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El simbolismo del espacio en «Parábola del náufrago», de Miguel Delibes1

M.ª Pilar Celma Valero





En 1969 Miguel Delibes sorprende con la aparición de una novela, Parábola del náufrago, que resulta absolutamente atípica en el conjunto de su obra. Y es atípica por varias razones: en cuanto al contenido, esta novela rompe con el realismo social en que se enmarcaban sus anteriores novelas y rompe, incluso, con la exigible verosimilitud, dando el salto a la literatura fantástica. Si Delibes ha defendido siempre la importancia de los personajes, que sostienen por sí solos la trama de la novela2, los de Parábola del náufrago son personajes tan alienados y sometidos a situaciones tan extremas y absurdas, que llegan a metamorfosearse en animales. En cuanto a la técnica y el lenguaje, Delibes se sirve de modernas técnicas narrativas e inaugura originales procedimientos expresivos. Tan atípica resultaba esta novela que fue recibida de manera muy desigual por la crítica. Mientras unos estudiosos consideraron que se trataba de un tributo que el autor rendía al experimentalismo narrativo en boga en ese momento, otros celebraban las novedades como algo inherente al contenido de la novela3. En esta línea de análisis de los nuevos recursos en correspondencia con el tema de la novela, cabe destacar los trabajos de Alfonso Rey y, muy especialmente, el de Ricardo Gullón, quien realiza una interpretación de conjunto sumamente sugerente.

Hay que tener en cuenta que, como su nombre indica, la novela se plantea como una parábola; es decir, una «narración de un suceso fingido, del que se deduce, por comparación o semejanza, una verdad importante o una enseñanza moral», según la definición de la RAE. El fingimiento es aquí llevado al extremo, pero es obvio que de la lectura de la obra se deriva una verdad, una enseñanza moral; en suma, un aviso de alcance universal. Delibes declaró ser consciente de ese fondo ético que subyace en toda su obra, que podía, en su opinión, llegar incluso a lastrarla. Sus palabras, aunque referidas a toda su obra, cobran especial sentido concretadas a la Parábola del náufrago:

«[...] El acoso o la marginación de estos seres puede provenir de muy diversas causas (la ignorancia, la crueldad, el desamor, la organización) pero nunca estarán lejos el Dinero y el Poder. He aquí el común denominador de mis fábulas: el hombre como animal acosado por una sociedad insensible (duro drama suavizado por una punta de ironía que desbloquea las situaciones extremas). Esto implica que yo he lastrado mi obra con una preocupación moral, esto es que, a mi inquietud estética, he unido una inquietud ética, que si literalmente es irrelevante, busca de alguna manera un perfeccionamiento social».


(García Domínguez, 17)                


Creo sinceramente que ese fondo ético, que subyace siempre en sus obras, no llega nunca a ser un lastre, sino que el autor consigue un equilibrio perfecto entre el interés de la historia y el mensaje subyacente. Hay siempre en las novelas de Delibes cierta tesis -bastante general-, pero nunca moralina ni dogmatismo y, desde luego, nunca condiciona la trama hasta el punto de que la historia se vea condicionada o limitada.

Pero, si en alguna novela tenía que hacerse más palpable esa enseñanza -que yo prefiero definir sólo como llamada de atención- tenía que ser en la que se plantea como una parábola. El sentido de la segunda parte del título se desvela casi al final de la obra, cuando el protagonista, angustiado por el avance del seto que le aísla y le va privando de espacio, piensa que aún podría estar peor y se imagina a un náufrago que ha quedado aislado en un cubículo del barco con algo de aire, pero el agua va avanzando y disminuyendo cada vez más el oxígeno. ¿Es ese ejemplo alegórico concreto el que justifica el título o hay que pensar que el náufrago es una metáfora de alcance universal, que representa al hombre perdido en un mar amenazante? Antecedentes no faltan en la literatura de todos los tiempos, que permitan suponer ese simbolismo.

Puesto que los ejemplos que imagina el protagonista de esta Parábola consisten en una cada vez mayor privación de espacio y, en consecuencia, del aire imprescindible para vivir, con todo el simbolismo que ello lleva implícito, el análisis del espacio narrativo en esta novela se presenta como un punto de partida adecuado para una aproximación al sentido general de la obra. Por otra parte, conviene también revisar las técnicas y procedimientos expresivos de que se sirve Delibes porque -y en eso no es atípica esta novela- existe una íntima relación entre el tema y la forma de narrarlo, como siempre propugnó Miguel Delibes.

Parábola del náufrago se abre, como muchas otras novelas, con una descripción de lugar:

«Primero estaba la calzada con el paso cebrado de peatones, luego la acera de grises losetas hexagonales, luego la verja de barras rematadas en punta de flecha, después el jardín (unos jardincitos enanos, de bojes, arriates y rosales trepadores, con senderos de ceniza zigzagueando entre el peinado "green grass", y, por último, en el promontorio verde, el macizo edificio de mármol blanco con amplios ventanales rectangulares sobre el jardín y, en lo alto, presidiéndolo todo, el luminoso parpadeante: DON ABDÓN, S. L.».


(13)                


En principio se trata de una descripción realista, hecha por un narrador totalmente objetivo y que se sirve de una técnica de aproximación a modo de un zoom. Es habitual que las novelas empiecen describiendo el marco en que se sitúan los personajes y en que va a desarrollarse la acción. Y también es normal el uso del pretérito imperfecto de apertura (muy propio de los cuentos y de las parábolas). Casi lo que más sorprende es la poca gracia expresiva del pasaje, con el uso del verbo estar, que resulta coloquial, y con unas reiteraciones (luego, luego; después...; y... y...) que, tratándose de Delibes, no pueden achacarse a la impericia estilística del escritor. Más se aviene con el tono distanciado que va a adoptar el narrador a lo largo de toda la novela.

El realismo de este pasaje inicial queda roto a continuación por una especie de tabla de equivalencias, en la que el nombre de los signos de puntuación se iguala al signo convencional en sí. Y esta especificación cobra enseguida sentido, pues el siguiente pasaje se sirve de dicha equivalencia, sustituyendo los signos convencionales de puntuación por el nombre escrito de los mismos:

  • igual igual a =
  • punto = a .
  • coma = a ,
  • punto y coma = a ;
  • dos puntos = a :
  • comillas = a « »
  • abrir paréntesis = a (

[...]

Tras la verja coma a la derecha de la cancela coma junto al alerce coma se hallaba la caseta de Genaro abrir paréntesis al que ahora llamaban Gen dos puntos ¡Toma, Gen; ven, Gen! cerrar paréntesis coma como de muñecas coma blanca también coma el tejado de pizarra gris y cuando llovía o Baudelio Villamayor el jardinero abrir paréntesis en cuyo invernadero inició Jacinto su movimiento Por la Mudez a la Paz cerrar paréntesis regaba coma el tejado de pizarra gris tornábase negro y reluciente como recién barnizado punto.


(13-14)                


El narrador sigue explicando la situación de Gen, el perro que ocupa la caseta en el jardín de la Casa, que, en realidad, es un hombre, amigo del protagonista, que por una desobediencia se ve sometido a un atroz castigo: su paulatina trasformación en perro. Durante cuatro páginas se explican su situación y sus antecedentes. Y, a lo largo de la novela, siempre que el narrador vuelva a dar cuenta de las circunstancias y acciones de Gen, utilizará este recurso de sustitución de los signos por su nombre4. El largo pasaje descriptivo de la situación de Gen concluye con una significativa frase: «Entre Jacinto y Genaro existía ya un lenguaje inexpresado que hacía ociosas las palabras punto y aparte» (14). En el siguiente pasaje de la novela, el narrador nos sitúa en otro espacio: el interior de la casa y, en concreto, el cuarto de baño. A la vez una nueva técnica y una especial convención gráfica marcarán ese espacio y lo que en él sucede: cada vez que el protagonista, Jacinto San José, se mira en el espejo del aseo, se abre un monólogo interior, a modo de flujo de conciencia, pero que tiene la particularidad de que no utiliza la primera persona, sino la segunda persona autorreflexiva. Dicho flujo de conciencia está marcado siempre por la letra cursiva:

«Luego, en el servicio (caballeros), Jacinto se frotaba las manos con polvos de jabón y se hablaba en el espejo según su costumbre, que Genaro es más feliz que antes, te lo digo yo, Jacinto, dónde va aparar, no me digas, que si la mujer, que si los hijos, cada día una tecla, un lloraduelos. Y ahora, ya le ves, le llevas un hueso y bien, tan contento, y no se lo llevas y también bien, que no te creas que lo echa en falta, ni se preocupa, ni se indispone, ni nada de nada. Y es que, ¿sabes tú cuáles lo malo de nuestra condición, Jacinto, eh? Pues eso: pararte y pensar, que todavía me acuerdo del día que Genaro vomitó aquel estofado porque vio una mosca en la salsa al acabar de comer, ¿qué te parece? Anda, mírale ahora. Y es que la mosca no es lo malo, Jacinto, convéncete, sino pensar la mosca, eso, que si no piensas la mosca es como si la mosca no existiera».


(14-15)                


Con el fin de la cursiva, reaparece la voz del narrador, primero con una descripción del protagonista (con los tiempos verbales en presente) y después con una narración en pasado (pretéritos imperfectos para los hechos habituales e indefinidos para los hechos puntuales), descripción y narración perfectamente ensambladas. Desde el principio, en los pasajes de localización, vimos que se trataba de un narrador objetivo; pero en cuanto aparecen los personajes comprobamos también que es un narrador totalmente distanciado, pero que, curiosamente, fluctúa entre la omnisciencia y la duda:

«Jacinto así, a primera vista, viene a ser un hombre del montón: ni alto ní bajo, ni grueso ni flaco, ni atildado ni sanfasón; un hombre en serie de ojos azules (grises pálidos junto al mar, que Jacinto añora, o las tardes brumosas) [...] Jacinto da la impresión de ser miope y a lo mejor lo es».


(16)                


El narrador sabe lo que añora el personaje, pero desconoce algo tan objetivo como su posible miopía. No obstante, la peculiaridad más interesante en cuanto al narrador como elemento constitutivo del relato es que el distanciamiento respecto a sus personajes -e incluso respecto al lector- está marcado también por un procedimiento lingüístico: el uso abusivo, innecesario, de paréntesis explicativos:

«Jacinto no es obcecado ni indiferente. Con sus jefes se muestra respetuoso, quizá por un sentimiento innato de sumisión, quizá porque el contexto histórico-social (como dice César Fuentes con su vocecita de castrado) no se presta a otra cosa, quizá porque la insumisión (piensa Jacinto) es generadora de discordias, quizá, en fin, porque es tímido (Jacinto) y su sola presencia (la del jefe) le amedrenta. En cualquier caso es un funcionario respetuoso y responsable y cuando Darío Esteban, el celador, acodado en el balaustre de su minarete de palo campeche, en el centro de la gran sala circular, enfoca los prismáticos hacia sus subordinados, rara vez se detiene en él (Jacinto) porque sabe, sin duda (Darío Esteban), que Jacinto es un funcionario escrupuloso».


(18-19)                


Junto a estos peculiares procedimientos lingüísticos, deben señalarse otros usos que, si no resultan en sí mismos originales, sí parecen, por su reiteración, cumplir una función especial. Son, sobre todo, tres: en primer lugar, los eslóganes que rigen la vida de la empresa aparecen escritos todos ellos en los carteles con letras mayúsculas, lo que pone de relieve su carácter preponderante sobre cualquier otro pensamiento individual. En segundo lugar, es frecuente el uso de tecnicismos por parte del narrador: en la descripción del paisaje que rodea al Refugio de recuperación se recurre a términos especializados, procedentes de la Biología o de la Botánica. En tercer lugar, es muy frecuente el uso de onomatopeyas, especialmente en los pasajes narrativos («tictacraaak metálico de las calculadoras y el rasgueo, guegueeé, de las plumas», 21; «golpe de gong, ¡boooong!», 21; «siseos entrecortados, pssssst-pssssst», 36; «bic-biiiiiii-bic», 45; «la tierra embebe el agua con un siseo ávido y sedante, fsssssst», 47, etc.). Este tercer procedimiento, el abuso de onomatopeyas en pasajes narrativos, resulta muy significativo. Por una parte, da la impresión de que las palabras resultan insuficientes para expresar determinadas realidades (sobre todo, aquellas que son captadas por un sentido distinto al de la vista), pero, por otra parte, las onomatopeyas suponen una degradación del lenguaje: aunque arbitrario, el signo lingüístico es una convención que resalta la racionalidad y la sociabilidad del hombre; la imitación de un sonido es un medio de comunicación más primitivo, menos racional... El uso exagerado de onomatopeyas incide, pues, en el tema del embrutecimiento del hombre.

En suma, desde las primeras páginas de la novela, el lector se encuentra ante un texto que le sorprende por la presencia de ciertos procedimientos lingüísticos que han de tener una significación especial, puesto que su uso es reiterado y, además, siguen una lógica en su aparición. Será el lector quien deberá dar sentido a esos especiales usos lingüísticos. Recapitulando, estos procedimientos son:

  1. La letra cursiva para los pasajes que reproducen el flujo de conciencia del protagonista. Esta marca lingüística se corresponde con el uso de una técnica narrativa sumamente moderna: el uso de la segunda persona autorreflexiva. Esta convención se asocia a un espacio concreto, el espejo (del cuarto de baño en la Casa) o, en su ausencia, cualquier superficie que refleje la figura del protagonista (en el Refugio de recuperación).
  2. La designación explícita de cada uno de los signos de puntuación utilizados, como si el narrador estuviera dictando en voz alta a otra persona. Este procedimiento se asocia a la historia de Genaro, el compañero de Jacinto metamorfoseado en perro, que habita en la caseta, en el jardín de la Casa.
  3. El uso abusivo de paréntesis reiterativos e innecesarios cuya proliferación no hace sino entorpecer la comunicación. El narrador los utiliza en los pasajes descriptivos y narrativos. Como en el procedimiento anterior, estos paréntesis son una especie de barrera que retarda la comunicación. Se utilizan especialmente en los pasajes que se desarrollan en el interior de la Casa.
  4. El frecuente uso de onomatopeyas en los pasajes que responden a la voz del narrador. Aunque son ya utilizadas en la Casa, su uso aumenta considerablemente en el Refugio de recuperación, progresión que anuncia simbólicamente la animalización del protagonista (y de hecho la novela se cierra con una onomatopeya: «¡Beeeeeeeeeé!».
  5. Uso, por parte del narrador, de abundantes tecnicismos científicos, especialización que contrasta con el carácter primitivo de las onomatopeyas. Son utilizados, sobre todo, en el camino al Refugio de recuperación.
  6. Otra convención repetida en los pasajes narrativos es el uso de letras capitales para los eslóganes que se hallan en la Casa, con lo que adquieren también un significado simbólico: la conducta dirigida por el poder se impone a cualquier pensamiento de tipo individual.

Salvo el uso de la letra cursiva, que se corresponde con la voz del protagonista, todos los demás procedimientos se encuentran en pasajes en los que se deja oír la voz del narrador. Muchos de estos procedimientos dificultan la lectura, la retardan. Puede decirse que van en detrimento de una comunicación clara y fluida. Y, obviamente, esto no es un fallo del autor, sino un objetivo perseguido que halla su razón de ser en el propio tema de la novela.

Así, a través del análisis de los especiales procedimientos lingüísticos utilizados en Parábola del náufrago, procedimientos que afectan a la comunicación, llegamos a la cuestión de la comunicación misma como tema. En el segundo fragmento comentado ha aparecido ya una alusión al movimiento creado y liderado por el protagonista de la novela, movimiento con un título que no deja lugar a dudas sobre su intención y el medio para alcanzarlo: «Por la mudez a la paz». Concebido el lenguaje no ya como medio de comunicación sino como instrumento de conflicto, sólo queda simplificarlo, reducirlo a la mínima expresión, para eliminar cualquier motivo de enfrentamiento. El discurso inaugural de Jacinto San José sirve para justificar dicho movimiento, para especificar los objetivos y para ejemplificar la propuesta concreta:

«[...] finalmente resumió su pensamiento en estas conclusiones:

a/ No es racional que al hombre se le vaya toda la fuerza por la boca; b/ La palabra, hasta el día, apenas ha servido sino como instrumento de agresión o exponente de necedad; c/ Con las palabras se construyen paraísos Inaccesibles para las piernas; y, d/ y última, cuantas menos palabras pronunciemos y más breves sean éstas, menos y más breves serán la agresividad y la estupidez flotante en el mundo.

[...] La reunión se celebró en el invernadero de Baudelio Villamayor entre macetas, palas y rastrillos y unos vasos de vino tinto. El discurso de Jacinto, modelo de economía verbal, fue recogido íntegro por Eutilio Crespo en el Libro de Actas donde, después de la reunión inicial, no volvería a consignarse ni una sola palabra. Decía así:

(Texto into del disco constituto del Movo Por la mudez a la Paz prono por D. Jazo San José Niño):

"Queros amos: dos palas para daros la bienvena y deciros que estamos en el buen camo. La Humana tiene neza de economizar sonos. Es un pelo hablar más de lo que se piensa. Por otro lado, el exzo de palas comporta confusa [...]"».


(97-100)                


Es obvio que la propuesta de creación del movimiento «Por la mudez a la paz» forma parte de la dimensión imaginaria y simbólica -si no fantástica- de esta novela. No es verosímil una propuesta semejante en el mundo real. Pero, de esta forma, confluyen elementos arguméntales y procedimientos expresivos incidiendo en el tema de la incomunicación, tema fundamental en la novela.

Una vez establecidos las peculiares técnicas narrativas y los especiales usos lingüísticos que, como hemos visto, aparecen asociados a unos determinados espacios, conviene profundizar más en el tratamiento de este elemento narrativo en Parábola del náufrago, pues su valor simbólico no deja lugar a dudas, desde el título mismo de la novela.

Los dos episodios que constituyen la acción principal de la novela se desarrollan en dos espacios distintos: el primero, la incapacidad del protagonista para el trabajo y el «juicio» al que es sometido por don Abdón, en la Casa; el segundo, el cumplimiento del castigo, en el «Refugio de recuperación número 13». Ya vimos cómo la novela se abre precisamente con la descripción del primero de estos lugares. Formal y temáticamente la empresa ocupa un lugar preponderante. La descripción inicial utiliza la técnica del zoom: el punto de vista se sitúa fuera del lugar y el objetivo se va acercando de la calzada a la acera, luego al jardín, para centrarse en el edificio y, por último, en el cartel luminoso, que preside todo, y que lleva la inscripción: «DON ABDÓN, S. L.». El carácter realista de esta descripción no oculta su dimensión simbólica. En la descripción inicial se habla simplemente del «edificio», que resulta imponente -«macizo»-, ostentoso -«de mármol blanco»- y regido por el orden -«con amplios ventanales rectangulares»-, y cuyo cartel luminoso lo identifica con una empresa. Sin embargo, a lo largo de toda la novela, este espacio es denominado «la Casa». Por una parte se trata de una empresa que, a pesar de estar calificada como una sociedad limitada, lleva el nombre del dueño y señor de todo, con el don incluido, que marca la superior categoría y la distancia respecto a los trabajadores. Pero, por otra parte, el nombre que se le da cada vez que es aludida, «la Casa», le confiere una familiaridad acorde con la actitud paternalista de don Abdón. A lo largo de la novela se repite en numerosas ocasiones: «[...] don Abón es el padre más madre de todos los padres».

Dentro de la Casa, hay varios lugares en los que se localizan distintas anécdotas. El espacio en el que trabajan es la Sala, curiosamente circular, lo que resulta totalmente atípico y adquiere también un carácter simbólico. En el centro hay un minarete desde donde el capataz vigila con sus prismáticos a los trabajadores y se dirige a ellos mediante un dictáfono. Cuando el narrador se refiere a este espacio utiliza siempre la misma fórmula: «[...] el balaustre de su minarete de palo Campeche». El lugar central que ocupa, la denominación de «minarete» (con connotaciones religiosas y, en concreto, de la confesión musulmana), la materia de que está hecho (fuerte madera rojiza, procedente de América)..., todo, en esta rápida descripción, apunta hacia el poder dictatorial que se ejerce desde dicho lugar. La sala circular, atípica para cualquier tipo de fábrica o empresa y que además contrasta con el aspecto exterior del edificio, de ventanales rectangulares, tiene un claro valor simbólico. Recordemos que el fallo por el que será castigado el protagonista es su impotencia para dibujar ceros. Es el abismo de la nada lo que impide a Jacinto trazar los ceros, en la gran sala circular que representa la negación absoluta de la individualidad.

El segundo espacio de la Casa, que merece una atención especial, es el despacho de don Abdón. Está situado al fondo de la sala y se accede a él a través de una puerta de caoba y un «timbre protegido por una placa de oro» (22), que conecta con un piloto que, iluminado de verde, permite el acceso únicamente al capataz. El narrador resalta el hecho de que sólo el capataz puede entrar en el despacho, pero la norma general se rompe con un: «Ahora sí»; que marca el inicio de la entrevista de Jacinto con don Abdón, para tratar la incompetencia del protagonista. El narrador elige precisamente este hecho excepcional para describir este despacho, con lo que los elementos que conforman dicho espacio adquieren una funcionalidad especial:

«Y Jacinto, sentado en el tajuelo, le contempla (a don Abdón) en alto, enmarcado por el baldaquino de oro, inaccesible, sobre el basamento de mármol de Carrara, un coro de rubios niños alados decorando la alta cúpula. [...] Jacinto está perplejo en aquella inmensa estancia desierta, llena de concavidades resonantes (testero, hornacinas, cúpula), enlosetada de mármol blanco, con el graderío y el basamento y el baldaquino (de retorcidas columnas salomónicas) de oro y los niños trompeteros arriba, y los escribas, copistas e impresores en los frescos laterales, cada uno (escribas, copistas e impresores) de una época y todos (escribas, copistas e impresores) realizando, indefectiblemente, cabalísticas operaciones aritméticas. Y para rematar el insólito cuadro, don Abdón, encuclillado sobre el ara, los brazos cruzados sobre las maternales tetitas desnudas, negros los pezones, como un buda».


(22-23)                


No es sólo magnificencia, ostentación, megalomanía, lo que se resalta; no es sólo poder absoluto sobre los inferiores lo que se quiere significar; es mucho más. Si el minarete del capataz asociaba a éste con el almuédano del Islamismo, las alusiones al ara elevan a don Abdón a la categoría de un dios: por su aspecto físico, asociado a Buda; por la escenografía y la parafernalia del espacio, asociado al dios cristiano.

Recordemos que la primera falta que el protagonista comete es plantearse qué es lo que suman en la empresa. No le basta la explicación, como le dicen desde las instancias superiores, de que opera simplemente con sumandos. Él reivindica la necesidad de conocer el objeto de sus sumas pues eso daría un mayor sentido a su trabajo. Si el origen de la civilización occidental está marcado por la sustitución del mito por el logos, la nueva sociedad retratada en Parábola del náufrago retrotrae al hombre a la irracionalidad más absoluta. La nueva sociedad deviene en una nueva religión. La alusión a las tres principales evita la identificación con una confesión concreta (aunque los elementos seleccionados de las tres aludidas -el poder, la riqueza, la gula- comportan una cierta crítica). La iconografía del templo del nuevo dios es significativa: arriba, decorando la cúpula, un coro de angelotes que representan la realidad supraterrenal; en los frescos de las paredes, los «escribas, copistas e impresores». Queda claro que los trabajadores de la empresa forman parte de esa nueva religión, pero sólo como instrumentos. Son sólo escribas, copistas e impresores (este sintagma se repite tres veces): están negadas la individualidad, la originalidad, la aportación personal y, por supuesto, se rechaza el más mínimo atisbo de racionalidad.

El tercer espacio importante como escenario de la acción, dentro de la Casa, es el cuarto de aseo. Es un lugar para la intimidad y, como tal, no requiere de elementos accesorios. Es una habitación a la que se alude, pero que nunca se describe, pues el único elemento que adquiere una función especial es el espejo. El espejo enfrenta al protagonista a sí mismo: ante él, Jacinto San José deja fluir su conciencia, por medio de la técnica de la segunda persona autorreflexiva. No es preciso insistir en el valor simbólico del espejo puesto que forma parte de una larga y rica tradición.

La Casa es, pues, lugar destacado como espacio narrativo de Parábola del náufrago. Naturalmente, está ubicada en una ciudad, que tiene calles, un cine, un teatro, piscina pública, un parque con un lago..., pero estos lugares, son sólo marco y están desprovistos de valor simbólico, por lo que no merecen que el narrador se detenga en una detallada descripción. Las alusiones suelen ser muy rápidas y carentes de connotaciones. Sólo cuando se da el nombre de alguna calle o establecimiento, cobra un cierto sentido, pues siempre remite de alguna manera a don Abdón.

Los espacios hasta aquí comentados son imaginarios, en cuanto que no se pueden identificar con ningún lugar verdaderamente existente; son realistas, no obstante, en cuanto a su descripción, puesto que no contienen elementos fantásticos; pero, aunque realistas, todos ellos adquieren un valor simbólico, como hemos visto.

Caso aparte lo constituye el otro espacio en que se desarrolla la acción principal de la novela, el «Refugio de recuperación número 13», en el que el protagonista sancionado es recluido. La Casa, que está en la ciudad, es el espacio de la colectividad. El Refugio, que está en el campo, es el espacio del individuo en la soledad e incomunicación más absolutas. Así, Casa y Refugio están marcados por un fuerte contraste: la Casa está construida con materiales nobles y presidida por un cartel luminoso con el nombre de don Abdón; la cabaña está hecha de troncos de pino y el tejado «de lascas de pizarra» (33) y tiene una «tablilla» que reza: «Refugio de recuperación número 13».

Es de destacar la descripción que el narrador realiza del entorno de la cabaña, que resulta, en cierta medida, idílico. Curiosamente esta descripción es mucho más detallada que la dedicada a cualquier otro de los espacios. Empieza en el viaje hacia el Refugio, en el que varios detalles cobran un sentido simbólico:

«Al asomarse al arcén divisa (Jacinto) dos bandas brillantes en la superficie del agua y vocea "¡Jacintooó!" y las entrañas del pozo responden "¡In-tooó!" y la vaguada dice también "¡Tooó!" y, tras el último eco, Jacinto sonríe y sale al sol, a la parte delantera del refugio, sobre la ladera que desciende suavemente hasta lo hondo del valle donde zigzaguea un arroyo de viva corriente cristalina, flanqueado de madreselvas, salces y zarzamoras. [...] Junto al río, las ruinas de un viejo molino con dos muelas abandonadas, montadas una sobre la otra y, poco más abajo, un colmenar con seis dujos empotrados en la piedra parda ponen (molino y colmenar), en la corta y abrupta perspectiva, los únicos indicios, muy vagos, de compañía. [...] Jacinto inspira el aire, lenta, dosificadamente, y va expulsándolo en siseos entrecortados, pssssst-pssssst, haciendo consciente el mero hecho de respirar, concentrando sus cinco sentidos en el empeño».


(35-36)                


El pozo, símbolo del abismo, le devuelve al protagonista su voz, su nombre, prolongado en la -o final. Y, antes, el médico le había hecho ver la confusión entre sus ceros y sus oes (55). Es decir, el eco que le devuelve el pozo es un recordatorio de su problema con el cero, símbolo a la vez del yo cercado por la nada. No obstante, el protagonista se encuentra bien en esa especie de locus amenus, hasta sentirse vivo, consciente incluso de su respiración, cosa que no le ocurría en la Casa. En la descripción se alude también a la soledad a la que se deberá enfrentarse el protagonista, resaltando la lejanía de los únicos elementos que indican la presencia del hombre, el ruinoso molino y el colmenar.

También la cabaña da seguridad al protagonista. Todo parece calculado y el miedo ante lo desconocido se desvanece y es sustituido por la emoción de saber que un ser superior vela por él. Jacinto, ante la abundancia de víveres, cree que tiene garantizada la supervivencia y se siente seguro y satisfecho en ese espacio, casi idílico, en medio de la naturaleza:

«Desde su butaca domina el interior de la cabaña, de una sola pieza que los estantes de la librería parten convencionalmente en dos: el living, amplio y confortablemente amueblado, y el dormitorio, de dos camas gemelas, frente a las cuales, dos puertas dan acceso al servicio (caballeros) y a la diminuta cocina de gas donde Jacinto se ha preparado la primera comida (sopa y albóndigas) y cuya ventana se abre sobre los olmos y el pozo de la trasera [...]. Antes, Jacinto ha recorrido las dependencias de las provisiones, despensa y bodega, y, al hacerlo, las lágrimas afloran a sus ojos y sus labios musitan como una plegaria: "Don Abdón es el padre más madre de todos los padres". No falta nada allí y la abundancia le infunde una garantía de supervivencia».


(48)                


Sin embargo, ese espacio idílico es sólo un espejismo pues el retorno al paraíso le es negado al protagonista por la barrera que impone el «seto»: la cabaña está rodeada por un surco en el que Jacinto San José, como castigo a su incapacidad para trazar ceros, deberá plantar unas semillas para formar un seto. Pero los plantones van creciendo de manera desmesurada, absolutamente incontrolada e imparable, aislándolo definitivamente del resto del mundo y amenazándole con producirle la muerte por asfixia.

Excepto el seto, todos los demás elementos descriptivos del Refugio y su entorno encajan en una visión realista el paisaje, y, de hecho, el narrador se esfuerza en utilizar un léxico rico y muy preciso, incluyendo algunos términos específicos de la botánica, de la zoología o de otras ciencias. Así, este solo elemento, el seto que crece infinitamente, convierte el espacio del Refugio en un lugar fantástico.

Pero hay más espacios reseñables, aunque formen parte ya de la dimensión alegórica de la novela. En uno de los pasajes finales, el narrador introduce la parábola del náufrago, que da título a la novela. El protagonista reflexiona nuevamente frente al espejo y ante la situación angustiosa que padece, cercado por el seto, se consuela diciéndose a sí mismo que siempre hay alguien que se encuentra en una situación peor. El primer caso que se imagina es el del náufrago que se hunde con su barco, en la profundidad del Océano y queda atrapado en una sala con oxígeno. El agua va ganando terreno al aire, pero él lucha por su supervivencia. En el momento de mayor angustia, acosado ya por una muerte inminente, piensa que aún puede haber alguien en peores circunstancias y se imagina a los condenados en las cámaras de gas. Estos, ante la escasez de aire, pero él lucha por su supervivencia. En el momento de mayor angustia, acosado ya por una muerte inminente, piensa que aún puede haber alguien en peores circunstancias y se imagina a un emparedado vivo, que va viendo huir su vida conforme se construye la pared que será su tumba... Es el mecanismo de las muñecas rusas.

Se pueden distinguir, por tanto, tres niveles en la conformación del espacio en Parábola del náufrago: primero, los espacios realistas -aunque imaginarios-, con valor simbólico: la Casa, el despacho de don Abdón, la Sala circular, el cuarto de baño con el espejo... Segundo, el espacio fantástico: el Refugio cercado por el seto. Tercero, los espacios alegóricos: el cubículo del barco, la cámara de gas, el lugar del emparedamiento... Todos ellos hacen de Parábola del náufrago una novela totalmente atípica en la trayectoria literaria de Miguel Delibes: frente al carácter localista de la mayor parte de sus novelas, ambientadas en Castilla, el marco espacial de esta novela le confiere un carácter universalizador. Las escenas podrían desarrollarse en cualquier parte del mundo, porque el protagonista -dado el carácter simbólico de la novela-, no es un hombre, sino el Hombre. A dotar a la novela de ese carácter simbólico y universal contribuye poderosamente el tratamiento del espacio. La complejidad y riqueza del tratamiento del espacio en esta novela y el uso de novedosas técnicas narrativas y originales procedimientos expresivos no son fenómenos independientes sino que están íntimamente relacionados y forman parte de la concepción global de la novela. La Casa es el espacio en que se produce la aniquilación del individuo, anulado por un poder absoluto, irracional, enajenador. En ese espacio, en que los trabajadores no pueden ser individuos pensantes, la comunicación se hace inviable. El narrador nos explica ese proceso de enajenación que sufre el protagonista y cómo éste ve el lenguaje como una amenaza:

«Así, poco a poco, Jacinto iba sintiéndose ajeno al mundo circundante, aislado como en un desierto, y se decía: "la Torre de Babel fue nuestra única oportunidad"; se decía Jacinto convencido, y pensaba que una mirada o una mueca comportaban mayores posibilidades expresivas y constituían un vehículo de comunicación más sincero que un torrente de palabras, puesto que las palabras se habían vuelto herméticas, ambiguas o vacías al perder su virginidad».


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El narrador no sólo quiere transmitir ese mensaje explicando pensamientos y situaciones, también quiere transmitir la sensación de incomunicación retardando la lectura, entorpeciendo la comunicación entre el narrador y el lector mediante una serie de recursos expresivos. Como -espero- ha quedado en evidencia, la designación explícita de cada uno de los signos de puntuación utilizados y el uso abusivo de paréntesis innecesarios contribuyen poderosamente a dar esa sensación de fallo de comunicación.

En un espacio en que es imposible la comunicación entre los individuos, sólo queda la posibilidad de hablarse a uno mismo. La originalidad de esta novela es que el monólogo interior adopta la forma de la segunda persona autorreflexiva y como recurso gráfico se vale del empleo de la cursiva para estos pasajes. Durante su estancia en la Casa, el protagonista se encuentra a menudo ante el espejo del servicio; ese es el reducto de su intimidad, en donde puede reflexionar en libertad. En el Refugio de recuperación ya no dispone de espejo, pero cualquier objeto en que pueda verse reflejado le sirve también para hablarse a sí mismo. La falta de confianza en la comunicación le había llevado a crear el movimiento «Por la mudez a la paz». Nuevamente anécdota y recurso lingüístico convergen, ahora en un monólogo en el Refugio, cuando se siente acosado por la fuerza del seto:

«El cristal soleado de la cabaña en penumbra le devuelve su alicaída imagen y Jacinto aprovecha para sincerarse, porque estás sumido en la más total y absoluta impotencia, desengáñate hijito, seamos realistas, que nada vamos a adelantar no llamando a las cosas por su nombre, y si gritas va a ser lo mismo que si silbas, un ruido más, porque si el mundo está sordo de nada vale dar voces [...] Jacinto, de cajón, que estás abandonado y tu sitúa, ya ves que te hablo con franca, es desespa y el uno conso en estas circunstas es el convenzo de que un abro vegeto es má llevo y acepto que un abro minero o animo. Otros están peor, Jazo, mira el maro de un cruzo hundo por un torpo enemo [...]».


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Aunque el narrador ha utilizado desde el principio abundantes onomatopeyas, desvelando la incapacidad de los signos lingüísticos para expresar sonidos, se observa un aumento de este recurso en el Refugio de recuperación. Este incremento de las onomatopeyas incide en el proceso de animalización del protagonista, que termina metamorfoseándose en una oveja. Su último mensaje -y cierre de la novela- será precisamente otra onomatopeya: «¡Beeeeeeeeeé!» (230).

Tras este análisis de Parábola del náufrago, podemos situarnos entre los que piensan que las nuevas técnicas y recursos que Miguel Delibes emplea en esta novela no son un simple tributo a la moda del experimentalismo narrativo, como algunos defendieron en su momento. El propio Delibes afirmó que: «Cada novela requiere una técnica y un estilo. No puede narrarse de la misma manera el problema de un pueblo en la agonía (Las ratas) que el problema de un hombre acosado por la mediocridad y la estulticia (Cinco horas con Mario (Un año de mi vida, 213). Y nosotros podemos añadir que mucho menos puede narrarse de la misma manera el problema del Hombre acosado por un poder absoluto e irracional que le impide desarrollarse como persona y comunicarse con otros individuos libres. Y parece que Delibes sí encontró la manera más adecuada de hacerlo.






Bibliografía

  • DELIBES, Miguel. Parábola del náufrago. Barcelona: Destino, 1969 (las citas corresponden a la edición de 1989).
  • ——. Un año de mi vida. Barcelona: Destino, 1972.
  • GARCÍA DOMÍNGUEZ, Ramón y Gonzalo SANTONJA (eds.), El autor y su obra: Miguel Delibes. Madrid: Universidad Complutense 1993.
  • GULLÓN, Agnes. «El lenguaje sincopado o el principio del fin: Parábola del náufrago»; en: La novela experimental de Miguel Delibes. Madrid-Taurus, 1980. 69-104.
  • GULLÓN, Ricardo. «El naufragio como metáfora», La novela española contemporánea. Ensayos críticos. Madrid: Alianza, 1994. 134-144.
  • MARTÍNEZ CACHERO, José María. La novela española entre 1936 y el fin de siglo. Historia de una aventura. Madrid: Castalia, 1997.
  • REY, Alfonso. La originalidad novelística de Delibes. Universidad de Santiago de Compostela, 1975.


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