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El torreón del duende

Manuel Chaves Rey

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

«De vetustas raíces carcomidos,

pitidos cual los renos de un osario

que brotan de las piedras desunidas

en las terrazas, donde nace a trechos

el enebro lozano y espinoso...».


(R. BLANCO ASENJO)



No lejos de la puerta llamada de la Macarena, única que aún se conserva de las quince que tuvo Sevilla, hacia la mitad del trozo de muralla romana que existe al levante, se alza un torreón acerca del cual corrían en boca del ignorante vulgo las más absurdas y fantásticas narraciones.

Era el torreón de elevada altura y de sólida construcción; en sus cuatro lienzos veíanse pequeñas ventanas con gruesos hierros; en lo alto se elevaban cuatro filas de almenas dentadas, y al pie crecían gigantescas ortigas, malvas silvestres y campanillas blancas, cuyas matas subían por el muro negruzco y toscamente labrado.

Esta mole de piedra, hoy casi destruida y olvidada —246— dada, mirábanla con miedo todos los habitantes del barrio de la Macarena, y ninguno, por jaque1 y valentón que fuese, se atrevía a pasar de noche por el torreón, donde era ya sabido que el diablo Rascarrabias tenía su guarida.

El habitar allí el tal diablazo tenía también su razón, pues parece que dentro de aquellos muros falleció al poco tiempo de la reconquista un judío avaro y enemigo de Dios, el cual tomó tanta confianza con Lucifer Mismo, que le pidió un delegado suyo para que le acompañase en los ratos de ocio, y el rey de los infiernos mandóle a Rascarrabias, que después de estar mucho tiempo con el judío, cuando murió éste, quedó en el torreón guardando su cadáver años y años.

A mediados del siglo XVI parece que Rascarrabias se cansó de estar allí aburrido y sin hacer nada de provecho para su monarca, y huyó no se sabe adónde, sin que se tuvieran más noticias de su vida y milagros.

Pero cuando las gentes sencillas se felicitaban por la ausencia del endiablado vecino, apareció de pronto en el torreón el duende Narilargo, el cual todas las noches, al dar las doce en el reloj de la Catedral, salía a pasearse por la muralla envuelto en un amplio capuchón negro, llevando en la cabeza una corona que despedía siniestros fulgores, y lanzando al aire profundos y lastimeros ayes, que hacían estremecer a las viejas y a los muchachos.

Contábanse de Narilargo cosas estupendas y —247— nunca oídas, y a él se le achacaban todas las desgracias que en el populoso barrio ocurrían, sin que fueran suficientes a atemorizarlo, ni los rezos, ni los votos, ni los exorcismos.

El duende tomó cariño al torreón, y era imposible arrojarle de él; pues en cierta ocasión en que la ronda, acompañada de algunos frailes del próximo convento de la Trinidad, intentó escalar el muro y sorprenderle en su guarida, cayó sobre ella tal chaparrón de piedras y guijarros, que obligó a los ministros de la justicia a desistir de su atrevida empresa.

En las noches sombrías y tempestuosas del crudo invierno, entre el ruido monótono del aguacero y los silbidos del huracán furioso, salían del torreón músicas extrañas, gritos de dolor, cantos ininteligibles, y las estrechas ventanas se iluminaban con luces rojas que parecían enormes pupilas de fuego, y de ellas se escapaba espeso humo, que flotaba sobre aquellos lugares durante mucho tiempo.

Cerca de dos siglos vivió el duende en el torreón, sin que nadie le molestase, y desapareció un día corno Rascarrabias, después de haber sido el terror de muchas gentes y de haber prestado grandes servicios a los contrabandistas, de quienes parece que Nardarga fue muy gran amigo.

Borróse poco a poco de la memoria de los macarenos el recuerdo de su antiguo huésped. La acción destructora del tiempo agrietó aquellos muros, rompió las almenas, hundió los sólidos techos, desfiguró las ventanas, y hoy día el antiquísimo torreón —248— del duende se encuentra abandonado y derruido, sin que nadie de los que cerca de él pasan tenga conocimiento de quiénes fueron sus antiguos moradores.

Si, como está proyectado, se llevara a cabo algún día la restauración de las murallas romanas de la Macarena, la antigua residencia de Rascarrabias y Narilargo tomaría mejor aspecto, librándose de desaparecer por completo, como puede suceder al seguir en su actual estado de abandono.

FUENTE

Chaves Rey, Manuel, Páginas sevillanas, Sevilla, Imprenta de E. Rasco, 1894, pp. 246-248.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

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