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ArribaAbajo Capítulo IV

Necesidad de nuevas indagaciones psicológicas y el ideal del hombre en América



- I -

¡Vida social contemporánea! ¡Mundo de la convivencia! No sé qué género de sortilegio parece convertir en inaccesible al pensamiento moderno la descripción de la experiencia del prójimo, sobre todo en aquellos aspectos donde esa experiencia tiende a coincidir con la vida misma. Apenas si se consigue, en este punto, planear inseguramente por encima de meras exterioridades relativas a los contactos interhumanos. Con las refutaciones precedentes no pretendíamos, por eso, poner de relieve limitaciones científicas exclusivas de la sociología, sino alumbrar una limitación más honda que afecta también a la actitud espiritual general, propia de la época presente: Piénsese entonces en la desrealización de su sentido de lo cósmico e individual; repárese en la pérdida, colectiva de la voluntad de objetividad . Un ritmo de vida interior que tiránicamente   —72→   acrece impotencias y temores, empequeñece al mismo tiempo el ángulo de la visión del mundo. Dicha estrechez manifiéstase en especial en la manera cómo se conciben los problemas y los males que nos circundan.

El hondo anhelo de autocomprensión no impide, con su afán, que luego de grandes esfuerzos algún investigador parezca encontrarse en el lugar de su partida como si, por un mágico extravío, toda una noche de cavilaciones hubiese transcurrido girando inútilmente en torno al mismo punto. Verdad es que el componer vaticinios acerca de nuestro destino cultural se ha convertido, desde Nietzsche hasta el presente -para fijar un hito en el tiempo-, en verdadero género literario-filosófico. Mas, también es cierto, como lo observa Sombart en El burgués, que dichas descripciones o análisis críticos del espíritu del tiempo, son más «ingeniosas» que capaces de influir en la orientación de nuestras ideas o en la comprensión del acaecer inmediato. Su gran número, unido a su innocuidad problemática, parecen testimoniar la existencia de una insuperable propensión -sospecha Meinecke- a pensar de modo fragmentario. Investigando las causas de la «catástrofe alemana», opina también que los trastornos de la época «enturbian ineludiblemente todo juicio por más que cada uno se esfuerce en ver las cosas con claridad y objetividad».

Perseguimos, pues, comprender cómo una época que parece descansar por entero sólo en el hombre y en su voluntad de autogobierno, revélase tan ciega al desplegar sus esfuerzos de autoconocimiento. Y comprender cómo ello no impide a sus historiadores y filósofos llegar a afirmaciones radicales. Mencionemos, por ejemplo, aquella en que coinciden, entre otros, Jaspers, Meinecke y Huizinga. Sustentan el criterio de que la crisis del hombre moderno supera, por la cualidad de su desquiciamiento, a toda la serie de pasadas decadencias y aciagos destinos colectivos. Cierto es que una vieja propensión, inclina al hombre a concebir su presente como instante de suprema corrupción. Búscanse, por ello, los signos diferenciales de la realidad y el sentimiento de nuestra crisis cultural. En tal caso, hay quien encontrará dichos signos -como Huizinga- en el pensamiento colectivo de que la crisis actual es un proceso progresivo e irreversible. O bien, lo nuevo y singular del instante histórico es descubierto, cosa que le acontece a Jaspers, en el fenómeno de «la desdivinización del mundo como algo consciente».

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El medio siglo transcurrido ha resultado fecundo en tales búsquedas de variada índole y orientación. Desde la aparición de la obra de G. Le Bon acerca de la psicología de las masas, hasta Erich Fromm en nuestros días, la ruta encuéntrase señalada por una larga serie de autores. Recordemos, además de los ya mencionados, a Ortega y Gasset, K. Mannheim, C. G. Jung, S. Freud, F. Alexander, L. Klages, O. Spengler, A. J. Toynbee, B. Groethuysen, T. Lessing, E. Spranger, E. Cassirer, E. Berl, E. Mannheim, W. Röpke, Conde de Keyserling, E. Kahler, K. Horney, R. D. Butler, R. Guénon, F. J. J. Buytendijk y, en fin, a J. Dewey, W. Frank, F. S. Northrop, Lewis Munford, A. Reyes y F. Romero, en América.

Surgen, así, desde sus respectivas ideologías, sistemas o especialidades, peculiares profecías. Elabóranse interpretaciones sibilinas, encuéntranse sorprendentes y recónditas causas últimas de influjo, dirección y sentido tan inauditos e imprevisibles, como la sucesión de cambios de rumbo que describe un guijarro al rodar por una ladera. Destaquemos, en breves enunciados y con voluntario desorden, algunas de las fórmulas que ostentando no poca soberbia interpretativa, suelen circular como segura clave para aproximarse al conocimiento de los problemas culturales del presente. Decidámonos ya a iniciar este recuento de augurios históricos.

Ahora bien, para dichos autores, ¿cuál es el origen o la explicación del mal?: Rebelión de las masas, pérdida de la capacidad de ensimismarse; sentimiento de irrealidad, de soledad, de alejamiento de toda comunidad y convivencia, despertado por la peculiar rítmica del medio técnico predominante; inadaptación del hombre interior a su potencia exterior; patología cultural; psicopatología colectiva; aniquilamiento de la esfera privada por subordinación a la vida política; el hombre como animal masoquista y sus variables expresiones sociales; ambivalencias del maquinismo; incapacidad para integrar adecuadamente la máquina a la vida social; reversión a lo primitivo como manera de compensar lo hipercivilizado; el romanticismo, el subjetivismo histórico y el historicismo como fuentes de nacionalismo y disolución; la asimilación del desarrollo histórico al biológico; búsqueda de rígidas jerarquías por soledad frente a los demás y vacío interior; temor ala libertad acrecentado por sentimientos de inseguridad; decadencia como neurosis cultural; insuficiente integración de lo occidental y lo oriental; derrota de Asia frente a Europa,   —74→   a causa de su occidentalización creciente; crisis comprendida como ambigüedad de todo lo objetivo; deificación del estado; impotencia ante el transcurrir exterior; inadaptación neurótica entre ciertas actitudes humanas y las nuevas condiciones objetivas imperantes; impersonalismo burocrático; simultaneidad entre el capitalismo decadente y el colectivismo; crisis condicionada por las insuperables contradicciones propias del actual régimen económico; ineludible decadencia encadenada a la fatalidad cíclica que rige a cada círculo cultural; preferencias estimativas orientadas hacia los valores vitales; angustia y sugestibilidad colectivas; visión esquizoidia de la realidad; preponderancia de las tendencias introversivas, como reacción de cansancio ante la extratensión; el espíritu como enemigo del alma; el hombre como animal simbólico; crisis por regreso a un estado de primitiva y caótica «participación»; crisis no puramente política, económica o social, sino del ser moral del hombre; insuficiente diferenciación espiritual del hombre de nuestro tiempo, motivada por el hecho de no haber vivido con hondura la etapa de desenvolvimiento infantil dada como «sentimiento de unidad» y la etapa juvenil que se manifiesta como un realzar la distancia existente entre lo ideal y lo real; crisis sociales y guerreras en conexión con el despliegue de ciclos climáticos mundiales; crisis condicionada por la actual democratización fundamental de la sociedad y por la interdependencia creciente que tiende a establecerse entre los procesos individuales y colectivos; crisis de los tres rasgos fundamentales de la cultura occidental: el intelectualismo, el activismo y el individualismo; crisis determinada por el influjo de las cualidades destructoras del marxismo, del psicoanálisis y de la teoría racista; peculiaridad de la situación actual condicionada por el desplazamiento de la tensión política desde Europa Occidental a Asia; desmesurado desarrollo de la institución de la guerra y de la institución de las clases imputable a la unificación del mundo operada por la universalidad de la técnica occidental. Y, por último, antes de tocar la nota final de esta tan larga como disonante y heterogénea enumeración, añadamos todavía dos hipótesis que también pretenden explicar la evolución social contemporánea. El hundimiento espiritual de la época concíbese en ellas como condicionado por la racionalización creciente de la conducta individual y colectiva, o bien como vinculado a la especialización sin límites del trabajo y la producción intelectual. Dominemos aún, por un instante, nuestro justificado deseo de iniciar un comentario crítico a fin de conceder   —75→   atención a un rasgo muy significativo y además común a todas esta concepciones. A pesar de la disparidad que anima los puntos de partida de las mencionadas «interpretaciones» coincídese, de ordinario, en considerar el gran incremento de la población mundial, la cuestión demográfica, como factor causal fundamental de las actuales convulsiones colectivas. Manéjanse, en este sentido, cifras comparativas que llegan a producir en nosotros una especie de pavor numérico, estimulado por la contemplación del hombre mismo y su ilimitado horizonte de reproducción.

¡Qué notable desborde de conciencia histórica! Empero, ya veremos que no es menor la ceguera que ella encubre. Parece haberse perdido en hondura para percibir lo inmutable en el hombre, lo ganado en soltura y penetración para intuir la cambiante fisonomía histórica. Justas, son, pues, las palabras de Groethuysen: «Hay épocas de la vida histórica en que el hombre dice de sí: soy el hombre, el hombre sin más. Nosotros no vivimos en una de esas épocas. Sabemos de nuestra temporalidad; conocemos nuestra caducidad. Tenemos conciencia de que pasamos para no volver. Ha habido otros hombres y otros hombres habrá. Nosotros constituimos un tipo de hombre, no el hombre todo».

Asombra verificar cómo el despliegue de esta conciencia histórica, antes aleja que aproxima a la conducta objetiva, pareciendo entregar al hombre moderno tanto a una suerte de impotencia frente a la realidad como a los más sutiles «mecanismos de evasión». Recordemos, volviendo la mirada hacia el siglo pasado, que, Dilthey, auténtico amante del autoconocimiento fundado en la visión histórica, advirtió ya, aunque refiriéndose especialmente a la ciencia y la filosofía, el elemento trágico que encierra la relatividad de todo conocer. «De esta disonancia -escribe en unas consideraciones sobre la cultura-, entre la soberanía del pensamiento científico y la perplejidad del espíritu acerca de sí mismo y de su significación en el universo, brota el último y más genuino carácter del espíritu de la época presente y de su filosofía».




- II -

Dejemos ya en libertad a nuestra inquietud crítica y quede ella expresada perentoriamente. ¿Cómo se manifiesta esa ceguera engendrada al parecer, por el antagonismo existente entre conciencia histórica y conocimiento de los motivos reales de los actos? ¿Cómo se revela esa, oculta   —76→   relación entre conciencia universal de la crisis e incapacidad para orientarse en los problemas por ella planteados y que nosotros experimentamos agudamente? ¿Dáñanos tanto el problematismo de todo lo actual como dañó a los griegos su espíritu, siempre ágil para «describir objetiva y comparativamente las formas políticas»? Respondamos: dicha ceguera manifiéstase tanto en la propensión a destacar el influjo de fuerzas impersonales, como en la tendencia a eludir la contemplación de la crisis como surgida del hombre mismo. Cabe insistir, todavía, en una formulación más escueta y tajante. Digamos entonces: a pesar del impresionante despliegue de conciencia histórica relativista, reina una suerte de incapacidad para comprender al hombre desde sí mismo. O, expresado aun en otros términos: La esencia de la individuación del hombre, desplegándose a través de cambiantes formas, fluye del hecho de percibirse la conciencia, originariamente, como conciencia de prójimo; sin embargo, dicha unidad espiritual no es considerada como factor determinante de la evolución histórica.

Y no interpretemos la sensación de vacío e ineficacia que despierta la avalancha de concepciones recién mencionadas, como insatisfacción motivada por la ausencia de un factor coordinador capaz de remontarse a una fuente única. Es decir, tal sentimiento no emana de necesidad de monismo aplicada a la contemplación de la existencia histórica. Sucede, en verdad, que al atender al mecanismo de todos aquellos hilos de la vida social, imaginados como gérmenes de decadencia, y en no pocas de esas concepciones con riqueza de pensamiento, tórnase evidente la falta de un factor motivador que arranque del hombre, como del ser que sólo adquiere suprema realidad en la convivencia creadora. Porque no se trata de concebirlo como un objeto para el hombre, que aparece junto a otros en el ámbito del mundo exterior, sino del hombre como interiorizando a su prójimo y de la variabilidad histórica de cómo ello ocurre. Esto es, trátase de conocer aquellos aspectos subjetivos en que la visión esencial, categorial propia del individuo, depende de la idea del hombre, de la idea del «tú» y del «nosotros» que yace en lo más íntimo y hondo del sentimiento personal y colectivo de la existencia.

Asistimos actualmente al despliegue de un verdadero culto al imperio o magia de lo exterior. Mas también asistimos, en otro plano, a una cabal exterioridad interpretativa. Y ello, aunque se hable en los más diversos tonos -de ordinario muy espirituales-, de desajuste entre lo   —77→   interno y lo externo o de oscilaciones en el nivel de la humana individuación. Digamos que exterioridad, no obstante la amplitud de las diversas «variaciones» conceptuales, si permanece ignorado el plano en que coinciden -en el más hondo sentido antropológico-, visión del mundo y experiencia del prójimo, acción y sentimiento de lo humano. Por otra parte, digamos también en este lugar, que desde el punto de vista de lo que denominaremos sociología del conocimiento histórico parecen aportar, es curioso, igual parcialidad el sabio y el vulgo, la investigación histórica y la experiencia colectiva de los ritmos culturales. Atendemos, al hacer tal distingo, al hecho de que no en todo tiempo han coincidido la visión del investigador de la ciencia de la historia y la vivencia inmediata de la crisis, como hoy ocurre en más de un aspecto.

Al persistir en tal limitación del juicio sobre la situación presente se pierde, al propio tiempo, el sentido para percibir lo inmutable y eterno en el hombre. Verdad es que todos participamos en el fenómeno del moderno ascenso de las masas y del universal asentimiento a sus valoraciones. Pero al describir esta realidad, olvidase que ella ya constituye una manifestación secundaria, sintomática, de inhibiciones que impiden convivir singularizándose recíprocamente. Dicha impotencia origínase, a su vez, en cambios fundamentales en la orientación interior y vital cósmica de los individuos. Coinciden, pues, la masa y sus sabios en esta resistencia a atribuir el origen de los males sociales, junto a otros factores, a una actitud de índole interhumana. Puede parecer injustificado el acusar de «exterioridad» a doctrinas que, como las recién mencionadas, parecen querer decir que Occidente debe buscar el equilibrio interior de sus propias tendencias defendiéndose a fin de conseguirlo, únicamente de sí mismo. Pero no lo es tanto si reparamos en el hecho de que para esas teorías constituye apenas una cuestión marginal investigar problemas fundamentales. El investigar, por ejemplo, cómo la plenitud de la existencia vincúlase a la posibilidad de establecer relaciones directas con el prójimo o al grado de interiorización de la imagen del cosmos; el investigar la dialéctica propia de la convivencia, la determinación de convivencia. Sin embargo, alienta en ello algo eterno.

Una vez más citaremos una aguda observación de Burckardt -verdadero augur del siglo XIX- que cabe, sin violentarla, comprender en apoyo de las críticas que venimos formulando. Refiriéndose a la diversa fisonomía que ofrecen las crisis, dice el historiador de Basilea que «los   —78→   individuos y las masas tienden siempre a atribuir la causa de cuanto los oprime al último estado de cosas vigente, cuando en realidad se trata en la mayoría de los casos de cosas inherentes como tales a la imperfección humana».

Dicha tendencia a descubrir la fuente de la crisis sólo en el desequilibrio de todo lo exterior, o en el desequilibrio, muy formalmente descrito, existente entre lo «interno y lo externo», representa una de las expresiones del culto moderno a lo cuantitativo y material. René Guénon, ha llamado la atención sobre la incapacidad de los occidentales para elevarse por encima de lo sensorial y, correlativamente, sobre su propensión a juzgar como irreal o ficticio lo que no indique la presencia de una realidad sensible. Piensa, en este sentido, que muchos, creyendo escapar al influjo del moderno «materialismo», sucumben a ideologías que a pesar de su apariencia «neo-espiritualista», permanecen en la órbita de aquello mismo que se intentó superar. Y refiriéndose al pensamiento filosófico, llega a afirmar que, a menudo, lo que se acostumbra a designar como espiritualismo o idealismo, no representa otra cosa que un oculto materialismo»38.

Sin duda, resulta ser ilusorio todo lo que se persigue y espera al margen de la naturaleza humana. «Pero ésta misma -puede objetarse con triunfante sonrisa-, varía según las circunstancias históricas». Limitémonos a responder que dicho ritmo cambiante obedece, a su vez a esenciales disposiciones del alma humana. Por eso, la desmesurada valoración de la técnica, aleja al hombre de sí, en cuanto le hace pensar en una felicidad que, acaso por su naturaleza misma -ya se trate de que ella entrañe insuperables limitaciones psicofísicas o bien una infinita voluntad de trascenderse-, no llegará a alcanzar. Cierto es que existen determinaciones y condicionamientos históricos generales que ejercen su influjo ineludible, que despliegan su inevitable curso. Sin embargo, la tensión, diferencial que anima la fisonomía propia de cada instante de la vida de una comunidad, deriva del modo cómo son experimentadas aquellas supremas ordenaciones que rigen su estructura básica, y no emana de la constancia a verdad absoluta de estas últimas. Descubriendo, si se quiere, el subsuelo psicológico de la afirmación precedente, veremos que, en uno de sus aspectos, la fundamenta un hecho observado ya por   —79→   Nietzsche. Dice en La gaya ciencia (Libro Primero), que ha sido más esencial para la humanidad y ha determinado más hondamente su felicidad o su angustia, la «creencia en tales en tales motivos» que el motivo efectivo, que los verdaderos móviles de los actos.

Ya el gigantesco despliegue de autoritarismo, señala la existencia de un primado de lo exterior. Y ello se comprende, como lo han destacado especialmente los sociólogos de tendencias psicoanalíticas, porque para el pensamiento autoritario la «vida está determinada por fuerzas exteriores al yo individual». Así, pues, el problema que nos afecta puede plantearse en los siguientes términos: ¿Cómo influye en el hombre, de qué manera prefigura su vida la creencia en el sentido creador de las fuerzas sociales impersonales o de lo puramente exterior o él mismo? Ocurre, finalmente, que la contemplación del inmenso desarrollo de las técnicas sociales existentes nos arroja, por ese camino, al interior abandono. Y la realidad tórnase, de este modo, ingobernable, aumentando con ello la impotencia personal.

Hablemos, entonces, de fe en el hombre, como de aquella disposición íntima capaz de detener el desarrollo colectivo del sentimiento de impotencia e inseguridad. Mas, no se entienda por ello un ingenuo querer controlar y dirigir racionalmente las posibilidades económicas y técnicas de la sociedad actual. Pues, al hacerlo, en verdad continuamos adaptándonos a la dialéctica que rige los designios inherentes a la moderna civilización técnica, que puede caracterizarse como tendencia a un incremento infinito de activismo. De hecho, sucede que la tenacidad empleada en la pura racionalización de las estructuras sociales y de su peculiar dinámica, desplaza el verdadero problema existente, el problema humano, agudizando así el irracionalismo propio de las contradicciones inherentes al desenvolvimiento creciente de la técnica. Fenómeno comprensible, pues tendiendo, solamente, a controlar fuerzas impersonales, en rigor nos entregamos a ellas, por olvido de las desviaciones que en dichas «fuerzas» condiciona la naturaleza humana. En consecuencia, mientras mayor número de problemas sociales, aparentemente sin solución, nos presente la realidad externa (como los de índole demográfica, por ejemplo) más necesario resultará ser el encontrar la experiencia inferior capaz de guiarnos hacia soluciones objetivas. Y esto no significa idílica fuga de los ineludibles condicionamientos reales y materiales. For el contrario: supone auténtico anhelo de objetividad. Revela necesidad   —80→   de llegar a comprender lo real desde el hombre mismo, para evitar la caída en el encadenamiento que nos amenaza, disimulado, oculto en el querer señorearse de lo técnico a través de lo puramente técnico, o de lo burocrático en función de lo puramente burocrático.

En fin, sírvanos para ilustrar lo que precede, el conocimiento de una etapa propia de la evolución de la experiencia religiosa, agudamente interpretada por Groethuysen. Al investigar la formación de la conciencia burguesa durante el siglo XVIII, en Francia, el mencionado historiador analiza de cómo la disminución de la fe determinó transformaciones e innovaciones en el objeto de la misma. Es decir, piensa que la alteración de las convicciones religiosas del burgués condicionó, correlativamente, un cambio en su concepto de Dios. Así, al disminuir la intensidad de la fe, fue menester que Dios se acercase a la sensibilidad humana a fin de continuar siendo objeto de ella. Del mismo modo, al perder el creyente la creencia en «las intervenciones divinas en el curso de la vida personal», Dios convirtiose en un «arquitecto del universo que se representaba como perfecto». Oigamos aun a Groethuysen pensando, al hacerlo, en lo que naturalmente dedúcese de su observación aplicable a nuestras relaciones con el mundo técnico-burocrático y su voluntad de racionalización, siempre en aumento. «Posible es que al pronto parezca poco evidente esto de que cambios en la forma de creer hayan de influir de un modo u otro sobre el objeto mismo de la fe. El creer más o menos en algo parece afectar a la conciencia del objeto, pero no al objeto mismo. No obstante, es seguro que la distinta posición de la fe dentro del conjunto de la vida tuvo una influencia decisiva sobre lo que el individuo consideraba, o incluso, podía considerar, como objeto de su fe».

Surge aquí, ahora, algo que es, sin más, evidente: La falta de referencia a las fuerzas interiores de la humanidad que caracteriza, no sólo al planteamiento abstracto de los problemas sociales, sino por igual a, su experiencia colectiva, conduce a la desmesurada afirmación de la seguridad exterior como fuente de valores y como estímulo vital. Pero todo no se reduce a eso. También la visión del pasado subordínase a esta misma instancia de somática estabilidad. Ya Jacobo Burckhardt, siempre preocupado por indagar hacia dónde conduciría el optimismo propio de su tiempo, que se manifestaba como espíritu de lucro y sentido del poder, observó este fenómeno. «Lo que ocurre -escribe en sus Reflexiones sobre la Historia Universal-, es que se quiere juzgar todo partiendo de   —81→   ese grado de seguridad exterior sin el que nosotros ya no podríamos existir y se condena al pasado por el hecho de que este modo de concebir la vida fuese ajeno a él...» Más aún, analizando las ideas en que se fundan los juicios sobre la dicha o infortunio de épocas determinadas, dice que se tiende a supeditar todos los problemas a una ley objetiva y fija: «Toda la moral de nuestro tiempo se halla esencialmente orientada hacia esta seguridad que exime al individuo, a menos por regla general, de la necesidad de tomar por su propia mano las más importantes decisiones en relación con la defensa de su casa y de su hacienda». Por otra parte, sucede que dicha afirmación de lo exterior, en estrecha correspondencia con el anhelo de seguridad, torna inauténtica y falsa la aspiración a la universalidad propia del presente. Pues, la idea de «estado universal», no puede prosperar junto a los requerimientos irracionales y nacionalistas que el deseo de seguridad despierta y favorece.




- III -

Siguiendo las consideraciones precedentes, nos hemos aproximado al objetivo que se pretende alcanzar en este capítulo: delimitar el sentido de proclamar la necesidad de iniciar nuevas indagaciones psicológicas para comprender las peculiaridades del sentimiento americano de la vida. Ellas revélanse, en particular, en el haz de experiencias que enlaza estrechamente su visión de la historia, la vivencia del prójimo y la idea del hombre. Con todo, falta aún una corta etapa por recorrer, antes de llegar a determinar el alcance de tan decisivo planteamiento.

Continuemos, pues. No cabe concebir la existencia de verdadero pensamiento o sensibilidad histórica, sin el despliegue de un auténtico anhelo. Porque es nuestro sentido de la vida el que se proyecta al pasado. De ahí que la perspectiva de lo ya acaecido varía continuamente, según el ritmo del presente y el presagio del porvenir. Se explica así que resulte legítimo hablar de historia al tratar del presente. En consecuencia, no debemos ver en el pasado -sugiere Burckhardt-, la antítesis del ahora, sino ir descubriendo en él lo constante, lo típico en el hombre. De ese modo, llegaremos a contemplar lo actual como devenir hacia, el que confluyen lo originario e inmutable unido a lo nuevo y singular. Trátase de esa «plasticidad» de lo pasado que ha destacado especialmente William Stern, y también Max Scheler, entendida en el sentido de que las «expectativas   —82→   del futuro» van modificando la imagen de las grandes individualidades históricas, las que sólo permanecen rígidas y estáticas para las abstracciones naturalistas. Según el signo que rige el instante va cambiando, para Stern, el significado espiritual de Platón, Jesús o Goethe, por ejemplo. Por eso, teniendo presente la jerarquía de condicionalidad primaria que posee la experiencia del prójimo, se comprende que pueda encontrarse en el peculiar sentimiento de lo humano del americano la clave para interpretar su manera de narrar la historia y de experimentar el futuro.

Importa, entonces, conocer la naturaleza íntima de las visiones prospectivas. Cada vivencia del futuro encuéntrase animada por una tensión diferencial que le es propia. Ahora bien; ocurre que el hombre de la época presente no aspira a calcular, presagiar o conjurar el porvenir, sino que intenta prefigurar el ritmo y dirección esencial de su historia, «Una de las más fuertes diferencias -escribe Burckhardt- entre el mundo antiguo y nosotros, es que aquél pretendía o creía adivinar el porvenir y nosotros no». Mas, el advertir que no poseemos especial sensibilidad para los presagios y adivinaciones, no revela por entero lo particular de la actual imagen de lo futuro. Si los griegos cultivaban el arte o la ciencia augural, el hombre de esta época, en cambio, no aspira a indagar el futuro, sino a racionalizarlo. Su vaticinio del porvenir se reduce a percibir el instante como susceptible de seguir la órbita de los designios humanos conscientes. Frente al desarrollo de la mántica en Antigüedad, desenvuélvese ahora la magia del racionalismo, el pathos de los planes quinquenales, en suma, las planificaciones de toda índole».39

Por este camino estimúlase, además, la tendencia a imaginar hombres pertenecientes a sociedades ideales. Surgen éstas a través de representaciones cuya característica más notoria aparece en el hecho de concebir el destino humano como función de la voluntad de autogobierno, particularmente por lo que toca a la estructura social, a la «organización», al sistema de vida. Y alienta en todo ello un sentimiento del yo, que alejándose de la idea de la naturaleza humana concebida como inmutable, erige al propio tiempo la nueva imagen del mundo. Al desplazamiento   —83→   de lo experimentado como íntimo, corresponde, pues, una original cualidad de la visión universal. Dicha forma de la conciencia histórica y la idea de la individuación que la expresa, desata, como es natural, peculiares antagonismos psíquicos. Finca aquí lo particular en que no se manifiesta en el presente sólo la milenaria oposición -que no siempre fue semejante, por otra parte, para la comprensión del pasado y para la experiencia colectiva de la temporalidad- existente entre lo absoluto y lo histórico, o entre un derecho natural racional, invariable y lo irracional de la vida. Trátase del antagonismo -que a través de variados enfoques hemos intentado describir en esta Introducción- o, vista desde otro ángulo, del peculiar enlace que experimenta el individuo entre la voluntad de racionalizar el futuro o el sentimiento de impotencia frente al prójimo o al porvenir inmediato. Ahora, cuando a todo eso se agrega la valoración del hombre en sí mismo, como tendencia opuesta a su identificación con potencias trascendentes -cosa que ocurre en el americano con la fuerza de un fenómeno originario-, compréndese la necesidad de nuevas indagaciones psicológicas.

Afirmamos que ellas deben orientarse en el sentido de descubrir las íntimas relaciones existentes entre la evolución de la historia o el sentimiento de lo humano. Esto es, en el sentido de sacar a luz, no sólo la variabilidad histórica de la experiencia del prójimo, sino también el influjo ejercido por esta vivencia sobre el curso de la cultura.

Aunque permaneciendo muy alejado de tal planteamiento Burckhardt necesitó, sin embargo, describir peculiares estructuras psicológicas a fin de poder emprender con hondura el estudio del Renacimiento. Aislemos, a guisa de ejemplo, algunos supuestos psicológicos de su historiografía. Burckhardt tiende a narrar lo acaecido en función del interior enlace creado por las correlaciones espirituales que una experiencia primordial condiciona. Así, el nuevo sentido de la individuación -el despertar de la individualidad- desarrollado durante el Renacimiento, engendró particulares relaciones funcionales en las diversas reacciones y actitudes anímicas. Entre otros motivos de tal cambio, se cuentan las continuas amenazas que se cernían sobre los «príncipes», la tiranía misma como impulsando el desarrollo de la personalidad. La consideración objetiva del estarlo desenvolvíase, también, paralelamente al despliegue de lo subjetivo. Dejando atrás cierta indiferenciación medieval, sepárase entonces claramente, la conciencia como referencia al mundo y a la intimidad.   —84→   «El hombre se convierte en individuo espiritual y como tal se reconoce». Lejos de estigmatizar lo individual, se reverencia lo singular y lo único. Persistiendo en este rumbo sucédense aun otros encadenamientos espirituales. Vemos que al desarrollo del individuo corresponde «una nueva forma de valorización hacia afuera: el sentido moderno de la gloria». La misma propensión al sarcasmo y la burla remóntase a un individualismo de esa estirpe. Y de parecida fuente brota, además, el descubrimiento del mundo, de la belleza del paisaje y el descubrimiento del hombre. Vincúlase también, a todo esto, el desarrollo del sentimiento del honor. Es decir, el despertar de la individualidad irradia en todas direcciones, creando un estilo de vida y de arte, una manera de amar y de fantasear.

Dependiendo ello de un individualismo exaltado, sentido como sin límites, sólo en él mismo debemos buscar elementos para enjuiciar el Renacimiento. Pero, evitemos aplicar sentencias generales a los pueblos, nos advierte Burckhardt. Sobre todo, porque el juzgar el carácter y la conciencia nacionales resulta «enigmático», tan pronto como llegamos a un punto en que no pueden distinguirse claramente los defectos de las virtudes, que aquéllos encarnan. De ahí que en el carácter del italiano de esa época, su deformación principal «se nos presenta, a un mismo tiempo, como la condición de su grandeza: el individualismo desarrollado». Burckhardt, por cierto, no ve una «culpa» en las relaciones entre moralidad e individualismo, ni en el hecho de que la afirmación de lo singular en uno conduzca, no sólo a su afectiva búsqueda en el otro, sino hacia una extraña mezcla de renunciamiento y egoísmo, de venganza y sentimiento del honor. Dejando muy atrás cualquier enjuiciamiento, le parece que ello «fue impuesto por un decreto de carácter históricocultural». En fin, de igual manera, acontece que el individualismo del hombre del Renacimiento convierte su religiosidad en subjetiva, en cosa personal.

Esta visión de Burckhardt condensa dos direcciones metódicas, en las que el signo de cada hecho subordínase a la estructura de la totalidad en que se manifiesta. En una de ellas se deja entrever cómo el individualismo extremo proyecta su orden interior sobre el estado, la religión, el arte y la vida social, configurándolos; sostiénese, en la otra, la idea según la cual en las distintas actitudes vitales, en sus factores motivadores,   —85→   anida una viva referencia a la totalidad, estableciéndose en ella, particulares relaciones funcionales.

Hasta aquí un aspecto de los supuestos histórico-psicológicos utilizados por Burckhardt. Como fácilmente puede verse, ellos no consiguen penetrar -a pesar de ser extraordinariamente fecundos para la comprensión del Renacimiento-, en la raíz antropológica, en la entraña de lo histórico, ni atienden específicamente a la variabilidad y sentido de los vínculos interhumanos.

Tal limitación evidénciase con especial relieve cuando Burckhardt trata de las «seis condicionalidades» que resultan posibles entre las tres potencias universales: el estado, la religión y la cultura. Describe cómo cada una de estas potencias puede condicionar a las dos restantes, según la significación que encierre para la vida toda. Así, por ejemplo, las religiones que en menor grado entorpecieron la cultura, fueron las dos religiones clásicas, por encontrarse desposeídas de jerarquía, de textos sagrados o de una sensibilidad extrema para los presentimientos y temores del más allá. Pero en esta búsqueda del «hombre histórico» en oposición, como diría Vierkandt, al abstracto y ficticio «hombre natural», Burckhardt no logra alcanzar hasta fuentes que nos parecen primordiales. Verdad es que él mismo niega «valor sistemático» a las «seis condicionalidades». Porque advierte que el continuo devenir aniquila toda rígida subordinación de lo condicionado por lo condicionante. En consecuencia, no vacila en afirmar que «jamás ha existido nada que no se hallase condicionado o fuese puramente condicionante...» Con todo, esta relatividad o rítmico alternarse de factores condicionantes, si bien evita deterministas unilateralidades, deja olvidados condicionamientos recíprocoa esenciales.




- IV -

La real necesidad de iniciar nuevas indagaciones psicológicas, se manifiesta tan pronto como establecemos la relación estructural, el condicionamiento entre experiencia del prójimo e ideal del hombre (como implicación, queda dicho, que no denota causalidad, sino interacción).

¿Constituye la idea del hombre un dato último y, por lo que respecta a su origen, revela ella la existencia de un problema límite? Pensamos que el contenido vivo de esa idea es función de cada singular experiencia   —86→   del prójimo. En Hispanoamérica, la sensibilidad para lo humano ocupa el primer plano. El sentimiento de la naturaleza y del paisaje encuéntranse subordinados a dicho motivo primario. Por eso, si el arraigo social de la concepción de la vida y del mundo ha de entenderse en toda su significación para la historia de la cultura, debe tenerse presente lo designado por nosotros como necesidad de prójimo. Y, en no menor grado, debemos atender a las experiencias que se derivan del anhelo de mutua formación, anhelo que constituye el correlato vivo de la idea del hombre. En la esfera íntima de la convivencia, experimenta el individuo su definitivo amor al mundo. Surgen en ella misma los impulsos animadores de la actividad creadora. El americano, que no percibe a su prójimo como encarnando una ley inmanente al mundo -cosa que le ocurría a los griegos, para quienes el hombre representaba una parte del cosmos-, acaso no tienda a educarlo para actuar en un estado concebido como capaz de encarnar la justicia y la armonía suprema del Ser. El americano, para quien la autenticidad personal está dada en la posibilidad de establecer relaciones directas con los demás, descubre lo valioso en la actualidad personal. Del mismo modo, imagina, el futuro como proceso de interiorización, de creciente aproximación a sí mismo. Porque tal es el significado esencial de su necesidad de prójimo: valorar al hombre en sí mismo.

Por otra parte, la tendencia a establecer vínculos inmediatos con su prójimo, orgánicos, directos, parece despertar la visión de un enlace interior con lo colectivo que no aniquila al individuo estimulando, por el contrario, su espontaneidad expresiva. (Naturalmente, en la medida en que no! alcanza el universalismo técnico de la época, que todo lo penetra, la mediatez masificada también deforma -y en parte anula- la frescura prístina de nuestras actitudes originarias).

A pesar de ello, existe en el americano cierto «ascetismo» aplicado a las contactos personales, entendido como austeridad y relativa prescindencia del otro. En efecto, su ideal del hombre condiciona el aislamiento interior, tanto como su anhelo de relaciones compénsase con la soledad por impotencia expresiva. Porque pertenece a la naturaleza de su sentimiento de lo humano vivir esta etapa de indiferencia formadora. Asimismo, acontece, en general, que la voluntad de influir éticamente se rige por las leyes propias del ideal humano correspondiente. Por eso, lo importante es descubrir el motivo último de la necesidad de recíproco influjo,   —87→   para activar desde él educando. Su manera de manifestarse es lo que distingue a una sociedad de otra. Entendemos, pues, por experiencia formadora, el sentir la convivencia como legítima sólo en cuanto todo en ella subordínase al deseo de influir en los demás. Podría decirse, entonces, que la oposición individuo-comunidad tiende -idealmente- a desaparecer, tan pronto como el individuo elabora el contacto con el prójimo a través de su vivencia formadora y es, por ahí decirlo, impulsado por ella. Acaso en la posibilidad de conquistar dicha síntesis, reside la peculiar grandeza y dirección del futuro de América.

Tales son los problemas que se plantean a una teoría psicológica que pretenda comprender con hondura algunos aspectos de la moderna conciencia histórica relativista. Mas, las precedentes consideraciones no indican que demos nuestro asentimiento a la doctrina de Lamprecht, según la cual el estudio de la historia es «psicología aplicada». Del mismo modo, el hecho de que intentemos aplicar la fenomenología de la experiencia del prójimo a la descripción de la sociedad y de la historia, tampoco prueba que pensemos que los períodos culturales puedan reducirse «a la acción de leyes psíquicas sencillas». Perseguimos, en rigor, el conocimiento de los peculiares antagonismos que afloran en una época que, como la actual, encuéntrase esencialmente condicionada por la orientación del hombre hacia sí mismo (si bien ello no siempre se manifiesta y expresa como afirmación de valores personales).

Por consiguiente, dichas investigaciones histórico-psicológicas deberán elucidar, de preferencia, el sentido de la siguiente serie de hechos: De cómo el espíritu que encarna en la tendencia hacia nuevos objetos de identificación -el hombre y la historia concebidos como naturaleza-, encuéntrase vinculado tanto a una nueva concepción de la individualidad como a originales formas del vínculo interhumano. Y poner en claro, además, de cómo en el presente enlázanse la perspectiva histórica relativista, el impersonalismo y la indiferencia formadora. (Y piénsese, por lo que respecta a esto último, antes en términos de voluntad popular, de anhelo inmediato, que de técnicas pedagógicas oficiales).

Fundamental es, en consecuencia, la pregunta que brota, aquí, digamos que espontáneamente: ¿Qué tipo humano, qué ideal de formación puede surgir de la moderna mentalidad de masas? Y al cavilar en su alcance no debe olvidarse el escenario real que ahora contemplamos. Ocurre que el impersonalismo nos convierte en insensibles a la ajena condición.   —88→   la responsabilidad moral frente a un prójimo que se desvanece en medio de la inmensidad del grupo o de la mediatez de los contactos afectivo-espirituales. Más todavía, La falta de seguridad que, con todo, alcanza como un aura de obscuros vaticinios hasta la masa misma, a veces torna cínicas las relaciones entre los hombres. El impersonalismo estimula, así, una suerte de indolencia y hasta de resentimiento por el otro percibido como sufriendo limitaciones comunes.

Condiciona, también, inhibiciones en otro sentido. Parecería que las mediatizaciones características de las relaciones de masa impiden la visión de lo individual y lo humano general, como constituyendo la unidad originaria. ¡Con cuánta razón se ha dicho, ya en el siglo pasado -como lo recuerda Meinecke-, que no parecen ser décadas, sino siglos lo que nos separa de Goethe! En efecto, perdida está aquella goethiana proclividad a descubrir lo universal en el seno de lo particular, que caracterizaba su idea de la individualidad. De ahí que en el presente se opongan con tal violencia el individuo y la comunidad. La verdad es que ya no aspiramos a situarnos por encima de los antagonismos ni a buscar la armonía de los contrarios. Persíguese, más bien, la monótona uniformidad de lo impersonal que lo humano universal. Por eso es estigmatizado lo singular. Y del impersonalismo, impotente para concebir la unidad de la vida en todo el ámbito de sus cualitativas oposiciones, mana la indiferencia formadora ya que, según quedó expuesto más arriba, la responsabilidad frente a los demás sólo se actualiza a través de una honda aprehensión de lo individual. La misma intransigente afirmación del valor supremo de la comunidad comprendida como lo colectivo supone, antes un firme temple personal que real despersonalización. No debe confundirse, por eso, el personalismo colectivista con el impersonalismo que representa un mero mecanismo de evasión.




- V -

Ahora bien. Fácil es verificar que en los estudios realizados acerca de la sociedad americana o de la crisis cultural contemporánea, la referencia a lo interhumano a menudo se expresa por medio de tímidos titubeos conceptuales. O bien, sucede que la vacilante búsqueda inhibe en el investigador el deseo de llevar hasta sus últimas consecuencias la descripción   —89→   de fenómenos fundamentales. Sin ir más lejos, eso es lo que ocurre con la resistencia a ver lo que hay de incondicional en la necesidad de prójimo, o a distinguir cómo la experiencia del tú integra la estructura categorial de la imagen del mundo. Finalmente, vence la inclinación a las interpretaciones pragmáticas del sentido de la vinculación con los demás. Con todo, no puede evitarse -hecho elocuente- el rondar este núcleo de problemas. Por eso, aparecen a veces, como ahora veremos, luminosas observaciones, mas sólo este.

Resulta especialmente significativo que Karl Jaspers, testigo del derrumbe del nacionalsocialismo, destaque -en un estudio que tiene por objeto investigar la «culpabilidad» de Alemania, su «responsabilidad» en la Segunda Guerra Mundial-, que «la falta de visión que se nota en el pensamiento humano, sobre todo cuando reviste la forma de la opinión mundial, que como una ola irresistible todo lo arrolla, es un peligro enorme». En el hecho de «colocar al individuo bajo lo general», en el «desviarse hacia lo general», descubre lo inhumano, la degradación del hombre como individuo. Del mismo modo, la tendencia a vincular la existencia a un conjunto, «a no apreciarse como individuo paraliza los impulsos morales». En fin, importa advertir que Jaspers, opinando que la idea de la culpa global constituye una fuga de la responsabilidad personal, únicamente imagina como posible juzgar moralmente a otro siguiendo el camino de la identificación con el prójimo: «Sólo el considerar a otro como a uno mismo crea la intimidad que, en libre comunicación, permito convertir en cosa común lo que es realidad personal sólo en la soledad».40 Todo lo cual -es necesario verlo claramente-, dista aún mucho de representar un enunciado positivo y riguroso relativo a las leyes que rigen la forma interior de la convivencia y su variabilidad histórica.

Tales consideraciones muévense, en verdad, en la esfera propia de aquellos pensamientos -o mejor, lamentaciones- típicas de la época. Así, Jaspers señala con especial énfasis cómo el hombre-masa se desvanece en la pluralidad de su existencia; cómo el individuo vive como «conciencia social existencial», reducido a lo general, convertido en mera función. Por lo mismo, ocurre que se tiende a evitar el «contacto de hombre a hombre en lo personal». Piensa, en fin, que a consecuencia de ello, una   —90→   «angustia vital» desconocida en el pasado, surge del hecho de que parecería que nadie se vincula de «modo absoluto» a nadie.

El mencionado filósofo existencialista cree descubrir, por otra parte, en el psicoanálisis, una de las manifestaciones negativas de la época. Le atribuye «cualidades destructoras», particularmente por concebir a la cultura como sublimación de instintos reprimidos. Pensamos que ello es exacto en cuanto el psicoanálisis sucumbe a la misma limitación de la edad presente, consistente en su impotencia para comprender el elemento incondicional propio del anhelo de mutua actualidad, de realidad, de espontaneidad que impulsa los contactos humanos.

En este sentido; Erich Fromm ha intentado superar ciertas limitaciones de Freud. Mas, a pesar del historicismo aplicado a la idea de la naturaleza humana, su interpretación de la dialéctica de la individuación y de la libertad, posee algo de mecánica invariabilidad41. Debemos reconocer, sin, embargo, -y por tal motivo exponemos su doctrina- que Fromm afirma que la única actitud que no conduce al hombre hacia un conflicto insoluble es la que supone «relación espontánea con los hombres y la naturaleza, relación que une al individuo con el mundo, sin privarlo de su individualidad». Veremos, no obstante la hondura de este enunciado, cómo al referirse concretamente al sentido que orienta la «necesidad de evitar el aislamiento», ella aparece sólo pragmáticamente descrita. Verdad es que continua, monótonamente, los teóricos de la psicología analítica nos hablan de angustia humana. Pero claro está que ello no prueba que con eso -sea por lo formal o por lo superficial de la referencia-, quede cabalmente delimitada la interioridad del hombre, o comprendida su esfera toda de experiencias posibles. Y recordemos que también ocurre que al conceder preponderancia al «factor humano» en la evolución de la historia piénsase, a menudo, en unos mecanismos psíquicos elementales en los que no tienen cabida las experiencias del alma ajena.

En las distintas épocas puede acontecer, acaso inevitablemente, si bien por motivos diversos, que el hombre se sienta acosado por un profundo sentimiento de soledad e impotencia. Y ello porque, para Fromm, no sólo los impulsos biológicos poseen el carácter de inmutables, sino   —91→   también la necesidad de evitar el aislamiento físico y la soledad moral. Mas, esta necesidad varía según las oscilaciones experimentadas por el «nivel de individuación» sujeto, a su vez, al cambiante curso de la historia. Desde la Reforma hasta nuestros días -siempre a juicio de Fromm- el proceso de individuación humana parece haber alcanzado las más altas formas. Al llegar aquí, divísase ya el gran problema. Pues, con ello, también se ha producido el alejamiento máximo de los «vínculos primarios», lo que trae aparejado el despertar de agudos sentimientos de soledad, impotencia e inseguridad.

¿Cuál es el mecanismo que rige estas conexiones psicológicas? La pérdida de los vínculos primarios anteriores a la individuación, constituye para Fromm la clave fundamental de la historia social del hombre. Denomina «proceso de individuación» el tránsito desde un estado de primitiva participación en el todo, de unidad indiferenciada con el mundo natural, hasta alcanzar la conciencia de sí mismo, la objetividad frente a la naturaleza. Antes de emerger el hombre como individualidad, sucedía que el enlace orgánico con el todo le confería seguridad, aunque a costa de inhibir las revelaciones de lo singular en él. Vínculos primarios son para Fromm los que se establecen entre el niño y la madre, los que unen al hombre primitivo con la naturaleza y el clan, en suma, aquellos que incorporan al hombre medieval a la Iglesia o a su casta social. (Evidente es aquí la confusión y el desconocimiento de una verdadera jerarquía o distinción objetiva de la índole de los vínculos sociales posibles. Prosigamos, con todo). El despliegue continuo del proceso de individuación manifiesta, en general, un carácter dialéctico, adecuado, en cada caso, al nivel histórico de la individuación propio de la sociedad de que se trata, cuyos límites no pueden tramontarse. Si, por un lado, aumenta la fuerza del yo, despierta, por el otro, simultáneamente, un sentimiento de soledad e impotencia. Renace entonces el anhelo de sumergirse nuevamente en el mundo exterior, de despersonalizarse, como reacción conducente a superar los sentimientos inhóspitos. Pero los vínculos primarios resultan ya, en definitiva, irrecuperables. Las identificaciones ulteriores serán inevitablemente de otra índole. Tal es el proceso dialéctico de la individuación. Atendamos a las propias palabras de Fromm: «La individuación es un proceso que implica el crecimiento de la fuerza y de la integración de la personalidad individual, pero es al mismo tiempo un proceso en el cual se pierdo la originaria identidad   —92→   con los otros y por el que el niño se separa de los demás». La falta de armonía entre esos dos procesos estimula la tendencia a evadirse, a través, de los más variados mecanismos de compensación anímica. En el hecho de «ser parte de la naturaleza y sin embargo trascenderla», reside el destino trágico del hombre como, asimismo, lo ambiguo de la experiencia de la libertad. Esto es, si las condiciones sociales y culturales tienden a obstaculizar el libre despliegue de la individualidad, la libertad se torna insoportable. «Ella se identifica entonces -escribe- con la duda y con un tipo de vida que carece de significado y dirección. Surgen así poderosas tendencias que llevan hacia el abandono de este género de libertad para buscar refugio en la sumisión o en alguna especie de relación con el hombre y el mundo que prometa aliviar la incertidumbre, aun cuando prive al individuo de su libertad».

Todo este sencillo -aunque delicado- mecanismo interpretativo parece atascarse, detenerse súbitamente -y aprovechando esta parada volvemos al tema central-, tan pronto cono Fromm intenta contestar «por qué el miedo al aislamiento es tan poderoso en el hombre». No ve en ello ningún misterio. He aquí, pues, su respuesta: «Un elemento importante lo constituye el hecho de que los hombres no pueden vivir si carecen de formas mutuas de cooperación. En cualquier tipo posible de cultura el hombre necesita de la cooperación de los demás si quiere sobrevivir; debe cooperar ya sea para defenderse de los enemigos o de los peligros naturales, ya sea para poder trabajar y producir». La, réplica debe ser inmediata: El plano en el que Fromm describe lo interhumano, representa el de las interacciones de dirección puramente biológica, pragmática o impersonal. Es la esfera donde el otro, exteriormente concebido, no aparece como forma interior inherente a todo ver, sentir y querer, sino como un objeto, vivo, es cierto, pero situado junto a otros objetos de la naturaleza. En consecuencia, Fromm ni siquiera menciona el proceso de recíproca actualización de la esencia personal, de plenitud íntima condicionado por la verdadera referencia directa a los demás, regido por el juzgar y aprehender al otro en sí mismo.

No debemos extrañarnos, por lo tanto, que auxiliado por tal instrumento teórico -la reducción de la experiencia del prójimo a mera huida del aislamiento por necesidad de «mutua, cooperación»-, se atenga al formalismo al intentar fijar la cualidad diferencial propia de las relaciones personales en diversos períodos históricos. En contraste con lo que   —93→   acontecía durante la Edad Media, «el sentimiento de aislamiento y de impotencia del hombre moderno -escribe- se ve ulteriormente acrecentado por el carácter asumido por todas las relaciones sociales. La relación concreta de un individuo con otro ha perdido su carácter directo y humano, asumiendo un espíritu de instrumentalidad y de manipulación». ¡Cabal formalismo interpretativo! Pues, al considerar las relaciones del hombre medieval, en oposición al carácter de las del hombre actual, como «directas», olvida su afirmación anterior según la cual «la sociedad medieval no despojaba al individuo de su libertad, porque el «individuo» no existía todavía; el hombre estaba aún conectado con el mundo por medio de sus vínculos primarios». Y no se trata de sorprender contradicciones sistemáticas por puro solaz lógico. El hecho es que esos vínculos primarios suponen la existencia de procesos de identificación, de impulsos tendentes a lograr la unidad indiferenciada con el mundo natural. Es decir, dichos vínculos mediatizan los contactos humanos determinando solamente relaciones indirectas que se establecen a favor de la previa identificación del otro con un todo social. Del mismo modo, la experiencia religiosa también puede condicionar la pérdida de contactos directos por desenvolverse ellos a través de la visión de la divinidad. En rigor, Fromm no vislumbra la fisonomía diferencial que distingue una relación inmediata, orgánica, espontánea, de su contraria. No elabora el criterio necesario para ello, ni indaga los fundamentos antropológicos de los vínculos humanos, cuyo conocimiento constituye la única ayuda posible para valorar el verdadero grado de actualidad personal. En consecuencia, la idea de la propensión a establecer vínculos directos, concebida como característica propia de la sociedad medieval representa, verosímilmente, sólo una apariencia ilusoria, formal. Y reconozcamos, en este sentido -alejándonos ya de este investigador-, que justo es dirigir a Fromm las mismas críticas que hemos desarrollado a propósito de Tönnies. Nada más y nada menos42.



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- VI -

El advenimiento de la nueva modalidad de las relaciones humana evidénciase en el espíritu propio de la vida social en nuestras tierras y, simultáneamente, en el modo de existencia característico del hombre de esta época, por dondequiera. Justifícase, por eso, la indagación de la cualidad de las experiencias íntimas en que se funda dicha actitud general. Y se justifica, además, porque, como verdaderamente sucede, nuevo género de vínculos actualiza toda una trama peculiar de interrelaciones de varia índole. Es decir, la vivencia del tiempo, la idea de la acción, la visión de la historia, la conducta moral, el arte mismo, en suma, experimentan honda mutación.

Karl Mannheim, en base a estos hechos, y considerando en particular que esta edad siente como su problema más entrañable el de la transformación del hombre, ha investigado el tipo de psicología que se elabora al perseguir la realización de dicha tentativa. Partiendo del supuesto tácito de la inexistencia del «hombre en general», cree Mannheim que «el punto de vista de la planificación lo anuncian manifestaciones nuevas de la psicología». Y ello lo considera natural, ya que, a su juicio, cada sistema económico engendra como correlato orgánico un tipo humano particular. Así, el pragmatismo, la psicología de la conducta y el psicoanálisis le parece que surgen de la voluntad de planificar y, en general, de las tendencias sociales características, de la época actual. Veamos ahora, brevemente, cómo se corresponden -para Mannheim- éstas tendencias y aquéllas corrientes de la psicología contemporánea.

En tanto ocurre que el pragmatismo no establece una separación insuperable entre el pensamiento y la acción, sirve adecuadamente a la voluntad de planificar. Porque ello significa que el pragmatismo tiende   —95→   a integrar, a hacer coincidir el pensamiento y la conducta. Por otra parte, en la sociedad de masas resulta también necesario poder calcular la manera de reaccionar del individuo medio ante determinadas circunstancias; y, necesario, además, conocer sus motivaciones o transformar su personalidad. Siendo así, la psicología de la conducta expresa entonces los requerimientos de la actual mentalidad racionalizadora. En fin, el psicoanálisis contribuye, a su vez, a favorecer los intentos de planificación. Pues el conocimiento de las motivaciones inconscientes, puede señalar el camino de una adaptación más honda del individuo a la realidad social, de índole no puramente mecánica o exterior, como es el caso del conductismo, sino persiguiendo comprender al hombre en su totalidad.

Verdad es que Mannheim proclama la necesidad de una nueva psicología para emprender los fenómenos sociales de la época. Cierto es que también reconoce que los estudios más valiosos escritos en este sentido constituyen un recuento de síntomas incapaz de alcanzar hasta el conocimiento de las causas determinantes. «La razón principal -concluye- de nuestro fracaso en esta rama de los estudios es que hasta ahora no hemos tenido una psicología histórica o sociológica». Sin embargo, no ha advertido Mannheim que las psicologías mencionadas, si bien pueden servir adecuadamente a los designios de las diversas etapas de la planificación económica y social, no tocan específicamente el problema fundamental; esto es, no atañen a la significación del signo bajo cuyo influjo vive el hombre de hoy: la certidumbre de su libertad histórica. Expresado en otros términos: se trata de comprender el oculto sentido de su creencia en la posibilidad de configurar el futuro. Ella existe y se desenvuelve, tal parece, en la medida en que el hombre comienza a percibirse a si mismo como el valor supremo.

En este escenario poblado de predicciones históricas y de optimismo racionalista, se perfilan, también, singulares conexiones espirituales, importantes tanto por lo que toca a lo vivido mismo, como a la teoría que puede hacerlo comprensible. Así, por ejemplo, conciencia de la historicidad, desplazamiento de lo experimentado como íntimo -en cuanto a la vivencia-, y peculiaridades en la manera de experimentar al prójimo como fuente de la idea del hombre -por lo que respecta a la pura teoría-, representan nexos esenciales que Mannheim desconoce. Y ello   —96→   es exacto, aunque afirme la variabilidad de la naturaleza del hombre. Porque, al igual que otros sociólogos, olvida las transformaciones históricas del sentimiento de lo humano.

Por otra parte, así como Mannheim no distingue suficientemente el hecho de cómo es vivida la libertad -aunque la conciba en relación a una sociedad determinada-, del problema de su posibilidad objetiva, tampoco diferencia los tipos de psicología que están al servicio de la mentalidad planificadora, que la alientan, estimulan o hacen posible, de los verdaderos motivos de dicha voluntad de planificar. Y es, justamente, en este último punto donde surge la necesidad ele iniciar nuevas indagaciones psicológicas. Lo cual significa que cuando Mannheim invita a ahondar en un conocimiento de lo anímico que favorezca los intentos de prefigurar el futuro, sigue en verdad el mismo movimiento colectivo que pretende explicar.

Por segunda vez debemos formularnos la pregunta: ¿Qué ideal de formación puede elevarse del espíritu de masificación? Porque Mannheim no repara en que la tríade de enfoques psicológicos recién mencionada sirve, por cierto, al imperio de la racionalización creciente, si bien lejos de aproximar al hombre a sí mismo, le aleja con ello de su real autenticidad. Observemos, por eso, que se juzga como una romántica herejía el invocar -estigmatizando al hacerlo todo elevado ideal de formación- el invocar hoy la propia legitimidad y armonía interiores como fundamento de una acción social y económica creadora. No debe sorprendernos entonces que Mannheim, sirviendo a la época tanto en su anhelo de impersonalismo como en su tendencia a la fuga de la autonomía personal, concluya elaborando una fórmula verdaderamente simbólica. Afirma que la libertad no consiste ahora en poner límites al planificador, sino en crear una forma de planificar que la torne posible. Pero aún falta citar el enunciado que debe ser interpretado, tal creo, como expresión histórica sin par de renuncia a la humana autonomía: «planificar para la libertad es la única forma lógica que queda de libertad».

Antes de continuar, es necesario dejar establecido lo siguiente. Cuando aquí hablamos, por ejemplo, de variabilidad histórica de la experiencia del prójimo, entendemos por ello que sus cualitativas oscilaciones únicamente son posibles dentro del mismo ámbito que rige el sentido antropológico primario de dichas experiencias. Lo cual quiere decir, que ni el historicismo ni el sociologismo pueden vulnerar cierta inmutabilidad   —97→   tocante a la esencia misma de las actitudes humanas. Y en esta tarea de sortear equívocos evidénciase, también, que a pesar de que Mannheim clama por una psicología histórica, la verdad es que no desarrolla ni concibe otra forma de psicología que la dictada por su extremo sociologismo. (Desviación conceptual merced a la cual se procede a la desubstancialización teórica del yo y la personalidad, substituyéndolos por una constancia o equilibrio interior, determinado solamente por interacciones de fuerzas sociales). No se pregunta, por igual motivo, qué características constitutivas de la naturaleza propia de ciertas experiencias humanas hacen posible el cambio histórico de la conducta colectiva.

Se comprende, entonces, que atendiendo al puro dinamismo de las transformaciones sociales, imagine la existencia, de manera tan silvestre como pseudo-científica, de profundas mutaciones en la naturaleza humana. Animados de inflexibilidad y rigor, veremos que Mannheim no desarrolla una psicología, ni distingue siquiera las esferas del conocimiento del plano de la conducta. En fin, no diferencia el nivel antropológico de lo histórico, individual o social. La amplitud del variar, de las oscilaciones anímicas dadas entre lo personal y lo humano universal, entre lo mudable y lo eterno, en una de sus manifestaciones fundamentales sólo puede valorarse por el orden de sentido de las experiencias interhumanas. Pero el hecho es que pasando por encima de todos estos distingos, con irresponsable vaguedad científica, Mannheim escribe «que se está produciendo un cambio radical, no sólo en nuestro pensamiento, sino también en nuestra misma naturaleza». (Notable falta de claridad metódica que representa, por otra, parte, uno de los signos típicos de la época).

Lo importante es afinar el sentido para captar lo diferencial, lo particular, evitando que se nos oculte la esencia del fenómeno, su universalidad. Y no se trata de proclamar un romántico culto a lo invariable sino, al contrario, trátase de poder aprehender cabalmente lo singular como dado justo en el juego histórico en que se entrecruzan lo temporal y lo eterno. Por eso, a pesar de que Mannheim reconoce que «se necesita una psicología diferente, que pudiese explicar cómo tipos históricos especiales se derivan de las facultades generales del hombre», se contradice gravemente. Pues a continuación agrega -dejando sin precisar su alcance conceptual-, que la Edad Media y el Renacimiento produjeron tipos de hombres enteramente diferentes a los actuales. A modo de comentario   —98→   final, permítasenos insistir una vez más en el hecho de que sólo la antropología de la convivencia, describiendo la índole de los vínculos sociales de manera clara y distinta, puede contribuir a un verdadero análisis histórico diferencial. En todo caso, delata imperdonable ingenuidad el vaticinar cambios en la naturaleza humana tan pronto como se advierten ciertas modificaciones en el rumbo de la evolución histórica. Además, inspirados en semejante criterio, nos encadenamos, al perder libertad para la visión de lo que ocurre, la que sólo se despliega ante el mirar real y objetivo. Y nos encadenamos, sobre todo, cuando acontece -ilusión tan frecuente como trágica por sus consecuencias- que interpretamos manifestaciones negativas de nuestra propia esencia personal invariable, como definitiva transformación del hombre.




- VII -

Es posible observar, sin embargo, la presencia de signos que anuncian profundas transformaciones espirituales en la manera de ser del hombre. Sólo que ellas antes parecen despertar viejas virtualidades, que revelar ignorados estratos de la persona humana. Para decirlo brevemente, trátase de la inacabable aventura histórica por la que el hombre tiende -no pocas veces siguiendo huellas invisibles para el historiador-, tiende a desplazar hacia lo íntimo los fundamentos del acto moral. Con todo -y aquí reside el dramatismo de la nueva condición-, a nada se resiste tanto como a entregarse a su definitiva responsabilidad. ¿Qué estimula dicha resistencia? Acaso pavores engendrados por la soledad de la autodeterminación.

Bien puede suceder, en consecuencia, que los historiadores del futuro juzguen necesario desplazar el centro natural de la periodificación del pasado, atendiendo al advenimiento de una nueva actitud del hombre respecto de sí mismo. Cosa que, por nuestra parte, equivale a afirmar que deben abandonarse las determinaciones de fases culturales fundadas en los ritmos o cielos cósmicos, en los cambios políticos, en las luchas por el poder y en las crisis, así como también las fundadas en lo puramente histórico. Abandonarse, a fin de revivir la sucesión de las épocas y dividir los períodos de la historia universal en función de cambios en las relaciones del individuo respecto de sí mismo y del otro (criterio   —99→   muy alejado, por lo demás, de la idea hegeliana que considera las fases de la historia como sucesivas objetivaciones del espíritu a través de las cuales éste conquista la conciencia de su libertad). Pensamos, en fin, que la aspiración a captar la unidad cultural, tan natural en el historiador, tal vez puede realizarse con cierta seguridad atendiendo al grado de interiorización de las experiencias humanas.

El curso de la historia adquirirá entonces, para quien la estudie, la apariencia de un proceso de interiorización de la responsabilidad, de identificación entre personalidad y responsabilidad. Lo cual significa que el hombre puede llegar a tener la certidumbre de que todo, la forma, el sentido y el curso de su vida, descansan en él mismo (como creencia que sobrepase actitudes ateístas puramente negativas). Tiende y ha tendido a ello a través de las edades, aunque a nada, en verdad, se ha resistido tanto. Por eso se conservan las huellas que deja esa doble inclinación interior, que tan pronto se manifiesta como búsqueda o huída de la autarquía. Ya nos referimos, más arriba, a que la creencia en la posibilidad de configurar el futuro parece encontrarse estrechamente enlazada, en la actualidad, con el hecho de que el hombre comienza a contemplarse a sí mismo como el valor supremo. Pero, ese es sólo uno de los aspectos eternos del fenómeno de creciente interiorización de la responsabilidad. Bosquejemos, pues, su verdadero perfil, describamos su apariencia más relevante.

Desde hace aproximadamente un siglo, viejos ateísmos vienen adquiriendo nuevos bríos, en tanto que no sólo niegan lo divino, sino que afirman lo humano con plena independencia de esa misma negación. Porque debe verse claro que se trata de un cabal proceso de interiorización y, como tal, ajeno a toda suerte de reacciones compensatorias negativas. Nos referimos a la «desdivinización del mundo como algo consciente», recordando aquí una observación de Jaspers que éste, por su parte, expresa con palabras de Nietzsche. La nueva actitud se ha proclamarlo a través de sistemas tan diversos como los desarrollados por hombres como Carlos Marx, Federico Nietzsche y Nicolás Hartmann43.

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¿Cómo formulan dichos pensadores la crítica de la religión?

Para Marx -que en este punto sigue a Feuerbach-, ella culmina con la idea de que el hombre es lo más alto para el hombre. Y llevando luego tal pensamiento hasta sus últimas consecuencias; concluye, sin vacilar, diciendo que «la única liberación prácticamente posible de Alemania es la liberación sobre la base de la teoría, que declara al hombre como el ser supremo para el hombre». Imagina, además, que el concebir a la persona como lo supremo para sí misma, continúa o actualiza en otra esfera la trayectoria espiritual iniciada por Lutero. Porque el hombre de la Reforma -según Marx-, se liberó de la religiosidad eterna, desplazándola hacia su intimidad, al convertir la devoción en convicción. Parecería así, que para el pensamiento de Marx, el hecho de que el hombre llegue a percibirse como el ser supremo para sí mismo aproxima al individuo a la definitiva emancipación interior.

Ahora bien, ¿qué significación y trascendencia encierra para Nietzsche; aquella sentencia en la que anuncia que Dios ha muerto? Porque tal es -a juicio suyo- «el más grande acontecimiento de estos últimos tiempos». Pero, ¡cuidado! -nos previene-, con creer que el universo es un organismo o un mecanismo; pues representa, por el contrario, un eterno caos. Cuidado, también, con atribuirle perfección o hermosura, irracionalidad o nobleza. Por consiguiente, el cosmos tampoco posee instintos. Se trata, en suma, de «desdivinizar» a la naturaleza y de «naturalizarnos» nosotros mismos, a fin de llegar a formar parte de una naturaleza «redescubierta, redimida». Mas, de todo esto no se posee clara evidencia ni ello es vivido a través de apacibles sentimientos. Las multitudes desconocen aun la significación de esta nueva etapa de la religiosidad humana. Su presagio manifiéstase como una confusa mezcla de sombras milenarias y de luz proveniente de una futura aurora; de alegría de espíritu libre y de «pavorosa lógica del terror», en la que se manifiesta el proceso de «hundimiento y cambio» de la moral europea.

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Y, por último, ¿cómo se incorpora Nicolás Hartmann a esta peculiar corriente de ateísmo? En cuanto el hombre es el ser que tiende a conferir realidad a los valores ideales conviértese, para Hartmann, en persona. El deber ser humano reside, entonces, en el hecho de que sin la proyección de lo ideal a la esfera de lo real operada por el individuo, los valores -ideas platónicas según Hartmann-, permanecerían con el «reino de la esencia», sin actualizarse. En consecuencia, el que coincidan de algún modo personalidad o responsabilidad, indica que en el hombre mismo alientan atributos divinos. Lo cual significa que a través de la persona el deber ser ideal de los valores puede llegar a influir en el curso de la realidad histórica. Siendo, pues, en rigor el hombre quien revela los valores, resulta innecesaria la idea de Dios. Sólo el hombre es personalidad, más no la divinidad. Porque el individuo es libre -y responsable- de optar o no por su actualización. De ahí que para Hartmann lo peculiar de los valores morales no reside ni en su orden o jerarquía ni en la tesis teológica de «su dependencia de otros valores, sino en su relación con la libertad».

Apartémonos ahora del curso seguido por la historia del pensamiento filosófico, a fin de atender al hecho de cómo se manifiesta -o experimenta- este proceso de desdivinización del mundo, en la vida colectiva. Como etapa transitoria de la pérdida de la fe, asistimos a ese «ensombrecimiento» ulterior profetizado por Nietzsche. Es decir, incapaz el hombre del presente de atreverse a sustentar una legitimidad moral y espiritual que emane de su propio ser, le vemos entregado a la angustia y a fanáticos idealismos. Ocurre, así, que olvida, por ejemplo, los rasgos eternos de la naturaleza humana concluyendo por mezclar, en política, la crueldad más irracional con el pensamiento y la esperanza de un idílico futuro; o, si se quiere, por mezclar lo tiránico con la bucólica expectación de felicidades colectivas. Porque el presagio de la desdivinización, distante aún la serenidad, paraliza al hombre en perplejidad frente a sí mismo. Y entonces la certidumbre de la autodeterminación le arroja a esa universal soledad interior, poblada de visiones de obscuros destinos.

La espiritual resistencia opuesta a la desdivinización adviértese en el hecho -y no sólo en él- de que se prefiere la búsqueda y justificación de la angustia concebida como fenómeno primario, antes que decidirse a hacer descansar toda responsabilidad en el hombre.

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Desde aquí podemos ya contemplar cómo se separa el pensar abstracto, especulativo -oficial o solitario-, de las verdaderas experiencias humanas generales. Por un lado divisamos a Jaspers, por ejemplo, afirmando que la pérdida de la fe no representa un puro escepticismo. «La desdivinización del mundo -escribe- no es la incredulidad de los individuos, sino la posible consecuencia de una evolución espiritual que aquí, de hecho, conduce a la nada. Hay una sensación de yermo en la existencia como nunca se había conocido y al lado de la cual la más obstinada incredulidad de los antiguos aparece envuelta en la opulencia de imágenes de una realidad mítica que no había sido abandonada y que todavía resplandece en la poesía didáctica de Lucrecio». Y erígense, por otro lado, Heidegger y Sartre confiriendo a la angustia la categoría de una realidad permanente y última. Tanto en uno como en otro caso, adviértese de inmediato la confusión lamentable en que incurren los actuales existencialistas. Verdaderos filósofos de masas, son merecedores de este nombre -al menos la caterva de sus seguidores-, entre otras razones, por su morbosa sugestibilidad unida a impotencia para comprender el curso real del acontecer. En efecto, identifican una etapa de la evolución histórico-social, cuyas angustiosas manifestaciones negativas obedecen al desconcierto que engendra algo apenas vislumbrado -la idea del hombre como señor de sí mismo-, con el fundamento último del conocer y del ser. En contraste con esa prisa por huronear angustias definitivas, es necesario persistir en una actitud plena de objetividad para que el ser supremo para el hombre llegue a ser, en verdad, el hombre mismo, con alegre pureza.

Y ahora detengámonos en este punto, puesto que hasta él queríamos llegar. La certidumbre -es lo que cabe concluir- del moral señorío que el hombre ejerce sobre sí, condiciona peculiares reacciones sociales que, atendiendo a la superficie actual de lo histórico, a su imagen externa, más parecen exaltar los instintos primitivos que inclinar al individuo al sereno autodominio. Pues bien: el conocimiento de la naturaleza y sentido de tales contradictorias actitudes debe constituir el objeto de las nuevas indagaciones histórico-psicológicas que juzgamos necesario emprender.

Digamos, para concluir, que en cada momento histórico los pueblos revelan sus anhelos más definitivos en el modo como se manifiesta en ellos el desplazamiento de las motivaciones; esto es, la desproporción   —103→   existente entre la norma interior que inspira sus actos y los actos mismos, la desarmonía entre lo afirmado y lo realmente querido. A través de dicha «lucha de motivos» exprésase siempre una lucha entre lo legítimo y lo inauténtico propio del espíritu inspirador de las acciones. Señala, en suma, cómo se deforma lo originario al petrificarse en hechos. Las reacciones negativas que acompañan a la desdivinización -angustia, soledad sentida como sino aciago, impersonalismo, incapacidad para establecer vínculos personales-, constituyen un elocuente ejemplo de ello. El descenso a lo íntimo puede también, por instantes, encadenar. Ahora bien: ocurre que en el americano, el fenómeno del desplazamiento de motivos manifiéstase como la aparente no coincidencia entre su idea del hombre y el tono propio de la convivencia que, a veces, alcanza hasta la región de lo sombrío. En lo que sigue, procuraremos ver qué oculta tal desarmonía.






ArribaAbajo Capítulo V

La idea de América del Sur y limitaciones de esta investigación



- I -

Más allá de todo lírico motivo, un sentimiento, un estremecimiento de soledad ensombrece la vida moderna. Se le experimenta y se la estudia. Como en otras épocas de transición, háblase de ella con insistencia. Pero, en cuanto al modo de vivirla, a su cualidad interior, no revela semejanza con los rasgos que adquirió en el pasado. Porque no se trata hoy del aislamiento y separación de la sociedad a que muchos individuos se entregaron, por ejemplo, en los orígenes del anacoretismo cristiano, en los siglos tercero y cuarto. Nada, pues, de vida eremítica, sino de angustiosa soledad experimentada en el seno de lo colectivo.

En aquellos tiempos, los ermitaños entregábanse al aislamiento físico por motivaciones religiosas y la renuncia al mundo les abría la posibilidad de purificarse interiormente. En cambio, ahora es la densidad   —104→   sin distancias propia de la masa, lo que condiciona una suerte de impotencia expresiva ante el prójimo engendrando, además, la soledad del impersonalismo. Por eso, no se intente descubrir en ésta nada de ascético. Pues trátase de la soledad por falta de recíproca participación interior en los actos y afectos, que acongoja, v. g., al lobo estepario de Hesse. Sintiéndose solo, percibe agudamente su «incapacidad de relación», su «carencia, de relaciones», lo que ya no le resulta afán y objetivo, sino «condenación».

Mas, y oportuno es preguntarlo, ¿por qué hemos analizado con especial énfasis este sentimiento? Porque ocurre que dicho fenómeno nos ofrece una puerta de acceso al punto donde se entrecruzan, lo autóctono y lo mundial. Y ello en esfera tan, principal como la de la convivencia. Puesto que si desde el ámbito mundial nos llega el soplo de la soledad que nace en medio de la masa, entre nosotros encontramos al solitario penetrado de anhelos de comunicación y en busca de relaciones directas con los demás.

En consecuencia, no nos hemos alejado de nuestro tema. Fácil es advertirlo, además, al tener presente de cómo América Latina tiende -y luego veremos que ello verifícase a partir de nuestra propia experiencia de la vida-, tiende a incorporarse a la órbita de los procesos históricos universales. Por otra parte, ¿qué envuelve de extraño el intentar un estudio del sentimiento de lo humano, de la soledad, de las inhibiciones que despierta la presencia del otro, en un mundo donde, como en el americano, la afectividad y la valoración del hombre en su plena autonomía cuentan tan fundamentalmente?

Se comprende, entonces, que Keyserling, en la novena de sus Meditaciones suramericanas, proclame en este continente el primado del «orden emocional», al extremo de afirmar que en Suramérica «el principio racional no desempeña casi papel ninguno, ni siquiera en el mundo masculino». Le parece, en consecuencia, que la amistad constituye el motivo esencial de las relaciones, a las que confiere decisivo tono afectivo. Dicha actitud general sería la creadora, en rigor, de un verdadero orden, si bien de índole puramente emocional. Por todo lo cual no vacila, siguiencio el curso de tales pensamientos, en llegar a una afirmación que altera la serena objetividad descriptiva: «La sublime ética antigua de la amistad no era más que una espiritualización de la amistad suramericana».

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En efecto, a menudo le ocurre a Keyserling perder el sentido de la totalidad. De ahí que modele el «hombre» sudamericano con estratos telúricos y biológicos que, unidos entre sí, o conceptualmente llevados hasta sus últimas consecuencias nos sorprenderían con una imagen humana acaso grotesca. Y es, justamente, tal falta de referencia orgánica a la unidad de sentido, lo que diferencia, sus descripciones de lo que nosotros, aunque empleando designaciones semejantes señalamos, por ejemplo, como pasividad, tristeza, indolencia, hermetismo. Pero, ya analizaremos sus ideas, en el lugar adecuado, y particularmente su biologismo no puramente metafórico. Limitémonos, por ahora, a dejar establecido que los enlaces que Keyserling descubre entre el personalismo sudamericano y la primacía del orden emocional, sólo nos parecen válidos -por existentes-, como observaciones a distancia, sin atender a rasgos muy finos, pero falsas en cuanto a la teoría en que se fundan.

Al penetrar teóricamente en el mundo de la convivencia, parece surgir un inevitable escollo, que anula el intento de comprenderlo sin menoscabo del sentido de la totalidad. Y ello acontece en medida no pequeña merced a un historicismo que oculta lo que siempre hay de humano en el hombre, a pesar de sus continuas transfiguraciones a lo largo del tiempo. Entonces vence la tentación que conduce por el camino de las grandes generalizaciones, las que siempre deforman la imagen de la realidad limitándose con frecuencia, a hipertrofiar un carácter singular, un rasgo social temporal que de ningún modo representa algo humano esencial. El desequilibrio entre lo histórico y lo invariable en la descripción de los fenómenos colectivos induce, pues, a toda suerte de desmesuras conceptuales. Es lo que cabe observar en Keyserling, cuando afirma que no se comprenden los problemas modernos porque se plantean a través de las categorías espirituales del cristianismo pretendiendo encontrar en ellas la solución. Acaso todo marcha bien hasta este punto. Pero, tan pronto como continúa diciendo que no puede verse solución alguna en el amor al prójimo, porque «este prójimo no existe ya», le impiden avanzar severas objeciones (a menos que indique -cosa que Keyserling no hace- el sentido antropológico que confiere a la experiencia del otro). A su juicio, hoy sólo existe el «vecino inevitable» y el «mundo humano circundante», al que atribuye características semejantes al «medio ambiente inanimado».

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Por todas partes resalta aquí lo confuso. Confusión entre lo histórico y lo humano-universal, entre lo individual y lo colectivo, entre la latencia esencial de prójimo, propia del hombre, y su negación radical a favor de un transitorio ocultamiento. Confusión, en fin, entre la esfera de la experiencia inmediata y la interpretación histórica especulativa. Acaso el hombre amó en todas las épocas a su prójimo; pero, ¿de qué manera verificase, en las diversas situaciones, la proyección de su idea de la individualidad sobre el ámbito histórico, de forma que pueda parecer que en un período cultural determinado tal amor no tiene cabida? He aquí el paso metodológico que hemos intentado dar. Esto es, aspiramos a describir el tránsito desde los fenómenos antropológicos esenciales hasta su encarnación histórica concreta, persiguiendo así la visión armónica de lo universal y lo singular.

El mismo problema cabe plantearse, si bien en otro plano, frente al hecho -o la afirmación- de P. L. Landsberg, según la cual el «mundo de que nos habla la filosofía antigua no es el mundo del prójimo, constituido por la caritas - es, más que nada, un mundo de cosas vistas, y los hombres son también, en principio, tales cosas, seres patentes y limitados». Porque, para Landsberg, la persona aún no se había revelado44. Luego, antes y después del cristianismo parecería justificado el considerar como inactuante la idea de prójimo... (En estas generalizaciones adviértese la misma ausencia de un criterio capaz de discriminar cabalmente objetos y problemas, cosa que recuerda la inseguridad metodológica que subrayamos a propósito de K. Mannheim).

Por eso juzgamos esencial precisar, a lo largo de esta obra, el alcance conferido, no sólo al sentimiento de soledad, sino también al sentido de la necesidad de prójimo en el americano. Y fundamental, sobre todo al considerar que en dichos sentimientos exprésase el ideal del hombre, a través del cual se verificará nuestra incorporación al proceso de la historia universal. Porque, para nosotros, encuéntrase estrechamente enlazada la idea de americano y de proceso histórico universal (y téngase presente que pensamos en el latino-americano como en el americano por antonomasia). Es decir, si bien se asiste, por un lado, a la creciente occidentalización, el ascenso hasta el plano de la historia universal se producirá, por otro, desde nuestra idea del hombre. Más   —107→   aún: la unificación misma, la universalidad del futuro se realizarán en la dirección de la experiencia americana de la vida. Lo cual equivaldrá, por otra parte, a elevar a la más alta esfera espiritual y social actitudes que en Occidente sólo alcanzan a representar formas de vida decadentes, puesto que desvirtúan el estilo de una existencia secular que posee su centro en disposiciones interiores diversas de las del presente.

Hemos llegado, siguiendo estas reflexiones, a un nivel enunciativo más allá del cual casi no resultan posibles afirmaciones inspiradas en lo verdaderamente percibido. Añadamos aún, sin embargo, que en tanto que la idea de americano del sur se espiritualiza, en virtud del sentido de objetividad, de universalidad que encierra su anhelo de prójimo, conviértese -idealmente-, en forma interior de incorporación a la historia universal. Y, mientras ello ocurre, los fenómenos negativos de occidentalización, incluso el hecho del vínculo de masa sin prójimo aparente, son reveladores de signos positivos de proximidad al moral señorío del hombre sobre sí mismo.




- II -

Como contemporáneos de este período que tiende a la unificación del mundo -aun cuando en el presente ello todavía acontezca de manera tortuosa, equívoca y contradictoria-, debemos comprender la unidad americana en términos de tensiones y trayectorias espirituales. En suma, ella no puede percibirse cabalmente más que en el modo de incorporación de este continente al proceso histórico universal. El desenvolvimiento da tal criterio implica, por cierto, el abandono de viejos hábitos interpretativos de índole naturalista. Lo que trae como consecuencia que el criterio antropológico inspirado, por ejemplo, en la fusión, en la combinación de substancias étnicas, en la alquimia racial, en lo geográfico o en la pura rigidez de ciertas tradiciones imaginadas como fuente de unidad cultural, debe ser reemplazado por el estudio del modo cómo es vivido el moderno proceso de universalidad de lo occidental. Claro está que el comprender e indagar la unidad cultural, cuyas formas concretas se columbran en la entraña del futuro, en función de experiencias interiores resulta, sin duda, más cabal pero, tanto como ello, difícil de precisar metodológicamente con nitidez.

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Entonces, si decidimos atender a la actitud espiritual que ubica al americano en su mundo a propio tiempo que lo enfrenta a lo extraño, veremos a la unidad americana destacarse más allá de sutiles problemas etnográficos de «transculturación»-, limpia y clara, encarnando en actitudes íntimas tan definitivas como primarias y capaces de engendrar realidad cultural.

Pensamos en la unidad en torno a lo originario. Es decir, captamos el sentido de nuestra evolución, no a través de esquemas genéticos, de herencias exteriores a la persona misma, sino en función del cruce interior hacia el que confluyen, o donde se entrechocan lo auténtico y lo inauténtico, lo percibido como autóctono o como extraño. Lo cual significa que también aprehendemos la unidad merced a cierto género de interna duplicidad. Es cosa que se observa, particularmente, en lo que atañe, como luego veremos, a la peculiar receptividad indígena para la religión católica. Esta ha condicionado una vieja tradición formada por extrañas rutas interiores, donde las doctrinas religiosas, al chocar con las supersticiones propias de la población indígena, modelaron creencias de un barroquismo desconcertante. Asimismo, dicho fenómeno se manifiesta, además, en la evolución del arte mexicano, según lo ha observado José Moreno Villa. Ritmos singulares («explosiones rítmicas»), y también cierta íntima duplicidad, es lo que caracteriza a sus periodos biseculares. Así, el siglo XVI distínguese por su marcado anacronismo (mezcla de lo romántico, caótico y renacentista); por su «mestizaje inconsciente» se diferencia el siglo XVIII; en cambio, y por último, concluye afirmando que el siglo XX lleva a la más alta expresión la pintura como «la conciencia del mestizaje45

Intentemos bosquejar la fisonomía de esta unidad de lo americano. El primer rasgo que distinguimos se delinea en los orígenes mismos como unidad dada en la simultánea impresión de una naturaleza que permanecía entregada a su soledad y silencio, casi al margen de la historia, e invariable incluso en el sombrío ánimo de los habitantes de la nueva tierra. He aquí, pues, como rasgo común, el trauma primario de lo natural, la experiencia propia de lo visto por primera vez, de lo no hollado, que todo americano siente latir dentro de sí con rara proximidad. Presencia interior de lo originario y desprovisto de historia, que no sólo enlaza románticamente en torno a la naturaleza, sino que confiere,   —109→   además, especial fuerza al sentimiento del futuro. Es decir, la sensación de encontrarse interiormente próximo a los orígenes, la unidad del trauma primario de lo natural, condiciona una peculiar experiencia de la temporalidad: su pura percepción o afirmación es concebida, en sí misma, como auténtico valor. (Resulta muy significativo, por otra parte, recordar aquí que Huizinga considera como una de las pérdidas culturales más desoladoras, la quiebra, la decadencia del paisaje en Occidente. Corrobora, pues, indirectamente, lo recién expuesto, si nos representamos el extremo contraste existente con el hecho de la real actualidad de lo originario en América. En efecto, descubre en la ruina de la naturaleza virgen, en su degradación, en la desaparición del paisaje idílico o romántico, no sólo la muerte de la belleza natural, sino hasta un cierto extravío del sentido mismo de la vida46).

Como elemento unificador destaquemos, una vez más, a la soledad, en su aspecto positivo y negativo -puesto que existen reacciones unitarias con uno y otro signo-, o sea, como señal del soterrado ideal del hombre, o bien como expresión de la sombría actitud indígena. Y, ateniéndonos siempre a las disposiciones subjetivas, veremos que también es indicio de la unidad americana, concebida desde dentro, el retraimiento de la mayoría, la general indiferencia que todo lo permite, aunque interiormente lo censure todo, cosa de la que ya se lamentaba Euclides da Cunha hace medio siglo. Mas, continuemos este rápido bosquejo advirtiendo, ahora, la existencia de una manera peculiar de vivir la religiosidad occidental. Así, por ejemplo, la formación social y cultural de América le parece a Gilberto Freyre hispánica, católica, pero «teñida de misticismo y de cultura mahometana y no resultante de la Revolución Francesa o del Renacimiento». Asimismo, es de opinión -y no olvidemos que se refiere al Brasil-, que «la catedral o a iglesia más poderosa que el mismo rey, sería sustituida por la casa-grande de ingenio». La capilla de éste pasa a ocupar el lugar de la iglesia aislada y sola. Esto es, aquí nos encontramos en presencia de una faz de la unidad que indagamos, dada como el fenómeno general de la derrota del clericalismo frente al caudillaje de los grandes propietarios de tierras. Contemplemos, luego, pasando a otra esfera, la unidad del desplazamiento de los motivos, presente como cierta típica especie de   —110→   desconfianza propia del indígena, que nace al hacérsele evidente la desproporción entre las palabras y los hechos, entre el orden de lo afirmado y la real actitud religiosa del conquistador, nada ascética por cierto. Es la unidad del indio que íntimamente se retrae al verificar el fariseísmo de aquél. Para Valcárcel, que se refiere al indio peruano, esta «es la primera tragedia transcultural: la contradicción no resuelta entre lo ético y lo real llevó al espíritu aborigen a una justificada desconfianza. El indio aprendió del español una cierta duplicidad o hipocresía altamente defensiva». (Y mencionamos al Brasil junto al Perú porque, como advierte Samuel Ramos «la identidad del desarrollo histórico entre los países hispanoamericanos admite que las conclusiones obtenidas al analizar un hecho acaecido en uno de ellos, sea válido para todos los demás).

En fin, existe la unidad de la actitud pasiva, como existe la del idioma común. Para Arturo Capdevila la América española no posee otra, puesto que «es una gran soledad» de poblaciones que «se desarrollan en recíproco aislamiento». La unidad religiosa le parece irreal y la política, falaz. En cambio, se desarrolla la comunidad positiva del anhelo, de la experiencia cualitativa de la temporalidad percibida como plenitud de futuro. Es, quizás, lo que Waldo Frank denomina «la armonía del pathos, sobre todo, que nace de la falta y la necesidad de una moral; la común lealtad a aquellos valores cuyas formas tradicionales son arrasadas por el mundo moderno y la común lealtad a la tarea de la recreación». Es la unidad de la búsqueda de lo auténtico en uno, por encima de las duplicidades culturales, de la busca de la expresión cabal, más allá de todas las manifestaciones políticas o culturales no interiorizadas, y por ello actuantes como mero ritual exterior. Es la unidad del común afán de autoconocimiento indicio, a su vez, de conciencia histórica unitaria. Mas, también debemos recorrer este camino en opuesta dirección. Entonces encontraremos rasgos unificadores negativos: pasividad ante la cultura mundial, ausencia -al menos en la superficie de lo colectivo- de la afirmación de un destino, sentimientos opresores propios de una vida desprovista de sentido, penetración de la técnica aniquilando cierto aparente equilibrio o serenidad coloniales. A pesar de ello, y sin caer en contradicción, digamos que existe la continuidad, la oculta coherencia de una idea del hombre que, aun apenas insinuándose, crea la unidad americana por encima de todas las   —111→   posibles relativizaciones en cuanto a orígenes, a multiplicidad de influjos y a complejas formas de relaciones interculturales.

No se piense, sin embargo, que debemos, abandonarnos a una suerte de éxtasis de autoctonía. Al contrario. Como ya se dijo, el afán de búsqueda de nuestra propia expresión descubre en su camino valores a los que tiende la misma conciencia universal del presente. Esto es, el presagio de lo auténtico en uno llévanos a actualizar aquél ideal humano que en el moderno proceso de occidentalización sólo se manifiesta a través de síntomas de decadencia. Lo cual no significa desconocer el valor de lo regional frente a lo universal, ni ignorar la necesidad de compensar lo puramente indígena integrándolo con lo supranacional. En todo caso, la verdadera universalidad de la idea del hombre, no se contrapone al necesario engarce del individuo en las vivificadoras fuentes elementales de lo regional. Tampoco dice relación con el peligro -señalado por Freyre- «de la monotonía cultural o de la excesiva unificación de la cultura dentro del continente americano», proveniente «de la influencia del industrialismo capitalista norteamericano». A decir verdad, dicho problema sólo atañe al proceso de unificación técnica mundial, por lo que no amenaza con su influjo nivelador únicamente a este continente.

Por otra parte, la posibilidad del universalismo cultural es susceptible de ser diversamente interpretada según la ideología que sirva de base. Para una teoría de los ciclos culturales, la unificación en torno a lo puramente técnico aparece como causa de aniquilamiento y como síntoma de decadencia. En cambio, para el ideal salvacionista del proletariado, ella aproxima a la definitiva liberación de la clase baja. Pues, su ideología de clase no concibe hundimientos definitivos: la conquista del poder por el proletariado encierra, para él, un remozamiento total del hombre y su comunidad. Por eso, el destino cultural americano, contemplado a favor de las diversas experiencias prospectivas, ofrece como futuro la siguiente serie de enfoques concretos -que, en este lugar, nos limitaremos únicamente a dejar enunciados-, según que distingamos: a) la posibilidad de afirmar lo puramente autóctono y regional; b) o la continuación de la cultura occidental a través de nosotros mismos; c) la mera posibilidad de occidentalización; d) el ilusorio renacimiento, anfibio y decadente, del espíritu de Europa, muerto ya; y e) la universalidad positiva operada merced a la experiencia   —112→   americana de la vida. Quede dicho que la última perspectiva -que intentamos seguir en esta obra hasta sus últimas consecuencias-, expresa nuestra creencia. La podemos formular, desde luego, como posibilidad de una síntesis entre lo singular en nosotros y la unificación en torno a lo occidental.




- III -

Partiendo entonces del supuesto de que nos será dado alcanzar cierto nivel de universalidad -dejando aparte la trayectoria inevitable de la occidentalización técnica-, merced a originales ideales de vida, no deben resultar extraños los caminos por los que orientamos la selección de ejemplos. Los hemos buscado en el lugar donde, en virtud del imperio de lo espontáneo, seguidor de auténticas corrientes subterráneas, no reina casi el azar significativo; es decir, indagando el sentido del tipo de representación propio del arte americano; persiguiendo la idea del hombre que lo anima, que ofrece la visión cabal de la unidad americana, más allá de las puras afinidades y concordancias estéticas existentes entre hombre, naturaleza y paisaje. Así, hemos investigado el simbolismo del gaucho, al igual que los presagios que tan pronto iluminan como ensombrecen el rostro humano en la pintura de Rivera, Orozco o Portinari, que armonizan con la fisonomía general del «personaje» del arte americano. Cierto es que existe la propensión -cosa que revela la presencia de un muerto mecanismo interpretativo, antes que método-, a no comprender un rasgo, una peculiaridad artística más que elevándolos a experiencia colectiva. Tendencia a columbrar afinidades entre expresiones estéticas -acaso puramente personales, desprovistas de real valor representativo- y ciertas actitudes generales características de la época. Sin embargo, afirmamos que la típica expresión fisiognómica del personaje americano, está condicionada por unes peculiar cosmovisión. Ella encarna la fuerza capaz de constreñir la forma de representación humana en el arte a esa unidad que, salvando todas las diferencias, nace con Ercilla y perdura a través de poetas tan asombrosamente distantes como Hernández y Neruda.

Si, por un instante, nos disponemos a evocar dicho tipo humano, su imagen casi mítica, divisaremos a un hombre solitario, en su cabalgadura, atravesando la inmensidad americana. Puramente humano, aunque   —113→   lleno de titanismo. Verdadero «centauro moderno», «Quirón de la estepa», (como llama Karl Vossler a Don Segundo Sombra47), si bien empleando su audacia sobre todo en la irracional e inacabable conquista de fortaleza solamente humana y de legitimidad en las relaciones. Porque eso es lo extraño y lo significativo a un mismo tiempo. Tan perdido, en apariencia, en su tenso mutismo, que parece continuar con soliloquios el propio de selvas, llanos, pampas o cordilleras; perdido, y distante casi de toda cordial, fresca y alegre comunicabilidad. Pero tan próximo, sin embargo, al punto en que coinciden en el hombre del presente cierto nivel de interiorización y su conciencia histórica dada como voluntad de configurar el futuro en función de sí mismo.

Puede replicarse que ejemplificamos recurriendo para ello al simbolismo correspondiente a formas de vida ya desaparecidas, al menos en su frescura original. Con todo, lo importante es que perdura, manifestándose en las más varias actitudes, el ideal oculto y poderoso que alumbró aquellos tipos humanos inexistentes ya, hundidos casi en lo legendario. (Con razón se ha dicho que Güiraldes, al crear la figura de Don Segundo Sombra, persiguió fijar lo intemporal de dicha forma de vida).

Lo importante es que sólo la fuerza que impulsa a un tipo humano determinado, actuando como ideal, anhelo o presentimiento de ser, es capaz de hacer converger el estilo del relato o las tendencias que se manifiestan en la pintura del rostro, v. g., hacia esa imagen del hombre cuyo significado cultural investigamos. Perdura, pues, la forma de representación propia del arte americano, más allá de toda cambio en la apariencia de la vida. Y, aun supuesto el caso que dicha forma no corresponda a reales encarnaciones de la existencia, posee la suprema realidad de ser la fuerza configuradora de la intimidad, y como tal capaz de orientar las preferencias valorativas. Es así como Martínez Estrada ha llegado a decir que los escritores posteriores a la creación del personaje de Hernández, han perdido el contacto directo con la realidad de la pampa, puesto que la ven a través de su poema. Las llanuras,   —114→   «las cosas -escribe- se evocan a través de sus versos». (Fenómeno que, por lo demás, sigue a toda auténtica creación poética en la que se exprese verdadero saber popular).

Es posible descubrir, por ejemplo, influencias de Fray Luis de León en el poema de Hernández o también advertir en el Martín Fierro -como lo hace Martínez Estrada-, «un cuadro más cercano a La araucana que a la actualidad», considerando para ello el primitivismo del medio étnico, social o afectivo que rodea al personaje gaucho. «Los araucanos de Ercilla -escribe, en consecuencia-, son grandes señores comparados con estos indios indigentes de las pampas». Pero al contraponer el mundo de Ercilla al de Hernández, al proclamar la inferioridad de un jefe de fortín de la pampa frente a Caupolicán o Lautaro, es menester captar el verdadero sentido de la aparente actualización del pasado y de la petrificación de un relativo presente («1872 está por debajo de 1572», concluye Estrada por decir).

No es suficiente argumentar que ahora conviértese en americano lo que antaño era una categoría española de visión, no interiorizada y sólo hoy, o ayer, actual y viva en el chileno, más no hace tres siglos. El hecho es que el tipo esencial de representación, esto es, las preferencias estimativas, poseen relativa intemporalidad. El sentimiento, simultáneo y semejante para el americano de todas las latitudes, el hondo trauma provocado por la presencia de lo originario, no se agota, al constituirse en fuente de unidad. De hecho, irradia como forma interior de representación, regulando y estableciendo leyes de creación al arte americano las que, a su vez, subordínanse a la experiencia de la vida. Por otra parte, como se verá en el capítulo correspondiente, el tono de lo heroico posee en Ercilla y Hernández diverso nivel cualitativo. El primitivismo del medio que rodea a Martín Fierro no vulnera su continuidad, ni la semejanza con la vida y creaciones del presente. Se explica, así, que el tipo de solitario que encarna Don Segundo Sombra, perdure siempre como albo próximo. Y quienquiera que hoy novele con hondura la aventura interior de una vida americana, no podrá evitar poner como escenario espiritual, en cambiantes formas, la titánica afirmación del hombre aprehendido en sí mismo. En cambio, a pesar del culto decorado retórico de la poética de Ercilla, lo percibimos como más lejano -y su canto al coraje como más universal que diferenciado-; únicamente le vemos próximo en la medida en que presentimos su afinidad   —115→   con un ideal de moral autonomía que comenzó a manifestarse muy posteriormente. Por eso, las referencias que nos sirven de ejemplo abarcan, un ahora indeterminado, en cuanto que, por un lado, lindan con el presente mismo, mirando hacia el futuro y evadiéndose, por otro, hasta hundirse siglos en el pasado.

En fin, la unidad que mana de un tipo originario de representación, perdura largamente en el tiempo propio de su ámbito histórico. Por consiguiente, lo armónico y común se manifiesta también desbordando las diversas estructuras sociales americanas y su compleja formación étnica. Queriendo, de este modo, destacar lo unitario por encima del pasado concebido como raza y tierra, ejemplificamos el desarrollo de nuestros pensamientos, con señalada preferencia, destacando expresiones literarias o pictóricas provenientes de Argentina y Méjico, «los dos polos de la América española», según dice Pedro Henríquez Ureña. Porque, ni la occidentalización argentina, ni el ánimo propio de la población indígena de México, enraizado en la sombra milenaria de culturas desaparecidas, consiguen borrar la profunda huella espiritual que va dejando un ánimo común.




- IV -

Bien puede ser que no sólo un proyecto ambicioso, unido a la debilidad de nuestras fuerzas, sino también la naturaleza misma del objeto de investigación elegido, condicionó las limitaciones y yermos de esta obra. Porque contra dos extremos nos propusimos luchar: contra el vacío formalismo, y este es el uno, disimulado con frecuencia en la exaltación poética del destino americano; y luchar, que es el otro, por superar la rudeza o ingenuidad consistente en decir, en ver erguirse cabalmente la cultura del futuro, de la que ya se distinguiría su espíritu esencial. Mencionemos, como ejemplo de esto último, la afirmación de Keyserling según la cual en el continente sudamericano se desarrollará «una cultura exclusivamente basada en la Belleza...»

En dejar atrás tales hábitos de interpretación, no podían auxiliarnos tímidas posiciones intermedias. Era menester comenzar a pensar desde sí mismo, desde los hombres y las cosas, ante que desde las ideas; reflexionar a partir de las reales experiencias y no desde sus hipotéticas explicaciones. Y necesario, además, comenzar a preguntarse concretamente:   —116→   ¿cómo se incorpora el americano, p. ej., al curso de la evolución histórica universal?, ¿cuál es su idea del hombre?, ¿cuál su ideal de formación? De esta manera, nos preocupó, en particular, llegar a saber cómo algo es vivido, antes que averiguar su posibilidad misma. Porque más nos informa acerca de la vida interior de un pueblo el conocer cómo percibe ciertos valores considerados como objetivos, que la indagación de su validez (cosa que no indica psicologismo). Es decir, substituimos, v. g., por la pregunta ¿cómo vive la libertad el americano?, la duda de si ella es auténtica y en qué medida realmente posible. Planteamiento que, justamente, nos llevó a descubrir que su idea de la libertad es función de su particular experiencia del prójimo. Un mero reajuste de denominaciones hubiera sido insuficiente para abrir el camino hacia su comprensión48.

En ocasiones, puede acontecer que el intento de remontarse hasta las fuentes últimas de la experiencia de la vida de un pueblo o de una época, condicione deformaciones expositivas y caídas en la desmesura. Sin embargo, ello no siempre supone abandono de la continuidad. Como no lo supone el que, de pronto, perdamos la visión de bosques y montañas al penetrar el tren en la negra boca del túnel, ya que luego vuelve a dejarnos contemplar el sol y ello, precisamente, porque el trazado ha seguido la ruta más directa. Tal podría ser el caso cuando, con aparente olvido de nuestro tema, nos detenemos en el estudio de los tipos psicológicos o en las teorías que señalan al medio físico como modelando el ámbito cultural. No obstante, la ruptura de la unidad expositiva, de la continuidad es aquí sólo aparente. Nos pareció que no debíamos evitar esfuerzos -ni sacrificios estético-literarios en la forma, de la exposición-, si algún atajo, por escarpado que fuese, podía conducirnos a reconocer los límites hasta donde irradia y prefigura el acontecer histórico, por encima de falsos acondicionamientos, la fuerza de la autonomía del hombre, la virtud de lo humano incondicionado.

A pesar de ello, puede insistirse en que, al tratar del «medio», acaso nos dedicamos a combatir vanas sombras de teorías sepultadas en el olvido. Pero, a decir verdad, las doctrinas que atribuyen un influjo decisivo a lo exterior al hombre mismo han adquirido actualmente nuevos   —117→   bríos, y en tal medida, que obscurecen la comprensión de la real libertad del hombre. Dicho primado de lo exterior cobra ahora las más sutiles formas. Describamos una de ellas: lo irreversible, el tiempo como factor configurador ele la vida histórica. La temporalidad de la evolución cultural no es imaginada como un lineal despliegue. Por el contrario, es concebida como ritmo o ciclo, a modo de sino que encadena, fatalmente al hombre a un destino cultural ineludible; piénsese en la circulación de las élites (Pareto), o en el proceso de nacimiento, madurez y decadencia (Spengler); o bien, recuérdese la idea de Pinder de la sucesión rítmica de las generaciones, (concepción con la que cree poder superar la antítesis entre ciencias de la naturaleza y del espíritu). Pero, la verdad es que todas estas doctrinas encubren constantes externas que obligan al hombre, a pesar de sí mismo, a seguir una órbita fatal. De este modo, disimulando su falacia, no poca parte de la moderna historiografía fundamentada en la teoría -que reviste diversas formas- de los ciclos culturales, constituye una doctrina del «medio», no obstante su tono metafísico, henchido de «correlaciones» y de filigranas hermenéuticas. Esto delata una desviación acaso más honda que la destacada por J. Shotwell al decir que los filósofos e historiadores antiguos desconocieron la acción de las fuerzas materiales sobre la psicología humana y la vida social. Para Tucídides, escribe, la historia sólo «está hecha por los hombres». Además, continúa, los griegos concibieron la humanidad únicamente como movida por seres racionales, por ideas y principios, siendo el concepto del hombre político «el máximo análisis alcanzado». (Aquí Shotwell olvida que Platón y Aristóteles confirieron real importancia al influjo del alma en la psicología de los pueblos). Lo cierto es que la idea de encontrarse encadenado a fatales cursos de decadencia, aunque parezca revelar mayor amplitud de la conciencia histórica, limita tan peligrosamente como la concepción griega de la historia como pura historia del hombre.

Veamos un ejemplo de lo que venimos exponiendo. El historiador inglés Arnold J. Toynbee, a pesar de su visión histórico-teológica y de su teoría trascendente de la historia, eleva la necesidad de la existencia de un estímulo externo a la categoría de condición primaria del pleno desenvolvimiento humano. Y no modifica el signo de la hipótesis básica el hecho de que para Toynbee, el estímulo pueda provenir incluso   —118→   de un medio natural desfavorable (lo que denomina the virtues of adversity)49.

Toynbee parte de la idea de Goethe de la necesidad de estímulo que experimenta el individuo, a fin de huir del adormecimiento de su actividad, ya que tal riesgo no se desvanece nunca, a pesar de la eterna insatisfacción que el hombre siente respecto de sí mismo. Inspirado, pues, en ella elabora la pareja de conceptos «incitación y respuesta» (challenge and response), como unidad de impulso y reacción que explicaría la génesis de las sociedades y la evolución histórica. Mas, es el hecho que no destaca exclusivamente, como móvil de las trayectorias culturales, el simbolismo y la realidad del «encuentro de dos personalidades» -(Mefistófeles frente a Fausto)- «bajo la forma de incitación y respuesta». Pues, aun cuando Toynbee advierte que la génesis de las civilizaciones no es el resultado de factores biológicos o expresión del contorno geográfico, sino, más bien, el resultado de una interacción entre ellos, con todo, concede lugar preferente a los cinco tipos de estímulos que distingue (estímulo de los países duros, de las tierras nuevas, de los golpes, de las presiones, en fin, estímulo de las penalizaciones). Ahora, por lo que respecta a lo interhumano, a la realidad del medio humano, éste es concebido únicamente como el mayor o menor dominio ejercido por un pueblo sobre las poblaciones que circundan su país. De esta manera, para Toynbee el proceso histórico limítase al curso de una sucesión de incitaciones, sobreviniendo la decadencia tan pronto como las civilizaciones llegan a experimentar estímulos a los cuales no logran responder adecuadamente.

¡Inequívoca exterioridad interpretativa! En efecto, una vez más hemos sorprendido vigilante, pero oculta, metamorfoseada en el reducto del historicismo, a la milenaria hipótesis que afirma la influencia del medio físico en la vida del hombre.




- V -

Mencionemos ahora, poniendo con ello fin a esta Introducción, un problema de estilo y denominaciones. Y es curioso ver cómo éste engrana   —119→   con el problema de las relaciones existentes entre la preponderancia de un tipo psicológico y su decidida valoración por la época actual. Porque reina, efectivamente, un verdadero culto a la facilidad, entendido como abandono pasivo que atiende en especial a lo susceptible de ser comprendido sin esfuerzo. Dicho culto supone, además, menosprecio de toda continuada tensión interior, hecho que coincide con el predominio del tipo humano extravertido, cuya propagación es favorecida por la moderna mentalidad de masas. Dejaremos sin averiguar la génesis de tal preferencia. Pero digamos, por todo comentario, que se trata de una facilidad que, justamente por contribuir a desrealizar la imagen objetiva del mundo, acaba encadenando.

Al contemplar el fenómeno de una actividad aplicada a lo puramente externo y su correlativa exaltación de un tipo humano -el extravertido, para encuadrarlo en una clasificación puramente intuitiva-; al contemplar, en suma, el estilo general de expresión que le acompaña comprendemos, simultáneamente, la necesidad que existe, entre otros motivos que ya se indicarán, de acometer el estudio de algunos problemas de caracterología, así como también la conveniencia de emplear más rigor en las denominaciones. (Advirtamos que, en algunos casos, consideramos indispensable conferir especial sentido a ciertos términos, sea por querer remozarlos, como por esforzarnos en emplear denominaciones adecuadas al objeto de esta obra. En otros, como justificada reacción contra el culto nivelador a la «facilidad»).

Intentamos, por eso, modestamente, pero acaso olvidando cierto elemental respeto debido a las normas propias de una exposición equilibrada, superar la fácil -pero irresponsable- exaltación formalista; exaltación pseudo-literaria, pseudo-filosófica que suele caracterizar los escritos sobre temas americanos. Atendiendo a tal designio, perseguimos sin descanso el rigor conceptual, ya que no su facilidad (la que no siempre, por otra parte, equivale a sencillez, así como lo claro no siempre resulta fácil de comprender). Lo cual tenía, como meta final, depurar las ideas y conceptos que circulan acerca del americano, de todas aquellas notas que no se desprenden de la índole misma de sus experiencias más profundas.

Persistiendo en tal designio, seguimos hasta el límite de lo posible la autonomía del hombre. Por lo mismo, si bien conscientes de la relativa unilateralidad en que incurríamos, dejamos sin analizar períodos   —120→   o etapas históricas, tales como la Conquista, la Colonia, la Independencia o, en general, las tradiciones culturales. Igual cosa cabe decir por lo que respecta al ritmo característico de la evolución económica de América. Y ello es comprensible. Porque no pretendíamos describir su formación en el tiempo, sino hacer coincidir un plano invariable, esto es, lo humano incondicionado, con un corte histórico en el acontecer, puesto que el hombre es invariable, en cierto modo, aunque singular y diverso a cada instante. Sin embargo, una sospecha de aparente dispersión y pérdida de la unidad, puede derivar del hecho de que el desarrollo de la obra parece oscilar entre dos planos: entre lo puramente descriptivo y teórico y una no disimulada referencia normativa a la acción formadora.

Penetremos ya en el mundo americano. Y si de todo nuestro asombro y afán de conocer sus caminos interiores, obtenemos una imagen aproximada, que humildemente contribuya a nuestro autoconocimiento, tal vez consigamos retribuir, siquiera en parte, lo mucho que debemos en ideas y estímulos. Dejémonos guiar por el espíritu de la libertad del hombre, que va elaborando a través de múltiples formas la urdimbre de las relaciones entre intimidad, prójimo y mundo. Porque si la naturaleza viviente es infinitamente varia en cuanto a sus modos ele aparición, ello encuentra su exacto paralelo espiritual en la infinitud propia de la experiencia de lo íntimo. Cada vez que se actualiza en el hombre una nueva disposición interior, se descubre, al mimo tiempo. una nueva esfera de la realidad50.







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ArribaAbajo Primera Parte

Intimidad y mundo


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ArribaAbajo Capítulo I

Del ánimo



- I -

En nuestra tentativa de fijar los contornos de la conexión espiritual existente entre lo experimentado por el hombre como su intimidad y la imagen del cosmos, el devenir de todo lo humano nos ha aparecido en una nueva perspectiva. Pensamos, en consecuencia, que acaso la exacta determinación de esta unidad de sentido resulte fundamental para el conocimiento del hombre. Más aún: podemos decir que la necesidad de conocer la naturaleza de dicho nexo extrémase si, al subordinar el orden de lo íntimo a la visión del mundo, continuamos esa trayectoria, en la dirección de vincular la imagen cósmica propia del individuo a su particular experiencia de lo humano. Es decir, al considerar las formas de vida y las concepciones del mundo a través del sentimiento de lo humano, llegamos a contemplar bajo otra luz el orden de sentido de lo íntimo en el hombre.

Sin dar un salto en el vacío, aunque reconociendo cierta violencia en el concluir, cuya aspereza nos esforzaremos por vencer en posteriores planteamientos de esta investigación, podemos preguntar por el significado del nexo existente entre lo que se experimenta como íntimo y la correspondiente visión del universo. Preguntarnos y responder, desde luego: lo que en la singularidad de su ser el hombre «vive» como su intimidad, depende del objeto al que tiende su voluntad de unificación proyectada en el mundo. Esto es, lo íntimo posee una cualidad de integración que le es inherente, cualidad que se manifiesta como anhelo de identificación con el «objeto» frente al cual la intimidad se polariza en un yo. Así, pues, resultará un orden peculiar de lo sentido y concebido como íntimo según que, por ejemplo, el yo se enfrente, de preferencia a la divinidad,   —124→   a la naturaleza viviente, al mundo de la historia, al estado o la sociedad. Constituyendo realmente estas visiones el universo con el cual el individuo aspira a unificarse, ellas reobran sobre el sujeto, delimitando ámbitos peculiares de lo vivido como íntimo y condicionando originales relaciones interhumanas. Según esto, en quien tienda a identificarse místicamente con la divinidad o con el «jefe» político será diversa la actitud mantenida frente a sí mismo y el prójimo. Es decir, siempre existe una experiencia interior, pero cuyo sentido diferencial se desplaza continuamente en función del objeto propio de la voluntad de vínculo. Llegados a este punto, debemos apresurarnos a hacer notar, esforzándonos por la claridad de estos enunciados preliminares, que sólo por abstracción puede aislarse el tránsito desde una indiferenciación originaria de lo sentido como íntimo hasta el modo de experimentarlo en una situación histórica concreta. Mas, si no resulta posible representarse las variaciones cualitativas del sentimiento del yo, sólo en correspondencia con ciertas preferencias estimativas, tampoco puede concebirse un continuo psíquico indiferenciado. En cambio, sin confusión ni artificio, cabe derivar las visiones del mundo del sentimiento de lo humano, de la experiencia primordial del prójimo51. En efecto: la dirección del anhelo de unidad   —125→   que escribo esto para hacer una página más que si no... que determina el carácter del orden de lo íntimo en el hombre, adquiere sus formas más significativas y complejas cuando a las diversas relaciones de oposición integradora, se agrega otra actitud original: aludimos a aquella prisión, de lo universal que sólo parece manifestarse plenamente en la voluntad de identificarse con el hombre aprehendido y amado en sí mismo. A la descripción de esta índole de implicaciones psicológicas aplicaremos nuestro esfuerzo.

La mística del «sí mismo», de lo que el individuo vive como tal, delimítase claramente al seguir su movimiento dialéctico. Veremos, entonces, que el curso todo de lo experimentado por la persona como su intimidad, se desenvuelve en un doble sentido. Por un lado, como voluntad de unificación con aquello frente a lo cual lo íntimo se actualiza; y, por otro, desenvuélvese como un acrecentamiento de la conciencia de ser, dado en la íntima lucha por establecer una cabal correspondencia de sentido entre lo que el sujeto experimenta como su singularidad y el universo. Pues, sucede, por ejemplo, que ante un paisaje que nos impresiona hondamente, al propio tiempo que se agudiza en uno el sentimiento de lo microcósmico y personal, tal afecto deriva hacia la necesidad, simultáneamente vivida, de incorporarnos a la visión misma que acrecienta la inefabilidad de la experiencia interior.

El ánimo del hombre fluye de dicha dialéctica de la conciencia de lo íntimo -noción ajena, por lo demás a cualquier realismo volitivo-, y su cualidad particular dependerá de la naturaleza del objeto destacado por la voluntad de identificación. Se observa, así, que aparece penetrado de un especial tono afectivo cuando, tal como acontece en la vida del americano, lo contrapuesto a lo íntimo resulta ser originariamente, la propia imagen del hombre erigido como objeto de unificación y captado, además, a través de un acendrado sentimiento para percibir el valor de lo humano en sí mismo, por encima de toda mediatización. Entonces, el ánimo, que siempre oculta un momento de tenso expectar, se manifiesta como expectación de lo humano.

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El «ánimo» -cualidad anímica constante que subyace a las diversas actitudes- expresa el recíproco influjo de todas las experiencias psíquicas, las cuales se encuentran motivadas por un ideal de vida subordinado, en verdad, a una particular experiencia del prójimo. De ahí que, al describirlo como una constante psicológica primordial, sólo vislumbramos sus peculiares claroscuros en el plano de las inefabilidades individuales. Por este camino se nos revelará la singular rítmica del ánimo que penetra, configurándolas, todas las reacciones del americano y condiciona, también, lo que denominaremos estoicismo de lo humano.

Estoicismo ante lo puramente humano, pues al no existir otra, voluntad de identificación dada como dirección «panteizante» que la de tender hacia el hombre por el valor del hombre mismo, el estoico resignarse frente a las alternativas en las que se manifiesta el vínculo social, determina especiales actitudes; así, por ejemplo, condiciona una suerte de «impiedad psicológica», al presentirse el destino de sí mismo o del prójimo. El estoicismo del gaucho Martín Fierro, lejos de expresar una resignación que emane de acatar los fatales cursos del mundo, y la razón cósmica, revela la singular conformidad que fluye del identificarse con el puro curso de lo humano. A esto último nos referiremos al hablar del estoicismo propio de la convivencia, merced al cual el individuo no sólo acepta las violencias que oculta y despierta la confianza en su ilimitada fortaleza, sino que las justifica en el otro, llegando a experimentar como bueno y acorde con el destino propio de todo lo humano, hasta el placer, lleno de soberbia, que surge del no querer dominarse. A tal menosprecio del autodominio vincúlase, entre nosotros, un rasgo positivo del comportamiento que analizaremos más adelante: la capacidad para sufrir alegremente, sin resentirse.

De este modo, el ánimo, que a manera de una constante psicológica, estructura las actitudes y señala el signo bajo el cual el individuo se incorpora a su mundo, origínase en una particular experiencia de la vida. De ahí que, al disolverlo en una compleja trama de nexos afectivos, no se apunta a su verdadera significación. Ella, sólo aparece al destacar las características del objeto propio de las referencias que parten del yo, como engendrando su específica modalidad o tono afectivo-espiritual. El ensayar un rápido examen de otras determinaciones conceptuales del ánimo, puede contribuir a precisar el alcance que aquí le conferimos.

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Dilthey caracteriza el mundo sentimental -frente a las esferas de la captación objetiva y de las vivencias volitivas-, por aquella inaprehensible relación existente entre el «estado» del sujeto y los objetos que capta. «La estructura del sentimiento -escribe- radica en ese retorno de los objetos a la actitud. Este retorno, cuando participa, gozando o sufriendo, hasta de las más leves vibraciones, constituye el humor. Pero en la medida en que el sujeto retiene las firmes relaciones de los objetos y de los hombres consigo mismo por medio de representaciones de pasadas vivencias afectivas y conserva, así como un sistema de sus relaciones sentimentales con las cosas, individuos, comunidades, hasta llegar a la humanidad, y vive, no en una actitud teórica ni tampoco práctica, sino en estas relaciones firmes, en este caso designamos a esta complexión vital ánimo»52. Pero, para la cabal determinación del sentido psicológico del ánimo, nos parece necesario considerar el hombre mismo -lo que Diltlley no hace- como objeto específico que en peculiares aprehensiones, condiciona también estados específicos. Es menester, además, tener presente la cualidad de integración inherente a lo íntimo, y cómo del cumplimiento o no cumplimiento de esa voluntad de identificación, fluye la especial índole del ánimo; por eso, no obstante la exactitud de las rotas con que Dilthey describe la complexión vital ánimo, siempre conservan un resto de formalismo, a pesar de que dicho pensador distinga el «humor», del ánimo propiamente tal, y de que diferencie una graduación de la concentración del ánimo, según la cualidad o la «constancia de las relaciones vitales sentidas».

Pertenecen a otra esfera de formulaciones conceptuales las ideas que en este sentido expone Frobenius en su Paideuma. Por la virtud de un juego de polaridades entre lo orgánico y lo inorgánico, llega a considerar el ánimo como previo al afecto, pero -entendiendo por él quizás algo que escapa a lo dado- le confiere tal omnialusividad que sume a este concepto en la mayor vaguedad. En efecto, contrapone el plano del ánimo al plano de la conciencia, y concibe a la «capacidad de concepción del mundo» como dimensión del ánimo, llegando, por último, a afirmar que lo ideal y lo demoníaco, también se desarrollan en el plano el ánimo.

Recordemos, en fin, una tercera concepción relativa a la naturaleza del ánimo, la que por señalar a nuestro mundo contribuye a delimitar más claramente el problema aquí tocado. En la sexta de sus Meditaciones   —128→   Suramericanas, al referirse a un determinado estado de ánimo que caracteriza como «indiferentismo», dice Keyserling: «Este indiferentismo que se extiende a través de todo el continente suramericano es uno de los fenómenos más impresionantes que conozco». Aun cuando constituye un acierto la afirmación de la existencia de un ánimo común que se proyecta sobre todo el continente, no lo es tanto la caracterización de ese ánimo, ni el origen que le supone. Su mecánica interpretativa, de carácter psico-biológico, al indicar como causa de este fenómeno colectivo el influjo de la «existencia ciega» o la «primacía de la vida primordial», no logra superar el vacío formalismo organicista. Por otra parte, no tiene presente el hecho primordial de cómo configuran el ánimo del hombre la idea y el sentimiento de lo humano. Sólo partiendo de un supuesto tal, conoceremos lo que realmente «es» el ánimo y las posibilidades de diferenciación que por la misma naturaleza de su génesis leva latentes.

Definido el ánimo como aquella manifestación psíquica a través de la cual se expresa y actualiza la dialéctica de lo íntimo; caracterización, además, por la cualidad de identificación, propia de la vida personal, diversa según el «objeto» a que se apunta, su tono afectivo dependerá, tanto de la índole del horizonte de referencias, como del grado en que se realice aquel anhelo de enlace con el objeto. Siempre revélase alguna tensión en la melodía expresiva del ánimo colectivo que caracteriza a un pueblo; es decir, según se perciba o no una simultaneidad de sentido entre el yo y el mundo, el curso de la intimidad se manifestará como un sentimiento de «sombrío tener que ser» o de alegre transcurrir. O, para expresarlo en otros términos, tal doble dirección, negativa y positiva, tomará la forma de un percibir lo acaecido como hostil encadenamiento o como un libre ser en el mundo. Supuesto lo primero, esto es, que se aprehenda el curso de los acontecimientos a través de la angustiosa vivencia de que éstos escapan a nuestro control, el ánimo será diverso, según que la voluntad de identificación o el anhelo de unificación, tiendan hacia una divinidad, la naturaleza, el estado o la comunidad. Ahora, cuando acontece que un pueblo sólo afirma el valor del hombre por el puro valor que encarna el hombre mismo, cambia substancialmente la dirección y sentido de toda la dialéctica identificatoria, cuya descripción estimamos fundamental para la psicología y el conocimiento del hombre.

Tres visiones, agudamente percibidas, alimentan la peculiar discontinuidad de nuestro ánimo, la sombría vivencia de un transcurrir cuyo   —129→   control se nos escapa. Constituye la primera, la contemplación del débil nexo significativo existente entre las urgencias biológicas del acontecer inmediato y un sentido trascendente de la vida. El observar el desplazamiento de las motivaciones en sí mismo y en el prójimo, esto es, la lejanía que separa los motivos de la índole de los actos, constituye la segunda. Finalmente, la tercera involucra y subordina a las anteriores, por cuanto aquéllas modalidades de espiritual desajuste se originan en la peculiar sensibilidad para aprehender lo humano en sí mismo; de este modo, la última es la visión del aislamiento del hombre, de su conciencia de caer por debajo de sí, vivida como imposibilidad de establecer vínculos orgánicos con el prójimo.

A tal expectación de lo humano se agrega -y por ahora sólo destacaremos lo aparentemente negativo-, el ensimismamiento en que culmina el «estoicismo de convivencia», que al afirmar la «necesidad» de lo puramente humano, acepta el vivir una relación social reducida y debilitada hasta casi lindar con la hostilidad. En este punto es necesario destacar que, el ensimismamiento, posee la virtud de defender al individuo de ser absorbido por el turbador desorden de su propia vida afectiva. En el ensimismamiento duerme la escatología del ethos popular que, como una sombría visión de la colorín «lejanía de los motivos», apunta hacia el ideal de un vínculo creador con el prójimo. Todos los pueblos se abisman en semejantes obscuros ensimismamientos poblados de dudas o imágenes de un fin último...

Al establecer la unidad de integración «ensimismamiento-estoicismo social», lejos de incurrir en el empleo de impuras ambivalencias conceptuales, no hacemos más que ajustar a su cabal correspondencia de sentido el hecho de que un pueblo tienda a lo universal partiendo de una primaria afirmación del hombre53. Con ello se verifica un cambio substancial,   —130→   que irradiando hacia nuevas modalidades de autodominio, esto es, de lo concebido por el individuo como íntimo y susceptible de ser constreñido, anima todas las formas de sociabilidad. En verdad, un verdadero ideal ascético origínase del hecho de afirmar el valor del hombre sólo por el hombre mismo, sin mediatizaciones, pues ello obliga, en efecto, a un peculiar ritual de legitimidad personal. (Acerca del ideal del hombre y ascetismo en el americano, véase la Parte Cuarta, Cap. II).

Por este camino descubrimos particulares conexiones estructurando las actitudes y antagonismos que dimanan de la mencionada concepción de la vida. Uno de estos antagonismos, acaso el más significativo de los tiempos presentes -pues lo observable entre nosotros a veces sólo representa, como dejamos dicho en la Introducción, una agudización de fenómenos universales-, se manifiesta en la relación inversa existente entre la afirmación de la libertad histórica del hombre y la pérdida correlativa de su libertad personal. Es decir, aniquílase la posibilidad de establecer vínculos inmediatos con el prójimo, en virtud de la misma funcionalización de las relaciones que determina la idea de la libertad histórica o la creencia en que la vida social es susceptible de un amplio control racional.

De modo que, si para el hombre de otras épocas, no obstante su tendencia a la pura conexión religiosa con lo invisible, ese anhelo de identificación reobraba en el vínculo social determinado, v. g., una suerte de unión mística con el otro, contemplamos ahora el hecho paradójico de que el puro tender del hombre hacia el hombre, a través del estado, por ejemplo, reacciona, por el contrario, anulando los vínculos orgánicos o singulares con el prójimo54. Mas, no siempre el despotismo estatal ha   —131→   significado una caída inevitable en la mediatización de las relaciones personales.

Para fijar algunos rasgos de estos hechos en una fórmula muy general, podemos decir que existe una variabilidad histórica del ámbito de interioridad del hombre y, correlativamente, un desplazamiento continuo de la experiencia de lo íntimo. Esto es, a cada dirección de objetivación espiritual corresponde una cualidad peculiar de lo sentido como vida interior. En la Tercera Parte, expondremos los fundamentos antropológicos y el significado del desplazamiento de las formas de lo íntimo. Aquí, sólo podemos adelantar lo siguiente: que la variabilidad de la experiencia de lo íntimo es función del objeto al que tiende la voluntad de unificación; además, el ámbito de interioridad se «reduce», según la amplitud y hondura con que se experimente el proceso de identificación, hasta llegar a un mínimo de intimismo personal. Tal sucede, por ejemplo, en el hombre primitivo y su impersonalismo totémico, asociado a su imagen puramente fisiognómica del mundo, carente de objetividad. Mas, lo importante reside en el hecho de que todas estas variaciones posibles de la interioridad del alma humana, sólo pueden comprenderse cabalmente cuando, no temiendo dar un paso más hacia adelante, se consigue describir el problema de la polaridad hombre-mundo a la luz de los términos más primarios de relación inmediata o mediata con el prójimo. Dilthey ha ensayado una descripción histórica de la representación de la individualidad en el arte; en ella bosqueja las variaciones de la interioridad operadas en el campo de la poesía, europea y especialmente en lo trágico55. Cabe observar, sin   —132→   embargo, que si bien Dilthey describe profundamente el proceso de interiorización del conflicto trágico desde Homero hasta Shakespeare, Schiller y Goethe, al no vincular las diferentes representaciones de la individuación a su raíz antropológica, a variaciones en la naturaleza del vínculo interhumano, el concepto de interioridad permanece delimitado sólo de un modo formal. La interiorización del conflicto trágico, nos parece que únicamente puede comprenderse con plenitud al revelársenos el sentido del desplazamiento continuo de la experiencia de lo íntimo56.

Gran parte de este trabajo la dedicaremos a dilucidar el signo bajo el cual discurren entre nosotros estos desplazamientos psíquicos, los que por encontrarse estrechamente vinculados al ideal americano de la vida, nos permitirán comprender las reacciones y actitudes típicas del hombre de nuestras tierras. Por eso, también hemos comenzado por el estudio del ánimo ya que, como expresión inmediata de la expectación de lo humano, infiltrase en la vida americana condicionando sus típicos tonos y claroscuros.




- II -

La discontinuidad, que caracteriza el ritmo de la vida en el americano, constituye la nota primera en el orden de los procesos anímicos aludidos.   —133→   En efecto, la discontinuidad del ritmo vital, de la que el ánimo negativo es la señal, presta a nuestra existencia su peculiar indeterminación. Huyendo de las imágenes que le representen la presencia del futuro en el ahora, el sudamericano parece contemplar el mundo con mirada azarosa. Parece vivir el presente sólo en cuanto el presente le absorbe, esto es, pasivamente, apasionadamente. Pero no se trata de una incapacidad «primitiva» para experimentar largas expectaciones, sino de la reacción de fuga y autoaniquilamiento que determina la misma necesidad de prójimo, al frustrarse el intento del individuo de entrar en relaciones orgánicas con aquél. El mismo origen posee aquella violencia y hostilidad que se enciende, de pronto, obscureciendo las relaciones más serenas; actúa entonces la desesperación que engendra la singularidad del prójimo, vislumbrada desde la propia inestabilidad. En fin, otro aspecto de la conducta inestable, lo constituye la preferente adhesión a los valores vitales, cosa que se revela en el creciente ardor puesto en la realización de lo inmediato en cuanto inmediato. Cuando el presente se vive como voluntad de agotarse en las pasiones, aparece vacío apenas no brinda como fatal lo sensualmente anhelado, y entonces no resulta posible armonizar la juvenil vitalidad con el amor a una vida con sentido. Si el ahora es vivido sin la conciencia de que su eterno fluir sólo es «real» y creador para quien experimente una honda vivencia prospectiva, la estructura de la vida íntima, y la forma de las relaciones personales mismas, tórnase discontinua, identificándose con los instantes atomizados por el arbitrio tiránico de obscuros impulsos. De la impetuosidad, pasando por el abandono, se llega al ensimismamiento por la conciencia dolorosa de una vida no lograda. La falta de un anexo profundo entre uno y otro instante, entre una y otra acción o, lo que viene a ser lo mismo, la carencia de un orden jerárquico que por encima de vacías racionalizaciones se proyecte a un amplio futuro, convierte al americano en incapaz de vincular lo ideal a lo temporal. Es esta impotencia la que debe superar para ir trocando en realidad la pura imagen formal del futuro creador de la sociedad, porque quien no consigue contemplar el futuro con alegría, revuélvese impotente en un presente ciego sepultando su visión en las obscuras tensiones del ánimo.

Acontece, de este modo, que sin religiosidad, amor ni abnegación se cumple entre nosotros el ritual cotidiano que la sociedad impone; sin   —134→   fervor, dado que el individuo permanece como ausente de sus actos, al no participar en ellos un hondo remanente espiritual. Así, el trabajo, concebido en su más puro sentido, no representa la alegre, juvenil y potente identificación con la vida que le convierte en actividad creadora, sino que, al contrario, acátase su necesidad, con fatalismo. El deber; en todas sus formas, aparece acompañado de una sombra de coacción, desposeído de la íntima alegría que fluye del sentirse significativo para el desenvolvimiento del todo a que se pertenece. Por consiguiente, la conciencia del deber -y ello alcanza a todas las clases sociales-, no se eleva más allá de la limitada concepción que lo juzga cumplido en el acto de dar coherencia o inmediata utilidad práctica al producto material del trabajo. Sucede entonces, que la ausencia de una perspectiva que sitúe en un mismo plano el curso de la vida personal y colectiva, recobra, negativamente, a través del ánimo, sobre las múltiples formas de convivencia. Por eso, la vida afectiva del obrero, por ej., no alcanza el estilo de una forma vital conclusa, sino que, con frecuencia, se disgrega exteriormente en plurales afecciones. En todas las expresiones colectivas se rastrea lo anárquico, la íntima disociación, la grieta profunda que separa la vida del americano del sur, su sentimiento de comunidad, de una idea de lo social que en su universalidad envuelva al todo. También al artista, dicha falta de una visión de conjunto lo hunde en lo subjetivo, en la intimidad fantasmal, de personaje en sentido peyorativo. Del mismo modo, la política agítase en las características contradicciones y esterilidades propias de los movimientos desposeídos de referencia a la totalidad. Y así, desde lo íntimo se va tejiendo la imagen del mundo circundante en una perpetua fuga de instantes y anhelos indeterminados.

El culto americano de una suerte de «hedónica» o búsqueda de voluptuosidad en la actitud indolente, que culmina en la interior discontinuidad y desorden de la convivencia, está vinculado a la irracional afirmación de la libertad y fortaleza personales. Porque de hecho es este sentimiento de la posibilidad de un ilimitado despliegue de sus potencias humanas, el que le sumerge en la hedónica, estado anímico, que acaba transformándose en aislamiento, en cabal indolencia, ya se trate de que deba preocupar el ajeno o personal destino. Pues, la falta de comprensión entre los individuos, su incapacidad para hacer perdurar auténticos lazos   —135→   afectivo-espirituales, deriva, en uno de sus aspectos, del hecho de que las actitudes que se manifiestan en el plano de lo orgánico y vital, no son susceptibles de universalidad, de objetividad, ni expresiva ni comprensiva. En efecto, las diversas vivencias posibles, relativas a un común objeto de placer en torno al cual nos mediatizamos, aun cuando revelen, por ejemplo, una voluntad dionisíaca común, nos hunden, sin embargo, en ese género de soledad que representa la participación en lo mediato; en cambio, el vínculo que dimana del valor mismo de quienes entran en relación, aunque carezca de universalidad, no nos arroja al aislamiento.

Pero, por cierto, la titánica soledad del huaso o del llanero no obedece, como intentaremos mostrarlo en la Cuarta Parte, al hecho de no poder expresar, por larvada, la existencia de un valor susceptible de ser intuido colectivamente, sino que se origina en una particular experiencia de lo humano, la que por necesidad de su misma naturaleza conduce al aislamiento interior. Claro está que ello no excluye -como etapa previa al cabal despliegue de su ideal de vida-, el influjo configurador negativo, advertido ya por Sarmiento, que opera la desmesurada conciencia de vitalidad, cosa que también aquél consideraba como característica del gaucho argentino.

Mas, si hasta este momento hemos hablado de la expectación de lo humano como de la cualidad del ánimo colectivo que encierra en lo profundo una idea del hombre, veamos, ahora, cómo se articula con el sentimiento de soledad, clase en estas tierras de América, manifiesto o soterrado, puebla todos los instantes57.






ArribaAbajo Capítulo II

De la soledad


Tensas formas de expectación y prolongados ensimismamientos, pueden expresar la índole del vínculo a través del cual el hombre pugna por incorporarse a su mundo social circundante. Ahora, cuando acontece que la actitud de expectación -que bien puede permanecer oculta en la   —136→   juvenil euforia o dormir bajo el ensimismamiento-, posee como referencia interior la imagen de todo el curso de lo humano, ocurre también que la experiencia de la soledad actualízase vivamente. Ahondando en tal comportamiento, observaremos que aquélla está condicionada por un ideal del hombre que, por exigencias de su misma naturaleza, constriñe con especial rigor al refugio del individuo en la vida íntima; o condicionada por la impotencia expresiva frente al prójimo que la personal mediatización determina.

La soledad del americano señala la más profunda y esencial valoración del hombre, representa un agudo encontrarse sensibilizado para la presencia de lo humano. De ahí que no corresponda la americana a una soledad de solitarios, apareciendo sólo como fenómeno aislado la solitariedad con voluntad de yermo, (de amador del yermo, como diría Petrarca). Ya se trate de las soledades literarias, de las soledades que acompañan al soñar diurno o de la solitariedad del individuo que de ningún modo huye de la sociedad, sus motivos los configura siempre la raigal mediatización ante el hombre, su impotencia expresiva y, en no menor grado, el intransigente anhelo de aprehender al hombre en sí mismo.

«Para la configuración de un grupo es esencial el saber si dicho grupo favorece, o hace posible al menos, la soledad en su seno», escribe acertadamente Simmel. Pero no basta tal conocimiento. Es necesario saber de qué tipo de aislamiento se trata. No se manifiesta la soledad americana, desde luego, por una huida de la sociedad, sino que, más bien, revélase como un «encuevarse» dentro de sí, simultáneo al curso de la convivencia. Trátase, por ejemplo, de ese «encuevarse» del llanero, de que habla Rómulo Gallegos. Mas, si el individuo decide huir a la soledad, en tal fuga se oculta una afirmación del hombre frente al hombre y de ningún modo algo negativo (y por atender al movimiento íntimo, al dinamismo de tal afirmación, empleamos el término «solitariedad», para diferenciar esta lucha y movilidad de lo solitario extático).

Al estudiar los motivos de la soledad en la poesía española, Karl Vossler diferencia tres formas de aislamiento: la mística, la ascética y la mundana. Aunque ascética, la soledad del americano no revela afinidad con los tipos mencionados. Ni la gozosa contemplación de la naturaleza, ni la búsqueda del éxtasis religioso, y, por último, ni purificaciones de anacoreta, integran el peculiar fenómeno de la soledad americana. No obstante, esta solitariedad es ascética, de un «ascetismo irracional», que   —137→   en su puro apuntar hacia lo humano, aparece como indeterminado por la carencia de un ritual que exorcice presencias58. Pues, para el ideal americano del hombre, no sólo el aislamiento, sino que, hasta la experiencia de la autoaniquilación constituye un signo positivo del ser cabal del hombre, por manifestarse en ella la fortaleza que denota el vivir y sufrir en el límite mismo de lo compatible con la vida. Pero, como esta valoración de la fortaleza de la persona extiéndese, también, a la necesidad de una expresión no coartada, la real impotencia expresiva, contra la que el americano lucha, le hace huir y ensimismarse. El saberse mediatizado ante el prójimo, le hiere tanto como la visión del paisaje inhóspito.

El cultivo de la soledad parece revelar, además de fortaleza, libertad personal. «Pero por sobre todo y contra todo -nos cuenta Güiraldes-, Don Segundo quería su libertad. Era un espíritu anárquico y solitario, a quien la sociedad continuada de los hombres concluía por infligir un invariable cansancio».

«Como acción, amaba sobre todo el andar perpetuo; como conversación, el soliloquio». Don Segundo Sombra ama la soledad y el silencio como fuerzas, como manifestaciones de la naturaleza; los ama como revelación de vitalidad personal.

La solitariedad del solitario americano le hace posible alternar, sin perder su íntima continuidad, su actitud impasible con la cordial narración de cuentos junto a un fogón. El llanero, el huaso, el jagunco o el gaucho, elaboran su soledad en su permanecer impasibles, en la contenida violencia que duerme bajo sus expresiones y detenidos anhelos. Es la soledad de la convivencia. Y quede dicho que no se trata aquí de paradojas sociológicas, o de ejercitar un malabarismo conceptual entre tendencias primariamente opuestas, consistente en armonizar, violentándolos, los contrarios aislamiento y sociabilidad. La sombría obstinación con que el silencio vincula al hombre de nuestras tierras -y en el mismo sentido, pero   —138→   fluyendo en varias manifestaciones, aproxima tanto al sencillo campesino como al individuo de la ciudad y al intelectual-, antes que una huida representa una honda afirmación. La propensión a la soledad -que la vida ciudadana transforma de arcádicos mutismo en las más inextricables tensiones interhumanas-, exterioriza una tendencia profunda que pugna por expresarse. «Si el lenguaje fuese lógico -escribe Vosler59-, no se debería nunca hablar sin más de soledad, sino siempre de inclinación a ella o de desviación».

La particular dialéctica de lo íntimo, a la que ya nos referimos al tratar del ánimo, caracterizándola por el primario reobrar sobre el individuo de la índole de los objetos a que apunta la voluntad de unificación, confiere aquí el carácter diferencial a esta forma de inclinación a la soledad. En el solitario místico, por ejemplo, apareciendo como propensión a identificarse con el Ser, reacciona sobre el carácter de los vínculos y crea la más honda unión entre su yo y el mundo de lo humano y lo divino. «Tanto más interior se concibe la soledad, con mayor rapidez se establece una unión psíquica y espiritual del hombre con el Cosmos, del individuo con sus semejantes y de las criaturas con el Creador60». Pero, cuando se aspira a captar al hombre en sí mismo, no poseyendo esta referencia el trasfondo de la naturaleza o de la divinidad, dicha sensibilización frente al otro, subordinando incluso las referencias a lo natural concebido como lo cósmico, determina originales formas de convivencia.

La soledad americana, con su impronta de ensimismamiento en la convivencia, responde a la necesidad de establecer vínculos espontáneos con el prójimo. Esto es, el anhelo de identificación con lo puramente humano, el originario encontrarse sensibilizado para la presencia de la persona, al no poder expresar la alegría propia del natural despliegue de la vida, conduce hacia el ensimismamiento en el ánimo negativo.

No debe resultarnos entonces extraño que por revelar el sentimiento de soledad que describimos; soterrada voluntad de vínculo, se oculte cierta violencia en su mutismo o en la intransigencia opuesta a los requerimientos de una unión afectivo-espiritual más profunda. El silencioso y mutuo rencor que parece circundar a las parejas del pueblo, por ejemplo; el sombrío estar juntos el uno al lado del otro; los relampagueos de recíproca suspicacia que surgen, de pronto, desde el tenso comunicarse,   —139→   señalan la interior hostilidad propia de la soledad de convivencia del americano61».

Al tomar ella sus fuerzas de la necesidad de plena identificación con los valores que encarna el puro mundo de lo humano, deja entrever otro rasgo positivo: la visión de un común destino. Pues, la proclividad a identificarse sólo con el hombre valorado en sí mismo, crea la honda solidaridad de una conciencia colectiva que despierta, creadora. El solitario por amor al hombre, interioriza en su soledad a la sociedad toda y desde ella vive con mayor hondura a su prójimo62. Por eso, nuestros solitarios se reúnen, pero conservando siempre el interior aislamiento a que les obliga la propia impotencia expresiva, extremada por efecto de la misma titánica afirmación del «valor de lo humano». «Si en alguna parte es cierto que el hombre es la medida de sí mismo, es en la sabana ilímite -nos dice Rómulo Gallegos en su Cantaclaro-, en cuya brava soledad cada cual puede construirse su mundo a sus anchas. Pero la sabana entra en los pueblos y se mete en las casas: en cada llanero, aunque viva en sociedad, hay siempre un hombre aislado en medio del desierto...» Es lo infinito de la sabana, y de la pampa que como un huracán penetra de soledad todo cuanto toca. Es la visión de las soledades pampeanas pintadas por Pedro Figari. Pero también es la soledad del hombre. Del hombre frente al hombre. De ahí que en sus óleos, si bien lo humano se torna cósmico por transido de infinito, lo cósmico también se hace humano por la soledad de lo íntimo. Con su presencia -el caballo, el rancho, la luna, el gaucho, el ombú- acrecientan la impresión de soledad. «Las figuras humanas y animales -escribe Giselda Zani, refiriéndose a la pintura de Figari-, más que poblar aquella soledad, la acentúan en su escueta relación   —140→   de gestos y actitudes». Ni siquiera los grupos y su musicalidad, desenvolviéndose en ritmo y baile en un pericón bajo un ombú, anulan su soplo poderoso.

Ya se trate de la soledad de los grupos o del individual aislamiento, dicho sentimiento extiende su horizonte de referencias hasta alcanzar una generalización valorativa que abarca en una peculiar intuición a la persona y al grupo. En la misma medida en que se agudiza para el individuo la experiencia de su espiritual aislamiento, unifícase, aunque con sombríos tonos, su visión de la colectividad. En efecto, tanto en el aislamiento del individuo condicionado por la impotencia para crear vínculos sociales espontáneos, como en el no poder captar aquél la armonía existente entre vida y naturaleza, en uno y otro caso, el sentimiento de soledad se va transformando en el de una creciente unificación afectiva con los demás. Y porque el motivo de la soledad americana arraiga en una singular experiencia de lo humano, la conciencia de solidaridad en medio del aislamiento abre para estos pueblos la posibilidad de conocer su destino colectivo, de vivir lo colectivo, representando aquél motivo el papel de un elemento diferencial. En otros términos: al condicionar la soledad una máxima inhibición, correlato de una afirmación extrema, la fortaleza de esta intransigencia vital reacciona sobre el sujeto confiriéndole fe profunda en sus designios y determinando, al mismo tiempo, originales modos de sociabilidad. La expectación de lo humano, el ensimismamiento, la incertidumbre y el desaliento, representan cristalizaciones de esta soledad, verdadera forma vital primaria, capaz de manifestarse en la vida emocional, espiritual y social, con un despliegue tan poderoso como el del amor o el presagio de la muerte63.

La soledad vincúlase también a la experiencia de lo temporal, en el sentido en que Petrarca, por ejemplo, decía, en su De vita solitaria, que el solitario mira «en lo porvenir, provee con ánimo deliberado, no está suspenso en el presente sólo...» Y porque la juvenil afirmación de la vida   —141→   arranca siempre de un sentimiento de soledad que oculta honda inquietud temporal, condiciona como visión de lo futuro todo el ámbito vital. Para ello, rechaza, con intransigencia, algunos aspectos de la conducta colectiva propios del presente. No obstante los motivos de raíz colectiva que configuran los nexos existentes entre el «yo» y el «tú», aún pueden rastrearse en el típico despliegue de la vida afectiva y social americana. Así, por ejemplo, al surgir el amor en el tono primario del aislamiento, no modula un alegre canto; surge ensombrecido, rodeado de tristeza, pesadumbre y nostalgia. La amistad, tampoco se desenvuelve como libre vínculo en torno a valores juvenilmente postulados; se fortalece, más bien, en la dolorosa y negativa solidaridad que engendra la incertidumbre del futuro (lo que ocurre especialmente entre los «intelectuales»).

Obsérvanse particulares fenómenos en el orden de la convivencia, dado un sentimiento de lo humano que se rige, digámoslo así, por un imperativo consistente en querer establecer sólo vínculos inmediatos con el prójimo; de tal suerte dicha necesidad coincide, además, con la creencia en la ilimitada vitalidad y fortaleza personales. Resulta natural, entonces, que la vida afectivo-espiritual se agriete, abriéndose en contenida violencia o en contemplativa impiedad, dirigida ésta, indistintamente, contra sí mismo o el prójimo. Del mismo modo, se comprende, también, que el motivo del aislamiento, coincidiendo con la valoración casi religiosa del hombre en su titanismo, condicione la profunda discontinuidad que observamos en el curso de nuestra vida. Per otra parte, en virtud de leyes que regulan la acción recíproca operante entre las posiciones vitales primarias, la soledad y la amistad, por ejemplo, engranan la una en la otra limitándose y deformándose. En el aspecto positivo, el aislamiento actúa agudizando el sentimiento de lo humano, por lo que obra como elemento seleccionador de las relaciones; y en el aspecto negativo, al proyectarse esta experiencia en el prójimo, deforma la amistad, en el sentido de convertirla en una dependencia temerosa y suspicaz. Igualmente, la vida de la familia se resquebraja en requerimientos tangenciales, desprovistos de un profundo carácter ético y formador. En fin, el despertar creador de la conciencia colectiva, que apunta en el sentimiento de soledad, condiciona, no obstante, los sombríos tonos de la vida emocional americana -cuya descripción perseguiremos a lo largo de   —142→   este trabajo-, por lo que ella nos aparece como desposeída de la alegre libertad del amor64.

Ante el hombre y la naturaleza, al sentir el americano desplegarse la violencia de todo su ser, cae en el hermetismo. Y es el sentido de este hermetismo -cuya complejidad se nos mostrará a través de variados enfoques-, el que nos hace comprensible su sentimiento de la naturaleza, al propio tiempo que nos ilumina el curso contradictorio de sus reacciones frente a la sociedad65.