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En torno a la recepción crítica del «Quijote» en la cultura italiana del siglo XVIII: un campo poco abonado1

Franco Quinziano






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La temprana traducción del Quijote al inglés, efectuada por Thomas Shelton en 1612, y al francés por César Oudin en 1614 constituyen sin duda dos señales inequívocas de la inmediata y favorable acogida que la inmortal novela recibió allende los Pirineos, antes incluso de que viese la luz en 1615 la Segunda parte. Que el Quijote fuese una obra ya conocida fuera del reino de España antes de esa fecha, puede deducirse también por las palabras que nos ha dejado estampadas el licenciado F. Márquez Torres, capellán del arzobispo de Toledo, quien en la aprobación al frente de la Segunda parte, indicaba que la obra había merecido el «general aplauso, así por su decoro y decencia, como por la suavidad y blandura de sus discursos [en...] España, Francia Italia, Alemania y Flandes», al tiempo que las Novelas Ejemplares y la Calatea gozaban del mismo modo de la «estimación [en...] Francia como en sus reinos confinantes» (II, 539-40)2.

Siguiendo un itinerario similar, tanto la genial novela como la dupla creada por Cervantes reconocen también una temprana presencia en Italia, habiendo gozado de una inmediata, aunque por lo que concierne al Seiscientos también efímera, popularidad desde los primeros decenios de la centuria. Habían pasado tan sólo cinco años desde la publicación del primer Quijote, cuando se imprime en la ciudad de Milán una edición en castellano (Bidello, 1610), según reza el editor, «por no le quitar su gracia, que más se muestra en su natural lenguaje que en cualquiera trasladado» (Rius, 1895: I, 14); juicio que en el XVIII retomará el exjesuita expulso Llampillas para trazar su comentario sobre el texto cervantino. Cinco años más tarde, mientras Cervantes publicaba el segundo Quijote, encontramos la primera directa alusión al hidalgo manchego en las letras italianas. Se trata de La secchia rapita (1615), poema herico-cómico de Alessandro Tassoni, que, como observa Franco Meregalli, constituye sin duda «una presencia importante e inmediata» (1993: 35)3. Sin embargo, para encontrar la primera traducción italiana habrá que esperar hasta 1622, cuando aparece la edición veneciana de la Primera parte, mientras que tres años más tarde, siempre en Venecia, sale a la luz la traducción italiana de la Segunda parte, ambas gracias a la pluma del profesor florentino Lorenzo Franciosini.

El éxito inmediato del Quijote habría de favorecer la temprana difusión de otros textos cervantinos, como las Novelas Ejemplares y el Persiles en tierras italianas. Ambos textos, editados en Venecia y traducidos respectivamente por G. Novilieri Clavelli y F. Elio a partir de sus precedentes versiones al francés, vieron la luz en 1626. De las Novelas Ejemplares se publica al año siguiente una nueva traducción, esta vez llevada a cabo por Donato Fontana (Milán, 1627), mientras que dos años más tarde se registra la primera (y única para todo lo que resta del XVII) reimpresión de la traducción de G. Novilieri Clavelli. A pesar de estas presencias casi inmediatas, no es ocioso recordar que ambas obras no volverían a reimprimirse hasta bien entrado el XIX, lo que confirma la escasa fortuna que dichas versiones experimentaron en estos primeros dos siglos. Pocos años después aparecerán las primeras imitaciones y reelaboraciones de clara inspiración cervantina, como por ejemplo nos revela la adaptación del relato de El curioso impertinente, a la cual se inspiró la Rocella espugnata (1630) de Bracciolini, o mucho más tardíamente el melodrama de Morosini, Don Chisciotte della Mancia (1680), que hacia finales del XVII inaugura la afortunada y larga presencia de temas y motivos quijotescos adaptados para su representación en el teatro musical italiano y que ofrecerá sus mejores frutos en la siguiente centuria.

El recién mencionado ejemplo de La secchia rapita, aunque lejos del genial modelo y del perfil que había trazado Cervantes4, constituye un dato revelador que confirma esta temprana presencia del Quijote en la península italiana, inaugurando una serie de alusiones que, por lo que concierne al Seiscientos, en sus sucesivos estudios Eugenio Mele ha identificado en algo más de una veintena5. Algunos años más tarde Benedetto Croce aumentaba las referencias de la inmortal novela en las letras italianas de la centuria, elevándolas en algo más de una decena (1931: 228)6. Estas alusiones, aunque con matices diversos, ofrecen una imagen acorde con el conocido itinerario europeo que había forjado el perfil del Quijote como modelo paródico, instrumento de burla y crítica al mismo tiempo, de los libros de caballería, concibiendo la obra como una sátira contra dicho género (aunque en Italia, de modo más vago), y por tanto como texto de divertimento y recreación.

Del mismo modo, el hidalgo manchego alude al modelo cómico y burlesco del caballero errante que va a caracterizar también la perspectiva crítica en el Setecientos italiano, como nos confirman los nuevos vocablos derivados que afloran en estos dos primeros siglos y que remiten al campo semántico que comienza a organizarse en torno a la figura del protagonista cervantino. En efecto, durante el último tercio del XVII aparece en la lengua italiana el primer vocablo procedente de la célebre novela, a saber el verbo chisciotteggiare, empleado por primera vez por A. Muscettola en sus Epistole famigliari (1678), y que alude a la capacidad de emprender acciones heroicas y temerarias7. Más tarde se incorporan al idioma italiano nuevos conceptos, como 'chisciotto' y 'chisotto', mientras que en el siglo XVIII hacen su ingreso los adjetivos 'chisciottesco' y 'donchisciottesco', plenamente asimilables entre sí. Ambos aluden a quien «fa il paladino a vuoto contro nemici o pericoli immaginari» (Battisti-Alessio, 1968: II, 911), o a aquél que «assurdamente eroico, ingenuamente spavaldo, guidato da un idealismo astratto e privo di rapporto con la realtà», es fácilmente seducido por vanos entusiasmos, desenraizados claramente de cualquier relación y punto de contacto con la realidad circundante (Battaglia, 1966: III, 92; IV, 944).

Como es posible apreciar, el Setecientos italiano insiste en la perspectiva heroica del caballero andante, pero, al mismo tiempo, pone de relieve cómo sus empresas, sus hazañas y heroísmo sean tan infructuosos como vanos e improductivos. El nuevo adjetivo acuñado puede hacer referencia también a determinados y reconocibles rasgos físicos. Por ejemplo, si se alude a una figura donchisciottesco, en este caso se piensa en una figura alta y delgada -«alta e magra»- que irá instalándose como perfil iconográfico innegable en el imaginario colectivo. Promediando la centuria hacen su aparición nuevos vocablos derivados, a saber donchisciottismo, chisciottismo, donchisciottescamente, dulcineata, de los que en reiteradas ocasiones echa mano el poeta Ugo Foscolo en su escritura confesional, ampliando la gama de valores y de significados hasta entonces conocidos y modelando, en palabras de Mario Puppo, un notable ejemplo de «fenomenología lingüística» (1962: 259-260).

Este abanico de vocablos derivados de la inmortal novela no hace más que confirmarnos la perspectiva cómica y paródica que caracterizó la recepción italiana del Quijote desde sus inicios y hasta bien entrado el XIX. En esta perspectiva, «Don Chisciotte» representa, pues, un loco travieso y al mismo tiempo un héroe satírico, cuya búsqueda constituye un esfuerzo inútil y vano por transformar la realidad, adecuando la misma por el contrario a sus propias ilusiones y quimeras.

Ahora bien, si la fortuna del Quijote en el XVII se reduce a algo más de una veintena de alusiones, algunas de ellas indirectas y ocasionales, equivalentes, por usar la expresión de Mele, a un «mísero manojillo de troncos y espinas» (1919: 364), por lo que concierne al Settecento, al menos a primera vista, el panorama no se presenta más promisorio. En este sentido, cabe precisar que, frente al notable interés que revelan las importantes traducciones dieciochescas, mayormente rigurosas y fiables filológicamente respecto a las de la centuria precedente, y a las reflexiones y los estudios y comentarios críticos que suscita el Quijote en el dieciocho europeo, se advierte en cambio a lo largo del Settecento italiano un interés más bien esporádico y limitado hacia la lectura y recepción crítica de la famosa novela, reflejando un campo escasamente abonado.

Trataremos de examinar muy someramente aquí en estas breves páginas el eslabón referido a la recepción crítica del Quijote, deteniéndonos en las razones que habrían motivado esta escasa atención y cierto desdén, lindante en algunos casos con el desinterés, por parte de la crítica illuminista italiana hacia nuestra máxima novela y que contrastan notablemente con el florido y fértil territorio que por el contrario exhiben la crítica y los estudios cervantinos en las literaturas europeas más avanzadas, de modo especial Inglaterra y Francia, para la misma centuria. Ello se traduce en la pobreza de los comentarios y la superficialidad de algunas lecturas interpretativas sobre el Quijote, quedando su alusión, defensa, exaltación o rechazo muchas veces enmarcada en las polémicas hispanoitalianas que ocuparon un lugar considerable en los debates culturales a lo largo de la centuria.

No sorprende observar, pues, que, salvo contadas y dignas excepciones8, tampoco abunden los estudios orientados a examinar la recepción del Quijote en el XVIII italiano, constituyendo aún un sendero poco transitado y escasamente explorado por la crítica9. En efecto, la preocupación crítica hacia el Settecento resulta muy poca cosa, revelándonos un campo escasamente abonado, si la comparamos con el amplio interés que para el mismo período registra la recepción cervantina en otras naciones europeas, de modo especial en Inglaterra, Francia y Alemania, sin olvidar la cada vez mayor atención que en estos últimos decenios los estudiosos han venido dedicando al Setecientos español10. Como ya advirtiera Paolo Cherchi (1986: 43, nota 3), aún echamos en falta una visión más amplia y una perspectiva más articulada y de conjunto que dé cuenta del variado entramado sobre el que se desarrolló la recepción de la genial novela y su fortuna crítica en la Italia del citado período. En definitiva, cabe notar aún la ausencia de una aproximación más rigurosa que atienda a los más diversos eslabones que habrían actuado como 'mediadores institucionales' (Meregalli, 1989: 15-20) en dicho proceso de recepción (traducción, reimpresiones, recepción crítica, imitaciones, derivaciones y libres adaptaciones), arrojando nueva luz sobre posibles influjos y aportaciones críticas en razón de los contactos hispanoitalianos del XVIII, y sobre todo indagando posibles itinerarios y canales de apropiación y transmisión en la segunda mitad del siglo, cuando dichos contactos devienen más amplios, estrechos y copiosos.




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Al gramático y lexicógrafo Franciosini deben los italianos las traducciones del primer y segundo Quijote, publicadas, respectivamente, en 1622 y 1625. Después de apelarse al ideal horaciano del utile y diletto, aludido por lo demás en la misma novela cervantina (I, 46) y a la «dolcezza di stile» del texto, el traductor advierte sobre lo infructuoso y lo vano que resultan las lecturas de los libros de caballería. El editor aclara que la nueva edición que ve la luz en 1625, y que ahora incluye las dos partes de la inmortal novela, se presenta corregida y mejorada, puesto que, a diferencia de la precedente, donde los versos se habían conservado en su lengua original, ahora los presenta traducidos al italiano; labor encomendada, sin embargo, no a Franciosini, sino a su compatriota florentino, el poeta Alessandro Adimari. Además de su dudosa calidad lingüística y de las imperfecciones e imprecisiones léxicas presentes en la versión italiana, las cuales, en opinión de algunos críticos, explicarían la escasa fortuna que registró la célebre obra en los dos primeros siglos11, conviene recordar que la de Franciosini fue la única traducción italiana en casi dos centurias, hasta que, a principios del XIX, apareció la versión de Bartolomeo Gamba (Venecia, 1818), que, con 17 reimpresiones, acabará por imponerse a lo largo del Ochocientos, sustituyendo las precedentes ediciones del traductor toscano12.

Durante ese largo lapso de tiempo que ocupa casi dos siglos, de 1622 a 1816, el Don Chisciotte traducido por Franciosini volverá a reimprimirse tan sólo en seis ocasiones, todas ellas en Venecia, algo que no sorprende, tratándose la ciudad lagunar del centro editorial más fecundo y activo que por entonces exhibía la península: dos en el XVII -la de 1625, en que se incluyen por primera vez ambas partes, y la de 1677- y cuatro en el XVIII (1722, 1738, 1755 y 1795), sin contar la última edición, publicada ya entrado el XIX, en 1816, o sea sólo dos años antes que viese la luz la traducción de Bamba, «más completa y de estilo más elegante», según palabras de los Suñé (1917: XXI). Tan sólo cuatro ediciones dieciochescas, por tanto, y todas ellas reimpresiones de la versión de Franciosini, por lo que, frente a la fiebre traductora que exhiben los ingleses y, en menor medida, los franceses, puede aseverarse que Italia, por el contrario, no ofrece novedades de interés ni aportaciones de relieve en el campo de la traducción a lo largo de la centuria.

Como se ha apuntado, disponemos sólo de cuatro reimpresiones para todo el XVIII. Esto significa sólo una edición más respecto al siglo precedente (contando para el XVII las dos ediciones en italiano -1622-25 y 1677-, más la edición milanesa en castellano de 1610), lo que representa la irrisoria cifra de apenas algo más del 2,5% del total de las ediciones publicadas a lo largo de la centuria, las cuales superan con creces el centenar. Como puede colegirse, muy poca cosa, frente al vendaval de ediciones que para el mismo período exhiben no sólo Francia e Inglaterra, quienes, con casi cuarenta y más de cincuenta ediciones, respectivamente, evidencian un verdadero culto hacia la obra cervantina, sino incluso Alemania, que para el siglo XVIII registra la estimable cantidad de once ediciones (Suñé-Suñé, 1917: IX). Cifras que por sí solas son más que elocuentes, considerando que, a pesar de que el número total de ediciones europeas en el Setecientos, respecto al siglo precedente, se duplica de modo evidente, Italia no experimenta, sin embargo, un cambio significativo, permaneciendo inexcusablemente relegada en el estimulante panorama que ofrece la Europa del XVIII.

Aunque la quinta edición publicada en 1755, 'diligentemente corretta e migliorata' (Heinrich, 1905: 542), constituye un valorable intento por mejorar una edición que contaba largamente más de un siglo, orientado a superar cierta confusión a partir de los errores que habían cometido los editores en precedentes ediciones (Rius, 1895: I, 303), es evidente que estamos muy lejos de los esfuerzos críticos que por esos mismos años acometen otros eruditos europeos, publicando valiosas ediciones comentadas en los que destaca un aparato, si no crítico, al menos erudito y de mayor fiabilidad filológica13. Es patente, pues, el retraso italiano en impulsar nuevas y más fiables traducciones, echando en falta la existencia de una versión que fuese más rigurosa desde el punto de vista filológico, más respetuosa del original en cuanto a cuestiones de estilo y al mismo tiempo ofreciese una aproximación crítica al texto.

Ahora bien, si a lo largo del Setecientos, Italia no dispuso de nuevas traducciones, ello no significa que estemos refiriéndonos a un texto poco leído o poco conocido entonces. Por el contrario, se sabe que el Quijote fue muy leído en determinados ambientes y círculos intelectuales de la península, alcanzando una discreta fortuna, mientras que el arribo del romanticismo decimonónico acrecentó algo más el interés por la novela cervantina, aunque de modo mucho más tenue respecto al resto de Europa, confirmando así su retraso en el panorama europeo14. «Molto letto, studiato, imitato il Cervantes» en el Setecientos, anota Natali (1960: 525), mientras que, en esta misma línea, Meregalli explica que el Quijote «fu ben noto a molti italiani, in quel secolo [XVIII]», enfatizando que era la única obra literaria española «universalmente letta dalle persone letterate» (1974: 48).

Los testimonios de que disponemos nos confirman que era un texto muy leído y estimado por críticos y escritores de prestigio del XVIII. A modo de ejemplo, pueden recordarse algunos nombres significativos, como los hermanos Gaspare y Carlo Gozzi, Goldoni, Foscolo, Meli, Parini, Baretti, Denina, Casanova, Napoli Signorelli, Conti y Alfieri, quienes en varias ocasiones aludieron o confesaron sus lecturas cervantinas. Por la variedad de intereses a los que los nombres recién mencionados hacen referencia, constituyen por sí mismos un muestrario bien representativo de la difusión y aceptable acogida que la célebre novela obtuvo a lo largo del Setecientos en los círculos intelectuales más destacados de la península, especialmente Venecia, Nápoles, Milán y Turín. A pesar de contar con la versión italiana, algunos de ellos, familiarizados con la cultura española, como los hispanistas Baretti, Napoli Signorelli o Conti, dispusieron de la oportunidad de leer el Quijote en lengua original, mientras que no fueron pocos los que decidieron entrar en contacto con el texto cervantino a través de las traducciones extranjeras, principalmente francesas, como fue el caso, por ejemplo, del célebre piamontés Vittorio Alfieri, según nos confiesa el mismo dramaturgo en su autobiografía15.

Más allá de estos casos puntuales, y a pesar de no ser la de Franciosini una versión muy estimada por las imperfecciones y lagunas antes aludidas16, cabe suponer que la traducción italiana alcanzó de todos modos cierta difusión y obtuvo una discreta acogida en el seno de la élite intelectual del país, por lo que en cierto modo siguió forjando la concepción y condicionando las interpretaciones y perspectivas críticas que sobre la novela y su inmortal personaje habrían de trazar los escritores, los críticos y comentaristas italianos a lo largo del XVIII.




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La ausencia de nuevas traducciones con un aparato crítico o al menos más riguroso en el plano filológico, sumada a la escasez de reimpresiones de la versión de Franciosini, nos hablan también de un cierto desdén hacia la obra cervantina en la Italia del período. Comparando los datos con el resto de las grandes literaturas de la Europa occidental, la Italia de Setecientos revela un campo no muy fértil, lo que en parte habrá de reflejarse también en el bajo vuelo y en los contados y no siempre rigurosos comentarios que nos ha legado la crítica illuminista. En efecto, si en el campo de la traducción el panorama se revela poco estimulante, la recepción crítica no parece arrojar resultados más prometedores. Por otro lado, a diferencia de lo que acontece en otras literaturas europeas, de modo especial Inglaterra y Alemania, el debate cultural de la Italia del XVIII, más allá de estos tenues ecos que débilmente resuenan, no parece demostrar particular interés o fomentar una amplia reflexión hacia la «cuestión» de la novela, concebida como género literario autónomo. Ello sin duda condicionó negativamente aún más el interés de la crítica hacia el célebre texto cervantino, insistiendo la mayoría de los eruditos y comentaristas tan sólo en la vertiente satírica y en la fecundidad de imaginación del autor castellano, mientras que se desestiman las valiosas aportaciones y novedades presentes en el Quijote como fórmula narrativa innovadora que modelaría el germen de la novela moderna.

A esto debe añadirse que los juicios que proceden del campo de la crítica y erudición de los jesuitas expulsos afincados en la Italia del Settecento se hallan inmersos en el clima acusadamente polémico que impera en los últimos decenios del siglo. Asimismo las aportaciones que podrían haber provenido de los escritores y de los hombres de cultura familiarizados con la literatura española, y por tanto de aquellos que disponían de un mayor acercamiento y conocimiento de la célebre novela, con excepción parcial de Giuseppe Baretti (1719-1789), desplazan su atención en cambio hacia otras fértiles parcelas del universo cervantino, ya sea al estudio y comentario del teatro, como sucede con el crítico y traductor Napoli Signorelli (1731-1815)17, o al de la poesía, como fue el caso del poeta y traductor véneto Giovambattista Conti (1741-1820).

Son muy limitadas, por tanto, las aproximaciones que ambos literatos dirigieron al campo de la narrativa y, por tanto, más bien esporádicas resultan lamentablemente las alusiones y los comentarios que los dos hispanistas italianos le dedicaron al Quijote. El poeta de Lendinara celebra la novela cervantina y la considera como el texto más valioso de la literatura española, concibiendo el Quijote como «eccellente poema al quale altro non manca se non la versificazione», recordando que su prosa, al igual que la de Boccaccio, se hace acreedora de la 'inmortalidad' (Cian, 1896: 335). Más escuetas aún son las consideraciones del crítico partenopeo Signorelli, quien en su importante y monumental Storia critica dei teatri antichi e moderni, alude de modo general a la vertiente narrativa del autor del Quijote, anotando tan sólo que sus novelas fueron «scritte con grazia ed eleganza» (1813: VI, 181).

Si se repasa la lista que Rius confeccionó a principios del Novecientos sobre los comentaristas y eruditos extranjeros que de algún modo se ocuparon de la inmortal novela, ante el desfile de nombres allí incluidos (aproximadamente un centenar y medio), en su mayoría ingleses, franceses y alemanes, llama la atención la casi ausencia de autores italianos seleccionados: tan sólo cuatro (Bettinelli, Denina, Cantú y Carrera), de los que solamente los primeros dos pertenecen al XVIII (1905: III, 209 y 212, respectivamente). Es verdad que a ellos es posible añadir algunos otros nombres, como los ex jesuitas Juan Andrés (1840-1817) y Xavier Llampillas (1731-1810), incluidos con razón por Rius en la sección correspondiente a la crítica española, pero cuya relación directa con la cultura italiana setecentista, en consideración de la importante labor que dichas personalidades desempeñaron durante su larga estancia en la península, debe recordarse, los colocaba en una privilegiada situación para escrutar, en clave comparada, los recíprocos influjos y los procesos de asimilación entre ambas culturas en contacto. El hecho de haber redactado, por lo demás, muchos de ellos, como ocurre con los recién mencionados Andrés y Llampillas, sus obras de mayor relieve en italiano, participando activamente en las polémicas y en los debates literarios del último tercio de la centuria, hace que la mirada y los comentarios críticos de los religiosos desterrados ocupen un lugar nada desdeñable, si no en el campo de la crítica italiana, al menos en el de ese espacio cultural compartido que promovió la gestación de una floreciente corriente de estudios de matriz hispanoitaliana.

Debe tenerse en cuenta que esta mayor presencia de España en la península italiana no siempre logró traducirse de modo automático en una mayor ni en una mejor comprensión de los valores literarios hispánicos por parte de la cultura illuminista italiana, la cual, salvo contadas excepciones, no parece manifestar gran interés ni simpatía hacia las diversas expresiones que habían modelado la producción literaria hispánica. Sobre ello pesaban, sin duda, las famosas acusaciones que la preceptiva italiana, de modo especial Bettinelli, Tiraboschi y Quadrio, había efectuado en desmedro de la cultura española, achacándole una cuota relevante de responsabilidad en la 'decadencia' y 'corrupción del gusto' que ellos perciben en las letras italianas del XVII e inicios del XVIII. De ahí que los juicios de valor que formulan los críticos italianos al aludir al texto cervantino, con excepción de la de Baretti, Conti, Denina o Napoli Signorelli y algunos pocos más, se hallen fuertemente condicionados por los prejuicios y las polémicas antiespañolas que arreciaban en los últimos decenios del XVIII.

Del mismo modo, las opiniones que exteriorizan los jesuitas expulsos afincados en Italia se hallan también sumidas en este clima fuertemente polémico que acompañó las disputas finiseculares, trazando en su gran mayoría una encendida defensa de la cultura española18. En efecto, las escuetas alusiones a Cervantes y a su inmortal novela que pueden recabarse de ningún modo constituyen una excepción, puesto que por lo general se hallan inmersas en dicha perspectiva. Los comentarios por ellos vertidos, de modo más acusado sin duda los que formula el catalán Llampillas, se inscriben en la clara voluntad por afirmar y defender los valores y las virtudes de las letras hispánicas en clave nacionalista y apologética (Cherchi, 1986: 141-154), respondiendo así a las acusaciones y a los juicios de valor que formulan los preceptistas y hombres de cultura italianos, especialmente Bettinelli, Tiraboschi y Quadrio.

Si para Francesco Quadrio (1695-1756), las bondades literarias del Quijote se hallan por detrás del Lazarrillo de Tormes y del Guzmán de Alfarache, valorando incluso, en nuestra opinión con poco acierto, la segunda parte como «inferiore di gran lunga alla prima»19, Saverio Bettinelli (1718-1808) destaca en su obra Del Risorgimento la primacía del modelo trazado por Ariosto sobre el Quijote (1775: II, 308), lo que dará lugar a una dura respuesta de Llampillas en defensa de la novela cervantina. El abad catalán avizora parcialmente la carga innovadora de la que es portadora la obra, precisando que había abierto «un nuevo camino a las aventuras romanescas». Simultáneamente, en claros tonos apologéticos y en una velada alusión al influjo que la cultura del renacimiento italiano habría ejercido sobre el autor alcalaíno, atenuando, o más aún subestimando, dicha presencia, advierte que Cervantes no había tenido «que cavar las minas ajenas, para adornar su Quijote con piedras preciosas prestadas» (1778-81: V, 160), al tiempo que resalta de modo especial «la fecondità delle invenzioni senza stravaganze» en el texto (1778-81: V, 180).

Aunque Llampillas valora y ensalza las virtudes del Quijote, percibiendo en su fórmula narrativa aciertos y no pocas novedades, como se ha indicado, sus apreciaciones se hallan filtradas claramente por el tornasol apologético. Resulta evidente la intención que se propone el jesuita afincado en Génova, quien, en el marco de la polémica hispanoitaliana finisecular, se halla interesado en rebajar el influjo ariostano, fuente de la que sin duda Cervantes bebió, y al mismo tiempo demostrar y ensalzar la primacía del Quijote y de la narrativa española en función de los innegables propósitos apologéticos que lo guían. Evidenciar la gloria de Cervantes y demostrar la supremacía del modelo narrativo del Quijote, por él concebido como «superior al Ariosto» (1778-81: V, 160), significaba sobre todo resaltar la primacía y la gloria de España y de su producción cultural sobre la italiana.

Además de sus conocidas alusiones al Quijote en Del Risorgimento d'Italia (1775, 2 vols.), en la que Bettinelli se detiene en la obra cervantina para resaltar la primacía de la novela ariostiana, el célebre erudito italiano menciona la inmortal novela en otras ocasiones. En la séptima carta de sus Lettere inglesi (1767), dirigido en clave de polémica hacia su compatriota y compañero de orden religiosa, el veneciano Algarotti, el autor se refiere al personaje cervantino para ejemplificar mejor su visión sobre las letras italianas, erigiéndolo en símil y término de comparación. Bettinelli se sirve de Don Quijote para ejemplificar la irracionalidad y subjetividad que percibe en ciertos sectores de la crítica literaria, acusando de modo especial a los «ciechi e zelanti adoratori di Dante» de no distinguir lo que, en su opinión, son los defectos que exhibe la obra del gran autor toscano, para ver y destacar sólo sus virtudes ('meravigliose bellezze'). De este modo, explica el literato mantuano, dichos críticos se comportan de la misma manera que el célebre caballero andante cuando arremete contra los viandantes (I, 8-9) para obligarles a confesar que Dulcinea es la princesa más bella «tra tutte le principesse della terra [...] senza altra ragione che una magica forza d'incanto» (1969: 732).

Se establece de este modo una clara asimilación en la que algunos críticos son equiparados por Bettinelli al comportamiento quimérico que caracteriza al hidalgo manchego, al tiempo que el enaltecimiento que muchos de ellos hacen de Dante al autor de las Cartas inglesas le recuerda la idealización cervantina de Dulcinea. En sus Dialoghi d'amore (1796), Bettinelli vuelve a trazar la imagen convencional del caballero manchego concebido como arquetipo del loco enamorado20, adobada con una visión despectiva de la novela de Cervantes, en función del enaltecimiento del modelo que había plasmado Ariosto y que había delineado ya en precedencia en su obra clave Del Risorgimento d'Italia.

En una línea similar a la trazada por el prestigioso preceptista mantuano, pueden también recordarse los apuntes del navegante, geógrafo, explorador y científico illuminista Alessandro Malaspina (1754-1810). Quien ha sido el responsable de la empresa científica más importante de la España del XVIII nos ha legado un manuscrito de tema cervantino, Carta crítica sobre la obra del Quixote, cuya edición crítica afortunadamente acaba de ver la luz en tiempos recientes (Malaspina, 2006). En este texto, redactado en forma de carta ficticia a un interlocutor anónimo, el autor comenta críticamente la estimable edición de Vicente de los Ríos, que había publicado algunos años antes la Real Academia de la Lengua. Dicho texto, localizado a principios del Novecientos por C. Caselli, es citado por Farinelli en sus Viajes por España y Portugal, habiendo sido rescatado del olvido hace algunos años por Mario Damonte (1993: 305-310).

En este breve escrito, compuesto muy probablemente durante los siete años en que Malaspina permaneció prisionero en la fortaleza coruñesa de San Antón, entre 1796 y 1802, el navegante italiano traza un cuadro poco favorable, más bien severo, de la edición de la Academia Española que había visto la luz en 1780, como de la genial novela, ajeno a las novedades que ostenta la fórmula narrativa cervantina. Por el contrario, Malaspina distingue en el texto inverosimilitudes, inconexiones y no pocos defectos. En este sentido considera que el Quijote es tan sólo «una novela trazada a el [sic] acaso, sin plan formal, en donde no hay otra variedad ni poética, ni verosímil, sino los objetos más triviales que pueda presentar a la vista un solo camino de la Mancha a Barcelona» (Damonte, 1993: 309).

Sobre Malaspina, no cabe duda, actúa el peso de la tradición humanista y clásica italiana, que concibió principalmente a Tasso y Ariosto como dignos imitadores de la prosa de los clásicos, y de modo especial, en relación al Quijote, los juicios que había vertido la crítica clasicista del Settecento y que había decretado la 'superioridad' del modelo narrativo de ambos literatos italianos por sobre el cervantino, como nos confirman los escritos de Bettinelli y Quadrio. Ello le lleva a sostener que el texto del escritor alcalaíno, concebido «como un conjunto de dichos curiosos y sumamente oportunos y naturales, es tal vez inimitables, pero mirado en toda la estención [sic] de la idea que de las Fábulas Épicas nos trazaron Homero y Virgilio, imitados después por el Taso [sic] y Ariosto, es débil, nada poético y sin invención» (Damonte, 1993: 309).

Las incursiones más significativas en lengua italiana referidas a la cuestión de la fórmula y las novedades narrativas presentes en Cervantes, en nuestra opinión, no provienen de los escritores y críticos nativos, sino de otro desterrado español, el abate Juan Andrés, estrechamente vinculado a la cultura italiana del último tercio del XVIII, de la que participó activamente. Sin embargo, su atención por lo que concierne el tema de la narrativa cervantina se orientó, no hacia la célebre obra, sino principalmente hacia las Novelas Ejemplares. En su opinión, el Quijote constituye «un libro noble y deleitable, que ha sido recibido con aplauso universal de todas las naciones» (1787: IV, 489), y pone el acento sobre todo en la justa fama de la que la novela goza.

En su meritoria obra de carácter enciclopédico, Dell'origine, progressi e stato attuale d'ogni letteratura, el escritor alicantino pone de relieve la novedad y maestría de las novelas cervantinas, colocándolas muy por encima de otras expresiones narrativas hasta entonces conocidas: «las novelas de Cervantes son piezas excelentes de imaginación y de elocuencia, las más perfectas novelas de cuantas tenemos hasta ahora, y las obras magistrales en su género». En polémica con los comentarios que algunos años antes había vertido su compañero de religión Bettinelli, para quien nadie podía igualar la perfección y la grandeza de Tasso («altri poeti vi furono i suoi imitatori, ma non degni di lui [Tasso]»; 1775: II, 308), el abate alicantino enfatiza que «con la producción de sus novelas [Cervantes] extinguió el esplendor de todas las otras» (1787: IV, 492)21, sancionando, al igual que su compañero de orden Llampillas, la primacía de la prosa cervantina sobre el resto de la narrativa italiana. Como buen neoclásico, y de igual modo que el abad catalán, Andrés se preocupa por cuestiones de estilo y alude al respeto de la verosimilitud en la fábula, aseverando que las narraciones cervantinas «son claras y precisas, y se hacen verosímiles con la distinción de los tiempos, de los lugares y de las personas, con la exposición de las causas y los efectos» (1788: V, 529).

Ahora bien, si Andrés se ocupa, aunque parcialmente, sobre algunas cuestiones vinculadas a la problemática del género narrativo, cabe recordar que lo hace, como se apuntaba, no a partir del Quijote, sino analizando las novedades que en cambio él percibe en las Novelas Ejemplares. El Quijote constituye sí «un libro noble y deleitable», en los que destacan «la elegancia y amenidad de estilo» (1787: IV, 489), aunque no logra advertir las novedades ni los aciertos de su fórmula narrativa. En su opinión el Quijote representa en primer lugar una sátira contra los libros de caballería. Es allí donde, según él, reside «la verdadera gloria» del texto, al haber logrado desterrar un género «que por tantos siglos, y con tanto perjuicio del buen gusto habían formado las delicias de la mayor parte de Europa» (1787: IV, 490). Por tanto su visión se halla inmersa todavía en la perspectiva que privilegió la vertiente cómica-paródica del Quijote y que había instituido la crítica a lo largo del Seiscientos, la cual habrá de dominar hasta bien entrado el Ochocientos en la cultura italiana.

Carlo Denina (1731-1813) fue otro entusiasta defensor de la cultura española, como nos revela su famoso discurso ante la Academia de las Ciencias de Berlín en 1782 de respuesta al conocido artículo acusatorio de Nicolás Masson y en el que reivindica el papel histórico desempeñado por España. Como es notorio, a partir de este discurso comienza a perfilarse una afición hispánica en la cultura europea, cuya base será la recuperación de la literatura española y que preparará la revalorización de las letras hispánicas que, de allí a algunos decenios, trazará la crítica romántica. Sin embargo, no abundan en los escritos de Denina referencias al texto de Cervantes dignos de consideración. En efecto, dos son apenas los comentarios que merecen la pena ser recordados, además de indicarnos que el Quijote constituye «l'opera spagnola più conosciuta fuori di Spagna» (1788: I, 226). El primero proviene de la mencionada defensa leída en la Academia de Berlín en 1786, en la que el erudito italiano recuerda la importancia de la recepción de la narrativa cervantina en tierras francesas, subrayando que «las personas mejor educadas é instruidas no consideraban que pudiesen ponerse en manos de damas y princesas libros mejores que las novelas de Cervantes» (Rius, 1904: III, 213).

La otra alusión procede de su obra Della letteratura spagnola (1788) y se revela sin duda más interesante, puesto que en ella, del mismo modo que Lampillas y Andrés, el crítico germano-italiano afirma la superioridad de la narrativa española por sobre la italiana, ofreciendo como ejemplo de ello la originalidad del Quijote 'tan nuevo como bello'. En dicha perspectiva enfatiza asimismo su autonomía respecto a los senderos que había transitado la novelística italiana, al considerar que la novela cervantina «nulla ha di comune, sia nei caratteri, o sia negli incidenti, con quella che avea l'Italia» (1788: I, 84).

Por lo que atañe a los estudios y comentarios del Quijote, mayor interés reviste en cambio la figura del hispanista piamontés Giuseppe Baretti, quien recorrió la península ibérica en dos oportunidades en los años iniciales del reinado de Carlos III. Es sin duda el turinés uno de los viajeros más perspicaces del siglo, dotado de indiscutible espíritu de curiosidad, que en sus cartas viajeras pone de manifiesto su conocimiento y pasión por España, manifestando toda su contrariedad ante el hecho de que no sólo los italianos, sino la gran mayoría de los eruditos europeos, supiesen tan poco del reino, al presentarlo como una nación sumida en la miseria, la incultura y el atraso. El viajero manifestaba toda su contrariedad ante el hecho de que sus compatriotas supiesen tan poco de España y juzgasen tan superficialmente su cultura, sus costumbres y tradiciones, realizando en sus cartas viajeras una encendida defensa de la cultura hispánica22.

Son diversas las ocasiones en que el autor de la Frusta letteraria declara su interés y admiración hacia el texto cervantino, habiendo cobijado incluso por algún tiempo el sueño de emprender su traducción a la lengua inglesa, para luego desistir en tan esforzado intento. En su lugar, como ejemplo de su constante afición por el Quijote, disponemos de una breve pieza teatral inspirada en motivos cervantinos. Nos referimos al intermezzo musical Don Chisciotte in Venezia, escrito hacia mediados de siglo, muy probablemente entre 1752 y 1753, durante su larga estancia en Londres. Esta libre reelaboración de temas cervantinos -redactada a partir del conocido episodio del retablo del maese Pedro (II, 25-26), y a la que Giovanni Antonio Giai (1690-1764) le añadió la música-, se halla inmersa en el mundo de la farsa carnavalesca, habitado por payasos, acróbatas y títeres, contiguo al que había modelado la famosa tradición de la commedia dell'arte, y en el que los recursos de la comicidad acaban desplazándose hacia ámbitos acusadamente burlescos, lindantes con el mundo de la farsa caricaturesca23.

Es bien conocida también, aunque no por ello deja de sorprendernos, su exaltada admiración por la novela Fray Gerundio de Isla, cuya primera parte el hispanista se propuso transponer infructuosamente al italiano, mientras parece ser que había llegado a leer también el manuscrito de la segunda parte que permanecería inédita. En la novela del jesuita español, cuyas virtudes el italiano no cabe duda sobreestimó, abundan los aspectos y los motivos de clara derivación quijotesca. Para el escritor turinés, nos dice en su Journey from London to Genoa... (1770), el autor leonés representa 'il moderno Cervantes' (1972: 436), equiparando, de modo hiperbólico, el texto de Isla con el Quijote y por tanto colocándolo casi en un pie de igualdad con la inmortal obra cervantina. En opinión de Baretti, Fray Gerundio «quanto alla lingua e stile, poche nazioni [...] ha prodotto nulla di si piacevole [...] che lo collocano accanto alla celebre opera di Cervantes, [...] e credo che questo frate Gerundio possa sulle raccolte di prediche produrre l'effetto che sui libri di cavalleria ha prodotto il Don Chisciotte» (1972: 436).

Por lo que concierne al ámbito de la crítica, Meregalli, gran conocedor del proceso de recepción cervantina en las literaturas europeas, afirma no recordar «contribuciones italianas del siglo XVIII al estudio del Quijote a no ser -añade- que nos ocupemos de Giuseppe Baretti» (1990: 39). Sin embargo, a renglón seguido, el insigne comparatista excluye con razón del debate en la cultura italiana el Tolondrón (1786) del literato turinés, con toda probabilidad el texto dieciochesco procedente de un autor italiano más directamente vinculado a la crítica cervantina, por considerarlo inmerso plenamente en el clima cultural anglosajón y por tanto ajeno al proceso de recepción y debate en la Italia del período. En este opúsculo Baretti arremete con mordacidad contra el reverendo John Bowle, con cuya edición cervantina (Londres, 1781) el escritor piamontés fue particularmente crítico, denostando y desacreditando de modo injusto, no sólo la edición, sino al mismo editor británico24. Baretti no tiene reservas a la hora de lanzar sus dardos contra el erudito escocés y en reiteradas ocasiones sus comentarios se desplazan hacia la esfera del agravio y el insulto personal, incluyendo la acusación de que Bowle no sabía hablar español ni conocía la gramática española. Del mismo modo incorpora aspectos poco simpáticos que excedían el debate literario y la discusión en torno al texto cervantino, como por ejemplo, enfatizar que el editor británico iba a las tabernas más a menudo de lo que debería (Meregalli, 1989: 86).

Es sabido que Bowle era un individuo difícil y sus estudios escolásticos recibieron no pocas objeciones, pero no menos susceptible era el carácter del hispanista piamontés. Y ello condiciona sin duda los contenidos y los tonos de la polémica, poco edificante y cargada de ataques personales y, por tanto, escasamente interesante en cuanto a aspectos críticos o eruditos. Entre otras observaciones, Baretti sostiene que el Quijote es un texto «that wants no Coment, but what may be contained in two o three pages» (Meregalli, 1989: 88). Por tanto en su opinión no eran necesarios ni comentarios ni aclaraciones en el proceso de lectura orientado a la comprensión e interpretación del texto cervantino, pensando por supuesto en la edición erudita que había editado Bowle. No cabe duda de que Baretti se equivocaba: a pesar de cierta carga de pedantería y de exceso de erudición, la edición de Bowle marcó un hito fundacional en los estudios cervantinos, plasmando el inicio del largo camino que hasta hoy ha venido transitando la crítica textual del Quijote. Coincidiendo con Meregalli, somos de la opinión que las aportaciones del escritor turinés por lo que concierne a los estudios cervantinos, que se inscriben principalmente en esta polémica, más de índole personal y poco estimulante en cuanto a aspectos críticos o eruditos, deben ser vistas más en el marco de la recepción crítica en las letras inglesas que en el cuadro del debate literario en curso en la Italia de aquellos años.

Sin desmerecer la afición cervantina que exhibe Baretti ni los comentarios y el afán de saber que ostentan los jesuitas expulsos residentes en la península itálica, como asimismo sus esfuerzos por aproximar la producción cultural española a la italiana, en el marco de una definitiva reconciliación entre ambas culturas, debe ponerse de relieve que en todo caso los comentarios hasta aquí velozmente reseñados no constituyen aproximaciones ni aportaciones novedosas, ni mucho menos lo son los juicios que proceden de la preceptiva italiana (Bettinelli, Quadrio y Tiraboschi). Es posible afirmar, pues, que por lo que concierne al campo de la recepción crítica del Quijote, el panorama italiano en el XVIII ofrece un cuadro poco alentador, escasamente incisivo, alejado de los ejes de debates que habían comenzado a interesar otras culturas de Europa y con pobres, parcos -y a veces superficiales- comentarios.

No es casual que Real de la Riva (1948) no dedique, en su amplio y ya lejano artículo, ni siquiera unas breves líneas a la recepción de la crítica italiana en el Setecientos, la cual, frente a los estudiados casos de España, Inglaterra, Francia y Alemania, destaca como la 'gran ausente' en el fértil campo que ofrece la cultura europea a lo largo de la centuria. Más recientemente, Cherchi ha consagrado algunas páginas a la recepción crítica en el XVIII italiano, incluyendo la vertiente procedente de los jesuitas expulsos (1986: 42-48 y 141-154). En estas páginas Cherchi pone de realce el desinterés y la escasa atención que el dieciocho italiano parece haberle reservado a la genial novela y nos advierte que «mínimo fu il contributo» de la Italia del Settecento en esta dirección (1986: 42). En esta misma línea que insiste en el retraso u olvido en las letras italianas, Giménez Caballero ha señalado que

Si España es la madre del Quijote -y en Francia e Inglaterra encontró fraternidad, y en Alemania y Rusia afinidad romántica y exaltación-, Italia, que representó en cierto modo el originario estímulo paterno, también en otro cierto modo representó el abandono, el olvido, hasta muy tardíamente (1979: 57; el subrayado es nuestro).






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A modo de conclusión, de los datos de que disponemos y frente al florido y cultivado territorio inglés y alemán, que a lo largo del siglo manifiestan un indiscutible y entusiasta interés, y, en menor medida, el francés y el español, dando todos ellos pasos decisivos hacia lo que será la gran aportación del XVIII, a saber el nacimiento de los estudios cervantinos y la valoración del texto como obra clásica, es posible aseverar que la recepción crítica del Quijote en la Italia del período nos revela un campo poco fértil, escasamente abonado. Martínez Mata nos recuerda que «la historia de la interpretación del Quijote es, de algún modo, una historia de las ideas, de cómo nuevas mentalidades interpretan de un modo diferente los textos literarios», advirtiendo que en el XVIII «las diferentes corrientes críticas utilizaron las obras maestras», y de modo especial el texto cervantino, «como piedra de toque de sus posiciones divergentes» (2007: 199).

La aproximación de la crítica al Quijote en el Setecientos italiano cumple parcialmente dicho itinerario y en verdad transita por cauces algo alejados por los que discurre la crítica inglesa, francés y alemana. Debe notarse que, a diferencia de otras culturas europeas, como la inglesa, donde ya a caballo entre el XVII y XVIII es posible reconocer los primeros signos de consideración del texto cervantino «como obra que trasciende el entretenimiento y la burla» (Martínez Mata, 2007: 201), en las letras italianas no se percibe dicho cambio y la perspectiva cómica y paródica es la lectura que sigue dominando aún en los ambientes culturales e intelectuales hasta bien entrado el Ochocientos.

El Quijote, no cabe duda, para la crítica italiana sigue siendo un texto anclado todavía en la esfera del divertimento y la burla, remitiendo aún a la dimensión satírico-paródica que había popularizado la obra a lo largo de la centuria precedente. El texto es concebido aún como tema de farsa y bufonada, como nos confirman las innumerables adaptaciones y recreaciones teatrales de derivación quijotesca que pueblan los escenarios de la península (Quinziano, 2006: 298-303), y por tanto no logra traspasar el marco de la burla y de la sátira caballeresca. Del mismo modo, es evidente que las presencias cervantinas son decididamente inferiores en cantidad y cualidad a las que reconocen las letras francesas e inglesas correspondientes al mismo período, lo que no significa que estemos refiriéndonos a un texto poco leído o escasamente conocido entonces en la península. Por el contrario, como se ha apuntado, sabemos que el Quijote fue muy leído en determinados ambientes intelectuales italianos y que constituyó sin duda la obra española mayormente conocida y leída por el italiano culto durante la centuria, alcanzando una discreta fortuna a lo largo del Setecientos. Sin embargo, por lo que atañe a la recepción crítica las aportaciones son más bien modestas y en todo caso se hallan alejadas de los ejes de discusión que en aquellos últimos decenios del siglo comenzaban a ocupar el debate cultural en otras naciones europeas, Inglaterra, Alemania y Francia de modo especial25.

Las opiniones y los comentarios teñidos por las asperezas e incomprensiones de las polémicas hispanoitalianas que en el último tercio del siglo XVIII se hallaban a la orden del día, conjuntamente a la primacía indiscutible que para la crítica italiana ejercían Ariosto y Tasso por sobre el modelo narrativo de Cervantes sin duda condicionaron y rebajaron la calidad y las aportaciones de los comentarios y de las lecturas críticas que se suscitaron en la Italia del Settecento en torno a la genial novela cervantina. Al mismo tiempo la ausencia prácticamente de un amplio debate en el seno de los hombres de cultura de aquellos decenios centrado en la cuestión de la novela, concebida ésta como género autónomo y con estructura propia, impidieron una seria y profunda reflexión sobre las novedades formales y estilísticas presentes en el texto cervantino.

Es evidente que la existencia de un mismo espíritu y estímulo cultural entre el Quijote y varios autores de la literatura humanista y renacentista italiana, de modo especial Boccaccio, Tasso, pero sobre todo Ariosto26, pueden explicar el desdén -¿o tal vez cierta desconfianza?- de los escritores y críticos italianos en traducir y comentar una obra extranjera que, con toda probabilidad, y algo de fastidio, ellos podían haber vislumbrado como una especie de remedo en prosa de varios motivos fuertemente anclados en la propia tradición literaria, especialmente en el Orlando furioso. La crítica italiana transmitió y afianzó esta visión por generaciones hasta bien adentrado el siglo XIX, lo que le impidió percibir las rupturas y novedades de las que la inmortal novela era portadora y de modo especial el acierto de su fórmula narrativa; aspectos todos ellos que en aquellos mismos años comenzaban a desbrozar en las letras europeas el camino hacia la configuración de la nueva novela moderna, al tiempo que registraba el pasaje que de obra de divertimento y de carácter satírico la convertiría en texto clásico y modelo a imitar.

En Italia, a lo largo del XVIII puede sí percibirse una evidente predilección de motivos y aspectos quijotescos para su representación y adaptación en el teatro musical, donde hallará un notable canal de transmisión, alcanzando en los escenarios la dupla cervantina fama y popularidad considerables. Sin embargo, en el campo de la recepción crítica el verdadero despertar llegará con varias décadas de retraso: sin desconocer las aportaciones del romanticismo italiano hacia una mayor atención y una aproximación más profunda del texto cervantino, será recién en los años a caballo entre el XIX y los primeros decenios del siglo XX, cuando el hispanismo italiano, como recuerda Cherchi, «avrà la sua rigogliosa fioritura e al Don Quijote verranno dedicati notevoli saggi che inaugurano una svolta decisiva nella critica post-romantica» (1986: 49).






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