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El tesoro de Villena

José María Soler García



[Indicaciones de paginación en nota1.]



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Portada





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ArribaAbajo I. Historia del descubrimiento

Al atardecer del día 22 de octubre de 1963, una llamada telefónica del joyero D. Carlos Miguel Esquembre Alonso, que tiene su establecimiento abierto al público en la calle Mayor, número 7, de la ciudad de Villena, nos puso en antecedentes de una extraordinaria joya de oro que le había sido mostrada por una mujer de ascendencia gitana con la que le ligaban lazos de parentesco espiritual.

Inmediatamente nos personamos en el citado establecimiento, y no tardó mucho en presentarse la que dijo llamarse Esperanza Fernández García, portadora del brazalete señalado con el número 29 en el Inventario que figura al final de este trabajo como Apéndice núm. 1. Según declaró, la joya fue hallada por su esposo, albañil de profesión, entre las gravas utilizadas para el hormigón de un edificio que se estaba construyendo en la calle de Madrid.

Requerida por nosotros la presencia de este albañil, un gitano llamado Francisco Contreras Utrera, nos confirmó la declaración de su esposa y nos hizo entrega del brazalete mediante el correspondiente resguardo.

Pusimos el hecho inmediatamente en conocimiento del Sr. Alcalde de la población, D. Luis García Cervera, y mostramos la joya en la reunión que en aquellos momentos celebraba la Corporación municipal, y ante la posibilidad de que el brazalete hubiera sido mutilado por sus inventores o de que se hubiese falseado el lugar de su verdadera procedencia, comparecimos al día siguiente ante el Sr. Juez de 1.ª Instancia e Instrucción, Ilmo. Sr. D. Ramón Escoto, para denunciarle aquellas posibilidades. Las indagaciones comenzaron en seguida y pusieron de manifiesto que el brazalete no había sido encontrado por el gitano Contreras, sino por uno de sus compañeros de trabajo llamado Francisco García Arnedo, quien lo entregó a su capataz, Ángel Tomás Martínez, en la creencia de que se trataba de una de las piezas que forman parte del engranaje de los camiones que transportaban las gravillas. Así lo creyó también el Sr. Tomás, quien dejó suspendida la joya en lugar visible hasta que pasó a manos del gitano Contreras, cuya esposa la llevó al   —4→   joyero para que le informase, según dijo, del presunto valor de la pieza.

Un mes después, cuando ya desesperábamos de encontrar circunstancias aclaratorias del extraordinario hallazgo, de nuevo el joyero D. Carlos Miguel Esquembre nos comunicó telefónicamente la presencia en su establecimiento de otra mujer portadora de un brazalete similar al anterior, aunque menos rico. Se trataba del ejemplar señalado en el Inventario con el número 9.

Encarnación Martínez Morales, que así se llamaba aquella mujer, iba acompañada de su esposo, el transportista de gravas Juan Calatayud Díaz, y ambos aseguraron que la joya había pertenecido a la difunta abuela de Encarnación y que había permanecido durante mucho tiempo en un arcón de la casa. La explicación era inocente por cuanto el brazalete, aun prescindiendo de su técnica de fabricación y de su ornamento, presentaba idénticas adherencias terrosas a las observadas en el primero. Como en la ocasión anterior, nos hicimos cargo del objeto y, al día siguiente, 26 de noviembre de 1963, pusimos el nuevo hecho en conocimiento del Sr. Juez de Instrucción, quien comenzó sus diligencias sin pérdida de tiempo.

A las catorce horas del mismo día 26, antes de comparecer ante el Juzgado, se presentó en nuestro domicilio el transportista Juan Calatayud para confesarnos que el brazalete no perteneció a la abuela de su mujer como se había declarado, sino que había sido hallado por él mismo en una de las ramblas de las que extraía las gravas que conducía luego a la población. Aseguró que el primer brazalete fue también transportado por él, sin saberlo, al edificio en construcción de la calle de Madrid.

A pesar de esta declaración, las diligencias judiciales siguieron su curso y, entre ellas, la de una inspección ocular en una de las ramblas de la sierra del Morrón, señalada por Juan Calatayud como lugar de procedencia de los brazaletes. Esta diligencia fue llevada a cabo el 30 de noviembre de 1963 y, al día siguiente, domingo 1 de diciembre, comenzamos los trabajos de excavación que habrían de finalizar con el más espectacular de los hallazgos.

Posteriormente, el día 27 de diciembre, un empleado ferroviario llamado Pedro Lorente García nos hizo entrega del brazalete señalado en el Inventario con el número 22, aparecido en su domicilio, según declaró, cuatro o cinco meses atrás, probablemente transportado por los niños que jugaban en un amontonamiento de tierras de las cercanías. Mezclado entre varios objetos arrinconados había permanecido en un desván de la casa hasta que una hija de Pedro Lorente pudo observar que era idéntico a muchos otros del tesoro, públicamente expuesto en el Museo Arqueológico Municipal durante las Navidades de 1963.

De todo lo anteriormente referido fue debidamente informado el Ilmo. Sr. Director General de Bellas Artes, D. Gratiniano Nieto, quien pudo examinar de cerca los extraordinarios materiales durante la visita personal efectuada el 15 de diciembre de 1963 en compañía del Secretario del Servicio Nacional de Excavaciones Arqueológicas, D. Francisco Presedo.

Comunicado el hallazgo a la Dirección General de Bellas Artes, ésta   —5→   autorizó por teléfono la excavación de la zona de los hallazgos. Al mismo tiempo, se interesó por la citada Dirección un informe del Delegado de Zona del Servicio Nacional de Excavaciones, Prof. Miguel Tarradell, quien, en efecto, dio su autorizada opinión sobre el hallazgo.




ArribaAbajo II. El lugar del hallazgo

El valle de Benejama (Fig. 1 y Lám. I) se abre al NE. del término de Villena, entre la sierra del Morrón al N. y la sierra de la Villa o de San Cristóbal, al S., pertenecientes ambas al Cretácico superior. El suelo del valle está cubierto por aluviones cuaternarios muy fértiles, depositados sobre las margas y arcillas amarillentas y rojizas de los estratos miocenos. La descomposición de las costras calizas de los montes da origen a extensos guijarrales que se reflejan en la toponimia comarcal: «Las Pedrizas», «Los Pedruscales», etc.

Por el valle discurren, como principales vías de comunicación, la carretera comarcal de Villena a Alcudia por Onteniente y el Camino Viejo de Caudete a Benejama.

Las numerosas ramblas que surcan las faldas de los montes marginales se pierden en el valle sin cauce aparente que las recoja. Secas durante la mayor parte del año, únicamente en épocas de fuertes lluvias aportan caudales que pueden llegar a ser torrenciales. La «Cruz de la Cañada», erguida en la carretera general de Madrid, a la salida occidental del valle, perpetúa el recuerdo de una avenida de consecuencias trágicas que ha entrado a formar parte del repertorio de leyendas populares2.

Desde el punto de vista arqueológico, el valle de Benejama, con sus sierras aledañas es un filón casi inagotable de yacimientos de todas las épocas. Sólo en la porción recayente al término de Villena hemos podido localizar, en el transcurso escaso de un decenio, estaciones que abarcan desde el Paleolítico hasta los tiempos medievales. De todas ellas, únicamente el yacimiento musteriense de la «Cueva del Cochino» ha podido ser estudiado con el necesario detenimiento3. De algunos de los restantes nos ocupamos más adelante y, para el resto del valle, nos remitimos a la «Explicación» de la hoja denominada «Onteniente», del Mapa Geológico de España, cuyo capítulo de Prehistoria ha sido redactado por FLETCHER y PLA4.

La sierra del Morrón es la extrema raíz occidental de la gran cadena montañosa arrumbada en dirección W. SW. a E. NE. que, bajo diferentes denominaciones, recorre el norte de la provincia de Alicante y el sur de la de Valencia. Su cota más alta, en lo que a la porción villenense se refiere, alcanza los 912 m. en la cumbre que da nombre a la sierra, cerca de la cual, en su ladera S., se forma el que, en las hojas del Mapa Topográfico Nacional5 figura con la denominación bilingüe de Barranco Roch, como si con ello se quisiera señalar que nos hallamos en la misma raya

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Fig. 1

FIG. 1.- Mapa topográfico del término de Villena con indicación de los yacimientos de la Edad del Bronce. Se destacan en negro los que han proporcionado objetos de oro y plata. Un círculo negro señala el punto de aparición del tesoro. (Dibujo de SOLER GARCÍA basado en las hojas del Mapa Topográfico Nacional.)

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de la frontera lingüística. Dicho barranco, dirigido primero hacia el SE., tuerce luego hacia el S. en las inmediaciones de la Casa del Panadero, tristemente célebre a causa de un asesinato perpetrado en ella hace varios años. En su primer tramo, el Barranco Roch se ciñe a las faldas occidentales de un espolón montañoso que fue asiento del yacimiento prehistórico de «Los Pedruscales» (Lám. II).

Con el cambio de dirección, el barranco cambia también de nombre y pasa a denominarse «Rambla del Panadero», aunque en los mapas referidos figure con el nombre, doblemente erróneo, de «Rambla de las Cartagenas». La verdadera «Rambla de los Cartagenas» (no de «las») es el tramo inferior del cauce, que se pierde en el valle frente a la finca denominada «Balaguer», después de unirse con otro barranco del que recibe su último nombre.

A la salida del Barranco Roch, en la curva de la rambla, se ha levantado un muro de contención que desvía la corriente hacia el S. y deja en seco otra pedregosa rambla que parece seguir la dirección que aquél llevaba y corre un gran trecho paralela al camino que une las casas del Panadero y de los Pedruscales, el más utilizado por nosotros en nuestros desplazamientos.

El tesoro apareció en el tramo denominado «Rambla del Panadero» y en un punto situado a cien metros exactamente del extremo meridional del muro de contención (Láms. VI y VII). Cartográficamente, con mayor precisión que en el mapa que acompañamos (Fig. 1). puede fijarse la situación de este punto en la cuadrícula 458/459-847 de la Hoja 820-III, «Benejama», del Plano Director a escala 1:25.000 levantado en 1945 y editado en 1949 por el Servicio Geográfico del Ejército. Se halla este punto a unos 2 grados, 50 minutos, 13 segundos de Longitud E. y a unos 38 grados, 41 minutos, 10 segundos de Latitud N., entre las cotas de los 600 y 610 m. sobre el nivel medio del mar en Alicante.

El acceso más cómodo se realiza, desde Villena, por la carretera comarcal de Alcudia hasta el límite con el término de La Cañada, situado a unos trescientos metros antes de llegar al kilómetro 55. Se toma después, a la izquierda, la vereda de «Cascante», que pasa frente a la finca de este nombre, hasta encontrar el Camino Viejo de Benejama, que hay que seguir unos seiscientos metros en dirección W. para enlazar, a la derecha, con otro camino que conduce ya directamente a la curva del Barranco Roch, después de pasar por delante de la casa de los Pedruscales (Lám. I) y de enfilar poco después, hacia el N., la casa del Panadero. Hasta el Camino Viejo de Benejama, el trayecto es cómodo para toda clase de vehículos. Después se torna estrecho y pedregoso pero practicable asimismo para coches de motor hasta el mismo cauce de la rambla.

Otra vía de acceso, desde la carretera general de Madrid, es la que, en el kilómetro 350, se desvía hacia la finca denominada El Puntal para enlazar con el ya citado Camino Viejo de Benejama, que hay que recorrer más de tres kilómetros en dirección inversa a la anterior para encontrar, a la izquierda, el de los Pedruscales, si es que no se abandona antes para seguir otro carril que se desvía hacia el NE. paralelo a la rambla de los Cartagenas.



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ArribaAbajoIII. La excavación

El 30 de noviembre de 1963 se llevó a cabo la inspección ocular de que más arriba se hizo mención y se fijó para el día siguiente el comienzo de la exploración que nos proponíamos realizar en la rambla del Panadero.

Nuestro antiguo y leal colaborador, Enrique Domenech Albero, quedó encargado de contratar un par de peones para realizar los trabajos necesarios. No pudo hallarlos aquella misma tarde del sábado y nos propuso la asistencia de su hermano Pedro, experto en trabajos agrícolas y que había colaborado ya con nosotros en alguna otra ocasión.

Con los hermanos Enrique y Pedro Domenech Albero, a los que acompañaban sus respectivos hijos Enrique y Pedro, comenzamos los trabajos de excavación de la rambla a las diez de la mañana del domingo, 1 de diciembre de 1963.

Los informes del transportista Juan Calatayud habían señalado una zona del cauce, situada al pie de unas ruinas medievales existentes a media ladera del monte inmediato, como posible lugar de aparición del brazalete que le recogimos. Pero el Sr. Juez de Instrucción pudo observar durante la inspección ocular, a unos diez metros aguas abajo de dicha zona, un corte del que había sido extraída gran cantidad de grava y, en los márgenes, algunas ramas frescas de olivo sujetas por piedras que podrían ser indicio de haber querido dejar señalado aquel lugar. En dicho corte dimos comienzo a nuestros trabajos (Lám. VII, A), que presumíamos habrían de ser dilatados, dada la longitud de la rambla y el gran espesor de los aluviones en algunos puntos, aparte, claro está, de que no teníamos plena seguridad de que fuera aquél el verdadero lugar de procedencia de las piezas recuperadas, a pesar de los informes. Pensamos no obstante que, si en verdad lo fuera, los brazaletes debían encontrarse en la capa inferior a la de las gravas más profundas, ya que claramente podía observarse que éstas se habían ido depositando en sucesivas avenidas de las aguas y los brazaletes aparecidos no presentaban indicios de largos arrastres, poco probables además en el caso del ejemplar recogido al gitano Contreras, cuyo peso era bastante superior al de los menudos guijarros arrastrados por la corriente. La labor que nos impusimos al principio fue la de remover en toda su anchura las capas de gravas hasta su contacto con las arcillas rojas del subsuelo, ya que, de momento, no creímos necesario el tamizado de las tierras removidas. Tres horas se emplearon en explorar de este modo unos treinta metros cuadrados y el resultado fue totalmente negativo.

Decidimos entonces iniciar otra cata más arriba, poco más o menos en el lugar señalado por Juan Calatayud. Las gravas eran allí mucho menos potentes, pues habían sido extraídas en su mayor parte por los transportistas y dejaban aflorar en muchos puntos las arcillas rojas. Esto nos daba la posibilidad de explorar también el estrato arcilloso, lo que hicimos por medio de una zanja transversal de un metro de anchura por otro de profundidad sin resultado positivo alguno. Bastante tiempo nos ocupó además la exploración de un reguero que, en dirección de la corriente, desembocaba en la zanja practicada.

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Observamos entonces que, en el talud derecho de la rambla, casi a la altura de las arcillas rojas, había una mancha de tierras cenicientas de unos 5 cm, de espesor por casi 1 m. de longitud, que decidimos excavar desde la superficie, desmontando por capas los distintos estratos de aluvión en el espacio de 1 m. cuadrado. La estratificación era la que se representa en la Fig. 2.

 Fig. 2

FIG. 2.- Estratigrafía de la Rambla del Panadero en su margen derecha, a la altura
del lugar del hallazgo.

La mancha de cenizas se internaba hacia el monte unos 90 cm. y su excavación, que nos había llevado gran parte de la jornada vespertina, resultó tan infructuosa como las anteriores. Se trataba, sin duda, de los vestigios de alguna antigua hoguera encendida sobre las tierras de una delgada capa de gravas superpuesta a las arcillas rojas del fondo. Hemos llegado a pensar después si esta hoguera no sería encendida en los mismos tiempos de la ocultación.

Proseguimos entonces la exploración tal y como la habíamos iniciado por la mañana; es decir, removiendo de lado a lado la capa de contacto   —10→   de las gravas inferiores con las arcillas, pensando en enlazar con la cata inicial practicada más abajo y con la intención de proseguir aguas arriba del barranco en jornadas sucesivas.

Eran aproximadamente las cinco de la tarde y comenzábamos ya a disponer el regreso cuando un movimiento de azada de Pedro Domenech Albero, que se había desplazado un tanto hacia el recodo que formaba el cauce en aquel lugar, puso al descubierto el canto del brazalete señalado en el Inventario con el número 5. A su izquierda yacía el número 26 y ambos descansaban en el borde de una gran vasija que, por las trazas, se hallaba repleta de objetos similares.

Vano sería negar la profunda impresión que el hallazgo produjo en todos nosotros. No sólo habíamos conseguido documentar las piezas aparecidas en la población, sino que teníamos ante nuestros ojos un tesoro, fabuloso al parecer y de incalculable trascendencia para el futuro de los estudios prehistóricos. La fuerte tensión a que nos sometió el hallazgo no logró empero hacernos olvidar que era aquélla una de las contadísimas ocasiones en que un tesoro de tal naturaleza iba a poder ser exhumado con toda suerte de garantías para su futuro estudio, y hubimos de hacer acopio de serenidad para templar nuestros nervios y los de nuestros excitados colaboradores, cuya explicable vehemencia podría hacer peligrar los resultados que estábamos obligados a obtener de tan excepcional coyuntura.

Las circunstancias no eran, con todo, muy favorables, ya que la noche estaba encima y no disponíamos de los medios adecuados para levantar con las suficientes garantías de seguridad aquel extraordinario botín arqueológico. Pensar en cubrirlo de nuevo para volver al día siguiente mejor pertrechados era francamente temerario, y no debíamos tampoco levantarlo sin haberlo fotografiado previamente «in situ». Decidimos entonces, como solución de urgencia, enviar a los dos muchachos, Enrique y Pedro Domenech, al encuentro del «taxi» que ya estaría de camino para recogernos, con una nota dirigida a nuestro buen amigo don Alfonso Arenas García, culto abogado a quien se debe en gran parte la creación del Museo Arqueológico Municipal, en la que solicitábamos la presencia de un fotógrafo y medios adecuados de iluminación.

Mientras los chicuelos efectuaban aquella gestión, nos dedicamos nosotros a aislar la vasija para su posterior exhumación, y pudimos comprobar entonces que yacían a su alrededor muchas de las piezas que el tiempo y los elementos habían hecho desbordar (Lám. VIII).

Nunca podremos olvidar, ni creemos que nuestros fieles colaboradores Enrique y Pedro la olviden tampoco, aquella espera dramática en el anochecer del día 1 de diciembre de 1963, ocultos en el fondo de una rambla perdida en hosco paraje del término villenense y a la luz de unas hogueras que hacían brillar, con destellos intermitentes, el oro de unos objetos que habían permanecido ocultos a las miradas humanas durante miles de años.

Allí hubiéramos permanecido la noche entera en el caso improbable de que la gestión encomendada a los chicuelos no hubiese llegado a feliz término. Pero eran aproximadamente las siete de la tarde cuando alcanzaban la rambla el automóvil de don Alfonso Arenas y el taxi conducido   —11→   por Martín Martínez Pastor. Con ellos llegaron los dos muchachos, que habían realizado su misión con gran celeridad y eficacia, y nuestro buen amigo y colaborador don Miguel Flor Amat, excelente aficionado a la Arqueología y al arte fotográfico. A la cámara de Flor se deben los únicos documentos fotográficos del hallazgo «in situ».

La vasija, aunque muy completa y en posición normal, se hallaba bastante resquebrajada. Para evitar el desprendimiento de sus fragmentos y la consiguiente dislocación de su contenido, fue rodeada con el cinturón elástico de Flor y cuidadosamente depositada en una de las espuertas de caucho utilizadas durante la excavación. El conjunto se envolvió en la manta de Pedro Domenech primero y en un saco de harpillera después, y así fue transportado en inolvidable desfile alumbrado por linternas y antorchas hasta el automóvil que aguardaba junto al muro de contención a la salida del Barranco Roch.

Nunca agradeceremos bastante al chófer Martín Martínez el exquisito cuidado con que sorteó las desigualdades del pedregoso camino hasta desembocar en el asfalto de la carretera de Cañada a Villena, sin que ni por un momento peligrase la integridad del precioso cargamento que transportaba. A las nueve de la noche aproximadamente, la vasija, intacta, era depositada sobre la mesa de nuestro despacho particular.

La expedición arqueológica emprendida a las nueve de la mañana con la normal sencillez de tantas veces, se había transformado en una novelesca aventura de insospechado alcance. Cientos de personas desfilaron aquella noche por nuestro domicilio atraídas por el todavía mágico sortilegio de la palabra «oro». En medio de aquel torbellino, recordábamos muchos otros silenciosos retornos cargados de tiestos, huesos o pedruscos, y evocábamos las alegres cabriolas con que nuestro entrañable ayudante Enrique Domenech celebraba en las arenas de la Casa de Lara el feliz hallazgo de un trapecio o de una punta de sílex.

Días después del descubrimiento pudimos tomar los datos que nos han servido para dibujar la sección transversal desde el monte a la rambla que presentamos en nuestra figura 3. Puede observarse, tanto en

Fig. 3

FIG. 3.- Sección NW.-SE. por el punto de aparición del tesoro.

ella como en la «foto» de nuestras Láms. VI y VII, que la vasija no se hallaba en el centro del cauce, sino en un pequeño meandro de su margen izquierda, circunstancia providencial, por cuanto, de haberse enterrado un palmo más hacia el centro, hubiera sido quizá aplastada por las ruedas   —12→   de los camiones que acarreaban las gravas. Junto a ella habían pasado muchas veces sin dañarla, como nos hizo ver posteriormente el transportista Juan Calatayud. Otra circunstancia favorable para la conservación del tesoro ha sido la de hallarse bajo una capa de aluviones cuyos elementos, relativamente grandes, eran poco aprovechables para el cemento de la construcción.

La vasija se hallaba, como hemos dicho, en posición normal y en el interior de un hoyo excavado en el estrato de arcillas rojas que apenas rebasaba en 15 ó 20 cm. la altura del recipiente. No tenía protección alguna, lo que contribuyó a que se colmase con las aguas calcáreas procedentes de los montes inmediatos. La lenta evaporación de estas aguas fue depositando en las paredes interiores un sedimento de carbonato cálcico que llegó a alcanzar más de 2 mm. de espesor.

El peso de los brazaletes, ayudado por la fuerza de la corriente, debió contribuir a la fragmentación de la parte delantera de la boca, perdida casi en dos tercios, y al desbordamiento de las piezas que aparecieron a su alrededor. Algunas otras, con varios fragmentos cerámicos, habían rodado ya aguas abajo de la rambla, como demuestran los cinco brazaletes recogidos por nosotros durante una exploración complementaria realizada el 22 de diciembre. Fueron hallados en el espacio de algo más de 1 m. cuadrado, a unos 5 m. al S. del punto de aparición de la vasija (Lámina VII. B), y son los señalados en el Inventario con los números 12, 13, 20, 21 y 25. Desplazados de la vasija debieron hallarse también los dos ejemplares que se llevaron a la joyería del señor Esquembre y el entregado por Pedro Lorente el 27 de diciembre.

La colocación de las piezas en el interior del recipiente se hizo con hábil aprovechamiento del espacio disponible, como puede observarse en nuestras Láms. IX y X, que documentan las dos fases en que se realizó la limpieza de las tierras y la posterior extracción del contenido. Se ve en ambas cómo los seis cuencos mayores, encajados unos en otros, se depositaron en el fondo, con ligera inflexión lateral para economizar altura. Sendos grupos formados por los tres cuencos medianos y los dos más pequeños se colocaron, de canto, a ambos lados del grupo central, de modo que la convexidad de sus paredes se ajustase a la concavidad bucal de la vasija, aprovechada también para colocar, en arco, los cuatro frascos de menor tamaño. El frasco grande se depositó en el fondo del cuenco que ocupaba el centro y todos los brazaletes y piezas menudas en el interior del círculo que formaban las piezas mayores así dispuestas, gravitando sobre las débiles paredes de aquel frasco, que apareció destrozado, según puede observarse en la Lám. X. En su interior se alojaban cinco brazaletes de oro, la anilla descrita en el número 67 y una de las piezas anulares que figuran en el Inventario con los números 59/61.

Algunos brazaletes aparecieron ensartados, tal y como se aprecia en la Lám. XIII. No creemos que deba darse a esta circunstancia una significación especial en cuanto a su uso. El enlace, voluntario o accidental, pudo producirse en las peripecias de la ocultación.



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