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ArribaAbajo Capítulo III

Del sentimiento de la naturaleza



- I -

Las hondas referencias espirituales latentes en el ánimo y la soledad, alcanzan también hasta el sentimiento de la naturaleza, irradiando a través de la peculiar experiencia de lo humano de que participan.

El americano no vive su aislamiento como estado anímico que le conduzca a la serena contemplación del mundo. Su actitud no contemplativa es el correlato de su tenso hermetismo frente al prójimo. Pues la soledad por desarmonía íntima, lejos de sumergir al individuo en tranquila contemplación, le erige un mundo enemigo, una naturaleza que oprime con sorda violencia. De la identificación con el puro valor del hombre, resulta un nexo interhumano que eleva el hecho de la prescindencia del prójimo a revelación de verdadera fortaleza personal. Ahora, al proyectarse la misma inarmónica relación de solitariedad a la visión de la naturaleza, sucede que ésta se desplegará también bajo un signo de lucha y violencia. Por eso nos pareció fundamental indagar si el sentimiento de soledad originábase en una primaria sensibilidad para valorar al hombre en sí mismo- tal como acontece en el americano- o para percibir la naturaleza como creadora, (esto es, concebida no sólo como paisaje, sino como fundamento último de lo existente).

En el primer caso, la soledad que oculta honda necesidad de prójimo, lleva en su seno, junto a la hermética expectación del ánimo, un sentimiento de la naturaleza que se infiltra en lo íntimo como sensación de violenta y pavorosa soledad. Por el contrario, en el segundo caso, el hecho de contemplar a la naturaleza viviente, en sereno aislamiento, estimula el puro goce de la personal espontaneidad. Doble dirección espiritual, que resulta comprensible por el conocimiento de cómo reobra en el alma del individuo la diversa índole de los objetos a que tiende su primaria voluntad de unificación, engendrando así diversos tipos de comunión afectivo-espiritual entre mundo e intimidad. Trátase, en última instancia, de conocer el orden de motivaciones que rige «esas analogías misteriosas y morales armonías que ligan al hombre con el mundo exterior...»,   —144→   de las que hablaba Alejandro de Humboldt; de «esa analogía misteriosa que liga las emociones del alma con los fenómenos del mundo sensible...»66

Créanse imágenes de la naturaleza y mundos de lo humano que despiertan diversas soledades, y también se erigen en la historia visiones del universo para las cuales la soledad no representa una forma de vida anhelada, tal como acontecía entre los griegos, según lo revelan, por ejemplo, las teofanías. «Parece que toda soledad profunda -nos cuenta Jacobo Burckhardt- despertaba en los griegos el sentimiento de la proximidad de seres divinos; en cuanto cesaba el mundanal ruido se podía percibir rumor divino o demoníaco. En los bosques y en los desfiladeros de las montañas no es posible esquivar la proximidad de Pan y de Artemisa»67. Y Rainer María Rilke, en su ensayo Sobre el paisaje, nos habla también, con poética sencillez, de cómo la montaña era desconocida para los griegos, «la montaña en que no habitaban dioses de figura humana, las estribaciones sobre las que no se erguía ninguna estatua visible, las pendientes no holladas por algún zagal, no merecerían una sola palabra. Todo era escenario vacío en tanto no apareciera el hombre y llenara con su acción corpórea, de modo trágico o hilarante la escena. Todo esperaba al hombre, y allí donde llegaba, todo retrocedía y le dejaba espacio libre». De ahí que, para comprender de qué manera penetra en la imagen de la vida la inclinación a huir del aislamiento, o su búsqueda, importa sobre todo considerar las conexiones significativas que derivan de los distintos modos de concebir la interioridad del hombre; pues, de hecho, cada particular experiencia de la individuación determina una específica conexión estructural entre el sentimiento de la soledad y la actitud hacia la naturaleza. Así, al describir el sentimiento de la naturaleza, éste se nos revela estrechamente vinculado a la intuición de la interioridad del hombre. Esto es, las manifestaciones del Ser que el individuo presiente como inasibles, tienen su correspondencia de sentido en el ámbito en que se desenvuelven los conflictos y antagonismos íntimos. Ensayemos, entonces, una delimitación más precisa de lo que entendemos por sentimiento de la naturaleza.

A la múltiple variedad de experiencias de lo íntimo -variedad susceptible de ser observada en la índole propia de las diversas personas o   —145→   en las actitudes sociales características de los distintos pueblos-, corresponde, en cada caso, una forma particular del anhelo de participar en el todo. Pero, por cierto, en esta dirección de participación no se pierde lo inefable propio de la esfera interior, sino que, por el contrario, ello sólo se desplaza y lo incomunicable tórnase creador al condicionar su original impulso de objetivación.

Ahora bien; del mismo moda que a la conciencia de lo íntimo, es inherente a la visión de la «natura naturata» un sentido de integración. En otros términos, y continuando en este paralelo, advertiremos que si la voluntad de identificación de la persona, al tropezar con obstáculos o al anularse en inhibiciones, da nacimiento a una cualidad específica del ánimo, de manera semejante, el sentimiento de la naturaleza nace en ese transcurrir indeterminable en el que se presienten las limitaciones cualitativas que se oponen a una suerte de unión mística con la realidad. La experiencia de la desarmonía, de la inconmensurabilidad cualitativa existente entre lo que el individuo, por ejemplo, siente como plenitud personal y la visión inmediata del paisaje y del mundo engendra, en el americano, su especial sentimiento de la naturaleza68. Las diversas experiencias de lo natural estarán, de este modo, condicionadas por el signo propio de aquel angustioso o alegre sentimiento de inconmensurabilidad cualitativa. Porque, ampliando la formulación precedente, acontece que en el sentimiento de la naturaleza se fusionan estrechamente el percibir la vida en su más alta significación e intensidad, con una vivencia de lo inaccesible. O bien, expresado en otros términos: la   —146→   contemplación del ser, -la intuición del ser, no puede asimilarse cabalmente a las experiencias inmediatas de la vida. De ese no poder, de esa primigenia doble dirección positiva y negativa de lo simultáneamente experimentado como lo pleno y lo inefable, fluye la honda poesía de la relación existente entre mundo interior y sentimiento de la naturaleza. Ahondando en la índole de ese nexo, descúbrese al fondo de él una particular y originaria vivencia de lo humano que condiciona la conexión estructural ámbito interior-visión de la naturaleza. Por ahora, dejaremos sólo enunciado el hecho de cómo también en los vínculos interhumanos se experimenta, al propio tiempo que «actualidad» personal, la existencia de un núcleo de intimidad, incomunicable en uno mismo e inaccesible en el prójimo69




- II -

La soledad, al griego no le estimulaba el afán de ahondar en los conflictos íntimos, ni la tendencia a la interiorización. Por el contrario, su aislamiento se poblaba de visión de dioses, porque la esfera de lo íntimo no poseía otras alternativas trascendentes que los antagonismos que derivaban del vivir o no acorde el individuo con el destino, la justicia o la ley cósmica. Orientadas las fluctuaciones de la interioridad del hombre al conflicto con la norma, en su doble significación dialéctica de logos y fundamento del ser, de pensamiento divino y razón humana, el sentimiento de la naturaleza correspondiente a tal filosofía de la vida no podía abandonar la contemplación ele estas conexiones ideales. Por este motivo, el remanente espiritual que surgía en el desajuste existente entre la contemplación del ser y el sentimiento inmediato de la vida, se limitaba, igualmente, a animar las alternativas de un sino trágico, tal como acontecía en la tragedia griega y su particular sentido del destino. Del mismo modo, la voluntad de identificar la vida individual con la norma cósmica, reobraba sobre el estilo de las relaciones interhumanas condicionando una mediatización en torno ala intuición de la «idea», por ejemplo. (Pero, aquí no podemos seguir la dirección del ciclo completo del proceso que, como veremos al tratar del «acto moral», se inicia en   —147→   una originaria experiencia de lo humano, la que revelándose en la voluntad de identificarse que le es inherente, culmina en una modalidad de vínculo social que se estructura, a su vez, según la índole de aquel objeto de unificación afectivo-espiritual. En este lugar sólo adelantaremos la conclusión siguiente: las identificaciones que mediatizan la relación social, no se presentan cuando el sentimiento de lo humano posee, como referencia substancial, al hombre como normándose a sí mismo. En este último caso, se establece una equivalencia total entre vivencia y vínculo, ya que la desrealización, la desviación que supone el hecho de identificar al sujeto con potencias extrañas a su condición, redúcese a cero cuando sucede que pertenece a la naturaleza misma del sentimiento de lo humano el identificar al individuo sólo con el hombre mismo).

Esta conexión estructural dada entre mundo interior, intuición del hombre y sentimiento de la naturaleza, revélase especialmente en la imagen del paisaje propia de los griegos. Al pensar que la intimidad del hombre y el límite de sus posibilidades de individuación participan de la ley cósmica, la pintura del paisaje natural no podía darse sino como pintura o descripción literaria de lo humano. «Encuéntrase indudablemente en la Antigüedad griega -escribe Humboldt-, en la flor de la edad del linaje humano, un sentimiento tierno y profundo de la naturaleza, unido a la pintura de las pasiones y a las leyendas fabulosas; pero el género propiamente descriptivo, no es nunca entre los griegos sino un accesorio, apareciendo el paisaje como el fondo de un cuadro en cuyo primer término se mueven formas humanas. La razón de esto es, que en Grecia todo se agita en el círculo de la humanidad. El desarrollo de las pasiones absorbía, casi todo el interés y los accidentes de la vida pública perturbaban bien pronto los silenciosos ensueños en que nos sumerge la contemplación ele la naturaleza: buscábase hasta en los fenómenos físicos algunas relaciones con la naturaleza del hombre; todos ellos debían suministrar puntos de semejanza con su forma exterior o su actividad moral. Casi siempre, merced a estas relaciones, y bajo -la forma de comparación, fue como pudo el género descriptivo entrar en el dominio de la poesía, e introducir en él algunos cuadros limitados, aunque llenos de vida»70 Porque, en verdad, el paisaje era entonces el hombre.   —148→   En este sentido, una vez más recordaremos las palabras de Rilke, tomadas de sus consideraciones sobre el paisaje y la pintura en la Antigüedad: «... no será aventurado suponer que el arte pictórico antiguo veía al hombre tal como los pintores posteriores han visto el paisaje». «Pero los hombres desnudos son el todo. Son como árboles, portadores de frutos y coronas frutales, como arbustos que florecen, y como primaveras en las que cantan los pájaros». Es así como, por ejemplo, durante el período arcaico, a mediados del siglo VI, cuando aún la imagen del hombre no constituía el motivo central del arte griego, a pesar del desarrollo que experimentó el paisaje en la pintura, se advierte siempre la misma inspiración del hombre como paisaje; en efecto, obsérvase una extraordinaria estilización humana de árboles y animales por lo que, como dice A. von Salis, «transfórmanse en gráciles todos los objetos naturales»71.

Así, el sentimiento de lo humano o de la individuación frente al mundo, tal como se manifiesta en la historia del arte, determina la cualidad de los antagonismos íntimos del hombre; y en tanto que esta forma de individuación, en una de sus posibilidades, se expresa como voluntad de incorporarse a la razón que rige el cosmos, el sentimiento de la naturaleza no sigue otra dirección que la de la coincidencia de la ley íntima con la ley del mundo.

Alejandro de Humboldt, Jacobo Burckhardt y Dilthey, entre otros, han observado en la vida del Renacimiento la relación existente entre el descubrimiento del paisaje, como motivo del arte, y la afirmación de lo individual. En efecto, la actitud frente al mundo propia del hombre del Renacimiento, de afirmación de lo infinito, hace posible el sentimiento de embriaguez ante la naturaleza, por la referencia de todos los conflictos interiores al hombre mismo, por su conciencia de la autonomía moral72. Era necesario visualizar la profundidad como lejanía inefable, para dar forma a los impulsos que germinaban en el individuo. Aparece   —149→   aquí la unidad de sentido, antes mencionada: «ámbito interior-visión de la naturaleza». El modo de referencia al hombre, desde una experiencia peculiar de lo íntimo, obligaba al artista del Renacimiento a recurrir al paisaje. Pocos han visto tan hondamente este proceso como lo hace Rilke al tratar de la pintura de Leonardo. Nos dice que el hombre de aquella época cuando pintaba el paisaje no quería expresar el paisaje, sino a sí mismo. «No es ninguna casualidad que Leonardo, primero en retratar imágenes humanas como vivencias, o como destinos a través de los que se ha pasado, sintiera el paisaje como medio de expresión para comunicar una experiencia casi inefable, profunda y triste». Esto es, la nueva experiencia de lo íntimo necesitaba, para su pleno desenvolvimiento, de la visión de lo lejano e inconmensurable. Por eso el paisaje «tenía que estar lejos y ser muy distinto de nosotros, para poder llegar a ser una fórmula liberadora de nuestro destino. Casi tenía que presentarse como enemigo, con una indiferencia sublime, para otorgar a nuestra existencia un designio nuevo con todas sus cosas». Y así acontece en la pintura de Leonardo; «nadie ha pintado un paisaje que sea, a la vez, tan paisaje, confesión y voz propias, como aquella profundidad que sirve de fondo a la Madonna Lisa». De hecho, la hondura del sentimiento no podía expresarse sino en contraste con un paisaje y una naturaleza extraños73.

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Habiendo llegado a este punto parecerían querer interponerse dos hechos que no admiten armonía alguna de contrarios. Es decir, si miramos hacia un lado tenemos, en el periodo clásico de los griegos, a la figura humana como motivo primario del arte, al propio tiempo que la pintura de paisaje se limita a seguir la órbita de aquel motivo central; en cambio, al mirar hacia el Renacimiento, observamos el «descubrimiento del hombre», como infinito en su intimidad y a la pintura entregada a los paisajes de profundos horizontes. En ambos casos surge el hombre como imagen primera, pero con distinto signo. En efecto, cuando el historiador del arte, von Salis, dice que el abandono del mundo exterior como motivo estético, -en virtud de las preferencias del griego de la época clásica por la representación de la fibra humana-, no ocasionó consecuencias «funestas», considerando la insuficiente estilización del objeto de creación elegido, piensa que ello se debió al hecho de que por entonces se descubre el alma con lo que, además, se vivifica la mímica estatuaria74. De ahí que lo que importa conocer, ahora, es la cualidad de la esfera de lo íntimo «descubierta». En la pintura de Leonardo la individualidad se expresa en oposición a un paisaje extraño, oposición entre hombre y mundo que contribuye a realzar lo infinito en uno y otro, a destacar la inconmensurabilidad cualitativa existente entre la experiencia y el objeto75. Parecería que, entonces, el hombre descubrió su grandeza íntima al experimentar lo interior en contraste con lo   —151→   inaccesible. Por el contrario, como ya lo hemos dicho, el tender del individuo a la unificación de la norma íntima y la ley que rige el devenir cósmico, engendra en él un peculiar ámbito de intimidad que encuentra su plenitud en proyecciones espirituales también singulares. En uno y otro caso, tanto en el griego del período clásico como en el «individuo» del Renacimiento, podríamos encontrar semejantes correlaciones en la modalidad del vínculo humano; esto es, descubrir una correspondencia de sentido, una conexión estructural, si se quiere, entre lo experimentado como íntimo y la naturaleza de la relación social. En otros términos: aun cuando en ambas épocas se «descubre el hombre» -y en uno de sus aspectos como vida interna-, lo diferencial arranca de la especial modalidad de vincularse los hombres entre sí, como también de la manera de representarse este vínculo. Mas, por ahora, nos detendremos en este punto, dejando para la Parte Tercera la investigación de la variabilidad histórica de las relaciones humanas y su sentido antropológico. Aquí sólo debemos reparar en el hecho de que estamos en presencia de un antagonismo anímico primario, cuyo conocimiento es fundamental para comprender el sentimiento de la naturaleza.

Acaso en un breve enunciado podríamos fijar los límites de este antagonismo, ejemplificando con una de las direcciones posibles de la relación esencial hombre-mundo: la voluntad de unificación del individuo al dirigirse, por ejemplo, hacia la ley cósmica, o, en general, al mundo de lo natural, condiciona una mediatización del vínculo interhumano; por el contrario, la afirmación de la individualidad, su identificación con la propia vitalidad del hombre en oposición al mundo, determina la relación directa, la inmediatez del contacto interindividual. Claro está, que la descripción precedente es muy esquemática por lo que volveremos a preocuparnos de dicho proceso, ya que sólo las exigencias del problema mismo que ahora exponemos nos movieron a ensayar una formulación del mencionado antagonismo psicológico.

Tomaremos como ejemplo de tal oscilación interior, un pasaje, de la novela de Hölderlin, Hiperión. En el Libro Primero, el poeta nos cuenta   —152→   cómo cambia el signo de sus estados de ánimo según la índole de sus íntimas referencias al mundo. Así, cuando se entrega a la contemplación extática de las bellezas naturales, nos dice que le parece «como si el dolor del aislamiento se confundiera con la vida de la Divinidad»; y también imagina que todas las normas que rigen el destino del hombre, «la virtud con su armadura de rigores» y los pensamientos mismos, se desvanecen al «formar una sola cosa con todo lo que vive». Sin embargo, esta superación del aislamiento que, por instantes, parece convertir hasta su dolor en fundamento del ser, es puramente ilusoria, pues la reflexión que sigue destroza esta aparente armonía: «Pienso, y me encuentro, como antes, solo, con todas las tribulaciones del ser mortal; y ese asilo que mi alma creía haber hallado: el universo eternamente uno, desaparece y la Naturaleza no me abre sus brazos, y permanezco ante ella como un extraño, sin comprenderla». Vemos, de este modo, cómo en Hölderlin el sentimiento de la naturaleza engránase con el motivo de la soledad y, cabalmente, de soledad frente al hombre: «...la esperanza que había acariciado de hallar un mundo mío en otra alma, y de poder un día abrazar a mi semejante en la persona de un ser amable, no llegaba nunca a realizarse». Una y otra vez, el poeta nos dirá que hay olvidos de la existencia en los que parece que todo lo encontramos, y nos dirá, también, que hay silencios de nuestro ser en los que parece que lo perdemos todo; en fin, nos previene que la visión de la soledad y el vacío, corresponden a la presencia en nosotros mismos del vacío y la soledad. Contemplamos, pues, en Hiperión, el proceso íntimo de un continuo oscilar entre la naturaleza y el individuo.

Advirtamos, por último, que a Hölderlin, en contraste con cualquiera forma, de estoica unificación o panteísmo, es el abandono de la «ley» y del rigor de la virtud, por ejemplo, lo que parece incorporarle vivamente al Todo. Ahora, por lo que respecta a la singular vivencia del prójimo propia del americano, cuyas peculiaridades buscamos, debemos destacar, para su conocimiento, el hecho y el modo del antagonismo existente entre vínculo interhumano y sentimiento de la naturaleza, que en parte caracteriza a la actitud de Hiperión frente al mundo.

Aunque arribando por otras aguas, también se ha detenido Dilthey a describir el «antagonismo» espiritual de que aquí se trata. Así, nos dice que Hiperión «lleva a la conciencia del lector la visión metafísica de la espantosa dualidad inherente a la vida misma. La belleza de la vida reside   —153→   solamente en nuestras relaciones con otros hombres y, sin embargo, cada una de ellas alberga secretamente algo que separa y a lo que no se debe tocar». Y agrega más adelante: «La unión con la naturaleza tiene como fondo la separación de los hombres»76. Consideramos una verdadera limitación reducir el sentido del antagonismo que agita a Hiperión -como, en parte, lo hace Dilthey-, a una crisis histórica en las relaciones existentes entre la conducta del hombre frente al mundo y el estado. Podemos afirmar que no es posible penetrar en el sentido del antagonismo que rige las relaciones entre hombre, sociedad y naturaleza, sin antes haber ahondado en las profundidades de ese primario traumatizarse del hombre por la presencia del hombre mismo, ya mencionado anteriormente.




- III -

Volviendo a la actitud no contemplativa del americano, a su hermetismo, cabe observar, en primer término, que si subsiste, a pesar da la exclusiva referencia a lo humano intuido en sí mismo, ello sólo puede acontecer merced al influjo de alguna cualidad singular propia de su vivencia del prójimo. En verdad, cuando un pueblo está desprovisto de sensibilidad religiosa, orientada como intuición específica de la presencia de lo divino en el hombre y en el mundo, ocurre que la imperiosa necesidad de obtener una visión total, que siempre acosa a los hombres, lleva a concebir a lo humano como susceptible de encarnar valor religioso77. De tal suerte que, en virtud de este desplazamiento de sentido de las referencias espirituales primarias, se actualizan particulares conexiones estructurales y se crea un verdadero ideal ascético aplicado a las relaciones con el prójimo. En nuestro hombre, el titanismo personal ostenta su desmesura hasta un grado tal de aparente autarquía, que en su prescindencia de ciertas formas del humano vínculo, linda casi con la soberbia del aislamiento interior, con un ritual de silencio y reserva.

Existe, pues, un abismo entre esa actitud ascética mantenida frente al prójimo -verdadero «estoicismo de convivencia», cuyo alcance determinaremos más adelante-, un abismo abierto entre dicho irracional cultivo del vínculo humano dado en el límite mismo de lo compatible con la   —154→   convivencia, y la fe renacentista en el hombre, por ejemplo; y se perfilan notorias diferencias entre el sentimiento de soledad por necesidad de prójimo, tal como se da entre nosotros, y, v. g., los llamados de la soledad al Tasso goethiano, que lejos de conducirlo a un tenso ensimismamiento le sumergen en una diáfana interiorización. Y, más distante en el pasado, dirigiendo la mirada a los tiempos de Petrarca recordemos, en fin, cómo en sus cantos a la soledad armoniza la búsqueda de un paisaje arcádico y la presencia del amigo. Porque si bien es cierto que piensa que el solitario debe procurar buscar la soledad de lugares verdes y frescos, espesura de árboles y corrientes de agua, dice también que el género de soledad que considera más alto es aquél en que se hace «algún ejercicio virtuoso» y en que se ama y se busca a los amigos. «Ninguna cosa hay tan oculta y encerrada en la soledad que todo no esté patente y abierto al fiel amigo»78.

La unidad afectiva del hombre de nuestras tierras, considerada en el modo como se revela, en su sentimiento de la naturaleza, posee tendencias muy diversas. En su radical impotencia expresiva frente al prójimo, el americano -vive la angustiosa huida de la mediatización de los vínculos afectivos, huida que convierte en fuerza la tensa expectación del ánimo, en fuerza la soledad llena de diálogos, el silencio lleno de personajes. Dada una interioridad así agazapada entre las sombras de su expresión, pero tendiendo hacia el vínculo orgánico con el hombre, por el valor que encarna el hombre mismo, no podía el sentimiento de la naturaleza -definido antes como ese alegre o angustioso desequilibrio existente entre el presentimiento del ser y las experiencias inmediatas de la vida-, manifestarse de otro modo que por un creciente ahondar en el ensimismamiento.

De ordinario, los conflictos que surgen en la vida íntima del americano, giran en torno a un dudar de la legitimidad propia de la actitud de la persona frente a la persona. El opresor sentimiento que le invade al contemplar la naturaleza, reconoce como uno de sus motivos la discontinuidad del ánimo. La espiritual inactualidad del individuo, su impotencia para ejercer el autodominio, la propensión, en fin, al cultivo de la hedónica, transforman en sombría su visión del mundo. Es ya un lugar común de la crítica literaria, el afirmar que la novela americana no se ha decantado en la creación de un personaje típico, predominando en ella la pintura del paisaje. Sin embargo, la ensimismada violencia que enlaza desde   —155→   el hermetismo amor y naturaleza, por ejemplo, corresponde al curso de la vida de un hombre que luchando por la espontaneidad expresiva frente al prójimo, experimenta hondamente los antagonismos que le enfrentan al mundo desposeído de serenidad contemplativa. Antes de negar realidad interior al «personaje» americano, se trata de encontrar el signo en cuya dirección de sentido esa interioridad se desplaza. Su sentimiento de la naturaleza despliégase a partir del aislamiento íntimo condicionado por la necesidad de prójimo. Su «humanismo ascético», irracional, como luego veremos, convierte en anhelo de continuidad, de actualidad espiritual, la desesperación que engendra el contemplar79.

Al considerar los nexos existentes entre el sentimiento de la naturaleza y una singular vivencia de lo humano, es necesario tener presente, además, la falta de fe en el prójimo favorecida por la visión recíproca de la inestabilidad íntima. Por eso, el silencioso Don Segundo Sombra, con sólo la continuidad de su mutismo influye, en el sentido de hacer legítimo aquello de que «el hombre alegra al hombre», como dice un hijo de Martín Fierro narrando su vida. También, aunque en otro sentido, la discontinuidad por huida ante la naturaleza agudiza el agrietamiento de las relaciones personales. Pues existe una interacción entre el sentimiento de lo humano y la experiencia de la naturaleza, y entre ésta y la unidad afectivo-espiritual de los individuos, en la que adquiere formas peculiares la vida íntima, su ámbito interior de antagonismos.

En la evolución de las diversas expresiones históricas de religiosidad, aparece claro cómo el objeto de la voluntad de identificación y el modo cómo se tiende hacia él, reobran condicionando especiales formas de unión afectiva y espiritual con el prójimo. Refiriéndose a la religiosidad católica de la alta Edad Media, Dilthey hace las siguientes consideraciones: «Fueron menester una incomparable riqueza de las más tiernas experiencias del alma y una contemplación que abarcaba el mundo entero, para dotar al proceso religioso de una tal finura y elevación que el yo y sus pasiones se disipaban y no quedaba en el ánimo más que la conexión universal del amor». Y continúa más adelante: «Visto desde fuera puede parecer una contradicción que la contemplación religiosa vaya unida al amor activo al servicio   —156→   de los hermanos. Pero es una contradicción aparente. También en la piedad de los reformadores parece que la conciencia de la predestinación se halla en contradicción con el despertar poderoso de la actividad religiosa, de la acción en el mundo. La apariencia de contradicción en ambos casos se funda en que en el cristianismo la entrega de las almas a la conexión invisible las hace soberanas e independientes frente al mundo y a los hombres, pero las coloca al mismo tiempo, por medio de esa conexión invisible, en relaciones del todo nuevas con los demás hombres»80. En general, cabe afirmar la existencia de un profundo nexo entre la serena actitud contemplativa y la vinculación orgánica con el prójimo. Por el contrario, imperando, como acontece en la vida social americana, el caos interior, al individuo no le resulta posible experimentar el goce puro que mana del desequilibrio poético, de la tensión existente entre la conciencia del ser y las manifestaciones de la vida activa81.

Por otra parte, al referirnos al conflicto o desajuste dado en el orden de las relaciones entre el hombre y su prójimo, o entre la persona y el mundo de la naturaleza viviente, pensamos en la búsqueda de una más honda unidad espiritual, capaz de enlazar en un todo a la acción, al sentimiento de comunidad y a la conciencia del ser. De ahí que sea necesario distinguir dicha tentativa, de anhelos y tendencias que gravitan en otra dirección. El rumbero, el baqueano o, también, el hombre del sertón con su certero presagio de la seca, viven, sin duda, en una participación simpática con su mundo de llanos y selvas; pero el sentimiento de la naturaleza que en ellos alienta, no alcanza la altitud espiritual propia de esa conciencia del ser que surge en la contemplación. De hecho, en el fino instinto necesario al baqueano para seguir una huella, cuya búsqueda le sume en un impenetrable mutismo, encuéntrase tan sofrenada la referencia al prójimo   —157→   como alerta los sentidos (lo que tampoco es imputable a la concentración a que obliga su tarea, sino a la misma trama psíquica, que le hace posible realizarla y que anima todos los instantes de su vida). Por eso, la aguda sensibilidad que caracteriza por igual al llanero o al hombre del sertón, está lejos de tornar alegre y regocijado su contacto con el mundo circundante. En este sentido, escribe acertadamente Max Scheler: «En el desarrollo de la facultad de unificación afectiva vitalcósmica desempeña un papel decisivo la unificación afectiva con la corriente de la vida universal, que despierta y tiene lugar ante todo recíprocamente entre los seres humanos como unidades vitales. Pues parece ser justamente una regla (no comprensible ya por otra cosa que por sí misma) la de que tampoco la actualización de la facultad de unificación afectiva cósmica puede tener lugar directamente, frente a la naturaleza extrahumana, sino que está ligada como a un término intermediario a la unificación afectiva de hombre con hombre cuyas principales formas hemos descrito en lo anterior. La puerta de entrada a la unificación afectiva con la vida cósmica es la vida cósmica allí donde más cercana y afín es al ser humano: en el otro ser humano»82.

Mas, no se trata solamente de conocer el influjo que ejercen sobre el hombre americano la salvaje belleza de la selva, la infinitud de la pampa y del llano sin límites; ni de seguir la impresión causada por la imagen del altiplano o por la visión de la retorcida muerte de la caatinga brasileña. Por encima del conocimiento de estas impresiones e influjos, importa poder vislumbrar el sentimiento de lo humano, la concepción del mundo subyacente a su imagen de lo natural, en la que el hermetismo personal pone tonos sombríos; y, sobre todo, importa llegar a vislumbrar el ideal del hombre oculto en su peculiar sensibilidad para lo natural.

La poesía de Pablo Neruda representa, de un modo extremo, la visión del hombre y de la naturaleza erigidas desde la primaria angustia expresiva. El hombre de Neruda parece luchar por conseguir la armonía que presiente entre su honda y desordenada conciencia del ser y el ser mismo. En la denodada búsqueda de la identidad significativa existente entre el obscuro pensar y sentir y el devenir de aquello que le rodea, la visión del mundo parece romperse, sumergirse en los mil repliegues del yo en su aislamiento. Esta soberbia voluntad de expresión, que posee como   —158→   contenido el anhelo de identificar el más inefable curso de lo íntimo con el ser de la tierra, del hombre y su sentido, hace del mundo poético de Neruda la cabal manifestación de nuestra ausencia de serenidad contemplativa. Sin embargo, tal voluntad de unificación con el todo no representa una visión apocalíptica o desintegrada de la realidad, como piensa, Amado Alonso83. Una similar experiencia de lo humano, orientada por la acendrada sensibilidad para vincularse directamente al prójimo desde lo más íntimo, condiciona precisamente un sentimiento de la naturaleza de ese tipo, que parece desintegrar lo real al intuirlo. En verdad, cuando nada escapa a la vehemencia subjetiva dada en un querer encontrar la identidad de sentido entre las más recónditas pavuras de lo íntimo y el devenir del cosmos, resulta difícil conciliar ese querer con la contemplación serena del mundo exterior. Igualmente, la ausencia de fe en el hombre y la percepción de la naturaleza como fuerza hostil, que todo lo aniquila, se condicionan recíprocamente. En rigor, es esta falta de fe, enlazada a la visión animada de hostilidad, lo que condiciona tanto las abismales grietas de nuestra imagen del todo, como la sombría suspicacia que enturbia las relaciones de la comunidad.

El problema de la absorción negativa del individuo por el medio social-físico, pertenece a otro orden de relaciones geocolectivas, aunque también dicho fenómeno encuéntrase condicionado, en gran medida, por las experiencias primarias a que nos hemos referido. El novelista brasileño Graça Aranha ha descrito el influjo aniquilador que ejerce la naturaleza tropical en el hombre, señalando particularmente la sorda inhibición de sus facultades que la selva opera en el europeo. En su novela Canaan, Milkau, el inmigrante alemán, se expresa así: «Aquí el espirita se siente anonadado por la estupenda majestad de la naturaleza... Nos disolvemos en la contemplación, y por último, el que se pierde en la adoración, es el esclavo de una hipnosis: la personalidad escapa para perderse y difundirse en el alma del Todo... La selva del Brasil es sombría o trágica. Tiene en sí el tedio de las cosas eternas, la selva europea es más diáfana y pasajera, se transforma infinitamente con los toques de la muerte, y la resurrección que en ella se alternan como los días y las noches». Y más adelante continúa: «La verdad es, sin embargo, que al tocar en la región del asombro, semejante espectáculo nos priva de la   —159→   libertad de ser, y al fin nos oprime. Es lo que sucede con esta fuerza, esta luz, esta abundancia. Pasamos por aquí en éxtasis, no podemos comprender su misterio...».

Aun cuando en Graça Aranha ya se advierte la preocupación por incorporar al hombre, orgánicamente, al paisaje y a la naturaleza, a través de la solidaridad con el prójimo, su voluntad de contemplación no consigue desenvolverse sin cierto artificio. Ello se pone de relieve en la siguiente reflexión que despierta en Millkau el sacrificio de la selva: «Comprendo muy bien que nuestra contingencia sea todavía una necesidad de herir la tierra, de arrancar de su seno por la fuerza de la violencia nuestra alimentación; pero ha de llegar el día en que nuestro espíritu de hombre destructor logre, adaptándose al medio cósmico por una extraordinaria longevidad de la especie, recibir la fuerza orgánica de su propia y pacífica armonía con el ambiente, como sucede con los vegetales; y entonces abandonará, para subsistir, el sacrificio de los animales y de las cosas. Por ahora nos conformaremos con este inevitable momento de transición. Siento dolorosamente que al atacar la tierra ofendo la fuente de nuestra vida misma, y hiero menos lo que hay de material en ella que el prestigio religioso e inmortal que tienen en el alma humana...»

Si al interpretar esta aparente visión armónica de Aranha concluimos comprobando su artificio, nos parece que ello acontece porque este escritor no lora objetivar poéticamente el hechizo de la selva, sino que ésta aparece de un modo puramente negativo, dándose en un conjuro de imágenes que orillan cierta extática serenidad. Además, esas oleadas de panteísmo le impiden, a pesar de su lírica lucha por engendrar una serena tradición frente al paisaje, le impiden observar el hecho fundamental de la soledad y la mediatización frente al prójimo que, hasta cierto punto, hace posible la absorción del individuo por el medio tropical. En el fondo, los personajes de Graça Aranha conjuran el inhóspito demonismo natural con una voluntad de unión con el cosmos que les deja, perdurar en su aislamiento: «Pensó -Milkau- en su propia vida, en su destino, en la soledad en que iba pasando la existencia, envuelto como en un velo intangible, que no le dejare salir hacia el mundo ni permitiera que el mundo fuera hacia él».

También en los motivos de la novela social americana es posible observar la forma como se manifiesta el sentimiento de lo natural en las expectaciones de carácter social. El negro Antonio Balduino, por ejemplo,   —160→   -héroe de la novela de Jorge Amado Jubiabú84-, es un personaje auténticamente americano, pues, tramontando las limitaciones que nos señala su condicionamiento autóctono o racial, encarna, de hecho, cierto aspecto de la sensibilidad americana, en cuanto ésta percibe lo social en su fresca espontaneidad. Merced a la intuición de los problemas sociales inmediatos, cáptase el paisaje a través de un sentimiento de lucha. El conflicto, la adversidad social se erigen en naturaleza. La naturaleza es entonces lucha, y la armonía sólo se establece cuando la acción encuentra su designio en una libertad que ya no gira, indómita, en sí misma. La referencia a lo natural -poéticamente legítima-, transforma al hombre, por decirlo así, en naturaleza viviente. De este modo, ella es vivida como un elemento hostil y enemigo, en cuyo dinamismo la armonía de la contemplación se rompe. En general, cabe afirmar que la novela social americana tiende a expresar la compleja vivencia de las oposiciones de sentido existentes entre el hombre, la sociedad y la naturaleza.

Otro aspecto fundamental del sentimiento de la naturaleza propio del americano, revélase en su sensibilidad -visceral casi- para percibir los contrastes cósmicos y orgánicos. Euclides da Cunha y Eustasio Rivera -el uno describiendo el sertón brasileño, y la selva colombiana el otro-, nos han dejado las más hermosas y terribles imágenes del paisaje. Así, por ejemplo, en La vorágine, en un canto a la soledad de la selva, Eustasio Rivera escribe: «...Tú tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la creación. No obstante, mi espíritu sólo se aviene con lo inestable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad, y, más que a la encina de fornido gajo, aprendió a amar a la orquídea raquítica, porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión»85. Euclides da Cunha describe, a su vez, cómo influyen en el sertanero del norte las súbitas y violentas variaciones físicas del medio, determinando el continuo oscilar entre sus titánicas manifestaciones de fuerza y sus hondos pozos de apatía. En Los sertones hace, pues, la pintura de cómo engranan hombre y naturaleza: «Es el batallador perennemente abatido y exhausto, perennemente audaz y fuerte, prevenido siempre para un encuentro en el que no vence y no se deja vencer; pasando de la mayor quietud a la mayor agitación; de la hamaca perezosa y cómoda al duro recado que lo arrebata, como un rayo, por las picadas estrechas, en busca de los rebaños.   —161→   Refleja, en estas apariencias que se chocan, la misma naturaleza que lo rodea; pasiva ante el juego de los elementos y pasando, sin transición sensible, de una estación a otra, de la mayor exuberancia a la penuria de los páramos retostados, bajo el reverberar de los estíos abrasadores».

Esta presencia de lo pavoroso e inestable en el seno de la naturaleza, ha sido poetizada, además, en la extraña tentativa por armonizar, lo demoníaco en el hombre, y lo ingenuo en el espíritu del bosque. Nos referimos a los cuentos y relatos de animales del escritor uruguayo Horacio Quiroga. «Cuando Anaconda, en complicidad con los elementos nativos del trópico, meditó y planeó la reconquista del río, acababa de cumplir treinta años». «Era entonces una joven serpiente de diez metros, en la plenitud de su vigor». De ese modo da comienzo a su bella historia sobre El regreso de Anaconda, esto es, con una presentación humana del juvenil ofidio. Porque, sucede que en la fantasía de Quiroga confluyen hacia un mismo punto el monólogo interior del hombre y del animal. Pero ello no supone una dulce serenidad panteísta, sino que, al contrario, la continuidad jerárquica dada como selva, animal, hombre, parece establecerse merced a una extraña mezcla de lo demoníaco y natural. En efecto, la fresca imagen de la naturaleza se entrevera con lo sombrío, morboso e irracional propio del destino humano. Y, como acontece en el cuento El hombre muerto -la historia de un hombre sencillo que limpia un bananal y del machete que le causa su fin-, el relato se desenvuelve como un monólogo junto a la muerte. Es decir, a la descripción del campo únese la categoría de lo fantástico, por lo que el silencio del campesino deriva, a veces, hacia la definitiva pérdida de sí mismo en las sombras interiores. Pero es justamente aquí, en la confluencia de lo contemplativo, por un lado, y de lo demoníaco y espiritualmente tenebroso, por otro, donde reside la significación de su sentimiento de la naturaleza. La voluntad de poetizar lo vegetal, animal y humano pierde su unidad interior, ruede decirse que se quiebra al contacto con lo fantástico, por constituir la expresión singular de una impotencia contemplativa, aún no superada86.

  —162→  

Mas, al llegar a este punto, en el que el ser del hombre parece concebirse como naturaleza, debemos abrir camino en otro sentido, si queremos comprender el proceso de creación de su imagen de lo natural.




- IV -

Desde dos puntos podríamos aproximarnos al problema de las relaciones existentes entre el hombre americano y su mundo. Remontándonos, y este es el uno, hasta las primeras imágenes que despertó la naturaleza en Colón y sus hombres, recordando la impresión primera de lo visto por primera vez que «no bastarán mil lenguas a referillo, ni la mano para lo escribir»87; y es el otro, el que parte de la tierra misma de América, de ese equilibrio, acaso aparente, que existía en algunas culturas precolombianas, entre el hombre y su tierra. Asombro y equilibrio. Equilibrio y asombro que interfiriéndose en el alma del hombre desde los orígenes americanos, han ido configurando una actitud vital que ni corresponde al profundo sentimiento de la naturaleza que, según Humboldt. animaba a Cristóbal Colón, ni tampoco equivale al silencioso atisbar las estrellas del indio maya o peruano.

La imagen arcádica de la naturaleza de las Antillas, Colón la proyectó a la descripción, del indígena de esas tierras. Así, dice que «en el mundo creo no hay mejor gente ni mejor tierra. Ellos aman a sus prójimos como a sí mismos, y tienen una habla la más dulce del mundo, y mansa, y siempre con risa...» (Diario, 25 de Diciembre). Pero lo importante es que la visión ingenua del americano influyó duraderamente, antes que en él mismo, en la representación europea del Nuevo Mundo y sus pobladores. Más aún, puede decirse que nunca el arcadismo llegaría a constituir en este continente una auténtica categoría contemplativa. Para Pedro Henríquez Ureña, con el Diario de Colón comienza nuestra historia literaria, al mismo tiempo que con «el elogio de nuestra isla», se «crearía para Europa la imagen de América»88. En oposición a fray   —163→   Bartolomé de Las Casas, que fue «retratista», Henríquez Ureña considera a Colón «gran paisajista». De las dos imágenes dadas por él, de la naturaleza y el hombre, el Renacimiento, adoptó, según Ureña, la de la naturaleza tropical y la del indio pacífico de las Antillas. Posteriormente, la imagen del «nuevo cielo», también aparece en la literatura, en Camoens, Ercilla, Bernardo Valbuena y otros.

Pero, no es nuestra intención la de hacer una historia del sentimiento de la naturaleza, ni la de describir la impresión causada, por estas tierras en aquel presente de su descubrimiento. Creemos que su historia comienza en el hombre mismo. Quiere decir, que no optamos por la pasividad al imaginar cómo este sentimiento se forma, y que dando por cierto el influjo de las impresiones primeras, operado por la imagen de las inmensas e inhóspitas soledades americanas, nos detenemos, sin embargo, en otros factores que juzgamos esenciales: aludimos a la experiencia del prójimo, al sentimiento de lo humano, a la voluntad de unificación con el cosmos, considerados como fuente primera del sentimiento de la naturaleza (entendido éste en sus relaciones con la concepción total de la vida). Ahora bien; acontece que por el hecho de indagar la cualidad íntima que caracteriza a la actitud ante la naturaleza sin atender, al hacerlo, a raíces más hondas, transformásele en mero sentimiento del paisaje, empobreciendo con ello su comprensión. En cambio, si atendemos -siguiendo el espíritu de las consideraciones anteriores-, al enlace ya observado existente, por ejemplo, entre las formas de convivencia penetradas de soledad y la necesidad de prójimo que, por lo inhibida, sólo se desata en fuga de lo contemplativo y hermetismo, entonces el sentimiento de la naturaleza se presenta como más accesible al conocimiento. Ello no excluye, ciertamente, el saber de un influjo primario operado en el alma de los primeros colonizadores por el paisaje de este continente, ni excluye la creencia en la realidad de la relación que enlaza paisaje y destino colectivo; y, por último, tampoco nos impide percibir el hondo equilibrio que puede llegar a establecer entre el hombre y su tierra, como lo opuesto a una creciente diferenciación entre paisaje natural y paisaje cultural89.

  —164→  

En el intento de extremar el análisis del sentimiento de la naturaleza, recurriendo como a su fuente primaria a una emoción originada en la especial modalidad de los contactos interhumanos, queremos rescatar el factor activo frente a la interpretación pasiva de las relaciones del hombre con el mundo exterior. Es decir, una determinada experiencia afectivo-espiritual frente al paisaje, configuraría, en rigor, su visión. Pensamos, de este modo, en una especie de «desubstancialización del paisaje».

Más arriba señalamos la existencia de una relación inversa dada entre el equilibrio en que pueden armonizar el hombre y su contorno natural y la diferenciación entre paisaje natural y paisaje cultural90. Pero, al atender al factor activo y configurador obsérvase, al propio tiempo, que esta relación inversa es sólo aparente, pues vemos que el equilibrio de lo humano-natural significa una adecuación, una máxima culturalización. Esto es, la visión natural corresponde a una culturalización mínima, incipiente. Como un ejemplo de este momento activo dado en la génesis del sentimiento de la naturaleza y en la visión del paisaje, tenemos la simultaneidad de direcciones divergentes que se manifiestan en las experiencias de lo natural entre pueblos de América que conviven   —165→   frente a un mismo paisaje. Examinemos, en este sentido, por ejemplo, lo que acontece con el indio de la región andina. Luis E. Valcárcel nos dice que una emoción panteísta parecía animar la obra arquitectónica incaica. «El hombre de los Andes ama con las entrañas a la tierra, ningún ser humano posee una capacidad mayor de afección telúrica. Vive en un paisaje y su paisaje vive en él, en una correspondencia perfecta». Y también nos dice que cuando el español se torne «sedentario, encomendero, señor de indios y tierras andinos, comenzará a transformar el paisaje»91. Comprobamos de este modo la presencia -entre innumerables existentes-, de una interferencia de órdenes de la visión de lo natural, merced a la cual la primitiva «afección telúrica» acaba transformándose, en el actual poblador, en impotencia contemplativa. Añadiremos, de paso, que, en tanto la antropología cultural no investigue el entrecruzamiento dado entre diversas formas del sentimiento de lo humano y aquello en lo que difieren sus respectivas modalidades de convivencia, no se podrá captar el sentido de los períodos y «culturas de transición», ni poseerá un significado claro soñar en una recuperación de antiguas estructuras económicas y sociales. Ya la misma simultaneidad histórica de intuiciones diversas de lo natural surgiendo en un medio exterior semejante, debería guiarnos hacia la busca de la conexión, clara, diferencial, verdaderamente configuradora del sentimiento de la naturaleza.

Si en América no puede hablarse, sin caer en lo artificioso, de «espíritu del paisaje», ello es debido, en gran medida, a la peculiaridad de nuestro sentimiento de la naturaleza que, a través del ánimo discontinuo, de la soledad y su fuga de lo contemplativo, aniquila toda tradición íntima. No obstante, esta misma actitud, que hace exclamar a Eustasio Rivera que su «espíritu sólo se aviene con lo inestable», constituye ya una forma de paisaje cultural, de nuestro paisaje cultural. Pues, en la sombría   —166→   visión de los antagonismos físicos y vegetales, estamos nosotros mismos. No se argumente, en este caso, que es necesario poder controlar los elementos, las fuerzas cósmicas para que la naturaleza se convierta en paisaje; porque sólo la fuga imaginal del mundo exterior, basta para dar nacimiento al espíritu de lo inhóspito, que constituye el correlato inmediato de la huida de la posición contemplativa. Es el nuestro un paisaje sin dioses y sin historia. «La soledad que se abre en el alma -escribe E. Martínez Estrada- como una congoja inmotivada y quita el interés humano al espectáculo de la belleza panorámica, es la falta de historia»92. Pero esta falta de historia no es imputable tanto a inmovilidad del acontecer significativo, cuanto a vacilaciones en la actitud frente al prójimo y, en ocasiones, a la débil fe en sí mismo que mata en el americano toda alegría contemplativa.

Quizás podría decirse que la armonía dada entre el hombre y la tierra sólo se consigue cuando el desnivel y distanciamiento existente entre el paisaje natural y la visión cultural es de tal magnitud, que, por decirlo así, uno de los extremos -acaso el paisaje cultural- reduce casi a nada al otro. Sucedería, de esta forma, que lo señalado como armonía hombre-tierra es el producto de un primario divorcio del medio físico, que corresponde al predominio de la concepción poética del paisaje sobre su visión ingenua. Es decir, sólo desde dentro, en la interiorización, legitimidad y acuerdo con lo que se es, consíguese tal armonía. Y para nosotros, la oposición entre el mundo imaginal de un panteísmo incaico y la angustia nerudiana, motivada por el querer penetrar desde lo más profundo de sí mismo en el alma del paisaje, por ejemplo, está dada en el hecho de que aquél panteísmo y ésta angustia arrancan de la existencia de un vínculo peculiar entre el hombre y su prójimo, cosa que en nosotros se manifiesta como visión de la naturaleza a través del personal hermetismo.

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Por el camino de este primario contacto interhumano podemos aún descubrir otros aspectos del tema aquí analizado. En contraste con la afirmación de la pérdida del nexo vivo con la tierra que habría caracterizado la mentalidad de ciertos grupos indígenas americanos, considérase como propia de otros la inclinación a una esencial pasividad. Así, por lo que respecta a la resistencia opuesta por el indígena mexicano a todo cambio, Samuel Ramos habla del «egipticismo» indígena93. Dicha pasividad no la juzga como el resultado de la esclavitud que sufrió durante la conquista, sino como su actitud espontánea; el estilo del arte monumental precortesiano le parece estar inspirado por la «voluntad de lo inmutable». Pero, además, Ramos observa que para el indio el valor de las cosas sólo existe «en cuanto que están en relación mística con el todo». Y esto es lo importante. Alcanzando la «pasividad» este punto, no concebida ya como actitud humana negativa, cambia de signo. El hermetismo surge, entonces, en conexión con el amor a la naturaleza y la pasividad, por su parte, como una manifestación de panteísmo. Podemos, pues, encontrar el factor activo, espontáneo, en la forma interior que hace posible el desenvolvimiento de un determinado sentimiento de la naturaleza, a la vez que ello implica una especial modalidad de contacto interindividual. Es lo que acontece con el indio maya, en la vida del cual se pone de relieve esta relación entre un determinado sentimiento de lo humano y panteísmo. Ciertos rasgos del carácter del maya actual que, entre otros, M. Soto Hall -como Samuel Ramos-, se resiste a considerar como deformaciones ocasionadas por la adaptación al europeo, son muy significativos. Describe estos rasgos del siguiente modo: «...es grave, meditativo, callado, hermético, en una palabra. En sus momentos de mayor alegría no es expansivo; apenas si sonríe de manera enigmática. La carcajada ruidosa, espontánea, le es poco menos que desconocida. Ni bajo el influjo del alcohol se modifica esta característica de su naturaleza. A cuanto más llega en estado de embriaguez, es a llorar y a quejarse; pero esto último en una forma abstracta. Jamás se lamenta de sus desgracias íntimas, ni descubre sus secretos, ni deja conocer sus emociones. Alegrías y penas las rumia en silencio. Puede- asegurarse que su única confidente, acaso porque está convencido de su absoluta discreción, es, la Naturaleza»94. Ahora bien, el motivo de este hermetismo no debe buscarse en una   —168→   inferioridad del carácter indígena o de su condición social; muy lejos de ello, sucede que él se ilumina al considerar la visión maya del mundo. Su ensimismamiento encuéntrase interiormente enriquecido por la dirección amorosa hacia la naturaleza. Antonio Mediz Bolio, tomando sus temas de los textos antiguos, de la tradición, «del alma misma de los indios», ha intentado penetrar en el espíritu del indio de El Mayab; él mismo aclara que ha pensado en maya y escrito en castellano. Transcribiremos algunos hermosos párrafos de su libro La tierra del faisán y del venado (nombre alegórico de Yucatán):

«El indio lee con sus ojos tristes lo que escriben las estrellas que pasan volando, lo que está escondido en el agua muerta del fondo de las grutas, lo que está grabado sobre el polvo húmedo de la sabana en el dibujo de la pezuña del ciervo fugitivo.

El oído del indio escucha lo que dicen los pájaros sabios cuando se apaga el sol, y oye hablar a los árboles en el silencio de la noche, y a las piedras doradas por la luz del amanecer.

El indio habla solamente con las sombras.

Si tú puedes alguna vez mirar largamente al fondo de sus ojos, verás como allí hay escondida una chispa que es como un precioso lucero y que arde hacia dentro de la sombra. Esa luz le alumbra y le enseña los caminos. Pero nadie, ni él mismo, sabe quién la encendió.

El viento de las tardes y la brisa de la alta noche hablan con el corazón del indio, como si fueran ecos de voces que sólo él comprende en el silencio»95.

Revélase en la obra de Médiz Bolio, una peculiar melodía de motivos estéticos que señala el especial sentido que encierra su visión de lo natural. Silencio, presagios que afloran con la sola presencia de los objetos, terrestres o celestes. Todo expresa algo y la expresión misma, a su vez, parece objetivarse, tornarse naturaleza. Los sentidos, el ojo, la mirada, penetran en lo aparentemente mudo o inexpresivo, y las cosas, por su parte, retroceden hasta la visual misma, la cosa contemplada se interioriza en el órgano que la descubre. Lo propio se manifiesta en la obra   —169→   de E. Abreu Gómez Héroes mayas, particularmente en Zamná y en Canek. «Si los miras en los ojos -dice Canek en la parte en que habla de «la doctrina»- verás que tienen una como alucinación oculta vertida en lo profundo». Y así, refiriéndose a la necesidad del indio, a su caminar como dormido, a su sentido de la tierra; tratando del espíritu de libertad, de lo ideal y lo real, en fin, de la poesía y de los dioses, Abreu Gómez hace resonar la misma melodía de motivos en torno al silencio, a los augurios que revelan el lenguaje del viento y del bosque. Digamos, en una breve fórmula, que se desenvuelve aquí una suerte de espiritualización de lo natural y de cosmización de todo lo humano, doble dirección de sentido que confiere un significado particular a la experiencia del hombre y la naturaleza. En el Popol Vuh, luego de ser narrada la larga y angustiosa espera vivida por las tribus quichés antes de contemplar la primera aurora, el primer amanecer, dícese que «semejante a un hombre era el sol cuando se manifestó»96. Pensamos que no debe verse en tales palabras sólo una imagen poética.

Vano resulta argumentar, recurriendo para ello a sutilezas hermenéuticas, en torno a si alienta o no, en los textos citados; una legítima supervivencia del espíritu del pasado, o si se trata, únicamente, de meras desviaciones de él, ahora racionalizadas, estilizadas, deformadas, si se quiere. Múltiples son, sin duda, las interferencias de diversa índole existentes. Pero, a pesar de todo, una cosa es cierta: que aun prescindiendo por entero de los nexos históricos y raciales, tenemos, por ejemplo, en Médiz Bolio y Abreu Gómez, una expresión actual de cómo es vivida la imagen del hombre y el cosmos; por lo que, como auténticas creaciones poéticas resultan, por lo que toca a su valor, independientes de sus condicionamientos históricos. En último término, la manera de poetizar el pasado nos alumbre la visión del futuro, con lo que podemos comprobar, ya que no la objetividad de lo entrevisto, al menos la hondura de la vivencia, su índole, que es lo que nos importa al describir el mundo americano.

Así, pues, puede acontecer que la clave del hermetismo del indio maya y de otras formas congéneres, se encuentre en la recién mencionada «espiritualización   —170→   de lo natural y cosmización de lo humano», fenómeno que no basta designar como panteísmo, si antes no se atiende al significado de su reversibilidad de sentido. Por eso, cuando S. G. Morley describe la psicología del maya actual, obsérvanse en su exposición ciertas vacilaciones antitéticas por entre las que se escapa, a su profunda mirada de arqueólogo, el sentido de dicho hermetismo.

En efecto, nos dirá primero que «son gente alegre y sociable, mucho más adictos a actividades comunales que los indios navajos de los Estados Unidos»97. No obstante, algo más adelante, afirmará: «Aunque los mayas contemporáneos son, por lo general, de carácter retraído, lo que les hace eludir y no buscar los cargos cívicos; también son muy individualistas y extremadamente independientes». Con todo, una vez más, Morley vuelve al otro extremo: «Son gente jovial, burlona y amiga de divertirse, y su carácter risueño y amistoso causa la admiración de todos los extraños que entran en contacto con ellos. Los vínculos de familia son muy fuertes, aunque entre los adultos son raras las demostraciones externas de afecto, como los besos y los abrazos». Pero luego, inicia otra oscilación en opuesto sentido: «A pesar de su disposición alegre y feliz, los mayas tienen un genio melancólico y fatalista que está siempre presente en ellos y que tal vez sea herencia del tiempo de su gentilidad, en que morir sacrificando era cosa común y sus dioses eran más hostiles que propicios».

De ningún modo se pretende insinuar, en los pasajes citados, la presencia de contradicciones. En ese vacilar exprésase, justamente, lo que no es posible comprender a través de una conceptuación psicológica corriente; de donde que, al intentar ser objetivo, el significado de los hechos anímicos oscila como un péndulo. Porque el hermetismo interior encierra extrañas duplicidades y ambivalencias, de ahí que sea necesario descubrir otros nexos para penetrar en su misterio. Con tal, objeto, advirtamos que Morley cree observar que la aparente crueldad de los mayas, es indiferencia: «son impasibles ante el dolor -dice-, no sólo tratándose de los demás, sino también respecto a su propio organismo. Ante el dolor demuestran estoicismo, y cuando lo ven en otros, en especial en los animales, son igualmente indiferentes». Repara Morley, también, en que son fatalistas no manifestándose en ellos temor a la muerte. Finalmente, a todo lo que   —171→   precede, podemos agregar, persiguiendo el hallazgo de la unidad en su estilo de vida, el hecho, referido por este arqueólogo, relativo a la indiferenciación de las relaciones sexuales y afectivas entre los dos sexos, lo cual no sólo debe ser entendido como débil inclinación al amor sexual, sino además como impersonalismo de las relaciones afectivas.

Recordando las consideraciones anteriores pensamos que, acaso, el indio representa un ejemplo típico del hecho de cómo se entrelazan ámbito interior, voluntad de unificación, cualidad del vínculo interindividual y sentimiento de la naturaleza. Toda pasividad98se desvanece al destacar la afinidad estructural que enlaza a los mencionados momentos psicológicos apareciendo, en su lugar, la actitud espontánea y creadora del hombre frente al cosmos. En este sentido, quienes se han preocupado del panteísmo, en general, no se han referido al influjo primario operado por la presencia humana, ni a la relación existente entre necesidad de prójimo y su paradójico correlato la impotencia expresiva99. Lejos de ello, sólo han destacado ese aspecto de la «pasividad» que, en rigor, corresponde a una suerte de «exterioridad» en la interpretación del sentimiento de la naturaleza.

Sin negar el hecho, por ejemplo, de que la maya fue una cultura tropical, lo que Waldo Frank y otros escritores señalan especialmente, creemos que al hacerlo se cae en el vicio de exterioridad interpretativa recién indicado100. No le parece a Frank el panteísmo de los mayas ser la nota más significativa. La violencia del medio físico tropical obligaba al maya -según Frank- a conservar su serenidad frente a la invasión vegetal de la selva. El indio entonces oscilaba entre dos extremos: aislarse para evitar ser aniquilado, pero no tanto como para perder la continuidad con la naturaleza que como anhelo formaba parte de su índole personal. Este oscilar, finalmente, le llevaba a una «astuta pasividad». «La pasividad y   —172→   el embrollo mental -escribe- condujeron a los mayas a la melancolía. Meditando sobre este cuerpo desordenado, del cual eran una parte, se hicieron emocionalmente inertes y tristes, por tanto». Pero bastaría pensar en el calendario maya, en su cronología, para advertir cuán lejos de la pasividad del hombre se encuentra el amor a la naturaleza, el que se revela en su visión intelectual y estética, amor que hizo posible el desarrollo de una ciencia astronómica quizás más adelantada que la de los antiguos egipcios. Por último, su cultura acaso tórnase un tanto comprensible por el camino de la busca de la unidad de sentido existente entre el hermetismo interior y el sentimiento panteísta de la naturaleza; esto es, se nos hace comprensible merced a la síntesis de estas actitudes, operada por la idea de que el ensimismamiento oculta una honda dirección de inmediatez hacia el mundo exterior, al propio tiempo que el sentimiento de la naturaleza, correlativamente, encierra, por su parte, un cabal retorno a lo íntimo.

Por lo dicho, parece que tanto la vida hacia adentro como la entrega al mundo exterior poseen una doble dirección de sentido, en cuanto que el descenso a lo íntimo está animado, por una proyección hacia lo exterior, y la entrega al contorno impulsada, a su vez, por la huida de algo sólo entrevisto desde ese mismo hermetismo. Más, el intento de alcanzar a ver de una manera clara y distinta el verdadero orden o dirección de referencia intencional propio del individuo, ya sea que éste tienda de preferencia hacia el yo o hacia el mundo, nos conduce, lo que acontece sin dar un salto digresivo, al problema de la caracterología por lo que respecta, particularmente, a la vacilación del sentido de sus denominaciones.






ArribaAbajo Capítulo IV

Antagonismos caracterológicos y sentimiento de la naturaleza101



- I -

Las consideraciones precedentes han mostrado que tanto el hecho de recogerse el hombre en lo íntimo, como el participar alegremente en la agitación   —173→   que acompaña a todo lo exterior, configura actitudes que pueden cambiar de dirección de sentido, llegando a ostentar un signo contrario para quien las vive. Por este mismo camino, vislumbramos el antagonismo existente entre el vínculo interhumano y el sentimiento de la naturaleza que anima la vida de Hiperión, y concluimos afirmando que ese antagonismo no podía llegar a comprenderse sin antes haber penetrado en el conocimiento de la índole de las relaciones interhumanas. Analizamos, a continuación, cómo el opresor sentimiento que desata en el americano la contemplación de la naturaleza, parece obedecer a su especial ritmo interno, al ánimo discontinuo. En fin, seguimos todos los meandros dialécticos que se ofrecen a nuestra mirada tan pronto como el hombre conviértese, él mismo, en naturaleza, con lo que la visión de ésta erígese, entonces, en formas peculiares. Además, el describir la concepción del hombre como naturaleza nos condujo, por último, hasta el conocimiento de la dialéctica del sentimiento panteísta, dada como un aparente antagonismo entre vínculo humano y unificación con el universo, unificación que hace derivar la relación hacia el comportamiento hermético; aparente, ya que tal aspecto antitético de la conducta constituye una unidad de sentido. Todo lo cual quiere decir que no reducimos el hecho de la participación extática en la naturaleza y su opuesto, las relaciones inmediatas con el prójimo, a un insuperable antagonismo de posiciones vitales. Al contrario, descubrimos en él la peculiaridad de cada movimiento del espíritu como manifestándose en una doble dirección. La elección de una obra de Hölderlin como ejemplo de este antagonismo, debiose al hecho de que, juzgándola en   —174→   sí misma, ella nos ofrecía una descripción poética, plena de universalidad, de un fenómeno que dado a escala de convivencia inmediata, pletórico de sentido moral, observamos en la vida del americano. Es así como nuestro problema entra en el campo propio de la caracterología, en cuanto ésta se preocupa de los desplazamientos de las experiencias de lo íntimo en relación con la concepción de la vida. Como, además, al tratar del ánimo y de la soledad, no obstante haber fijado su carácter diferencial, podría llegarse a asimilar tales actitudes a una colectiva introversión -cosa en la que no pensamos-, se hace necesario precisar el significado de las denominaciones empleadas. Por otra parte, acontece que uno de los representantes más destacados de la tipología caracterológica en la dirección psicosomática, Ernest Kretschmer, ejemplifica su teoría de la esquizotimia, particularmente, con la vida y la obra de Hölderlin.

Para el mencionado psiquiatra, una de las características de la conducta social del esquizoide es su participación superficial en la comunidad; vive en ella rehuyendo las relaciones anímicas profundas, siendo esta actitud la propia, también, de los esquizotímicos normales102. Tal falta de sociabilidad se manifiesta especialmente en la expresión de las formas de la simpatía activa. «La bondad del cicloide -dice Kretschmer- es una participación activa, la bondad esquizoide un desvío temeroso». Por eso, sus manifestaciones de ternura siempre se dan acompañadas de un matiz de dolorosa distancia tal como, para Kretschmer, acontecía en Hölderlin. Del mismo modo, si el sentimiento de la naturaleza propio de los cicloides nace del amor hacia el todo, incluyendo a los hombres, por el contrario en el esquizoide encuéntrase vinculado a la inclinación por lo silencioso e inofensivo constituyendo, por lo tanto, sólo una compensación, de su impotencia afectiva103. Kretschmer cree observar que la transición más significativa del ciclo al esquizotímico se manifiesta en el tipo del naturalista. Su cualidad contemplativa carece de ingenuidad realista, llegando a adquirir los rasgos de una apasionada exaltación. El arte descriptivo-realista oscila, según esto, entre la serena contemplación del ciclotímico   —175→   y la visión subjetiva e hiperestésica del esquizotímico. Por lo que respecta a Hölderlin, su pathos trágico «consiste en la lucha de su alma autista contra la realidad, representando el romanticismo elegíaco la fuga ante la realidad». Lo heroico y lo idílico corresponden a reacciones esquizoidias que se complementan mutuamente. Abatido el individuo por la lucha heroica, experimenta la necesidad de vivir un contraste, por lo que se entrega a la calma bucólica. Tal la figura de Hiperión. De la conciencia de la oposición existente entre el yo y el mundo deriva, antitéticamente, hacia la afirmación de hondos nexos con el cosmos; sin embargo, Hiperión es lírico siempre, poco objetivo y su realismo, en el fondo, encarna la negación casi de la realidad. Vemos, pues, que para Kretschmer, el antagonismo resulta irreductible, tanto como ya puede indicarlo el hecho de pensar que el sentimiento de la naturaleza de Hölderlin representa la compensación de cierta impotencia afectiva, o el concebir sus amistades adolescentes como meditaciones extáticas en torno al culto de una personalidad, verdadera proyección del autismo a los demás, que; como lírica resaca, apenas nos deja un ligero bosquejo descriptivo de la naturaleza exterior. Trataremos entonces, por exigencias de la lógica misma de los temas que aquí se exponen, de fijar los límites correspondientes a la verdadera irreductibilidad o existencia de tal antagonismo; con este objeto nos hemos referido tan largamente al psiquiatra alemán, y por igual motivo nos adentramos en algunos problemas de la tipología psicológica.

Comenzaremos por aceptar la descripción de Kretschmer, en lo que atañe a la rítmica exterior del temperamento de Hölderlin rechazándola, empero, en cuanto pretende ser la expresión de conexiones psíquicas originadas en los estratos más íntimos de la personalidad. La posición de Kretschmer aseméjase a la de un cronometrador de competencias atléticas que afirmase conocer la índole del tiempo vivido por alguno de los corredores controlados, merced a la cuenta de los segundos que transcurren entre la partida y la llegada; de hecho, las vivencias de expectación que le son dadas por el conocimiento de tal nexo temporal, como tampoco las diferencias cualitativas existentes entre lo que el ganador de la prueba vive como tiempo en el momento de partir y en los últimos instantes de lucha decisiva ante la proximidad de la meta. Algo semejante le acontece a la tipología psicológica actual: es víctima del realismo ingenuo, tanto por lo que respecta al estudio de las conexiones interindividuales, como por lo que toca a la investigación de las interacciones operantes entre   —176→   el individuo y su mundo; realismo natural aplicado, también, al conocimiento del tipo de motivación coordinado a dichas interrelaciones.

Atendiendo al plano histórico-social en el que distinguiremos ciertas reacciones como caracterológicas, se prescindirá de la mención de los tipos somáticos para tratar solamente de los psicosomáticos y psicológicos, y especialmente de las tipologías de Kretschmer, Jaensch y C. G. Jung. Por otra parte, las múltiples concordancias susceptibles de ser establecidas entre las más diversas clasificaciones de la morfología y la conducta humana, concede a nuestras críticas espontánea amplitud. La determinación de una suerte de polaridad entre los diversos tipos humanos, es una de tales estructuras significativas básicas, que se proyecta tanto a las clasificaciones propiamente orgánicas como a las puramente anímicas. De este modo tenemos, sin discernir en ellas un orden que, desde las estructuras verticales y horizontales (en lo morfológico), hasta lo introvertido y lo extravertido (en lo psicológico), pasando por lo ciclo y lo esquizotímico, por lo bradi y lo taquipsíquico, por lo pícnico y lo leptosómico, por lo integrado y desintegrado, por lo basedowoide y tetanoide, tenemos unas ordenaciones, entre otras, de estructuras polares psíquicas y somáticas que, en cierto modo, concuerdan o se superponen. Esta misma variedad de oposiciones tipológicas surgiendo en diversas esferas del objeto de investigación, invita al ensayo de determinar el lugar ocupado por el «antagonismo» hölderliniano en las mencionadas clasificaciones que, como vemos, se elevan de lo orgánico a lo espiritual. Examinaremos ahora la doctrina de Kretschmer, atendiendo particularmente al hecho de ser, entre las clasificaciones psicofísicas, acaso la más difundida.

En estrecha correlación con la existencia de las estructuras corporales pícnica, leptosomática y atlética, diferéncianse los temperamentos normales ciclotímico, esquizotímico y «viscoso», respectivamente104. Deteniéndonos   —177→   en el puro acompañamiento psíquico, recordaremos que Kretschmer distingue dos direcciones fundamentales en los movimientos del ánimo: el carácter esquizotímico se manifiesta en la tendencia autista, de fuga del mundo y refugio en la vida interior; en cambio, el temperamento ciclotímico distínguese por su propensión a «mantener comunicación constante con el mundo exterior y con el presente». Es decir, al diseñar tal delimitación de actitudes establece, fundamentalmente, una dirección hacia adentro y una dirección hacia afuera como propias del dinamismo psíquico del individuo. Sin duda, tal polaridad de lo anímico, que se actualiza en las relaciones con el mundo circundante, es esencial para el ser del hombre y su mero enunciado no merece reparos. Pero, en cuanto Kretschmer trata, de delimitar aquella polaridad, comienza a advertirse un radical desajuste entre las formas y notas de caracterización psicológica del objeto (en este caso la unidad mórbida) y su significación antropológica y trascendente. Más aún: pensamos que la doble dirección anímica hacia adentro y hacia afuera es un esquema que recuerda no sólo el realismo ingenuo, como ya lo dijimos, sino también el «arriba» y el «abajo»de las cosmologías primitivas. De hecho, la determinación de estas opuestas direcciones caracterológicas del alma, señala una afirmación y una negación. Si reparamos en ellas, veremos que los rasgos con que Kretschmer pinta al esquizotímico son negativos, no disimulando al hacerlo, la valoración compensatoria que recae en su contrario. Porque una descripción de lo negativo -como pura referencia neutra a «lo hacia adentro»- no supone necesariamente una negación. Esta revélase, especialmente, en el fracaso de Kretschmer para describir, por decirlo así, el normotipo, en el que deben actualizarse todas aquellas desrealizaciones que el psiquiatra delimita adecuadamente y amplificadas en la conducta patológica, esquizofrénica. Por cierto, no es fácil describir cómo los mecanismos del autismo desrealizador configuran e influyen, de hecho, en la realidad social. Resulta, pues, natural que Kretschmer, aun reconociendo «que el modo de pensar fenomelógico que Jaspers introdujo en la psiquiatría, también ha prestado grandes servicios a nuestra especialidad...»105, decida apartarse del puro análisis descriptivo de lo psíquico que, a su juicio, perdiéndose en detalles conduce a una escolástica abstracta; al contrario, piensa que debe irse a   —178→   la simplificación de la riqueza fenomenológica que ofrece la naturaleza, para, lo cual considera como heurístico el recurrir a un método psicológico monista, a «ciertos mecanismos fundamentales».

Por su parte -atendiendo ahora a las críticas de que han sido objeto sus teorías-, Jaspers dice que considera esta doctrina como enteramente insostenible y, también, como «ingenua» y audaz al querer determinar los factores últimos106. En cuanto al método, Jaspers opina que Kretschmer opera con una mezcla y no con una síntesis de ellos. La estadística aparece junto a lo fisiognómico, por lo que no debe sorprender que aunque Kretschmer declare que los suyos no son «tipos ideales», sino empíricos, en rigor supone intuitivamente su existencia. En lo que atañe a la clasificación misma de las unidades mórbidas, Jaspers107 piensa que la indeterminación de los límites establecidos entre lo maníaco depresivo y lo esquizofrénico sufrirá la suerte de las clasificaciones desmesuradamente amplias del siglo pasado, tales como la monomanía de Esquirol, la paranoia y la confusión mental. Considera, además, que la unidad mórbida, concebida como una idea en sentido kantiano, es inalcanzable como objeto. Sólo conocemos, por ejemplo, el tipo psicológico ideal de las enfermedades afectivas, pero desconocemos el tipo medio (desconocimiento que ya señalamos más arriba como revelando la postura, valorativa de Kretschmer). Por último, Jaspers observa en dichas descripciones cómo, v. gr., complejos no esquizofrénicos, pueden darse en éstos y complejos maniaco-depresivos darse, a su vez, sumergidos en una atmósfera esquizoide108.

Otra serie de objeciones la ha presentado Jaensch, destacando particularmente la heterogeneidad de tipos que sitúa en la llamada esquizotimia, lo que, a su juicio, se originaría en el hecho de que Kretschmer opone   —179→   al cicloide un no ciclotímico que denomina esquizoide109. En general, se piensa que esta «indeterminación formal» (Rohracher) sólo podría superarse mediante el conocimiento de las verdaderas direcciones de la dinámica espiritual en su relación con el prójimo y el mundo circundante. Recuerda Schreider, por ejemplo, que el propio Kretschmer «adelantándose a ciertas críticas, indica que dentro de la esquizotimia se encontrarán quizás posteriormente algunos temperamentos autónomos»110; además, el mencionado investigador francés rechaza la idea de la existencia de un «antagonismo categórico» dado entre ambos temperamentos. Dicha reserva coincide con nuestro pensamiento, por lo que ahora nos aplicaremos a señalar de que modo comprendemos la irrealidad de tal antagonismo.

Sin lesionar las verificaciones empíricas de la correlación existente entre las estructuras corporales pícnicas y leptosómicas, por una parte, y los modos de comportamiento ciclo y esquizotímico, por otra, afirmamos que la clasificación de Kretschmer determina las direcciones psíquicas hacia adentro y hacia afuera guiada por un espíritu puramente pragmático. La dificultad que obstaculiza la determinación del tipo medio le lleva a describir unidades mórbidas en las que el mencionado dualismo, que distingue opuestas modalidades de referencia al objeto, tórnase irreal. En efecto, tanto un autismo extremo como una extremada reacción maníaca equivalen a desrealizaciones del contacto con el mundo exterior; en ambos polos se desvanece la posibilidad de un actuar con sentido. Todo lo cual señala, claramente, la necesidad de teorías que definan las direcciones de intro y de extraversión de tal manera, que pueda deducirse de ellas el tipo normal. Es decir, como tarea, primera destácase la de descubrir en el normotipo el equilibrio entre ambos opuestos, indicando cómo se armonizan las direcciones contrarias en la acción, concebida como un   —180→   hacer externo e interno. En otros términos: es menester investigar qué planos o esferas de la realidad constituyen el objeto intencional al darse el equilibrio entre la dirección psíquica hacia adentro y hacia afuera. Porque, de hecho, en la vida social inmediata obsérvase cómo se producen verdaderos «desplazamientos» o «condensaciones» de la conducta individual, merced a los cuales, ya el hombre corriente sospecha, por ejemplo, que en la pasión por la realidad manifestada por un sujeto se oculta a veces una verdadera huida de la misma (tal como acontece con los neuróticos, a quienes el temor a la soledad, verbigracia, arroja a un activismo desatinado, compensatorio de la fuga de sí). Por lo que Jaspers está en lo cierto cuando, al referirse a las concepciones del mundo propias de los enfermos mentales111, dice que las «realizaciones» de las posibilidades espirituales sólo interesan por el modo de ser vividas, ya que sólo entonces adquieren su carácter diferencial, no debiendo ser, por su naturaleza misma, consideradas como normales o patológicas. Nihilismo y escepticismo, por ejemplo, únicamente en la psicosis experiméntanse en su «perfección absoluta». Pero, mientras que el delirio nihilista del melancólico constituye un tipo ideal, en virtud del cual el mundo y el sujeto se desvanecen, conservando sólo una aparente existencia, el esquizofrénico, en cambio, vive el escepticismo con honda desesperación, sin reposo; del mismo modo, al comienzo de la esquizofrenia, nos dice, pueden comprobarse notables realizaciones de experiencias místico-metafísicas, como en los casos de Hölderlin y Van Gogh.

Ahora bien, para determinar claramente este dualismo de direcciones íntimas, es necesario recordar que todas las tensiones que se actualizan entre el individuo y lo real se resuelven en términos de polaridad, tanto si se afirma como si se niega el mundo exterior. Aunque al recogerse el individuo en lo íntimo experimente una infinita plenitud, no desaparecen por ello sus correspondencias con el mundo circundante. Y aun dado el caso de que niegue la realidad, las compensaciones fantasísticas en las que se refugie, equivaldrán, ciertamente, a una manifestación de impotencia, pero frente a las objetivaciones mismas que provocan la fuga. Las afirmaciones precedentes nos muestran una vez más, la necesidad de investigar la variabilidad de los caracteres humanos atendiendo a las tensiones existentes entre el yo y el mundo, lo que sólo resultará fecundo a condición de penetrar en el verdadero orden de lo experimentado -y   —181→   objetivado- como dirección hacia adentro o hacia afuera. En este sentido, se justifica el erigir una suerte de gnoseocaracterología112 aplicada a depurar, de valoraciones pragmáticas, tanto el conocimiento de los vínculos interhumanos como el conocimiento de las relaciones del sujeto con el mundo, antes de establecer aparentes autismos o extravertidas euforias. Para demostrar la índole ingenua de la cosmovisión operante en la base de la tipología de Kretschmer, haremos un ligero esbozo de interpretación antropológico-cultural de las formas del carácter y de las conexiones estructurales existentes entre las reacciones caracterológicas y la acción113.

Las investigaciones experimentales realizadas con el fin de determinar el carácter, orientadas ya sea en el sentido fisiológico, recurriendo para ello al reflejo psicogalvánico, a pruebas farmacodinámicas y al estudio de la psicomotricidad, o en el sentido de la psicología, utilizando diversos tests, muestran también preferencias reactivas de dirección polar. Algunos de los resultados obtenidos en dichas investigaciones confirman la índole diferencial de ciertas reacciones, las que se manifiestan en estrecha conexión con la totalidad del carácter. Así, por ejemplo, una reacción rápida y durable a la adrenalina observada en el leptosoma, corre paralelamente al hecho de que el desequilibrio emocional es también más considerable en aquél que en los pícnicos, lo que a su vez se une a rapidez acompañada de mayor exactitud en los movimientos y a la percepción preferente de la forma en oposición al color. Ahora bien, si intentamos reducir estos resultados experimentales a su significación antropológica en sentido amplio, verificaremos que, si bien las preferencias reactivas confirman la existencia de la unidad mórbida o psicosomática normal, indican, al propio tiempo, que la interpretación debe ser diversa de la dada por Kretschmer y sus continuadores. Esto es, en armonía con   —182→   la lógica de las interacciones operantes a partir de un tipo determinado de conducta y de su correspondiente preferencia reactiva, el comportamiento del leptosoma nos aparece como orientado hacia la acción o, por lo menos, no necesariamente desviado de ella en el sentido de un pasivo ensimismarse.

Nos limitaremos a analizar los resultados obtenidos por medio de ciertas experiencias de diagnóstico tipológico. Estas muestran que el antagonismo que separa los tipos aparece en las formas de la representación, de la percepción, de la aprehensión; en la excitabilidad sentimental, en el curso de las asociaciones, en la capacidad de objetivación sentimental, etc. Encuéntrase, de este modo, que el leptosoma es, preferentemente, perceptor de forma y no de color; que si bien el esquizoide es más propenso que el ciclotímico a la excitabilidad sentimental posee, en cambio, mayor capacidad de dominio sobre sus estados internos que su opuesto caracterológico; en fin, se encuentra que el curso de sus representaciones manifiesta la tendencia a la perseveración antes que a las asociaciones. A todo esto podría añadirse la existencia, en el leptosoma, de un poder de atención más limitado, pero seguro y penetrante, como también la más larga duración de sus proyecciones sentimentales; asimismo, y por último, las citadas investigaciones parecen demostrar la menor variabilidad de la conducta total en el sujeto orientado hacia lo autista114.

Aislaremos para su interpretación tres de estas experiencias: la mayor capacidad de autodominio, la mayor duración de las objetivaciones y   —183→   la modalidad «perseverativa» del curso de las representaciones (esto es, la gran fijación de las imágenes evocadas, la tendencia a una repetición autonómica de las representaciones). Reduciendo tales preferencias reactivas a la escala del sujeto que se desenvuelve «normalmente» en su medio social, prescindiendo por tanto de disolverlas en extremos patológicos, puede afirmarse que condicionan la posibilidad antropológico-cultural de una acción creadora equilibrada, y ello en mayor grado que las reacciones que aparecen como propias del temperamento ciclotímico. Puede decirse, además, que los actos de dominio son los que participan especialmente en la configuración de la conducta social coherente. Sólo para un ingenuo naturalismo tipológico permanecen ignorados estos hechos. Más aún: la estructura psicológica que motiva la reacción de autodominio determina, a su vez, la estabilidad de las relaciones interhumanas. Igual cosa puede afirmarse por lo que respecta a la capacidad de objetivación y al curso perseverativo de las representaciones, ya que aquélla influye en las formas de la sociabilidad y, esta última, en la cualidad de los procesos intelectuales. Claro está que si atendemos preferentemente al plano de lo patológico observaremos que la perseveración aparece en las afasias y demencias y que se manifiesta también como fenómeno autónomo, favoreciendo entonces un curso de pensamiento que se posesiona, por entero del sujeto que lo experimenta. Esto último se revela, por ejemplo, en las obsesiones monológicas de los personajes del Ulises de Joyce. Sin embargo, también es legítimo comprender este fenómeno en apoyo de nuestra interpretación antropológica115.

Todo lo cual nos muestra cómo la desviación ejercida por el campo de lo patológico y por el realismo ingenuo aplicado a la caracterología, ha conducido a una inversión valorativa del significado de los tipos humanos.

La psicología evolutiva corrobora, también, el hecho de que las direcciones espirituales hacia adentro y hacia afuera sólo pueden comprenderse destacando el sentido último, y no el aparente, de la dialéctica de lo íntimo. En efecto, existe cierta oposición entre participar, por una parte, en la esfera de lo mágico merced a una radical extraversión, y la acentuación,   —184→   por otra, del curso de lo íntimo dada como la polaridad sujeto-objeto. Esto es, sin lesionar con ello la realidad de las correspondencias psicosomáticas, puede decirse que el vacío del sistema caracterológico de Kretschmer reside en el hecho de haber interpretado erróneamente y en el plano puramente patológico, la filogénesis y el sentido de las direcciones de intro y de extraversión. Es sabido que la vivencia «mágica» del yo está caracterizada por su inestabilidad, por su inconstancia, en virtud de la tendencia del individuo a identificarse con todo lo que le rodea; empero, al mismo tiempo que se supera la etapa de su primitiva labilidad, erígese un mundo objetivo116. Por el contrario, la imagen fisiognómica (expresiva) del mundo se encuentra más alejada de los procesos genéticos del yo, aunque aparentemente revele mayor objetividad. «Esta concepción fisiognómica del mundo primitivo no se debe a una animación antropomórfica de la naturaleza -escribe Werner-, ni tampoco a una transmisión por analogía del carácter vital del hombre al mundo inanimado, sino que es originada por el hecho de que la imagen fisiognómica es el modo primitivo de acusarse la intuición contemplativa, en la que aún no se ha establecido una clara distinción entre el mundo viviente y el inanimado»117.

Nos detendremos ahora un instante en el dualismo caracterológico de W. y de E. R. Jaensch. Según el grado de afinidad indivisa existente entre las diversas funciones psíquicas, distingue Jaensch entre un tipo humano integrado y otro desintegrado. El integrado se rige por la interpenetración orgánica de las formas psíquicas y en el aspecto somático-funcional es un basedowoide; en cambio, el desintegrado caracterízase por la separación de las funciones mentales, por una suerte de disociación dada entre la percepción y la imagen, y una tendencia analítica, estática -en contraste con la referencia a la totalidad propia del integrado-, siendo un tetanoide en el aspecto constitucional. Existiría, pues, cierto paralelismo entre el integrado hacia dentro y el esquizotímico, como entre el desintegrado y el extravertido y ciclotímico; pero, el integrado «orientado hacia el mundo exterior, esquematizador e intérprete de la realidad, aparece a primera vista como un esquizotímico extravertido: binomio absurdo si se piensa en que la extraversión, es, según Kretschmer, un carácter ciclotímico» (Schreider). Además, según la índole de los nexos que   —185→   el individuo establece con el mundo exterior, Jaensch distingue varios tipos que se diferencian por la mayor o menor participación subjetiva que acompañe a la visión del objeto. Alejado de la más extrema integración hacia adentro, sitúase el integrado sinestésico (orientado hacia afuera), que tiende a proyectar en el objeto las formaciones íntimas, modificándolo. Jaensch ve en esta modalidad del comportamiento la presencia de un tipo infantil, ya que sus proyecciones seméjanse al eidetismo del niño118. En este lugar no podemos entrar en mayores detalles, por lo que nos limitaremos a decir que, en parte, estas dos formas de integración parecen corresponderse con la oposición que establece Jung entre introvertidos y extravertidos. Mas, prescindiendo de decidir si existe o no correspondencia con otras tipologías y dejando a un lado la inquietud formal relativa al lugar que debe ocupar el desintegrado de Jaensch, destacaremos el aspecto más significativo de una variedad del integrado orientado hacia afuera, del llamado tipo sinestésico. Aflora en éste la trama primitiva de su nexo con el mundo circundante, la que se exterioriza, en el hecho de que el predominio de la referencia hacia afuera, de la dirección de integración hacia el mundo exterior, aunque configure subjetivamente el objeto y llegue a provocar imágenes eidéticas despierta, a pesar de ello, ciertos elementos configuradores lábiles y arcaicos. Es decir, el eidetismo parece encontrarse unido, no sólo con la interpenetración dada, entre las representaciones y las percepciones, sino también con la insuficiente diferenciación existente entre el mundo de los estados internos y los objetos externos.

Para Werner la primitiva cosmovisión fisiognómica se relaciona estrechamente con el comportamiento eidético. Porque, si bien Werner destaca el carácter yoísta del mundo fisiognómico primitivo, ello obedece a que observa, antes un predominio del sentimiento que una polarización del yo. «El primitivo mundo representativo -escribe- de carácter típicamente eidético tiene, por consiguiente, la más íntima relación con el mundo fisiognómico de la percepción, puesto que tanto en el uno como en el otro el primitivismo de la vida psíquica se evidencia en la mayor complejidad y en la menor separación de los planos de contemplación interno y externo».   —186→   Vemos, pues, que los procesos de filogénesis del yo nos enseñan que las formas primarias de extraversión se contraponen a la polarización de lo íntimo. De ahí que en la tipología de Jaensch encontramos, por ejemplo, ese nexo entre dirección de integración y labilidad primaria, y también entre cierta modalidad de integración hacia afuera (en la que se configura subjetivamente al objeto) y el tipo sinestésico.




- II -

Purificando de todo realismo ingenuo el sentido de los movimientos del alma hacia adentro y hacia afuera, llegaremos a distinguir, lejos de negarlas, una dirección aparente y otra real, tanto en las actitudes introversivas como en las de extraversión. Esta inversión de orden psicológico persigue el conocimiento del verdadero significado de las objetivaciones del sujeto. Por eso, aparece como indispensable, no sólo al describir los procesos genéticos del yo, que muéstranlo originariamente desprovisto de contenido propio merced a su fusión con el ambiente, sino que su necesidad evidénciase igualmente al indagar la significación de la ontogénesis de las formas biológicas. En efecto, y dado que es posible establecer cierta concordancia entre los tipos morfológicos, constitucionales y somato-psíquicos -verbigracia, verticales, longilíneos, leptosomas, longitipos, basedowoides, taquipsíquicos, esquizotímicos, cerebrotónicos, integrados, etc.-, resulta legítimo recordar la doctrina constitucional de la escuela italiana de Jacinto Viola. Viola estudia las variaciones cuantitativas que se manifiestan en los caracteres físicos, por lo que el método empleado es antropométrico; de este modo, atendiendo a relaciones antropométricas distingue entre la constitución braquitípica y megalosplácnica (estructura horizontal con masa visceral desarrollada), y la constitución longitípica y microsplácnica (vertical, de menor desarrollo visceral, respecto del largo de los miembros). Entre dichos extremos sitúase el normotipo (normosplácnico), en el que puede establecerse cierto equilibrio o igualdad entre los índices de las medidas del tronco y los índices de los miembros. Pero, aquí, sólo nos importa la interpretación biológica de esta clasificación antropométrica. Las mencionadas direcciones morfológicas revelan, a juicio de Viola, un antagonismo ontogenético, que formuló como ley del antagonismo morfológico-ponderal. Esta debe entenderse en el sentido de que al mayor crecimiento y aumento de la masa de un organismo corresponde   —187→   una menor capacidad de transformación, de diferenciación corpórea. De lo que se deduce que las formas braquitípicas representan un recargo de la evolución ontogenética a favor del crecimiento y en antagonismo con la diferenciación morfológica. «El braquitipo megalosplácnico -escribe Schreider- se aproxima desde el punto de vista morfológico y funcional a la constitución infantil, debidamente diferenciada y anabólica. Sus rasgos más salientes evocan las primeras etapas de la ontogénesis; es, por tanto, un hipoevolucionado. Por el contrario, en el longitipo microsplácnido los rasgos característicos de la edad madura son más pronunciados que en el normotipo; en consecuencia nos encontramos en presencia de- un hiperadulto o hiperevolucionado». Ahora bien: al traducir estas relaciones antropométricas a la nomenclatura caracterológica, atendiendo al hacerlo a las correspondencias, aceptadas por el mismo Viola, que enlazan, por ejemplo, al longitipo microsplácnico y al esquizotímico, se descubre el paralelismo existente entre algunas formas de extraversión y un primario infantilismo, entendido como insuficiencia evolutiva.

En apoyo de nuestra interpretación, recordaremos que N. Pende trata de relacionar el aspecto morfológico, funcional y psíquico de la individualidad, para lo cual traduce el antagonismo dado entre el índice del tronco y el índice de los miembros al lenguaje que expresa el dinamismo de las correlaciones hormonales. Así, distingue dos «constelaciones morfogenéticas» en equilibrio variable, «la constelación estimulante de la morfogénesis del sistema de la vida de relación» (tiroides, hipófisis, verbigracia) y «la constelación estimulante de la morfogénesis del sistema de la vida de nutrición» (verbigracia insulina, corteza suprarrenal). De todo lo cual concluye que «del equilibrio regulador entre estas dos constelaciones hormónicas depende la regularidad en el crecimiento físico y psíquico. También este principio de las dos constelaciones hormónicas morfogenéticas integra y explica los otros dos principios del crecimiento: El de Viola, del antagonismo ponderal-morfológico, y el de las alternativas de Godin. Estos tres principios constituyen el fundamento fisiopatológico de toda la moderna doctrina del crecimiento»119.

Además, Pende cree entrever la existencia de cierto paralelismo entre su tipo somático megaloesplácnico y el temperamento ciclotímico (hiperafectivo), por una parte, y entre su tipo longilíneo, microesplácnico, de otra, y el esquizotímico (hipoafectivo),   —188→   paralelismo que, en su Biotipología, interpreta del siguiente modo: «Si consideramos que la vida afectiva, según las investigaciones modernas, está íntimamente ligarla a la función de los órganos de la vida vegetativa y de sus aparatos neuroendocrinos reguladores, situados en el cerebro intermedio y en los gruesos ganglios basales, comprenderemos la relación entre la constitución hipervegetativa y el temperamento con gran desarrollo y tal vez alternancia de la euforia y la depresión psíquica, la sensación interna del turgor vitalis y la de malestar y déficit vital. Por otro lado comprenderemos también el predominio de la vida intelectiva en comparación con la pobreza de la vida afectiva en los individuos en que existe hiperevolución somática (microesplácnicos) y desarrollo exagerado del sistema de la vida de relación, al cual pertenece el aparato sensoriomotor (músculos y esqueleto inclusive). Por consiguiente, hiperevolución somática e hiperevolución psíquica corren a menudo (pero no siempre) paralelas; por lo menos por lo que respecta al desarrollo de las correlaciones entre la parte intelectiva y la parte afectiva del alma, esta última relativamente preponderante en las primeras edades de la vida, aquélla en la edad adulta y madura»120. De todo lo expuesto puede deducirse la existencia de una desarmonía, de un desajuste entre la determinación valorativa y jerárquica de las opuestas direcciones caracterológicas establecidas por Kretschmer y otros, y el sentido biológico de su fundamento orgánico. Es decir, evidénciase, por ejemplo, una inadecuación entre el hecho de postular la llamada irrealidad del esquizotímico, de su fijación en lo puramente interior, y el substrato hiperevolucionado propio de su constitución física. No obstante, las precedentes consideraciones de Pende sólo resultan válidas en cuanto se limitan a señalar   —189→   la objetividad de la correlación existente entre ciertas reacciones individuales y el desarrollo ontogenético. Por eso, al invocar nosotros la necesidad de establecer alguna coherencia entre el significado biológico de una estructura corporal y el sentido que se le atribuya a su correlato anímico, únicamente intentamos evitar la no coincidencia entre determinados rasgos del carácter humano y su nivel orgánico. Por lo que, en tanto el propio Pende deriva hacia una valoración del microesplácnico abandona, en cierto modo, la debida cautela científica. En otros términos: trátase de encontrar el exacto paralelo entre las estructuras polares morfológico-funcionales y las estructuras polares psíquicas. Con esta reserva se desvanece cualquier equívoco, pues compréndese que al verificar la correspondencia entre un antagonismo ontogenético y dos opuestas direcciones anímicas, lo antagónico sólo indica la actualización de una trama estructural y no valórica. Dejemos, por último, insinuada la sospecha de que el mismo esquema caracterológico bipolar, quizás delata la presencia de una concepción de opuestos movimientos del alma irracionalmente motivada, antes que una consideración objetiva de los hechos, esquema que siempre aflora, aunque aparezca disimulado en diversas clasificaciones, subformas y subtipos. (Repárese en que el temperamento atlético de Kretschmer, en el fondo está elaborado con rasgos propios del esquizotímico, por lo que su autonomía no aparece tan asegurada como su defensor pretende)121.

Se explica así, por la inadecuación, por el desajuste indicado, que algunos psicólogos puedan llegar a describir los caracteres individuales opuestos y extremos, de una manera antinómica, esto es, como desdoblándose o convirtiéndose, transitoriamente, en sus contrarios. En efecto, Jung nos habla de que en ciertas circunstancias, en el extravertido se produce una introversión de baja ley y en ésta, a su vez, una extraversión de baja ley122. Esta inversión de los tipos supone, pues, que coexisten en el sujeto ambas disposiciones psíquicas. Pero dicha coexistencia no significa que las referencias al objeto, cambiantes merced a la eventual inversión, pierdan su radical diversidad. «El pensar introvertido llevado al extremo llega a la evidencia -escribe Jung- de su propio ser subjetivo. Por su parte el pensar extravertido llega a la evidencia de su identidad total con   —190→   el hecho objetivo: hora bien, así como éste se niega a sí mismo al consumirse por completo en el objeto, se despoja aquél de todo contenido al conformarse con su mera presencia»123. El mencionado psicólogo hace tales consideraciones al describir la función del pensar en el introvertido, porque en la tipología de Jung interfiere su dualismo caracterológico con cuatro funciones psíquicas (sensación, intuición, sentimiento, pensamiento), creando así, frente a los tipos generales de disposición ocho tipos funcionales. Pensamos que el desdoblamiento de los tipos en la psicología de Jung obedece al mismo hecho que venimos anotando, esto es, al predominio de la concepción ingenua, natural, ahistórica, en la comprensión de las relaciones, tanto de las interindividuales como de las que se establecen entre el sujeto y el objeto. Criterio ahistórico, pues, aunque Jung describa algunas inversiones histórico-culturales del curso de lo anímico, no se remonta hasta las formas antropológicas primarias que hacen posible la variabilidad histórica. Así, por ejemplo, cuando al ideal del desarrollo de una clase superior al que aspiraba la Antigüedad, contrapone la valoración; del individuo proclamada por el cristianismo, nos dice: «... no podía ya la mayoría de validez inferior del pueblo, en la realidad de la libertad, estar sometida a una minoría de validez superior, sino que se antepuso en el individuo la función de mayor valor a las funciones da valor inferior. Por tal manera se traspuso la importancia cardinal a una función valiosa única en perjuicio de todas las demás funciones. Con ello se transportó psicológicamente al sujeto, la forma social exterior de la cultura antigua, dando lugar en el individuo a un estado interior que en la Antigüedad había sido una situación exterior, es decir, una función predominante favorecida que se desarrolló y diferenció a costa de una mayoría de validez inferior». Como vemos, se limita a aplicar ciertos mecanismos psicológicos a preferencias valorativas diversas, sin discriminar acerca de la índole de ellas.

Paul Schilder, al caracterizar el pensamiento de Jung, destaca las dificultades que él encierra en términos que coinciden en cierto modo, con el criterio que nosotros sustentamos. Por lo que respecta a nombres tales como introvertido y esquizoide, manifiéstase escéptico, dudando de que signifiquen mucho. Resulta interesante señalar que Schilder también insinúa, si bien larvadamente, la presencia de un hecho al que nos referimos anteriormente, al afirmar que tanto el vivir hacia adentro como la   —191→   entrega al mundo exterior, poseen una doble dirección de sentido. Lo cual significa que en el descenso a lo íntimo anida una proyección hacia el mundo, y en la busca de refugio en el contorno hay oculta una huida del hermetismo interior. Siendo así, Schilder observa que la dificultad que dimana de imaginar la existencia de la pareja de contrarios psicológicos introvertido-extravertido, se plantea especialmente cuando Jung dice «que el sujeto puede extravertirse para escapar a los sufrimientos, o introvertirse a fin de escapar a la situación peligrosa». Alude, pues, a la coexistencia en un mismo individuo de ambas disposiciones psíquicas, hecho que analizamos ya más arriba. «Escéptico en lo tocante a cualquier tipología, deseo poner de relieve que la situación eterna y la reacción individual constituyen aspectos inseparables de la experiencia. Los diversos tipos humanos -en tanto podamos admitir su existencia-, tienen, simplemente, distintos mundos ante sí y exhiben diferentes modos de reacción o actitudes»124. Así se explica, en virtud de la doble dirección de sentido inherente a las actitudes del individuo, como nosotros decimos, que en las neurosis sociales, en la timidez, por ejemplo, Schilder encuentra que las personas, aunque «parecen segregarse de su ambiente, mantienen vinculación muy estrecha con otros seres humanos». Por lo tanto, no se invoque aquí el mecanismo desrealizador propio de introvertidos y esquizoides. «Estos individuos -escribe- abrigan un extremado, bien que indiferenciado, interés por la realidad social y por otros seres humanos».

La insuficiente determinación, tanto del sentido histórico del desplazamiento de lo experimentado por el hombre como íntimo, como de la fenomenología de la conciencia de sí mismo, conduce a la caracterología, inevitablemente, a contradicciones inmanentes. Y ello le acontecerá a cualquier ensayo tipológico que permanezca atenido a un arbitrario antagonismo de caracteres. Por eso, en Kretschmer, como en Jung, también   —192→   podemos verificar cómo las cualidades psíquicas se transforman en caracteres que se le oponen. Siguiendo las variaciones del tono y del ritmo psíquico, Kretschmer establece una subdivisión en seis temperamento; según que predomine en el individuo la tristeza o la alegría (proporción diatésica), o según la relación existente entre la sensibilidad y la frialdad (proporción psicoestésica). Es el hecho que estas oscilaciones y variabilidades temperamentales culminan en verdaderas mutaciones caracterológicas, de tal modo que un esquizotímico se nos describe como gozador de la naturaleza, no obstante su tendencia primaria a la vida interior:

«Desde el punto de vista empírico las cualidades en relación con la hiperestesia se manifiestan principalmente por una sensibilidad tierna, por un exquisito sentimiento de la naturaleza y una fina comprensión del arte, por un estilo personal lleno de gusto y mesura, por la necesidad de vincularse apasionadamente a ciertas personas, por una susceptibilidad exagerada ante las penas, fealdades y fricciones de la vida cotidiana». Por el contrario, los esquizotímicos «que poseen cualidades en relación con la anestesia, dan muestras de una franca frialdad activa o de una inercia, pasiva, de un «nada me importa», o de una calma inquebrantable, su interés se concentra sobre algunas zonas autistas bien limitadas y circunscritas»125.

Para comprender algunas actitudes humanas primarias, consideramos necesario partir de una inversión de los tipos, es decir, del oscilante sentido del movimiento espiritual hacia adentro o hacia afuera. Ello debe ser entendido como la necesidad de guiarse por la estructura caracterológica que condiciona la acción en un peculiar ámbito histórico, antes que por un dualismo psicológico abstracto. De esta manera -y para dilucidar el equívoco que se evidencia. entre lo que generalmente se comprende bajo la denominación de extraversión y su verdadero sentido, que fluye de hondas conexiones antropológico-culturales-, añadiremos un cuarto enfoque a este reajuste del concepto psicológico de un ánimo orientado hacia el mundo exterior.

I.-En el proceso de formación de la personalidad primitiva, la extraversión acentuada va acompañada de una gran labilidad e inconstancia del yo;

  —193→  

II.-La afinidad psicológica existente entre la extraversión y la actitud arcaico-fisiognómica frente al mundo se manifiesta, en particular, en el eidetismo infantil y en el propio del hombre primitivo, así como también en el llamado tipo sinestésico (integrado orientado hacia afuera de Jaensch);

III.-El sustrato biológico de los mecanismos de extraversión parece encontrarse del lado del predominio de la vida vegetativa, en el sentido de la existencia de una estructura morfológico-funcional hipoevolucionada (ley del antagonismo ontogenético ponderal-morfológico de Viola, y ley de las dos constelaciones hormonales morfogenéticas antitéticas, formulada por Pende). Ahora, a estas conclusiones, que fluyen de la esfera de la psicología evolutiva y de la biotipología, agregaremos un cuarto punto:

IV.-El antagonismo caracterológico, en sentido estricto, debe comprenderse en función de un desplazamiento de lo experimentado por el hombre como íntimo, en correspondencia con su imagen del mundo.




- III -

Lejos de sustentar la idea de un monismo caracterológico -lo que estaría en contradicción con el sustrato psicosomático diferencial, dado en las diversidades morfológicas, constitucionales y temperamentales-, negamos, sin embargo, la existencia de un radical antagonismo que escinda el dinamismo espiritual, por lo menos tal como ha sido concebido hasta el presente. Si, para ejemplificar, aislamos las reacciones extremas dei cicloide y esquizoide y por medio de una esquemática alquimia conceptual las trasladamos a la vida cultural, transformándolas en actitudes de panteísmo e intimismo, respectivamente, observaremos el siguiente fenómeno dialéctico: que dicho antagonismo conviértese, a su vez, en un continuo psicológico, a favor del cual las direcciones hacia adentro y hacia afuera vuelven sobre sí mismas, como un rayo luminoso que recorriese el universo para regresar finalmente a su fuente de origen. Pensamos, además, que la imagen de una dirección hacia adentro o hacia afuera es relativa al sistema de referencias valorativo empleado. Verbigracia: si se atiende al influjo configurador ejercido por el panteísmo sobre el vínculo humano, éste puede juzgarse como introversivo, ya que en él el nexo interindividual se mediatiza, se inhibe; al destacar, en cambio, la pura inmediatez   —194→   panteísta con el mundo, observaremos que ella entraña una cabal extraversión. En otros términos: cabe realizar una inversión conceptual de los tipos126 -sin negar, al hacerlo, la existencia de un primario dualismo de referencias al mundo- inversión en la que persiguiendo la continuidad, la coherencia de la estructura histórico-social propia de una determinada posición personal, se compruebe que ella puede acabar transformándose acaso en lo contrario de lo que nos pinta el ingenuo naturalismo caracterológico. Así, pues, en ciertos casos, la exaltación de la individualidad en el fondo quizás corresponde a una fuga, a una huida neurótica de sí mismo, tanto como la conducta hermética oculta, en algunas circunstancias, un sentimiento de honda afinidad entre el yo y el cosmos127. Similares compensaciones psicológicas se encontrarían al indagar en las distintas experiencias religiosas, en las relaciones del individuo con el estado, en las formas inmediatas de la sociabilidad.

La armonía de estos opuestos caracterológicos o, por lo menos, el nuevo sentido valedero para dicho antagonismo, se descubre al contemplarlo a la luz de la diversa índole de los vínculos humanos. En general, parecen coincidir los caracterólogos en atribuir una mayor estabilidad a las relaciones que establecen entre sí los sujetos introvertidos. Si interpretamos debidamente tal estabilidad, podremos llegar a observar que ella se corresponde con la actitud mediata ante el mundo. Expresándonos en otra forma: a la inmediatez del vínculo interhumana corresponde la mediatización, frente a la realidad exterior y, al contrario, la inmediatez propia de los nexos que nos enlazan con el mundo circundante, revela mediatización de las relaciones interindividuales128. Esto es, el antagonismo, el dualismo caracterológico, ya tan largamente analizado, al ser concebido a través de otra trama de relaciones, adquiere movilidad dialéctica adecuada a la posibilidad de comprenderlo por variabilidades en el sentimiento de lo humano, dadas en el oscilar entre las inmediatez y la mediatización del vínculo interindividual. De este modo, sin desembocar en un rígido antagonismo, se nos hace posible descubrir el signo histórico de las diversas   —195→   modalidades de intro y extraversión. Pues, estableciendo las conexiones precedentes, puede encontrarse la unidad que enlace en un todo el carácter, la actitud del hombre ante el prójimo y frente al mundo. Investigando, además, las formas hacia las que tiende el humano anhelo de unificarse, de las que se deduce la cualidad propia del nexo directo o indirecto, dado en la relación hombre-mundo, acaso llegaríamos a conocer los desplazamientos de lo experimentado como íntimo, el ámbito singular de intimidad del esquizo o del ciclotímico. Por lo que Schreider está en lo cierto al decir -aun cuando no señale una tipología orientada hacia las peculiaridades del sentimiento de lo humano-, que en los estudios del carácter «quizá la noción de actitud frente al mundo debería ser reemplazada por la de actitud hacia sí mismo, ya que responde a algo más primordial».

No parece haberse intentado una investigación tipológica de los caracteres, orientada en el sentido de la experiencia de lo humano y de sus variaciones históricas. La clasificación psico-sociológica de Mikhailovski, por ejemplo, en adaptados e inadaptados, aun cuando intenta adecuar las reacciones individuales a momentos históricos singulares, encuéntrase limitada por la importancia extrema concedida a la estructura de la sociedad en que vive el individuo; limitada por no conferir fuerza configuradora a los contactos interindividuales. En otros términos: aunque Mikhailovski establece una conexión, por un lado entre la estructura simple, indiferenciada de una sociedad, y el desenvolvimiento armónico de las virtualidades personales, y, por otro, entre una comunidad diferenciada, y el desarrollo unilateral del individuo, que aquélla condiciona en razón de su misma simplicidad, y ésta última en razón de su estructura compleja, no alcanza la comprensión de la historicidad de las formas de vida, puesto que no describe la trayectoria contraria, que va desde las peculiaridades individuales hasta el tipo de sociedad de ellas resultante. Por eso, su tipo ideal resulta ser un inadaptado, en continua lucha por la individualidad, lo cual señala el momento activo condicionado por la persona, en contraste con la pasividad que entraña el concebir el puro condicionamiento social de los tipos psicológicos. Pensamos que la más exacta caracterización de tipos psicosociales, sólo puede conseguirse merced a la síntesis metódica de la consideración histórica con la teoría que postula la génesis del ideal del hombre en una estructura particular de la convivencia.

Del mismo modo, la clasificación de las individualidades de A. Lazurski   —196→   se encuentra limitada, no sólo por su tendencia ahistórica, sino por la insuficiente consideración del sentido configurador de los contactos interhumanos. Y ello es así, aun cuando al desenvolver su idea de la «adaptación activa de la individualidad al medio circundante», afirma que toma la noción de «medio», tan ampliamente, que incluye las relaciones humanas y hasta «la vida espiritual del propio hombre»129. En fin, resulta insuficiente a pesar de que, en parte, concuerda con Dostoyevski al decir que la expresión más elevada de la individualidad no se manifiesta en la renuncia a ella, sino, por el contrario, en su afirmación, en el sentido de que la plenitud de lo íntimo se revela en la voluntad de entrega a los otros, voluntad que tiende a incorporar a los demás a la propia órbita de vida. Con todo, repetimos, tal experiencia de la autoentrega, de la necesidad de configurar otras vidas a través del presagio de lo universal en uno mismo, no alcanza la esfera de problemas que plantea la experiencia primordial del prójimo.

Fritz Künkel, ha desarrollado una caracterología dialéctica, de la cual en este lugar sólo diremos que coincide con nuestro planteamiento en más de un punto, limitándonos, por otra parte, a caracterizarla brevemente. Künkel concibe el carácter neurótico como una suerte de «inmovilización», de ser objeto. Porque, el hombre, sólo se encuentra determinado en la medida en que permanece en su condición de «objeto» y, por el contrario, como «sujeto», es libre. Para Künkel, «el sujeto que supera la neurosis, ya no es el individuo, sino el «nosotros»». Consecuencia que se desprende del hecho de que el concepto de «nosotros» ocupa un lugar fundamental en su sistema. «La idea -dice- de que el nosismo primordial es una propiedad innata del carácter humano, constituye la base de la «caracterología dialéctica»130. En efecto, distingue dos disposiciones básicas, la una yoísta (asocial), y nosista (social), la otra. La «imagen primordial» del nosotros, su «arquetipo», es fundamental para la configuración   —197→   y la vida de una comunidad. «La disposición que adopta el individuo -escribe- frente a los grupos de la realidad circundante, su actitud ante la familia, los camaradas, el estado y el pueblo, procede de la imagen de aquel «nosotros» interior que el hombre respectivo lleva consigo por doquiera, consciente o inconscientemente». Pero, a pesar de que para Fritz Künkel la «relación entre el «yo» y el «nosotros» constituye siempre la cuestión decisiva», nos parece que únicamente se limita a hipostasiar la idea del nosotros, al que contrapone el yo, escapándosele por entero el sentido de la experiencia de lo humano y la visión de la mutua «actualidad» personal que emana del hecho de establecer vínculos inmediatos con los otros.




- IV -

Nos detendremos ahora a resumir lo ya expuesto.

Sin negar la existencia de las dos direcciones psíquicas, hacia dentro y hacia afuera, afirmamos que ellas deben determinarse en la peculiaridad de la situación histórica concreta. Porque, tanto la intro como la extraversión poseen cierta duplicidad que les es inherente, en el sentido de que, por ejemplo, en algunos casos el amor a la naturaleza representa una compensación de la impotencia afectiva, del mismo modo como la impotencia para vibrar con lo natural puede condicionar la entrega subjetiva al prójimo. Dicha duplicidad, asociada a cada actitud, subordínase a la índole del objeto al que tiende la voluntad de unificación afectiva y espiritual. Es decir si ella, se dirige primariamente hacia el mundo, tal enlace con el todo producirá la mediatez de las relaciones y, por lo tanto, la extraversión se exteriorizará, en rigor, como hermetismo frente al prójimo; en cambio, si el anhelo de unidad se endereza, verbigracia, al puro valor de lo humano, la inmediatez del contacto con el prójimo se manifestará, al contrario, como mediatización del contacto con el mundo, como objetividad. De este modo, llegamos a observar que la dicotomía tipológica más profunda y más amplia, quizás sería aquella que partiera del conocimiento de la índole primigenia de los nexos sociales, ya que, entre las posibilidades que ofrece el análisis tipológico en función de la inmediatez o mediatización de las relaciones humanas, está la de llegar a una síntesis entre carácter e imagen del mundo. Conseguido ello, importaría no sólo descubrir el condicionamiento de un sistema del mundo por un carácter   —198→   determinado, sino, más bien, conocer el influjo ejercido por aquélla sobre éste, cosa que, generalmente, no se investiga.

Considerando, además, que el proceso merced al cual se actualiza el vínculo interhumano directo, inmediato, u orgánico, supone siempre la aprehensión del prójimo o del objeto en sí mismo, y que, al contrario, la mediatización indica que se establecen relaciones con el otro mediando su previa identificación con el objeto hacia el cual tiende la voluntad de unificarse, se nos hará comprensible entonces la antítesis que entraña cada actitud personal. Pues, de hecho, las diversas modalidades posibles de contacto interhumano manifiéstanse como lo apuesto al movimiento íntimo del alma: la silenciosa y hermética espera invernal del campesino, verdadero culto de los ritmos cósmicos, poblado de imágenes de terrestre fecundidad y, por ende, cabal extraversión, anima, no obstante, una conducta frente al prójimo caracterizada por el sordo aislamiento. Podrían citarse múltiples casos en los que aparece semejante vínculo antitético. Por sentir un individuo devoción al Estado o a un partido político, verbigracia, -objetividad, inmediatez-, establece vínculos mediatos, guiado por una cautelosa reserva frente al valor de la ajena individualidad, lo que equivale, en la esfera de lo humano, a una cabal introversión; al contrario, al buscar comunión con el otro sólo desde lo íntimo en ambos -movimiento hacia adentro, inmediatez del contacto-, erígese un mundo exterior dado en su plena objetividad -extraversión, mediatización ante el mundo-. Como vemos, la índole de los enlaces interhumanos sirve como método eurístico para determinar, tanto las tendencias de lo íntimo como el predominio y sentido de sus objetivaciones; es decir, sólo atendiendo al tipo de motivación descubriremos la verdadera dirección del dinamismo espiritual131.

  —199→  

Volvamos a tratar una vez más de las objecciones que nos sugiere el estado actual de la caracterología. Vimos ya que el cordial verterse hacia el mundo exterior propio de la euforia ciclotímica, se relaciona, de algún modo, con una suerte de inestabilidad y fugacidad de los nexos sociales; en contraste con ello, puede observarse la mayor firmeza y hondura que distingue a los nexos que unen al esquizotímico e introvertido con los demás, a pesar de su tendencia autista. Ahora bien, si partimos de tal caracterización para admitir la existencia o no existencia de una actitud objetiva de referencia al mundo, deberemos reconocer que lo fugaz de las relaciones no indica más objetividad que la seguridad y constancia puesta en ellas; o reconocer que tanto la una como la otra entrañan por igual, ya sea afán de realidad o espíritu de desrealización. A esa inadecuación existente entre las denominaciones y las verdaderas referencias al objeto, la hemos calificado de «realismo caracterológico ingenuo». En resumen, diremos que él finca en el hecho de considerar como objeto sólo el mundo exterior o el fenómeno físico, debiendo, en rigor, considerar como objetiva y diferencial únicamente la modalidad de la referencia intencional. El desajuste evidénciase, particularmente, cuando el estudio de los tipos humanos se desenvuelve en base a la discriminación de los diversos estratos objetivos que afloran ante las distintas preferencias valorativas. En este sentido, Spranger está en lo justo al considerar que no debe verse en la «realidad» algo unívoco, sino cambiante, al extremo que «podría escribirse una historia de la conciencia de la realidad». Este interferir de diversos planos de referencia se pone de relieve al comparar entre sí a las descripciones de caracteres y formas de vida animados por la distinción de «clases de valor» y a las determinaciones psicológicas concebidas a través del naturalismo ingenuo. Así, por ejemplo, al referirse al pensar introvertido, Jung habla de su «extraordinaria indigencia de hechos objetivos» y al describir Spranger el homo theoreticus nos dice que «la legitimidad objetiva es su único fin»; por lo que toca a su conducta práctica, agrega más adelante: «Se ha convertido íntegramente, por decirlo así, en objetividad, en necesidad, en validez universal, en lógica aplicada»132. Vemos, pues, que tales notas psicológicas se contraponen, aun cuando el introvertido y el hombre teórico no puedan asimilarse, cabalmente, el uno al otro. Dicha desarmonía, corresponde, por cierto, a algo   —200→   más hondo que a un equívoco juego con el término objeto, a, pesar de que en Jung y Spranger, claro está, lo objetivo es tomado en distintos sentidos.

Naturalmente, no podemos ocuparnos en este trabajo de los tipos ideales de Spranger. Al hacer una ligera mención de sus ideas sólo nos guió el querer poner de relieve la necesidad de desarrollar lo que hemos denominado una gnoseocaracterología. En efecto, el hecho de que la concordancia existente entre las diversas clasificaciones del hombre, susceptible de ser observada desde las determinaciones somáticas hasta las puramente espirituales, se desvanezca al perseguir la coincidencia con una tipología orientada hacia la diferenciación de los tipos según la especial zona de calor captada, descúbrenos una lamentable limitación. Por eso, nuestro estudio, relativo al sentimiento de lo humano en general, pero referido, en sus manifestaciones singulares, a la experiencia americana de lo humano, representa, en uno de sus aspectos, un intento para superar las falsos dualismos de la caracterología actual y las grietas que se abren entre los diferentes estratos de «realidad» que discrimina el psicólogo.




- V -

Tan pronto como la investigación de los tipos humanos abandona el plano de las clasificaciones puramente somáticas, debe inclinarse a la consideración social e histórica de los caracteres psíquicos, ya que el antagonismo, dado en la experiencia individual, entre opuestas direcciones anímicas, se encuentra en parte configurado por una singular concepción de la vida. En tales consideraciones tendría cabida la investigación de los desplazamientos históricos de lo experimentado por el hombre como íntimo, en contraste con la ingenuidad naturalista de las tipologías ya mencionadas. En la caracterología actual encontramos algo semejante a lo que Scheler objeta a la teoría del conocimiento, esto es: el tener como ídolo una constante idea, del mundo natural al hombre133. Cuando este filósofo afirma, además, que «la diversidad en la imagen del mundo penetra hasta las estructuras mismas categoriales de lo dado», apunta, en cierto modo, hacia lo que nosotros hemos caracterizado como pragmatismo o realismo ingenuo aplicado al estudio de la individualidad humana. La unión de caracterología e historia está, pues, lejos de ser una especulación   —201→   que, con disimulo, evita el problema que justifica su existencia como ciencia.

K. Jaspers considera necesario para el progreso de la psicopatología el tener conciencia de las condiciones históricas en que se desenvuelve la individualidad. «El alma humana -escribe- no es siempre idéntica a sí misma, y se altera ella misma -quizás- ya en los intervalos de las épocas históricas. Más aún: la vida psíquica depende en un grado extraordinario de la tradición del nivel general de cultura, y aun de la naturaleza de este ambiente cultural»134. Las «epidemias psicológicas» de la Edad Media, en sus varias formas, constituyen un buen ejemplo en apoyo de la afirmación precedente. El mismo Jaspers aplica dicho criterio al relativizar el contenido mismo y las formas de las psicosis, cuyas formaciones imaginales dependerían de las condiciones intelectuales del grupo de que se trate (los aparatos técnicos sustituyen, por ejemplo, a los animales en las representaciones alucinatorias). Y no es menos importante el hecho de que el influjo de las enfermedades mentales ejercido sobre la configuración de la comunidad, ha variado también, ya que en la sociedad actual, la esquizofrenia, verbigracia, y en general las enfermedades mentales que aíslan al individuo del mundo exterior, no contribuyen a la formación de relatos místicos o de creencias mágicas135.

De la consideración de los tipos de personalidad normal y patológica como históricamente condicionados, y de las formas de reaccionar a ellos coordinadas, surge una objeción fundamental dirigida al dualismo caracterológico y, en particular, al que mal disimula su desvalorización de la modalidad esquizotímica o introversiva de comportamiento136. La actividad   —202→   creadora en un medio histórico determinado no sería posible, en rigor, contando únicamente con tipos humanos semejantes a los que describe Kretschmer. O, por el contrario, si nos atenemos al gran número de personalidades que nuestro psiquiatra, por su condición de rígidos fanáticos, coloca al margen de lo real, verificaremos el hecho paradójico de que las mentalidades esquizotímicas son las que más poderosamente ejercen su influjo en el mundo histórico. Vemos, una vez más, cómo es necesario superar el desajuste que escinde las direcciones de lo íntimo, ya que tan pronto como proyectamos las tipificaciones psicológicas a la realidad en que se efectúa la acción, tórnase evidente su falsedad. Porque, la reducción a lo anormal oculta lo vano de todo dualismo caracterológico insuficientemente fundado en el influjo histórico de las motivaciones ideales y reales. A menudo, dicha proyección a lo patológico no representa un acentuar desmesuradamente disposiciones psicológicas normales, sino, más bien, el recurrir a disposiciones primitivamente alteradas, cualitativamente diversas.




- VI -

Como un ejemplo de las fecundas posibilidades que entraña el intento de unificar las múltiples determinaciones tipológicas, pondremos fin a este capítulo destacando la unidad de sentido que aproxima a las manifestaciones de lo biológico y de lo histórico, en el caso concreto de la existencia de ciertos vínculos entre las correlaciones psicosomáticas y el espíritu de lo trágico. En verdad, las determinaciones caracterológicas aludidas poseen un doble sentido: de un lado apuntan hacia la constancia de su paralelismo entre lo anímico y lo corpóreo, y, de otro, hacia la historicidad de lo humano137.

  —203→  

La pregunta, que legítimamente puede formularse el biólogo, relativa al significado que entrañan las diversas polaridades constitucionales para la vida social del hombre, en cierto modo, sólo puede responderla la investigación histórica. Porque únicamente cuando un hábito físico se traduce, por ejemplo, en términos de acentuada tendencia a la vida interior o a la cordial comunicación con todo lo existente, o bien, cuando se lleva hasta las manifestaciones concretas de místico recogimiento o de política, extraversión, y sólo entonces, el substrato biológico revela el sentido de sus oposiciones en la dialéctica síntesis que ofrece el devenir. En el conocimiento del significado social de las disposiciones individuales, aún impera el atomismo psicológico, ya que para el tipólogo permanecen sin integrarse, aisladas, las distintas formas del comportamiento personal. Quiere decirse que, a pesar de ser concebida la disposición individual como fundamento de una conducta históricamente determinada, no se describe a las diversas constituciones como realizándose las unas en función de las otras. Surge, de este modo, la necesidad de ir, por decirlo así, camino de cierta desubstancialización de los tipos a favor de su creciente interacción espiritual.

Verdad es que, entre este aislamiento de las reacciones caracterológicas y su cabal integración en la esfera del dinamismo histórico concreto ubícase una actitud indagadora intermedia, la que, si bien supera la descripción aislada de las peculiaridades individuales, no consigue incorporarlas plenamente al curso del acontecer social. Tal es el caso de Platón cuando, en La República, erige los estamentos de su estado ideal en base de las disposiciones individuales. Llega a establecer conexiones entre un carácter individual, con tipo de conducta política y un tipo de gobierno,   —204→   como lo hace, por ejemplo, cuando relaciona el gobierno tiránico y el carácter tiránico. Mas, sucede que los estamentos quedan determinados por la proyección en ellos de sólo una de las tres partes que Platón distingue y en el alma del individuo. Es decir, que si, de un lado, Platón convierte a los estratos que discrimina en la comunidad en función de una parte del alma, con lo que integra socialmente una disposición individual, empobrece y limita, de otro, las formas de vida que permanecen atenidas, por necesidad de su naturaleza, a un estamento determinado138. Claro está que, al considerar dicha estratificación del Estado sólo como una metáfora alusiva al hombre intuido en su totalidad, la armonía de los tres estamentos del estado ideal corresponde entonces al equilibrio interior, con lo que se desvanece la limitación que entraña el hecho de hipostasiar un temple individual en un estrato social. Vemos, pues, que Platón sólo en parte integró históricamente sus tipos, ya que su Estado, en rigor, es el hombre139.

Continuando por este camino, animados por el espíritu que guía las conexiones perseguidas por Platón entre complexión personal y tipo de sociedad, diremos que el conocimiento histórico no sólo puede hacer luz sobre el biopsicológico, sino que, además, puede servirle de regulador de la veracidad de sus afirmaciones. Es así como las clasificaciones psicológicas revelan su artificio al ser llevadas hasta sus últimas consecuencias, ya que entonces se pone de manifiesto cómo, en función de ellas, imaginadas como el substrato de lo social, no sería concebible -ni posible- la acción creadora. Considerando las limitaciones impuestas por el objeto central de esta investigación, nos serviremos de un solo ejemplo, revelador de un caso   —205→   típico de desarmonía entre el enfoque psicosomático y el histórico: aludimos al espíritu de lo trágico140.

Al describir Kretschmer el temperamento propio de los artistas esquizotímicos, opina que un poeta trágico es «inimaginable» si no posee los caracteres que acompañan a la personalidad esquizoidia. Por lo que toca a la estructura técnica y a la concepción misma de las obras de este género, Kretschmer señala en ellas un peculiar antagonismo estilístico. Trátase de la manifiesta oposición existente en la poesía trágica entre el humor, entendido como una desmesurada vivacidad expresiva, y la proclividad a lo patético. Tal dilema, característico del arte dramático, encierra para Kretschmer una profunda significación biológica, no analizada hasta ahora de manera satisfactoria. Cuando el elemento del humor eufórico llega a ser un factor autónomo -como para Kretschmer acontecería en Shakespeare- la armonía de la tragedia encuéntrase amenazada; en cambio, cuando lo humorístico y lo real faltan por completo, la tragedia, particularmente la francesa, «cuaja en una suerte de matemática sentimental», cabalmente esquizoidia. Y piensa que sólo al ser mirado desde este punto de vista biológico, se esclarece el problema estático del antagonismo que engendra la discordia entre la inspiración vivaz, humorística, realista y el patetismo propio de lo trágico141.

Sin duda que tales reflexiones no se encuentran desposeídas de verdad. Pero, como no es nuestro propósito el de indagar en la peculiar estética del arte dramático, aquí sólo nos importa verificar el hecho siguiente que si la tragedia es inimaginable sin la existencia del temperamento esquizotímico, no es menos cierto -alejándonos ahora de lo biológico para alcanzar hasta lo histórico- que tampoco es concebible sin una honda experiencia de la individuación, sin personalismo. Por ello lo trágico no armoniza con ciertas formas de mentalidad panteísta. Expliquemos ahora el significado de este nexo aparentemente violento y como retorcido. Para   —206→   un estoico, por ejemplo, que cultiva su capacidad de autodominio y resignación ante las contradicciones de la existencia, no existe el conflicto trágico. La voluntad de unificarse con la norma suprema que rige el curso del acontecer universal, es por completo ajena e incompatible con la experiencia de lo trágico. Y si aceptamos, como hipótesis de trabajo, la realidad de una relación entre la tendencia «autista» y la poesía trágica, veremos surgir toda una serie de significativas conexiones que, entre otros aspectos, nos harán comprensible su inexistencia a través de largos periodos históricos142.

De tal conjunto de conexiones espirituales aislaremos especialmente lo que atañe a la diversa modalidad de los contactos interpersonales. Si la mentalidad panteísta, verbigracia, excluye el espíritu trágico y el conflicto personal, la situación trágico-dramática, supone, en cambio, una acentuación del vínculo humano singular, inmediato, una agudización del conflicto frente al prójimo, en contraste con el cultivo del sentimiento de inmediatez propio de la voluntad de unificarse con el todo. Así, pues, existe un nexo estructural dado entre la manera como es experimentada la individuación, la interioridad, y el espíritu de lo trágico. Por eso que Hegel al denominar a la concepción india del universo «panteísmo de la representación o de la fantasía», atiende preferentemente al hecho de la «unión de la existencia externa y de la intimidad... que todavía no ha sido escindida por el intelecto». De este modo, en sus Lecciones sobre la filosofía de la Historia Universal, expone que, si bien entre los indios existe un mundo de la representación, una interioridad, éste no es sino «una tosca unión de los dos extremos: de lo exterior y lo interior». En consecuencia, para Hegel el indio carece de la visión de lo singular y de lo íntimo,   —207→   justamente porque aún no se ha operado en él la separación entre el sujeto y los objetos.

Volviendo ahora al fenómeno de lo trágico, podremos observar, en la dramaturgia de Shakespeare, por ejemplo, el despliegue de un hondo sentido para captar las «oposiciones cósmicas», como dice Croce143, unido a la actualización poética de la experiencia infinitamente aguda de la individualidad frente a la cual erígese la visión de lo infinito. Por su parte, Nietzsche también reconoce en la tragedia griega «una contradicción de estilo decisiva» entre la lírica dionisíaca del coro y el mundo apolíneo de la escena. Pero, aun cuando para este filósofo el desarrollo del arte va unido a dicha duplicidad de lo apolíneo y lo dionisíaco, y por ello puede lo dionisíaco objetivarse en lo apolíneo, la claridad de lo trágico, su transparencia, le parecen estar en relación con lo apolíneo, con el principium individuationis: «hemos de entender la tragedia griega como el coro dionisíaco que se descarga siempre de nuevo en el mundo apolíneo de imágenes». De ahí que en su obra El origen de la tragedia, afirma que entre los «misterios de la tragedia» se encuentra «la consideración de la individualidad como el fundamento primitivo del mal», en contraste con la alegría propia de la identificación dionisíaca del hombre con la naturaleza.

Imaginándonos colocados, por un instante, ante la alternativa metódica de optar por la condicionalidad psicosomática de lo trágico (según la cual sólo hay tragedia donde se actualiza una trama anímica esquizoídia), o por la condicionalidad histórica (de la que puede concluirse que para el estoico y el panteísta carece de realidad el conflicto trágico), nos decidiríamos por esta última como instancia hermenéutica, ya que ella abre el camino a una comprensión acorde con el sentido de la totalidad. En efecto, la actitud conflictual, siempre existente en el hombre, nos aparecerá, entonces subordinada a la imagen del mundo. El temperamento esquizotímico se manifestará, de esta manera, en la propensión a establecer vínculos individuales, en tanto que por su proclividad a lo antitético, dado como oposición trágica entre el curso de la vida individual y el devenir del mundo circundante, experimentará la mediatización frente al mundo y el anhelo de individualizar el instante vivido. En ello finca, justamente, uno de los aspectos del conflicto. Vemos, pues, que los factores de este doble   —208→   condicionamiento, por la disposición individual y por la peculiaridad del momento histórico, sólo armonizan merced a la síntesis operada por un principio antropológico más amplio. Así, por ejemplo, a quien posea la tendencia a aprehender al prójimo en sí mismo, independientemente de cualquiera relativización valorativa, y con independencia, también, de una previa identificación del otro con un tercero, se le abrirá la posibilidad de vivir un conflicto trágico. Mas, si para ello puede ser indiferente la existencia o inexistencia de un temple esquizoide, resultará una condición necesaria, por ejemplo, el no ser panteísta. Es decir, subordinamos el ritmo de las incompatibilidades íntimas a la concepción de la vida, a la posición frente al mundo, al sentimiento de lo humano, lo que de ninguna manera excluye el influjo, por decirlo así, de la «constante esquizotímica», claro está que determinando reacciones distintas al operar sobre conexiones y tramas espirituales también diversas. En otros términos: puede darse una actitud panteísta que evite lo trágico y poseerse, al propio tiempo, una complexión esquizoide. De donde la primigeneidad de ciertos vínculos entre hombre y mundo. Es por ello que en la convivencia inmediata descubrimos sentimientos estoicos que orillan todo conflicto, independientemente de la estructura individual psicosomática144.

Y a la inversa. Si -como ya lo dejamos dicho- el conocimiento histórico puede servir para regular el alcance de las afirmaciones relativas al hombre originadas en la esfera biológica, partiendo desde ésta resulta fecundo, asimismo, exigir la no contradicción con las determinaciones propias de las ciencias del espíritu, en cuanto ellas son proyectadas sobre la vida inmediata. Es lo que el biotipólogo podría exigir a la teoría de las concepciones del mundo, por ejemplo, a los tipos de visión distinguidos por Dilthey. Contemplaríamos, operando con semejante método, las transformaciones que experimenta la visión última de los fenómenos, al ser «reducida» de la escala histórica, adecuada a la historia del pensamiento, al comportamiento, a la conducta social, a la convivencia inmediatos. Acaso se observen entonces absurdas deformaciones de la imagen del ser individual,   —209→   con lo que se verificará la falta de sentido de totalidad y coherencia de los principios de ordenación histórico-culturales. Dilthey mismo, que distingue tres tipos de visión del mundo: el naturalismo, el idealismo de la libertad y el idealismo objetivo, nos autoriza a ello al decir que las ideas del mundo no son productos del pensamiento ni surgen de la pura voluntad de conocer, sino que «brotan de la conducta vital, de la experiencia de la vida, de la estructura de nuestra totalidad psíquica». Del mismo modo, la antinomia diltheyana dada entre la existencia de una «naturaleza humana común» y el «conocimiento de la relatividad de toda forma de vida histórica», señala también la urgencia científica de regular recíprocamente las determinaciones tipológicas. Para ello sería necesario partir desde la investigación del sentido de lo psicosomático hasta alcanzar, pasando antes por lo puramente psicológico, a establecer la continuidad con lo histórico-cultural.

Quede aquí sólo insinuada la posibilidad de investigar cuál es la reducción natural aplicable a la tipificación histórica de Dilthey y dónde podría encontrarse -dejando a un lado todo formalismo- el eslabón que, uniendo los tipos psicológicos y los tipos de visión del mundo resulte capaz de elevar, al propio tiempo, el conocimiento de la dirección psicológica hacia adentro y hacia afuera hasta las formas de la sensibilidad histórica en su diversidad.




- VII -

Deberíamos preguntarnos, finalmente, por lo que nuestra época considera como objetivo y subjetivo, como dirección hacia adentro y hacia afuera. O, mejor aún, deberíamos indagar de qué lado se encuentra en el hombre moderno y bajo qué envolturas aparece, lo subjetivo, siempre decadente y lo creador, siempre objetivo, como piensa Goethe, para quien «toda aspiración fuerte va de dentro a fuera, del alma al mundo...»145 Juzgaremos, acaso, como objetividad, como extraversión, la avalancha irracionalista del hombre actual. Al contrario. Cuánto de subjetividad, en sentido peyorativo, de fuga de sí, no revela la propensión a masificarse que evidencia el individuo de nuestro tiempo. Cuánta incapacidad para amar,   —210→   para vincularse a los demás, no denota su fuga colectiva. Ello explica el sentimiento de soledad que se infiltra en el alma del hombre actual, no obstante su participación en partidos y su vivir sumergido en la marca colectiva. Soledad, a pesar de la actividad desplegada, porque ésta, en innumerables situaciones, únicamente responde a una huida compensatoria de la inestabilidad interior, del desorden íntimo. De este modo, la aparente extraversión resulta ser impotencia para aspirar a la verdadera objetividad, lo que de hecho equivale a permanecer preso en la obscuridad interior.

Las modernas investigaciones inspiradas en la psicología analítica, por ejemplo los estudios de Karen Horney146 y Erich Fromm147, acerca de la índole de la personalidad neurótica del hombre de nuestra época, revelan no sólo la tendencia de la psiquiatría a desvalorizar el sustrato fisiológico a favor del cultural, la propensión a relativizar históricamente el concepto de lo normal, sino que nos descubren la búsqueda afanosa de una oculta relación entre cultura y neurosis. Así, la mencionada escritora nos dice que «uno de los rasgos predominantes de los neuróticos de nuestro tiempo es su excesiva dependencia de la aprobación o el cariño del prójimo». A ello se une la fácil y pronta reacción de hostilidad característica del hombre actual, reprimida a menudo por el temor a perder el afecto de los otros. Pero, aun cuando Karen Horney rechaza, en parte, las interpretaciones de Freud por lo que respecta a las condiciones que hacen posible las neurosis combatiendo, particularmente, su concepción implícita de una naturaleza humana constante y biológicamente determinada, y aboga, en cambio, por la interpretación cultural de las neurosis, consideramos su punto de vista como limitado. Pues, al concebir las mecánicas interacciones operantes entre la hostilidad y la angustia, y entre ésta y su temor asociado a los impulsos reprimidos, como mecanismos esenciales del dinamismo propio de las neurosis. apenas deja aflorar una faceta del problema. Lo mismo sucede cuando dicha autora se refiere a la necesidad de afecto, a la incapacidad de permanecer solo, al terror a la soledad que acosa al norteamericano, reacciones que por igual, concibe como angustia neurótica, como vehemente busca de afecto. Por último, aun cuando coincidimos con su criterio cultural aplicado a la interpretación de los síntomas   —211→   neuróticos, nos separamos de su planteamiento en cuanto procura explicar y singularizar las condiciones que juzga como responsables de las formaciones neurósicas actuales. Distingue cuatro factores motivadores: el sentido de la competencia, la hostilidad potencial entre los semejantes, los temores engendrados ante la posible hostilidad de los otros y la disminución del autoaprecio. Toda esta trama de vínculos interpersonales daría «por resultado psicológico el sentimiento de aislamiento personal»148.




- VIII -

Aislamiento, soledad, necesidad de prójimo, fuga de sí mismo: he aquí una encrucijada de actitudes humanas de la que debe partirse para llegar a comprender los problemas anímicos que afectan al hombre actual y, particularmente, al americano; pero, ello solamente será fecundo a condición de aproximarse al estudio de tales posiciones por un cauce más hondo que el seguido por el psicoanálisis. Aludimos a nuestro método, que investiga la experiencia primigenia del prójimo y el sentimiento de lo humano. De poco sirve acuñar el concepto de «significado cultural de las neurosis», si el individuo aparece dado como un ente pasivo frente a las condiciones que determinan o hacen posible la reacción neurótica.

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Con frecuencia se habla del americano como de un introvertido, remontándose para ello hasta un originario hermetismo anímico propio de todo lo indígena. Sin embargo, atendiendo a los términos con que tal postura íntima ha sido descrita, dicha caracterización no resulta ni más ni menos valiosa que la mención de la euforia del negro para la comprensión de éste, ya que, en veces, ésta sólo representa una mera excitabilidad sin contenido. Por eso nos aventuramos en esta incursión por el campo de la psicología, caracterológica, para llamar la atención sobre el hecho de que no podremos comprender una serie de manifestaciones psíquicas sin antes poner en claro el sentido de conceptos tales como intimidad, dirección hacia adentro y hacia afuera del dinamismo espiritual, y, sobre todo, mientras no se repare, tanto como en los continuos desplazamientos de lo experimentado por el hombre como íntimo, en las primordiales relaciones existentes entre sentimiento de lo humano y concepción del mundo.

Estamos, pues, lejos de ver en el peculiar ritmo de interiorización del americano, una actitud contemplativa que le conduzca al olvido de sí mismo o a sumergirse en la naturaleza viviente. Por el contrario, no obstante la forma negativa de manifestarse, su aislamiento no obedece al artificio psicológico de ningún mecanismo compensatorio, sino que entraña la más potente afirmación de su ideal del hombre. La incapacidad contemplativa, el opresor sentimiento que le invade frente a la naturaleza, la desarmonía existente entre el curso de lo íntimo y la visión del paisaje y el mundo, aun cuando responda a su interna discontinuidad, no representa un creciente e irreal ahondamiento en la vida interior, sino anhelo de prójimo, de acción creadora. Por eso, describimos el sentimiento de la naturaleza a través de relaciones de comunidad, en función de la experiencia del prójimo, esto es, merced a un enfoque que, por lo que sabemos no se ha estilado ensayar149. Y, por último, en cuanto el sentimiento de lo humano propio del americano nos descubre la existencia de nuevos vínculos interpersonales   —213→   ofrécenos, simultáneamente, originarias revelaciones de su visión del mundo. Mas, llegado es el momento de que reiniciemos nuestro largo viaje a través del alma americana.