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El último Zama. Escrituras de un sobreviviente

María Elena Legaz

«Caballo negro de las pesadillas, hacha del

sacrificio, tinta de la palabra escrita, pulmón

del que diseña, serigrafía de la noche,

negro el diez, ruleta de la muerte, que se

juega viviendo».


(Julio Cortázar)




Abordar los escritos finales de alguien que ha sobresalido en sus creaciones anteriores resulta un desafío. Se espera encontrar algún legado, claves, un mensaje definitivo, si bien la mayoría de los hombres no pueden saber si van a morir poco después de la concreción de esos escritos o en el transcurso de su hacer literario.

Con Antonio Di Benedetto ocurre algo más. Entre sus libros publicados hasta 1976 y los siguientes, median un encarcelamiento de casi dieciocho meses, torturas y después el exilio. Es Sombras nada más (1985) el texto que requiere de un estudio más detenido porque no se trata de los relatos de Absurdos (1978) o de Cuentos del exilio (1983) -algunos escritos o bosquejados en la cárcel- sino de una novela. Indefectiblemente se la compara con Zama (1956) que se destaca como una de las obras fundamentales de nuestra literatura del siglo XX. Su autor confiesa que con esta novela había hallado la veta de un estilo que «jamás pude recuperar». Por eso no cree que pueda crear alguna vez algo semejante a Zama. Si a esto se añaden las dificultades para escribir después de la prisión («He comenzado a volver a la literatura, es cierto, pero no al nivel anterior. [...] No estoy satisfecho del estilo, ni de cómo narro, ni de nada»), quizás no sea posible esperar un resultado estético aceptable.

Su largo proceso de elaboración abarca varias etapas temporales (en paralelo con sitios recorridos en su exilio). Comienza en New Hampshire, continua en Madrid y luego en Guatemala. Lo edita la Editorial Alianza en 1985 y en diciembre de ese año obtiene el Premio Boris Vian.

Una primera aproximación a la novela puede provenir de las consideraciones que el propio autor señala respecto de esta extraña obra en la página inicial o en las respuestas que da en algunas entrevistas; una de las más completas es la que está a cargo de Jorge Halperín, en Clarín el 14 de julio de 1985. En uno y otro lugar traduce «sombras» como sueños y el sueño y la noche como consuelos. Ante la pregunta del entrevistador contesta que el sueño no tiene reglas sino características. Los rasgos del sueño son para él «la incoherencia, la precipitación de los sucesos a veces sin gobierno, los finales abruptos que lo dejan a uno con el sueño colgado y la espada sobre la cabeza». O bien: «A veces son anuncios tétricos de una visión sobrenatural». También acepta que a estos sueños ha tratado de darles «una relativa forma novelística». El cauce mayor es una reunión de sueños «para lo que me ejercité escribiendo un par de cuentos y busqué lo que llamo el sueño inducido». En la página previa de la novela, «Cronología y método», habla de «delirios oníricos» e insiste, como en la entrevista, en la necesidad de que el texto guarde la fisonomía o «un perfil de sueños». Añade que «su argumento -si es que lo tiene- es que me volví muy soñador»1.

La primera lectura introduce en un texto desarticulado (si bien reitera la división tripartita de Zama, sin subtítulos y separada cada parte por una hoja en blanco) cuyo hilo narrativo resulta difícil de asir. Además, presenta una proliferación de personajes -sobre todo femeninos- que excede cualquier multiplicidad visible en novelas anteriores. Espacios y tiempos se deslizan entre el sueño y la vigilia sin indicios de cambio de planos. En medio de ese magma narrativo es posible abstraer una serie de relatos. El del periodismo es uno de los centrales ya que cubre una parte considerable de la historia y a pesar de que está encarnado en el protagonista Emmanuel D'Aosta y una serie de dobles, puede ligarse con el periodista Antonio Di Benedetto. Según Jimena Néspolo «aunque la novela se despliega casi totalmente a partir de un narrador heterodiegético que utiliza la tercera persona para contar la experiencia de su protagonista en el ámbito periodístico y en la escritura, en la narración se dan fragmentos en primera persona, que estructuran otra trama, la de la memoria»2.

Quizá la denominación de autoficción, con su pacto ambiguo o la doble operación de lectura que supone un inestable y confuso equilibrio entre la experiencia de lo vivido y la ficcionalidad reconocida cuando el autor habla de «forma novelística», resulta apropiada para acercarse al texto. En este caso la experiencia de lo vivido incluye en gran medida la memoria de los sueños. El receptor debe acompañar la oscilación de las rememoraciones y la fluctuación de la identidad en torno a la presencia o ausencia del nombre propio, la adopción de máscaras o sobreimpresiones para añadir a la reconstrucción de lo vivido, su lado incierto o conjetural, la consideración fantasmal de la «realidad» del pasado.

El relato del periodismo

La labor periodística de Antonio Di Benedetto se encuentra sintetizada en «El periodista cercano, el hombre distante» escrito por su compañero del diario Los Andes de Mendoza, Jorge Oviedo y leído en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, como homenaje, a los veinte años de su muerte. Algunos datos que se recuerdan en este trabajo, están ficcionalizados en Sombras nada más.

El primer contacto de Di Benedetto con el periodismo había sido accidental, cuando después de la muerte de su padre, un tío lo lleva a Buenos Aires. Al quedarse solo en el hotel un día se le ocurre acercarse al lugar donde se encuentran las máquinas impresoras de Crítica. Esta incursión que sacia su curiosidad infantil lo marca para el oficio: «me hizo un bien y me regó para el mal». En Mendoza a los quince o dieciséis años comienza a colaborar en La Semana, diario tamaño tabloide, de color verde, que se vendía en las canchas de fútbol para sentarse sobre él. Luego en La Palabra y La libertad, participa en las páginas dedicadas al cine. En las décadas del cuarenta y cincuenta escribe también en La Nación, Mundo Argentino, El Hogar y en Patoruzú de Buenos Aires. Finalmente, el 1 de octubre de 1945 entra como cronista a Los Andes, periódico que en la novela, Emmanuel denomina «Diario número uno». En Los Andes trabaja en secciones de información general, artes y espectáculos y se destaca en las áreas de cine y cultura. En 1952 llega a ser jefe de sección. Como periodista cultural entrevista a Borges cuando se le otorga el doctorado honoris causa en la Universidad Nacional de Cuyo. El interés por la literatura fantástica no está ausente en su conversación con el autor de Ficciones quien lo invita a dictar una conferencia sobre ese tópico. En la misma época Di Benedetto estudia derecho -que luego abandona y comienza a publicar sus obras literarias y a recibir premios por su labor periodística y como escritor de ficciones-. En 1960 la Beca del Gobierno de Francia le permite vivir ocho meses en Europa y estudiar civilización francesa y periodismo audiovisual y escrito en La Sorbona, trabajar en Le Journal Televisé y Le Figaro y realizar una serie de notas acerca del mundo cultural europeo. Entre otras, se destacan el homenaje a Torre Nilson en París, el diálogo entre Ionesco y Sartre sobre teatro en la Sorbona, fotos con George Simenon en el Festival de Cannes. Se interesa por la problemática cultural de Londres, y asiste a los Festivales de Cine de Mar del Plata, Berlin, San Sebastián y Santa Margarita Ligure. En Alemania, en la embajada de Francia, habla con Robbe Grillet sobre la adjudicación que se hace a cada uno de ellos del inicio del nouveau roman en sus respectivos países.

Si bien sus actividades periodísticas le permiten viajar por el mundo y conocer a escritores, artistas y pensadores, existe un aspecto menos conocido: su labor como Profesor en la Escuela Superior de Periodismo de Mendoza, de nivel terciario. Su asignatura Práctica y Redacción periodística se cursa en segundo año. El programa es muy amplio y entre los ítems abordados están la calle y el hombre, como fuentes informativas. Los alumnos de Di Benedetto recuerdan tres aspectos: su enorme cultura, su lapicera roja que no dejaba pasar ningún error y con la que añadía sugerencias para mejorar el trabajo, y una visita a la Penitenciaría para hablar con los presos. Allí sería alojado en un segundo espacio de detención después del golpe de 1976.

También el periodismo lo vincula con la política internacional. La Prensa de Buenos Aires lo envía en agosto de 1964 a Chile para cubrir las elecciones que darían el poder al sucesor de Jorge Alessandre. Di Benedetto realiza «notas de color» como la descripción de ambientes políticos en las ciudades y en la campaña, destacando a la vez el entusiasmo y el miedo, así como las relaciones con Argentina. Asiste a un acto de los socialistas que siguen a Salvador Allende y registra anécdotas3. Luego debe viajar a Bolivia. Según Antonio Oviedo las notas de Di Benedetto en estas «misiones» periodísticas, pueden considerarse antológicas y cree que son de lo mejor que se ha hecho en Argentina como periodismo literario o literatura periodística. Existe una profundización de los problemas que expone sobre el papel y una estética que le otorga calidad expresiva (Para ser un buen periodista hay que ser un buen escritor decía Roberto Arlt en sus Aguafuertes). Cubre la revolución del vicepresidente Barrientos contra el presidente Paz Estensoro. Registra el interior del departamento de Información en donde se observan armas, documentos de espionaje y señala: «no hay huellas de sangre como en el otro edificio de control político. Aquí se propugna la sangre». Cuando acompaña a René Barrientos a visitar las minas desde el avión ven cómo se descuelgan los cadáveres por las laderas de los cerros. Estas experiencias y otras similares que tiene como periodista, explican la crudeza de algunas imágenes que Di Benedetto incorpora con naturalidad a Sombras nada más como aquellas de los agonizantes del terremoto (p. 27). En La Paz, entrevista a los políticos Siles Suazo y Juan Lechín, y del mismo modo a gente común y con graves problemas de subsistencia. En 1969 muere Barrientos; Di Benedetto por entonces subdirector de Los Andes escribe: «El presidente que murió quemado» y recuerda una superstición popular: cuándo en la Paz nieva en verano el presidente se va o se muere y no de modo natural.

Desde 1965 Di Benedetto es secretario de redacción de Los Andes y retiene su sección de Artes y Espectáculos. Al cambiar la dirección impulsa un proceso de transformaciones4. En el Suplemento dominical abre las páginas a escritores de la zona como Juan Draghi Lucero y al poeta Jorge Enrique Ramponi. Contrata a diversos corresponsales, entre ellos a Cecilia Zaragoza quien se ocupará luego de su obra literaria. Ante circunstancias graves como «La guerra de los seis días», en 1967, se realizan ediciones extras. Al cerrarse El Tiempo en 1968 en Mendoza solo queda Los Andes y entonces aparece un vespertino como su prolongación, El Andino y Di Benedetto posee la responsabilidad de ser subdirector de ambos medios de expresión. Como tal, presenta una serie de propuestas. En la Semana de Literatura y Cine de 1970 con la presencia de Torre Nilson, Mario Sóffice y Ulises Petit de Murat, entre otros, habla de la necesidad de crear una Escuela de Cine porque considera que siempre se apoya más a las artes como la música y no a las de expresión de ideas. Existen orquestas, coros, sinfónicas, pero no un elenco estable de teatro. En 1972 lamenta que no haya museos de periodismo.

En este trabajo de Oviedo, se dan a conocer también los «roces» de Di Benedetto con los militares después de la rebelión conocida como «Mendozazo» en 1972. Observa el cronista que en menos de tres años hubo siete mandatarios en Mendoza, casi todos integrantes de las Fuerzas Armadas. Al comienzo, los diarios cubrían los sucesos y la represión, incluido el toque de queda. El 6 de abril de 1972 la policía ocupa Los Andes cuando ya se había impreso el vespertino El Andino (algunos ejemplares habían salido para San Juan); el Ejército se encarga de la edición y es Di Benedetto quien increpa al coronel a cargo por este gesto de censura. Luego Oviedo recuerda como un episodio anticipatorio de la detención de Di Benedetto el de noviembre de 1975 con la prisión del periodista de Los Andes Jorge Bonardel por el general Santuccione. Di Benedetto reclama y se realizan marchas por su liberación. Poco después, en una comida con hombres de prensa organizada por el General Santiago de la Octava Brigada, todos comparten la opinión de que hay que respetar al gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón a pesar de su decadencia institucional. Cuando habla Di Benedetto, ante el asombro de todos, dice que los militares son tan torpes que es difícil que comprendan esta situación. La víspera del golpe del 24 de marzo se vive una tensa vigilia en el diario. Esa mañana derriban las puertas con orden de detención para Di Benedetto y lo llevan custodiado por varias autoridades. Primero lo alojan en el Liceo Militar «General Espejo» y luego en la Penitenciaría. Estos datos -si Oviedo es fiel a los sucesos- mostrarían que el encarcelamiento operó como castigo a la libertad de sus expresiones y actitudes, sobre todo, en el ejercicio de la tarea. «En el diario siempre me negué a ocultar información. Por eso creo que mi detención tuvo que ver con mi labor de periodista. Nunca hice política» explica Di Benedetto.

En Sombras nada más el periodismo de investigación que ya se había insinuado en Rato de El silenciero, personaje oportunista y corrupto, y luego en la investigación policial seria y comprometida del protagonista de Los suicidas, se focaliza en el problema de la política del agua en una región de total marginalidad y abandono. El discurso que denuncia a las autoridades está puesto en la voz de la maestra de la zona quien recuerda que los dueños de tierras en las regiones más prósperas les han robado el agua para sus cultivos. «Nos han vuelto a la edad de piedra». Si bien Emmanuel le promete llevar el problema a los periódicos, no lo hace con la suficiente energía y solo piensa en conquistarla a ella como a las demás mujeres que conoce. Aunque intenta ayudarla ante el jefe de redacción, este reitera la problemática que aparece en la última parte de Zama: la inutilidad del intento de cosechar en algunas tierras, careciendo los pueblos originarios de los necesarios recursos para hacerlo. Emmanuel replica a favor de los desprotegidos.

La gente en su mayoría indios o mestizos, ignoran las formas del cultivo. ¿Hay que dejar que se queden junto a sus cabras entonces? Ellos eligieron vivir allí. Ellos estaban o sus ancestros estaban cuando vinieron los conquistadores españoles y tenían lagunas navegables y sacaban el pescado como alimento e incluso la traían a las zonas más pobladas para venderlo y que sirviera de alimento a otras poblaciones5.

(p. 64)



Sin embargo, a pesar del argumento, le rechazan la nota que escribe diciéndole: «No hay por qué crear sentimentalismos con los indios. Después ¿quién podría sacarlos de esas tierras?».

La maestra le reclama que no haya salido una palabra para la gente a la que se condena a morir de sed. Decide escribir ella y a consecuencia de esta «carta de lectores» pierde su trabajo. Emmanuel cree que no puede hacer nada porque el diario no le pertenece. Enseguida deja atrás ese episodio porque va a entrar en el Diario número uno y conoce a otra mujer. Este motivo de investigación periodística vuelve a retomarse más adelante pero en relación a una presunta fuente de petróleo. En la presentación del uso de las fuentes naturales de la región, que deberían ser preservadas, Di Benedetto muestra una posición de fuerte denuncia social diluida en cambio en las vacilaciones del personaje Emannuel.

Al mismo tiempo, como Roberto Arlt en algunas de sus «Aguafuertes porteñas», desnuda los conflictos internos, la impotencia de ciertos periodistas que no poseen la cuota de poder necesaria para cambiar nada de la sociedad y las flaquezas de otros que carecen de firmes convicciones o son indiferentes ante los problemas de sectores postergados. Siempre se trata de las relaciones del periódico con el poder de turno «tentacular y opresivo». Sobre todo, se afirma que con los gobiernos de facto la ingerencia de los medios en cualquier decisión gubernamental resulta inexistente. A través de Emmanuel y de alguno de sus dobles como Leoncio Leonardo, Di Benedetto mide la distancia entre el periodismo como vocación de verdad y la empresa comercial que lucra en el periódico, así como el autoritarismo que ignora la opinión de la comunidad. La conciencia crítica del escritor consagrado a decir lo que es como es, trata de preservar con grave riesgo el rescate de su dignidad profesional. Se remarca a través del protagonista y del recuerdo de alguno de los viejos idealistas que le sirven de modelo, que en el periodismo debe haber una conciencia moral, una ética; que un periodista digno nunca se rectifica. Por eso Emannuel se pregunta en varios momentos de la novela si en el ejercicio de la profesión observó aquellos principios. Cuando confiesa haberse sentido tentado en negocios como el descarte de papel, el análisis de este conflicto le produce las consabidas culpas que cargan todos los protagonistas de las novelas de Di Benedetto.

Emmanuel, Leoncio Leonardo y Maldoror parecerían mostrar distintos modelos de devenir periodista. Emmanuel es el que se siente en permanente tensión entre la ética y las tentaciones o debilidades que afloran cuando muestra las contradicciones a las que está sometido (además de la carga de sus angustias personales). El que adquiere jerarquía a través de herencias familiares y acercamiento al poder y a determinados partidos políticos ocupando cargos como la banca de diputado, es Leoncio Leonardo Maldoror, el adolescente personaje de Lautréamont de quien Di Benedetto no toma el ejercicio del mal como en Los Cantos... sino la rebeldía de un marginal que posee una visión totalmente negativa del periodismo; a pesar de su incursión accidental en el oficio por necesidades de subsistencia, desea preservar su intimidad y escribir su obra. Aunque envuelto en el misterio de una identidad que lo convierte en un sucedáneo de Bartebly el escribiente, reniega de la falsedad, la subordinación y la asimilación de la mentalidad de los patrones. Resiste con sus precarias fuerzas pero finalmente se decide por la muerte.

El relato de la prisión

El personaje Emmanuel llega a las altas jerarquías del periódico como el propio Di Benedetto; luego pierde esa posición y lo despojan de su libertad. Al escritor, esa situación lo aproxima al límite del desamparo total en su país, incluso luego del exilio y aunque no hace denuncias con nombres y apellidos de sus enemigos, existen reproches implícitos en las páginas de la novela y explícitos en varias entrevistas:

Me aplastaron hasta enloquecerme. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho por qué me apresaron, pero nunca lo supe. Y esa incertidumbre es la más horrorosa pesadilla [...].


Los sufrimientos de Di Benedetto en su prisión se encuentran transformados en una «semblanza testimonial» de Ángel Bustelo titulada «El Silenciero Cautivo». Alude a él como Suetonio Da Bene en una provocativa narración que sintetiza los avatares del escritor/periodista encarcelado sin motivo alguno. A pesar de ser una suerte de «especialista» en suicidios -en su historia personal y en los personajes de novelas como Los suicidas- constituirse en testigo del ahorcamiento de un preso en una celda frente a la suya, le produce fiebre y la conmoción propia de una exacerbada sensibilidad intensificada por la circunstancia de represión. La experiencia de habitar por varios días un pabellón de castigo dentro del espacio general de castigo de la cárcel, conforma también una situación límite para la salud mental y física de Di Benedetto ya deteriorada por los efectos de la rotura alevosa de sus anteojos, la falta de aseo, el asedio de insectos y alimañas, la ropa hecha jirones, y sobre todo la síntesis de humillaciones, soledad y despersonalización que lo agobian. Si bien sus compañeros intelectuales especialistas en otras disciplinas, le piden que les hable de literatura en los recreos de las jornadas de la prisión y además trata de escribir sobre sus sueños en minúsculos papeles que entrega a su amiga Telma, su mundo se ha convertido en un mundo de «gris sobre gris» sin colores ni vida alguna. (Quizás esta ausencia de matices provoca en la narración de la primera parte de Sombras nada más momentos de un inusitado derrame de tonos, hasta volverse chillones).

Si en todo el corpus de la obra desde Mundo animal hay alusiones a rejas, celdas, tribunales, jueces y juicios con castigos que abarcan mutilaciones y muertes, en Sombras nada más el protagonista Emmanuel -alter ego del escritor- cree que «el Juez Más Alto ya lo juzgó, lo condenó y lo hizo expiar en vida. Sólo que el Juez Eminente se sirvió de instrumentos terribles para actuar contra él: otros seres, en apariencia, sus semejantes, en apariencia seres humanos. Ellos obraron la persecución y ejecutaron el abominable castigo». (Aunque intuye que no es lo que le ocurrió sino lo que le va a ocurrir en el futuro) (pp. 57-58). Por otra parte, en la entrevista mencionada antes, Di Benedetto confiesa que en la cárcel perdió la fe en Dios (transitoriamente), la fe en los demás y en sí mismo.

Pero también perdí la fe en mí mismo porque me sentí culpable, no de las culpas que me atribuían los militares, que, si eran culpas, podían haberme sancionado por una ley de prensa y no en el marco inhumano al que me sometieron. No, yo tenía conciencia de otras formas de conducta frente a los demás y entonces desconfié mucho de mí. Yo pensé que los desvíos crueles e innobles no podían ser permanentes ni albergarse en la conducta y el sentimiento de todos los militares. Y como eran indistinguibles -el uniforme los mimetiza en una multitud- yo tenía que aplicar esa indulgencia muy amplia con un sistema muy práctico, la ley del olvido. Apliqué el olvido a muchas acciones que cada vez que las recuerdo me hacen sufrir una barbaridad y al otro día me levanto con trastornos hasta en el sentimiento de los jueves. No es fácil aplicar esas reglas porque las heridas son muy grandes. Pero de momento no he levantado el dedo para acusar a nadie, aunque en el fondo de mi memoria hay algunos nombres (llora).


Ese olvido que se propone llevar a cabo sepultando los recuerdos (aunque se manifiesten a cada momento) es también el nombre de una de las mujeres de la novela y con el que se cierra Sombras nada más. Señala el autor en la página previa «No va como mero nombre de persona sino por su carga o substrato evocativo de la espléndido, o lo amado o lo bueno, y de las culpas que no se puede ni borrarlas ni olvidarlas».

El relato erótico

Como señala Jimena Néspolo, si bien la obra de Di Benedetto ha sido estudiada desde diferentes motivos como la espera, la culpa, el desamparo, el absurdo... no abundan los críticos que se ocupen de lo erótico, tópico sin embargo sobresaliente desde sus primeros libros. Baste recordar El pentágono ese ostensible experimento narrativo en el que el protagonista transfiere su escisión amorosa a la constitución de triángulos en juegos de planos de realidad, especulación y crítica que, combinados, dan como resultado un pentágono, abstracción que se plasma en figuras geométricas en el texto. En Zama los objetos de deseo se van multiplicando progresivamente hasta formar en la segunda parte una multiplicidad indeterminada de mujeres en una atmósfera fantástica. El protagonista de El Silenciero -una vez más en este universo- no se une con la mujer que ama sino con otra y persiste en añorar a la primera. El de Los suicidas vive una pareja convencional poco gratificante para él y se siente atraído por otras mujeres; finalmente concreta una relación madura con su compañera de trabajo en el diario, Marcela, hasta el punto de plantear juntos un pacto suicida. Como parece acercarse a un auténtico vínculo -uno de los pocos de todo el universo de De Benedetto- quizás sea la cercanía de la muerte proyectada lo que otorga a esta fusión amorosa los rasgos de erotismo sagrado (al decir de Bataille), en su cercanía con la aniquilación. Si bien el erotismo y sus grados de violencia y culpa se corresponden en casi toda la obra con personajes masculinos, existe un personaje femenino recorrido por la misma potencia superadora de lo sexual: se trata de «Amaya» de El cariño de los tontos, relato que da nombre al libro que lo contiene. En su última novela Sombras nada más, se exacerban los objetos de deseo y las pulsiones eróticas: algunas rememoradas a través de imágenes de agresión sexual sobre la mujer. La indeterminación de los límites entre vigilia y sueño, imaginación y testimonio, quita contundencia a los gestos de castigos corporales por efectos de la pasión, o la destrucción de partes del cuerpo de la mujer poseída por el protagonista o alguno de sus dobles (así el incendio de la cabellera de Suspiros, la mujer de Leoncio Leonardo). En este caso se trata de lo que el narrador llama «sueño contagiado».

Tuvo un sueño donde Suspiros, que es de cabellera azabache, la tenía bermeja, era decididamente pelirroja y él asoció ese dato a otra situación en que desesperado por la infidelidad previa, una muy imprecisa, pero capital del pasado, cuando no se conocían aún quiso cobrarle o hacerle pagar lo que ella había hecho, para lo cual, por dejarla marcada, le incendió la melena que, bajo la acción del fuego, no se veía carbonizada, sino escarlata sublime.


Según Emmanuel, ese sueño contagió a Leoncio Leonardo y lo impulsó a atentar contra Suspiros, prendiéndole fuego a la cabellera aunque reaccionó a tiempo para evitar que muriera carbonizada pero quedó con quemaduras en la cara y el cuello. Este sería el peligro de los llamados «sueños transmisibles» (como de los «sueños en cadenas») por lo que decide en algún momento dejar de soñar. De este modo el protagonista de la novela plantea el manejo a voluntad del material onírico, motivo que se acercaría a la literatura fantástica. Los sueños eróticos también adquieren formas sensuales lúdicas que comienzan como placenteras pero terminan con la destrucción, como las del niño ahogado en las montañas de azúcar de pechos femeninos (p. 194). La constante atracción por la mujer en situaciones a veces equívocas o prohibidas, resulta una de las principales fuentes de culpa desde la historia de don Diego de Zama quien luego de salir en busca de mujer tiene deseos de mutilarse porque le ha sido infiel a Marta, su esposa distante. En la última obra la culpa lo arrasa todo.

El relato de los sueños

En las novelas y relatos de Di Benedetto se registran con abundancia sueños y algunos son interpretados psicoanalíticamente por el protagonista como ocurre en Los suicidas. En Sombras nada más la intrusión en la actividad psíquica es mayor y más compleja aún. Hay una hegemonía de los sueños, algunos se prolongan en desarrollos extensos, interferidos por segmentos de vigilia en la que se mueve el protagonista. Este contacto continuo de planos que puede ser sostenido admirablemente en el cuento (como en el caso de Borges o Cortázar), en una novela resulta agobiante. Además aquí no predominan los matices lúdicos sino que van fusionando contenidos vitales fuertes como la muerte, la culpa, la violencia, el parricidio, la justificación, es decir materiales existenciales que atañen al hombre en general y a las propias miserias y desgarramientos del autor. En algunos de los sueños o ensoñaciones se reiteran como fragmentos textos de sus primeras épocas de producción fusionados con el montaje propio del material onírico. El mono colgado recupera un motivo de «Nido en los huesos» (Mundo animal), o el caballito muerto de «Caballo en el salitral» pero «El mono muerto, agujereado por moscas, tábanos, hormigas» no se resuelve en el sentido alegórico de Mundo animal ni en la explosión eufórica y poética de «Caballo en el salitral»; ya no hay posibilidades de la mutación de lo inerte en un nido poblado de vida, porque un pajarito quiso meterse allí pero lo devoraron los demás; no hay música sino un confuso zumbido y la cabeza permanece vacía. Se anula la esperanza, aquella propuesta que recorre todo Mundo animal: «ser superable», ser útil para los demás ya que no se puede hacer nada por uno mismo.

Ahora soy el simio colgado del árbol, con una agitación interior que por su resonancia parece que zumba y lo que zumba es mi cabeza como poseída por una nube que no flota en torno; se ha formado adentro y llamea en lo interno.

(pp. 49-50)



El relato de la muerte

La muerte y sobre todo la muerte del padre es uno de los motivos dominantes del universo literario de Antonio Di Benedetto. En su propio proceso vital el suicidio nunca confirmado de su progenitor -así como una tradición familiar de suicidios en la rama paterna de la familia- abre una herida que no se sutura porque aún en sus últimos años habla de sueños en que su padre se escapa de la tumba y como lo había hecho en vida se dedica a perseguir mujeres y a cometer infracciones. «Y yo tenía que atarlo con una cuerda a la tumba para que anduviera pero no tanto y yo pudiera educarlo, adoctrinarlo». En el sueño comentado por el escritor en la entrevista de Halperín se invierten los roles ya que el hijo pretende imbuir al padre de condiciones éticas y restricciones para sus aventuras. En la novela, el personaje Emmanuel siente que su padre vuelve como fantasma pero a diferencia de lo que sucedía en vida con sus aventuras amorosas, señala que después de muerto es menos «guerrero» y ahora resulta otra sombra entre las sombras: «si puedo distinguirlo se debe a que es mi padre, aunque no lo conocí, no me dio tiempo se murió antes». Además, en los sueños se presenta frecuentemente el impulso parricida y se suele ligar con la realidad y la creación literaria. Emmanuel tiene dudas sobre el primer capítulo que está escribiendo en que habla del homicidio de su padre cometido por él; no sabe si lo ha soñado o ha sucedido o si es su padre quien ha soñado que su hijo lo ha matado. Los sueños son susceptibles de unirse constituyendo encadenamientos oníricos. «Cuando sueñe que está en la cárcel o revolcándose en su lecho atormentado por los dolores del alma, y carezca de dominio sobre sí mismo para escapar y dirigirse al hondo paisaje que su hermana también habita, ¿soñaba con su hermana para preguntarle si ella también cree, como él que él mató al padre, al padre de él y de ella, por un motivo que él no conoce y con una frialdad y poder exterminador que no percibía hasta el momento del crimen? Le preguntaría también si ella cree que su padre considera -o sueña- que él es un parricida y si no serán esos sueños con respecto al padre la forma en que éste, el padre, elige para castigarlo, hacerlo sufrir por lo que él no hizo» (p. 40). Es lo que llama «una sospecha de culpa» y con la posibilidad de reincidir. Esto produce frecuentes e innecesarias justificaciones tales como «No fui yo, no fui yo». Y las consiguientes reflexiones: «Sin lograr que lo carcoma la vergüenza de considerar que siempre, siempre, está negando las malas acciones, la culpa, la responsabilidad» (p. 215).

Emmanuel sueña reiteradamente su propia muerte o el camino que lo lleva a ella. Cuando está durmiendo con Eva sueña que esta recibe un telegrama con la palabra «Condolencias», es decir condolencias por él mismo, por la muerte de Emmanuel enviado por la «Familia Emmanuel» (p. 185). Ha sido él quien lo ha escrito en un sueño anterior al que alude largamente. Se trata de un peregrinar kafkiano para llegar al lugar donde debe enviar el telegrama de condolencias. Tiene que buscar la calle Grove que es la de Crescent Florive y para ello debe sortear numerosos obstáculos: las casas victorianas no poseen números, las puertas están cerradas, las calles vacías... y mientras camina observa lápidas y fechas en las lápidas a la manera de un gran cementerio. No hay nadie, ninguna presencia es visible en medio de témpanos y vientos; a veces pasan vehículos silenciosos y no se distinguen las personas en su interior; solo se ve un muchacho, un mensajero. La ambigüedad de las escenas se afirma en la siguiente consideración del narrador; «No es otra irrealidad en la que ha penetrado, es otra realidad lejana, quedada en el fondo de la edad. Todo está incorporado a esta atmósfera sin presente, bordeada de pretéritos» (p. 183), es decir surge de alguna memoria de la infancia. El formato del sueño recrea atmósferas del nouveau roman, sobre todo de Dans le laberinthe de Alain Robbe Grillet, novela en que un soldado debe entregar un paquete a alguien que no conoce y se desplaza por un espacio uniformado por la nieve. Por los sitios en que pasa, todo es ausencia y vacío y el itinerario se torna interminable y absurdo. En Sombras nada más la diferencia es que finalmente Emmanuel llega y puede enviar el telegrama aunque sea de condolencias de su propia muerte.

En el personaje, imaginar o soñar muertes se une a la capacidad para construir imágenes de mutilaciones en escenas reiteradas (especialmente mutilaciones de manos). No es raro que estas pesadillas habiten el inconsciente de su autor, sometido en el cautiverio a una serie de simulacros de fusilamientos y a otras formas de torturas físicas y psicológicas). Por otro lado, la tendencia de condensar significados en los nombres de las personas -que resultan comunes en las obras de Di Benedetto- se exacerban en la novela (Suspiros, Olvido, Gema, Ave, Eva, Pilar del Rocío...) y se extienden a los espacios: «Anda por una calle llamada Distancia» (p. 210). «Puede al fin volver a la calle Distancia, que a cierta altura hace un codo donde se abre la calle Patíbulo [...] Sobre la calle está montado el cadalso, sobre el cadalso está montado un hombre de barba negra por encima del cual, un juego de electrónica emite mensajes o noticias con la rapidez y el tamaño de los anuncios luminosos de los teatros de Brodway» (p. 211). «Otra vez Emannuel sueña que viaja en avión y tiene la intuición que este se incendiará en cualquier momento. Siente que la muerte es inminente y piensa que cuando lo abracen las llamas de las nubes rojas él no quedará del color del tomate sino de la lepra tiznada de los maizales [...] Pero el vuelo sigue y Emmanuel cree que si el avión no estalla en el aire, algo distinto, pero igualmente malo, tiene que suceder. Caerá al mar o se estrellará» (p. 211). Una u otra forma de catástrofe finalmente sobrevendrá.

El planteo más extremo acerca de la muerte que se produce en la vigilia es el diálogo de Emannuel con Maldoror. A la manera de los intercambios de ideas de la pareja que ha realizado el pacto en Los Suicidas: «Por qué lo haríamos», se reiteran estos interrogantes en la pregunta de Maldoror: «¿es mejor vivir o morir?» con otras consideraciones acerca de los sufrimientos previos o posteriores a la muerte, especialmente la que se produce por mano propia, añadiendo la posibilidad de otra dimensión después del final.

«Yo creo que se sufre más en el período preparatorio. Desde el momento de tomar la decisión, especialmente si se piensa en lo que se va a dejar, y acaso, supongo, lo más terrible, ha de ser el instante decisivo de empuñar el arma. Lo demás ya no cuenta. Se está muerto» (p. 273). Estas consideraciones las hace Emmanuel y poco después Maldoror se deja morir.

El relato de lo siniestro

Los sueños y la literatura fantástica parecen cumplir la misma función para Di Benedetto. Es además del sueño, la otra forma de alcanzar la irrealidad. «Entonces ya no nos queda solamente el consuelo de la noche para acceder a lo onírico: uno ingresa a un relato de ese tipo y puede llegar hasta el cuello en su ahogo pero no se muere». En la dirección psicoanalítica de interpretación del discurso fantástico se entiende como reproducción ficcional de mecanismos del inconsciente y de formas alteradas de la personalidad que serían el resultado de represiones o deseos insatisfechos de la psiquis individual o colectiva. Desde Mundo animal, Di Benedetto se mueve en una zona en que el extrañamiento ante el mundo por parte del individuo se condensa en una fusión -con diversos matices- de lo real contornal y lo irreal, de lo exterior y la interioridad del hombre, del sueño y de la vigilia. Allí, en ese texto inicial, oscilan las atmósferas entre aquellas de los cuentos maravillosos, pero con tintes alegorizantes (en que se coteja la condición humana con el mundo animal), y la del horror, el asco o la crueldad. Sin embargo, como señala Jorge Premat en el prólogo a los Cuentos completos6, en un nivel estricto esta clasificación es discutible en relación a la obra en general. Con reparos, puede ser adjudicada a ciertos temas de algunos cuentos. (Otros se acercarían a la ciencia ficción como «En busca de la mirada perdida» de Cuentos del exilio). Si bien Premat no se dedica al análisis de Sombras nada más, pone énfasis en el motivo del sueño.

Y si el sueño es la figura de lo literario en Di Benedetto, el sueño habría que entenderlo en tres niveles diferentes: un sueño a la Borges (es un sueño dirigido), un sueño a la Kafka (una pesadilla culpabilizante), pero también un sueño a la Freud (el sueño como un relato hecho de claves ocultas y determinantes, de pulsiones inconfesables en lucha con la censura y la ética, el sueño como una máquina de narrar).


De este modo, cree que puede ubicárselo en una corriente de la narrativa fantástica hispanoamericana casi subterránea, que incluiría a Felisberto Hernández, Silvina Ocampo o Virgilio Piñera.

En Sombras nada más las anomalías en el encadenamiento de los sueños, o las reflexiones acerca de presuntas conductas cercanas al vampirismo, o el imaginar dinosaurios o dragones, no alcanzan para hablar de atmósferas fantásticas ya que los sueños constituyen la materia dominante y estos no admiten fronteras.

Curiosamente, el epílogo de la novela presenta un momento clave del cuento de Hoffman «El arenero» con la interpretación de Freud que constituye su ensayo «Lo siniestro», publicado por primera vez en 1919. El protagonista es Nataniel el estudiante quien, a pesar de su aparente estado normal del presente no logra olvidar las reminiscencias vinculadas a la muerte misteriosa de su padre y cree reconocer la figura del asesino en un óptico ambulante italiano ya que no puede separa los hechos reales de los aparentemente «irreales». Su madre, en ciertas noches de la infancia, los amenazaba con la presencia del hombre de la arena que se decía que arrojaba puñados de arena a los ojos, haciéndolos saltar ensangrentados de la órbitas, guardándolos luego en una bolsa y llevándoselos como alimento para sus hijos. En la versión que el narrador recuerda del relato oral de su abuela, la historia no es menos cruenta. «Entonces, el arenero se los llevaría a las lechuzas, a su nido, y los búhos o lechuzas pequeñas los devorarían a picotazos con sus picos curvos» (Imagen que recrea uno de los primeros cuentos de Mundo animal «Nido en los huesos»). En la interpretación freudiana, «la experiencia psicoanalítica nos recuerda que herirse los ojos o perder la vista es un motivo de terrible angustia infantil. Esto suele persistir en los adultos. El estudio de los sueños, de la fantasía y de los mitos nos enseña además que el temor a la pérdida de los ojos, el miedo a quedar ciego, es un sustituto frecuente de la angustia de castración»7. La amante ocasional de Emmanuel, Alba Rosa, la última que aparece en la novela, es quien reitera la amenaza de la abuela y sintetiza la interpretación psicoanalítica pero le da una vuelta de tuerca realizando una transferencia de género sexual.

Si no te comportas como se debe, Emannuel, el arenero no sólo esparcirá arena sobre tus ojos, te los arrancará y se los dará al pico famélico de las lechuzas. Y como todos sabemos, Emannuel -asómbrate también en este perdido rincón del trópico- cuál es tu inclinación más pronunciada de apartarte de la decencia y la lealtad, he de advertirte que la nana del arenero tiene su moraleja, el arrancar los ojos de los niños que se portan mal es el símbolo de la castración, el arenero representa al padre castrador. Y el arenero puede ser una arenera. El padre castrador puede ser una mujer aunque no sea la madre. ¿De verdad no temes la arena de tus víctimas?


Lo siniestro descubre lo que está oculto y al hacerlo efectúa una inquietante transformación de lo conocido en desconocido según Freud. Para él, Hoffman es el maestro de lo siniestro en la literatura y la novela Los elixires del diablo presenta una serie de sus temas, por ejemplo el del doble, en todas las variaciones y desarrollos: sustitución, identificación, el retorno constante de lo semejante con la repetición de los mismos rasgos. Si en un principio en los mitos el tema del doble se destinaba a conjurar la idea de la aniquilación, luego se entiende como la posibilidad de ser capaz de autoobservación, de reproducir las otras opciones de la existencia que no han hallado su realización en la unidad. La abundancia de dobles en la obra de Di Benedetto está representada aquí -tal como lo señalamos- por Emannuel, Leoncio Leonardo y Maldoror, en última instancia portavoces de su autor. Maldoror como una conciencia torturada, otro modo de ser, extraño y ausente es quien decide por los dos en la encrucijada entre la acción y la trascendencia. Emannuel está habitado por un lastre de culpas propias y ajenas (su protagonismo es el más extenso en la historia) y en cuanto a Leoncio Leonardo posee una moral decadente, una ética acomodaticia y falaz y una agresiva conducta sexual hacia las mujeres. La categoría amplia de lo fantástico afecta a la unidad del yo, coherente y continua y produce la desintegración de lo sólido y cerrado afectando a la categoría de personaje.

El relato mítico

En la última parte de Sombras nada más, al trasladar la acción al espacio de Guatemala, Alba Rosa (rosa de sacrificio) recuerda al protagonista episodios de El Popol Vuh y advierte en alguno de ellos el castigo que conlleva la pérdida de los dientes. Se trata de un pecado de orgullo de Vucub Cakik, quien es atacado por los gemelos que no soportan que el anciano se atribuya la creación del hombre cuando el hombre aún no ha aparecido sobre la faz de la tierra. Un golpe en la mandíbula le hace perder los dientes y con ellos el poder para ser rey o jefe. Si bien Emannuel interpreta estas alusiones de Alba Rosa como que ha perdido el poder sobre ella y es advertido sobre su decadencia, el sueño de la caída de un diente al igual que un diente arrancado por otra persona, según Freud, representa también la castración simbolizada por la separación entre una parte del cuerpo y el resto del mismo. No es azaroso que la novela se cierre con dos formas de amenazas de mutilación provocadas por las culpas. Las referencias a «El arenero» de Hoffman y al Libro del Consejo de los pueblos quichés, uno proveniente de la tradición europea y el otro de los primitivos mitos americanos, leídos psicoanalíticamente, desembocan en la misma carga de obsesiones y de terrores ante la posibilidad de la pérdida de algún órgano vital. Más aún, entre la páginas de las lecturas de Alba Rosa, Emannuel encuentra referencias de un libro de la venezolana Mariela (aunque solo se menciona su nombre se trata de Mariela Arvelo) sobre los guaruos:

Este mal jebu duende carga piedras brujas a cada lado del pico y anda por los caminos encharcados de los maricholes, aguardando a los hombres que yurumean a solas. Cuando el guarao corta la palma, Missisikire se presenta como mujer hermosa, de camisón muy encarnado y frente y cara y cejas de amapola. Entonces él se siente enamorado y desea acariciarla, enamorarla, asirla, pero el Missisikire -que prepara el engaño con deleite- lanza piedras al rostro del hombre ilusionado y lo deja silente y prisionero8.

Por lo tanto, diversas formas de leyendas y narraciones orales enfatizan el sentimiento de culpa de Emannuel como castigo por la lujuria, el orgullo, el desapego y esa maraña de tentaciones que lo acosan y ante las que claudica a cada paso. Incluso, en el plano de la política del periódico cuando Emannuel posee un relativo poder también percibe el odio que lo rodea y que se desencadena en el momento en que sectores no identificados de los empleados colocan una bomba en la casa.

¿Quiénes lo atacan: los de derecha, los de izquierda, los sindicalistas? De todas formas se siente ya un perseguido.

(p. 232)



El relato de la pérdida de la utopía

Así como en Zama existe una oposición constante entre un pasado entrevisto como heroico (después descubrirá que no es así sino que como corregidor de indios había sido fácil someterlos sin violencia cuando ya estaban estragados por los castigos anteriores) y un presente de degradación, entre Zama el bravío y Zama el menguado, las expresiones que utiliza Emannuel en las últimas partes de la novela para referirse a sí mismo son «apocado», «en disminución», «intruso», «un leproso del alma» o siente que «le brota el sentido de fracaso que le llega acoplado a la conciencia de la destrucción» (p. 260) hasta llegar a fusionarse oníricamente con la nada.

A medida que desciende su miedo se dilata, a causa de lo que está en los planos inferiores, que es nada, justamente por no ser nada.

Poseído por el vértigo, pero lanzado a desembarazarse de esa pesadilla donde las distancias entre los pisos son enormes lo cautiva -aunque lo succiona hacia abajo- el temor al vacío.

No ha aprobado sus exámenes en el colegio y lo degradan. Baja, una y otra vez encuentra estrados cubiertos de severos profesores. Se interna en las profundidades. Llega... donde la nada es grandísima y angustiante.

(p. 215)



El propio Di Benedetto en la entrevista mencionada a lo largo de este trabajo señala que «uno de los temas recurrentes es la provocación de la nada. Esto implica por un lado "el llegar a la nada por convicción y en eso me aparto de la visión cristiana" de que después de la muerte no hay nada. En segundo lugar que la nada se puede reconstruir respecto al prójimo si se siente que él piensa de uno que es la nada. No en un sentido moral sino que no saben que uno existe, que "lo borran". Es mejor vivir borrado cuando al existente lo meten en la cárcel, lo golpean, y lo insultan. Pero en un sentido realista y movible la nada es también minimizarse, achicarse y eso puede implicar acobardarse».

Tanto el personaje Emannuel como Di Benedetto en algún momento de lo que denominan «el martirio», deben anonadarse ante el peso de las culpas que se le adjudican y de las culpas que se adjudican a sí mismos.

Sombras nada más culmina con un balance negativo cuando Emannuel siente que el amor está perdido o ha sido entrevisto fugazmente a lo largo de la existencia y ya resulta inalcanzable. De él le queda la imagen de la chica de las medias negras caídas que reitera una vez más la posibilidad del ideal que se torna imposibilidad y que resulta constante en todas las relaciones amorosas que se pretenden trascendentes en este universo. Pero también la novela había comenzado con la negación de la utopía. El personaje tenía previsto un itinerario hacia la Isla de Pascua, meta soñada desde muy joven y apuntalada en días recientes por los dibujos de Lorenzo Domínguez que recreaba las esculturas megalíticas, «las estatuas más enigmáticas, esas erguidas con todo su bulto en montes y quebradas que no se sabe donde ponen la mirada, clavada en algo que se ignora qué es, acaso el lugar del mar donde se hundieron los dioses y donde se espera que resurjan y regresen» (p. 10).

«Pero debe cambiar ese itinerario y siente que ya es tarde para darle otro rumbo a su destino y por lo tanto en la isla seguirán a la espera los gigantes de piedra obstinados en mirar hacia un punto de las aguas del mar» (p. 11). A pesar que se conforma a sí mismo diciendo que «otra vez será» el encuentro definitivo con Pascua, algo le indica: «No, nunca más» porque la expresión de deseos «otra vez será», está interferido por la cercanía del final que lo apartarán de los dioses sumergidos.

¿Otra vez? Antes que pueda intentarlo ¿no le saldrá al paso la sigilosa muerte? Emannuel sonríe, lastimosamente.

En Zama, el texto central de esta notable producción artística, al ubicarse la historia en el siglo XVII y en un espacio latinoamericano -Asunción y la confluencia de una zona paraguayo/brasileña- pueden hallarse huellas de numerosas crónicas y relatos de colonizadores y exploradores y como en esos escritos, los testimonios de deseos frustrados y de utopías inalcanzables. Tales pulsiones resultan personificadas dramáticamente por don Diego de Zama sometido, en cuanto a la identidad, a la tensión entre sus apetencias europeas y el paulatino reconocimiento del ser de América, en una madurez todavía sin crecer como el niño rubio. En el plano existencial muestra la crisis del ser humano cuando puede mirarse a sí mismo, a su rostro interior, en la tensión entre búsqueda y espera, (espera que ni aún la mutilación del final puede detener: «siempre se espera más»). Mientras no se acepte el naufragio con toda su carga connotativa de hundimiento, zozobra, deriva; mientras no se desbarate el rumbo fijado, no se anulará la espera. Por eso Zama escribe «No he naufragado». Treinta años después no podrán sostener esta afirmación ni Emannuel de Sombras nada más, ni el escritor Antonio Di Benedetto.

El relato de la escritura

En la entrevista con Halperín, Di Benedetto confiesa que lo único que quiere es escribir y para llegar a ese objetivo debe realizar un gran esfuerzo dadas las condiciones físicas y psíquicas que provienen del encarcelamiento y de sus secuelas y del exilio que se prolongará más allá del regreso a su país. Como en el protagonista de El Silenciero o Manuel Fernández de Zama, (o de otros personajes que desean ser escritores como en «Falta de vocación» de Grot) las circunstancias para la creación nunca no son las adecuadas; la labor literaria se cumple dentro de alguna forma de desamparo o de riesgo. Agobiado por el peso de la responsabilidad de hacerse cargo de la escritura, Emannuel quisiera que el otro escribiera el libro y que asumiera las culpas y los fracasos si la escritura no tuviera la calidad buscada. Existen en esta última novela, al igual que en la mayoría de los grandes o breves relatos, reflexiones sobre el proceso del texto en su inmediatez. Parece implicar al lector en la veracidad de su historia y revelarle los resortes de su quehacer literario. Así, al evocar su iniciación sentimental, Emannuel habla de «la comarca profunda, donde en el transcurso de esta historia que le estoy contando, señor, vivió y sucumbió mi familia, donde tenía y perdí posición, bienes materiales y casi me quitaron la vida» (p. 42), es decir adopta el tono directo de la confesión. Si bien no quiere enredarlo en su historia, entiende que ya es tarde porque el receptor tiene el libro entre las manos y lo está leyendo, y él no puede borrar lo que ha escrito Existe en la novela un momento significativo, aquel en que el narrador traza una raya roja simbólica como para poner un límite a su narración. Este límite perceptible en una raya en el papel, advierte de los desbordes del personaje periodista que ha excedido la descripción de su valor como si se contemplara en cristales de aumento. Tal interregno de autocrítica no solo advierte sobre la falsa ilusión de grandeza del yo sino también sobre la incoherencia del texto que está produciendo que, escrito por él o por alguno de sus dobles ha surgido en «estado de desvarío», de delirio. También pone en duda el valor o la utilidad de lo escrito; cree que estas palabras culpables del dolor de sus dedos al escribir a máquina «no servirán para nada». (Al principio del libro había mencionado páginas ya desechadas, capítulos anteriores desaparecidos). En la crisis de la escritura desnudada ante el lector, que puede juzgarse como un verdadero acto de honestidad intelectual, se insinúa también el análisis del tipo de narración que ha encarado a la que no da un nombre pero que podemos llamar una vez más autoficción.

¿Cómo aceptarlo con esa recóndita reserva de vanidad que le hace pensar que lo escrito hasta la raya es válido, ya que representa, por lo menos, una forma de narrar? Una forma que amasa en un solo pan las invenciones o las realidades vividas o fingidas, los factores del inconsciente y de los sueños, con el presentimiento que éstos últimos, más delante de la próxima raya, pueden llegar a reproducirse y desarrollarse.

(pp. 76-77)



Escrituras de un sobreviviente. El último Zama

Si a la crítica le resultó difícil ubicar a Di Benedetto en sus inicios dentro de la tradición de la literatura argentina y latinoamericana, y tuvieron que transcurrir muchos años para reconocerlo como el gran escritor que es (para Saer, uno de los más grandes)9, Sombras nada más desconcierta incluso a los admiradores de su obra. El cierre de la parábola no parece admitir otra lectura que «escrituras de un sobreviviente» y el retorno a Zama.

A medida que se conocían sus libros, a lo largo de los años, se le adjudicaron diversos influjos ya sea de las filosofías de la existencia, del teatro del absurdo, de la nueva novela francesa y hasta del neorrealismo cinematográfico… estéticas e ideas que por otra parte se propagaron más allá de las fronteras europeas en las décadas del 50, 60 y del 70 y pueden rastrearse en la mayoría de los escritores argentinos y latinoamericanos. Respecto a alguna de las vanguardias como el nouveau roman varios críticos consideraron a Di Benedetto antecesor de los novelistas franceses con relatos como «El abandono y la pasividad» y «Declinación y ángel» y antes todavía en El pentágono (novela en forma de cuentos), después autotitulado Anabella. Según Saer su estilo, resulta inimitable e inconfundible (sobre todo teniendo en cuenta lo que denomina la trilogía: Zama, El Silenciero y Los Suicidas y sus primeros libros de relatos). Alguno de ellos, pero de las últimas épocas, más allá de los numerosos premios recibidos desde sus comienzos de escritor, fueron alabados también por escritores consagrados como Borges o Cortázar: es el caso de «Aballay», uno de los mayores logros de su libro Absurdos texto ya marcado por los rigores de la cárcel y el exilio.

Resulta interesante revisar en Sombras nada más los nombres de escritores o de obras que se aluden a lo largo de sus páginas. En ese sentido, no asombra encontrar menciones a Beckett o Ionesco representantes del absurdo uno de los tópicos más frecuentes del universo dibenedettiano, o el recuerdo de Noches blancas o Los hermanos Karamasov de Dostoievski, escritor al que el propio Saer adjudica parentesco con el mendocino. El personaje Maldoror, uno de los protagonistas, resulta una versión particular del portador del mal creado por El Conde de Lautreámont en sus «Cantos». Alain Robbe Grillet, no está nombrado pero la atmósfera de novelas como Dans le laberinthe -según comentamos- resultan tan visibles como las huellas kafkianas en sueños y pesadillas de Emannuel. Una mención ineludible a Balzac (recordando obras publicadas en alguna etapa del periódico) o a Dante asociándolo con la búsqueda alegórica de la justicia; o a Draghi Lucero, un coterráneo a quien también cobija en las páginas de los suplementos o a la rima de Bécquer relativa a la soledad de los muertos o a Maeterlinck acentuando su complacencia en los pájaros dentro de la flora y fauna abundantes en la isla… Todas las alusiones o menciones superpuestas dibujan un mapa complejo. Tanta diversidad, sin embargo, se corresponde con las notaciones heterogéneas del espacio y las zigzagueante trama de la novela. En cuanto a «El arenero» de Hoffman, y «Lo siniestro» de Freud por un lado, así como las narraciones orales del Popul Vuh o las leyendas recreadas -tal Akaida de Mariela Arvelo- por el otro, se presentan como los dos extremos de los deslizamientos de Di Benedetto hacia alguna forma de lo fantástico y de lo mítico, de la tradición occidental o su rescate de las culturas de los pueblos originarios de Latinoamérica. Su cuota de experimentado crítico de cine está cubierta con las referencias a la Garbo, Marlene Dietrich, Cantinflas y Charle Chaplin, Amadeo Nazzari y también a ese icono musical-cinematográfico que es Gardel.

Un lugar especial en las evocaciones literarias lo constituyen los nombres de Eugenio Montale y Giusseppe Ungaretti, los poetas italianos cuyas composiciones se ubican en la llamada «poesía hermética» de la posguerra y que en la novela reciben música de artistas que se encuentran en la isla para completar su efecto creativo. Si bien Di Benedetto no menciona nunca sus inicios como poeta en Mendoza, según Néspolo estuvo vinculado a Américo Calí y a la llamada generación regionalista de 1925, y posiblemente haya valorado al final de su vida la fuerza testimonial de los líricos que plasman en sus versos la desesperanza del hombre en crisis, situación vivida por él durante toda la existencia y profundizada en el encierro y el exilio. Por eso en una de las experiencias en la aventura que tiene lugar en la llanura, Emmanuel puede asociar una palabra pronunciada por él con el alud y la destrucción de un murallón y entonces se pregunta. «¿Hay alguna razón para temer la magia de la poesía?» (165).

Pero la alusión más sugestiva es la única que involucra a la literatura argentina de entonces (salvo el homenaje a Draghi Lucero), y tiene como centro a Manuel Puig.

Conocí en la Capital aun joven escritor, niño casi se llamaba Manuel y me dijo que cuando él fuera mayor escribiría un libro sobre los besos de la mujer araña.

(p. 136)



El mismo año de la publicación de Sombras nada más se conocía la versión cinematográfica de esta novela, hecho que reavivó el interés del público e incluso de la crítica por la obra de Puig quien la había escrito en el exilio en 1976 el año del golpe que llevó a Di Benedetto a la cárcel. No podía elegir otra obra de autor argentino mas apropiada para incluir en la suya. En la novela de Puig se habla del poder del cine y de sus alcances positivos y negativos en el individuo y en la cultura; discusión que debía apasionar a un especialista como Di Benedetto quien había sido guionista, crítico y conocedor a fondo del medio cinematográfico. Pero quienes hablan son dos presos de las cárceles de la dictadura que sufren las torturas y las situaciones límites que el propio escritor mendocino sufrió. Si bien el material de lucha del frente homosexual de liberación que Puig incorpora a su novela, no constituía un problema planteado en sus libros, la experiencia de los «perseguidos» por distintos motivos (militancia, lucha armada, diferencias sexuales, rechazo de la censura o de la autocensura) es la suya. De los personajes de El beso de la mujer araña uno muere presuntamente por defender una causa, o por amor (Molina); el otro quizás muera después de la tortura y el delirio por lealtad hacia sus compañeros (Valentín). Di Benedetto, «salvado» por prestigiosas figuras de la opinión pública internacional y local, al salir de la prisión se desangra en el exilio y en el retorno. Entonces escribirá como sobreviviente y para seguir sobreviviendo un poco más; pero solo un poco, el lapso necesario para terminar este texto tan lejano en el estilo a la irrepetible Zama.

Sin embargo, Zama y Sombras nada más poseen rasgos en común. En la última se reiteran motivos de su narrativa, ya sean las novelas o los relatos, pero concentrados especialmente en Zama: la espera, la culpa, el desarraigo, el absurdo, el devenir animal, la potencia del sueño, el padre ausente, los juicios y tribunales acusadores, el ruido metafísico, la multiplicidad, el desamparo, lo siniestro de la condición humana, la crueldad, la búsqueda, la pureza, la nada. Las oposiciones y tensiones que se dibujan en una como en otra, no se resuelven, quedan planteadas agónicamente. Las dos podrían considerarse síntesis del conjunto de su obra. Zama sería la concreción simbólica en perfección escritural de todo ese universo existencial e histórico; Sombras nada más su desintegración onírica.

El primer Zama descubre al final de su itinerario, juzgado, condenado y mutilado, que su pasado no había sido heroico, que su utopía era un espejismo10, pero, a pesar de todo, elige el círculo inútil del existir, la persistencia de la especie. El último Zama, abandona la espera y cierra su historia para borrarla con la palabra Olvido. Entre uno y otro ha sobrevenido por fin el Naufragio.

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