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En el centenario de «La vuelta de Martín Fierro» (I)

Luis Sáinz de Medrano Arce





Desde que en el último tercio del siglo XVIII el clérigo J. Baltasar Maziel escribió la composición en la que un guaso «en estilo campestre» cantaba los triunfos del Virrey del Río de la Plata don Pedro de Cevallos contra los portugueses, la poesía gauchesca había realizado un largo recorrido. Aquellos que el español Alonso Carrió de la Vandera, puntilloso funcionario de correos, denominaba en 1775 gauderios -mozos holgazanes y ladrones de «mala camisa» y «peor vestido», cantores desentonados habían ido reafirmando su posición como criaturas literarias. El desmesurado Domingo Faustino Sarmiento los prestigió, a pesar suyo, en el impresionante Facundo. Hilario Ascasubi y Estanislao del Campo recogieron sus voces ágiles que resultaron no ser en modo alguno desentonadas. Junto a la pasión europeísta de los escritores de élite, la literatura gauchesca se iba imponiendo como un hecho que polarizaba el interés de muchos, aunque algunos pretendían ignorarla.

En 1872 José Hernández, periodista y hombre de acción, publica en Buenos Aires los trece cantos de El gaucho Martín Fierro. La primera edición se agota en menos de dos meses a pesar del desvío de la crítica oficial. Dos años más tarde se había llegado a la novena. La causa de este éxito, que sitúa al poema como uno de los más notables bestsellers de todos los tiempos en el mundo de lengua española, radicaba en el hecho de que no se trataba de una simple obra de entretenimiento como las de otros autores sino de un reflejo emocionado de la dura vida del gaucho, transmitido en un vehículo expresivo de excepcional justeza poética. Siete años más tarde, a fines e febrero, como resultado de una auténtica exigencia popular, aparecen los treinta y tres cantos de La vuelta de Martín Fierro, con los que se cierra la historia del personaje.

En esta ocasión ya no son únicamente los modestos paisanos de la campana los que se rinden ante la fuerza de la creación de Hernández. También los más afamados intelectuales -Mitre Avellaneda, Juana María Gorriti, Tomás Guido, entre los argentinos- expresaron abiertamente su admiración. Ricardo Palma desde Lima celebró la maestría de Hernández en gesto simbólico de un aplauso continental. No faltó tampoco el reconocimiento europeo y aún norteamericano. Finalmente, Unamuno dio el gran espaldarazo al poema con su ensayo El gaucho Martín Fierro, primer estudio sistematizado del mismo de 1894.

Hernández había tratado la mayor parte de los poemas expuestos en el poema a lo largo de una extensa labor periodística. Su defensa de las gentes del campo frente a la capital explotadora, en contraria actitud al planteamiento sarmientino sobre civilización y barbarie, era el núcleo de su lucha.

«¿Qué tributo es ese -escribía en agosto de 1869 en el Río de la Plata- que se obliga a pagar al poblador del desierto? Parece que lo menos que se quisiera es la población laboriosa de la campaña o que nuestros gobiernos quisieran hacer purgar como un delito oprobioso el hecho de nacer en el territorio argentino y de levantar en la campaña la humilde choza del gaucho».

Pero la Argentina febrilmente volcada hacia la modernidad y la europeización atravesada de líneas de ferrocarril y alambradas, receptora incansable de emigrantes, se convertía en un país inhóspito para el gaucho siempre expoliado, carne de lanza y de cañón en los combates contra los «malones» de los indios en los fortines de la frontera y en las guerras civiles y externas como la del Paraguay.

«No trate de economizar sangre de gaucho -incitaba Sarmiento a Mitre, presidente entonces de la República, en carta de 20 de setiembre de 1861. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos».

Hernández sintió en determinado momento que necesitaba encontrar un procedimiento más efectivo que el empleado anteriormente para llevar a cabo su denuncia. Escogió el camino de la literatura, lo mismo que a principios de siglo había hecho el mejicano Fernández de Uzardi al convertir en materia novelada sus preocupaciones y su crítica social, vertidas hasta entonces en el periodismo (no importa que además se dieran en su caso razones de censura que no existieron en el de Hernández). Y en efecto el lenguaje literario mostró una vez más ser más útil que el meramente informativo. Siempre es posible rebatir a un político o a un publicista social pero resulta muy difícil combatir contra un poeta cargado de razón. El Martín Fierro hizo más por el gaucho a la larga que todos los alegatos de Hernández en la prensa y en la tribuna, y, sobre todo como ha observado Ángel Battistessa, lo salvó en el orden de la estética lo cual viene a significar que el gaucho fue, a partir de ahí, una realidad de cultura que reclamaba antes entendimiento que compasión. Hernández vino así a anticiparse a las posiciones de la actual literatura social hispanoamericana. Pensemos por ejemplo en las diferencias existentes entre el indigenismo clásico y el de un José María Arguedas.

El poema Martín Fierro apelaba a la sensibilidad de los grupos sociales en cuyas manos estaba la solución de los problemas del hombre de la campaña, pero antes que a ellos había de llegar a lo más hondo del espíritu de los hombres instalados en la que ha sido certeramente llamada «civilización del cuero», absolutamente identificados con aquel gaucho que les hablaba con su propio lenguaje.


«Aquí me pongo a cantar
al compás de la vigüela,
que el hombre que lo desvela
una pena estraordinaria,
como la ave solitaria,
con el cantar se consuela».



¿Con su propio lenguaje? Sí, es decir, con su propia libertad expresiva. Cuando se acusa a Hernández de no haber respetado sino parcialmente las formas del habla gauchesca no se tiene en cuenta que el en realidad hizo suya la hermosa libertad verbal del gaucho, y más del gaucho-cantor, que llevaba a este a no someter su decir a un sistema rígido e incluso a acercarlo a la norma culta muy voluntariamente en ocasiones, sobre todo cuando participaba en competiciones líricas o payadas como la que recoge el poema. De ahí los participios en ado, los verbos concordantes con el pronombre tú y no con vos, la acentuación ortodoxa que no pocos comentaristas insisten en restituir a su anivel vulgar, y, por supuesto, las altas especulaciones que el poema ofrece. Los gauchos sentían, antes de Lenin, que no debía haber una «literatura para obreros», y Hernández supo interpretarles reelaborando su lenguaje, su folklore, su actitud vital.





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