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ArribaAbajoCapítulo V

La inestabilidad psíquica como fenómeno de la vida americana



- I -

El análisis del ánimo, de la soledad y del sentimiento de la naturaleza, nos señaló en la vida del americano la existencia de profundos antagonismos y desequilibrios. En los próximos capítulos continuaremos describiendo cómo los nexos que se establecen entre el individuo y la comunidad debilítanse, igualmente, por la discontinuidad propia de esos mismos vínculos, y procuraremos, sobre todo, mostrar de qué modo se actualizan nuevos antagonismos a partir de una primaria «hostilidad hacia el yo». En la Parte Segunda se verá además, cómo estas actitudes y reacciones derivan de una singular vivencia de lo humano como de su fuente originaria; a pesar de ello, y dada la índole y extensión de tales desequilibrios anímicos justifícase el hacer, desde luego, un breve entreacto donde aparezca, junto al criterio que nos llevó a vislumbrar aquellos antagonismos, la perspectiva en que los mismos se sitúan.

El ensayo de comprender ciertos fenómenos psicológicos, sociales y culturales en función del sentimiento de lo humano -posibilidad, por lo demás, enteramente descuidada por la psicología-, nos ha aproximado a una imagen concreta, -ni utópica ni formal- del mundo americano. Los antagonismos interiores, la discontinuidad anímica a través de los cuales aquél parece desplazarse, pertenecen a un orden de conducta extendido por toda América. Podría afirmarse que sólo la investigación del sentimiento de lo humano hace posible comprender dicho estilo de vida, por lo menos en parte, atendiendo al hecho de que se observan actitudes, modos de reaccionar y similares formas de convivencia, que conservan su identidad, no obstante lo mucho en que difieren las condiciones objetivas del medio étnico o geográfico en que se presentan. Resulta legítima, pues, la   —214→   tentativa de conocer una sociedad -la sociedad latino-americana- por encima de las peculiaridades y autoctonías de toda índole, ya que éstas no consiguen borrar el perfil propio de un espíritu común. Contemplaremos, por eso, desde tres perspectivas un aspecto de la conducta del brasileño, especialmente porque la vida en dicho país, dada su formación y origen, parecería no ofrecer la posibilidad de corroborar la noción de un ánimo común. Por otra paste, el ejemplo elegido nos advierte -de paso- del peligro corrido al exagerar el valor de las descripciones de tipos de sociedad realizadas a través de un enfoque único, particularmente si éste resulta ser el del método «geopsíquico».




- II -

Una manifestación típicamente americana la constituye la discontinuidad, la inestabilidad íntima propia de los actos que integran el curso de la vida personal. Porque ella oscila entre un violento anhelo de actuar y una laxitud e indolencia crecientes; correlativamente, el individuo puede llegar a una vacía agitación en torno al puro anhelar, como deformación de la acción, o descender, hundiéndose en el ensimismamiento, como ruta de la pasividad. Euclides da Cunha describió con gran precisión este peculiar ritmo del comportamiento, característico, a su juicio, de la vida del sertanero, ritmo que en parte atribuye a incoherencias engendradas por el mestizaje, y en parte a las violentas oscilaciones de la naturaleza, y del clima, del sertón. En el capítulo «El hombre», de su obra Los Sertones, escribe:

«Es el hombre permanentemente fatigado.

«Refleja la pereza invencible, la atonía muscular perenne, en todo: en la palabra demorada, en el gesto contrahecho, en el andar desaplomado, en la cadencia lánguida de las modinhas, en la tendencia constante a la inmovilidad y la quietud. Toda esta apariencia de cansancio engaña, sin embargo. Nada sorprende más que verla desaparecer de pronto. En aquella organización abatida se producen, de inmediato, transmutaciones completas. Basta la aparición de cualquier incidente que le exija el desencadenamiento de sus energías adormecidas. El hombre se transfigura. Se endereza, alardeando nuevos relieves, nuevas líneas, en la estatura y en el gesto; y la cabeza se le afirma, erguida, sobre los hombres recios, iluminada por el mirar intrépido y agudo; y se le corrigen prestamente, como una   —215→   descarga nerviosa instantánea, todos los efectos del relajamiento habitual de los órganos. Y de la figura vulgar del lugareño desmañado, repunta, inesperadamente, el aspecto dominador de un titán cobrizo y pujante, en un desdoblamiento inesperado de fuerzas y agilidad extraordinarias.

«Este contraste se impone a la más leve observación. Revélase a cada instante, en todos los pormenores de la vida sertanera; caracterizado siempre por una intercadencia impresionante entre extremos impulsos y largas apatías».

En cambio, Gilberto Freyre trata de superar el pesimismo racial de Euclides de Cunha -quien, como vimos, destaca el puro influjo negativo del mestizaje como creador de antagonismos y desequilibrios psíquicos-, describiendo desde otro ángulo la inestabilidad e interior desarmonía del brasileño. Afirma, entonces, la existencia de un equilibrio entre múltiples antagonismos como lo característico de la colonización del Brasil, pero siempre tendiendo a realzar el elemento social de tales antagonismos culturales, en el sentido de conferirle más valor a la antropología histórico-cultural que a la antropología física. Consecuentemente, dice que «al estudiar la influencia del negro en la vida íntima del brasileño es la acción del esclavo y no del negro por sí mismo, lo que contemplamos». La consideración que precede denota, pues, el criterio social de Freyre. En efecto, aunque señale en la vida del brasileño desarmonías, alternativas de extraversión y de introversión, de ciclotimia y de esquizotimia, según que influya preferentemente el sombrío amerindio o el negroide expansivo, le confiere, no obstante, más importancia al hecho social que al étnico150. En su notable obra Casa-Grande y Senzala, se expresa de la siguiente manera: «Considerada de un modo general la formación brasileña, fue, en verdad, como ya lo hemos destacado en las primeras páginas de este ensayo, un proceso de equilibrio de antagonismos. Antagonismos de economía y de cultura. La cultura europea y la indígena. La economía agraria y pastoril. La agraria y la minera. El católico y el hereje. El jesuita y el fazendeiro. El bandeirante y el «señor de ingenio». El paulista y el emboaba. El pernambucano   —216→   y el buhonero. El terrateniente y el paria. El bachiller y el analfabeto. Pero predominando sobre todos los antagonismos, el más general y más profundo: el señor y el esclavo»151.

Veamos, ahora, cómo aparecen lo antagónico y lo discontinuo al ser observados en una tercera perspectiva. La antítesis descrita por Euclides da Cunha como aflorando en el característico oscilar del sertanero entre la hipo y la hiperactividad, Willy Hellpach, aunque sin referirse especialmente al trópico brasileño, la atribuye, tomando algunos de sus rasgos, a fenómenos de origen «geopsíquico». Nos parece que tales explicaciones no se excluyen. Al contrario, compleméntense, mas sin agotar el sentido, el profundo sentido de la existencia de una discontinuidad del ánimo que, como tal discontinuidad, penetra el mundo latino-americano152.

La regularidad con que influye el trópico en el hombre blanco, más allá de la particular sensibilidad del sujeto, es decir, independientemente de que se trate de hombres «sensitivos», «musculares» o «nerviosos», condiciona una manera típica de reaccionar, la cual induce a Hellpach a denominarla «biostenia, disminución irritable de la vitalidad general, de todas las funciones orgánicas y sacudida débil de todo el equilibrio del sistema»153. Esta misma «debilidad tropical para la vida», se manifiesta «a veces como una gran irritabilidad y excitación lo que, según Hellpach, puede coincidir» con factores psico-sociales que, sobre una, base caracterológica desfavorable, operan, como es comprensible, en la misma   —217→   dirección. La colonización está siempre encomendada a hombres a quienes mueve por el ancho mundo el impulso de aventuras o el afán de dominio».

Mas, es justamente este hecho, o sea, la realidad de la convergencia de distintas motivaciones hacia una misma reacción, el que señala como necesario aislar el sentido propio de las direcciones anímicas a través de las que se actualizan los diversos desequilibrios individuales y colectivos; aislar su significado de la apariencia de un definitivo influjo de lo externo, pues la reacción de inestabilidad interior fluye, en el caso que analizamos, de una primaria fuerza creadora del hombre.




- III -

En cuanto se extrema la creencia en la fuerza configuradora de un factor natural único, las vacilaciones íntimas, que revelan la índole de la conducta del individuo, reciben una explicación que sólo tiende a destacar el carácter receptivo de la condición humana. Nos referimos a la teoría de la influencia del medio físico en el hombre. Es probable que, modernamente, un Ratzel, por ejemplo, con su «ley del suelo» limite ya la teoría de los influjos físicos a una mera función de lo temporal e histórico; no obstante, ese antropogeográfico «sufrir la ley del suelo» siempre conserva los restos de una pasividad interpretativa de vieja estirpe. Sabido es que una milenaria tradición hermenéutica erige el fundamento geográfico en que transcurre la vida de los pueblos en principio explicativo de sus destinos singulares. En efecto, en la Antigüedad, Platón pensaba que era «preciso no olvidar, que todos los lugares no son igualmente propios para hacer los hombres mejores o peores. La legislación no debe ponerse en contradicción con la naturaleza. En un punto son los hombres de un carácter caprichoso y arrebatado a causa de los vientos de todos géneros y de los calores excesivos que reinan en el país que habitan; en otro es la excesiva abundancia de aguas la que produce los mismos efectos...» (Las Leyes, Libro V). Por su parte, Aristóteles distingue entre los pueblos que habitan en «climas fríos», que son valerosos pero inferiores en inteligencia y políticamente indisciplinados, y los pueblos de Asia, inteligentes, pero sin corazón y «sujetos al yugo de una esclavitud perpetua». En cambio, la raza griega, «que topográficamente ocupa un lugar intermedio, reúne las cualidades de ambas. Posee a la par inteligencia y valor...»   —218→   (La Política, Libro IV). En el siglo XVI, Bodino sigue el espíritu de esta hermenéutica geográfica, propio de la teoría de la condicionalidad física en el sentido de Aristóteles. De tal modo, distingue entre pueblos del sur, del centro y del norte, respectivamente dotados para la religión, la política y la guerra.

No continuaremos por este camino ya que, con ligeras alternativas filosóficas o políticas, según que se perfile, por ejemplo, la figura de Montesquieu, de Taine o de Ratzel, sólo nos ofrecerá el monótono panorama del mecanicismo de los influjos exteriores. Y por lo que respecta, en general, a las «influencias» de este género, justifícase plenamente el no colaborar en sus forcejeos interpretativos dado que su vacío formalismo orilla, en verdad, la pura astrología. Sin vacilar, L. Febvre afirma que, para Bodino, la influencia del clima se ejerce «completamente de la misma manera que la influencia oscura, misteriosa y en parte secreta de los astros y del Zodíaco»154. Y para este mismo autor el error de Ratzel finca en el hecho de haber sido «víctima de la Historia», esto es, dócil al mandato de un planteamiento tradicional. Consecuentemente, la noción de clima sustentada en el siglo XVIII por Montesquieu no resulta para Febvre más clara que la de Aristóteles, perdurando hasta nuestros días. Dicho investigador francés piensa -que debe sustituirse el vocablo «influencias», lleno de oscuridad y ocultismo, por la noción de «relaciones» entre el hombre y la naturaleza, y a que, para él, la palabra «influencia» no pertenece al lenguaje científico, sino al astrológico.

Sin rechazar por completo la idea del poder configurador del medio natural, pensamos que el determinismo geográfico deja de ser científico en cuanto hace psicología geográfica desconociendo el mecanismo por medio del cual se ejercen los influjos climáticos. La indeterminación propia de la noción de medio natural, por un lado, y el relativo desconocimiento de las interacciones operantes entre el organismo y el medio, por otro, deja vacías de contenido las generalizaciones psicológicas inspiradas en la geografía humana. Mientras permanezcan oscuras nociones tales como las de «vegetatismo cósmico»155, constituirá un mero juego pseudocientífico el   —219→   intento de querer determinar, por ejemplo, ciertas ambivalencias de la conducta personal y colectiva observables en diversas zonas geográficas, atendiendo sólo a las modificaciones del tono vegetativo concomitantes a las variaciones del estado ambiental, climático o telúrico. Por otra parte, ya la noción misma de interacción resulta indeterminada si se desconocen los ápices singulares que constituyen el sustentáculo de acciones recíprocas.

Si recordamos ahora el fenómeno de la migración de los pájaros, nos aparecerá claro el tránsito desde la vaguedad metafísica del concepto de «influencia» hasta la esfera de las estimulaciones cósmicas específicas. Así, Freud, al exponer su teoría relativa al carácter regresivo de los instintos, se refiere a su «condicionalidad histórica», por lo que las «penosas emigraciones de ciertos peces» o de las aves, las atribuye a la busca de los lugares en que su especie residió primitivamente, esto es, y en el fondo, a obsesión de repetición. Del mismo modo, aunque en otro plano de investigaciones, D. Katz, psicólogo de la vida animal, nos dirá que «muchas de esas emigraciones son una forma de tradición que ha surgido a través de generaciones sucesivas, de manera que podían ser consideradas y descritas como actos de memoria racial». Mas, acontece que aquélla obsesión de repetición y ésta memoria racial cambian de signo al caer en la esfera explicativa propia de la biología. En efecto, el biólogo pretende reducir la periodicidad de los vuelos colectivos de las aves migradoras al ciclo de oscilaciones de la luminosidad cósmica. Trataríase, entonces, de la actualización de un reflejo opto-sexual, es decir, del influjo de la luz sobre las gónodas, operado por intermedio de la hipófisis. De esta manera, el mecanismo del instinto migrador, cuyo conocimiento escapa a la psicología especulativa, parece someterse a la explicación por reflejos neuro-endocrinos, por interacciones entre estímulos hormonales hipofisiarios y gonádicos dados en estrecha armonía con variables y rítmicas manifestaciones de luminosidad estacional.

Pero, al contrario, es ilusorio imaginar que por el mismo camino resultará fácil verificar el tránsito desde el hecho del influjo configurador de factores cósmicos hasta la proclividad caracterológica de la persona humana, tal como, por ejemplo, lo ensaya Jaensch al establecer la hipótesis según la cual la estructura psicológica «integrada» sería un efecto biológico   —220→   de adaptación a la radiación solar156. Y vano imaginarlo, además porque el intento de conocer el sustrato biológico dado en la génesis diferencial de los tipos humanos resulta ser, a su vez, especulativo, en tanto se desconozca el mecanismo propio de relaciones tales como, por ejemplo las que vinculan las micromutaciones a la susceptibilidad de los genes a los rayos cósmicos. En otros términos: mientras se ignore el orden y jerarquía de las interacciones operantes entre diversos planos del ser, debe juzgarse tan especulativo recurrir, para comprender las reacciones singulares del hombre, a una teoría de las interacciones cósmicas, como invocar la «memoria racial» para explicarse la migración de los pájaros.

Hasta ahora no hemos llegado al nivel más significativo de estas posiciones teóricas, por eso deberemos continuar nuestra exposición. Pues, aun cuando el principio comprensivo que aplicamos al conocimiento del americano, esto es, la determinación de convivencia, el sentimiento de lo humano o la dialéctica de la experiencia de lo singular, no puede ubicarse, sin artificio, en una jerarquía de principios de determinación, resulta esclarecedor oponerlo a otras doctrinas. Para su mejor inteligencia, expondremos su cabal contrafigura dada en un caso extremo de reducción de lo humano a un efecto adaptacional.

La concepción de Jaensch recién mencionada, que señala la existencia de un nexo entre integración psíquica y radiación solar podemos, con justicia, designarla como determinismo cósmico. Desenvolviendo éste hasta sus últimas consecuencias se nos aparecen perspectivas llenas de interés. Detengámonos, pues, unos instantes en este punto. En verdad, cósmico es la expresión adecuada para distinguirlo, ya que su orden específico de determinación -la luz-, tramonta toda suerte de determinaciones menores. Como, por otra parte, este psicólogo vincula el medio cósmico a la tipología humana, no creemos impropio el subordinarle, por así decir, los más diversos géneros de determinismo, comenzando desde el geográfico hasta llegar a la esfera de los condicionamientos puramente espirituales, claro está que pasando previamente por el económico y racial. En efecto, Jaensch va más allá de extremos tales como el propio de Huntington, consistente   —221→   en afirmar que la decadencia de la antigua Grecia coincidió con un cambio de clima que, habiéndose manifestado en el siglo IV a. de Cristo, permitió posteriormente el desarrollo del paludismo y, con ello, la decadencia racial y la corrupción política; y más allá, también, de extremos opuestos, como el que señala Spranger, por ejemplo, al decir que «el mundo antiguo no sucumbió ni por la economía, ni por el Estado, ni por la irreligiosidad, sino porque sus clases directoras estaban enfermas en su raíz, en su vida sexual y erótica».

La repartición geográfica de los tipos humanos, su variación de norte a sur, inclina a Jaensch a suponer la existencia de un «factor muy elemental y sencillo, que sufre, en cierta dirección, variación de norte a sur». Es decir, por encima del determinismo geográfico, del dualismo de clima y suelo, y en cuanto el norte y el sur coinciden con la distribución de sus tipos fundamentales, éstos se aparecen como vinculados a la preponderancia de determinada longitud de onda. Jaensch encadena, de este modo, la siguiente serie de hechos:

«Se puede decir, entonces, -escribe-, que -yendo de Norte a Sur, sin atravesar el Ecuador- en la mezcla de luz a la que están expuestos los ojos y organismos de todos los seres, la parte relativa de luz solar irá aumentando y la parte relativa de luz celeste irá disminuyendo. Preponderan en la luz solar rayos de onda larga; en la luz celeste, en cambio, rayos de onda corta. Fuerte susceptibilidad para lo rojo, o sea, tendencia a ver lo rojo se evidencia -según nuestras investigaciones- como una adaptación solar, pues se encuentra en única correlación con otras características somáticas que representan, inequívocamente, adaptación solar. Tendencia a ver lo verde, en cambio, se encuentra en correlación con características de plena ausencia de «adaptación solar». «Por otra parte, -agrega más adelante- existe una correlación única entre la integración psicofísica y la tendencia a ver lo rojo, evidenciada como adaptabilidad solar. Luego debe concluirse que la integración también es adaptación solar»157.

Del establecimiento de este íntimo nexo entre integración y adaptación solar, extrae la consecuencia de que los integrados se acomodan más a aquellas longitudes de onda que predominan en la luz solar, en tanto que los desintegrados acomódanse mejor a la difusa luz celeste. Así, según   —222→   Jaensch, la armonía existente entre integración y adaptación solar nos aproxima al conocimiento del sentido de la repartición geográfica de sus formas tipológicas fundamentales y, particularmente, nos explica la mayor proporción del tipo integrado existente en los lugares asoleados y cálidos. En consecuencia, la luz aparece como un factor determinante de la vivacidad y compenetración mutua de los procesos psíquicos y de los desarrollos funcionales; pues, el aumento de integración en correspondencia con la luz solar en que predominan las ondas largas, aumenta también la integración del «órgano mejor adaptado a la luz», del ojo. Para Jaensch el «aparato de la visión» trabaja «más integrado» cuando los rayos solares caen directamente sobre los objetos, lo que se verifica en el paso del Norte al Sur, por lo que no le parece inapropiado hablar de integración o desintegración de un órgano sensorial. Como vemos, las oscilaciones de estos procesos se proyectan a la totalidad del ser psicofísico del individuo.

Podríamos, por lo tanto, sin violentarlas, asignar a las peculiares determinaciones de Jaensch la jerarquía de verdaderos ecotipos cósmicos. Ecotipo, en el sentido en que R. Goldschmidt habla de «razas ecológicas», de «relaciones ecológicas», de «raza geográfica», queriendo con ello significar que ciertos caracteres subespecíficos que aparecen en algunas plantas y animales proceden de relaciones entre el tipo y el medio; es decir, constituyen variaciones o formas adaptacionales condicionadas por la geografía, el clima o la luz solar.




- IV -

Mas, llegados a este punto, debemos detenernos a contemplar la trayectoria descrita. Inmediatamente surge una objeción de carácter metódico. En efecto, la idea de Jaensch relativa a la conexión existente entre una determinada forma de reaccionar y una determinada longitud de onda, esto es, relativa al encadenamiento entre lugar y tipo humano -ya que a cada lugar se asocia una diversa longitud de onda-, esta idea, repito, puede tener por consecuencia dificultar la discriminación, la visión del objeto en su singularidad. Sobre todo, porque sucede que al establecer y expresar dichas conexiones Jaensch no se deja guiar por lo puramente metafórico, es necesario aprehender su exacto significado y asignarles un orden específico en la multiplicidad de condicionamientos que operan sobre el sujeto. Lo cual revélase aún más necesario después que se   —223→   ha afirmado que «la luz es el origen esencial de los fenómenos de coherencia que fundamentan todos los procesos vitales superiores», y, especialmente, después que Jaensch se complace en hacer notar el hecho de que la diferenciación de los tipos en integrados y desintegrados sólo se basa en el puro despliegue de factores biológicos. «Para su explicación -concluye Jaensch-, no es necesario considerar la cultura como factor diferenciante». Pero al jactarse de tal cosa no advierte que la trayectoria diferencial del medio físico de Norte a Sur, no coincide con el ritmo histórico, ni, en general, coincide la forma de reaccionar propia del integrado, su existencia histórica misma, con un tipo cuantitativamente determinable de radiación solar. El conocimiento histórico, la variabilidad del acontecer humano no nos muestran como necesaria la dependencia de un medio lumínico determinado para que se desarrolle la forma vital que caracteriza al integrado.

Este determinismo cósmico cae en aquello mismo que desea evitar; es decir, aspirando a delimitar el objeto de investigación de un modo acabado, lo ubica en una totalidad tan omnialusiva que borra sus contornos; elabórase así una suerte de panteización o participación universal del objeto en el todo que nos aleja de su individualidad, y en este caso de la singularidad del yo. Podemos aplicar aquí lo que acertadamente expresa M. Beck en su Psicología, esto es, que no resulta posible la determinación de un yo por medio de la suma de determinaciones o de propiedades del yo, por grande que sea su número. «El yo -escribe- se encuentra más allá de tales determinaciones, se encuentra más allá de todas las posibilidades de tipos. Propiamente no existen en absoluto tipos de yo, sino sólo tipos de carácter». Además, es posible imaginar o sospechar la existencia de infinitos órdenes de determinación influyendo continuamente sobre el individuo, pero que desconocemos. Mas, como de hecho no resulta legítimo establecer una identidad entre el objeto y lo determinante, sino una correspondencia o paralelismo -concebidos ambos sólo como universal influencia-, será muy limitado el saber obtenido aplicable a la comprensión social e histórica de un tipo humano merced al conocimiento de su dependencia adaptacional a una determinada longitud de onda. Con todo, siempre puede investigarse como si se conociese la incógnita, la X de la correspondencia, el paralelismo X, excepto que se piense que el conocimiento de tal correspondencia también debe formularse, a su vez, en términos de adaptación a lo cósmico... Naturalmente, sólo recurriendo   —224→   a un vano artificio discursivo pueden postularse los límites dentro de los cuales ciertas formas de visión del mundo, del conocimiento de sí mismo o de interiorización dada en el pensamiento del pensamiento, constituyen modalidades de adaptación a lo cósmico. La conversión de un factor determinante en vivencia presenta un serio problema, especialmente si se intenta comprender hasta lo irracional como ecotípico. Porque, independientemente de que se trate de lo irracional concebido como lo alógico o lo transinteligible, para mencionar sólo algunas de sus formas, surge la paradoja dada en la imposibilidad de adecuar una trayectoria exterior de índole física a una trayectoria irracional de vivencias. Expresado en una breve fórmula: ¿cómo comprender el encadenamiento de lo irracional, concebido como lo contingente, o las infinitas posibilidades de proyectarse sobre objetos, de objetivar contenidos que encierra la conciencia intencional, cómo comprender tal fenómeno como efecto de adaptación?

Y no se piense que extremamos sin motivos el alcance de las ideas y experiencias de Jaensch. En rigor, nos limitamos a extraer de ellas sus consecuencias últimas, para percibir claramente su curva de sentido. Como lo dejamos dicho, no hay en esas afirmaciones nada de metafórico. Al contrario. Analicemos, entonces, la significación de las siguientes consideraciones de este investigador, en las que hace resaltar la existencia de una curiosa analogía «entre la Tierra y un sistema psico-físico coherente con el mundo exterior -en el sentido de nuestra tipología, integrado con él- y en lo que respecta a la actividad de la luz». «El planeta que habitamos -continúa- se comportaría análogamente a los sistemas psicofísicos que se encuentran en coherencia con el mundo exterior, que están integrados con él. Justamente esta curiosa analogía con fenómenos de vida es la causa por la cual el fundamento de la teoría de la relatividad -el resultado de la experiencia de Michelson- aparezca como un cuerpo extraño en el campo de la física y que obligó a reestructurar todo el edificio físico»158.

Pensamos que dicha «curiosa analogía» no puede ser comprendida de otra manera que como tal analogía, o, en caso contrario, debe continuarse su trayectoria hasta vislumbrar sus ocultas significaciones, cosa que, según creo, Jaensch no ha hecho. Se advertirá entonces que tal planteamiento, antes va engendrando problemas que abriendo caminos. El pensamiento de la relación existente entre la teoría de la relatividad y la   —225→   psicología, tomado en el sentido de que la Tierra se encontraría ubicada en el medio cósmico de un modo semejante a como el sujeto se integra con el mundo circundante, podemos entenderlo ahondando en la siguiente serie de nexos que establece la ciencia física. El principio de la constancia de la velocidad de la luz -cuya deducción encuéntrase vinculada al resultado no previsto de los experimentos de Michelson-Morley-, al propio tiempo que ha condicionado el establecimiento de nuevas equivalencias en la conceptuación de la física, ha desatado sus particulares dualismos y creado dificultades al conocimiento de la individualidad del objeto físico. Pero también -esto es la único que nos importa mencionar, aunque muy de pasada- ha desarrollado otros criterios para la idea de la interacción operante entre un objeto y su medio, de su «coherencia»o «integración». Así, por ejemplo, para la mecánica relativista la masa determina la estructura geométrica del espacio y la gravitación es representada como una propiedad del espacio-tiempo; esto es, de acuerdo con el principio de equivalencia se llega a unir la inercia y la gravitación. Todo lo cual significa que los objetos interactúan con el mundo circundante, transformándolo. Pero esta superación del punto de vista puramente mecánico a favor del desarrollo, por ejemplo, del concepto de campo, deja siempre en pie el dualismo entre materia y campo, aunque el propio Einstein observa que la «división entre materia y campo es, desde el descubrimiento de la equivalencia entre masa y energía, algo artificial y no claramente definido». No obstante, continúa sin respuesta, la pregunta de cómo se interactúan la partícula de materia y su campo, aunque, formalmente, ya sabemos, por el hecho de que la interacción se postula como algo constitutivo de la relación masa-espacio, que el objeto aislado conviértese en albo abstracto o irreal. De suerte que la desubstancialización del objeto físico -operada en función de la pérdida de límites rígidos entre la cosa y el medio-, plantea especiales problemas a la lógica de su conocimiento y a la jerarquía propia de su orden de interrelaciones. Particularmente ello acontece cuando se intenta precisar el concepto de individuo físico. L. de Broglie llama la atención acerca del hecho de que el determinar una interacción entre varias unidades anula, en cierta modo, su individualidad. Ya en la física clásica -según de Broglie-, el concepto de energía potencial de un sistema señala la atenuación de la individualidad de las partículas, en virtud de sus recíprocas influencias, puesto que se subordina bajo la forma de energía potencial una parte de la energía   —226→   total del sistema. Ahora bien, refiriéndose a la física cuántica nos advierte que «para lograr individualizar una unidad física perteneciente a un sistema, hay que arrancar esta unidad del sistema y romper el lazo que lo une al organismo total. Se concibe, entonces, en qué sentido son complementarios los conceptos de unidad individual y de sistema, puesto que la partícula es inobservable cuando está metida en un sistema y el sistema se rompe cuando se ha identificado la partícula». Revélase, de este modo, la necesidad cognoscitiva de postular la multiplicidad o cierto pluralismo, necesidad que dimana de la lógica misma de la teoría del campo, pues cada nueva síntesis debe regular sus generalizaciones en una tentativa de discriminar el objeto en armonía con los nuevos conceptos. La determinación de un continuo indiferenciado aniquila dicha posibilidad de establecer una multiplicidad objetiva. Una vez más escuchemos a de Broglie: «La representación puramente continua de los fenómenos naturales nos conduciría, pues, a prever la desaparición de todas las individualidades, la tendencia hacia un estado homogéneo en que la energía evolucionaría hacia formas cada vez más sutiles».

Vemos, pues, de esta forma, que la «curiosa analogía» señalada por Jaensch -relativa a la coherencia de orden cósmico propia de nuestro planeta, concebida como semejante al proceso de integración del individuo humano con su medio-, tropieza con serias dificultades de índole cognoscitiva. En el fondo, su determinismo cósmico revela impotencia para concebir el valor o sentido de lo singular en el hombre. Por otra parte, la representación de la idea de campo, con su peculiar problemática, pone de manifiesto el hecho paradójico de que la física puede servir de ejemplo a otras ciencias por la audacia de sus conceptuaciones, no coartada a pesar de la naturaleza de su objeto159. En consecuencia, la psicología   —227→   -la tipología humana, en este caso-, debería esforzarse por comprender el objeto en sí mismo, antes de limitarse a asignar a las formas fundamentales de la personalidad un lugar en la jerarquía de las funciones adaptacionales. Y surge aquí una grave alternativa: o la psicología «ontologiza» la conciencia misma de lo universal que posee el hombre, su misma trayectoria irracional de vivencias, con lo que convierte la realidad toda en ininteligible, precipitándose en la mística y lo irracional, o bien escinde claramente la experiencia de lo íntimo, la cosmovisión, de la diversidad de su trama de condiciones. En un sentido más restringido, la consideración precedente encuéntrase también expresada en estas palabras de Félix Krueger: «Psicológicamente es menester separar bien el contenido de la vivencia -sus características aparentes, sus ya encontrados elementos constitutivos y también sus «uniformidades» de contenido- de sus supuestas condiciones, sean de naturaleza anímica o corpórea»160.

Cada nueva síntesis científica, lo he dicho antes, elabora con una lógica a ella coordinada, la peculiar modalidad de discriminar el objeto propio de su esfera de investigación, por encima de cualquiera continuidad indiferenciada, no susceptible de producir el conocimiento científico161. Recordemos, por último, que E. Meyerson está en lo cierto cuando   —228→   en su obra La déduction relativiste señala el hecho de que el personaje de la novela y la tragedia, tanto como el personaje histórico poseen, junto a su inteligibilidad, un carácter no deducible, extralógico, ininteligible, que es justamente lo que los torna vivientes y significativos. Y es aquí donde -según Meyerson- la esencia íntima de lo real coincide con lo individual162.

Otra cosa ocurre, en cambio, si atendemos al proceso de interiorización de un fenómeno natural y, en el caso que nos ocupa, a la variedad de experiencias de lo luminoso. En una breve fórmula lo expresa Spranger al referirse a loa nexos existentes entre lo natural y el espíritu objetivo, cuando dice que en la medida en que las condiciones naturales se animan de un sentido, subordínanse al espíritu objetivado. El grado de interiorización de lo natural depende, entonces, de la capacidad cultural propia de la colectividad arraigada en un contorno material determinado. Así, por ejemplo, el contraste entre la luz y las tinieblas constituía en la Edad Media -como lo ha mostrado Huizinga- una fuerte incitación a la vida. Y en tal coyuntura, llama la atención este historiador sobre el hecho de que en la ciudad moderna se desconoce la oscuridad profunda, el efecto de una antorcha en medio de las tinieblas, lo cual en aquella época condicionaba toda una peculiar armonía de contrastes físicos de color y de sombra, de ruido y silencio. A diferencia de ello, la técnica moderna desvanece tales contrastes, ya que la luz y el color todo lo penetran, alterando, en cierto modo, hasta los ritmos vegetativos de sueño y vigilia y rompiendo, particularmente, la primitiva continuidad existente entre el reposo de la ciudad y la noche cósmica. Acontece ahora que cada ciudad crea su individualidad lumínica, crea su noche, convirtiendo a la noche física, merced a la profusión de luz, en algo casi fantástico, confinándola en lo inexistente163.

En la preferencia colectiva por un determinado color, y en cuanto la inclinación estética a un colorido singular constituye también una especial experiencia de lo luminoso, encontramos otro ejemplo de interiorización de lo natural. Sabido es que el indígena de América confiere especiales   —229→   cualidades y virtudes al color rojo. Es notoria, igualmente, la frecuencia con que la mujer brasileña emplea dicho color en su vestuario, señaladamente en el noreste y en la región amazónica; y no sólo en el vestido de la mujer manifiéstase tal propensión, sino que ella se revela, además, en la pintura empleada en el exterior de las casas y en su decoración interior. No creo que esta afinidad por lo rojo oculte alguna relación con la tendencia a ver lo rojo propia de los «integrados», ni que constituya, como piensa Jaensch, una «adaptación solar». Lejos de ello Gilberto Freyre y otros investigadores opinan que dicha preferencia delata la actualización, una supervivencia de origen amerindio164. Enlázanse aquí, por tal origen, lo estético y el simbolismo totémico, lo cual significa que lo rojo es mágicamente representado, ya que se le atribuye el poder de conjurar las fuerzas maléficas. A todo esto se agrega, por otra parte, el influjo tradicional de la mística del rojo característica de los portugueses. Digamos, finalmente, que en unos y en otros, esta proclividad obedece a motivos de índole erótica. Pero, cualquiera que sea el origen de la mística del rojo, no sé qué conexión verosímil pueda establecerse entre la tendencia americana a emplear preferentemente el rojo y la preponderancia de las ondas largas en la radiación solar de ciertos lugares... Lo histórico e irracional condiciona siempre una desviación y -expresándolo con una imagen tomada de la física-, una curvatura de todo lineal determinismo o efecto adaptacional.

En correspondencia con ello, añadamos que parece poder demostrarse, en las distintas épocas, la existencia de un predominio tanto de la forma, como del color en general, particularmente por lo que se refiere a los estilos artísticos. Dicho predominio encontraríase vinculado, a su vez, a la primacía de un determinado tipo vivencial en los pueblos, dado como disposición psíquica dependiente da la proporción en que alternan los rasgos introversivos y extratensivos. Además, esos mismos pueblos puedes reaccionar de diversa manera en sucesivos periodos históricos tendiendo, así, de lo colórico y cinestético a lo formal o de las tendencias extratensivas a las introversivas. «Los que dominan y reprimen sus emociones -escribe Hermann Rorschachl-, particularmente los tipos coartados,   —230→   evitan y rechazan los colores, como lo denuncia en máxima expresión el arte inglés. Los pueblos fuertemente introversivos tienen predilección por las luces y sombras, y al aumentar la proporción de los factores extratensivos en el tipo vivencial, crece también el goce de los colores, como lo ilustran los pueblos mediterráneos de Europa»165. Rorschach cree que la comparación entre la época de Goethe y la nuestra, señalaría en aquélla la proclividad a lo introversivo, al equilibrio emocional y a lo formal, y en ésta, en cambio, la tendencia extratensiva, colorística, melódica, concreta, y, en fin, inestable en lo emocional.




- V -

Por eso, permaneciendo ocultos o siendo incognoscibles los modos de acción recíproca que se establecen entre las entidades últimas de lo físico, lo biológico y lo psíquico, nos limitamos a investigar las formas de interiorización espiritual del trauma de lo cósmico-geográfico. Para ello hemos tratado de describir las manifestaciones diferenciales de dicho contacto originario; originario, en razón de que el descubrimiento de América confirió al paisaje, al sentimiento de la naturaleza, cierta simultaneidad histórica, cierto irracional influjo de lo visto por primera vez. En fin, un tono, un aliento primigenios animaba y anima aún la visión del contorno objetivo.

Willy Hellpach166, al estudiar las relaciones del hombre con el medio natural, distingue cautamente entre impresión e influjo, insinuando hasta la existencia de cierto antagonismo dado entre dichas modalidades de experimentar lo natural. Pues, sucede, en efecto, que la impresión de lo bello, por ejemplo, puede arrebatarnos, al propio tiempo que la fuerza de los influjos puede llegar a ser aniquiladora. Y señala, por este camino, toda una serie de problemas que hasta ahora permanecen sin solución. Así, se pregunta: «¿Cómo ocurre que tengan para nosotros algo frío, paralizador, precisamente aquellas clases de luz, como la azul o la verde, que contienen una proporción mucho mayor de rayos químicos que la amarilla y la roja, que son, químicamente, indiferentes y, sin embargo, actúan como excitantes psíquicos?». Del mismo modo, nos recuerda que se ignora cómo actúa el tiempo climático sobre las hormonas, esto es, si directamente   —231→   o por intermedio del sistema vegetativo, o nos advierte, también, que se desconoce la acción eléctrica del aire sobre el organismo.

Frente al hecho de que en condiciones geográficas diversas se erigen estructuras sociales semejantes y, por el contrario, siendo evidente que dado el mismo fundamento geográfico obsérvase como se desarrollan diversas morfologías sociales, dice justamente Hegel que «no obstante la dulzura del cielo jónico no han vuelto a producirse Homeros». De ahí que la típica pregunta ritual que formula el antropogeógrafo antes de iniciar su entrada en materia: «¿Qué influencia puede ejercer un país de tal suerte configurado sobre los pueblos que en él habitan» (F. Ratzel)167, debe ser sustituida por la pregunta, más susceptible de obtener respuesta, relativa a las relaciones existentes entre las formas de lo íntimo y la unión del hombre con su mundo. Naturalmente, esta última manera de problematizar la relación hombre-tierra está animada por la posibilidad de que el individuo ejerza una acción creadora sobre sí mismo. Y, aunque Hegel reconoce, al estudiar los fundamentos geográficos de la historia universal, que la influencia de climas extremos, tales como los propios de las zonas cálida y fría, impide que se desarrollen «pueblos importantes en la historia universal», piensa que el hombre debe liberarse de la conexión inmediata con la naturaleza. Sólo cuando la naturaleza, por la violencia de los elementos, «no se ofrece al hombre como medio» está inhibida la posibilidad de desarrollo de una alta cultura espiritual. Pero, lo importante es que Hegel destaca la necesidad de superar la inmediatez en la relación con la naturaleza, propia de la conexión natural primigenia: «Por cuanto el hombre es primero un ser sensible, es indispensable que en la conexión sensible con la naturaleza pueda adquirir la libertad, por reflexión sobre sí mismo. Mas, cuando la naturaleza es demasiado poderosa, esta liberación es difícil».

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Debe rechazarse, también, aquella mecánica interpretativa consistente en establecer correlaciones significativas entre la imagen del paisaje o de la forma geográfica -ya se trate del elemento natural altiplanicie, llano, mar, litoral o montaña-, y las formas del carácter. En tal situación hermenéutica, verifícase siempre una transformación intuitiva de la vivencia del paisaje en conducta humana personal o colectiva; sin embargo, está culto el eslabón motivador que haría comprensible cómo, por ejemplo, resulta ser más vivaz la fantasía de los pueblos que viven en la montaña que la propia de los pueblos que habitan el llano168. Hegel nos dirá, por su parte, que los nómades de la altiplanicie «tienen un carácter dulce y suave; pero constituyen el principio flotante, vacilante». O bien, acontece que «estos hombres son imprevisores», en cambio, el espíritu del hombre del valle, viviendo en suelo fértil «produce por sí mismo el tránsito a la agricultura, de la cual surge inmediatamente la inteligencia y la previsión». En fin, el mar será el elemento que «alienta el valor» y que por su indeterminación nos dará la representación de lo ilimitado e infinito, «y al sentirse el hombre en esta infinitud», se animará a «trascender de lo limitado». Vemos, pues, que se desarrolla toda una mecánica psicológica cuya técnica limítase a trocar la vivencia estética de lo espacial y formal en cualidad de carácter, para lo cual se recurre a un ingenuo transformismo pragmático, en el que lo dimensional o puramente colórico y cuantitativo conviértese en forma de reaccionar, la cualidad telúrica en dirección anímica, el horizonte infinito en voluntad de infinito. Claro está que en todos estos casos se ha olvidado lo más importante, esto es, que la cualidad telúrica singular representa, en verdad, una manifestación secundaria, pues lo primigenio reside en el modo de interiorización del paisaje que la hace posible como tal cualidad y que le presta la apariencia de realidad configuradora primera169.

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Este mecanicismo descúbrenos su falacia, no sólo al advertir el hecho de que el hombre mismo constituye una parte integrante del medio natural que ejercita influjos peculiares, sino al recordar que también influye, a su vez, sobre la naturaleza, y ello en el sentido que ya Buffon afirmaba que el poder de aquél se une al de ésta, manifestándose en su continua interacción. Por eso, frente a la indeterminación de la idea de medio natural, al verificar la pura referencia a la actuación del factor humano -concebido más allá de todo personalismo utilitarista-, lejos de excluir el factor geográfico se delimita su esfera de influjos, aunque ello acontezca por vía negativa.

Quien intente penetrar realmente en lo hondo de la psicología de un pueblo, se verá en la necesidad, muy pronto, de abandonar sus principios, si ellos son los que afirman la primacía configuradora de las influencias telúricas, siempre que desee conservar cierta, espontaneidad hermenéutica compatible con el objeto de que se trata. Tal le sucede a escritores como E. Boutmy que, comenzando por afirmar que «entre las causas que moldean un pueblo, las fuerzas naturales son las que tienen más peso y eficacia», concluye por decir que «el grado de sociabilidad de una raza, su mayor o menor necesidad de comunicarse con sus semejantes, de reunirse con ellos, de cambiar ideas o de polemizar, de disfrutar su simpatía y testimoniarle la propia, deciden en parte de su destino»170. Explícase así que Boutmy se debata entre dos extremos al investigar la psicología del inglés: el medio físico y la sociabilidad como «medio». En este oscilar llega hasta advertirnos que las virtudes propias del inglés han terminado por independizarse de «las razones que las habían suscitado». No obstante, elabora toda una psicología geográfica analizando, para ello, las formas de la sensación, la percepción, la imaginación, la voluntad, la abstracción, en función de la bruma que envuelve al paisaje natural. Escribe, en consecuencia, que «el mecanismo de la percepción es distinto en los ingleses; las imágenes son turbias y raras. Son turbias,   —234→   vale decir que sus límites se borran en la bruma y no se sabe bien dónde termina una, o dónde comienza la otra; son raras, lo cual significa que, en la unidad del tiempo, no se producen más que en pequeño número»171. Por el contrario, dice, por ejemplo, que la luminosidad del paisaje griego espiritualizaba sus sensaciones, las que adquirían una extraordinaria sutileza172, en tanto que «en Inglaterra, la sensibilidad es menos despierta y menos pronta a la respuesta».

Para E. Boutmy, la continuidad íntima del inglés, la tensión de la voluntad, constituye el más hondo de los goces de «esta raza rechazada por la Naturaleza, exterior y privada de su expansión». Con todo, no consigue mostrarnos de una manera viva cómo se transforma, por qué alquimia geopsíquica, una forma geográfica insular determina la glorificación de la voluntad, a lo que, el inglés habría llegado por la ausencia de una luminosidad que espiritualice y embellezca la visión del mundo exterior. Cuando E. Boutmy afirma que la naturaleza no ofrece en Inglaterra las características que pueden favorecer el nacimiento de una gran pintura, o bien cuando dice que el «retorno a la naturaleza», como designio del arte, no puede constituir más que una fórmula abstracta, deja aflorar de modo inequívoco la confusa limitación de sus principios173. En efecto, el hecho de que el inglés vea «la naturaleza siempre a través de una neblina o una bruma», no revela necesariamente la inexistencia de un poderoso sentimiento de la vida cósmica, ni la experiencia de lo natural es una actitud humana puramente esteticista, como podría pensarse siguiendo a Boutmy.

El muerto mecanismo de tales conatos explicativos revélase, particularmente, cuando descubrimos en ellos cierta indeterminación o reversibilidad significativa. Así, por ejemplo, lo que Boutmy imagina como el acicate configurador de la «voluntad» del inglés -«promesa de un enérgico desarrollo si persevera en su esfuerzo, amenaza de un aniquilamiento inevitable si lo interrumpe»174-igualmente se ha destacado como la   —235→   condición que hizo posible otras sociedades en situaciones objetivas diversas, verbigracia a la cultura y la psicología mayas...175. Además, la valoración de la voluntad, la soledad del inglés, su continuidad íntima, pueden comprenderse por sí mismas, en sus rasgos singulares, antes que por considerar que las impresiones exteriores que lo integraron a su mundo «han sido deficientes»; sólo ello permitirá distinguir «el ser solitario que está en el fondo de cada inglés» (Boutmy) de formas similares -o diferentes-, de aislamiento subjetivo, especialmente si tal cosa se investiga siguiendo las peculiaridades del sentimiento de lo humano. Es así como el propio Boutmy parece reparar que las virtudes en cierto modo se originan en sí mismas, por lo que piensa que el autodominio combate interiormente al aniquilamiento, favorecido por la tendencia a la soledad, y opina, por ejemplo, que «la raza será religiosa, precisamente porque siendo ya de naturaleza brutal y violenta, necesita más que cualquiera otra de disciplina». Pero esta autorregulación de las estructuras psíquicas,   —236→   -verbigracia de las correlaciones existentes entre la soledad y el autodominio en el inglés, surge de una valoración primaria, de una actitud original frente al mundo, de una peculiar interiorización espiritual del paisaje, y de ningún modo por la virtud de indeterminables influencias geopsíquicas. Podríamos concluir con L. Febvre que el concepto de aislamiento, aplicado con frecuencia a los ingleses, es para el antropogeógrafo un concepto muy complejo y no «natural», porque el aislamiento es un hecho humano y no un hecho geográfico176. Por otra parte, la soledad, el aislamiento, en fin, la peculiar forma de sociabilidad propia del inglés, nos advierten que el recogimiento en lo íntimo no constituye ni un efecto del enrarecimiento de la población, ni un producto de su densidad demográfica, tan alta en ese país. Y es aquí donde debemos recordar la creencia tan superficial como extendida, según la cual la escasa densidad social de los países americanos haría comprensible la propensión de sus habitantes al ensimismamiento, sus particulares formas de convivencia, su carácter nacional. De ahí que, la morfología social no llega muy lejos en la determinación de esta esfera de hechos, sobre todo cuando se limita a establecer una relación cuantitativa entre la densidad de la población, por un lado, y la facilidad y espontaneidad de las comunicaciones interhumanas, por otro. Sólo el cabal desconocimiento de las motivaciones últimas, ordenadoras de los contactos interindividuales, puede llevar a decir a M. Halbwachs, entre otros, que «la relación entre los hombres, cuando es estrecha, indica, una sociedad densa...»177 La soledad en la convivencia señala una particular experiencia de lo humano, antes que un efecto cuantitativo de densidad de población.




- VI -

Con todo, acaso se pensará que hemos abandonado el estudio del problema psíquico de la inestabilidad íntima del americano, para iniciar una controversia con quienes sustentan el determinismo geográfico. Mas, ciertamente,   —237→   ni se trata de polemizar con el determinismo geográfico ni con el determinismo de las interferencias o ambivalencias psico-raciales que, como veremos, a menudo desarróllase asociado con el primero. Pero, dado que al ensayar variaciones interpretativas sobre el tema del hombre americano se nos descubre un hábito, la existencia de un verdadero automatismo hermenéutico consistente en representarse el origen de la fuerza configuradora de algunos rasgos de la psicología del americano, tan pronto en la naturaleza concebida como paisaje o en el paisaje mismo concebido como naturaleza no debíamos, pues, continuar esta investigación sin antes esforzarnos por fijar el orden y límite, hasta donde ello resulta posible, de las influencias ejercidas por el medio natural del hombre. Además, a tal cosa nos encontrábamos obligados, si tenemos presente que nuestro designio tiende a poner de relieve la relación existente entre la experiencia de lo íntimo y la cosmovisión, por una parte, y entre dicha unidad de vivencia y la experiencia del prójimo por otra, considerando a ésta como motivación última de los actos personales. Es decir, era necesario indagar cómo se interactúan el sentimiento de lo humano y las diversas influencias provenientes de lo geográfico y regional, que se expresan finalmente en modos peculiares de interiorizar lo natural, al ser proyectada en el paisaje una primaria intuición de lo cósmico. En otros términos: proceso de interiorización, entendido como presentimiento de la infinitud de lo universal en la infinitud de lo íntimo, cósmica también, en el sentido que Heráclito decía: «No encontrarás los límites del alma viajando en ninguna dirección, tan profunda es su medida». Sólo que, en este estudio, la doble experiencia de lo infinito, inherente al proceso que interioriza el objeto, dada como oposición y síntesis dialéctica de lo infinito intuido en el universo y percibido en lo íntimo, se hace derivar de la singular experiencia de lo humano propia del americano.

Constituye un cabal ejemplo de la mencionada concepción del paisaje como fuerza casi sobrenatural, su identificación con la naturaleza, lo que se revela en el hecho de aislar cualidades específicas que actúan configurando hombre y paisaje. Así, se habla de la fuerza de la sabana, o de la selva como «tonalidad y símbolo de la naturaleza humana brasileña». La pampa se describe, asimismo, como trascendiendo sus formas materiales, por lo que, aún siendo llanura, no parece percibirse como pura forma terrestre, sino como «una cualidad, que, al revés que otras, no está dentro de ella misma, ni reviste una forma, sino que abraza las formas... Una   —238→   cualidad más grande que su objeto» (W. Frank)178. Y como expresión de lo que podríamos denominar el ambivalismo psico-racial, tenemos la tendencia a desarrollar cierta alquimia genética, lo que llevará a quienes la sustentan a distinguir, por ejemplo, entre lo mágico y lo científico en la conducta del mexicano, como supervivencia de lo indígena, por un lado, e influjo de lo hispánico y occidental, por otro. No objetamos, por cierto, la idea de supervivencia, en sí misma, sino su estilización, el barroquismo hermenéutico de lo oculto, el virtuosismo de lo latente. Como ya lo dijimos, el determinismo de las supervivencias ambivalentes en algunos casos aparece unido con el determinismo geográfico, de tal modo que Jorge Carrión puede escribir: «Esta ambivalencia del mexicano -del indio, del mestizo, del criollo- encuentra clima y paisaje adecuado a lo ancho de nuestro territorio. Lo encuentra en los alucinantes desiertos del Norte o en las selvas densas y misteriosas de Veracruz y Tabasco; en los fecundos campos del Bajío o en la transparente atmósfera de la altiplanicie, donde los detalles adquieren proporciones de monumentalidad; en los insondables mares del Pacífico o en las verdes aguas del Golfo; por dondequiera que el mexicano vuelve sus ojos se acrecienta su asombro ante la naturaleza y parejamente crece su deseo de dominarla. Se dilata así su sentido mágico y se estimula también su afán técnico y científico. Los ríos de México parecen obedecer a fuerzas mágicas. No saben del sosiego, ni cuando son caudalosos, de la mansedumbre. Se precipitan indómitos, inatajables, o corren raquíticos en anchos y desproporcionados lechos; inundan y devastan impetuosos los pueblos y las cosechas de los hombres o se niegan, tercos, a regar los campos sembrados. Y así las lluvias; y así los vientos y así también las entrañas de nuestras tierras, unas veces munificientes en minerales y otras yermas y miserables»179.

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En todo caso, tiéndese a destacar lo pasivo en las relaciones del hombre con el fenómeno natural y, más raramente, el factor activo de la interiorización de la imagen de lo cósmico, consistente en concebir el paisaje natural sólo como apariencia o reflejo, como representación humana, por ende. Llegados a este punto, es necesario distinguir claramente las influencias de índole psicosomática operadas por los fenómenos físicos, meteóricos, subterráneos o geográficos, de su conversión en forma íntima, en conducta humana. Del terremoto, por ejemplo, se ha dicho que influyó en la psicología del chileno, diferenciándolo, en cierto modo, en su moral y religiosidad de otros pueblos americanos, tal como pensaba Benjamín Vicuña Mackenna180. Mas, ello no ha acontecido en virtud de la presencia del temblor como fenómeno físico, sino a favor de cierta latente, consciente o inconsciente expectación de la muerte. Tal infusa espera, puede, sin duda, penetrar, matizándola de un modo peculiar, toda la trama psíquica de las expectaciones; pero, aun siendo así, la idea de la muerte no constituirá, el dato último, ni la religiosidad, el autodominio o la falta del mismo, sino que la concepción de la vida será lo que verdaderamente anime el complejo psíquico que aureola la subitaneidad del terremoto y su muerte. Es decir, la esfera de las influencias puramente psicosomáticas del fenómeno físico se desplaza, subordinándose a una totalidad espiritual más amplia.




- VII -

En este sentido, el antropólogo cubano Fernando Ortiz ha realizado una valiosa investigación relativa a las influencias ejercidas por ciertos fenómenos meteóricos en la concepción del universo de los pueblos americanos, y en particular sobre algunas simbolizaciones iconográficas, artísticas y mitológicas. En el prólogo de su obra El Huracán, declara que es posible revisar la interpretación de simbolismos propios de varias culturas   —240→   «y su reinterpretación con un nuevo criterio más comprensivo y sistemático y de aplicación universal, no basado en presuposiciones difusionistas y creacionistas, sino en procesos simples del pensamiento humano, como fáciles y lógicas respuestas a estímulos ambientales y particularmente a los meteóricos y cósmicos»181.

Investigando de este modo el simbolismo de ciertos iconos indo-cubanos, cuyo sentido Fernando Ortiz vincula a la divinización del huracán, y sin prescindir para ello de las formas físicas de su aparición meteórica, lo describe como un personaje, atendiendo a su falta de periodicidad y a lo anárquico y vario de su manifestarse: «El ciclón es, pues, un personaje errátil; aparece de improviso, ora sopla con furiosas ráfagas, ora con aliento suave de paz y de consuelo, y a marcha aprisa o se remansa perezoso, se va de una vez o retorna inesperadamente con alevosía. Esa dinamia tornadiza y caprichosa le da a cada huracán cierta individualidad. Dentro de leyes naturales, que antaño no se conocían, el huracán en apariencia goza de autodeterminación, imprevisible e inexplicable. El huracán es versátil, tiene «personalidad», parece humano»182. Pero lo importante es que la posibilidad de llegar a personificar lo ciclónico, Ortiz la vincula a una primaria interiorización simbólica de lo rotatorio. Es decir, el origen del simbolismo americano de lo espiroideo se encontraría en la visión del remolino aéreo, de la tromba, constituyendo la espiral el emblema del viento. En consecuencia, la representación primitiva de la vida se habría realizado por medio de imágenes alusivas a energías de efecto rotatorio. «El viento -escribe- el remolino y la tromba, la espiral, o la sigmoide, la culebra o serpiente...; he aquí el proceso analógico del simbolismo que estudiamos. Sobre todo, la Serpiente Emplumada, estilizada por su más simple esquema sigmoideo, bicéfalo, polícromo y plumífero, podría ser un símbolo genuino de Pan-América, expresivo a la vez de su geografía, de su troncalidad étnica, de su historia y de su dinamismo social»183. Claro está que no se trata, en este caso, sólo de establecer correlaciones entre unas formas de expresión religiosa y su equivalencia estilizada en las creaciones artísticas, en lo que acaso podría pensarse puesto que, por ejemplo, el arte de los mayas está penetrado por el motivo religioso de la Serpiente Emplumada. Lejos de ello. La curva espiral, concebida como la esencia de lo rotatorio y cósmico, ya aparezca en sus variantes de   —241→   sigma -«embrionaria espiral doble»-, o de lemniscata -«simétrica y conjugada duplicación de la sigma»-, llega un instante en que trasciende su mero ser representación simbólica de algo y, más allá del motivo religioso o estético, aparece como lo creador mismo. Entonces, lo espiroideo puede llegar a representar tanto lo infinito matemático, como la feminidad, la mecánica de lo erótico tanto como, en fin, la fecundidad en la «danza del huracán». La espiral como curva lemniscata «evoca la idea de un infinito lleno y activo, vivo; contrastando en el círculo, que antes, entre los egipcios, fue también emblema del infinito y hoy lo es del cero, un infinito negativo, como el del caos precósmico de las antiguas teogonías»184. Y el horizonte de conexiones originado en la visión del vórtice, de lo rotatorio, se extiende aún más. En efecto, Ortiz nos dice «cómo fueron en un complejo simbolismo relacionados los vientos, las lluvias, los rayos, las serpientes, los caracoles y otros animales, las orejas, los ombligos, las estrellas y la fecundación, y todo derivado del fenómeno primario que fue el remolino de agua y de viento, simbolizado por la espiral»185.

Estas fases descriptivas del proceso de interiorización simbólica del torbellino, del remolino, que parecen convertir lo rotatorio en el origen mismo de toda fuerza vital, llevan a Fernando Ortiz a crear, por decirlo así, el personaje huracán, superando el pensamiento de una pasiva adecuación del hombre a lo climático y geográfico. Sin embargo, deberíamos perseguir aun el simbolismo de lo espiroideo, tan generalizado en las culturas precolombianas, hasta dar con su significación dialéctica, esto es, hasta comprender el hecho de que lo espiral, como fenómeno cósmico, no pudo llegar a erigirse en símbolo de lo originario por la mera influencia de la repetida visión del meteoro huracán. En este punto es donde también debe encontrarse la significación de estos hechos para la antropología social, que, más allá del misterio del sentido de ciertos iconos indocubanos, el propio Ortiz insinúa. Pero, por sobre todo, aquí tocamos el límite donde se torna imperioso conocer el tránsito, temporalmente indescriptible, que desde la contemplación del fenómeno alcanza lo simbólico, pasando a través del proceso de interiorización.

Para alcanzar tal conocimiento, previamente sería necesario fijar los lineamentos de una fenomenología de lo simbólico. Cassirer afirma que debe definirse al hombre como un animal simbólico y no como un animal racional. Para ello tiene presente el que frente al equilibrio existente entre   —242→   el sistema receptor y el efector, equilibrio propio de la vida animal, el hombre interpone entre dichos sistemas el símbolo, lo cual constituye un cambio cualitativo en la vida humana, en contraste con la puramente animal. De este modo, el hombre vive en dos mundos: el universo físico y el universo simbólico, estando formado este último por el lenguaje, el arte, el mito, la religión. Sin embargo, Cassirer no distingue claramente las diversas formas de lo simbólico, o bien, sus distingos se encuentran todos orientados en la dirección de lo simbólico abstracto, del simbolismo lógico o algebraico. Ocurre así que la lectura de su Antropología filosófica, nos deja la impresión de que cae en lo mismo que censura: en la confusión de la parte con el todo, lo que según él, particularmente se manifestaría en la identificación del lenguaje con la razón. Y ello le acontece aun cuando distinga entre el «lenguaje proposicional» y el «lenguaje emotivo», esto es, entre el que posee referencia objetiva o sentido, que es el propio del hombre, y el puramente afectivo-subjetivo, propio del animal; le sucede a pesar de que diferencie entre signo y símbolo. Finalmente, aunque Cassirer vincula la «memoria simbólica» a lo autobiográfico, llegando a atribuir un sentido simbólico a la conversión de San Agustín narrada en Las Confesiones y, a pesar de que, por otra parte, afirme, al analizar el conocimiento científico, que «el simbolismo del número es de un tipo lógico totalmente diferente del simbolismo del lenguaje», con todo, se le escapa el hecho de la interiorización de lo simbólico. Es decir -y aquí sólo podemos dejarlo insinuado-, no es posible llegar a comprender plenamente el fenómeno de lo simbólico al considerarlo como forma primaria, ya que, en verdad su manifestarse sigue a una previa «ontologización», por decirlo así, de la experiencia de lo infinito, dada como plenitud de lo íntimo y como intuición del cosmos.

Por eso, cuando Cassirer dice que el universo simbólico permite al hombre tanto el acceso al mundo ideal como universalizar sus vivencias, siempre cae en la concepción lógico-pragmática de lo simbólico. La armonía establecida por Heráclito, la comunidad entre el curso de lo íntimo y el Logos, concebido éste como fuente primera de la existencia universal, resulta, como vivencia y como conocimiento, anterior a cualquier simbolismo, y supone, al propio tiempo, una particular experiencia de lo cósmico y de todo lo humano, un específico anhelo de unificación con el mundo. Cuando se ha llegado al extremo de afirmar que el hombre es un animal simbólico, no parece infundado el exigir que en tal concepción tengan cabida o encuentren explicación algunas experiencias humanas primordiales.   —243→   Así, pues, bien podríamos preguntar por el sentido simbólico de la, sentencia de Heráclito «me he buscado a mí mismo». Tal fragmento ha sido interpretado, por ejemplo, como la estela del viraje de la filosofía griega hacia el conocimiento del hombre (Jaeger). En todo caso, nos parece que el significado de su dirección de interiorización escapa a lo simbológico en el sentido de Cassirer. Es decir, los procesos históricos que marcan un desplazamiento de lo íntimo en el hombre no pueden comprenderse cabalmente en función del simbolismo de lo expresivo -tomado en el sentido estrecho aquí criticado-, ya que una primaria interiorización es lo que norma y anima la simbología cultural.

Ahora bien; si nos hemos permitido simultanear la trama de nexos que aflora al considerar la importancia que poseen ciertos fenómenos meteóricos, tomados desde su manifestación y orden de influencias puramente climáticos hasta alcanzar su conversión en símbolo, a tal cosa nos guió una intención particular. Es ella la de destacar la necesidad de integrar, por método, en una jerarquía de las influencias, si fuera posible, diversos condicionamientos, comenzando por las diferentes cualidades telúricas para alcanzar, finalmente, hasta los distintos grados de interiorización y los modos propios de los influjos interpersonales. Resulta muy significativo que un antropólogo como Franz Boas Sortee los diversos «determinismos» con la cautela de quien camina a oscuras por un sendero desconocido. Así, por ejemplo, puede decirnos, al tratar de la inestabilidad de los tipos humanos, que el índice cefálico, que la forma de la cabeza «de los descendientes nacidos en América difiere de la de sus padres»186, pero tal observación no lo llevará a exagerar la importancia del medio físico en la configuración de las sociedades humanas. Al contrario, piensa que las «condiciones geográficas tienen tan sólo el poder de modificar la cultura». Más aún, formula la primacía de lo cultural de una manera precisa: «El ambiente siempre opera sobre una cultura preexistente, no sobre un grupo hipotético sin cultura». Y Boas insiste en la irreductibilidad de las condiciones culturales a meros efectos del ambiente. Ni siquiera acepta la hipótesis de una primitiva configuración de la cultura por medio de influencias geográficas, las que posteriormente dejarían de ser determinantes   —244→   frente a la autonomía final de lo cultural. Lejos de ello, nos recuerda que resulta peregrino explicarse la vida mental por la influencia del ambiente, dado que éste mismo puede explicarse, más bien, por la acción del hombre sobre la naturaleza, lo que se manifiesta en las variaciones que éste ha operado en el paisaje natural y en la fauna que lo puebla187. También objeta al determinismo económico en el sentido de que, si bien la vida cultural está económicamente condicionada, la economía, a su vez, se encuentra culturalmente determinada. Y para claridad de nuestros designios teóricos es muy importante la siguiente confesión de Boas: «Nos resulta muy fácil nombrar un número de factores exteriores que influyen sobre el cuerpo y la mente, clima, nutrición, ocupación, pero tan pronto como entramos en la consideración de los factores sociales y condiciones mentales, somos incapaces de determinar de un modo preciso cuál es la causa y cuál el efecto». Pero, como siempre, debemos verificar una vez más la falta de referencia al sentimiento de lo humano, concebido como fuerza configuradora originaria. Además, este mismo vacío impide reconocer la significación antropológica de la dialéctica de las identificaciones humanas, y su influjo en la vida cultural, ya se trate de voluntad de unificarse con la naturaleza, el tótem, la sociedad o con el hombre como prójimo.



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- VIII -

Por igual motivo, reina la confusión en cuanto se oponen las ideas de paisaje natural y paisaje cultural. Pues, según que se parta para hacer tal distingo de la geografía, como sucede en el caso de Schmieder y Carl O. Sauer, o de lo histórico-cultural y estético, como en el caso de Gumbel y A. Sauer, por ejemplo, resultan diversos los órdenes de interacción que se ponen en juego. Si al establecer dichos opuestos obedécese a una inspiración antropogeográfica, la existencia de un paisaje culturalizado dependerá de que la cualidad telúrica o fitogeográfica pueda ser o no considerada como prístina. En cambio, si tal polaridad sigue una inspiración proveniente de las ciencias del espíritu, lo cultural del paisaje fincará en la realidad de su humana interiorización, en la expresión de su «alma» que desde lo geológico, a través de la sangre, de la comunidad, parece alcanzar hasta la intuición religiosa, como una misteriosa armonía de ambiente físico y espíritu. Ocurre así que por la interferencia, no siempre advertida, de estas posibilidades de interacción, de vínculo entre el individuo y la naturaleza, consistentes en un desviar el curso de lo natural, o en un continuarlo el hombre espiritualmente dentro de sí, no siempre se ve claro cómo influye éste en el contorno físico. A lo que se agrega que, desconociendo las motivaciones últimas que lo inducen a influir en el medio exterior, tampoco le será posible configurar el mundo circundante de una manera creadora, «natural».

Lewis Mumford, bien que sólo en leve insinuación, se ha referido a las relaciones existentes entre la esfera de la convivencia, la configuración de las ciudades y la acción del hombre sobre la naturaleza, destacando el íntimo empobrecimiento que en el norteamericano revela dicha acción. Para Mumford la ciudad «constituye un hecho de la naturaleza, lo mismo que una cueva o un hormiguero»188; no obstante reconoce su entraña histórica, lo que le lleva a señalar, por ejemplo, el sentido de comunidad que animaba las ciudades en la Edad Media merced a su vida corporativa, a diferencia de la escisión social que determina la preponderancia de lo económico en la ciudad moderna. Nos habla, entonces, del «sentido de soledad que obsesiona al individuo atómico de la gran ciudad», lo que trata de conjurarse con espectáculos compensatorios: «Para contrarrestar el   —246→   hastío y el sentimiento de soledad están los espectáculos para las masas»189. Y aun cuando Lewis Mumford señala la importancia de la región y considera a la ciudad como expresión de la individualidad geográfica, juzga necesario conquistar un equilibrio de las interacciones operantes entre la geografía y la historia cultural del lugar, esto es, obtener la «región humana equilibrada». Existiría como una suerte de impotencia que impide al norteamericano actual conservar o contemplar lo natural, por lo que dice que si el paisaje se hubiese interiorizado, si hubiera penetrado en su conciencia no se sentiría anonadado por las grandes formaciones geológicas. Por último, recordemos que Mumford llega a decir que la impotencia para compensar lo mecánico con lo salvaje, con lo espontáneo y lo natural, esto es, el aceptar un solo tipo de vida, el de la metrópolis, «significa una degradación desde dos puntos de vista: el geológico y el humano».




- XI -

Volvamos ahora a nuestras consideraciones preliminares acerca de la discontinuidad anímica del americano.

Al verificar el hecho de que la forma discontinua de reaccionar obsérvase aun siendo diversas las condiciones objetivas que rodean a la persona, fluye espontáneamente la conclusión según la cual una conexión estructural   —247→   de orden más amplio quizás abarcaría el fenómeno descrito en toda su amplitud. Trátase de integrar los distintos condicionamientos citados -agregando, entre otros, el factor económico-, en una experiencia más general. El sentimiento de lo humano, por sí mismo, nos torna comprensibles estos desequilibrios psicológicos. Por eso, ensayaremos describirlos desde este punto de vista, insistiendo en su delimitación según las varias actitudes posibles del individuo: frente a sí mismo, al prójimo y la sociedad.

La inestabilidad interior también puede comprenderse por la opresión de lo no logrado, cuando acontece que a pesar de que la vida tenga su centro en el amor al hombre por el valor del hombre mismo, la imagen de éste se deforma. Cualesquiera que sean los condicionamientos de otra índole que influyen en la configuración de su existencia, parece que en el carácter americano subordínanse los antagonismos geográficos, raciales, económicos y climáticos a los antagonismos originados en la convivencia, como al elemento común de cierta interior unidad americana. De ahí que sea necesario aclarar estos problemas antes de postular livianamente un «carácter nacional», influido para ello tan pronto por una tipología racial como económica o regional; necesidad que se revela en el hecho de que   —248→   pueda identificarse un fenómeno en medio de condiciones objetivas tan diversas, como ocurre con el desequilibrio, la discontinuidad y la inestabilidad íntimas. El ejemplo del brasileño nos enseña, además, cómo fenómenos que obedecen a un condicionamiento específico, tales como el tono que impone la vida tropical al ánimo y la voluntad, pueden coincidir o superponerse a actitudes y modos de reaccionar similares, pero que reconocen otro origen190. Justamente, es esta posible fuente de equívocos, lo que nos induce a un discriminar más hondo, a la búsqueda de una constante psicológica de diversa índole. Tres distintas determinaciones -de armonía condicionada por el mestizaje, heterogeneidad originaria de una naturaleza histórico-cultural e influjo del medio físico-, concurren a la configuración de un fenómeno colectivo: la discontinuidad anímica. Y porque el modo de manifestarse de dicho fenómeno difiere en los tres casos, su apariencia engañosa inclina a considerarlos solamente como producto típico de cada uno de los órdenes de condicionamiento recién enumerados. Por si acontece que esta reacción de discontinuidad obsérvase también en medios físicos y ambientes sociales que por sus características georraciales culturales no podrían condicionar tal comportamiento, impónese interpretar otros signos antes de osar describir o afirmar la existencia de un carácter nacional.

Como la dirección metódica que seguimos tiende investigar los antagonismos de convivencia, desarrollaremos, en cierto modo, una fenomenología del sentimiento de lo humano, de la experiencia del prójimo. Por lo mismo, también será necesario fijar el significado de algunos conceptos psicológicos relativos a la conciencia y la percepción de los otros. Mas, al hacerlo, se advertirá en este punto un gran vacío en la psicología, por lo que no debe causar asombro que las oscilaciones íntimas que motiva la humana convivencia, su dialéctica, la inestabilidad interior, describanse de un modo insuficiente, o que se tienda a explicar tales actitudes echando mano del fácil recurso de los determinismos ambientales. Aun   —249→   cuando sin referirse especialmente al sentimiento de lo humano, Bergson penetró en esta zona poco conocida por las investigaciones psicológicas. Veamos ahora de qué manera.

El filósofo francés, al mismo tiempo que admite la existencia de representaciones colectivas en la constitución de las sociedades, se sorprende del hecho de que algunos sociólogos hayan establecido una escisión entre las representaciones colectivas y las inteligencias individuales. Bergson atribuye el que puedan imaginarse como discordantes ambas mentalidades a que se concibe el hombre como una abstracción, y a la sociedad como la única realidad, lo que, por cierto, no explica esa suerte de preformación de la mentalidad colectiva en la mentalidad individual. Estas consideraciones lo llevan a afirmar que por no haber estudiado suficientemente el destino social del individuo, se comprende que la psicología haya progresado tan poco en «ciertas direcciones». Por eso juzga necesario que aquélla se preocupe, por ejemplo, de fenómenos como el aislamiento y la soledad. Al recordar, por último, cómo el porvenir de una ciencia depende de la adecuada delimitación de su objeto, no existiendo peligro de establecer tales límites cuando se siguen las articulaciones naturales, Bergson escribe: «C'est de quoi notre psychologie ne s'est pas avisée quand elle a reculé devant certaines subdivisions. Par example, ella pose des facultés générales de percevoir, d'interpréter, de comprendre, sans se demander si ce ne seraint pas des mécanismes differents qui entreraient en jeu selon que ces facultés s'appliquent à des personnes ou à des choses, selon que l'intelligence est immergée ou non dans le milieu social. Pourtant le comun des hommes esquisse déjà cette distinction et l'a même consignée dans son langage: à coté tres sens, qui nous renseignent sur les choses, il met le bon sens, qui concerne nos relations avec les personnes»191. La posibilidad, como se ha visto, ya dejada entrever por Bergson, de una actualización de mecanismos psíquicos peculiares según la índole del objeto al que se tiende, la hemos desenvuelto en este trabajo, concretamente, y en una dirección especial. En efecto, denominamos dialéctica de la experiencia o del sentimiento de lo humano al conjunto de procesos anímicos susceptibles de ser observados cuando el objeto de las referencias íntimas del sujeto es el hombre mismo. Además, partiendo del hecho de que el objeto   —250→   a que se apliquen las «facultades» psíquicas lo constituya el hombre como prójimo, hemos intentado aproximarnos a la situación concreta y singular, esto es, a la comprensión del modo como el otro es vivido. De tal manera, puede decirse que, en uno de sus aspectos, ciertas vacilaciones propias del sentimiento de lo humano, de la experiencia del prójimo, revélanse en la reacción de inestabilidad íntima, de interior discontinuidad, de la que aquí tratamos, pero cuya particular dialéctica describiremos en la Segunda Parte, Cap. VIII del volumen segundo.

Ahora, consideraremos un motivo de índole social, que también tiende a configurar la reacción de inestabilidad interior, característica de algunas actitudes del americano en su mundo. Dos condiciones extremas, agregándose a las ya enumeradas, contribuyen a sumir en lo pasivo a los miembros de una sociedad: el adormecimiento del espíritu de la acción y el no poseer -objetivamente, como todo, y subjetivamente como dirección íntima-, una totalidad social o espiritual a la cual poder incorporarse. Claro está que, de hecho, acontece que el hombre sólo participa en actos creadores cuando se ensanchan los cauces por donde puedan fluir libremente sus impulsos primordiales. Con todo, lo importante es que en tal modalidad creadora de participación plena confluyen el espíritu de la acción y la necesidad de incorporarse a un todo, resultando ser tan fundamental el orden de las determinaciones primarias, vegetativas, vitales, como su complemento espiritual, la necesidad de identificarse con una totalidad.

De ahí que, entre nosotros, constituye una fuente permanente de desequilibrios anímicos individuales el hecho de que el individuo se detenga vacilante, indeciso, como girando en sí mismo, por así decirlo, al no vislumbrar un todo social creador al cual poder incorporarse vivamente. Pues debemos dejar de lado el sentido racionalizado de las acciones puramente exteriores al sujeto que no denotan, por tanto, un adscribirse a la sociedad desde dentro. La exterioridad de la acción refleja, cabalmente, la íntima discontinuidad del individuo. El muerto ritualismo religioso, al igual que el político, no llega a penetrar en el americano tan hondamente como para hacerle percibir la unidad de sentido que enlaza las acciones individuales y el curso de la vida colectiva. Al no vislumbrar ese vinculo -raíz de toda auténtica alegría-, la persona pierde como el órgano de su orientación en la -totalidad social. Y al propio tiempo que comienza a rondarle el contradictorio espíritu de la discontinuidad íntima, de la interior   —251→   inestabilidad, tiende a deformar la imagen de la realidad, esforzándose por vivir como al azar y sin designios. Precipítase, entonces, desde el cumplimiento de las urgencias sociales y económicas inmediatas, en el desorden de un instante sin dirección. Finalmente, sobreviene el despliegue de la hostilidad dirigida hacia el propio yo.

Inútil resulta argüir la existencia de poderosos movimientos obreros, aparentemente penetrados por una honda armonía. Pues, en tal caso, la exterioridad de los actos condiciona, igualmente, la escisión entre el actuar y la vida personal. Por motivos semejantes, y si a pesar de militar el obrero en un partido, contemplamos la profunda desarmonía de su vida, ello nos revela plenamente las limitaciones de su actuar. Sólo la síntesis entre un actuar motivado por impulsos primarios y la referencia a la totalidad, engendra el espíritu de la acción creadora. La experiencia de un nexo trascendente de este tipo, llena al hombre de alegre serenidad; en cambio, la grieta profunda que aleja su curso de intimidad del movimiento del todo, le pone en trance de autoaniquilamiento.

De tal modo, al no conseguir incorporarnos plenamente a un mundo con sentido, nos convertimos en víctimas de ineludibles antagonismos espirituales. De ahí, también, nuestro ánimo negativo. Además, si la falta de un sentimiento de la totalidad colectiva coincide con la expectación de lo humano, dada como un tender hacia el hombre sólo por el valor del hombre mismo, sin mediatizaciones de naturaleza religiosa o mística tenemos, entonces, que la vida social se disgrega de una manera particular. Trátase del distanciamiento interpersonal determinado por la escasa interiorización de las acciones, lo que culmina en la mutua y general suspicacia a través de la cual se relacionan, entre nosotros, los individuos ya que, recíprocamente, contemplan su ilegitimidad personal. La pura expectación de lo humano configura la vida de un modo enteramente singular, agudizando los efectos del fenómeno analizado, lo que acontece particularmente cuando el valor supremo para el hombre lo encarna el hombre mismo.

No sólo los psicólogos, sino que también los historiadores, parecen descuidar el estudio del impulso configurador del sentimiento de lo humano. El contenido y dirección -en parte soterrados- de la vida americana, nos lleva a limitar -o ampliar-, el alcance de aquella afirmación de Huizinga según la cual, en «todos los tiempos», la nostalgia de una vida más bella ha seguido «tres caminos que se dirigen hacia la meta lejana».   —252→   Recurrimos a este ejemplo, justamente porque su hermosa pintura de la Edad Media durante los siglos XIV y XV, en Francia y en los Países Bajos, pone de manifiesto la falta de una referencia específica al sentimiento de lo humano, lo que juzgamos imprescindible para aproximarnos a la plena comprensión de tal periodo histórico192.

El primer camino conduce, según J. Huizinga, fuera del mundo en virtud de la negación de éste. Lleva el segundo a su mejoramiento y perfeccionamiento; el tercero, en cambio, «se dirige hacia un mundo más bello a través del país de los sueños». Naturalmente, las tres actitudes destacadas por Huizinga reobran sobre las formas de la vida inmediata, de un modo particular. La huida del mundo -como expresión del ideal de una vida mejor- nos torna indiferentes a todo lo exterior y terrenal. Por el contrario, al aspirar al mejoramiento de la realidad, tienden a aproximarse el ideal de la vida y la existencia activa. Y, en el tercer caso, el anhelo de una existencia que se desenvuelve en íntimas e idílicas fantasías, conviértese en forma de vida artística, en la cual la estética de las relaciones interhumanas subordina a lo puramente expresivo todos los valores de la existencia.

Aun cuando Huizinga nos describe cómo penetra la vida de la última Edad Media el ideal de la belleza, determinando la «estilización» de todas sus formas, convirtiendo hasta las relaciones íntimas en espectáculo, no alcanza, con todo, a fijar el sentido configurador del sentimiento de lo humano, pues se limita a subordinar la estilización de las relaciones al ideal de la belleza, concibiendo éste como dato último. A pesar de ello, describe acertadamente como evolucionan las formas del trato amoroso y los ideales eróticos, y juzga el hecho de la estilización del amor, si bien no como un «vano juego», sólo a modo de compensación de la violencia de las pasiones, de su elemental rudeza. Observa, además, el reobrar en la conducta propio de diversos tipos de voluntad de unificación, cosa que describe, especialmente, en el contraste dado entre el amor al mundo y el amor a Dios. Ello es lo que entendemos cuando dice que «el amor a la naturaleza era todavía demasiado débil para que fuese posible rendir con plena fe culto a la belleza de las cosas terrenales, en su desnudez, como había hecho el espíritu griego. La idea del pecado era demasiado poderosa y sólo encubriéndola con la veste de la virtud podía   —253→   cultivarse la belleza». Es posible aún ir más lejos y reducir dichas maneras de reaccionar a típicas formas de expectación de lo humano. Y, en el caso de la sociedad americana, tal indagar encuéntrase favorecido por la original complejidad y melodía, de un ideal de vida que no posee otro siglo más relevante, como ya lo hemos dicho, que el de afirmar el valor del hombre por el hombre mismo. Ciertamente que volveremos, por este camino, a encontrar una dirección vital manifestándose como huida, pero, considerando su estirpe peculiar, ella se actualizará como huida de sí mismo o del prójimo. Mas, lo importante reside en que si tal tendencia también se perfila como voluntad de fuga de la sociedad, tal fuga no encierra una desvaloración de lo terrenal por afirmar algo trascendente, sino, al contrario, ella señala una soberbia afirmación del hombre mismo.






ArribaAbajo Capítulo VI

Hostilidad hacia el yo



- I -

Al americano la existencia le aparece como desposeída de sentido cuando, al adentrarse en su profundo aislamiento interior, no consigue armonizar la vida íntima con el acontecer social, ya sea porque carece de un sentimiento de solidaridad, o bien porque le ha abandonado la certeza de su participación creadora en la comunidad. Origínase, entonces, una especie de interior desajuste o percepción negativa del íntimo fluir de la conciencia, por lo que el individuo huye de las afecciones del alma como de una potencia torturadora y hostil. En tal caso, no resulta posible rechazar la imagen de lo actual, alegremente, sin desvitalizarse, como puede hacerlo quien marcha tras un seguro designio. Parecería que un simultáneo afirmar y negar valores anima dinámicamente el instante que se vive. Pues son los contenidos ideales que sirven de referencia al alma individual y colectiva, los que permiten a la persona armonizar la intimidad y las contingencias del presente. Ahora, si no le es posible al individuo cambiar el signo de lo real afirmando, al hacerlo, otra forma de vida, percibirá su existencia dolorosamente, ya que la falta de designios   —254→   trascendentes aniquila su misma sustancia. En lo social, por ejemplo, aun cuando mucho pesen los conflictos de intereses en juego, sentirá su actividad como desprovista de valor si no afirma con interior firmeza una relación de sentido entre aquellos intereses y el orden social existente.

Una dirección espiritual latente, positiva o negativa, acompaña a los diversos actos y estados de ánimo del individuo. La natural referencia de la intimidad al mundo circundante se cumple en múltiples perspectivas, siendo la índole de las afirmaciones y negaciones de un orden diverso, según que la intención del sujeto se dirija al hombre mismo, a totalidades sociales, a la naturaleza o a la divinidad.

El incipiente o silvestre conocimiento de sí, diferente, también, y adecuado al espíritu que anima a cada pueblo, originariamente no aproxima a los individuos, sino que, más bien, tiende a aislarlos; sin embargo, la conciencia de este aislamiento indica una virtual referencia a la unidad colectiva. Los pueblos alcanzan el conocimiento de sí mismos -en el sentido de una velado saber de aquello a lo cual naturalmente se aspira- en cuanto perciben agudamente las particulares relaciones supraindividuales, que constituyen su acción creadora. Ciertamente, con dicho conocer no queremos significar un racional conocimiento de la intimidad. Lejos de ello, y atendiendo a lo aquí intituído, deberíamos hablar, en rigor, de un «desconocimiento»: de la angustia experimentada frente al misterio de las motivaciones personales. Pues, existe un oscuro saber de lo íntimo formado, precisamente, por esta infusa percepción de motivaciones que se desplazan. El grado de tensión a través del cual los miembros de una comunidad experimentan lejanía respecto de sí mismos, señala lo que entendemos por el autoconocimiento propio de un pueblo determinado.

La visión real y negativa del mundo y la estructura ideal anhelada, se entrecruzan en la conciencia condicionando un típico sentimiento penetrado de hostilidad hacia el yo. Dicho comportamiento afectivo constituye la secuela inmediata de un interior inestable. Psicológicamente considerada, la hostil referencia a la propia subjetividad representa una afirmación vacilante que se desvanece en íntimas tensiones. Por su parte, la voluntad de ser objetivo -en tanto consigue expresarse- choca, a su vez, con la ordenación de la vida social que se perfila como desposeída de sentido, lo que acontece tan pronto como el anhelo de actuar proyéctase más allá del curso puramente vegetativo y económico propio de la comunidad.   —255→   Porque, la aspiración exclusivamente racional a concretas realizaciones, no alcanza a conferir alegría a la vida, ni siquiera logra desposeerla de su tono de inquietante pesadumbre.




- II -

Transcurrido un siglo y medio, aún son válidas las observaciones de don Manuel de Salas, relativas al estado del artesanado de su época. Por encima del desenvolvimiento técnico y del progreso puramente exterior, siempre perdura esa honda disociación existente entre el individuo y su obra, producto de la discontinuidad, de la inestabilidad interiores, de la hostilidad vuelta contra uno mismo. Claro está que dichas vacilaciones anímicas no vulneran ya la virtud de las realizaciones materiales, pero alcanzan al espíritu con que se trabaja. En su conocida Representación, sobre el estado de la agricultura, industria y comercio del Reino de Chile, observaba en 1796: «Herreros toscos, plateros sin gusto, carpinteros sin principios, albañiles sin arquitectura, pintores sin dibujo, sastres imitadores, beneficiadores sin docimasia, hojalateros de rutina, zapateros tramposos, forman la caterva de artesanos, que cuanto hacen a tientas más lo deben a la afición y a la necesidad de sufrirlos, que a un arreglado aprendizaje que haya echado una mirada la policía y animado la atención del magistrado. Su ignorancia, las pocas utilidades y los vicios que son consiguientes les hacen desertar con frecuencia, y, variando de profesiones, no tener ninguna. Si por medio de una academia o sociedad se les inspirasen conocimientos y una noble emulación, ellos se estimarían, distinguirían desde lejos el término a que pueden llegar, y emprendiendo el camino, serían constantes, útiles y acomodados; tal vez harían brotar de cada arte los ramos en que están divididas en los lugares en que ve han perfeccionado»193. Es el desánimo, la inconstancia y la falta de alegría que acosan al hombre de nuestro pueblo cuando el trabajo, por decirlo así, se le desrealiza al aparecerle, solamente, como «trabajo», como hado adverso. Es aquella discontinuidad o «fugacidad de las reacciones», de que habla Encina. «En el alma chilena todo prende con facilidad y todo se olvida con igual facilidad»194.

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En este sentido, E. Martínez Estrada se ha referido a. los contradictorios efectos que opera en el argentino una desmesurada expectación de lo futuro, de un futuro presentido como fuga del pasado, que no surge del hoy, construido por ello «de un modo irracional sobre la nada». De este modo, escribe en su Radiografía de la pampa: «Este soñador es anómalo, no está organizado como un hombre ni como un sueño, es hijo de centauros. Vive un sueño sin sentido; las cosas que hace tienen la inconsistencia de los fantasmas, las ideas que piensa tienen esa discrepancia asimétrica del que despierta recién y confunde fragmentos de sueño con retazos de la habitación. El poeta no es un poeta, el pedagogo no es un pedagogo, y así sucesivamente, para, arriba y para abajo: son otras formas encarnadas por un avatar violento en estas apariencias, en estos oficios circunstanciales en que se vive sumergidos hasta la mitad, como el centauro en el tronco del caballo».

Este mismo fenómeno de la separación que se manifiesta entre el individuo y su obra, puede rastrearse en los indicios que señalan una supervivencia de lo colonial en las actuales formas de vida. Luis E. Valcárcel cree percibir esta continuidad subterránea de lo colonial, en la escasa evolución del paisaje peruano: «Nada -escribe-, a no ser el árbol eucalipto, hemos agregado al paisaje de la sierra peruana. El paisaje refleja al hombre. Nuestro hombre no ha salido aún del cascarón colonial. El encomendero subsiste, con el corregidor, con el párroco, con los oficiales reales, con las audiencias, con el curialismo. Parecen desfilar silenciosos, como sombras, por estas plazas de pueblo desmoronado, leproso, por estos caminos en que el señor va a caballo y su siervo a pie, al mismo paso de la cabalgadura; sigue, sigue el espíritu colonial».

Como es natural, la discontinuidad, la inestabilidad del ánimo, la dirección amiboide de los afanes y oficios, también aflora en los problemas que plantea la expresión literaria, y, dando un paso más, digamos en dos que plantea la expresión de nuestro ideal de vida. Pedro Henríquez Ureña piensa que sólo el «ansia de perfección», el descender hasta «la raíz de las cosas», puede abrirnos el camino a la comunicación de las revelaciones íntimas. En cabal paralelismo con el desequilibrio primeramente mencionado propio del artesano, encuéntrase aquí indisciplina y pluralidad   —257→   de afanes. «Nuestros enemigos -observa-, al buscar la expresión de nuestro mundo, son la falta de esfuerzo y la ausencia de disciplina, hijos de la pereza y la incultura, o la vida en perpetuo disturbio y mudanza, llena de preocupaciones ajenas a la pureza de la obra: nuestros poetas, nuestros escritores, fueron las más veces, en parte son todavía, hombres obligados a la acción, la faena política y hasta la guerra, y no faltan entre ellos los conductores e iluminadores de pueblos»195.

En aparente contraste con las oscilaciones del oficio y del ánimo, de estirpe colonial, y sospechando también una primaria inestabilidad interior, llegamos a pensar que no cabe interpretar cierto hedonismo del progreso como un auténtico sentimiento de continuidad prospectiva. Dicho hedonismo parece representar, cabalmente, una fuga; señala, en consecuencia, más un sumergirse en el presente que un verdadero presentimiento de futuro. Puede el argentino, por ejemplo, revelar extraordinaria pujanza en lo económico y admirar él mismo, con vanidosa delectación, su progreso en tales formas de actividad; sin embargo, creemos que en su pasión «constructivista» debe verse, antes una manifestación desordenada de germinal energía, que la afirmación de un valor trascendente encarnado como destino colectivo196.

De tal manera, la inexistencia de una actitud raigal de afirmación, favorece el comportamiento inestable, la hostilidad hacia el yo. No es éste, sin embargo, el dato último. La disposición angustiosa, que coexiste con el odio a sí mismo, origínase a su vez, en cierta impotencia frente a los demás agudizada por la misma necesidad de prójimo. Del modo como se eslabonan estos hechos de la conciencia individual, por una parte con un ideal del hombre, colectivo, histórico, y, por otra, con algunos principios de la antropología, de la convivencia, trataremos en cl curso de esta investigación. No obstante, recordemos aquí que Fritz Künkel ha desarrollado, desde el punto de vista de la psicoterapia, la idea de la existencia de una oscilación entre el «yoísmo» y el «nosismo»; o, más bien, la hipótesis del detenimiento en la primera actitud como fuente del ánimo   —258→   angustioso. Más aún: Künkel piensa que la ruptura del «nosotros primordial», su escisión de un «yo» y un «tú», lleva al individuo a la angustia primigenia; ésta, además, desdóblase en angustia frente al «yo naciente» y angustia ante la disgregación del «nosotros». Todo ello, por último, culmina en hostilidad respecto del tú, reacción que encierra como momento final el anhelo de reconciliarse con dicho tú y de restaurar, el nosotros aniquilado. En el americano, tal impotencia para establecer vínculos humanos creadores es hija, a su vez, de un peculiar ideal del hombre, por lo que la inhibición de sus contactos humanos no resulta ser enteramente negativa. A pesar de esto, dicho ideal manifiéstase, en ciertas ocasiones, como voluntad de autodestrucción. Veamos ahora oculto bajo qué singulares rasgos ello acontece197.

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Cuando el espíritu de hostilidad dirigido contra sí mismo domina en frágiles formas de vida, desposeídas de una dirección vital que tramonte las meras ordenaciones biosociales de la existencia, observamos cómo el individuo tiende al autoaniquilamiento y, pasando por la inercia, acaba en el más oscuro sensualismo. Créase, de este modo, un verdadero «hábito de autoaniquilamiento» que se proyecta a todo el curso de la conducta, una manifestación extrema de ello la constituye la proclividad del chileno a la embriaguez. Esta misma voluntad de autodestrucción explica de cómo el hombre del pueblo no «da» con la embriaguez, sino que «la busca». Conscientemente marcha tras de ella, no quedando de su afán otra expresión de vida y de afirmación que el omnialusivo desprecio por todo aquel que no pueda vivir en el limite ya apenas compatible con la estabilidad biológica; otra afirmación que la de menosprecio por todo lo que, en fin, no corrobore la pura continuidad negativa de la autodestrucción. Mas, no sólo entre nosotros observamos dicho fenómeno colectivo. Acaso aflora en América por dondequiera. Su generalidad resulta tan significativa como inquietante. Bella y ásperamente nos habla de ello José Revueltas   —260→   en su novela Luto Humano, refiriendo la borrachera de Jerónimo: «Era la suya una borrachera definitiva, tan desesperada, si se quiere, como todas las borracheras del pueblo. Un pueblo en trance de abandonar todo, un pueblo suicida y sordo, que no sólo estaba amenazado de desaparecer sino que él mismo deseaba perderse, morir, aunque su infinita ternura lo detuviese en gestos, en palabras, en revoluciones bárbaras y entrañables y en lo que, majestuoso, lleno de gracia, salía de sus manos».

Pero cuando este mismo espíritu no logra abatir la íntima fortaleza de quien lo encarna, el ímpetu del autoaniquilamiento cambia de signo. La unidad entre sí mismo y el mundo se obtiene, entonces, al dispararse la voluntad hacia lo infinito e irracional. Ante la posibilidad de la autodestrucción motivada por la ausencia de designios, en la que el débil cae, el fuerte opta por convertir en destino su desnuda conciencia de ilimitada fortaleza, la que va expresándose en rebeldía que se norma a sí misma, en el puro anhelar sin objeto, pero tenso e infinito. Parecería que su índole titánica sólo le permite alcanzar la unidad con el mundo acometiendo todo género de audacias dirigidas contra sí mismo.

De tales osadías da testimonio aquella conducta consistente en el puro aspirar carente de finalidad objetiva, o, más propiamente, en el indeterminado anhelar como objeto. En esta tensión anímica establecida con un polo desconocido -que resulta ser lo indómito en uno-, el equilibrio íntimo logrado será, siempre fugaz. Es un tender vacío de contenido que, de algún modo, puede observarse en todas las formas de actividad y de expresión americanas. En la acción revolucionaria, en la política, en la poesía.

El Mayordomo Presentación Campos -personaje de la novela Las lanzas coloradas- encarna, por ejemplo, la violencia e irracionalidad sin designios profundos, gozándose a sí misma en el placer de no querer dominarse. Prescindiendo de la estructura «ideológica» y de la diversidad de las conexiones histórico-sociales en las cuales se actualizan estas formas de reaccionar, cabe afirmar lo mismo de Demetrio Macías y sus hombres, de la novela Los de Abajo, de Mariano Azuela. A quienes se agitan en ese ambiente de lucha parece invadirles el sentimiento de un no saber por qué se combate, junto con la certidumbre de que «eso nunca le ha importado a nadie». Así lo expresa el vagabundo Valderrama, al decir solemnemente: «-¿Villa?... ¿Obregón?... ¿Carranza?... ¡X... Y... Z...! ¿Qué se me da a mí?... ¡Amo la Revolución   —261→   como asno al volcán que irrumpe! ¡El volcán porque es volcán; a la Revolución porque es Revolución!... Pero las piedras que quedan arriba o abajo, después del cataclismo, ¿qué me importa a mí?...» insistiendo sobre esta particular indiferencia para los designios, sobre esta combatividad sin objeto, escuchemos una vez más a José Revueltas: «La Revolución era eso; muerte y sangre. Sangre y muerte estériles; lujo de no luchar por nada sino a lo más porque las puertas subterráneas del alma se abriesen de par en par dejando salir, como un alarido infinito, desorganizador, amargo, la tremenda soledad de bestia que el hombre lleva consigo».

Hemos visto ya, más arriba, de cómo el americano puede, por instantes, conseguir el equilibrio interior confiriendo cierto sentido trascendente a su fortaleza personal. Un «titanismo» de esa especie configura y da sentido a la hombría de Martín Fierro. Al vislumbrar, al percibir éste la unidad entre su yo y el mundo como aflorando en un ideal heroico del hombre, transforma su peculiar autarquía y el estoicismo de lo humano en un movimiento contradictorio, circular, que siempre vuelve sobre sí. Diremos se opera aquí la trayectoria circular del autodominio, en la que el dominarse sólo indica la futura pérdida del control de sí mismo; pero, una tradición personal de soledad, de austeridad casi, de silencio e indiferencia por el propio destino, convierte dicha pérdida en noble aventura humana. Así, pues, el autodominio de nuestro hombre da el temple a sus irracionales violencias; porque, al estar constituido el otro miembro de la unidad por un sí mismo que en su desmesura se concibe como de ilimitadas posibilidades, la armonía interior conseguida se transforma, inexorablemente, en la discontinua plenitud de los cortos instantes durante los cuales el individuo puede hacer culminar el equilibrio de sus fuerzas interiores. Y si bien es verdad que «tiene mucho que rumiar el que me quiera entender» -como canta el mismo Martín Fierro-, no lo es menos que justamente por ser su vitalidad la verdadera medida que norma su «destino inconstante», es difícil distinguir lo que Martín Fierro juzga como su sino aciago, diferenciarlo del rigor propio del errante vivir a que le somete su desmesurada conciencia de vitalidad.

De esta audacia contra sí mismo, de esta tensa unidad que se forja a base de crear una dualidad interior, haciéndose, por decirlo así, infinito; de este hondo anhelar sin objeto, dimana también su típica reacción frente al sufrimiento, siempre experimentado de una manera diversa por los distintos pueblos. Posee el americano lo que podríamos llamar capacidad   —262→   para sufrir sin resentirse. El «roto» chileno y su alegre sufrir es una buena prueba de ello. Pues, acontece que el hombre no se resiente cuando considera la indiferencia ante el propio sufrimiento como expresión heroica de su ser, particularmente cuando es vivido en los requerimientos que parten de la vitalidad personal percibida como ilimitada. Con todo, en el limite real de esta conducta vigila, acecha alerta la soberbia o el resentimiento198.

Vemos, pues, teniendo esto presente, que el titanismo posee la doble condición de hacer posible, por un lado, que el americano pueda superar los peligros que le amenazan, al propio tiempo que, por otro, crea obstáculos similares a los sorteados ágilmente. Trátase de la doble dirección de sentido inherente a la rebeldía que sólo se agita en sí misma, de la que, por otra parte, y en uno de sus aspectos, tenemos un ejemplo en la pintura que nos ha dejado Vicente Pérez Rosales en sus Recuerdos del pasado, al contarnos la vida del valeroso huaso Rodríguez, una especie de Demetrio Macías -por lo menos como tipo humano-, en el Chile de aquél tiempo.

Acontece, de esta forma, que la hostilidad alimentada por el individuo contra su yo, por carecer de una intuición de la vida capaz de enlazar armónicamente la conducta y el curso del acontecer inmediato, le lleva hasta una encrucijada desde donde parten dos caminos. Por uno de ellos se llega al autoaniquilamiento; por el otro, en cambio, la hostilidad dirigida a lo íntimo logra superarse al conseguir el individuo identificar las impulsiones interiores con la vida misma en su despliegue. Pero esta unificación emocional, en realidad, no revela aún la presencia de un objeto al que se tienda, como contenido prefigurado de aquel tenso anhelo. Por eso dicho tender no es alegre, sino que, al contrario, resulta tortuoso y aniquilador en cuanto, como hemos visto, el americano forja   —263→   la unidad de visión entre hombre y mundo creando el mito de su ilimitada fortaleza personal, que corre a parejas con la imagen de la naturaleza como fuerza infinita. Acaso sólo en este sentido cabe referirse a lo trágico en la forma de vida americana. Es la tragedia del «anhelo sin fe», advertida agudamente por Amado Alonso al estudiar la poesía de Pablo Neruda. «Anhelo de perpetuidad escribe- y de construcción, de eternidad y de poesía; sin fe en los valores del mundo y de la vida, que no sean ese mismo anhelo. Estaría bien quizá decir paradójicamente: ardiente fe, pero en disponibilidad. Esta es la demoníaca tragedia de un poeta. Toda la poesía de Pablo Neruda se reduce a esta cifra»199

Decididamente, puede decirse que para el americano lo trágico sólo existe o es vivido en el impulso propio del anhelo sin fe, mas no en su tristeza. Porque su tristeza es pasividad. Es el íntimo decantarse en lo inerte, es el ensimismamiento de la nada en el que ya se ha abandonado hasta la soberbia que se nutre de sí misma en una combatividad sin objeto. Pues la tragedia supone actividad, resistencia activa contra un sino aciago. Por otra parte, ambas actitudes, pasividad y tristeza, elaboran, además, el aislamiento personal propio del americano. Éste denota un desequilibrio interior que obscurece la percepción de lo singular, que entraba el vincularse espontáneamente a lo individual en el prójimo, si bien es cierto que dichas inhibiciones de la esfera de convivencia impónelas un larvado ideal del hombre, que es justamente donde reside lo positivo de tal disposición del ánimo. La experiencia de lo trágico, en cambio, se desenvuelve -y ello diversamente según la forma histórica particular en que se manifiesta- unida a una determinada vivencia de la individuación, de oposición activa entre el individuo y el cosmos.

De tal manera, vemos cómo en el americano del sur la huida del yo nos revela el tránsito hacia la plena objetividad al perseguir, aun a costa de sí mismo, la expresión, la unidad creadora de la existencia200.





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ArribaAbajo Capítulo VII

La fuga de sí mismo


La fuga de sí mismo queda psicológicamente caracterizada, en el caso particular que analizamos, por el hecho de la subordinación de las instancias ideales últimas -acaso sólo presentidas- a los meros requerimientos biosociales del instante que se vive. Una consecuencia cabal de dicha subordinación es la desarmonía consigo mismo y el mundo circundante, motivada por vivir el individuo en dos planos de intimidad, oscilando entre la huida interior y la extraversión. Con todo, anidan en dicha desarmonía verdaderas referencias a lo ideal, ya que una afirmación es inherente a la fuga misma. Esta denota el modo cómo se actualiza el influjo, aun difuso, de los contenidos ideales propios del sentimiento de expectación. (Lo cual, claro está, no significa que deba identificarse fuga de sí y extraversión). La peculiar inestabilidad de los vínculos sociales nos revela, asimismo, la naturaleza de este conflicto anímico. Por otra parte, el sentimiento de que todo acontece bajo el signo de lo ineludible, delata el estar encadenado a los puros requerimientos vitales201.

Pero, esta trayectoria de la huida interior, no excluye la posibilidad de que la conciencia tienda al mismo tiempo, con especial vehemencia, hacia el yo. Por el contrario, la relación existente entre cierto modo de   —266→   atención a lo íntimo y la inestabilidad personal, condiciona una forma de reaccionar muy significativa. Ella se manifiesta por la fusión del sentimiento de lo íntimo con la experiencia primordial del existir; o, formulado en otros términos: la implicación dialéctica de fuga interior y conciencia de sí mismo, engendra el acrecentamiento de la conciencia de ser. Describiremos más en detalle este proceso anímico, corriendo el peligro de incurrir, al hacerlo, en un casi inevitable esquematismo.

Obsérvase, en primer término, que al permanecer el individuo ensimismado en la desnuda conciencia de su intimidad, tal fijación acaba transformándose en respuesta afectiva de agrado o desagrado, según que la imagen interior altere o no el equilibrio de la situación vital. De este modo, el sentimiento de lo íntimo favorece, en el americano, una reacción afectiva de inhibición -particularmente de impotencia expresiva frente al prójimo- que condiciona, a su vez, la transitoria pérdida de la continuidad interior, esto es, la caída en la dinámica propia de la fuga de sí mismo, en el abandono. Podría anotarse, en segundo lugar, que la desnuda percepción del acontecer y de la vida, como desprovistos de sentido trascendente, también conduce a la huida. Pero, en este último caso, trátase de una primordial inhibición que se desarrolla cuando el yo es objetivado como manifestación esencial de la vida misma.

Debemos, pues diferenciar de la fuga de sí originada en lo identificación del yo con la conciencia original del existir, la modalidad de huida interior que arranca del sentimiento de desarmonía existente entre la intimidad y el mundo circundante. Esta última forma denota voluntad de ser objetivo, en virtud de su oculta expectación de un mundo ideal, tenso expectar que por su condición de anhelo primario, mata todo el proceso psicológico; aquélla, en cambio, si perdura, señala impotencia para la visión objetiva de lo real.

Dejando a un lado el estudio de tipos de fuga espiritual que pueden caracterizarse como inhibiciones de orden ético -y en individualidades escasamente diferenciadas caracterizarse como percepciones demoníacas del yo-, juzgamos como típicas del americano las reacciones de discontinuidad favorecidas por la debilidad de los nexos de índole supraindividual. Puede decirse, también, que dichas reacciones se originan en su actual impotencia para conferir un sentido a la vida acorde con las instancias ideales que oscuramente afirma, pero que en el extravío propio de su acción, niega.

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La melodía propia de la vida interior del americano, con sus tenaces fugas del íntimo atisbar lo normativo y verdadero impídele, con frecuencia, relacionarse con el prójimo de un modo sentido como plenamente individual. La fuga de sí despoja a los vínculos espirituales de su natural hondura, confiriéndoles sólo un carácter mediato, señaladamente anárquico, preñado de ansiedad, de ánimo negativo, contradictorio y, a menudo, teñido de irresponsabilidad. La amistad, por ejemplo, anúdase al contenido puramente actual del instante, o tiende a desenvolverse en lo traspersonal, en lo colectivo, sin penetrar en las honduras interiores; es decir, se despliega sin tocar el vivo fondo personal donde ese vínculo humano en verdad se origina.

La desarmonía existente entre la vida íntima y el mundo, la inestabilidad psíquica, con su permanente oscilar entre el ensimismamiento y la huida de sí, hace comprensible el súbito tránsito de una idea a otra, el paso de uno a otro partido -y hasta la inaudita división de éstos mismos -y observada en el mundo americano. Estas «mutaciones» de la conducta, tan frecuentes, no están limitadas al individuo aisladamente considerado, sino que caracterizan a generaciones enteras. De la misma estirpe es la típica propensión a generalizar -en aumento de día en día-, a generalizar no diferenciando al hacerlo valores o personas. Esta tendencia, parece obedecer al deseo de conjurar los motivos de la fuga de sí por una estabilización de la interior inestabilidad, exteriormente obtenida, merced a la aprehensión de formas impersonales.

De lo que precede podemos concluir que, como aspecto negativo de la fuga de sí, destácase la caída en el ensimismamiento y en lo impersonal. En cuanto tales actitudes perduran y se extreman, conducen al difuso inmoralismo que constituye una característica del vínculo humano en las formas de la sociabilidad americana. En cambio, en su faz positiva, la huida de sí mismo señala y refleja la existencia de un valor supremo que se intuye y presiente agudamente, pero que aún pugna por actualizarse. Y ello acontece en razón de la impotencia expresiva, de la coacción exterior y, sobre todo, por falta de autodominio, de autodominio concebido -según veremos más adelante-, como la espontaneidad expresiva y la fortaleza necesarias para establecer vínculos interhumanos inmediatos202.



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ArribaAbajo Capítulo VIII

Fuga y contemplación


Cuando el objeto preferente de la conciencia se inmoviliza en la propia intimidad, obsérvase en el americano la cadena de reacciones características de los fenómenos de espiritual desarmonía descritos en el capítulo anterior. Fenómenos similares e igualmente típicos se manifiestan cuando la atención es proyectada sobre el mundo exterior, significando éste, aquí, sólo el medio biosocial, en contraste con la expresión más amplia de «naturaleza». Puede decirse que al contemplar el mundo circundante, el americano vive parecidas mutaciones anímicas, aunque, por cierto, dadas en otra dirección. A la hostil percepción del yo, por ejemplo, corresponde ahora la impotencia para lo real, que convierte su actividad en una inarmónica multiplicidad de impulsiones, por lo que no siempre llega a coordinarse en una imagen del mundo como mundo de la acción creadora. Pues, la huida del yo condiciona la incapacidad del individuo para incorporarse con orden y rigor a su medio social, incapacidad que representa, en la esfera de la acción y de la vida contemplativa, el correlato natural de aquella fuga interior.

Es necesario no olvidar que las direcciones psíquicas hacia adentro y hacia afuera constituyen un todo, una conexión estructural. Sólo por abstracción puede separarse una de otra, con el objeto de circunscribir sus varios aspectos. Una vivencia primaria, dada como interiorización del sentido de todo acontecer, establece el juego recíproco entre ambas direcciones anímicas. No obstante, es posible delimitar, aislar algunas notas características de la dirección espiritual hacia afuera, de la que ahora tratamos.

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La pura contemplación engendra en el americano una especie de «horror al vacío». Raramente ella llega a ser impasible o serena, estimulando en él, con frecuencia, más bien un inmoderado deseo de actividad, que opera a modo de rémora de casi todos sus intentos de elaborar planes creadores proyectados sobre un futuro lejano. Hecho que, en uno de sus aspectos, explícase por el fondo de pasividad de que se nutre cualquier activismo que, como fuga de algo, representa un comportamiento negativo.

Por el contrario, cosa muy diferente ocurre en la auténtica actitud contemplativa, concebida en el amplio sentido de una forma de vida específicamente orientada en tal dirección. Brota ésta de la visión del mundo que se eleva ante el yo, la que sólo tórnase angustiosa cuando de tales imágenes no fluyen, naturalmente, estímulos que conduzcan a unificar el sentimiento de lo íntimo y el universo erigido contemplativamente. Pero ello no hace caer en un desordenado activismo, el que siempre se delata como de origen puramente negativo. El auténtico contemplativo puede sentir la inutilidad de la acción, serena o angustiosamente, pero nunca llegará al extravío que supone el mecánico activismo en que se arroja, por vía de defensa, el americano. Porque, en éste, la contemplación es puro ensimismamiento, que la fuga de sí sólo temporalmente rompe.

Nada puede informarnos mejor acerca del signo propio de los estados anímicos de un individuo, como el conocer esos entreactos de ensimismamiento, aparentes remansos del alma donde, sin embargo, se entrechocan y luchan corrientes antagónicas, inhibiciones, la imagen del presente con anhelos y expectaciones; y donde, en fin, una intuición del objeto, desnuda de sentido y carente de dirección, sólo conduce al desconsuelo, a la desolación, a la inercia, a la huida del mundo. El abandonarse al ensimismamiento y la soledad personales, determina desrealizaciones -a veces radicales- del horizonte objetivo. Este proceso, naturalmente, se desenvuelve a través del contradictorio entrecruzamiento de las diversas actitudes analizadas. Y por entre tales imbricaciones, aflora la infusa concepción del mundo del americano, su sentimiento de la naturaleza, su experiencia de lo humano, nunca totalmente ahogados y siempre actuantes de algún modo.

Así, el americano intenta superar el desarraigo originado en el ensimismamiento y en la demoníaca soledad, merced a afirmaciones indisciplinadas o por medio de un actuar anárquico consiguiendo, de tal suerte, y en apariencia, incorporarse al mundo y a la vida. Mas, acontece que, junto   —270→   a este dual proceso de fuga de sí y de huida de la sociedad -a veces compatible con una aparente armonía y seguridad exteriores-, se desarrolla en él la inquietante certidumbre de no ser significativo socialmente. La conversión de una fase en otra verifícase en razón del hecho de que la introversión, en ciertos casos, sólo indica ilusoriamente que se está dirigido hacia la propia experiencia. Al contrario, la necesidad de ser objetivo puede seguir -como etapa constitutiva de un proceso total- el camino del refugio en lo íntimo. Es decir, existen direcciones anímicas aparentemente dirigidas hacia adentro o hacia afuera pero que, en el fondo, ocultan un signo contrario. Acaso se recordará que al tratar del sentimiento de la naturaleza y de los antagonismos caracterológicos, desarrollamos esta observación relativa a lo aparente y lo real en la intencionalidad de la conciencia. Importa, aquí, tener presente que el sentimiento de no ser representativo socialmente, nos descubre dos nuevos aspectos en esta esfera de hechos psíquicos: de un lado la aspiración a la objetividad y, de otro, descúbrenos que la huida interior está encadenada a este mismo imperativo de realidad.

El sentimiento de no ser socialmente significativo, elabora una de las actitudes más típicas del americano. En virtud de la desordenada exterioridad de su actuar, puramente conjuradora del íntimo desequilibrio, tales actos no se acompañan, por decirlo así, del sentimiento de espontaneidad, que siempre favorece en el individuo la creencia en su personal objetividad y significación. De este modo, y a partir del despliegue de una originaria inestabilidad, no deben causar extrañeza las transformaciones psíquicas que observemos. Pues, sucede que se revelan bajo una nueva faz que aflora en la extraversión, otros aspectos de la dialéctica propia de la experiencia de lo íntimo, ya analizada anteriormente. Un ejemplo característico de estas transformaciones lo constituye el escepticismo proyectado sobre sí mismo, el menosprecio y la desestima que, por encima de los declamatorios énfasis afirmativos de toda índole, nos muestra una actitud social más extendida y general de lo que una observación superficial descubriría.

Es el menosprecio de sí mismo peculiar de quien ama un mundo que sólo le aparece como objetivo durante un fugaz instante, para desvanecerse al punto en expectaciones, en intuiciones meramente intensivas, como si lo ideal únicamente se le reveláse antes en su fuerza que en su forma. Alúdese aquí a la existencia de una suerte de rencor alimentado contra   —271→   sí mismo, motivado por la impotencia para configurar lo real. Impotencia que a fuerza de ser concebida entre nosotros casi como natural, acábase por desconocer, o por sublimar en el sentimiento del carácter ineludible de todo acontecer. Y es así como el chileno puede intentar hace en cualquier instante cualquier cosa, porque -prescindiendo de la fe o arrojo que ponga en ello- le anima el pensamiento de que su vida no cuenta para nada en el curso de la vida colectiva.

Tanto en la fuga de sí mismo, como en la desazón experimentada frente al mundo exterior -correlato de aquélla-, el individuo tiende, dando un paso más en su extravío, a la aprehensión de formas impersonales, a trueque de obtener una quietud que, de hecho, será en él tan transitoria como aparente.




ArribaAbajo Capítulo IX

Actitud hacia la sociedad



a) Del no sentirse significativo

Íntima obscuridad y aislamiento, influyéndose mutuamente, elaboran el sentimiento de inactualidad espiritual experimentado por el americano, el que hunde sus raíces, no sólo en la percepción del propio desorden afectivo, sino también en la conciencia de un no poseer significación social. Lo que sucede, naturalmente, más allá de la órbita propia del ritual de los actos puramente racionales, exteriores, no interiorizados.

Late, así, en la tristeza del americano -nada trágica, ciertamente, y pasiva, como se ha visto-, el desazonador sentimiento de vivir a la zaga del acontecer203. En efecto, la percepción del desorden e inestabilidad interiores   —272→   operada a través de la hostil percepción del yo, anula en el individuo la creencia en su significación social objetiva. Prescindiendo, pues, de las reacciones personales que en razón de su singularidad parecen escapar al influjo de lo colectivo, las cuales se manifiestan en un gozoso permanecer inmutable o entregado a la personal desarmonía; al margen de ello, digo, la antitética vivencia de ser y no ser actual al instante, de estar y no estar vivamente frente al prójimo, acompaña con regularidad al conflicto psicológico que plantea el saberse intrascendente. Su tristeza expresa, además, indiferencia por la significación, armonía o equilibrio -en verdad puramente epidérmicos- del acontecer social. El ánimo negativo, discontinuo, al inducirlo a refugiarse en el aislamiento subjetivo, revela la hondura con que ese hecho se le evidencia. Dicho proceso anímico culmina, finalmente, en un sentimiento de íntima escisión experimentado como lejanía del mundo.

El contradictorio tenerse por actualmente inactual -conducta típica de quien vive en extrema tensión con la colectividad-, estimula una sensación opresora de desvitalización, la que remontándose hasta el propio caos interior manifiéstase como un no sentirse significativo socialmente. Sólo entonces, toda convulsión íntima se juzga con aprehensión como algo demoníaco percibiéndose, dolorosamente, el alejamiento de la viva intensidad del presente. En efecto, en el fugaz atisbo de la unidad colectiva, en lo frágil del sentimiento de comunidad, es donde debe buscarse la raíz de la vivencia de inactualidad, el origen de la ausencia de vínculos espontáneos, el motivo de la lejanía del prójimo y de la sociedad; experiencia que, lo repetimos, representa uno de los aspectos, y no el de menor importancia, de la actitud del americano hacia la sociedad.

Por la hostil percepción del yo, de su torturante inestabilidad, tiende a menospreciarse, a imaginarse inactual, desrealizado y como flotando muerto, vanamente, en el organismo social. Tal sentimiento favorece, a su vez, la deformación de los conflictos espirituales juveniles, que pierden de este modo su natural carácter de etapas primeras en el camino que conduce a la integración del individuo a su ambiente. Por otra parte, la falta de un hondo sentido creador, capaz de animar la actividad económica y política con un claro designio contribuye, particularmente, al desarrollo de estos desequilibrios. Y este proceso no culmina aquí. El vago saber de los nexos existentes entre los momentos subjetivos y el curso de la realidad social, arroja, a través de la huida de sí mismo, al desánimo   —273→   , que nace de la creencia temerosa de permanecer al margen de la sociedad real o idealmente postulada. Esta ciega amenaza de desrealización personal, motivada por la sombría imagen de nuestro problematismo interior, indicia, con todo, el despertar de la voluntad de ser objetivo, aun cuando transitoriamente no aparezca clara a la conciencia la raíz supraindividual de la propia inestabilidad. Por eso, el «Gobierno», el «Presidente», por ejemplo, son, generalmente, considerados como los «culpables» de todo cuanto acontece de negativo en el curso de la vida social. Dicha culpabilidad se hace extensiva, no sólo a lo erróneo como dirección política y económica, sino también a lo moralmente reprobable. El hecho de juzgar al gobierno como culpable supremo denota, al mismo tiempo que ausencia de sentimientos de responsabilidad personal, el bajo nivel de integración del individuo en la comunidad.

Al indagar el aspecto positivo de la pasividad del americano, ésta nos aparece como la culminación del despliegue de su trayectoria interior, continuamente vacilante; aparécenos como el fruto de esa peculiar lógica íntima por la que se regulan, recíprocamente, el sentimiento de inactualidad, la discontinuidad del ánimo y el no sentirse socialmente significativo. Aspecto positivo, porque la conciencia de sí mismo -entendida como presentimiento de motivos que se desplazan-, condiciona el aislamiento, engendra un agudo sentimiento de postergación, cuando no se consigue restaurar la imagen del hombre en unión con el todo. En rigor, la actitud de aislamiento debe asimilarse a una reacción de defensa opuesta a la mera participación cuantitativa e indiferenciada en la sociedad.




b) Del no sentirse representado

La certidumbre de no ser significativo para la sociedad, constituye igualmente la expresión refleja del interior aislamiento a que nos reduce la singular exaltación de nuestra individualidad. Pero, dado que aquí se trata de una actitud colectiva, resulta natural que las imágenes negativas que el individuo extrae de sí mismo, concluyan por ser vislumbradas en la representación de la sociedad toda. En efecto, al proyectar el individuo al mundo circundante social su conciencia de personal extravío, ésta es vivida como la certidumbre de no encontrarse legítimamente   —274→   representado por las formas sociales dominantes, y en particular, por los dirigentes políticos.

Agudízanse, entonces, toda suerte de sentimientos de expectación. Porque, la idea de un futuro latente, dada como mero presentimiento, originariamente se manifiesta en la incapacidad de dar con la forma de vida oscuramente anhelada. Las generaciones que se encuentran en este trance de impotencia expresiva luchan contra sí mismas hasta la desesperación, y suelen agotarse en el forcejeo de su interminable afirmar y negar posibilidades e imágenes del futuro. Sin embargo, el pesaroso restar valor social a la propia individualidad -lo que no excluye la cooperación al «progreso» general-, revela la existencia de una germinal idea de la acción; revela el instintivo barruntar el indivisible proceso que, a través del autodominio y la armonía interior, culmina en el acto social creador. Que es efectivamente así, pruébalo el hecho de que aún cuando el americano se incorpora febrilmente a los partidos y los sigue a través de su trayectoria política con juvenil entusiasmo, con todo, permanece consciente de su íntima anarquía, por lo que no se desvanece en él la evidencia de no ser significativo ni, a veces, la certera sospecha de que su participación en ellos sólo es positiva en cuanto representa una válvula de escape para su vitalidad. En consecuencia, existe un hondo abismo entre la manera como el americano concibe la actividad de militante y la forma real como la vive. En la fervorosa declaración del joven militante anunciando su decidida voluntad de despersonalizarse, de darse íntegro a una vida vivida bajo el signo de lo impersonal y colectivo, perfílase ya una notoria ambigüedad.

¿Es que vive así una etapa de elevada objetividad o, más bien, es arrastrado a ello sólo por la certidumbre de estar, como individualidad, condenado a malograrse, a permanecer solitario y hostil hacia su propio mundo? No es extraño que al vislumbrar el militante tal alternativa, acepte como su consecuencia natural y acaso como norma de la misma, el anularse como persona. Pero, justamente merced a este negativo adscribirse a las organizaciones de lucha, la acción nunca alcanza el nivel de una forma de vida coherente, conclusa.

El espíritu de la acción se desvirtúa cuando se la concibe sólo como un medio; se resiente, entonces, de cierto formalismo que neutraliza las energías espirituales de donde fluye. Ni siquiera resulta positiva la decisión de sacrificarse, de despersonalizarse; no puede serlo, por cuanto   —275→   ella encierra una idea de la acción que, de hecho, equivale únicamente a un transigir y no a un acto de amor que conduzca al sacrificio par la aceptación de la actividad como valor supremo, como norma supraindividual que trasciende el orden de la vida personal, sin oponérsele.

Ambas actitudes -no creerse significativo para la sociedad y no sentirse por ella representado- condicionan, en aparente polaridad, el sentimiento de un raigal extravío de la comunidad. La ausencia de armonía entre el «ser y el pensar» alcanza, en el americano del sur, extremos que, al hundir a los individuos en la mutua suspicacia respecto de su personal legitimidad, va aniquilando toda fe. Dicha falta de concordancia entre las palabras y los actos, se reproduce elocuentemente en el abismo que separa la vida privada de la actividad social y política, en la grotesca separación existente entre la norma de acuerdo con la cual el individuo vive lo privado y lo público.

Estas contradicciones, representan la expresión unitaria del juego puramente técnico-económico al que se intenta reducir las tensiones sociales. En efecto, los organismos políticos desempeñan una función limitada a servir de trama racional ordenadora a los impulsos humanos vegetativos. La desrealizadora exigencia, consistente en que el individuo sólo transmita a su partido la vibración de los impulsos primarios, pero racionalmente aislados, liberados, por decirlo así, de la real trabazón que poseen en la vida interior, determina la índole propia de las vivencias políticas del americano. Por ella misma se comprende la «pasividad», característica del modo de su participación en los movimientos sociales.

Al verificar cómo la propia y ajena incorporación a los distintos grupos políticos se realiza en forma puramente mecánica y exterior, fortalécese en el americano la certidumbre de no estar legítimamente representado por las afirmaciones de aparente tenor colectivo, ni por los dirigentes que las sustentan. De ahí, también, la desconfianza, la general suspicacia proyectada sobre la autenticidad del prójimo, a través de un recelar que constituye una de nuestras actitudes más típicas. Vivimos, en rigor, aquella forma de mutua desconfianza que resulta la adecuada al ánimo propio de una comunidad donde nadie se siente plenamente expresado, y en cuyas formas, por el contrario, se columbra vagamente una mixtificación de lo auténtico, de lo propiamente americano. ¡Cuánto escepticismo a pesar del énfasis afirmativo! ¡Cuánta   —276→   duda penetra el momento mismo en el que es sancionado un acto de significación colectiva! En verdad, trátase de un asentir mediatizado por legión de reservas, de un amor ideal, ritual casi, tradicional en todo caso, a la idea de la democracia o de la libertad, por ejemplo; amor lleno de una apenas disimulada desconfianza, que mal oculta la duda de que exista identidad entre lo que como ideal se afirma y el motivo que realmente anima las decisiones personales. Junto a la suspicacia, despiértase la conciencia «ingenua» de un extravío de la comunidad, conciencia de extravío que frecuentemente oscurece los más hondos designios.

Sin embargo, la exclamación: «¡tenemos futuro!», está siempre; pronta en los labios del americano; pero, ¡qué poco presente está cada joven en sus acciones y qué poco activo ante su desorden íntimo! En dicha frase no anida otro significado que el de un confuso sentimiento de expectación, de fuerza y de vitalidad; exprésase en ella una vacía esperanza, antes que una imagen concreta del futuro, un ansiar indeterminado, batido por todas las borrascas del ánimo; esa expresión corresponde, en fin, a un vacío anhelar compensatorio de un presente vacío... Ortega y Gasset ha observado, en este sentido, que la juventud argentina goza de una gran fuerza vital, pero que carece por completo de disciplina interna. A esta desarmonía correspondería, en otro plano, derroche de énfasis, pero desprovisto de precisión.

Ortega piensa que el argentino, particularmente el intelectual, debería aplicarse a cultivar la disciplina interior, y antes de proyectar la reforma del mundo exterior luchar por la «previa reforma y construcción de la intimidad»204.






Arriba Capítulo X

Inmoralismo y percepción indiferenciada del prójimo



- I -

La visión de la inasible singularidad de todo lo que constituya un acontecer con sentido, condiciona en el hombre una primaria experiencia de la vida. Dondequiera que lo particular se vislumbre, en las cosas o   —277→   en las personas, el individuo experimentará alegría o pesadumbre, arrobo místico o necesidad de objetividad, según cómo vea implicarse lo singular del instante en la imagen del cosmos. Así; al intuirse los designios del acontecer como inefables en el individuo e incognoscibles en el mundo, el sentimiento que acompaña a lo concebido como puramente contingente puede llegar a transformarse en sentimiento trágico, al encarnar como contingencia personal, al no poder erigirse la unidad de sentido que enlace el acaecer interior y el devenir del universo. Por eso, la tragedia culmina, en su movimiento estético y dramático, en el monólogo, a través del cual el protagonista se expresa enfrentándose a lo absolutamente singular de su destino, pero buscando siempre la simultaneidad de sentido con el todo. Pues, en verdad, en el monologar se alcanza esa proximidad interior al Ser mismo, donde el acontecer personal parece armonizarse, en algún punto, con lo originario, cósmico y primordial, «donde lo inaccesible se convierte en hecho» (Goethe)205. Formulando lo aquí aludido de un modo general, diremos que se trata de saber cómo reobra en la vida del hombre el hecho de verificar la existencia de lo singular en el seno de lo universal; de saber, qué especiales actitudes despliegan las diversas sociedades ante la presencia de lo particular, al presentir cómo concurren infinitos elementos y fuerzas a la aparición de un hecho. Y no se trata, puramente, de una impresión estética de la singularidad, sino del influjo de cierto demoníaco pavor desencadenado por la visión de lo único, de cierta impotencia para lo real, de un preocuparse por el sentido de la vida, que llegan a nublar en el hombre la visión creadora de lo inmediato en su encarnación singular.

Analizaremos, a continuación, la forma en que se manifiesta dicha experiencia en las relaciones interhumanas, partiendo para ello del supuesto   —278→   de que cada pueblo posee una concepción peculiar de lo singular o, más propiamente, que reacciona de diversa manera ante el demonismo de lo inefable.

En el acto de vincularse el americano a su prójimo, se destaca lo opuesto a la alegría de la individuación, esto es, la aprehensión generalizadora de lo singular, lo que se revela en la incapacidad o resistencia para concebir al prójimo como envuelto en un particular sino, y por la tendencia, al contrario, a relativizar los ajenos motivos, generalizándolos. Llamaremos inmoralismo nivelador a lo peculiar de esa conducta que se caracteriza por intuir el alma ajena, preferentemente, en cuanto se da, o se supone inserta en una totalidad, y no en cuanto ella se basta a sí misma (cosa que también ocurre cuando el hado se concibe como la señal de una fatalidad colectiva).

La negación del sustrato personal al sentido de los actos propios o ajenos, que el inmoralismo supone, engendra reacciones de típica irresponsabilidad. Pues, el inmoralismo, concebido como actitud vital, conduce a la indolencia, tan pronto como el sujeto vive la responsabilidad frente al prójimo transformada en meros requirimientos de instancias impersonales. Intuir, en cambio, el alma ajena en su cabal individualidad, y como tal amarla, constituye el supuesto fundamental de una convivencia creadora, éticamente condicionada. No lesionamos la cualidad única del acontecer personal al subordinar a lo humano sus contingencias, es decir, cuando las juzgamos como expresión particular de lo general en el hombre; pero, por el contrario, ella se deforma si al vinculamos al prójimo, concebimos el signo de su instante como un atributo de su estar adscrito a una instancia neutra e impersonal.

Recordamos estos hechos, repetidamente analizados y, en cierto modo, lugar común de sociólogos, únicamente para destacar más claramente el orden de sentido de la mediatización o «inmoralismo» americano. El efecto, el inmoralismo señala la huida de lo individual, por la hostil percepción del yo, aislado en su abismal singularidad. A ello contribuye la vivencia de nuestra interior discontinuidad. Porque es este autoconocimiento el que, a su vez, reobra y se vierte en la captación del prójimo, inclinándonos a forjar su imagen merced a artificiales estabilizaciones íntimas. Por esta razón, el americano desconoce, generalmente, la casi mística participación en la psique ajena que fundamenta la amistad como forma vital. La amistad, en verdad, sólo resulta posible por las afirmaciones   —279→   que manan de la personal coherencia y continuidad de lo absolutamente singular en su humana manifestación. Si la vida psíquica se estructura como continua fuga, a pesar del impulso afectivo que se actualice en el mutuo contacto, permanecerá siempre un gran remanente de ambas individualidades sin participar en él. Este hecho, precisamente, caracteriza a la soledad en la amistad propia del americano del sur. Al encontrarse sometidas las relaciones personales al imperio de tal limitación, no debe sorprendernos lo frágil de nuestro sentimiento de comunidad. El escritor boliviano Humberto Palza, cree descubrir cierta típica falta de solidaridad en la vida boliviana, cuya caracterización considera aplicable a toda la América Latina, hecho que describe sin reticencias: «La sociabilidad boliviana -entiéndaselo en su acepción sociológica más amplia- no está tanto fundada en la trama íntima de las almas personales vigorosamente ensambladas desde adentro; está más bien fundada en reunión externa de átomos que coinciden en finalidades últimas pero que conservan su radical individuación»206.

Constituye, pues, un rasgo típico de la vida afectiva americana el interpretar el sucederse personal o colectivo por medio de esquemas de casi mecánica referencia a lo general. El monádico aislamiento de los individuos hace posible que los círculos de convivencia alienten en una atmósfera ruda e indiferente, donde se advierte la ausencia del indefinible nexo individual, no obstante el juvenil entusiasmo de mutua aproximación que fluye de las almas. En el amor mismo, se rechaza el sino personal, lo singular de su índole, y se le vive, particularmente entre los hombres de nuestro pueblo, a través de cierta oculta y como ordenada fatalidad -biológica, abisal-, que se imagina como propia de este vínculo, fatalidad a la que los amantes creen subordinarse sus más íntimas decisiones. En este sentido, por inhibirse la experiencia de lo singular, obsérvase en su vida amorosa antes contingencia o fatalidad, que tragedia. Como consecuencia de ello, el desenlace de la pasión y del amor, sólo es vivido como forma esencial de la vida; pero, como de lo universal aún no se participa, como no se le intuye en el sentido de un orden, se le vive, en verdad, en el ínfimo modo que supone el referirlo a un imperioso arbitrio. Lo típico de este extravío -y desde otra perspectiva, como más adelante veremos, trance evolutivo y creador- es   —280→   referir la historia individual no a su idea, sino a un orden inexorable de fuerzas elementales207.

Esta actitud frente al «tú» engendra consecuencias negativas, puesto que la responsabilidad ética no se plantea, se torna difusa o se desvanece, al imaginar el individuo que se enfrenta al azar de su prójimo como a una suerte de «azar colectivo». Con todo, dicha actitud posee un fondo positivo, en razón de que sus preferencias a lo impersonal -en el sentido restringido que aquí le conferimos- son hijas de un ya naciente sentimiento de la unidad colectiva. Mas, cuando el americano llega a identificar válidamente lo impersonal con el valor supremo regulador de sus acciones, y solamente entonces, adquiere para él un marcado carácter moral la impersonal vivencia del tú. Pero, justamente en este punto, y como transición a otro plano del mismo problema de la mediatización de las relaciones interhumanas, es necesario precisar en qué sentido la afirmación de lo impersonal resulta creadora para el individuo que la sustenta.




- II -

Nos parece que todo el desarrollo de lo que precede, ha transcurrido junto con el desenvolvimiento de dos objeciones subrepticias que ahora sacaremos a la luz.

La primera se presenta armada de aquel a priori sociológico vinculado a Simmel208 a la peculiar unidad sintética de la sociedad,   —281→   cuyas limitaciones teóricas determinamos en la Introducción. Según Simmel, la actuación de una categoría constitutiva de lo social, esto es, del proceso consistente en generalizar, en función de sí mismo, la imagen del prójimo y en el simultáneo elevar a los otros individuos al extremo ideal del tipo al cual se cree pertenecen, bastaría por sí sola, para explicar los fenómenos colectivos de impersonalismo o mediatización de las relaciones. A ello se agrega además, el hecho de que todo el proceso de doble generalización de las posibilidades del prójimo -que por un lado reduce la singularidad de la persona a una categoría determinada, y por otro la concibe como realizando plenamente su esencia individual-, está limitado y subordinado por la existencia de un centro interior, cualitativamente diverso en cada hombre, y cabalmente inasible, inimaginable. De las deformaciones operadas por la generalización de la imagen, espiritual del otro, impuestas por el deficiente conocimiento de sí mismo y del prójimo, dependen las formas desplegadas por las relaciones interhuanas. Es decir, para la mencionada teoría de la sociedad -como para otras congéneres-, al intentar describir un aspecto de la conducta social del americano no habríamos hecho otra cosa, en rigor, que juzgar como diferencial una reacción o comportamiento inherente a la posibilidad misma de la existencia de la sociedad. Pero, esta objeción se desvanece al presentarse la segunda que, como veremos, a la vez que invalida a la primera, acaba por anularse a sí misma. En efecto, para esta última, únicamente nos hemos limitado a describir algunos aspectos indistintos de la conducta colectiva. Ahora bien: de ser ello exacto, no se explicaría cómo las formas de generalización de la imagen espiritual del otro y las vivencias de lo colectivo -que, configurándose recíprocamente, son consideradas inherentes a la constitución de la sociedad-, no se explicaría cómo pueden culminar, en determinadas circunstancias, en la pérdida del auténtico sentido para lo colectivo. Al hacer tal consideración, pensamos en la continua variabilidad histórica que se manifiesta en los modos de generalizar la ajena individualidad; pensamos en cómo el espíritu proclive a generalizar propio de los movimientos de masas de la época actual, se contrapone a un legítimo sentimiento de comunidad. Verdad es que, como lo afirma Simmel, caracteriza a las acciones de masas la «comunidad de lo puramente negativo». Lo cual debe entenderse en el sentido de que mientras más extenso es un círculo social, las normas de conducta impuestas por aquel   —282→   al individuo, acrecientan su carácter puramente prohibitivo, negativo, desprovisto de significación singular para la persona que las acata. Sin embargo, el antagonismo existente entre la universalidad de una norma, y su indiferencia por lo que respecta a la experiencia interior, a la singularidad de la persona, no puede aplicarse a las modernas acciones de masas. Al intentar comprenderlas como una mera agudización cuantitativa del hecho de establecer comunidad en torno a lo puramente negativo -cosa que Simmel concibe como función colectiva de las actitudes originales propias del círculo social de que se trate-, se nos evade su contenido histórico concreto, su significación diferencial. El desmesurado incremento de una onda de comunidad negativa, los actuales síntomas de masificación, son manifestaciones cualitativamente diversas de los procesos de conciencia que convierten ciertas actitudes personales en procesos sociales, y cuyos fundamentos a priori Simmel intentó formular.

En verdad, acontece que no está científicamente fundado postular el «vacío» o el «éter sociológico». Las funciones categoriales de generalización, de tipologización ideal de la imagen del prójimo, sólo adquieren valor de real síntesis constitutiva, o valor hermenéutico, cuando se comprenden como subordinadas a la existencia de una determinada voluntad de identificación, a cuyo peculiar objeto tiende la sociedad. Por este camino, advertimos que la referencia a lo colectivo no favorece las reacciones negativas que se observan entre nosotros -o ellas adquieren otra dirección-, si se posee un sentido primario para lo colectivo, merced al cual lo social se concibe como el valor supremo, sentido que, por ejemplo, parece animar al pueblo ruso. Por eso, no cabe interpretar la «mediatización» o «inmoralismo» americanos, de otro modo que vislumbrando un oculto y peculiar ideal del hombre, presentido en formas originales de idealizar la imagen del otro y de experimentar la vida en comunidad. Del mismo modo, es necesario describir las reacciones negativas características de la certidumbre de lo no logrado, negativismo que también se ciñe a la índole particular de la esfera de objetos que estimula al anhelo de unificarse. La impiedad psicológica, por ejemplo, revela tendencia a identificarse con el valor del hombre por el hombre mismo, valoración que constriñe al estoicismo de lo humano y a esta misma impiedad, en virtud de los titánicos autorrequerimientos a que se somete el individuo. Pero, ella también puede presentarse en cierto tipo de organización social, tal como acontecía entre los antiguos indios   —283→   del Perú, en la vida de los cuales la impiedad se manifestaba como indolencia frente al prójimo, motivada por la identificación del individuo con el «estado», o por saber que no escapaban al control estatal ni las menores contingencias individuales. Sin embargo, no todas las modalidades de referencia al estado, ni las diversas formas de que se reviste el sentimiento de comunidad imponen, necesariamente, la presencia y el despliegue de nexos mediatizados o impersonales.

La determinación de los «absolutos» sociológicos debe ceder su lugar al estudio de la índole concreta de la comunidad, que se manifiesta tanto en la naturaleza propia de su objeto de unificación, como en su originario sentimiento de lo humano. Teniendo esto presente, delimitaremos otro aspecto del impersonalismo americano, el que emana, justamente, de vacilaciones en la esfera de la convivencia.

Con este objeto, distinguiremos, provisoriamente, entre percepción natural o percepción diferenciada del prójimo; o, entre percepción indiferenciada o mediatización, de un lado, y percepción diferenciada o inmediatez del vínculo, de otro. Es decir, hablaremos de mediatización cuando el contacto humano se realice por asedio de la previa identificación del individuo con una totalidad, reservando el término de inmediatez o vínculo directo para cuando acaezca que el hombre sea captado en sí mismo. En este último caso -prescindiendo de que existan o no núcleos de individualidad cualitativamente diversos y por entero inaprehensibles-, alúdese a la existencia de una específica modalidad de referencia al prójimo, cual es la que anima el ideal del hombre propio del americano, demarcando los meandros o inhibiciones que caracterizan su aislamiento subjetivo.

Así, podemos decir que, por encima de la conciencia ingenua y natural del nosotros, elévase la experiencia original del tú, el sentimiento metafísico peculiar experimentado frente al alma ajena, el cual caracteriza, esencialmente, las formas de sociabilidad de un determinado grupo humano. Dicha primordial vivencia del tú, fundamenta la aprehensión históricamente diferenciada de la psique ajena. Advirtamos, con todo, que sólo echando mano de artificiales abstracciones, puede imaginarse dicha aprehensión como constituyendo un estrato de la intersubjetividad situado sobre el saber der otro puramente instintivo, indiferenciado, mediato o formal.

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El tránsito desde la desnuda percepción del prójimo -desnuda por indiferenciada o mediata, pero, de todos modos, como tal tránsito, inasible, en verdad-, hasta la experiencia original del tú propia de una comunidad, verifícase a través del conocimiento de sí mismo. Entendemos por éste, claro está, antes que una actividad del alma dirigida al autoperfeccionamiento, la expresión de alegría que se desborda por la visión de lo singular; antes que un racional esfuerzo analítico, un acto de amor. Trátase, en rigor, de un conocimiento de sí mismo que, en las hondas fuentes espontáneas de la vida, transfórmase en anhelo de establecer vínculos directos con el hombre. Es el autoconocimiento que, como necesidad de prójimo, configura la esencia histórica del ser del individuo.

Cuando ahondamos en los diversos estratos de nuestras motivaciones, la voluntad de aprehender el móvil original del acto, participa de un sentimiento de universal solidaridad con el todo. La inclinación a captar los procesos anímicos y espirituales -en nosotros y fuera de nosotros- nos aproxima orgánicamente al mundo circundante, a la naturaleza viviente. Tan pronto como ello acontece, se desvanece, por ejemplo, la angustia ante el paisaje, apareciendo, en su lugar, un sentimiento de vital armonía. El mismo antagonismo, que envuelve en brumas lo real o aparente del movimiento interior intro o extraversivo, puede observarse en las típicas huidas del americano. El desorden íntimo le arroja a un frenético desparramo de sus energías en el mundo exterior, comportamiento que denota ausencia de armonía entre mundo e intimidad; por consiguiente, el alegre equilibrio propio de la auténtica acción, se torna oscilante, en tanto perdura un rescoldo de hostilidad hacia el yo, cosa que, justamente, impide una acción en el mundo que no represente una mera pérdida en él. No se perfila, aparentemente, la existencia de un nexo estructural dado entre el espiritual ahondar en la personal forma de vida y la sensación de estabilidad en el mundo, que fluye de esa atención a lo íntimo; no obstante, dichas modulaciones anímicas son afines, poseen una raíz común, por lo que se articulan la voluntad ele autocomprensión y el anhelo de establecer vínculos orgánicos con el prójimo y la sociedad. Tal afinidad constituye, ciertamente, un rasgo esencial de la vida del alma.

Lo propio acontece en la manera de ofrecerse a la conciencia la ajena individualidad; cualquiera que sea la forma como aprehendemos la realidad psíquica del prójimo, será el grado de nuestra interiorización el   —285→   que determine la índole del vinculo con el otro. Junto a la evidencia natural del ser ajeno -tanto si el saber del nosotros precede al conocimiento de sí mismo, tanto si es producto de asociaciones y de introafecciones, como si procede de una primitiva evidencia del tú-, en uno y otro caso, se constituyen, en estratos psíquicos diferenciados histórica y socialmente, modos de aprehensión del tú que revelan la naturaleza particular de las relaciones espirituales que se establecen en una comunidad determinada209.

Ahora bien: la hondura del vivir subjetivo, que condiciona las diversas modalidades de unión con el prójimo, está influida por la visión del mundo que emana de la naturaleza de nuestro aislamiento interior; influida por la peculiar dirección de trascendencia en que se nos impone la realidad, prescindiendo de los requerimientos que operan, puramente, como vínculos interpersonales a través de intereses. Así, en la voluntad de autocomprensión -tan fugaz en el americano-, amor al mundo y vinculación orgánica con el prójimo se entrelazan estrechamente; pues, en este amor, también late su ideal del hombre, revelándose en una particular experiencia del tú, aunque transitoriamente se actualice como impotencia expresiva. La vida social evidencia sus rasgos más típicos en el desenvolvimiento de las relaciones afectivas y espirituales; pero, dichas formas de relación, todavía fluctuantes entre un ingenuo saber del otro y su aprehensión diferenciada, singular, se rigen por un especial mecanismo de inhibiciones y espontaneamientos. Cabe señalar, en general, el hecho de que la fortaleza empleada en vencer las inhibiciones que obstaculizan el autoconocimiento, origínase en la potencia del nexo amoroso que se establece con el mundo y la sociedad. Se explica, así, el ritmo discontinuo propio del curso de su vida. Pues, el americano del sur vive dentro de límites que se desplazan entre la negación obstinada de sí mismo y la juvenil exaltación; entre el abandono, la entrega inerte a los estados de ánimo y el cultivo del sentimiento de su posibilidad de futuro. Frecuentemente, tal creencia pone en sus actos su impronta indolente; puesto que, dicha indiferencia está motivada por la confianza que le inspira su vitalidad, en la cual se afirma, aunque ello sólo fugazmente llega a proporcionarle serenidad y alegría.

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Es característico de algunas aproximaciones de americanos del pueblo, el vaivén silencioso que adquiere su diálogo, oscilando entre ideas y sentimientos levemente esbozados en esguinces, gestos o monosílabos, en los que casi nada se expresa y todo se deja suponer; no obstante, los interlocutores se comprenden mutuamente. Significativo, también, es el deambular, aparentemente ausente uno de otro, y, sin embargo, infinitamente próximos, anudados en la común impotencia -y ansiedad al propio tiempo-, para comunicar lo que acontece en el alma. Como una manifestación cabal de dicha impotencia expresiva, recordemos, por ejemplo, los amores de Pablo Luna, el «gaucho-trova», narrados en la novela Soledad, del escritor uruguayo del siglo pasado, Eduardo Acevedo Díaz. El personaje, aunque muy estilizado, ya que se le representa como arquetipo de lo gaucho, sitúase más en la realidad cuando el autor nos deja, entrever la naturaleza de sus vínculos afectivos210. Así, en las escenas en las cuales Pablo Luna aparece galanteando a Soledad, la ausencia de espontaneidad afectiva delátase en el intento de compensar, con rudeza, lo parco del discontinuo, casi incoherente dialogar. Desde el íntimo hermetismo, el diálogo, apenas silencio de palabras enrarecidas, estimula la rudeza; pues, el mutismo, erigiéndose obstinado entre la tensa presencia de las personas, parece conducir, ineludiblemente, a la violencia afectiva primaria211.

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En este sentido, recordemos, también, las «ternuras» pintadas por Pedro Figari, empleando tonos imaginales llenos de impersonalismo, al igual que en sus velorios, entierros de negros y candombes212.

O piénsese en el impersonalismo, en las miradas petrificadas de los óleos de Agustín Lazo; o en el diálogo muerto de la «soldadera» de Julio Castellanos, donde antes aflora la voluntad de vínculo, impotente para la conquista de relaciones espontáneas, profundas, que una claridad geométrica, cartesiana, como afirma Cardoza y Aragón213.

Cuando el angustioso impersonalismo marcha acompañado de la persistente conciencia de la falta de designios, el curso de la vida se precipita, sombríamente, en el autoaniquilamiento. Entonces, la falta de designios y la impotencia expresiva, torna ciegos los anhelos, discontinuos y sin dirección, los afanes. Tal imposibilidad de amar, pone su impronta sombría en tristes existencias. Es lo que observamos en la vida de Ismael, de la novela Alhué del escritor chileno J. S. González Vera; igual cosa revela la vida del «maestro José Amaro», de la obra Fuego Muerto de José Lins do Rego, donde, por ejemplo, se nos dice: «José Amaro sintió entonces el deseo de hablar con su familia, de entregarles su intimidad,   —288→   de encontrar la ternura de su hija. Era muy raro lo que sentía en ese momento. Él era duramente áspero, como un cacto erizado de espinas».

La engañosa euforia del beber, no vulnera el remanente de ideas y sentimientos que un velo, y no el propio de la intimidad, con frecuencia, oculta. Al contrario, ella agudiza la conciencia de que es el caos insondable de las motivaciones quien elabora el instante, tortuosamente vivido. Por eso, la visión interior de los motivos que configuran nuestra vida, engendra sentimientos de plena actualidad personal, de contemporaneidad con el mundo y los demás. Dicha simultaneidad de sentido crea, a su vez, la imagen singular, del hombre como prójimo, más allá de su percepción indiferenciada.

La tristeza, el desánimo del americano obedece, en una de sus formas, al presentimiento de que su interior abandono y el denso cerco de sus afecciones, le aíslan en la existencia. En cambio, cuánta alegría envuelve la juvenil audacia con que, en ocasiones, se manifiesta en él la decisión de alumbrar los ocultos motivos de los actos individuales y colectivos, por encima de todo inmoralismo nivelador; y qué desamor indica el abandono, la impiedad psicológica, que también le es propia. La caída en este último extremo, delata su desdén por el destino afectivo y espiritual de las personas que integran su círculo de convivencia. Cuando tal indiferencia formadora pesa sobre la sociedad toda, levántase una niebla de desconfianza. La incertidumbre que despierta la preocupación por el propio destino y la suspicacia proyectada sobre la legitimidad de las ajenas decisiones, caracteriza entonces, aunque parcialmente, el fenómeno de la captación del alma del otro, descubriéndonos, además, el sentido que conferimos al nosotros. De este modo, la falta de objetividad en la mutua comprensión, acaba favoreciendo la creencia en cierta fatalidad. Pero, ello no significa que el americano sea fatalista o que se abandona merced a su fatalismo; al contrario, son las actitudes como el abandono, la resistencia opuesta al conocimiento de sí mismo y al autodominio, las que le conducen hacia él, a través del presagio -que sigue a la pérdida de la continuidad íntima- de su ineludible encadenamiento.

Y cuando a todo ello se agrega, finalmente, la certidumbre de la falta de designios, reacciónase con cierta ironía, no vinculada a una visión trágica del acontecer, sino a esta misma ausencia de un sentido de la vida. En la literatura chilena del siglo pasado, por ejemplo, observamos   —289→   tal fenómeno en Jotabeche y Vicente Pérez Rosales. Nos dice, el primero, que está resuelto «a vivir sin plan y sin cosa que se le parezca», pues, el mundo social le aparece como «puros caprichos del acaso». Por su parte, Pérez Rosales, en el Diccionario de «El Entrometido» -y no por escéptico-, irónicamente somete a una suspicaz y aguda torsión de sentido a palabras como «derecho», «elección», «igualdad», «libertad». Todo lo cual señala un hondo dudar de que la legitimidad y la veracidad animen, realmente, las ajenas actitudes.