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Elogio1 de Carlos III2, leído en la Real Sociedad Económica de Madrid el día 8 de noviembre de 17883

É aun deben (los Reyes) honrar, é amar á
los Maestros de los grandes saberes...
por cuyo consejo se mantienen, é se
enderezan muchas vegadas los Reynos.


Rey don Alfonso el Sabio en la ley 3.ª, título 10.° de la Partida 2.ª                






Advertencia del autor

Como el primer fin de este Elogio fuese manifestar cuánto se había hecho en tiempo del buen rey Carlos III, que ya descansa en paz, para promover en España los estudios útiles, fue necesario referir con mucha brevedad los hechos y reducir estrechamente las reflexiones que presentaba tan vasto plan. La naturaleza misma del escrito pedía también esta concisión, y de aquí es que algunos juzgasen muy conveniente ilustrar con varias notas los puntos que en él se tocan más rápidamente.

No distaba mucho el autor de este modo de pensar, pero cree sin embargo que ni puede, ni debe seguirlo en esta ocasión por dos razones, para él muy poderosas. Una, que los lectores, en cuyo obsequio prefirió éste a muchos otros objetos de alabanza, que podían dar amplia materia al Elogio de Carlos III no habrán menester comentarios para entenderle; y otra, que habiendo merecido que la Real Sociedad de Madrid, a quien se dirigió, prohijase, por decirlo así, y distinguiese tan generosamente su trabajo, ya no debía mirarlo como propio ni añadirle cosa sobre la que no hubiese recaído tan honrosa aprobación. Sale pues a luz este elogio tal cual se presentó y leyó a aquel ilustre cuerpo el sábado 8 de noviembre del año pasado4; condescendiendo en obsequio suyo por5 el autor, no sólo a la publicación de un escrito incapaz de llenar el gran objeto que se propuso, sino también a6 no alterarlo y a renunciar al mejoramiento que tal vez pudiera adquirir por medio de una corrección meditada y severa.

Mas si el público, que suele prescindir del mérito accidental cuando juzga las obras dirigidas a su utilidad, acogiese ésta benignamente, el autor se reserva el derecho de mejorarla y publicarla de nuevo. Entonces procurará ilustrar con algunas notas los puntos relativos a la historia literaria de la economía civil entre nosotros, que son a su juicio los que más pueden necesitar de ellas y aun merecerlas7.

Señores: El elogio de Carlos III pronunciado en esta morada de patriotismo no debe ser una ofrenda de la adulación, sino un tributo de reconocimiento8. Si la tímida Antigüedad inventó los panegíricos de los soberanos, no para celebrar a los que profesaban la virtud, sino para acallar a los que la perseguían9, nosotros hemos mejorado esta institución, convirtiéndola a la alabanza de aquellos buenos príncipes cuyas virtudes han tenido por objeto el bien de los hombres que gobernaron. Así es que mientras la elocuencia, instigada por el temor, se desentona en otras partes para divinizar a los opresores de los pueblos, aquí, libre y desinteresada se consagrará perpetuamente a la recomendación de las benéficas virtudes en que su alivio y su felicidad están cifrados.

Tal es señores, la obligación que nos impone nuestro instituto; y a mi lengua, consagrada tanto tiempo ha a un ministerio de verdad y justicia, no tendrá que profanarlo por primera vez para decir las alabanzas de Carlos III.

Considerándole como padre de sus vasallos, sólo ensalzaré aquellas providencias suyas que le han dado un derecho más cierto a tan glorioso título; y entonces este elogio, modesto como su virtud y sencillo como su carácter, sonará en vuestro oído a la manera de aquellos himnos con que la inocencia de los antiguos pueblos ofrecía sus loores a la divinidad, tanto más agradables cuanto eran más sinceros y cantados sin otro entusiasmo que el de la gratitud.

¡Ah! Cuando los soberanos no han sentido en su pecho el placer de la beneficencia, cuando no han oído en la boca de sus pueblos las bendiciones del reconocimiento, ¿de qué les servirá esta gloria vana y estéril que buscan con tanto afán para saciar su ambición y contentar el orgullo de las naciones? También España pudiera sacar de sus anales los títulos pomposos en que se cifra este funesto esplendor. Pudiera presentar sus banderas llevadas a las últimas regiones del ocaso para medir con la del mundo la extensión de su imperio; sus naves, cruzando desde el Mediterráneo al mar Pacífico y rodeando las primeras la tierra para circunscribir todos los límites de la ambición humana, sus doctores defendiendo la Iglesia, sus leyes ilustrando la Europa y sus artistas compitiendo con los más célebres de la Antigüedad. Pudiera, en fin, amontonar ejemplos de heroicidad y patriotismo, de valor y constancia, de prudencia y sabiduría. Pero con tantos y tan gloriosos timbres, ¿qué bienes puede presentar añadidos a la suma de su felicidad?

Si los hombres se han asociado, si han reconocido una soberanía, si le han sacrificado sus derechos más preciosos, lo han hecho sin duda para asegurar aquellos bienes a cuya posesión los arrastraba el voto general de la naturaleza. ¡Oh, príncipes! Vosotros fuisteis colocados por el Omnipotente en medio de las naciones para atraer a ellas la abundancia y la prosperidad. Ved aquí vuestra primera obligación. Guardaos de atender a los que os distraen de su cumplimiento; cerrad cuidadosamente el oído a las sugestiones de la lisonja y a los encantos de vuestra propia vanidad; y no os dejéis deslumbrar por10 el esplendor que continuamente os rodea, ni del aparato del poder depositado en vuestras manos. Mientras los pueblos afligidos levantan a vosotros sus brazos, la posteridad os mira desde lejos, observa vuestra conducta, escribe en sus memoriales vuestras acciones y reserva vuestros nombres para la alabanza, el olvido o la execración de los siglos venideros.

Parece que este precepto de la filosofía resonaba en el corazón de Carlos III cuando venía de Nápoles a Madrid, traído por la providencia a ocupar el trono de sus padres. Un largo ensayo en el arte de reinar le enseñará que la mayor gloria de un soberano es la que se apoya sobre el amor de sus súbditos, y que nunca este amor es más sincero, más durable, más glorioso, que cuando es inspirado por el reconocimiento. Esta lección, tantas veces repetida en la administración de un reino que había conquistado por sí mismo, no podía serlo menos en el que venía a poseer como una dádiva del cielo.

La enumeración de aquellas providencias y establecimientos con que este benéfico soberano ganó nuestro amor y gratitud ha sido ya objeto de otros más elocuentes discursos. Mi plan me permite apenas recordarlas. La erección de nuevas colonias agrícolas, el repartimiento de las tierras comunales, la reducción de los privilegios de la ganadería, la abolición de la tasa y la libre circulación de los granos con que mejoró la agricultura, la propagación de la enseñanza fabril, la reforma de la policía gremial, la multiplicación de los establecimientos industriales y la generosa profusión de gracias y franquicias sobre las artes en beneficio de la industria, la rotura de las antiguas cadenas del tráfico nacional, la abertura de nuevos puntos al consumo exterior, la paz del Mediterráneo, la periódica correspondencia y la libre comunicación con nuestras colonias ultramarinas en obsequio del comercio, restablecidas la representación del pueblo para perfeccionar el gobierno municipal y la sagrada potestad de los padres para mejorar el doméstico, los objetos de beneficencia pública distinguidos en odio de la voluntaria ociosidad y abiertos en mil partes los senos de la caridad en gracia de la aplicación indigente, y sobre todo, levantados en medio de los pueblos estos cuerpos patrióticos, dechado de instituciones políticas, y sometidos a la especulación de su celo todos los objetos del provecho común, ¡qué materia tan amplia y tan gloriosa para elogiar a Carlos III y asegurarle el título de padre de sus vasallos11!

Pero no nos engañemos: la senda de las reformas, demasiado trillada, sólo hubiera conducido a Carlos III a una gloria muy pasajera si su desvelo no hubiese buscado los medios de perpetuar en sus Estados el bien a que aspiraba. No se ocultaba a su sabiduría que las leyes más bien meditadas no bastan de ordinario para traer la prosperidad a una nación, y mucho menos para fijarla en ella. Sabía que los mejores, los más sabios establecimientos, después de haber producido una utilidad efímera y dudosa, suelen recompensar a sus autores con un triste y tardío desengaño. Expuestos desde luego al torrente de las contradicciones, que jamás pueden evitar las reformas, imperfectos al principio por su misma novedad, difíciles de perfeccionar poco a poco por el desaliento que causa la lentitud de esta operación, pero mucho más difíciles todavía de reducir a unidad y de combinar con la muchedumbre de circunstancias coetáneas, que deciden siempre de su buen o mal efecto, Carlos previó que nada podría hacer en favor de su nación, si antes no la preparaba a recibir estas reformas, si no le infundía aquel espíritu de quien enteramente penden su perfección y estabilidad.

Vosotros, señores, vosotros que cooperáis con tanto celo al logro de sus paternales designios, no desconoceréis cuál era este espíritu que faltaba a la nación. Ciencias útiles, principios económicos, espíritu general de ilustración: ved aquí lo que España deberá al reinado de Carlos III.

Si dudáis que en estos medios se cifra la felicidad de un Estado, volved los ojos a aquellas tristes épocas en que España vivió entregada a la superstición y a la ignorancia. ¡Qué espectáculo de horror y de lástima! La religión, enviada desde el cielo a ilustrar y consolar al hombre, pero forzada por el interés a entristecerlo y eludirlo; la anarquía, establecida en lugar del orden; el jefe del Estado, tirano o víctima de la nobleza; los pueblos, como otros tantos rebaños, entregados a la codicia de sus señores; la indigencia, agobiada con las cargas públicas; la opulencia, libre enteramente de ellas y autorizada a agravar su peso; abiertamente resistidas o insolentemente atropelladas las leyes; menospreciada la justicia; roto el freno de las costumbres y abismados en la confusión y el desorden todos los objetos del bien y el orden público; ¿dónde, dónde residía entonces aquel espíritu a quien debieron después las naciones su prosperidad?

España tardó algunos siglos en salir de este abismo; pero cuando rayó el XVI, la soberanía había recobrado ya su autoridad, la nobleza sufrido la reducción de sus prerrogativas, el pueblo asegurado su representación; los tribunales hacían respetar la voz de las leyes y la acción de la justicia; y la agricultura, la industria, el comercio prosperaban a impulso de la protección y el orden. ¿Qué humano poder hubiera sido capaz de derrocar a España del ápice de grandeza a que entonces subió, si el espíritu de verdadera ilustración le hubiese enseñado a conservar lo que tan rápidamente había adquirido?

No desdeñó España las letras, no: antes aspiró también por este rumbo a la celebridad. Pero, ¡ah!, ¿cuáles son las útiles verdades que recogió por fruto de las vigilias de sus sabios? ¿De qué le sirvieron los estudios eclesiásticos, después de que la sutileza escolástica le robó toda la atención que debía a la moral y al dogma? ¿De qué, la jurisprudencia, obstinada por una parte en multiplicar las leyes y por otra en someter su sentido al arbitrio de la interpretación? ¿De qué, las ciencias naturales, sólo conocidas por el ridículo abuso que hicieron de ellas la astrología y la química? ¿De qué, por fin las matemáticas, cultivadas sólo especulativamente y nunca convertidas ni aplicadas al beneficio de los hombres? Y si la utilidad es la mejor medida del aprecio, ¿cuál se deberá a tantos nombres, como se nos citan a cada paso para lisonjear nuestra pereza y nuestro orgullo?

Entre tantos estudios no tuvo entonces lugar la economía civil, ciencia que enseña a gobernar, cuyos principios no ha corrompido todavía el interés como los de la política y cuyos progresos se deben enteramente a la filosofía de la presente edad. Las miserias públicas debían despertar alguna vez al patriotismo y conducirlo a la indagación de la causa y el remedio de tantos males, pero esta época se hallaba todavía muy distante. Entre tanto que el abandono de los campos, la ruina de las fábricas y el desaliento del comercio sobresaltaban los corazones, las guerras extranjeras, el fasto de la Corte, la codicia del ministerio y la hidropesía del erario abortaban enjambres de miserables arbitristas que, reduciendo a sistema el arte de estrujar los pueblos, hicieron consumir en dos reinados la substancia de muchas generaciones.

Entonces fue cuando el espectro de la miseria, volando sobre los campos incultos, sobre los talleres desiertos y sobre los pueblos desamparados, difundió por todas partes el horror y la lástima. Entonces fue cuando el patriotismo inflamó el celo de algunos generosos españoles, que tanto meditaron sobre los males públicos y tan vigorosamente clamaron por su reforma; entonces, cuando se pensó por primera vez que había una ciencia que enseñaba a gobernar los hombres y hacerlos felices; entonces, finalmente, cuando del seno mismo de la ignorancia y el desorden nació el estudio de la economía civil.

¿Pero cuál era la suma de verdades y conocimientos que contenía entonces nuestra ciencia económica? ¿Por ventura podremos honrarla con este apreciable nombre? Vacilante en sus principios, absurda en sus consecuencias, equivocada en sus cálculos y tan deslumbrada en el conocimiento de los males como en la elección de los remedios, apenas nos ofrece una máxima constante de buen gobierno. Cada economista formaba un sistema peculiar, cada uno lo derivaba de diferente origen y, sin convenir jamás en los elementos, cada uno caminaba a su objeto por distinta senda. Deza, amante de la agricultura, sólo pedía enseñanza, auxilios y exenciones para los labradores12. Leruela, declarado por la ganadería, pensaba aún en extender los enormes privilegios de la Mesta13. Criales descubre la triste influencia de los mayorazgos, y grita por la circulación de las tierras y sus productos14. Pérez de Herrera divisa por todas partes vagos y pobres baldíos, y quiere llenar los mares de forzados, y de albergues las provincias15. Navarrete, deslumbrado por la autoridad del Consejo, ve huir de España la felicidad en pos de las familias expulsas o expatriadas que la desamparan16; y Moncada ve venir la miseria con los extranjeros que la inundan17. Cevallos atribuye el mal a la introducción de las manufacturas extrañas18, y Olivares a la ruina de las fábricas propias19; Osorio a los metales venidos de América20, y Mata a la salida de ellos del continente21. No hay mal, no hay vicio, no hay abuso que no tenga su particular declamador. La riqueza del estado eclesiástico, la pobreza y la excesiva multiplicación del religioso, los asientos, las sisas, los juros, las licencias en los trajes, todo se examina, se calcula, se reprende; mas nada se remedia. Se equivocan los efectos con las causas, nadie atina con el origen del mal, nadie trata de llevar el remedio a su raíz; y, mientras Alemania, Flandes e Italia sepultan los hombres, tragan los tesoros y consumen la substancia y los recursos del Estado, la nación agoniza en brazos de los empíricos que se habían encargado de su remedio.

A tan triste y horroroso estado habían los malos estudios reducido nuestra patria cuando acababa, con el siglo XVII, la dinastía austríaca. El cielo tenía reservada a la de los Borbones la restauración de su esplendor y sus fuerzas. A la entrada del siglo XVIII, el primero de ellos pasa los Pirineos y, entre los horrores de una guerra tan justa como encarnizada, vuelve de cuando en cuando los ojos al pueblo que luchaba generosamente por defender sus derechos. Felipe, conociendo que no puede hacerle feliz si no le instruye, funda academias, erige seminarios, establece bibliotecas, protege las letras y los literatos, y en un reinado de casi medio siglo le enseña a conocer lo que vale la ilustración.

Fernando, en un período más breve, pero más floreciente y pacífico, sigue las huellas de su padre: cría la marina, fomenta la industria, favorece la circulación interior, domicilia y recompensa las bellas artes, protege los talentos y, para aumentar más rápidamente la suma de los conocimientos útiles, al mismo tiempo que envía por Europa muchos sobresalientes jóvenes en busca de tan preciosa mercancía, acoge favorablemente en España a los artistas y sabios extranjeros y compra sus luces con premios y pensiones. De este modo se prepararon las sendas que tan gloriosamente corrió después Carlos III.

Determinado este piadoso soberano a dar entrada a la luz en sus dominios, empieza removiendo los estorbos que podían detener sus progresos. Éste fue su primer cuidado. La ignorancia defiende todavía sus trincheras: pero Carlos acabará de derribarlas. La verdad lidia a su lado, y a su vista desaparecerán del todo las tinieblas.

La filosofía de Aristóteles había tiranizado por largos siglos la república de las letras y, aunque despreciada y expulsa de casi toda Europa, conservaba todavía la veneración de nuestras escuelas. Poco útil en sí misma, porque todo lo da a la especulación y nada a la experiencia, y desfigurada en las versiones de los árabes a quienes Europa debió tan funesto don, había acabado de corromperse a esfuerzos de la ignorancia de sus comentadores. Sus sectarios, divididos en bandos, la habían oscurecido entre nosotros con nuevas sutilezas, inventadas para apoyar el imperio de cada secta; y mientras el interés encendía sus guerras intestinas, la doctrina del Estagirita era el mejor escudo de las preocupaciones generales. Carlos disipa, destruye, aniquila de un golpe estos partidos, y dando entrada en nuestras aulas a la libertad de filosofar, atrae a ellas un tesoro de conocimientos filosóficos que circulan ya en los ánimos de nuestra juventud y empiezan a restablecer el imperio de la razón. Ya se oyen apenas entre nosotros aquellas voces bárbaras, aquellas sentencias oscurísimas, aquellos raciocinios vanos y sutiles que antes eran gloria del peripato y delicia de sus creyentes. Y, en fin, hasta los títulos de tomistas, escotistas, suaristas, han huido ya de nuestras escuelas con los nombres de Froilán, González y Losada, sus corifeos, tan celebrados antes en ellas como pospuestos y olvidados en el día. De este modo la justa prosperidad permite por algún tiempo que la alabanza y el desprecio se disputen la posesión de algunos nombres, para arrancárselos después y entregarlos al olvido.

La teología, libre del yugo aristotélico, abandona las cuestiones escolásticas que antes llevaban su primera atención y se vuelve al estudio del dogma y la controversia. Carlos, entregándola a la crítica, la conduce por medio de ella al conocimiento de sus purísimas fuentes, de la Santa Escritura, los concilios, los padres, la historia y disciplina de la Iglesia, y restituye así a su antiguo decoro la ciencia de la religión.

La enseñanza de la ética, del derecho natural y público establecida por Carlos III mejora la ciencia del jurisconsulto. También ésta había tenido sus escolásticos que la extraviaran en otro tiempo hacia los laberintos del arbitrio y la opinión. Carlos la eleva al estudio de sus orígenes, fija sus principios, coloca sobre las cátedras el derecho natural, hace que la voz de nuestros legisladores se oiga por primera vez en nuestras aulas, y la jurisprudencia española empieza a correr gloriosamente por los senderos de la equidad y la justicia.

Pero Carlos no se contenta con guiar sus súbditos al conocimiento de las altas verdades que son objeto de estas ciencias. Aunque dignas de su atención por su influjo en la creencia, en las costumbres y en la tranquilidad del ciudadano, conoce que hay otras verdades, menos sublimes por cierto, pero de las cuales pende más inmediatamente la prosperidad de los pueblos. El cuidado de convertirlos con preferencia a su indagación distinguirá perpetuamente en la Historia de España el reinado de Carlos III.

El hombre, condenado por la providencia al trabajo, nace ignorante y débil. Sin luces, sin fuerzas, no sabe dónde dirigir sus deseos, dónde aplicar sus brazos. Fue necesario el transcurso de muchos siglos y la reunión de una muchedumbre de observaciones para juntar una escasa suma de conocimientos útiles a la dirección del trabajo; y a estas pocas verdades debió el mundo la primera multiplicación de sus habitantes.

Sin embargo, el Creador había depositado en el espíritu del hombre un grande suplemento a la debilidad de su constitución. Capaz de comprender a un mismo tiempo la extensión de la tierra, la profundidad de los mares, la altura e inmensidad de los cielos, capaz de penetrar los más escondidos misterios de la naturaleza, entregada a su observación, sólo necesitaba estudiarla, reunir, combinar y ordenar sus ideas para sujetar el universo a su dominio. Cansado al fin de perderse en la oscuridad de las indagaciones metafísicas, que por tantos siglos habían ocupado estérilmente su razón, vuelve hacia sí, contempla la naturaleza, cría las ciencias que la tienen por objeto, engrandece su ser, conoce todo el vigor de su espíritu y sujeta la felicidad a su albedrío.

Carlos, deseoso de hacer en su reino esta especie de regeneración, empieza promoviendo la enseñanza de las ciencias exactas, sin cuyo auxilio es poco o nada lo que se adelanta en la investigación de las verdades naturales. Madrid, Sevilla, Salamanca, Alcalá, ven renacer sus antiguas escuelas matemáticas. Barcelona, Valencia, Zaragoza, Santiago y casi todos los estudios generales las ven establecer de nuevo. La fuerza de la demostración sucede a la sutileza del silogismo. El estudio de la Física, apoyado ya sobre la experiencia y el cálculo, se perfecciona; nacen con él las demás ciencias de su jurisdicción: la química, la mineralogía y la metalurgia22, la historia natural, la botánica. Y mientras el naturalista observador indaga y descubre los primeros elementos de los cuerpos y penetra y analiza todas sus propiedades y virtudes, el político estudia las relaciones que la sabiduría del Creador depositó en ellos para asegurar la multiplicación y la dicha del género humano.

Mas otra ciencia era todavía necesaria para tan provechosa aplicación. Su fin es apoderarse de estos conocimientos, distribuirlos útilmente, acercarlos a los objetos del provecho común y, en una palabra, aplicarlos por principios ciertos y constantes al gobierno de los pueblos. Ésta es la verdadera ciencia del Estado, la ciencia del magistrado público. Carlos vuelve a ella los ojos, y la economía civil aparece de nuevo en sus dominios.

Había debido ya algún desvelo a su heroico padre en la protección que dispensó a los ilustres ciudadanos que le consagraron sus tareas. Mientras el marqués de Santa Cruz reducía en Turín a una breve suma de preciosas máximas todo el fruto de sus viajes y observaciones23, don Gerónimo de Uztáriz24 en Madrid depositaba en un amplio tratado las luces debidas a su largo estudio y a su profunda25 meditación26. Poco después se dedica Zavala a reconocer el estado interior de nuestras provincias y a examinar todos los ramos de la Hacienda Real27; y Ulloa pesa en la balanza de su juicio rectísimo los cálculos y raciocinios de los que le precedieron en tan distinguida carrera28.

Es forzoso colocar estos economistas sobre todos los del siglo pasado reconocer que había más unidad y firmeza en sus principios y confesar que se elevaron más al origen de nuestra decadencia. Sin embargo, aún duraba entre ellos el abuso de tratar las materias económicas por sistemas particulares. Cada uno aspiraba a una particular reforma. Navia, proponiendo la de la marina real, piensa criar la mercantil y abrir los mares a un rico y extendido comercio; Uztáriz, declamando contra la alcabala, contra las aduanas internas y contra los aranceles de las marítimas, concibe un plan de comercio activo, tan vasto como juiciosamente combinado; Zavala demuestra, y dice abiertamente, que la prosperidad de la agricultura y las artes, únicas fuentes del comercio, es incompatible con el sistema de rentas provinciales, opresivo por su objeto, ruinoso por su forma y dispendioso en su ejecución, y libra todo el remedio sobre la única contribución; y Ulloa aplica las luces del cálculo y la experiencia a todos los objetos de la economía pública y a todos los sistemas relativos a su mejoramiento, y sin fijarse en alguno, quiere remediar los vicios generales por medio de parciales reformas.

Algo más dignamente apareció ese estudio bajo los auspicios de Fernando. La doctrina del célebre Joseph González, mejorada por Zavala, resucitada por Loinaz, modificada y adoptada al fin por el célebre Ensenada, hubiera a lo menos reducido a unidad el sistema de los impuestos, si la impericia de sus ejecutores no malograse tan benéfica idea29. Sin embargo la nación no perdió todo el fruto de estos trabajos, pues se libró entonces de la plaga de los asientos y ahuyentó para siempre de su vista el vergonzoso ejemplo de tantas súbitas y enormes fortunas, como la pereza del Gobierno dejaba fundar cada día sobre la substancia de sus hijos.

Entre tanto, un sabio irlandés, felizmente prohijado en ella, se encarga de enriquecerla con nuevos conocimientos económicos. A la voz de Fernando, don Bernardo Ward, instruido en las ciencias útiles y en el estado político de España, sale a visitar la Europa, recorre la mayor parte de sus provincias, se detiene en Francia, en Inglaterra, en Holanda, centros de la opulencia del mundo; examina su agricultura, su industria, su comercio, su gobierno económico; vuelve a Madrid con un inmenso caudal de observaciones; rectifica por medio de la comparación sus ideas; las ordena, las aplica, escribe su célebre Proyecto económico30; y, cuando nos iba a enriquecer con este don preciosísimo, la muerte lo arrebata y hunde en su sepulcro el fruto de tan dignos trabajos.

Estaba reservado a Carlos III aprovechar los rayos de luz que estos dignos ciudadanos habían depositado en sus obras. Estábale reservado el placer de difundirlos por su reino y la gloria de convertir enteramente sus vasallos al estudio de la economía. Sí, buen rey, ve aquí la gloria que más distinguirá tu nombre en la posteridad. El santuario de las ciencias se abre solamente a una pequeña porción de ciudadanos, dedicados a investigar en silencio los misterios de la naturaleza para declararlos a la nación. Tuyo es el cargo de recoger sus oráculos, tuyo el comunicar la luz de sus investigaciones, tuyo el aplicarla al beneficio de tus súbditos. La ciencia económica te pertenece exclusivamente a ti y a los depositarios de tu autoridad. Los ministros que rodean tu trono, constituidos órganos de tu suprema voluntad, los altos magistrados, que le deben intimar al pueblo y elevar a tu oído sus derechos y necesidades, los que presiden al gobierno interior de tu reino, los que velan sobre tus provincias, los que dirigen inmediatamente tus vasallos, deben estudiarla, deben saberla o caer derrocados a las clases destinadas a trabajar y obedecer. Tus decretos deben emanar de sus principios, y sus ejecutores deben respetarlos. Ve aquí la fuente de la prosperidad o la desgracia de los vastos imperios que la providencia puso en tus manos. No hay en ellos mal, no hay vicio, no hay abuso que no se derive de alguna contravención a estos principios. Un error, un descuido, un falso cálculo en economía llena de confusión las provincias, de lágrimas los pueblos, y aleja de ellos para siempre la felicidad. Tú, señor, has promovido tan importante estudio; haz que se estremezcan los que, debiendo ilustrarse con él, lo desprecien o insulten.

Apenas sube Carlos al Trono, cuando el espíritu de examen y reforma repasa todos los objetos de la economía pública. La acción del Gobierno despierta la curiosidad de los ciudadanos. Renace entonces el estudio de esta ciencia, que ya por aquel tiempo se llevaba en Europa la principal atención de la filosofía. España lee sus más célebres escritores, examina sus principios, analiza sus obras; se habla, se disputa, se escribe; y la nación empieza a tener economistas31.

Entretanto, una súbita convulsión sobrecoge inesperadamente al Gobierno y embarga toda su vigilancia. ¡Qué días32 de confusión y oprobio! Pero un genio superior, nacido para bien de España33, acude al remedio. A su vista pasa la sorpresa, se restituye la serenidad, y el celo, recobrando su actividad, vuelve a hervir y se agita con mayor fuerza34. Su ardor se apodera entonces del primer senado del reino e inflama a sus individuos. La timidez, la indecisión, el respeto a los errores antiguos, el horror a las verdades nuevas y todo el séquito de preocupaciones huyen o enmudecen, y a su impulso se acelera y propaga el movimiento de la justicia. No hay recurso, no hay expediente que no se generalice. Los mayores intereses, las cuestiones más importantes se agitan, se ilustran, se deciden por los más ciertos principios de la economía. La magistratura ilustrada por ellos reduce todos sus decretos a un sistema de orden y de unidad antes desconocido. Agricultura, población, cría de ganados, industria, comercio, estudios, todo se examina, todo se mejora según estos principios; y en la agitación de tan importantes discusiones, la luz se difunde, ilumina todos los cuerpos políticos del reino, se deriva a todas las clases y prepara los caminos a una reforma general.

¡Oh, cuán grandes, cuán increíbles hubieran sido sus progresos, si la preocupación no hubiese distraído el celo, provocándolo a la defensa de otros objetos menos preciosos! La nación, no discerniendo bien todavía los que estaban más unidos con su interés, volvía su expectación hacia las nuevas disputas que el espíritu de partido acaloraba más y más cada día. Era preciso llamarla otra vez hacia ellos, mostrarle la luz que empezaba a eclipsarse, y disponerla para recibir sus rayos bienhechores.

Entonces fue cuando un insigne magistrado que reunía al más vasto estudio de la Constitución, historia y derecho nacional, el conocimiento más profundo del estado interior y de las relaciones35 políticas de la monarquía, se levantó en medio del senado, cuyo celo había invocado tantas veces como primer representante del pueblo. Su voz, arrebatando nuevamente la atención de la magistratura, le presenta la más perfecta de todas las instituciones políticas, que un pueblo libre y venturoso había admitido y acreditado con admirables ejemplos de ilustración y patriotismo. El senado adopta este plan, Carlos lo protege, lo autoriza con su sanción y las Sociedades Económicas nacen de repente36.

Estos cuerpos llaman hacia sus operaciones la expectación general, y todos corren a alistarse en ellos. El clero, atraído por la analogía de su objeto con el de su ministerio benéfico y piadoso; la magistratura, despojada por algunos instantes del aparato de su autoridad; la nobleza, olvidada de sus prerrogativas; los literatos, los negociantes, los artistas, desnudos de las aficiones de su interés personal y tocados del deseo del bien común; todos se reúnen, se reconocen ciudadanos, se confiesan miembros de la asociación general antes que de su clase, y se preparan a trabajar por la utilidad de sus hermanos. El celo y la sabiduría juntan sus fuerzas, el patriotismo hierve y la nación atónita ve por primera vez vueltos hacia sí todos los corazones de sus hijos.

Éste era el tiempo de hablarle, de ilustrarla y de poner en acción los principios de su felicidad. Aquel mismo espíritu que había excitado tan maravillosa fermentación debía hacerle también este alto servicio. Carlos le protege, el senado le anima, la patria le observa, y movido de tan poderosos estímulos, se ciñe para la ejecución de tan ardua empresa. Habla al pueblo, le descubre sus verdaderos intereses, le exhorta, lo instruye, lo educa y abre37 sus ojos a todas las fuentes de su prosperidad.

Vosotros, señores, fuisteis testigos del ardor que inflamaba su celo en aquellos memorables días en que nuestro augusto fundador, con su sanción, daba el ser a nuestra Sociedad38. Su voz fue la primera que se escuchó en nuestras asambleas; la primera que pagó a Carlos el tributo de gratitud por el beneficio, cuyo aniversario celebramos hoy; la primera que animó, que guió nuestro celo; la primera, en fin, que nos mostró la senda que debía llevarnos al conocimiento de los bienes propuestos a nuestra indagación.

Los antiguos economistas, aunque inconstantes en sus principios, habían depositado en sus obras una increíble copia de hechos, de cálculos y raciocinios tan preciosos como indispensables para conocer el estado civil de la nación y la influencia de sus errores políticos. Faltaba sólo una mano sabia y laboriosa que los entresacase y esclareciese a la luz de los verdaderos principios. El infatigable magistrado lee y extracta estas obras, publica las inéditas, desentierra las ignoradas, comenta unas y otras, rectifica los juicios y corrige las consecuencias de sus autores, y, mejoradas con nuevas y admirables observaciones, las presenta a sus compatriotas. Todos se afanan por gozar de este rico tesoro; las luces económicas circulan, se propagan y se depositan en las Sociedades; y el patriotismo, lleno de ilustración y celo, funda en ellas su mejor patrimonio.

¡Ah! Si la envidia no me perdonare la justicia que acabo de hacer a este sabio cooperador de los designios de Carlos III, aquellos de vosotros que fueron testigos de los sucesos de esta época memorable, sus obras que andan siempre en vuestras manos, sus máximas que están impresas en vuestros corazones y estas mismas paredes donde tantas veces ha resonado su voz darán el testimonio más puro de su mérito y mi imparcialidad.

Pero a ti, ¡oh, buen Carlos!, a ti se debe siempre la mayor parte de esta gloria y de nuestra gratitud. Sin tu protección, sin tu generosidad, sin el ardiente amor que profesas a tus pueblos, estas preciosas semillas hubieran perecido. Caídas en una tierra estéril, la cizaña de la contradicción las hubiera sofocado en su seno. Tú has hecho respetar las tiernas plantas que germinaron, tú vas ya a recoger su fruto, y este fruto de ilustración y de verdad será la prenda más cierta de la felicidad de tu pueblo.

Sí, españoles, ved aquí el mayor de todos los beneficios que derramó sobre vosotros Carlos III. Sembró en la nación las semillas de luz que han de ilustraros, y os desembarazó los senderos de la sabiduría. Las inspiraciones del vigilante ministro que, encargado de la pública instrucción, sabe promover con tan noble y constante afán las artes y las ciencias, y a quien nada distinguirá tanto en la posteridad como esta gloria, lograron al fin restablecer el imperio de la verdad. En ninguna época ha sido tan libre su circulación, en ninguna tan firmes sus defensores, en ninguna tan bien sostenidos sus derechos. Apenas hay ya estorbos que detengan sus pasos; y, entre tanto que los baluartes levantados contra el error se fortifican y respetan, el santo idioma de la verdad se oye en nuestras asambleas, se lee en nuestros escritos y se imprime tranquilamente en nuestros corazones. Su luz se recoge de todos los ángulos de la tierra, se reúne, se extiende, y muy presto bañará todo nuestro horizonte. Sí, mi espíritu arrebatado por los inmensos espacios de futuro ve allí cumplido este agradable vaticinio. Allí descubre el simulacro de la verdad sentado sobre el trono de Carlos III39; la sabiduría y el patriotismo la acompañan, innumerables generaciones la reverencian y se le postran en derredor, los pueblos beatificados por su influencia le dan un culto puro y sencillo, y, en recompensa del olvido con que la injuriaron los siglos que han pasado, le ofrecen los himnos del contento y los dones de la abundancia que recibieron de su mano.

¡Oh, vosotros, amigos de la patria, a quienes está encargada la mayor parte de esta feliz revolución! Mientras la mano bienhechora de Carlos levanta el magnífico monumento que quiere consagrar a la sabiduría, mientras los hijos de Minerva congregados en él rompen los senos de la naturaleza, descubren sus íntimos arcanos y abren a los pueblos industriosos un minero inagotable de útiles verdades, cultivad vosotros noche y día el arte de aplicar esta luz a su bien y prosperidad. Haced que su resplandor inunde todas las avenidas del Trono, que se difunda por los palacios y altos consistorios y que penetre hasta los más distantes y humildes hogares. Éste sea vuestro afán, éste vuestro deseo y única ambición. Y si queréis hacer a Carlos un obsequio digno de su piedad y de su nombre, cooperad con él en el glorioso empeño de ilustrar la nación para hacerla dichosa.

También vosotras, noble y preciosa porción de este cuerpo patriótico, también vosotras podéis arrebatar esta gloria, si os dedicáis a desempeñar el sublime oficio que la naturaleza y la religión os han confiado. La patria juzgará algún día los ciudadanos que le presentéis para librar en ellos la esperanza de su esplendor. Tal vez correrán a servirla en la Iglesia, en la magistratura, en la milicia; y serán desechados con ignominia si no los hubiereis hecho dignos de tan altas funciones. Por desgracia los hombres nos hemos arrogado el derecho exclusivo de instruirlos, y la educación se ha reducido a fórmulas. Pero, pues nos abandonáis el cuidado de ilustrar su espíritu, a lo menos reservaos el de formar sus corazones. ¡Ah! ¿De qué sirven las luces, los talentos, de qué todo el aparato de la sabiduría, sin la bondad y rectitud del corazón? Sí, ilustres compañeras, sí, yo os lo aseguro, y la voz del defensor de los derechos de vuestro sexo no debe seros sospechosa40; y yo os lo repito: a vosotras toca formar el corazón de los ciudadanos. Inspirad en ellos aquellas tiernas afecciones a que están unidos el bien y la dicha de la humanidad. Inspiradles la sensibilidad, esta amable virtud que vosotras recibisteis de la naturaleza y que el hombre alcanza apenas a fuerza de reflexión y de estudio. Hacedlos sencillos, esforzados, compasivos, generosos; pero, sobre todo, hacedlos amantes de la verdad, de la libertad41 y de la patria. Disponedlos así a recibir la ilustración que Carlos quiere vincular en sus pueblos y preparadlos para ser algún día recompensa y consolación de vuestros afanes, gloria de sus familias, dignos imitadores de vuestro celo y bienhechores de la nación.





 
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