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El sentimiento de lo humano en América

Ensayo de Antropología Filosófica

Tomo I

Félix Schwartzmann



PREMIO MUNICIPAL, 1950

«Me complace verla en el campo de nuestra literatura como una obra formadora, capaz de influir en la orientación de la sensibilidad intelectual y ética de las nuevas generaciones.»


Luis Oyarzun                


«¿Preguntas por hombres, Naturaleza? ¿Te lamentas como un arpa que el viento, hermano del azar, se complace en tañer, porque el artista que la tañía ha muerto? ¡Ya llegarán tus hombres, Naturaleza! Un pueblo rejuvenecido te rejuvenecerá a su vez, y tú serás como su desposada, y contigo se renovará la vieja unión de los espíritus.

Ya no habrá más que una sola belleza; y la humanidad y la naturaleza se fundirán entonces en una divinidad universal.»


Hölderlin, Hiperión, Libro Segundo.                






  —11→  

ArribaAbajoIntroducción


ArribaAbajoCapítulo I

La peculiar impotencia del hombre actual



- I -

En esta obra -mitad invitación a la acción creadora, mitad ensayo de antropología filosófica-, se intenta comprender al americano en su mundo. Dejando a un lado vacías y formales exaltaciones, tiende ella a desentrañar las raíces y el sentido de su idea de la vida y del hombre. Por eso, antes de comenzar actualizaremos, con un rápido bosquejo, la imagen del medio histórico contemporáneo, de cuyas diversas manifestaciones de vida en alguna medida participamos. Se verá, así, dónde residen las diferencias y dónde la trayectoria histórica resulta común.

Dos expresiones colectivas, típicas, en cierto modo, del hombre actual representan la clave adecuada para su comprensión. Estas no se refieren a manifestaciones exteriores hacia las que preferentemente oriéntanse las búsquedas de signos de decadencia, tales como el culto a lo colosal y técnico, sino que tocan a la actitud adoptada por el individuo frente a sí mismo. Fijemos ahora dicha forma de reaccionar en un breve enunciado: La experiencia de la inmensa desproporción existente entre lo ideal y lo real, unida a la incapacidad propia del hombre medio para establecer vínculos ingenuos con el próximo, integra las condiciones íntimas que prefiguran su conducta social. Desenvuélvese, por tal motivo, un estilo de vida que se caracteriza por un vivir compensando impotencias y aniquilando contactos humanos directos.

Puede argumentarse que esta falta de interiorización de lo afirmado, es cosa de todas las épocas. Ciertamente. Pero lo que importa destacar es el modo cómo reacciona el individuo al vislumbrar el desajuste que separa a las palabras de los actos. En efecto, sucedía durante la Edad Media, por ejemplo, que la contradicción existente entre la visión eclesiástica del mundo y el real imperio de lo terrestre y diabólico, orientaba a numerosos individuos hacia la vida ascética o les estimulaba el anhelo de salvación eterna del alma. En cambio, las contradicciones y desarmonías que caracterizan   —12→   a la moderna sociedad, inclinan al individuo a la fuga hacia lo impersonal, a la masificación, al autoaniquilamiento. Del mismo modo, en el mundo americano, como veremos, manifiéstase también un peculiar distanciamiento entre viejos ideales y realidades inhóspitas. Vive, pues, el hombre de esta época, una radical desviación de sí mismo que constituye la expresión cabal de su inautenticidad, de su inseguridad frente al prójimo y la sociedad. Y es esta impotencia para vincular, creadoramente lo ideal a lo real, ya sea que se manifieste en la acción social o en los contactos personales, la que nos permite distinguir claramente la imagen de nuestro contemporáneo, y acaso la de nosotros mismos.

Si corre tras la alegría, su búsqueda, lejos de incrementar la potencia de su ser, tal como acontece cuando ella es auténtica, concluye por deprimirle, porque sus juegos físicos y espirituales encubren una fuga de sí, disimulan el temor a enfrentar la realidad. Vive en multitud, más herido por el aguijón de la soledad. Construye febrilmente para, de hecho, extravertirse y habitar la calle. Cree decir y predicar la verdad, pero engaña a los demás y a sí mismo. Lucha también por la libertad, y acaba encadenándose, ya que su visión del contorno encuéntrase disminuida como por una extraña ceguera, por lo que no sabe dónde desplegar esa anhelada libertad. El desaliento, el temor, la inseguridad, la impotencia misma ante el transcurrir le conducen a la pasividad, a extremas inhibiciones de todo su ser. Y continuemos avanzando aún. Veremos, entonces, que rota está en el hombre de nuestro tiempo la necesaria unidad creadora entre el vínculo con el prójimo y su imagen cósmica. Le ha abandonado la firmeza del ánimo que favorece las manifestaciones del autodominio y la veracidad; abandonado, además, el sentido de la responsabilidad, de la que se va liberando en su caminar masificado. Acontece, por todo esto, que su lejanía de sí mismo aumenta de día en día. Lucha, es cierto, pero se va resintiendo, porque en el trabajo percibe su deformación interior como hombre y presiente la pérdida del vinculo ingenuo con la naturaleza y el otro. Deambula angustiado, y su inacabable monólogo interior, mera tentativa para huir de lo impersonal, se pierde en lo infinito.

Acaso lo que precede ha sido ya adecuadamente observado. Sin embargo -como se verá en otra parte de esta Introducción-, no se ha escudriñado ni comprendido suficientemente lo que se gesta bajo tal apariencia sintomática. En rigor, los motivos últimos que condicionan la inestabilidad, la desarmonía que aqueja a la sociedad actual se remontan -lo   —13→   cual no significa desconocer el influjo configurador de lo económico-estatal-, al advenimiento de un cambio substancial en la actitud del hombre respecto de sí mismo y del prójimo. Veremos también, más adelante, cómo el americano del sur, al perseguir su cabal expresión cultural, se incorpora con ello a la órbita que rige los procesos históricos universales, convergiendo así hacia dicha revolución en la índole de los vínculos interhumanos, en la modalidad de la experiencia del prójimo, en la concepción de la individualidad.

Dado el poderoso impulso configurador que ocultan las variaciones colectivas del sentimiento de lo humano, se comprende su influjo sobre ciertos fenómenos sociales, desconcertantes por lo contradictorios. Porque ocurre que en correspondencia con cada impulso histórico originario, aparecen nuevas inhibiciones psíquicas. Verdad es que se habla de solidaridad mundial, de comunidad, de planificación, pero nunca como ahora han permanecido más lóbregamente distantes los individuos que se cruzan o entran en contacto circunstancial en las calles de la ciudad moderna. Sucede que se teme al prójimo, incluso entre los mismos «héroes» de la técnica monumental; pues, cuando se desrealiza el contorno vital, por la ausencia de vínculos directos con el hombre, nos acosa un profundo sentimiento de inseguridad. Hasta la temeridad, en algunas ocasiones, se desvanece ante la mirada humana. Recordemos aquí lo que, agudamente, observa Melville en Moby Dick: «Bravo en lo que podía serlo, tenía principalmente esa especie de coraje visible en algunos hombres intrépidos, quienes pueden generalmente mantenerse firmes en el conflicto de los mares, o vientos, o ballenas o cualesquiera de los irracionales horrores del mundo, pero que, sin embargo, no soportan esos horrores más terroríficos -por ser más espirituales- que a veces lo amenazan a uno a través del ceño arrugado de un hombre encolerizado y poderoso».

Debemos tener presente, además, que el impersonalismo acrecienta el sentimiento de inseguridad y temor. Y el saber que lo singular en uno cuenta muy poco, ya que, antes trae daño que beneficio; el saber, en fin, que nada fantástico o inaudito encontraremos en los demás, nos arroja por último a la soledad. Por otra parte, esta reducción de la experiencia de lo íntimo, limita la posibilidad de la acción creadora, de la convivencia ordenada, necesaria para el desenvolvimiento de un estado justo, de una auténtica comunidad. En otros términos: el carácter angustioso que condiciona el imperio que ejercen sobre el hombre actual las potencias sociales   —14→   incontrolables, como el estado o la técnica, obedece al hecho de que dicha reducción del ámbito interior determina la simultánea reducción de la imagen cósmica, su desrealización, con lo que se destruye el equilibrio propio de la conducta activa. Y entiéndase que no se trata de establecer aquí un paralelismo, una romántica, identificación entre la infinitud del curso de lo íntimo y la cósmica ilimitación. Trátase de encontrar el camino hacia una sociedad que haga posible al hombre alcanzar hasta sí mismo, en el sentido en que Platón pensaba que el vínculo orgánico que enlaza los individuos -para él la amistad, la justicia, la comunidad-, aproxima el orden de lo humano al orden del universo.




- II -

A pesar del matiz negativo de las consideraciones precedentes, este libro aspira a ser un canto al Hombre, una exhortación al tenso pero aún obscuro anhelar que anima la vida americana. La idea de la decadencia y disolución de las formas culturales, de la desarmonía entre las potencias del alma y del cuerpo, idea fija y deprimente que todo lo penetra con su influjo paralizador, acaso señale como irreal y hasta trágicamente irónica, si se quiere, esta exaltación de lo humano que aquí anunciamos. Nos apresuramos por ello a advertir que la evocación de una pura y creadora imagen del hombre, se nos presenta como un camino que, por conducir, hacia la realidad, resultará penoso y difícil: heroico en todo caso. Pues acontece que cada época desenvuelve el heroísmo que le es propio, en correspondencia con los problemas y anhelos que la inquietan. De tal manera, no debe considerarse como puramente metafórico el caracterizar como heroica la fe en el autodominio del hombre, en unos momentos humanos que transcurren, bajo la impresión aciaga del ineludible encadenamiento de los hechos adversos. En efecto actúa sobre el hombre actual, a modo de elemento inhibidor de su espontaneidad, una suerte de creencia en la magia de lo hipostático e impersonal. Es así, como lo económico, lo político, lo racial o lo geográfico; la planificación, la guerra, la nación, el estado, el partido, parecen encarnar las fuerzas que todo lo controlan. Proliferan; por tal motivo, actitudes de expectación, sentimientos de opresora impotencia. Mas, si heroico debe ser el moral combate contra la inercia interior, sólo como impotencia cristaliza nuestra actitud ante el acontecer. Dicha impotente pasividad, agudizada por lo concebido y experimentado como ineludible,   —15→   corre a parejas con la pérdida de la fe en el hombre. Por el contrario, la firme creencia en el poder propio del desenvolvimiento interior, puede llegar a aniquilar la magia de las fuerzas históricas impersonales, ahuyentando la desesperación que acompaña a la impotencia, ya que, como pensaba Novalis, «toda desesperación es determinista».

Mirando, ahora, hacia nosotros mismos, afirmamos que se trata de ir trocando la sensación de ineludible encadenamiento a potencias exteriores incontrolables, por el sentimiento de un alegre transcurrir. No se exalta aquí un bucólico o romántico anhelo de retozar en la alegría que mana de la propia delectación, sino que vislumbramos la posibilidad de llegar a ser -como dice Burckhardt de los griegos al destacar su lugar entre Oriente y Occidente- «originales, espontáneos y conscientes allí donde los demás están dominados por un tener que más o menos sombrío»1.

Pero es necesario advertir que ese sentimiento de impotencia debe comprenderse en dos diversos sentidos, por reconocer un origen anfibio, dual. El uno remóntase a lo autóctono y diferencial, tocando por tanto a la situación específica del americano; alcanza el otro hasta la realidad mundial del presente. Así, por nuestro lado, resulta ser una particular impotencia frente al prójimo, para vincularse orgánicamente a él, lo que condiciona el curso del «sombrío tener que ser» propio de la vida americana. Sin embargo, como a esta inhibición se enlaza un particular ideal del hombre, que por su índole misma rechaza toda suerte de mediatizaciones, trátase, pues, de una actitud negativa que revela la presencia de una forma cultural no desenvuelta aún plenamente, pero afirmativa en su substancia última. En cambio, por lo que respecta, en general, a la peculiar impotencia del hombre actual, ella se manifiesta en la incapacidad para armonizar el antagonismo dado entre querer influir, configurar racionalmente el curso de la vida social, y aspirar a la convivencia singularizada, libre de mediatizaciones. Naturalmente, dicha virtualidad del americano se entrelaza y cruza con esta contradicción propia de la vida de la época, no pudiendo sino por abstracción aislarse ambas formas de reaccionar. Con todo, la soledad del americano frente al prójimo, condicionada por su impotencia expresiva, no se confunde con el aislamiento del hombre actual, si bien esta última forma de soledad no está por entero desprovista de elementos de   —16→   inhibición comunicativa, así como la primera encierra notas de aislamiento características de la convivencia en la gran ciudad masificada.

Ambas formas pueden parangonarse. La peculiar incapacidad del hombre considerado en el ámbito mundial, alusiva a su impotencia frente a lo ya acaecido y petrificado en estructuras sociales, y las virtualidades del americano, porque «lo querido y presupuesto es», como pensaba Burckhardt, más importante que lo pasado, ya que «en determinados momentos se manifestará en hechos». Lo cierto es que, a pesar de esta posibilidad comparativa, resulta difícil hacer distingos exactos, dado el complejo cruce de lo autóctono con lo diferencial y universal. Quede señalado, no obstante, que por vivir una etapa aún larvada de evolución, agudízanse entre nosotros los síntomas propios de los fenómenos sociales modernos, así como adquieren especial virulencia los estados morbosos en los organismos jóvenes. También por ello mismo, a veces sucede que en estas tierras se manifiestan signos de la edad presente con más acusados relieves. Por igual motivo describiremos al americano del sur como participando en la realidad crítica de la época, esto es, en el cambio de dirección en la representación de lo humano y en la experiencia del prójimo.

Por otra parte, aquella voluntad de controlar racionalmente el curso del acontecer, va aparejada con la conciencia de la crisis, de la decadencia, de la historicidad propia de todo lo humano. Cabe, pues, concebir una suerte de armonía de contrarios entre el hecho de la creciente racionalización y el sentimiento de impotencia ante las instancias ineludibles, que abaten al hombre moderno. Pero, llegados a este punto, volvamos una vez más la atención hacia nosotros mismos. Veremos entonces que nuestro peculiar encadenamiento no dimana de un perecer por haber realizado plenamente el espíritu del pueblo el que, como diría Hegel, «perece en el goce de sí mismo», cuando la vida ha perdido su interés supremo, que «sólo existe donde hay oposición, antítesis»2. Sin embargo, también experimentarnos sentimientos propios de épocas en decadencia y somos víctimas de un difuso temor sin aparente motivo o de un sentimiento negativo de resignación3. Nos cuenta Rostovtzeff que en el período final del Imperio romano «se extendió una ola de resignación. Era inútil luchar: valía más someterse y aceptar silenciosamente las cargas de la vida, con la esperanza de hallar otra mejor más allá de la muerte. Este estado de   —17→   ánimo era inevitable, pues todo esfuerzo honrado se encontraba de antemano condenado al fracaso...»4

Pero, en la conciencia de historicidad, de responsabilidad ante el acontecer en nosotros y fuera de nosotros, poseemos un seguro exorcismo contra la impotencia, el temor y la resignación. En efecto, en uno de sus aspectos, ella revela un proceso de creciente interiorización, de gradual aproximación del hombre a sí mismo. Y no se trata de especular acerca de las notas psicológicas características del ser consciente de la decadencia, ni tampoco de describir ocultos meandros dialectiformes. Invocamos, solamente, el hecho del antagonismo existente entre la racionalización y la necesidad, simultáneamente experimentada, de vincularse al prójimo en su singularidad. A través de tal antagonismo, nos llega la luz. La interiorización creciente significa, en el americano, la esencial valoración del hombre concebido experimentado en sí mismo, actitud que expresa cabalmente la naturaleza de su ideal del hombre.

Continuando por este camino, comprenderemos el proceso dialéctico de su impotencia, de su falta de espontaneidad expresiva, en fin, de su sombrío tener que ser. Mas, aquí es necesario hacer un alto para enlazar orgánicamente la siguiente serie de conexiones de sentido, fundamentadas en el curso de esta obra. Al imperativo de realidad (visión objetiva del contorno), corresponde el despliegue de la auténtica libertad personal; al imperativo de continuidad interior (equilibrio íntimo), corresponde el espíritu de la convivencia directa con el prójimo, inmediata, orgánica. Expresando, ahora, estas mismas regularidades formales en dirección inversa o en su aspecto negativo, tenemos que: a la incapacidad para aprehender lo singular en el próximo, sigue el impersonalismo del vínculo interhumano y, con ello, la desrealización creciente del mundo exterior que culmina, por ende, en la pérdida de la libertad. Constituye, pues, un todo unitario el hecho de la desrealización, del encadenamiento individual y del impersonalismo de los nexos interhumanos. De ahí que en la vida actual engranen una en otra, la deformación de las perspectivas objetivas propias del «hombre-masa» y la impersonalidad que anima sus contactos interhumanos. En consecuencia sirviéndonos de una breve fórmula, podríamos caracterizar el signo bajo cuyo influjo transcurre la vida del hombre de esta época: Al propio tiempo que percibe como ineludible, sombríamente,   —18→   el acontecer de que participa, le paraliza una suerte de impotencia interior para establecer vínculos ingenuos y alegres con la realidad y el prójimo.

Claro está que es necesario ajustar y afinar aún la visión exacta de estos hechos distinguiendo en ellos, por decirlo así, lo eterno y lo mudable, su raíz antropológica invariable de su textura histórica en continuo devenir. Max Scheler observó ya, en su Sociología del Saber, que en los períodos de decadencia «crece el momento colectivista de las fatalidades y, por ende, el sentimiento de una determinación en los hombres». Del mismo modo, siguiendo un curso de pensamientos semejante al que aquí desenvolvemos, se pregunta Scheler, en otro lugar de esa obra, si surgirá en el futuro de la civilización europeoamericana «una técnica psíquica y una técnica vital interna» del tipo que hasta el presente sólo han desarrollado las culturas asiáticas. Concluye afirmando que ello acaso será decisivo para el destino final del tecnicismo occidental, ya que el hombre de occidente, no obstante sus portentosas hazañas técnicas ha olvidado «como ningún otro de entre la historia humana conocida de nosotros, casi totalmente, el dominio de sí mismo y de su vida interior, más el de su autorreproducción, por medio de una técnica psíquica y vital sistemática, de tal suerte que hoy se nos presenta el mundo occidental como un todo más ingobernable por sí mismo de lo que lo ha sido nunca». Pero, lo cierto es que Scheler no llega hasta la significación antropológica última de los problemas que se refieren al dominio interior, al vínculo humano y a la experiencia del prójimo, aunque concibe como posibilidad fecunda del cosmopolitismo cultural, una compensación y recíproco influjo entre la ciencia positiva occidental y las «técnicas psíquicas» propias de las culturas asiáticas.

Sólo el análisis de las formas esenciales e históricas de los contactos interhumanos, puede arrojar más luz sobre la paradoja vital del hombre moderno. Como vimos anteriormente, ella se manifiesta en un peculiar antagonismo. Por un lado existe la voluntad de controlar racionalmente el curso de la vida y las estructuras sociales -voluntad que se desenvuelve unida a la conciencia de la historicidad de todo lo humano y eventualmente a la de su decadencia-, y por otro obsérvase en el individuo la pérdida de sí mismo, ya sea de su autonomía personal, como de su posibilidad de relacionarse con los demás desde la actitud interior, en un reciproco singularizarse. Es decir, pensamos que las diversas formaciones   —19→   histórico-sociales aparecen como más susceptibles de ser caracterizadas con exactitud, indagando el tipo de vínculo humano en que se fundan. Dicho de otra manera: la descripción de las peculiaridades de la convivencia, puede servir de principio eurístico para distinguir lo particular en las formas de comunidad, el ideal de vida que las penetra y anima. Más aún: sólo atendiendo a la índole cambiante de los nexos interpersonales pueda rastrearse lo propiamente diferencial en las objetivaciones culturales.

Veamos ahora un ejemplo. Las diversas variedades de estado totalitario coinciden en su tendencia a absorber crecientemente las manifestaciones de la vida personal, incluso las que no poseen sentido político. No obstante, el despotismo no constituye una característica privativa del estado totalitario. También se desarrolló en el pasado, aunque con notorias diferencias. Así, Burckhardt nos dice que «el despotismo del emperador romano no se halla sobrecargado con esa vigilancia penosa de todas las pequeñeces, con esa intervención ubicua ni con ese dictar y controlar en asuntos del espíritu, cosas más propias del estado moderno»5. Lo agudamente observado por Burckhardt hace ya casi un siglo. Cassirer lo destaca especialmente al estudiar los mitos políticos modernos. Afirma, en este sentido que los sistemas de dominio más fieramente despóticos se limitaban a controlar las acciones exteriores del hombre. Considera, en cambio, que los mitos políticos actuales comienzan por el intento de cambiar a los hombres, persiguiendo el objetivo final de poder llegar a condicionar y regular sus actos. «Aun bajo la presión política más fuerte los hombres no han dejado de vivir sus propias vidas. Siempre quedaba una esfera de libertad personal que resistiera a esta presión»6. Sin poner en duda la exactitud de estas observaciones, advertiremos que la determinación del grado de despotismo en función de los límites que se fije a la expansión de la esfera de lo privado, no representa una caracterización cabal del fenómeno. Su verdadera descripción comienza con la referencia a la índole del vínculo humano que un despotismo condicione; se inicia con la mención de la manera del recíproco vivirse de los individuos, constreñidos bajo un totalitarismo determinado. Y al contrario. Pues, desde el estudio de las modalidades de convivencia podemos ascender, no sólo hasta el conocimiento de los mecanismos represivos propios del estado de que se trate, sino que también se revelará claramente su condicionamiento interno originario,   —20→   sus articulaciones vivas. Continuando tal indagación, descubriremos el sentido social que anima la voluntad del hombre moderno al tender a identificarse con el estado. Veremos, en fin, cómo tal querer reacciona sobre la cualidad del vínculo humano, mediatizándolo, si no es que una especial experiencia del próximo ya ha predeterminado dicha voluntad de identificación.

El ejemplo que sigue, hará más evidente la necesidad de describir y comprender las experiencias íntimas que reflejan la estructura propia de las organizaciones sociales modernas. Nos referimos, en particular, al proceso de su creciente racionalización. «Con la racionalización -dice Max Weber- de la satisfacción de las necesidades políticas tiene lugar inevitablemente, en cuanto fenómeno universal, la divulgación de la disciplina. Y esto reduce continuamente la importancia del carisma y del obrar individualmente diferenciado»7. Advirtamos, además, que Weber opone lo «burocrático» a lo «carismático», fundando tal distinción en el hecho de que la racionalización «introduce una revolución desde fuera» en tanto que el carisma «manifiesta su poder revolucionario desde dentro». Afinando la caracterización de estas opuestas formas de dominio, añade que la «dominación burocrática es específicamente racional en el sentido de su vinculación a reglas discursivamente analizables; la carismática es específicamente irracional en el sentido de su extrañeza a toda regla». Al lado de esta oposición hay que considerar el hecho de que el carisma experimenta transformaciones, pudiendo llegar a convertirse en rutina. Así, recuerda Max Weber que este influjo de lo concebido como sobrenatural, se hace presente en la propaganda política y electoral, determinando cierta impresión emocional sobre las masas, por lo que acontece que a veces la organización burocrática de los partidos acaba subordinándose a la adoración carismática del héroe. Reconoce este investigador, por otra parte, que siempre puede actualizarse lo carismático, tal como de hecho sucede   —21→   en todas las edades con el «carisma de la palabra», ya que su poder y aparición no está limitado a etapas evolutivas específicas.

Lo cierto es que estas observaciones complementarias no descubren las raíces del problema y antes, por el contrario, revelan una suerte de disonancia conceptual. No se vislumbra, por tal camino, de qué manera se opera en la historia moderna el cambio en el modo de sentir de los dominados. Y oportuno es preguntarlo dado que, según Weber, cuando lo carismático ejerce su poder condiciona un verdadero «renacimiento». Sin embargo, los trastornos sociales de los últimos tiempos no muestran afinidad con hondos ideales salvacionistas. Porque si bien hemos presenciado un ascenso poderoso de formas de dominación carismática -en Mussolini, en Hitler-, resulta una precisión puramente formalista el decir que ellas manifiestan su poder revolucionario «desde dentro». Pues también observamos en el fascismo esa mezcla de racionalización e inhibición de los vínculos interindividuales, ya mencionada anteriormente, que no se compagina claramente con dicho actuar «desde dentro».

Porque, en verdad, en la historia contemporánea lo carismático representa un fenómeno de deformación colectiva. Prescindiendo de valoraciones, consideramos que la «revolución desde dentro» no es plenamente «vivida» por los dominados como un «renacimiento». Conclusión que resulta justa, cuando ocurre -como en el nazismo- que la adhesión al portador de carisma sumerge a los individuos en las tinieblas de lo impersonal, dejándolos impotentes para experimentar un profundo sentimiento de comunidad. De ahí que, y no sólo una vez, Weber nos dirá que «el destino del carisma queda pospuesto a medida que se desarrollan las organizaciones institucionales permanentes». Sucede, así, que el totalitarismo cierra posibilidades, lejos de anunciar nuevas revelaciones, y por eso oprime la espontaneidad propia de lo individual en cl hombre; representa la culminación de un largo proceso histórico antes que un comienzo fecundo. Por tal motivo, la experiencia íntima correspondiente a las formas totalitarias de dominación carismática revela la pérdida de la fe en el poder configurador de lo interior y en la autonomía de la persona.

Vemos, de este modo, que la determinación de la naturaleza de los vínculos interhumanos contribuye al descubrimiento del sentido de las formaciones colectivas, señalando, simultáneamente, la índole de las relaciones que se establecen entre el hombre y el mundo. La creencia en la magia, por ejemplo, supone una peculiar visión del contorno vital, y en   —22→   tanto se imagina que mediante sus conjuros puede desviarse el curso del acontecer, obsérvase entre los primitivos cierta actitud de recelo hacia el prójimo. O verbigracia, quien manifiesta ciega adhesión al «jefe», también mediatiza y deforma, al hacerlo, la pureza y objetividad de sus relaciones. En consecuencia, para nuestro método de investigación no resulta contradictoria que lo carismático, a pesar de su actuar desde dentro, reduzca, en algunos casos, la esfera de lo privado, como no lo fue realmente entra los griegos, donde por el contrario, la persona se realizaba con plenitud al participar en la vida del estado y la comunidad, sin que ello significara anulación de lo espontáneo en las relaciones personales8.






ArribaAbajoCapítulo II

El método



- I -

No es posible llevar muy lejos el conocimiento de la correspondencia entre las formas de sociabilidad y la organización del estado, por ejemplo, si no se ha determinado previamente la naturaleza -psicológica, moral, histórica- de los vínculos humanos. Por consiguiente, hemos considerado esencial al penetrar en nuestro mundo, estudiar el sentimiento de lo humano, esto es, cómo vive el americano a su prójimo, tal como se verá a medida que avancemos en esta investigación.

Recordemos aquí que, si a Ortega y Gasset le parece sorprendente que los sociólogos no se preocupen de determinar el concepto de sociedad, limitándose en sus análisis a confusas vaguedades, incapaces de arribar a evidencias elementales, más sorprendente es aún el que además de los sociólogos, tampoco los psicólogos y filósofos indaguen la índole y las leyes propias de las relaciones interhumanas: ni una experiencia primordial del prójimo, ni la primordialidad de esa experiencia misma. Señalamos,   —23→   pues, la posibilidad -de la que este trabajo es una prueba-, y la necesidad, al propio tiempo, de desarrollar la fenomenología de la experiencia del prójimo, la antropología de la convivencia. En ella no se trataría, solamente, de establecer algunos nexos formales relativos a los contactos sociales, sino que de llegar hasta el fondo vivo dado en aquel primario traumatizarse del hombre por el hombre mismo, que antecede y prefigura la naturaleza de las relaciones interindividuales.

Digamos que, en este punto, se vincula el conocimiento del hombre al conocimiento de la historia. Porque cada época expresa y objetiva en sus creaciones espirituales, una nueva relación ingenua del hombre con el prójimo. ¿De qué modo se manifiesta este hecho originario en el americano del sur? Tal es nuestro problema. Ya su mero enunciado marca la ruta a peculiares indagaciones, por lo que la orientación de las búsquedas no ofrece dudas ni detiene en vacilaciones. En efecto, hay una manera de comprender la realidad social que no se dirige ni a las creaciones culturales objetivadas que la caracterizan, ni a los valores a que los individuos tienden desde su íntimo anhelar ni, en suma, a las intuiciones colectivas actuales de que ese todo social participa. Es ella la de estudiar cómo vive un grupo humano a su prójimo. Tal método nos revelará, por ejemplo, si ello acontece de un modo inmediato o mediato; esto es, si la relación personal es valorada en sí misma, o se la concibe y experimenta sólo como adquiriendo valor en cuanto es identificada con ciertas formas culturales objetivadas. Además, dicha dirección metódica tenderá a aislar la experiencia primaria del yo ajeno de obligatoriedades en las relaciones impuestas, posteriormente, por el pensamiento social o jurídico, si bien tales actitudes y normas dimanan de aquella experiencia primordial.

Resulta extraño verificar cómo el conocimiento del hecho de la presencia interior del prójimo, que, consciente o inconscientemente, rige la curva espiritual de nuestros actos, parece inhibirse en quienes estudian la psicología individual, social y colectiva. No es lo mismo decir que todo acto humano posee significación social, que expresar el pensamiento según el cual en los movimientos del ánimo que acompañan aquel acto se calcula, teme o presagia el significado que tendrá para «el otro». En el primer caso se destaca una situación impersonal, y en el segundo un oculto temor del sujeto a revelarse como singular. Infinitas son las formas de reaccionar que podrían describirse y cuyas órbitas, reales, aunque paradójicas, reconocen como centro de atracción la mirada del prójimo. Inútil será   —24→   argüir que un instinto social condiciona las cosas de tal forma. Y estéril, porque semejante condicionamiento constituye ya una función secundaria de las peculiaridades del sentimiento de lo humano, el que se manifiesta en los extremos ideales dados como máximo inhibirse o como plena espontaneidad frente al prójimo.

Con todo, aún no tocamos el núcleo más sensible del problema. La continua representación de la persona ajena no sólo condiciona maneras sociales de reaccionar, sino que señala el sentido último de las actitudes del individuo frente al mundo. La posibilidad misma de contemplar y experimentar la belleza del paisaje natural, en ciertos casos supone la presencia del otro, como interno acompañamiento imaginal9. Y repárese en que no se trata de un «otro» neutro, arquetípico o indiferente, sino de que la serenidad contemplativa va acompañada del sentimiento de la existencia de un vínculo orgánico e individualizado con la persona ajena. La más honda expresión ética, poética y filosófica de esta simultaneidad de sentido existente entre la visión de lo cósmico o trascendente y la presencia interior del otro, encuéntrase en la teoría platónica del eros. En su última revelación, en el Banquete, Diótima hace ver a Sócrates cómo desde la contemplación del mancebo hermoso se puede ascender hasta la visión de las ideas, de la belleza eterna y suprema. Del mismo modo, en el Fedro (244-C, 245-B, 251-B-C), se dice que cuando el amante descubre en un rostro rasgos casi divinos tal visión -para nosotros expresión de una honda experiencia del prójimo-, eleva a una altura mística a lo erótico, a las artes adivinatorias y al poetizar mismo. Es decir, visión del futuro, contemplación de la belleza del paisaje y relación humana, enlázanse estrechamente. Cabe establecer, así, el primado originario de la experiencia del prójimo, y ello en un doble sentido. Como fundamento de la vida en comunidad y como principio eurístico del conocimiento histórico-social. Sería erróneo descubrir aquí un puro esteticismo. Pero, naturalmente, es necesario distinguir entre la legítima interpretabilidad de los conceptos inherentes al sistema platónico, y aquello que podemos deducir por encontrarse   —25→   si no expreso, implícito al menos como conexión espiritual objetiva10.

En correspondencia con el hecho de que cada época alumbra una original experiencia del prójimo, manifiéstanse diversas actitudes ante lo dado en la persona ajena como singular. Tal valoración de lo único va desde lo concebido como infrahumano o demoníaco, pasando por lo espiritualmente armónico, hasta despertar la idea del héroe casi divino. Recordemos en este sentido, por ejemplo, las consideraciones de Dilthey relativas a las ciencias del individuo y la historia. Tratando del valor de la biografía para el conocimiento histórico, destaca del siguiente modo el sortilegio ejercido por lo personal y su destino: «Lo singular de la existencia humana impresiona por el poder con que el individuo atrae hacia sí la intención y el amor de otros individuos, con mucha más fuerza que cualquier otro objeto o que cualquier generalización»11. Esto es, lo singular impresiona por la posesión de una cualidad anímica o de una actitud que se traduce en vínculos con el prójimo. Agreguemos, solamente, que el problema de las relaciones entre lo histórico y lo singular en el hombre, de lo biográfico, plantéase continuamente a lo largo de los escritos de Dilthey. Pero, no obstante que Dilthey piensa que la concepción del hombre como ser que precede a la historia y la sociedad constituye una ficción aisladora, que la antropología y la psicología deben superar estudiando al individuo en función de su trayectoria histórico-social, a pesar de ello, su análisis de las interacciones entre el individuo y la sociedad resulta muy limitado, especialmente por lo que respecta a la idea del otro como contenido de la experiencia interior. Y en tanto que las indagaciones diltheyanas de lo singular ignoran la variabilidad histórica de la experiencia del prójimo, evidénciase en ellas cierto realismo ingenuo aplicado al conocimiento histórico. Pues es el hecho que la dirección real a través de la cual se singulariza el sujeto cáptase con mayor hondura al investigar   —26→   el desplazamiento continuo de lo experimentado por el hombre como íntimo lo que, a su vez, se relaciona estrechamente con el sentimiento de lo humano, con transformaciones en el orden de la convivencia. Félix Krueger corrobora, en este sentido, nuestra afirmación de la necesidad de ir más lejos en la busca del dato último del historicismo. Refiriéndose a Dilthey y los psicólogos que le siguen, dice que «descuidan en realidad mucho las condiciones sociales e históricas de todo acontecer anímico». Ahora, por lo que toca a la sociología, no vacila en afirmar que lo producido bajo ese nombre está limitado a «ingeniosas observaciones para la doctrina de las formas de la comunidad», que carecen «fundamentalmente de lo psicológico, y sobre todo de la observación propia de la psicología evolutiva»12.




- II -

Llegados a este punto, verifiquemos la existencia de algunas aproximaciones teóricas a los supuestos de que partimos.

Encontramos en Max Scheler una manera similar de enunciar nuestro problema emparentada, en cierto modo, con las ideas aquí sustentadas. Las afirmaciones que transcribimos a continuación júzgalas como axiomas fundamentales de la sociología del saber. 1º. Considera que el saber que posee el individuo de que es miembro de la sociedad, no es un saber empírico, sino a priori. Dicho saber es anterior a la conciencia de sí mismo. En correspondencia con ello, sucede que no hay «yo» sin «nosotros», y éste precede genéticamente al sentimiento del yo. 2º Los modos de participación del individuo en el vivir de sus prójimos, se manifiestan diversamente según la estructura esencial del grupo. Estos modos deben comprenderse como tipos ideales13.

De los enunciados precedentes, el segundo, por lo menos, parece coincidir con el principio eurístico que hemos formulado como una fenomenología de la experiencia del prójimo o de la variabilidad histórica del sentimiento de lo humano. Sin embargo, a medida que se avance en esta investigación, se verá que nos separamos de Scheler en cuanto concebimos de distinta manera la significación antropológica del vínculo humano, y   —27→   sobre todo con plena independencia de cualquiera filosofía de los valores. Quede dicho ahora, que es precisamente el absolutismo de los valores de Scheler, su personalismo axiológico, lo que diferencia desde el origen e inspiración primera, sus doctrinas del núcleo de pensamientos que vamos exponiendo. En la Tercera Parte de esta obra desenvolveremos algunas reflexiones críticas en torno a la axiología de Scheler, lugar donde también se hará evidente que la coincidencia en un punto resulta accidental, si se tiene presente que desde ella divérgese hacia conexiones totales diferentes por entero.

Y porque en verdad acontece, como ya se ha dicho más arriba, que el hombre es el ser originaria y esencialmente traumatizado por la presencia interior del hombre mismo, ocurre que sólo la espontaneidad del vínculo interhumano abre el camino a las realizaciones éticas, creando la más profunda visión de la realidad. La apariencia y naturaleza de esta afirmación llévanos a señalar su genealogía, la que, en uno de sus aspectos, remóntase al mundo de hechos desentrañados por el psicoanálisis. Pero, otra cosa, sucede aquí por lo que se refiere a afinidad y parentesco en la concepción teórica. En efecto, de la totalidad de las doctrinas de la psicología analítica aislamos el contenido objetivo, natural, de las generalizaciones infundadas. Más aún: en ocasiones hemos reinterpretado los hechos anímicos que el psicoanálisis extrae hasta la superficie de la conciencia, prescindiendo de sus deformaciones especulativas. Si existe la alquimia en oposición a la química y lo mítico en contraste con lo histórico, cabe distinguir en el psicoanálisis al psicologismo esteticista, su dionisismo, de las formulaciones objetivas. De tal modo, puede verificarse que los hechos más fundamentales para el conocimiento del hombre descritos por Freud y sus continuadores directos o indirectos, han quedado ocultos por una maraña de técnicas terapéuticas y de virtuosismos analíticos, por un juego de mecánicas identificaciones y de transferencias psíquicas. Digamos, en fin, que ese estrato de lo natural en el hombre investigado por esta doctrina, de significación antropológica fundamental, aunque nunca formulada clara y distintamente, nos trae la siguiente revelación: que el hombre vive traumatizado por una imagen interior del prójimo que condiciona todos sus actos. Dicha imagen se transfiere, se proyecta e identifica en los contactos que se establecen en la esfera social. Y según que tal identificación deforme o no   —28→   la espontaneidad de las relaciones, la imagen interior del prójimo, oculta, inconsciente, inhibirá o no la posibilidad de un vínculo interpersonal espontáneo, directo, orgánico, inmediato, en suma, creador. Así, Jung dice, por ejemplo, que «son extraordinariamente numerosos los casos en que el poder demoníaco del padre gravita sobre la hija, al punto que ésta permanece durante toda su vida, aun casada, incapaz del menor acercamiento psicológico a su marido, a causa de clase la imagen de este último no armoniza con el ideal paterno infantil, que pervive en el fondo de su inconsciente».

Mas, con entera independencia de la posibilidad de que se fijen en el inconsciente imágenes filiales, primordiales o arquetípicas, destacamos el hecho de un continuo oscilar que la relación humana manifestándose, ya como un inhibirse, ya como un reaccionar espontáneamente ante los demás; o bien, para repetirlo una vez más en otros términos, observamos establecerse, alternativamente, un nexo mediato o inmediato con el prójimo. Sin embargo, el ritmo interior de las relaciones no depende, necesariamente, de la existencia o inexistencia de una imagen humana, individual o arquetípica, fijada en lo inconsciente de la persona, sino de un sentimiento originario del otro yo, coordinado a la vivencia del hecho misterioso del vínculo humano. Y de aquí emana, de la determinación de convivencia, toda aquella larga serie de temores, azoramientos, inhibiciones, vacilaciones, inseguridades, cautelas, contradicciones, desrealizaciones, angustias, depresiones sin motivo aparente, nostalgias, melancolías, o, como apuesto a todo ello, puede surgir la alegre espontaneidad de las relaciones personales.

Proliferan, no por azar, entonces, las doctrinas inspiradas en Freud, y en general las técnicas psicológicas. Ello ocurre en una edad del hombre en que asistimos, de un lado a la reprimitivización de las relaciones humanas, simultánea, de otro, a la interiorización, a la creciente proximidad del individuo a sí mismo, dada en su aguda conciencia de la crisis histórica, característica de la moderna sociedad de masas. Aflora y se extiende, por todas partes, la depresión espiritual y aumenta el aislamiento de los individuos, posible justamente en virtud del contacto masificado con los demás. Por eso, el eterno anhelo de establecer vínculos naturales y espontáneos, ofrécese como una posibilidad que parece   —29→   cada vez más lejana. Hay signos, no obstante, y augurios, de un retorno al equilibrio interior.

Tal es el método que hemos aplicado al estudio del americano del sur. Luego veremos cómo y en qué se manifiestan dichas señales positivas14.






ArribaAbajoCapítulo III

Lo interhumano en la sociología



- I -

Vemos ahora cómo es abordado este núcleo de problemas por las ciencias sociales. Con ello perseguimos no sólo delimitar sus aportes y soluciones, sino también perfilar claramente, confrontándolas, las ideas que en este trabajo se desarrollan.

Para Hans Freyer, la peculiaridad lógica de la sociología reside en el hecho de que una «realidad viva se conoce a sí misma». Consecuentemente, afirma que la prehistoria de la sociología posee importancia   —30→   fundamental, no sólo para su pura historia, sino para su conceptuación misma, ya que ésta traduce cómo una manera de autoconciencia social conviértese en sociología científica. De lo cual infiere que toda sociología debe realizar un giro antropológico, en el sentido de ir desde las relaciones entre las cosas a las relaciones entre los hombres. A pesar de ello, Freyer no persigue el significado de esos enunciados hasta sus últimas consecuencias teóricas. Concibe tal descenso a los «sujetos de la cultura», únicamente de la manera formal, platónica, si se quiere, que responde a las siguientes preguntas: «¿con qué parte de su ser se insertan los hombres en una forma social determinada?, ¿a qué ethos apela una forma social?»15

En presencia de estas limitaciones, se explica, que la sociología actual se muestre impotente para comprender la revolución que afecta a la sociedad contemporánea, ciega, pobremente dotada para su conocimiento. En particular, dado que en uno de sus aspectos dicha transformación manifiéstase como un cambio sustancial, en el orden de la convivencia, en la estructura de las relaciones humanas. No debe olvidarse, con todo, que los sistemas de sociología -especialmente los formalistas, aunque también los que siguen la dirección psicológica-, en cuanto intentan fijar, determinar su objeto propio, hacen coincidir tal afán con referencias a lo interhumano. Añadamos que ese indagar se expresa como búsqueda de tipos de relación, o describiendo formaciones colectivas creadoras de peculiares nexos espirituales. Así sucede, por ejemplo, en la sociología de Tönnies, Simmel, M. Weber, Wiese y Vierkandt, ya sea de manera pura, formal o con brotes de psicologismo. Los mencionados sociólogos describen las agrupaciones humanas, los recíprocos influjos operantes entre los individuos, como manifestándose en los distintos modos de relaciones personales. Pero, como en esta Introducción importa destacar claramente el método seguido, sólo llamaremos la atención sobre un hecho muy significativo para la comprensión de las limitaciones de la sociología. Al caracterizar los diferentes tipos de nexos personales recúrrese, casi siempre, a una polaridad dada en un juego de opuestos enteramente subjetivo, artificioso o romántico incluso, como luego veremos. Dicho método aplícase, tanto si se oponen modos de relación, como morfologías o estructuras colectivas. Esto se ve claro cu las clasificaciones que transcribimos esquemáticamente a continuación:

  —31→  

Solidaridad orgánica (por desemejanza, culta del hombre, de lo individual; diferenciación de desemejanzas que se complementan).

Solidaridad mecánica (por semejanza, participación en lo común, culto de la sociedad) - Durkheim.

Comunidad (voluntad esencial, vida en común duradera y auténtica).

Sociedad (voluntad de arbitrio, vida en común pasajera y aparente) - Tönnies.

Núcleo individual inimaginable (imposibilidad del conocimiento cabal del alma ajena) -Generalización a través de uno mismo de la imagen del prójimo (proyección de éste a su tipo general)- Simmel.

Proximidad - Alejamiento (de las relaciones interhumanas) - Wiese.

Comunidad (unión estrecha) - Sociedad (relación de reconocimiento, de lucha y poderío: contacto en un punto, alejamiento en los demás) - Vierkandt.

Sociedad abierta (común imitación de un modelo, moral humana, moral de exhortación) -Sociedad cerrada (universal aceptación de una ley, moral social, impersonalismo, moral de compulsión, obligación natural) - Bergson.

Sociabilidad por interpenetración (intuiciones colectivas actuales) - Sociabilidad por convergencia (mera comunicación por medio de signos y símbolos) - Gurvitch.

Comunidad vital (intuiciones emotivas comunes, vivir conjunto, «mutuo-vivir», responsabilidad del todo, comprensión recíproca, unidad natural) - Sociedad (comprensión de lo vivido, solamente para sí, autorresponsabilidad, comprensión por razonamiento analógico, unidad artificial) - Scheler.

Comunidad (sentimiento subjetivo de constituir un todo) - Sociedad (compensación o unión de intereses por motivos racionales) - M. Weber.

Relación social «abierta» (participación social recíproca no negada a nadie) - Relación social «cerrada» (participación social excluida, limitada o sometida a condiciones) - M. Weber.

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En tales clasificaciones evidénciase de inmediato la valoración que anima su juego de opuestos. Naturalmente, en ellas siempre se exalta la idea de comunidad en desmedro del concepto de sociedad. Pero, sobre todo importa verificar -como lo iremos mostrando en las breves consideraciones críticas que siguen-, la muerta exterioridad a través de la cual concíbense las relaciones humanas. Sin embargo, en función de esos vínculos se pretende fijar el objeto propio de la sociología.

Tönnies establece, en su «sociología pura», una larga serie de correspondencias de sentido. Por una parte, entre la voluntad esencial, la inclinación recíproco-común, unitiva, la unión íntima, orgánica, la simpatía, la amistad, la familia, el vínculo de sangre, la unidad de lo diferente, como actitudes que integrándose constituyen la esencia de la comunidad; y establece, por otra, un encadenamiento entre la voluntad de arbitrio, el sentirse obligado para determinados servicios mutuos, la cohesión por convención y las voluntades individuales que engendran relaciones que las conservan independientes, sin penetración mutua en lo interior, como actitudes que fundamentan la sociedad. La voluntad esencial posee la hondura de lo orgánico mismo, es lo inmanente, representa la referencia a lo pasado; en cambio, la voluntad arbitraria se desenvuelve en dependencia del pensamiento, de la imagen del futuro. Además, opone el derecho de familia al derecho de obligaciones; la tierra, el suelo, al dinero; la concordia a la convención; en fin, opone la conciencia moral (religión), a la conciencia intelectual (opinión pública)16. Sin deformar el pensamiento de Tönnies, fácil es ver, examinando atentamente el sentido de estos conceptos antagónicos, cómo tales oposiciones no siempre corresponden realmente a relaciones sociales de índole contraria. Esto es, en ciertos casos, una misma raíz negativa, mediata, puede rastrearse tanto en las relaciones de comunidad como de sociedad. Cuando dice, por ejemplo, que la posibilidad de concordia, de comunidad, manifiéstase sólo en la afinidad de sangre, en las relaciones de padres a hijos, en los lazos conyugales, o, en general, en las expresiones de la simpatía, en contraste con la obligatoriedad puramente contractual, revela que no ha alcanzado el conocimiento de las capas profundas en que se gestan y prefiguran las relaciones humanas. Prueba, de ello es que, aun estimando   —33→   como objetiva su pareja de opuestos, cabe observar una deformación, un distanciamiento individual, tan cabal entre quienes se aman como entre quienes pactan racionalmente. Porque, prescindiendo de lineales abstracciones, ocurre que en el lazo de comunidad -verbigracia en la relación de madre a hijo-, anúlase en ocasiones la espontaneidad del vínculo interhumano, adquiriendo un nivel semejante al nexo mediato que impone un partido al militante. Del mismo modo, el místico puede llegar a mediatizar los contactos personales en virtud de su identificación interior con lo sobrenatural, en mayor medida aún que el hombre de ciencia, que tiende a comportarse racionalmente. En verdad, Tönnies describe estructuras sociales, cuya oposición no coincide con los puntos en que difieren esencialmente los contactos personales en que aquéllas se fundan. De aquí que lo descrito como morfológicamente diverso, acaso se vislumbre como semejante contemplando a través de la experiencia del prójimo.

Max Scheler está en lo cierto cuando dice que en las distinciones de Tönnies se mezcla «con exceso lo a priori y lo histórico»17.

Mas, no es sólo eso. Debemos agregar que al poco objetivo juego de opuestos de que se sirve Tönnies acompáñale, como su sombra, un culto subrepticio a lo instintivo y originario de clara genealogía romántica. Naturalmente, semejante estirpe espiritual no debe ser considerada negativa en todos los casos. Pero, siempre que la exaltación de la ingenuidad original responda al anhelo de crear entre los hombres relaciones alegres y espontáneas; siempre que no encubra ese culto de lo gregario que, modernamente, manifiéstase en la tendencia a la masificación y en las invocaciones a la sangre y el suelo. También Freyer, dice de Tönnies que se «expresa románticamente y por lo que se refiere al manejo de la analogía, le compara al mismo Novalis18.

Por todo esto no cabe extrañarse, pues, que Freyer y otros sociólogos denuncien la idea de comunidad como el ídolo o símbolo compensatorio de   —34→   esta época, en la que se contempla cómo las relaciones individuales inhíbense más y más por el hecho de vivir en función de la técnica, de la burocracia, y por la masificación.

Este rápido bosquejo de la clasificación de Tönnies cumplirá su finalidad, si contribuye a que aparezca netamente delineado nuestro pensamiento. Digamos, ahora, que para investigar las diversas formas de relación no recurrimos a la descripción de unas estructuras colectivas polares, sino que a la total situación histórica y vital-cósmica del individuo. Continuando por este camino llegamos a vislumbrar la unidad existente entre el hecho de la vinculación al mundo y la relación con el prójimo. Además, se verá, entonces, que ya se trate de la referencia al mundo (concebido como sociedad o naturaleza), o de la referencia a los demás, actualízase una simultánea doble dirección de sentido, cuya estructura antitética intentaremos reflejar en la siguiente formulación: a la inmediatez ante el prójimo corresponda la mediatización frente al mundo, y a la mediatización ante los demás corresponde la inmediatez frente al mundo. Expresado en otros términos: a la disposición para aprehender al prójimo en sí mismo, independientemente de su estar inmerso en una totalidad, coordínase el tener mundo objetivo, un contorno, perspectiva ilimitada; esto es, a la cualidad de inmediatez propia de los nexos establecidos con el «tú», corresponde la mediatización del contorno vital. Por el contrario, al hecho de aprehender y vincularse al otro mediatamente, identificándolo con una totalidad extraña al individuo equivale, en la dirección psíquica orientada hacia el mundo, la fusión interior con el ámbito vital. Sucede así, por ejemplo, que por vivir el hombre primitivo en una, suerte de   —35→   mística participación con la naturaleza, sin erigirse un cosmos objetivo opuesto al curso de lo interno, incorpora al prójimo a este mismo universo, por lo que el vínculo interhumano tórnase mediato, indirecto. Lo propio acontece cuando los miembros de un clan sólo se relacionan entre sí al reconocerse como identificados con el mismo animal totémico, percibido como antepasado común. Y no otra cosa ocurre al identificarse un militante con el partido o su «jefe», pues ello condiciona el hecho de captar a los demás mediatizándolos a través de dicha participación en las formas políticas. Del mismo modo, pueden encontrarse numerosos ejemplos de actitudes semejantes, en aquellas identificaciones características de las experiencias religiosas.

En cambio, en el acto de intuir al hombre en sí mismo, ingenuamente, desarraigándolo de la trama social de que participa, ábrese el mundo como perspectiva objetiva. Pues, lo cierto es que la posibilidad de captar con inmediatez al prójimo supone necesariamente, haber superado toda suerte de identificaciones con potencias exteriores que nos constriñan a deformar su imagen asimilándolo a ellas. También en este sentido se comprende que el eros platónico, la contemplación de la belleza juvenil, abra el camino que conduce a la realidad suprema, a lo eterno. Y compréndese, además, la creciente desrealización del contorno cósmico experimentada por el hombre moderno, el distanciamiento de lo real, que corre parejas con su incapacidad, creciente también, para amar al hombre en sí mismo, ya que de preferencia tiende a juzgarlo, por su condición impersonal: raza, partido, nación, ideología. Todo ello muestra que el espíritu de la coherencia, de la veracidad, de la continuidad personal, anima muy débilmente las relaciones sociales del presente. Claro está que, por igual, es necesario amar la realidad y sus perspectivas infinitas, para acoger al prójimo ingenuamente, sin reservas ni resentimientos, y llegar a comprender sus palabras en sí mismas, nada más y nada menos que en los límites en que son dadas. De tal modo, vemos converger hacia un mismo punto, articulándose vivamente, visión objetiva del mundo y experiencia inmediata del prójimo; y en correspondencia con ello, vemos cómo,   —36→   a su vez, la falta de objetividad anula los auténticos vínculos humanos19.

En las actitudes descritas, percíbese la presencia de fenómenos originarios y eternos. Afirmamos, por eso, que tales conexiones de sentido representan también la clave para la comprensión de la vida americana.

Como en la Tercera Parte -«El acto moral»- estas ideas, pertenecientes a la psicología de las identificaciones, desarróllanse cabalmente, nos limitaremos aquí a proyectar este núcleo de problemas a la esfera de la sociología, en la cual nos movíamos hace un instante. Ahora subordinaremos la serie, de oposiciones conceptuales mencionadas más arriba -interiormente animadas por la dicotomía comunidad-sociedad-, a la oposición originaria inmediatez-mediatización del vínculo humano. El carácter de ésta es bifronte, antinómico -puesto que cada forma de referencia tradúcese en la contraria al cambiar su orientación del hambre al   —37→   mundo o de éste a aquél-, y expresa, como quedó dicho, la total situación vital-cósmica del sujeto. Por eso, al indagar la cualidad del nexo interhumano, penétrase en estratos anímicos profundos, a los que no alcanza el método fundado en la polaridad comunidad-sociedad. Pero ello, a condición de diferenciar la tendencia a juzgar y amar al prójimo en sí mismo, de la proclividad a los contactos humanos impersonales, que no vincula a los demás sino en la medida en que los identifica con instancias ajenas a la relación misma. Dada la primigeneidad de tales nexos, explícase que tanto en las relaciones de comunidad como de sociedad, indistintamente, se actualicen vínculos inmediatos o mediatos. En efecto, a veces resulta ser más legítima, desrealizadora en menor grado, la referencia, por ejemplo, al estado, que el despliegue de sentimientos filiales.

Ocurre que de estas primarias sensibilizaciones experimentadas por el individuo ante la persona ajena, poco sabe o investiga la sociología formal. Sin embargo, la verdadera comprensión de las acciones sociales deriva, en gran medida, del estudio de la experiencia de lo singular, de la representación del otro. «La sociedad -nos dirá Simmel- existe allí donde varios individuos entran en acción recíproca»20. Pero sucede que dichas acciones recíprocas pueden concebirse en varios sentidos. Así, pues, Simmel, muy a lo kantiano, al preguntarse ¿cómo es posible la sociedad?, cree resolver el problema planteado indicando «las condiciones a priori, en virtud de las cuales es posible la sociedad». Destaca entonces tres condiciones o formas de socialización que, actuando a priori, a juicio suyo hacen posible la unidad sintética de la sociedad. La primera de ellas expresa que generalizamos la individualidad ajena; que cada elemento de un grupo, además de una parte de la sociedad, es algo fuera de ella, constituye la segunda, correspondiendo a la tercera la afirmación de que «la sociedad es un producto de elementos desiguales». Para nuestros designios, importa especialmente examinar el primer a priori. Simmel cree en la existencia de una suerte de «cosa en sí», o núcleo personal cabalmente incognoscible, que limita la representación del alma de los otros, de lo cual concluye que «nos está vedado el conocimiento perfecto de la individualidad ajena». Por eso le parece que toda relación está limitada,   —38→   condicionada por esa existencia de «un punto profundo de individualidad que no pudiera ser imaginado interiormente por ningún otro, cuyo centro individual es cualitativamente diverso». Y como Simmel piensa que el conocimiento del prójimo es función de una especie de razonamiento analógico, en el sentido de que la imagen que un individuo ve forma de otro encuéntrase determinada por su semejanza con él, infiere de ello que sólo una igualdad perfecta haría posible un conocimiento perfecto también. Una vez establecidas tales limitaciones -erróneamente, ya que la experiencia analógica de ningún modo constituye la única fuente de conocimiento del alma ajena-, cierra el circulo conceptual afirmando que «de las variaciones de esta deficiencia dependen las relaciones de unos hombres con otros». Merced a dicha imposibilidad, ocurre que generalizamos, en función de nosotros mismos, la imagen del prójimo elevando, simultáneamente, la representación de los otros individuos al extremo ideal del tipo al cual creemos pertenecen. Se verificaría, pues, un proceso de doble generalización de las posibilidades ocultas, latentes en la ajena individualidad. Redúcese, por un lado, la singularidad del sujeto a una categoría social determinada y, por otro, se le concibe como realizando plenamente su esencia. De tal manera, sucede, por ejemplo, que los miembros de una misma comunidad profesional, clérigos, militares, médicos, no se ven de un modo objetivo, sino recíprocamente referidos a las normas y condiciones de vida que les impone su participación en la común órbita de intereses. En consecuencia, Simmel piensa «que la realidad queda velada por la generalización social», ya que vemos a los demás antes como miembros de la misma esfera vital que como individuos.

Si nos atenemos a lo expuesto por Simmel, tropezamos con la situación paradójica de que las limitaciones que impiden el cabal conocimiento del alma ajena fundamentan, no obstante, las relaciones sociales. La desviación intuitiva de lo individual, su generalización, conviértese en la condición ordenadora de los contactos humanos. Llevando ahora dichos supuestos hasta sus últimas consecuencias, parecería que no cabe concebir más que la universal mediatización generalizadora de las relaciones personales y alojar, como idílica fantasía, la idea de relación inmediata, de aprehensión del prójimo en sí mismo. Advirtamos, a pesar de ello, que no es raro que el atribuir a fantasía la descripción de los ritmos ocultos de los fenómenos revele, antes incapacidad para penetrar hondamente   —39→   en la realidad, que su visión clara y distinta. Por consiguiente, del problema de cómo comprender la vida psíquica ajena y de los límites que circunscriben su conocimiento, o del hecho, como dice Scheler, de que la persona espiritual no es un ser capaz de ser objeto, no se desprende la existencia de una modalidad única, invariable, de aprehensión o de referencia al prójimo. Así, pues, con plena independencia de los actos en que se cumple el conocimiento de la persona ajena, independientemente, también, de la validez objetiva de lo comprendido y de las posibilidades existentes de penetrar en los estratos profundos del yo, resulta legítimo hablar de la realidad de un vínculo inmediato entendido como referencia directa a los demás, como dirección hacia, como sentido do aprehensión, como voluntad de vínculo, en suma, como necesidad de prójimo. Exprésase en el arte una exaltación de la vida, de la realidad, independiente de las posibilidades que ésta ofrezca al conocimiento porque, al parecer, «toda poesía debe tener contenido infinito» (Schiller). Del mismo modo, el anhelo de captar al prójimo en sí mismo, como fin, sin mediatizarlo, expresa la exaltación de lo singular, su búsqueda, estimulada por la necesidad de prójimo, tal como se manifiesta, por ejemplo, en el vínculo amoroso. Puede decirse que la capacidad de singularizar la imagen del prójimo acreciéntase con la hondura del amor, al propio tiempo que se desarraiga a la individualidad de la urdimbre vital de que participa. Con razón se ha observado que cuando se desvanece el amor la persona amada es proyectada nuevamente a su categoría, estamento o condición social. La princesa se convierte en cenicienta. «Si el amor desaparece, surge al punto en lugar del «individuo» la «persona social...» (Scheler). Así, pues, el hecho es que Simmel confunde la referencia a un objeto como su conocimiento. Naturalmente, la caída en tal equívoco resulta muy peligrosa en la psicología y las ciencias sociales. También Max Weber señala esta confusión, al decir que Simmel no distingue: entre sentido mentado y sentido objetivamente válido21.

  —40→  

Una de las causas de la confusión anotada, reside en el hecho de considerar como primaria la tendencia del individuo a generalizar la imagen ajena a través de sí mismo. En verdad, tal actitud social, lejos de constituir un dato último, es la consecuencia, de una previa o anterior mediatización. Pero, para comprender cómo el tender a generalizar o a singularizar conductas entrañas, depende de nexos vitales que anteceden, en cuanto al sentido, al vínculo indirecto o directo, es necesario llegar a las fuentes mismas de la relación humana.

Para ello es menester investigar los contactos sociales como un aspecto de los lazos que unen al individuo con el mundo, y considerar estos mismos vínculos, a su vez, como otra faz de las relaciones interpersonales. Porque, como ya se ha dicho, no cabe concebir profundamente la mutua experiencia de lo humano sin referir el significado de esos contactos a la total situación vital-cósmica del individuo. Pues, a cada referencia interior, ya sea directa o indirecta, ya esté dirigida al mundo o al hombre, corresponde una simultánea referencia contraria. Esto es, las actitudes resultan antagónicas al tender al polo opuesto. Por ejemplo, al juzgar a un hombre en sí mismo (inmediatez) ofrécese, al propio tiempo, el mundo como contorno objetivo (mediatamente). De tal modo, la idea de inmediatez y mediatización, descúbrenos en la base de los distintos vínculos sociales, ele su variabilidad, actitudes primarias.

Todo esto revela que el análisis social de Simmel no puede conducir hasta el conocimiento de lo originario en la experiencia del prójimo, ya que considera como el dato último que verdaderamente hace posible la sociedad, la propensión a generalizar los motivos del comportamiento extraño.   —41→   En rigor, Simmel no describe auténticas relaciones interhumanas, sino que se limita a bosquejar el perfil de relaciones inversas de índole cuantitativa, a describir resultantes casi físicas motivadas por el antagonismo que guardan lo individual y lo colectivo. Como prueba de ello, recordemos sus digresiones acerca de la ampliación de los grupos y la formación de la individualidad. Expresa en ellas, por ejemplo, que la individualidad del ser y del hacer acreciéntase en la medida en que se amplía el círculo social; o bien, dice que cuanto más estrecha es la síntesis del grupo a que se pertenece, más rigurosa resulta ser la antítesis frente al grupo extraño. Además, Simmel sostiene la existencia, en cada hombre, de «una proporción invariable entre lo individual y lo social, que no hace sino cambiar de forma. Cuanto más estrecho sea el círculo, a que nos entregamos, tanto menor libertad individual tendremos. En cambio, el círculo en sí será algo individual, que, justamente por ser pequeño, se separa radicalmente de los demás. Análogamente, al ampliarse el círculo en que estamos y en el que se concentran nuestros intereses, tendremos más espacio para el desarrollo de nuestra individualidad: pero, en cambio, como partes de este todo, poseeremos menos peculiaridades, pues el grupo social será, como grupo, menos individual». Este mecanismo, esta oposición entre la individualidad del grupo y la de la persona, por una parte, y la correspondencia descrita entre la diferenciación individual, la ampliación del círculo y la pérdida de su peculiaridad como todo, por otra, no penetra en las causas del fenómeno. El mismo Simmel reconoce que el afirman que «los elementos del círculo diferenciado están indiferenciados» y «los del indiferenciado están diferenciados», no debe entenderse como una ley natural sociológica, sino como una «mera fórmula fenomenológica».

Mas, no sólo de tal limitación se trata. Es el hecho que con esta suerte de geometría social, no se alcanza hasta el punto donde los contactos interhumanos enlázanse con la total situación vital-cósmica del sujeto. Ello se advierte claramente cuando Simmel se refiere a ciertas variaciones históricas experimentadas por el sentido de la individualidad. Así, por ejemplo, expone cómo la elección de cónyuge puede oscilar entre una relativa indiferencia ante la personalidad de la mujer elegida, y la búsqueda de lo singular y lo único, según que se trate de épocas en que por encontrarse la sociedad dividida en grupos, clases, familias, profesiones,   —42→   sólo existe un círculo estrecho en el que pueda realizarse la elección matrimonial, o de épocas en que, merced a la confusión de clases se amplía el círculo de elección. Esta selección individual, el sentirse destinado el uno para el otro, le parece a Simmel que se ha actualizado en los burgueses del siglo XVIII. Pero, con todo esto no descubre las legalidades propias de las variaciones del sentimiento de lo humano, ni menos alcanza hasta el conocimiento de las leyes que rigen el desplazamiento continuo de lo experimentado por el hombre como íntimo e individual. Por último, cuando Simmel dice que a través de la historia obsérvase, con diversas modificaciones, la relación existente entre el desarrollo de la individualidad y la idea de la humanidad y él «cosmopolitismo», tal como acontecía, v. g., con el ideal estoico y, con otras características, con el cosmopolitismo del caballero medieval, queda detenido en la trama de sus propias relaciones, cuantitativas, formales, geométricas. En medio de ellas extravíasele el sentido metafísico que encierran las diversas formas del vínculo humano.




- II -

Caracteriza al pensar en antítesis cierta rigidez, cierto ritualismo metódico, donde la voluntad de proyectarse sobre el objeto, de trascenderse sigue siempre encadenada, ineludiblemente, a la órbita prefigurada22. Así, lo antitético en Simmel -esto es, su irreductible oposición entre la incognoscibilidad del alma ajena y la insuperable tendencia a generalizar la imagen del prójimo a través de nosotros, nosotros, inherente a su aprehensión misma-, inhibe, al parecer, las referencias a la sustancia viva de lo observado. Profundo, genial, orientado por intuiciones de novelista cuando observa, Simmel resulta, por el contrario, limitado, desrealizador, cuando sistematiza. De ahí que, aun describiendo relaciones sociales de singular hondura, no consigue extraer las verdaderas consecuencias que de ellas derivan, por resistirse a conocer aspectos irracionales del vínculo interhumano. Porque, acontece que determinadas actitudes recíprocas sólo pueden llegar a ser comprendidas en su puro trascenderse, en su irradiación intensiva, en profundidad.

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Al perseguir el conocimiento del prójimo a través de la mirada humana, sucede algo semejante a la que experimentamos al contemplar de noche la bóveda celeste. La vivencia de lo arcano, abismal e infinito, percíbese por instantes como disposición interior que aproxima a lo inconmensurable, pero justamente a favor de un sentimiento creciente de lo infinito, distante y remoto. Es decir, el llevar hasta el límite de lo angustioso la voluntad de aprehensión, aunque el objeto sea, por definición, inalcanzable, engendra, con todo, relaciones de especial hondura. Incluso, las hay de naturaleza afectivo-espiritual que se despliegan en el linde de lo experimentado como inaprehensible, extrayendo de ello mismo su grandeza. Simmel deja entrever que presiente estos hechos, si bien limitándose a orillarlos por medio de formulaciones antitéticas. Afirma, por ejemplo, que constituye un problema sociológico importante, planteado por las características propias del fenómeno de la subordinación a un principio ideal, el «determinar la acción de este principio sobre las mutuas relaciones entre los subordinados». Pero, a pesar de este claro enunciado, no intenta elaborar una psicología social de los procesos de identificación. Por nuestra parte, creemos que el análisis de éstos, es el único camino conducente a la comprensión de cómo influye directamente en la cualidad de los vínculos interhumanos, el modo de adherir a las formaciones colectivas y a principios ideales. Lo mismo acontece cuando Simmel escribe que sería necesario «emprender una investigación especial, para averiguar qué clase y grado de conocimiento mutuo requieren las distintas relaciones que tienen lugar entre los hombres». Pues, esta idea del mutuo conocimiento y la imagen correlativa que conservamos del prójimo, aunque correctamente formulada, no alude a los estratos profundos en que se desenvuelve la experiencia del otro y el sentimiento de lo humano.




- III -

Parecería que, llegados a este punto, las limitaciones descubiertas en Simmel, coinciden con supuestos propios del pluralismo de James. Y ello, tanto en el sentido de que no podemos concebir lo creador más que dimanando de una dualidad, de una pluralidad de elementos activos, según piensa Simmel, como en el sentido del aislamiento absoluto que James postula como condición de la existencia individual. Para James, ningún pensamiento   —44→   llega a ser percibido por otra conciencia personal que la del sujeto mismo. El yo y el tú permanecen definitivamente, aislados, pues no cabe entrega espiritual entre los diversos pensamientos, ya que cada individuo los conserva en sí mismo. «El aislamiento absoluto -escribe en los Principios de Psicología (Cap. IX)-, el pluralismo irreductible, es la ley». El hecho psíquico elemental parece residir en aquello de que todo pensamiento es «mi pensamiento». Nada puede conseguir fusionarlos, puesto que fluyen de personas diversas. Todo lo cual le conduce a afirmar categóricamente que «las brechas entre tales pensamientos son las brechas más absolutas de la naturaleza». Ciertamente. Pero, no menos existente es esto: que nada anima y estimula tanto la vehemencia del hombre como la simpatía, como la voluntad de aproximarse a los demás, aunque ello se limite a lo susceptible de ser vivido como dirección de aprehensión. Al defender James dicho principio, que parece petrificarnos, eternizarnos en un aislamiento insuperable, olvida aquello que nos es dado conocer de la intimidad del prójimo a través de la intuición fisiognómica. Y no es sólo eso. Sobre todo, sucede que no logra conciliar -síntesis en rigor indispensable para el conocimiento sociológico-, la incomunicabilidad de las conciencias con el hecho de que el «espectador ideal», que acompaña al «yo social» en grados diversos, constituye para James una «parte esencial de la conciencia» (Principios, Cap. X, «La conciencia del yo»). La verdad es que el sentimiento de lo humano, al igual que todas las manifestaciones sociales de la experiencia del yo, es independiente de la realidad monádica del sujeto. Pues, rige los fenómenos de la vida humana la tensión interior, antes que la posibilidad objetiva de que se verifiquen ciertos contactos o aprehensiones. Debe imputarse a la insuficiente distinción de estos planos de investigación psicológica de lo intersubjetivo, no poca parte de la vacuidad ele los análisis sociológicos. El que la intimidad del prójimo permanezca incognoscible, no excluye que se tienda a comprenderla en su esencia última, como tampoco impide que la representación interior de un espectador ideal de mis actos señale el rumbo cualitativo a no pocos de ellos23.



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- IV -

Continuando esta breve pero necesaria exposición de algunos de los sistemas más significativos de la sociología contemporánea, veremos que antítesis conceptuales, semejantes a las ya indicadas, estrechan también la perspectiva de las investigaciones de Leopoldo von Wiese. De esta forma, una vez más verificaremos de cómo aun cuando el mencionado autor afirma que lo social es lo interhumano, elude o prescinde de indagar qué es, esencialmente, la experiencia del prójimo.

La continua movilidad o desplazamiento entre dos posiciones extremas, concebidas como lejanía y proximidad entre los seres humanos, constituye para von Wiese lo común a todos los procesos sociales. Por consiguiente, considera como conceptos fundamentales de la sociología los de proceso, distancia y forma social. «La vida social -escribe- es un sinfín de sucesos encadenados en los que los hombres estrechan o disuelven sus relaciones. Los actos de coordinación y disociación, los acercamientos o separaciones son los procesos dentro de los cuales transcurre toda la vida interhumana»24. Wiese pretende haber elaborado un método específico de observación de la -vida interhumana. «Lo común -dice más adelante- a todos los procesos sociales dentro de sus diversidades cualitativas es el hecho de que determinen el cambio do una distancia social. El análisis de los procesos sociales se encamina a la medición de esta consecuencia». Así, pues, dado el modo exterior cómo concibe la búsqueda o alejamiento del otro, resulta explicable que se sirva del concepto de distancia social, tanto como de su correlato natural el espacio social. En su entusiasmo metódico, no repara en afirmar que «para explicar las culturas egipcias o romana antigua, debe penetrarse en el modo de las relacionas interhumanas de aquella época. El objeto de la investigación para la Sociología en cuanto ciencia de las relaciones, es la forma de éstas en cada período histórico...»   —46→   Además, la primacía metódica del examen de las estructuras interhumanas, llévale a concebir la «clase» prescindiendo, en cierto modo, de la organización de -la producción. «Nosotros -escribe- no explicamos las relaciones mediante las clases, sino las clases por las relaciones». Pero, justamente cuando se invoca la posibilidad de verificar indagaciones históricas y diferenciales, revélase lo estéril de tal método. La concepción casi cuantitativa de lo interhumano, no resulta en rigor lo más adecuado para la comprensión de lo histórico y singular. En efecto, las relaciones de lejanía y proximidad, descríbelas Wiese a manera de procesos puramente exteriores a la condición esencial vivida por el individuo. Son precisiones puramente mecánicas y físicas. Es decir, un acortamiento de la distancia interindividual observable en el espacio social, puede ser, juzgada desde el punto de vista afectivo-espiritual, como de una frialdad absoluta. Y aun cuando el propio Wiese advierte que se observan relaciones sociales que implican una simultánea doble dirección, de acercamiento en un sentido y de alejamiento en otro, siempre se interpone el hecho de que su clasificación únicamente parece válida para una hipotética mecánica social. Claro está, suponiendo que ésta posea algún sentido.

Si se piensa en la distancia interhumana, resulta natural que se concluya por hablar de espacio social. Pero, aunque Wiese previene que se trata de un espacio incorpóreo, que a veces está en contradicción con el geográfico -como, por ejemplo, en la soledad, donde la extrema lejanía física del otro compénsase con la máxima proximidad interior-, con todo, su concepción dinámica del proceso social sólo expresa una movilidad física. Acontece en verdad que su representación de lo humano erige ante nosotros una imagen mecanicista y atomística de lo singular en el hombre. Vemos, por todo lo expuesto, que la visión física de los vínculos humanos, ciérrale a Wiese la puerta de acceso al conocimiento de los motivos últimos reguladores de las actitudes personales. Y ello, aunque se juzgue a sí mismo campeón de lo interhumano en sociología y a pesar de que conciba las «relaciones» como el objeto propio de dicha ciencia. Siempre se mostrará como más fecundo el indagar la naturaleza del vínculo personal, tal como nosotros la comprendemos. Esto puede comprobarse, v. g., en aquellos contactos que, condicionando enlaces del tipo de la etiqueta o de las relaciones contractuales, manifiestan simultáneamente unión y desunión, esto es, revelan, cómo se muestra en la cortesía, exterior acercamiento unido a lejanía interior. En dicho caso, debe investigarse la experiencia   —47→   de lo singular, la inmediatez o mediatización del nexo de que se trata, si se aspira a comprender su carácter diferencial. Así, en las relaciones contractuales, evidénciase la mutua referencia mediata por la índole de los designios impersonales que guía a los individuos, expresando dicha referencia, además, su total actitud vital-cósmica en ese instante, prescindiendo de toda suerte de símiles físicos.

Verdad que es necesario, como piensa Wiese, que al estudio de las culturas y sus diversas manifestaciones, preceda «un desarrollo ya terminado de la doctrina de las relaciones como doctrina de los hombres creadores de la cultura». Y necesario, también, que se investiguen «las relaciones realmente existentes entre los hombres y los grupos, y no las ideologías, aspiraciones, postulados, y sus objetivaciones, emanados de los hombres». Enunciado fecundo en posibilidades, sin duda. Pero, ello sólo será posible a condición de que se investigue la interior latencia de la imagen del prójimo, animadora del sujeto aparentemente aislado y distante. Dicho en otros términos: debemos tramontar las apariencias y límites de la individualidad concebida como entidad de la mecánica y la geometría sociales, para luego descender hasta sus ocultas motivaciones y poder captar el verdadero sentido de las relaciones humanas.

Wiese declara que trata de comprender «procesos de conciencia por circunstancias y procesos sociales anteriores a las motivaciones», lo cual no justifica que una teoría de las relaciones opere solamente con la descripción de nexos y repulsiones, uniones y desuniones, como aspectos fundamentales de la conducta que guardan los hombres entre sí. No cabe desarrollar una doctrina profunda de los fenómenos de la convivencia prescindiendo de las descripciones de la psicología diferencial. Porque, lo cierto es que a veces, existen infinitas diferencias cualitativas entre diversas reacciones de convivencia, aunque, exteriormente, puedan acusar un parecido grado de proximidad o lejanía. En rigor, cualquiera forma de referencia al otro deja tras de sí un largo pasado de tradición personal, de resentimiento, anhelos o aspiraciones frustradas, pasado que penetra y matiza diferencialmente cada contacto humano. De esta suerte, en el estilo de cada vínculo actualízase de algún modo la historia personal del sujeto de que se trata. Si Wiese puede ignorar estos hechos ello obedece, entre otras causas, a que distingue entre contacto y relación social. Tal distingo significa que el mero contacto social probaría la existencia anterior de una especie de estado neutro, de primitivo aislamiento individual.   —48→   Fácil es ver que esto constituye una ficción que Wiese acepta como supuesto y punto de partida, al paso que ni siquiera la mecánica concibe cuerpos que no se encuentren en continua interacción. En efecto, considera que la sociología debe prescindir del conocimiento de las experiencias internas y describir, en cambio, una presunta zona objetiva, exterior al individuo, la zona social, de la interpersonal, de fenómenos constituidos por hechos ajenos a la vida psíquica misma. Claro está que lo precedente no es ya ficción, sino evidente falsedad. Resulta imposible describir cabalmente lo social deformando o borrando los perfiles propios de lo individual; la persona, a su vez, no puede comprenderse como entidad neutra, porque sólo a través de su continua representación o presencia interior del otro, manifiéstase con plenitud. El ejemplo analizado a continuación, nos mostrará cómo ciertos datos considerados últimos e irreductibles, sometidos a un examen atento nos dejan entrever nuevos e insospechados horizontes. Ello ocurre, en especial, al ser interpretados siguiendo nuestro método de la experiencia diferencial del prójimo.




- V -

Uno de los errores más notorios en que suele incurrir el realismo ingenuo aplicado a la sociología, es el de imaginar un primitivo estado del individuo, psicológicamente neutro por lo que respecta a los demás, anterior a las relaciones con otro. Dicho estado perduraría en tanto éstas vio se establezcan. De esta forma, considérase como dato primario el que un individuo «no conozca» a otro, y el que actúe en consecuencia; esto es, que nada ocurra entre ellos mientras persista ese estado neutro. Pero el hecho es que, ni existe verdaderamente un ánimo caracterizado por la indiferencia primaria, ni el modo como se manifiesta la aparente frialdad puede juzgarse como la condición natural de las relaciones sociales. No saludar, al caminar por la calle, a quien se cruza eventualmente can nosotros, supone ya toda una estructura social, señala la presencia de una serie de valoraciones subyacentes. Revélase esto, particularmente, en la prohibición social tácita que coarta el entrar en relación con los demás -excepto en circunstancias especiales, como veremos-, no habiendo sido «presentado» previamente. Mas, tal indiferencia no existe, lo cual queda debidamente probado por el hecho mismo de que al viajar en un ómnibus, por ejemplo, lo «normal» es manifestar, expresar indiferencia   —49→   por la conducta del prójimo, cosa que, por cierto, supone esfuerzo, nexos latentes, en fin, un relativo estar en función de los demás. El mutuo mirar tórnase, entonces, alternativo, discontinuo, furtivo casi, e impersonal en cuanto conserva su discontinuidad. Esta asegura, de algún modo, que no se iniciarán relaciones indebidas, ya que la aparente eventualidad del mirar impide el recíproco enlace. Así, una sutil atmósfera de impersonalismo tolera ligeras incursiones por el ámbito del prójimo que no hieren la sensibilidad social. Por otra parte, no debe olvidarse que las tácitas prohibiciones respecto de los «desconocidos», no permanecen constantes a lo largo del curso de la historia. Los límites existentes entre lo privado y lo público, experimentan notables oscilaciones y entrecruzamientos en las distintas sociedades. Por eso, acaso cabe imaginar que venciendo inhibiciones originadas de estructuras sociales a ellas adecuadas, dejará de estimularse la experiencia subjetiva -afectivamente percibida como desplacer-, del desconocido. La psicología social evolutiva descúbrenos algunos signos de ello. Recordemos que el efecto social, dado como relativo aislamiento o transitoria reserva, disminuye en la medida en que nos aproximamos a cierta ingenuidad juvenil e infantil. La indiferencia como expresión de sociabilidad, no existe en los niños25.

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Ya el mero cruce de las miradas en el tránsito callejero, desencadena un recíproco ciclo de afectos, imágenes y pensamientos. Y según el ánimo que domine a los sujetos y la penetración de sus respectivas intuiciones fisiognómicas, se iniciarán personales cursos de divagación que, no obstante su discontinuidad y mutuo «desconocimiento», denotan real interacción e interatracción inclusive.

También Simmel ha observado estos hechos. En su digresión sobre la sociología de los sentidos, dice que en la mirada cara a cara se manifiesta «la reciprocidad más perfecta que existe en todo el campo de las relaciones humanas». Por ello, la acción recíproca que se establece entre quienes se miran mutuamente júzgala, con razón, como «la relación mutua más inmediata y más pura» que existe. Naturalmente, al estudiar el simbolismo del rostro, Simmel vieja de ser formalista; sin embargo, no en grado tal que ello le permita trascender el puro mecanismo de las acciones recíprocas, basta el punto de alcanzar la esfera primordial de la experiencia del prójimo. No titubea en decir, corriendo el riesgo de lesionar seriamente la coherencia de sus principios, que lo transmitido por la primera mirada del otro no puede expresarse conceptualmente, «sino que es la aprehensión inmediata de su individualidad». En efecto, repárese en que esta última afirmación parece oponerse a su teoría de la generalización de la imagen de la persona ajena. Existe, sin embargo, algo viviente en   —51→   tales contradicciones. Reside ello en que delatan el rumbo inhibido del indagar, que aflora tan pronto como el autor abandona el sistema a favor de la espontaneidad. Pero, volvamos al examen de las implicaciones encerradas en la relación de desconocimiento.

Ahora bien, ¿cómo se produce la ruptura de este círculo de inhibiciones, de qué manera establécense nuevas vínculos? Sólo nos importa considerar aquellos nexos que se originan prescindiendo de estilos de presentación ya fijados. Veremos, entonces, que el modo de manifestarse de dicha ruptura, señala la presencia de ocultas motivaciones. Ello puede acontecer al ser testigos de un accidente, lo que provoca calurosos comentarios por afectar a la generalidad de los presentes; asimismo, al entrar de compras en una tienda; o bien, puede ocurrir que preguntemos en la calle por una dirección desconocida (en este último caso, por otra parte, el contacto con el extraño es favorecido porque presentimos que tal pregunta le hará posible desplegar con placer su benévola espontaneidad). Podría enumerarse, fácilmente, una larga serie de situaciones semejantes. Mas, en todas ellas el elemento común resultará ser que el valladar psicológico ea salvado por medio de un salto a lo impersonal. Claro está que estos tipos de vínculos impersonales deben poseer corta duración. En caso contrario, pronto advertimos que si los comentarios continúan, ello nos obligará a pisar un terreno personal que constriñe a darse a conocer, a despedirse o alejarse con cierto ritual. Este hecho de estar inhibido frente al prójimo -y cuyo relajamiento comienza en zonas impersonales de una relación-, se reproduce en sentido inverso cuando alguna disputa culmina en el alejamiento mutuo. Entonces los individuos degrádense recíprocamente, con injurias que desfiguran por su carácter impersonal. Tórnase, así, a una primitiva situación de desconocidos, artificialmente tensa26. Contemplemos ahora otro aspecto de las relaciones espontáneas. Si al dirigirnos a un desconocido, expresamos algo que no sea manifiestamente impersonal y susceptible de ser respondido en el mismo plano, debemos esperar, además de la perplejidad consiguiente, una sonrisa sardónica en la que va disimulado un diagnóstico de trastornos tenidos por evidentes27.   —52→   Aflora aquí todo un mundo de supuestos y cambiantes experiencias. Mas, también puede acaecer, por el contrario, que el diálogo mismo derive hacia lo singular de manera espontánea, o súbita, tan pronto como ocurre a acontecimientos de tal magnitud y significación -catástrofes, terremotos-, que inducen a romper toda suerte de inhibiciones y a establecer, por lo mismo, contactos singularizados.

Obvio resulta todo esto, y acaso trivial. No obstante, su significado último no ha sido debidamente investigado. Innumerables modalidades de contactos sociales, únicamente son posibles merced a la reducción del instante vivido a una función impersonal. Se comprende, de esta forma, como lo observa Simmel, que durante un baile se produzca intimidad física entre personas extrañas, no sólo porque el ser huéspedes del mismo anfitrión engendra un vínculo subterráneo, sino también por el formalismo y el carácter impersonal y anónimo de los lazos que se establecen. Por igual causa, cabe hacerle confidencias a extraños, ya que no existiendo una relación individual, ellas no prestan intimidad al contacto que las motiva. Pues, la intimidad no depende -lo enuncia Simmel justamente-, del contenido, sino de la índole del nexo, de su tono de individuación. Pero el sentido de este tono no puede captarse con meras consideraciones acerca de los límites de la discreción. Para ello son necesarias investigaciones acerca del sentimiento de lo humano, que lejos de limitarse a afirmar la existencia de lo social en sus puras objetivaciones formales, tiendan, por el contrario, a penetrar en el mundo interior, subterráneo, de ese aparente aislamiento, lleno de humanas expectaciones. Y si realmente Simmel no extrae las consecuencias adecuadas de las observaciones precedentes, ello se debe a que la significación del oscilar social entre lo singular y lo impersonal, no le puede ser dada en virtud de las limitaciones inherentes a su teoría del fundamento de las relaciones humanas. Expresa en ella -al exponer el sentido social de la lucha-, que todas las relaciones interpersonales divídense según el asentimiento prestado a dos encadenamientos   —53→   de posibilidades. O la base espiritual de los vínculos la constituye un instinto que, por su misma naturaleza, se desenvuelve aun en ausencia de estímulos externos, buscando un objeto adecuado, un objeto que la fantasía y la necesidad convierten en adecuado, o bien, su fundamento anímico reside en la reacción provocada en nosotros por la existencia de otra persona. Cuando Simmel concluye que las relaciones entre los hombres limítanse a dicha oposición -dada entre la autonomía de las direcciones de odio y de simpatía que independientemente de los estímulos exteriores crean su objeto de referencia, en contraste con la tendencia a reaccionar en función de ajenas actitudes-, no toca las experiencias internas originarias que animan la esfera de lo interhumano. No alude, en suma, a la urgencia de actualidad personal, de realidad, que estimula los impulsos, de interatracción28.

  —54→  

Cada vez que en las ciencias sociales observamos la delimitación muy rigurosa de un proceso determinado, es aconsejable sospechar la insuficiente discriminación del objeto que se investiga o, al menos, su superficial aislamiento. Ello es aplicable, particularmente, a aquellos casos en los que se describe el tránsito de una a otra actitud a manera de un salto cualitativo, o en que se postula la existencia de un primitivo estado anímico neutro frente a los demás y anterior a la relación social. Es lo que sucede con la investigación de lo interhumano en sociología. Así, por ejemplo, aun cuando Simmel reconoce que la indiferencia, en la vida de la ciudad, es pequeña, y poco natural, admite, al igual que Tönnies y Wiese un comienzo de los nexos sociales, definitivo y casi rotundo, en el hecho de la «presentación». El acto de «trabar conocimiento» le parece una «relación que tiene un carácter sociológico muy peculiar». Indagando, de esta forma, la variabilidad de lo experimentado como íntimo, según alternemos con personas pertenecientes a nuestro círculo de vida o con extraños, descubre la existencia de un «límite típico» de discreción que no debe ser penetrado en las relaciones sociales, «en sentido estricto». Ahora bien: éstas son, para Simmel, «las que se dan entre conocidos».

Tönnies, por su parte, desconociendo también las acciones recíprocas operantes entre los individuos, anteriores al hecho de la presentación, postula un comienzo raigal de los nexos, en términos tales que no dan lugar a equívoco alguno. «Parto, por lo pronto, -escribe en sus Principios de Sociología- de que sólo cabe pensar como objeto de la vida social las relaciones positivas, tanto entre los hombres como entre las agrupaciones humanas. A la cabeza de las mismas pongo la relación del simple conocimiento que inaugura una presentación, y que es en sí neutral pero   —55→   con tendencias a un carácter positivo». De suerte que, para Tönnies, iniciase en el «simple conocerse» toda una serie ascendente de nexos de recíproco agrado y proximidad, que, continuándose en la «amistad», y pasando por la «confianza» llega hasta las «relaciones de unión», en las que descubre una germinal referencia a lo normativo, al deber ser. Del mismo modo, Wiese parte de la consideración de un estado previo de aislamiento que, ascendiendo hasta el plano del contacto y recíproco conocimiento, culmina en los diversos grados de las relaciones de proximidad.

Verdad es que los mencionados investigadores desenvuelven, de preferencia, una teoría de las relaciones. Pero, éstas sólo pueden delimitare con viviente rigor, a condición de penetrar en los estratos profundos de lo interhumano, donde se prefiguran su cualidad y futura dirección. No debe olvidarse, por otra parte, que es el sentido latente de la referencia al prójimo, anterior a la relación misma, el que verdaderamente la configura.




- VI -

El sistema de A. Vierkandt representa otro ensayo de determinación de lo interpersonal que, en cierto modo, se aproxima a nuestro intento, sólo que desplazándose desde el formalismo hacia el psicologismo. Todas sus consideraciones sociológicas revélanse como una nueva variación sistemática de la antítesis existente entre comunidad y sociedad, oposición conceptual que, como ha advertido Freyer, jalona con sus diversas manifestaciones la historia de la sociología alemana. Sin embargo, según veremos, encuéntranse en Vierkandt atisbos de la fenomenología de la experiencia de lo humano que, por momentos, desenvuelven pensamientos que marchan paralelamente a nuestro método. Sepáranse, en efecto, justamente en aquel punto donde la descripción de la objetividad de las relaciones, vinculada para nosotros a la total actitud objetiva del individuo, debe primar sobre su pura concepción subjetiva.

Vierkandt comienza reconociendo que los vínculos que se establecen entre el hombre y su prójimo, difieren esencialmente de los nexos que la ligan al mundo, excepto en aquellos casos en que se proyectan sobre éste el espíritu y los poderes de lo humano. Por ello; dice que el «prójimo es para él algo más que un mero medio de satisfacer un interés cualquiera; las relaciones para con él tienen su propio valor en sí independientemente   —56→   de influjos externos tanto provechosos como dañinos. Y en esto hay íntima trabazón que confiere una colaboración particularísima y única, a todas las situaciones y vivencias anímicas en el trato del hombre con el hombre. Este íntimo enlace constituye la esencia de la sociedad, entendiendo aquí esta palabra de múltiple significado en su más alto sentido sociológico»29.

De lo cual infiere la existencia de interacciones específicas operantes entre los hombres, de acciones recíprocas que no pueden actualizarse más que en la esfera de lo humano. Volviendo luego la mirada hacia la experiencia interna que acompaña a la relación de comunidad, afirma que «implica siempre un enriquecimiento, dilatación y elevación del yo», «...una disposición íntima en la que el individuo se siente dilatado y, en cierto modo, se funde con sus compañeros de grupo».

Vierkandt descubre en estos influjos primordiales ejercidos por el hombre sobre el hombre mismo, y en la vivencia de comunidad concebida como plenitud interior, el substrato impulsivo propio de los instintos sociales. Opina, por eso, que el instinto o sentimiento de la propia dignidad, el tender a hacerse valer, por ejemplo, obedece antes que a otra estirpe de temores a la vergüenza y la burla. De esta suerte, el enlace   —57→   íntimo del individuo con el contorno social se establece en base a la estimación que despertarnos al someternos al juicio de la comunidad. Mas, con ello, Vierkandt elabora una especie de teoría puramente reactiva de la experiencia del prójimo en la que, como luego veremos, falta el momento de la objetividad de la relación. Y véase su limitación teórica en el siguiente enunciado: «El reconocimiento o el menosprecio del prójimo integra mi personalidad». En el impulso de obediencia, igualmente, ve una manera de participación en la que al identificarse el individuo con el jefe experimenta un ensanchamiento del yo. Vislumbra, de esta forma, cierta espontaneidad en la subordinación y, asimismo, cierto íntimo y esencial enlace en la apropiación interior de la personalidad respetada. Eso distingue, es verdad, pero no repara en lo mediato, en la deformación de los vínculos interpersonales que acarrea el hecho de identificarse con el jefe. Lo cierto es que, sin penetrar en la antropología de la convivencia no puede determinarse cabalmente el contenido, positivo o negativo, de cualquiera relación social.

Para Vierkandt, no se encuentra el hombre frente al hombre como ante un ser distante, extraño, cerrado en sí mismo y aislado. Ningún abismo infranqueable separa el yo del no yo. «Junto a la conciencia del yo -escribe- hay una conciencia del nosotros como un estado igualmente peculiar e irreductible». Según la mayor o menor intimidad del enlace, opone a las relaciones de comunidad las relaciones de reconocimiento, de lucha y de poderío, en las que el nexo interior es mucho menor, tendiendo por ello a la sociedad propiamente tal. Ni siquiera en la relación de lucha falta el momento de proximidad anímica, al menos como recíproco reconocimiento del valor de los juicios respectivos, como sucede, por ejemplo, entre quienes se injurian. Pero también aparece en Vierkandt -al igual que en Wiese-, la descripción de uniones y separaciones, siguiendo cierto símil cuantitativo y físico, con lo que se borra lo diferencial y objetivo propio de los diversos vínculos humanos. Dice, así, que en las relaciones de comunidad, de familia, de linaje y tribu, encuéntranse los hombres estrechamente unidos: y anota, por el contrario, que en las relaciones contractuales, sólo se produce la proximidad en un determinado punto, y alejamiento en otros. Una vez más, adviértese aquí la necesidad de fundamentar una psicología diferencial que investigue la cualidad de los vínculos interhumanos; pues, el saber objetivo del acercamiento o lejanía interiores de los individuos entre sí, únicamente puede desenvolverse   —58→   a partir del conocimiento de la total situación vital-cósmica del sujeto, y sólo muy imperfectamente por la descripción material de los contactos personales.

Con todo, Vierkandt llega a afirmar que a la peculiaridad de las distintas relaciones, corresponde una moral particular y una capacidad diversa para aprehender lo singular en el prójimo; es decir, establece un enlace genético entre cierta tipo de vínculo y determinadas virtudes. La justicia, v. g., es la virtud cardinal de la relación de reconocimiento, y la valentía, la virtud de las relaciones de lucha. Por otra parte, el despliegue de la disposición amorosa está limitado, para Vierkandt, generalmente, a la existencia de la comunidad. «Las más altas tareas éticas en la vida de la comunidad -escribe-, se pueden resumir bajo el nombre de amor, tanto si se piensa en el calor de la entrega frente a formaciones impersonales, como en la disposición para ayudar al prójimo o, finalmente, en la capacidad para estimar el valor de toda persona singular».

Pero, el hecho de contraponer la comunidad a la sociedad, o de señalar que a las formas fundamentales de relación corresponde una moral peculiar, no significa, al propio tiempo, penetrar en la esencia y sentido de lo interhumano. Ello ni siquiera acontece, necesariamente, aunque se hable, como lo hace Vierkandt, de la «preponderancia ontogenética» o de la primacía de la comunidad en las etapas inferiores de la cultura. Antes que un atisbo científico, descúbrese aquí una real valoración. El mismo Tönnies declara que existen fundamentos para concebir éticamente el concepto de comunidad, ya que no el de sociedad. En todo caso, proclamar el primado de la comunidad, a la manera de Tönnies, Scheler o Vierkandt, no indica la previa elaboración de un criterio sólido para determinar la objetividad de las relaciones. Es decir, cuando Scheler dice en su Ética que «no hay sociedad sin comunidad» y que «toda posible sociedad queda, pues, fundada por la comunidad», ya que sólo ésta puede existir sin aquélla, no prueba con ello que perciba la esencia diferencial de los vínculos personales en su condicionamiento originario. Esta insuficiente determinación del carácter de los nexos espirituales, explica las amplias oscilaciones de sentido experimentadas por estos conceptos. Es así como Max Weber observa que todo enlace social, originariamente de tipo racional o afectivo, puede tender a convertirse en su contrario, dado que los vínculos sociales participan tanto de la comunidad como de la sociedad.

  —59→  

En Vierkandt -al igual que en Tönnies o Weber- la comunidad familiar resulta ser el arquetipo del enlace de comunidad. Pero a pesar de ser el amor el estado íntimo que para Vierkandt expresa la vida de la comunidad, en contraste con el «complejo de formas frías y laxas» que caracteriza a la convivencia racionalizada, limítase, con todo, a la consideración casi cuantitativa de las distancias sociales. O bien, detiénese en la idea de la fusión impersonal, tal como acontece cuando describe la disposición íntima propia de la vivencia de comunidad, caracterizada, a juicio de Vierkandt, por el sentimiento de dilatación del yo y de fusión con los compañeros de grupo. Todas estas ambigüedades se comprenden por la evidente indeterminación encerrada en las ideas de proximidad y lejanía sociales. Como ya quedó indicado a propósito de Tönnies, las relaciones de comunidad familiar, pese a su virtual acercamiento interior no señalan, por sí mismas, su cualidad diferencial. La pura descripción de uniones y repulsiones no constituye un criterio válido para determinar la objetividad de las relaciones. Más aún: la máxima proximidad interhumana concebible, puede no estar exenta de impersonalismo o de mediatizaciones y, por tanto, carecer de objetividad su realidad. «No en todas partes donde se rompe la distancia, -comenta Freyer a este respecto- ni tampoco donde las almas se funden y los corazones se acercan entre sí el resultado es una comunidad». Por olvidar estas conexiones esenciales, no resulta extraño que Vierkandt, al tocar la esfera propia de la fenomenología de la experiencia del prójimo -al analizar, por ejemplo, el instinto o sentimiento de la propia dignidad-, se limite a bosquejar rasgos negativos del coartarse frente a los demás, tales como la necesidad del reconocimiento ajeno o el sentimiento de inferioridad ante los otros, que concibe como fuentes de la vivencia de la personalidad.

Ausentes por igual, fantasía y artificio, digamos que existe un nexo profundo hacia el que convergen? el anhelo de realidad y la ingenuidad de las relaciones. Es decir, hay una honda manera de aproximarse al prójimo que no queda suficientemente caracterizada cuando se la representa como pura proximidad; en cambio, se percibirá su verdadero sentido, al escribir sus peculiaridades como manifestándose en el creciente ascenso hasta lo real a que impulsan lo ingenuo, objetivo y directo de los vínculos interhumanos. Hipótesis fecunda, en razón de que por el problema de la objetividad de las relaciones, entendemos indagar la verdadera dirección y cualidad espiritual de la referencia a los otros. Ello encierra a su   —60→   vez, la posibilidad de comprender mejor el sentido de las diversas estructuras sociales. Así, pues, no se trata de una oculta valoración de la inmediatez, como podía ser el caso, sino de investigar el verdadera nivel intencional como fundamento hermenéutico de la teoría de las relaciones30.

Claro está, que para llegar a conocer en su tono diferencial las direcciones de objetivación de los nexos personales, es necesario penetrar previamente en todas las conexiones esenciales vital-psíquicas que implica una relación humana. Y tal es la tentativa en la que se esfuerza la antropología de la convivencia que vamos bosquejando, al simultanear la descripción de la total actitud vital-cósmica del individuo con la descripción de los recíprocos influjos operantes entre su actitud frente al mundo y al hombre mismo. Esto es, necesidad de conocer el hombre, en primer término. Francisco Ayala está, por eso, en lo cierto cuando piensa que «el punto de partida para la construcción de la ciencia sociológica deberá ser, pues, una antropología filosófica que establezca con rigor la esencia de hombre y que, sobre la base suministrada por sus determinaciones, se dirija hacia el objeto particular constituido, dentro de la totalidad da su vida, por las realidades sociales»31.

Ahora bien: fluye de todo lo precedente que las determinaciones, antropológicas más significativas para el conocimiento de una sociedad cualquiera, se manifiestan en las relaciones de convivencia. Por ello, al penetrar en la vida cultural americana, juzgamos esencial indagar las peculiaridades del sentimiento de lo humano.




- VII -

Deberemos continuar, a pesar de lo ya expuesto, este recuento, acaso monótono, de puras aproximaciones formales a una teoría de las relaciones. Formales, por escasamente fundadas en una verdadera fenomenología   —61→   de la experiencia del prójimo. Considérese, por otra parte, como ya se indicó, que los investigadores que intentan fijar el objeto propio de la sociología, parten del estudio de las acciones recíprocas como configuradoras de la conducta humana. Justo resulta, entonces, delatar esta contradicción que guardan entre sí el objeto fijado y el método empleado en aprehenderlo.

Prosiguiendo, veamos ahora cómo R. M. Mac Iver cree entrever en la comunidad -vida en común- la existencia de una primaria unidad. Manifestaríanse ésta en el hecho de producirse el simultáneo ascenso de la individualidad y la socialidad32. Y aunque Mac Iver estudia preferentemente el aspecto interpersonal de las asociaciones, declara que el desarrollo de las personas y las relaciones entre ellas constituye un solo campo de análisis. Dicha primaria unidad comunal le permite, por decirlo así, desubstancializar las relaciones al concebir la creciente interiorización de la persona, como correlativa a la diferenciación social, creciente también. Su ley fundamental del desenvolvimiento de la comunidad, queda formulada de la siguiente manera: «La socialización y la individualización, son dos lados de un mismo proceso». Y como para Mac Iver, además, la individualidad y la sociedad constituyen aspectos unitarios de la persona, complementa su ley diciendo: «a medida que se desarrolla la personalidad, de uno y de todos, da lugar al desenvolvimiento doble de la individualidad y la personalidad». En fin, aun la expresa en una tercera forma: «La diferenciación de la comunidad está en relación al crecimiento de la personalidad en los individuos sociales». Ahora, si perseguimos la íntima coherencia de estos enunciados, veremos que coinciden con aquellos otros en que los vínculos quedan reducidos a la actitud interior. Es decir, la sociedad no le parece relación, sino seres relacionados, de suerte que sus funciones subordínanse a las de la personalidad. Cabalmente, la sociedad está interiorizada en los distintos individuos. Y así, ascendiendo por este curso de secuencias, Mac Iver llega a decirnos que el despliegue espiritual interno determina un cambio correspondiente en las relaciones mutuas e incluso en la estructura social, en las costumbres e instituciones. Todo ello culmina en su profunda formulación final: «El desenvolvimiento actual de la personalidad conseguido en y por la comunidad,   —62→   por sus miembros, es la medida de la importancia que éstos conceden a la personalidad en sí mismos y en sus semejantes».

Limitaremos las consideraciones críticas al mínimo análisis, impuesto por el rigor necesario a una delimitación científica de los hechos propios de la experiencia primordial del prójimo. Advirtamos, entonces, que Mac Iver establece una conexión esencial entre el desenvolvimiento de las formas sociales y la plenitud de la personalidad humana. Obsérvese, también, que en el último enunciado los influjos recíprocos propios de la esfera interhumana, represéntanse como la fuerza configuradora de la autonomía de la personalidad, cuyo poder aumenta en la misma medida en que progresa la actualidad y plenitud interiores y, en fin, el curso de la vida misma. Sin embargo, Mac Iver no elabora con ello una doctrina concreta del sentimiento de lo humano. Descubrimos en él, es cierto, un seductor juego conceptual, en el que parece no existir otro condicionamiento o determinabilidad que autonomías personales convergiendo, desplegándose e influyéndose entre sí. Añadamos, por último, que en cuanto Mac Iver expresa el pensamiento según el cual la mayor autonomía y diferenciación personales coincide con una comunidad más completa y diferenciada también, sus indagaciones comienzan a moverse en la dirección de las ideas de Durkheim. Además, el enlace establecido por Mac Iver entre el desenvolvimiento de la personalidad y la valoración de que se hace objeto a la misma por los miembros del grupo, nos enseña cómo de cada determinada experiencia del prójimo dimana una correspondiente idea del hombre. Dicha correlación ético-social constituye un núcleo fundamental de hechos y problemas, cuyo estudio será emprendido más adelante.




- VIII -

Iniciaremos ahora una ligera incursión final por el sistema de Max Weber. Empero, advirtiendo oportunamente, que de su mundo de «tipos ideales» sólo llevaremos a escena algunas definiciones fundamentales, cuyo alcance y sentido se intentará fijar y comprender.

Toda su concepción metódica elabórase en base a indagaciones que se desplazan entre límites dados entre la búsqueda de las intenciones subjetivas y los diversos modos de referencia a los demás. En consecuencia, los problemas de la comprensión del comportamiento social ajeno ocupan un lugar destacado. Veamos su primer concepto fundamental. La sociología   —63→   es, para Max Weber, la ciencia que aspira a comprender e interpretar las acciones sociales para luego proceder a explicarlas causalmente. Estas deben entenderse, a su vez, dice, como «una conducta humana (bien consista en un hacer externo o interno, ya en un omitir o permitir) siempre que el sujeto o los sujetos de la acción enlacen a ella un sentido subjetivo. La «acción social», por tanto, es una acción en donde el sentido mentado por su sujeto o sujetos está referido a la conducta de otros orientándose por ésta en su desarrollo»33. Es decir, a partir del enlace subjetivo, la tendencia activa queda delimitada por la referencia al prójimo. «La acción social -escribe entonces- (incluyendo tolerancia u omisión) se orienta por las acciones de otros, las cuales pueden ser pasadas, presentes o esperadas, como futuras (venganza por previos ataques, réplicas a ataques presentes, medidas de defensa frente a ataques futuros). Los «otros» pueden ser individualizados y conocidos o una pluralidad de individuos indeterminados y completamente desconocidos...» Naturalmente, la acción exterior estimulada por los sentimientos de expectación que pueden despertar posibles reacciones de objetos materiales, no posee sentido social. Por eso, Weber precisa que «la conducta íntima es acción sólo cuando está orientada por las acciones de otros». Finalmente, el tránsito comprensivo de la acción a la relación social, verifícase también a favor de un cambio cualitativo dado como referencia al prójimo. Atendamos, pues, a uno de sus enunciados más significativos: «Por «relación» social debe entenderse una conducta plural -de varios- que, por el sentido que encierra, se presenta como recíprocamente referida, orientándose por esa reciprocidad. La relación social consiste, pues, plena y exclusivamente, en la probabilidad de que se actuará, socialmente en una forma (con sentido) indicable, siendo indiferente, por ahora, aquello en que la probabilidad descansa».

Las definiciones precedentes no sólo resultan muy amplias -como lo hace ver Félix Kaufmann, siguiendo a Sander y Schuetz-, sino que esa misma amplitud deja sin tocar experiencias y fenómenos primordiales34.

  —64→  

Se ha observado, por lo que respecta al concepto weberiano de acción social -según el cual la percepción de un sentido (por el sujeto) está referido en ella a la conducta de otros-, que la simple percepción del comportamiento ajeno debería -falsamente- conceptuarse como conducta social. Así, se ha propuesto el giro de «actitud hacia el otro», para designar el hecho básico aludido en la definición de Weber. Pero ello no basta. Trátase de una rectificación que no alcanza a los fundamentos mismos del espíritu que la anima. Si la relación es concebida esencialmente como expectación de probabilidades, como posibilidad de que determinadas reacciones de carácter recíproco existan o puedan existir, créase, en verdad, un límite rígido a las interacciones operantes en la esfera interhumana. Lo cierto es que, persiguiendo la interior coherencia de la urdimbre conceptual de Weber, de su imputación causal, deberemos dejar al margen una esfera principal de fenómenos: la esfera toda de la latencia interior de prójimo dada en los individuos como sentimiento de lo humano, a través de las infinitas graduaciones de lo expreso o soterrado. Dicha estrechez encuéntrase condicionada por la naturaleza misma de su método. En efecto, la idea de que existe «acción» sólo en la medida en que se enlaza a ella un sentido subjetivo, y «relación» únicamente en la probabilidad de que se actualice una conducta social, posible merced a una recíproca expectación que orientaría el comportamiento individual, tal idea, repito, limita artificialmente el imperio y real influjo de las motivaciones humanas configuradoras de la existencia colectiva.

Verdad es que Weber tiene presente la necesidad de iniciar la búsqueda de motivos, en el sentido de verificar qué acciones exteriormente semejantes pueden diferir en los motivos que las condicionan; del mismo modo, no olvida que la existencia de una «lucha de motivos» puede estar encubierta por motivos aparentes, permaneciendo los verdaderos en la penumbra de la conciencia. Y también es cierto que Weber conviene en que la sociología investigue fenómenos irracionales (misticismo, profecías), reconociendo, asimismo, que los tipos ideales pueden ser, tanto racionales como irracionales. Con todo, la imagen del objeto, su riqueza de perspectivas   —65→   defórmase en tanto que las leyes de la sociología comprensiva se conciban como «determinadas probabilidades típicas, confirmadas por la observación...» Al parecer, en la misma medida en que aplica fielmente la interpretación causal de las acciones, debilitase la búsqueda de las manifestaciones de la vida interna. Surge aquí una suerte de antagonismo metódico entre la determinación de una regla de probabilidad y el conocimiento de las motivaciones últimas. En otros términos: su método, naturalista, en cierto modo, le obscurece el hecho de que los fenómenos de la experiencia interna integran el objeto propio de las ciencias sociales.

En rigor, todos los virtuosismos metodológicos resultarán estériles en el campo de la sociología y de la psicología social, mientras el concepto de relación social, entendido como conducta orientada por la posibilidad de acciones ajenas, no supere cierto limitado y vacío formalismo. En definitiva, la realidad de la «actitud hacia el otro», debe ser penetrada atendiendo a los hechos que? integran la experiencia primordial del prójimo, según lo hemos expuesto. Sabido es que, múltiples son las actitudes posibles que por su ninguna referencia al otro, en el sentido weberiano, no dan origen a acciones o relaciones; sin embargo, el que surjan en una comunidad es algo sintomático y puede llegar a caracterizarla. Por consiguiente, atendiendo a la definición de sociología como ciencia de las acciones, quedaría fuera de su alcance interpretativo una larga serie de hechos. Los fenómenos de soledad, por ejemplo, o la participación del individuo en una «situación de masa», por no poseer, a juicio de Weber, una referencia significativa al otro. Así, la oración solitaria, la conducta religiosa, no le parece una conducta íntima indicadora de acción social. Ello puede ser considerado como exacto, ciertamente. Pero, a condición de que se reconozca la estrechez de lo concebido como referencia a los demás. Tropezamos aquí con valladares artificiales, con la mera exterioridad de la referencia al prójimo35. Weber no distingue claramente el   —66→   método de interpretación de lo experimentado realmente por los sujetos en su enlace, o por el solitario en sus silenciosas referencias, que no siempre se hunden en su intimidad perdida en el aislamiento. Resulta especialmente elocuente que Weber no considere como acciones sociales, en sentido estricto, los influjos de la masa, de la imitación reactiva, de la tradición. Y si bien es cierto que advierte, una y otra vez, la fluidez de límites existentes entre una acción con y sin sentido, ello indica, sobre todo, la rigidez del criterio discriminativo empleado, y no lo contrario. Indica que los hechos se le evaden. Revela, además, la necesidad de investigaciones más profundas, tanto para aplicar el criterio hermenéutico orientado por da conducta ajena, como para determinar cuándo dicha referencia existe, y de qué forma y grado. Tal designio -lo repetimos una vez más-, sólo puede cumplirse por medio de investigaciones relativas a la experiencia del prójimo, a las leyes de la convivencia y a la fenomenología del sentimiento de lo humano, del tipo señalado en este trabajo. Procediendo de otra manera sucede, en rigor, que el sociólogo permanece encadenado, condenado a verificar la probabilidad existente de prever una reacción concreta, pero ello en la misma medida en que se desvanece la singularidad del sujeto actuante y sus vivencias.




- IX -

Podría continuarse esta exposición de sistemas de sociología. Verificaríamos, de ese modo, la existencia de limitaciones semejantes a las ya anotadas, particularmente en la manera de concebir lo interhumano. Sin embargo, historiando, vemos aflorar, de pronto, fugaces atisbos, germinales y profundos. Tal acontece, por ejemplo, cuando Morris Ginsberg, estudiando los fenómenos de amor y agresión, se pregunta si no sería legítimo admitir la existencia de impulsos sociales específicos orientados hacia la convivencia y la reciprocidad afectiva, antes que a lo puramente   —67→   erótico. Esto es, admitir una suerte de impulso social general, cuya característica esencial sería «la necesidad y el deseo de prójimo». No puede decidirse fácilmente hasta qué punto un instinto específico de convivencia se contrapone al sentido del fenómeno primordial dado en el sentimiento de lo humano. Quede aquí, solamente indicado el problema y su duda.

Pasemos ahora, a sorprender otra visión, penetrante, aunque apenas esbozada, al menos en la dirección particular que escudriñamos. Nos referimos a Bergson y a su idea de que las diversas formas del amor a sí mismo, ocultan hondas referencias al prójimo. Por eso, piensa que es difícil aislar en el interés personal, el general, infiriendo de ello que el egoísmo absoluto sólo sería posible en el aislamiento absoluto también, cosa inconcebible en verdad. O bien, recordemos su idea de la sociedad «abierta» y de la ética del «llamamiento». Destaca en ellas el valor configurador de la ajena fortaleza moral y de la personalidad privilegiada convertida en ejemplo. Mas, los contactos con las ideas de este libro, apenas se realizan en un punto, puesto que las observaciones precedentes integran un todo sistemático que difiere de nuestra concepción fundamental. Así pues, debemos continuar, abandonando a Bergson, puesto que al detenernos en él, en su pareja de contrarios de lo «abierto» y lo «cerrado», encontraríamos diferencias que acaso obscurecerían los vislumbres recién mencionados.

Volvamos, ahora, por unos instantes, la mirada hacia Tarde. No para descubrir nuevas afinidades, sino, al contrario, para establecer radicales diferencias. Porque, en un terreno sembrado de equívocos e imprecisiones, como éste en que trabaja la sociología, es necesario aproximarse a ciertas expresiones teóricas a fin de percibir claramente sus verdaderos perfiles. La necesidad de evitar lo confuso en los conceptos, justifica una breve referencia a sus ideas. Prescindiremos de sus conocidas teorías acerca de la imitación, para limitarnos a las descripciones que tocan a la esfera de lo interhumano. Observamos, entonces, en el análisis del «intimidado», por ejemplo, que se tiende a destacar en él la sonambúlica pérdida de sí mismo. También la timidez le aparece como una suerte de inmovilización del sujeto. Y lo contrario, la euforia en medio de la sociedad, tampoco es considerada como algo positivo: expresaría, exclusivamente, el abandono sin resistencia a las presiones del ambiente. Del mismo modo, el «respeto» es la impresión que una persona ejerce sobre otra «psicológicamente   —68→   polarizada»36. En fin, no es indispensable continuar, para advertir claramente que Tarde no describe experiencias diferenciadas del prójimo, rozando apenas el problema de lo inter-personal. Se comprende, por eso, que conciba la sociedad perfecta como un tipo de vida intensa que haría posible la transmisión instantánea, a todos los habitantes de la ciudad, de una idea luminosa surgida en alguno de ellos. Pensamientos de esa índole, bien pueden sospecharse de antemano, en presencia de enunciados como el siguiente: «La sociedad es la imitación, y la imitación una especie de sonambulismo». No puede negarse la fuerza configuradora de la imitación. Pero tampoco deben confundirse los cambiantes fenómenos de presión colectiva, con la variabilidad de lo experimentado por el hombre como su intimidad y el valor conferido a lo singular en el prójimo, también históricamente condicionado. Con gran claridad lo observa Max Weber, al decir que no debe verse en la imitación, tal como es entendida por Tarde, acción social en sentido estricto, cuando dicho fenómeno revela una conducta puramente reactiva y cuando el sentido del comportamiento personal no se orienta por la acción ajena.

De manera igualmente fugaz, nos referiremos a Durkheim, y sólo con el ánimo de despejar equívocos terminológicos. Durkheim ha empleado las designaciones de «vínculo directo» y «vínculo indirecto», para referirse, antes que a los tipos de relación que guardan los hombres entre sí, a la manera de vincularse los individuos a los dos tipos de sociedad que distingue. Ahora bien; la naturaleza de estos vínculos depende del tipo de cohesión social existente en un grupo determinado, en suma, de su solidaridad. Esta, a su vez, se relaciona estrechamente con la forma de derecho dominante37. En consecuencia, en las colectividades en que domina el derecho represivo, el tipo de solidaridad resulta ser mecánico y el vínculo del individuo con la sociedad directo, de unión a través de la semejanza. Por el contrario, la relación de desemejanza, el vínculo indirecto del individuo con el grupo, basado en diferencias que se complementan, esto es, la solidaridad orgánica, está representada por el derecho restitativo. Así, pues, para Durkheim se reflejan en el derecho las «variedades esenciales de la solidaridad social» (valoración en parte semejante a la de Dilthey, ya que para este pensador, en el derecho se conectan estrechamente los sistemas de la cultura y sus encarnaciones objetivadas). «La   —69→   vida general de la sociedad, dice, no se extiende sobre ningún punto sin que la vida jurídica se extienda al mismo tiempo y en la misma dirección». Por consiguiente, clasificar diferentes especies de derecho, equivale para Durkheim a diferenciar modalidades de solidaridad social. No podemos detenernos en el examen de estas conexiones estructurales. Destaquemos, solamente, el hecho de que sus conceptos de vínculo directo e indirecto, en virtud de su misma afinidad con un tipo determinado de derecho denotan, desde luego, cierto género de mediatización. En toda caso, no aparece en ello ninguna referencia al sentimiento de lo humano en nuestro sentido. Más bien parece señalarse -por la valoración del derecho- la convergencia de intuiciones colectivas actuales, que una relación interindividual. Por lo demás, para el propio Durkheim, la noción de nexo directo o indirecto, lo repetimos, abarca únicamente los enlace del individuo con el todo social. Finalmente, lo que en verdad existe y vive para Durkheim, unas formas particulares de solidaridad, no corresponde a expresiones diversas de lo interhumano, tales como en esta obra se entienden.




- X -

Demos ya por concluida esta revisión de conceptos y sistemas de sociología. Voluntariamente parcial, ella sólo persiguió delimitar, parangonándolos, los criterios aquí aplicados y los propios de aquellos sistemas. Naturalmente, no todas las afinidades han sido advertidas, ni todas las diferencias debidamente estimadas. En todo caso, lo conceptualmente claro y distinto, aparecerá purificado y vivo al describir las formas concretas en que se manifiesta la vida americana. Ello se verá, de preferencia, cuando estudiemos los fenómenos de aislamiento subjetivo y la impotencia expresiva, indisolublemente ligados a la idea del hombre y al sentimiento de lo humano propio de nuestras tierras. En conexión con esto mismo, nos permitiremos una última y rápida comparación de conceptos. Como se indicó anteriormente, muchos de nuestros pensamientos se entrecruzan con los de Freud y Scheler. Pero como no es este el lugar apropiado para ensayar una rigurosa delimitación diferencial, nos limitaremos a enunciar un hecho básico suficientemente esclarecedor para el designio de esta investigación. Ni la teoría sexual de Freud, ni la doctrina de la simpatía de Scheler, cubren por entero la esfera de la experiencia correlativa de prójimo a intimidad. No sólo porque no agotan el   —70→   estudio de las relaciones posibles, sino también porque no penetran hondamente en su metafísica, la que nos muestra unificadas la dirección espiritual dirigida hacia el hombre y hacia el cosmos. Pues, no es lo mismo tratar de cierto tipo de relaciones que de aquellos hechos que hacen posible, por decirlo así, a la relación misma y las experiencias originarias motivadas por la presencia del otro. Evidénciase, de este modo, la necesidad de clasificar las relaciones atendiendo a sus fuentes genéticas dadas en vivencias primordiales, y no sólo teniendo presente los fenómenos eróticos o simpáticos. El psiquiatra P. Schilder diferencia, por ejemplo, en este sentido, los nexos sociales propiamente tales, de las vinculaciones amorosas. Claro está que dicho distingo, a pesar de su generalidad, es discutible. Lo hemos mencionado, sin embargo, debido a las profundas consideraciones que le sirven de base. Ellas nos revelan que, para Schilder, el sistema de interrelaciones, la naturaleza social de la conducta humana, penetran hasta donde se creería que únicamente imperan el aislamiento y la autosuficiencia. Afirma, así, que «sólo en relación con otras personas construimos la imagen de nuestro propio cuerpo». Y la aproximación a la idea aquí sustentada de la presencia interior del prójimo, aun parece perfilarse más netamente al decir que «inclusive cuando percibimos y nos interesamos por objetos exteriores nos estamos dirigiendo a otros individuos».

No se olvide, por otra parte, que en esta obra analizamos lo interhumano en la sociología, prescindiendo de examinar sus fundamentos como ciencia. No obstante, neutralizaremos de antemano dos objeciones posibles. Ni hemos incurrido, por una parte, en conceptuaciones antitéticas, ni somos, por otra, psicologistas en sociología. En cuanto a lo primero, digamos que el vaivén histórico entre la inmediatez y la mediatización de las relaciones, posee como factor unificador la idea de la objetividad de los enlaces, como tendencia a ascender hasta la realidad en la plenitud de la referencia al prójimo. Y esta misma conexión dinámica (entre vínculo humano y voluntad de objetividad), no significa que se conciba como irreductible la oposición conceptual mediato-inmediato, ni como inevitable la desrealización característica, de los vínculos indirectos. En cuanto a lo segundo, digamos que al intentar fundar una teoría de las relaciones, nos constreñimos a la determinación de lo interhumano. Pero, persiguiendo tal objetivo, tampoco establecemos un encadenamiento insuperable entre determinadas formas sociales, por un lado, y tipos de   —71→   motivación y procesos psicológicos específicos, de otro. La categoría de actualidad personal, entendida como principio comprensivo de la índole de los nexos, no constituye una determinación puramente psicológica. Lo cierto es que, una sociología que no tenga presente las experiencias primarias del prójimo y sus relaciones genéticas con los ideales del hombre, resultará tan artificial, formalista o neutra, como una psicología que decidiese prescindir del estudio de los hechos psíquicos inconscientes.

Ahora bien. Puede parecer que esta digresión acerca de lo interhumano, nos aleja peligrosamente de nuestro objeto de investigación. Sin embargo, ocurre lo contrario. Un saber profundo relativo al sentimiento de lo humano, nos prepara para la adecuada comprensión de las peculiaridades de la idea del hombre en América. Más aún: sin dicho conocimiento no cabe percibir cabalmente el sentido de nuestra vida colectiva, así como tampoco resulta posible comprender de manera satisfactoria -según veremos en el capítulo que sigue- los fenómenos característicos de la vida social contemporánea.





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