en El hijo de Reduán no da lugar a ningún tipo de expiación; por eso la ficción de una identidad noble con la que los protagonistas engañan a los demás personajes, en Las burlas de amor y El caballero de Illescas, no recibe ningún castigo sino la confirmación final, con lo que resulta haber sido un «engañar con la verdad».

Paralelamente a estas comedias, sin embargo, Lope sigue ensayando otros desarrollos del mismo núcleo temático básico (pérdida y reconquista de la identidad), pero de tono más serio: y algunas comedias que dramatizan este núcleo temático muestran incluso una preferencia por secuencias y dinámicas que más pertenecen a la tradición temática de la tragedia que a la de la comedia palatina: pienso por ejemplo en las arrogancias del tirano dramatizadas en Lo que está determinado, Dios hace reyes, Contra valor no hay desdicha, Lo que ha de ser.

Llegados a este punto, me parece necesario insistir en algo que quizás suene a obviedad. Cualquier intento de clasificación a posteriori del teatro español del Siglo de Oro es -más que una certidumbre- una propuesta operativa, susceptible de matizaciones.216 En primer lugar, porque para clasificar hay que generalizar, y considerando la enorme cantidad de obras que constituyen el corpus de referencia de esta operación, nada más fácil que alguna comedia, o algún rasgo definitorio importante, se queden fuera de las casillas de la taxonomía.217 En segundo lugar, porque las convenciones genéricas que nosotros podemos rastrear en determinadas obras no surgieron de un golpe en su configuración definitiva; por cierto, el dramaturgo a menudo ensayaba, mezclando secuencias, recursos, motivos, en un afán combinatorio típico del teatro de la época y que obedecía a reglas difícilmente precisables218.

Ahora bien, es indudable que muchas obras teatrales del Siglo de Oro (entre las que se colocan sin duda las comedias protagonizadas por el salvaje y las demás de las que hemos hablado en este párrafo) comparten como rasgos definitorios la lejanía en el espacio y/o en el tiempo de la España del XVI-XVII, el núcleo temático de las aventuras de la identidad oculta, y una diferencia estamental entre los personajes que llega a borrarse o atenuarse en el curso de la intriga. También es indudable que no todas estas comedias comparten rasgos como una tonalidad hiperlúdica, una comicidad generalizada, un cinismo o una irreverencia en los límites de la ortodoxia; sin que por esto sea posible definirlas como dramas o tragedias.

No obstante, no creo que se deba rechazar la definición de «comedia palatina», porque de todas formas nuestras comedias (de ambas series) comparten con este tipo teatral -y sólo con éste- un rasgo definitorio importantísimo: la diferencia de condición social entre los personajes protagonistas, que se transforma en resorte de la intriga y en pretexto para la exploración de fórmulas de reajuste o de definición renovada de las relaciones jerárquicas y generacionales en el ámbito de una sociedad rígidamente estamental. Es éste un rasgo que no encontramos en el tipo teatral más conocido y deslindado entre los que pertenecen al que Vitse llama «le sous-ensemble de la comédie sérieuse»: el de la «comedia palaciega» (o «comedia de fábrica», según las definiciones de Bances Candamo).219 Este tipo comparte con la comedia palatina el alejamiento en el tiempo y/o en el espacio del hic et nunc español, pero sus protagonistas presentan una fuerte homogeneidad social, ya que pertenecen todos al estamento de la alta nobleza. También se colocan en un nivel social homogéneo los protagonistas de la comedia urbana (o «de capa y espada», o «comédie domestique», en la definición de Vitse), que actúan sin embargo en un espacio español y en un tiempo contemporáneo.

Si la individuación del tipo de la comedia palatina es una ayuda inapreciable a la hora de valorar la adhesión de nuestras comedias a una serie de convenciones genéricas, también es importante reconocer que el criterio de la comicidad no puede ser excluyente a los fines de la clasificación.220 Vitse, por ejemplo, no lo considera un criterio excluyente a la hora de definir la comedia urbana, que en su opinión puede pertenecer -según el grado y la intensidad de sus componentes cómicos- a la subclase de la comedia seria o a la de la comedia cómica.

Lo mismo podríamos decir entonces de la comedia palatina, considerándola como un tipo teatral que oscila entre un máximo de generalización cómica y un mínimo de comicidad, restringida a portadores especializados cuales el villano bobo y el gracioso, pasando por una amplia gama de combinaciones que prevén -como por ejemplo en el caso de Ursón y Valentín y de El animal de Hungría- una mezcla de elementos trágicos y de elementos cómicos, o -dicho de otra forma- de drama y de comedia. La proporción entre las distintas componentes depende sin duda de la voluntad experimentadora de Lope, pero también de la variable cronológica y, con toda probabilidad, del tipo de público.221

Buen ejemplo de todo esto son precisamente las tres comedias protagonizadas por el salvaje, que -por su homogeneidad temática y estructural, y al mismo tiempo por su escalonamiento temporal- constituyen un corpus ideal para la observación de estos fenómenos de ajuste. El salvaje, protagonista joven de la sección de la intriga más decididamente caracterizada como comedia cómica, cobra cada vez mayor importancia y evoluciona en el tiempo hacia la seriedad y la heroicidad de los protagonistas de las comedias serias (o, en términos de Oleza, de los dramas); paralelamente, la sección de la intriga protagonizada por los padres (los adultos) evoluciona cada vez más hacia el macrotipo de la comedia. Cambian por lo tanto sea el tema como el código dramático, estructuras variables en el tiempo como todas las convenciones literarias.







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