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Entre la ética y la estética: Pardo Bazán ante el decadentismo francés

John W. Kronik





Para los propósitos de esta indagación en una vertiente fundamental de la labor de Emilia Pardo Bazán, mi punto de partida son tres premisas ya bien establecidas entre los estudiosos de su obra. Primero, junto con Clarín, fue uno de los críticos más asiduos y más importantes de la España de finales del siglo pasado. Segundo, al lado de Clarín y del guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, fue la persona más responsable de la importación y divulgación de las corrientes francesas en España. Y tercero y fundamental, toda la creación de Pardo Bazán y también su obra crítica se caracterizan por una serie de tensiones, contradicciones dinámicas y fértiles, que nunca se resolvieron o se disiparon en el transcurso de su vida. Por esto se le ha aplicado la oximorónica e imposible etiqueta de «naturalismo espiritual». Se vislumbran en Pardo Bazán discordancias también entre su cosmopolitismo y su provincianismo, su europeísmo y su españolismo, su librepensamiento y su tradicionalismo, su iconoclasia y su conformismo, su misticismo y su positivismo, su realismo y su simbolismo, en fin, entre su condición y su deseo. Todo esto, creo yo, se debe a su constante zigzagueo, al irreconciliable titubeo entre sus proclividades estéticas y sus cohibiciones éticas.

El llamado decadentismo, en parte por su carácter intrínseco y en parte por su presencia en la obra de la condesa, es a la vez testimonio y barómetro de estas escisiones en Pardo Bazán. Se trata de una manifestación importante de la literatura de aquella época, imprescindible para la comprensión de su espíritu y de su arte, lo cual ya reconoció Pardo Bazán en su momento. Fue ella el único crítico español que se enfrentó directa y extensamente durante más de treinta años con este movimiento. Lo tomó en serio y no se burló de él ni lo condenó someramente, como lo hicieron otros de sus coetáneos. El examen de sus escritos sobre el tema nos lleva a apreciar más sus contribuciones singulares al ambiente cultural de su país y a entender mejor su arte y su persona.

El decadentismo es un fenómeno finisecular, principalmente francés en sus orígenes, que nadie ha sabido definir con precisión porque no lo hicieron los propios decadentistas y porque la escuela así denominada no contó con un séquito estable y cohesivo. El término se deriva de un grupo de jóvenes que fundaron en París una revista de corta vida llamada Le Décadent, a la cual se asociaron esporádicamente el gran poeta Paul Verlaine y otros. En su acepción más estrecha, se trata de un simbolismo intensificado, rebuscado, que cultiva los sentidos, sacude al lector y, a la sombra de Baudelaire y los «poetas malditos», convierte en arte los bajos mundos de lo erótico y lo satánico. Para muchos, en cambio, el membrete servía a la perfección para denominar a toda una época con sus varias escuelas poéticas y corrientes culturales y con su estilo de vida correspondiente. En España Alejandro Sawa sería el decadente sin par y Valle-Inclán le haría la competencia. Con el tiempo la designación cayó en desuso, cediéndole su hegemonía al simbolismo francés1.

Emilia Pardo Bazán, sensible desde el principio a todos los rumores que manaban de París, se percató del decadentismo ya para 1890, por ejemplo, en las crónicas reunidas en Al pie de la torre Eiffel (Madrid, 1891) y en Por Francia y por Alemania (Madrid, 1890). Pero fue en los últimos años de su vida, bien entrado este siglo, cuando ya podía juzgarlo desde una perspectiva histórica, cuando se enfrentó con el decadentismo más amplia y sistemáticamente. Ha dejado abundante material sobre el caso a pesar de que lo más sustancioso y cohesivo no se diera a luz. Se encuentran, por ejemplo, copiosas referencias en El lirismo en la poesía francesa (Obras completas, tomo XLIII, Madrid, Editorial Pueyo, 1926), en su discurso de 1916, Porvenir de la literatura después de la guerra (Madrid, Residencia de Estudiantes, 1917), y en los tres tomos de La literatura francesa moderna2. El cuarto tomo de esta serie, sin publicar, iba a llamarse, significativamente, La decadencia. Luis Araujo-Costa, en su Biografía del Ateneo de Madrid (Madrid, 1949), cuenta que en 1918 Pardo Bazán dio una serie de conferencias en esa insigne casa sobre los poetas simbolistas y decadentes y que, de no haberse perdido durante la guerra civil, hubieran llenado tres o cuatro tomos3. Es palpable la atracción ininterrumpida que esta rama de la literatura francesa ejercía en ella, y para sus biógrafos sería aleccionador indagar en las constantes y las transformaciones que caracterizan su percepción del decadentismo a lo largo de sus años.

Para Pardo Bazán el decadentismo fue un concepto abarcador. No hizo destacar los rasgos distintivos de los múltiples «ismos» que nacieron y murieron entre 1880 y la primera guerra mundial. Como la mayor parte de sus contemporáneos, no solía distinguir entre simbolismo y decadentismo. En cambio, sí se percató de una estrecha relación causal entre la decadencia socio-histórica de aquella época y las manifestaciones artísticas que produjo. Hablando de la literatura, dijo que «en una hora de decadencia, fue decadente, y no podía ser otra cosa. En un mundo moralmente enfermo, fue morbosa, mostró lesiones generales de todo el organismo. (...) La literatura no es causa, sino efecto y expresión social. (...) Mirando atrás se ve mejor hasta qué punto la literatura es obra del período en que se produce, y de los anteriores» (Porvenir de la literatura, págs. 27-28). Luego, en un artículo donde se acercó más que en cualquier otra parte a una definición del decadentismo, avisó:

Habría que decir por centésima vez que la palabra decadencia no significa inferioridad artística, porque mucha gente se alarma ante el vocablo, sin recordar que son varias las decadencias, hasta en nuestro arte nacional, y que nuestro Churriguera es un artista extraordinario, y nuestro Góngora un prodigio. La decadencia representada por Oscar Wilde (y por otros, como los grandes poetas Baudelaire y Verlaine, por ejemplo) es un período en que el culto a la belleza se muestra fervoroso y engendrador, y en que el sentimiento lírico, al parecer agotado en sus fuentes por el romanticismo, renace en formas nuevas, exaltadas y a veces maravillosas4.


Estos comentarios y otros por parte de Pardo Bazán revelan un agudo entendimiento histórico de las raíces del fenómeno, con el cual siguen estando de acuerdo los historiadores de la literatura. Efectivamente, la derrota de Francia en la guerra con Prusia produjo lesiones internas que, según ella, «no contribuyeron poco a la aparición de los desequilibrados, diletantes, escépticos, pesimistas, satíricos, melancólicos, devotos de la nada y de Satanás» (La literatura francesa moderna, III, 408-409).

Al mismo tiempo, Pardo Bazán comprendió perfectamente que esta orientación, que ella describió, con una mezcla de horror y reverencia, como «un bello caso clínico» dotado de «dolorosa magnificencia» (I, 8), se remontaba al impulso lírico, a la visión solipsista y al espíritu rebelde de los románticos. En las cadencias pictóricas y sensuales de los versos de Hugo, en el lenguaje sugestivo y los ritmos misteriosos, voluptuosos de Lamartine, en la concepción maniquea de la realidad que promulgaba Barbey d’Aurevilly y en la implacable insistencia en el amor que exhibía George Sand -«este virus que desorganiza y corrompe la literatura francesa» (I, 249)- columbró la estética de este nuevo romanticismo. Aunque no perdió de vista la distancia que media entre el romanticismo y los grupos finiseculares, reconoció que el decadentismo representaba la imposición de un yo liberado en la realidad exterior y en las fórmulas sociales, es decir, el pleno florecimiento del individualismo desenfrenado5.

Cuando llegó el momento de valorar este fenómeno que con tanta perspicacia había observado y explicado, se pusieron en tensión sus inclinaciones conflictivas de individuo y de crítico. Se mostró incapaz de suprimir su indignación ante las dimensiones del decadentismo que ofendieron su sentido de decencia y decoro. No pudo tolerar las extrañas gesticulaciones de estos escritores que querían desafiar al mundo por el simple gusto de desafiarlo y que creaban un arte superficial e incomprensible cuya única meta era el atropello de la conducta ética establecida. Condenó sus tácticas ofuscadoras, sus perversiones, sus estados de exaltación, su búsqueda de inspiración en la inmoralidad. Ni siquiera Mallarmé y Maeterlinck se libraron de sus censuras de los símbolos indescifrables, postura que en una ocasión defendió con estas palabras: «Las cosas simbólicas no han de ser, desde luego lo reconozco, tan claras como el agua; sin embargo, han de sugerir una idea y abrir un camino de luz al entendimiento y al sentimiento»6. En fin, una doctrina que ensalza el yo por encima de todo, que desconoce el sacrificio, que no restringe ni la imaginación ni la voluntad individual, que refleja la iconoclasia, el desengaño y la hipocresía de toda una época, ¿cómo puede propagar más que el mal, el desengaño, la ruptura? En sus propias palabras, tal actitud engendra «todas las nociones morales y hasta intelectuales que observamos en la decadencia, último brote del romanticismo individualista, y consecuencia la más lógica de esa enfermedad del ensueño, del amor propio, de eso que se ha llamado el mal del siglo» (El lirismo, pág. 409). Y añadió: «Con la sanción de los instintos desaparecen las responsabilidades; con la sanción de los instintos las categorías morales dejan de existir» (El lirismo, pág. 247). Es evidente que Emilia Pardo Bazán no fue capaz de concebir al individuo existiendo más allá de los límites que la ley social le impone. Según sus criterios, el ser humano, sea artista o no, encuentra sus mejores medios de expresión dentro de los confines de la estructura ética que impone la colectividad.

No obstante esta postura general y aparentemente categórica, Pardo Bazán dirigió sus censuras no tanto al decadentismo como fenómeno de una época, manifestación del Zeitgeist, como contra sus desbordamientos e imposturas. No son la bohemia y el narcisismo en sí los que la ofenden, sino la falsa arrogación de tales condiciones. El poeta Nerval saliendo de paseo con una langosta no era de su gusto. Pardo Bazán no reclama que el artista sacrifique su personalidad individual, ni siquiera le proscribe los submundos escabrosos o los paraísos artificiales; sólo insiste en que obedezca sus propios impulsos poéticos, cualesquiera que sean, y que a través de ellos llegue a una esencia humana, comoquiera que la conciba. En fin, rechazó los delirios y las extravagancias de los menos dotados, de los farsantes y epígonos, «la blague literaria»7; pero admitió los derechos y aplaudió los logros de los maestros. «El talento de los pontífices prevalecerá», declaró8, y a un pontífice como Paul Verlaine, en cuya colección Sagesse descubrió unas inclinaciones religiosas, estaba dispuesta a perdonárselo todo. Dejando de lado sus escrúpulos más ortodoxos, defendió a Verlaine como uno de los poetas católicos admirables del siglo XIX. Menos atraída por el Verlaine nostálgico de las Fêtes galantes y menos aún por un arte hermético, como el de Mallarmé, Pardo Bazán expresó mayor entusiasmo cuando el contenido humano de la obra correspondía a sus predilecciones personales9.

En vista de estas inclinaciones, es sorprendente su receptividad ante la experimentación técnica y la expresión formal de los poetas decadentes y simbolistas y sus progenitores. Siempre había demostrado cierta afición por la poesía pura, y un escritor como Théophile Gautier, además de complacerla con el homenaje que rindió a sus tierras en su Voyage en Espagne, la sedujo con el elemento pictórico, la belleza plástica y la delicadeza e intensidad de estilo que exhibió en Mademoiselle de Maupin y en sus versos. Se deleitó en la perfección formal de este eximio manipulador del artificio poético y se declaró «ferviente devota del ‘estilista impecable’»10. En efecto, al trazar la trayectoria de la poesía francesa del siglo XIX, Pardo Bazán descubrió en ella un proceso por el cual «el artificio métrico ha llegado a ser un dechado de perfección» (Por Francia, pág. 188) y confesó la superioridad de los poetas franceses frente a los españoles. Quizá sin reconocerlo abiertamente, Pardo Bazán, al alabar a estos poetas, estaba sancionando la búsqueda de lo raro y lo refinado, el ensalzamiento del artificio, una estética, en fin, que celebrara la belleza creada como una trascendencia de la naturaleza. Casi casi lo confesó al decir:

«Como artista, antepongo a la utilidad la belleza. Reconozco (...) que son bellos (el romanticismo y el segundo romanticismo neoidealista) y que en tales evoluciones hubo un germen vital. No fue época muerta».


(Porvenir de la literatura, págs. 41-42.)                


Sensatez, equilibrio, tolerancia son los rasgos que ostentan estas declaraciones. También quedan patentes las contradicciones y confusiones, dualidades y tensiones que mencioné al principio. Pero doña Emilia nos tiene reservada una sorpresa más grande. Es que en determinados momentos la escritora ortodoxa llega al extremo de dar el beneplácito a una de las tendencias menos ortodoxas del movimiento decadentista. Me estoy refiriendo al satanismo. Mientras que sus compatriotas rechazaron con horror lo poco que sabían de esta corriente poética, en apariencia blasfematoria, Pardo Bazán, más reflexiva y prudente, descubrió en el satanismo un tipo de misticismo inverso, un «satanismo católico», una salubre expurgación espiritual y una manifestación perfectamente lógica del momento histórico. Casi es desorientador imaginarse a doña Emilia aplaudiendo con fervor la terrorífica atracción por el pecado y la corrupción y la fascinación por el sacrilegio que cantaron Baudelaire, Verlaine o Barbey d’Aurevilly.

Lo dicho me lleva a unas breves conclusiones y a una posdata. Es evidente que en Emilia Pardo Bazán, crítica, no hay que buscar consistencia, pues lo que uno encuentra es eclecticismo. No pudo deshacerse nunca de sus creencias y prejuicios éticos. Por tanto, era de esperar que condenara rotundamente y sin ambages el decadentismo francés, sintiéndose ofendida en su moralidad fuertemente católica, sobre todo durante la última etapa de su vida. Mas no ocurrió así. Por cierto -y como nosotros todos-, escogió a aquellos autores y textos que correspondieron más a sus gustos, pero en su enfrentamiento diagnóstico con el decadentismo francés, adoptó una actitud más abierta, receptiva y templada que la de la mayor parte de sus colegas. En honor a su objetividad y buen juicio, hay que subrayar que cuando se vio cargada con la obligación de determinar el valor intrínseco de una obra literaria, casi siempre se mostró capaz de reaccionar con tranquilidad crítica ante la constitución estética del texto literario. Ella misma proclamó en años anteriores:

No confundo las censuras del orden puramente moral con otras que, en mi entender, son las únicas que pueden dirigirse a un escritor en concepto de tal: las que se relacionan con deficiencia de aptitudes.


(Al pie de la torre Eiffel, pág. 76.)                


No muy dada a la modestia, también dijo de sí misma:

Yo agradezco a Dios que me haya dado gusto comprensivo, sensibilidad dispuesta para asimilarme todas o, por lo menos, muchas y muy variadas manifestaciones de la belleza artística11.


Por eso fue capaz de concluir:

Yo temo ser antisocial cuando, no obstante todo lo que en contra de ella se ha escrito, la fase decadente de la literatura me interesa en lo hondo, y siempre hallo en sus mejores documentos algo que hace vibrar mi espíritu.


(Porvenir de la literatura, pág. 40.)                


Y precisamente por eso fue Pardo Bazán uno de los propagandistas más eficaces en tierras españolas de las nuevas corrientes literarias francesas.

En cuanto a mi posdata, reconozco y confieso la modestia de esta contribución a los estudios pardobazanianos. Por una parte, es una simple aclaración histórica, una nota al pie de unas páginas sobre Emilia Pardo Bazán, crítica. Por otra parte, echa una pequeña chispa de luz sobre la persona que era doña Emilia, ofreciendo algo de carácter biográfico, anecdótico, aunque tal vez de menos envergadura que otros detalles de su vida. Lo que importa, sin embargo, es su arte. La verdadera significancia de mi investigación sobre los escritos críticos que Pardo Bazán dedicó al decadentismo reside en otra esfera: en la aplicación de mis observaciones a su obra narrativa12. Las fuertes resonancias del decadentismo/simbolismo que se encuentran al descubierto en una novela como La quimera aparecen también, aunque más esporádicamente, en textos anteriores. En las novelas y los cuentos de Pardo Bazán -en Los Pazos de Ulloa y La Madre Naturaleza, por cierto- se pueden discernir las mismas tensiones entre ética y estética que se vislumbran en su producción ensayística. El atractivo de su prosa, creo yo, reside concretamente en la ambigüedad, en la no resolución de las contradicciones y de los sentimientos dispares.

Por eso me parece que la crítica no debe buscar soluciones donde no las hay. Me parece un error la insistencia en la aplicación de etiquetas que no son aplicables. La dificultad que presenta la tarea del encasillamiento de las novelas de Pardo Bazán ya es en sí una lección sobre la vanidad del esfuerzo. Tampoco son soluciones adecuadas las que optan por fórmulas compuestas o por un matrimonio entre conceptos incompatibles. Si es forzoso recurrir a un «naturalismo a la española» o a un «naturalismo católico», es señal de que ha llegado la hora de revisar el canon y de abandonar por fin la cuestión palpitante del naturalismo.

Toda obra de arte es la acumulación y culminación del conjunto artístico preexistente, tanto más en un caso como el de doña Emilia, que era lectora voraz, absorbente y cosmopolita. Trátese de La tribuna o de Los Pazos de Ulloa, textos y testimonios españoles de una determinada época inventados por una personalidad única, es inevitable que sean realistas y naturalistas y románticos y costrumbristas y folletinescos y grotescos y moralistas y decadentes y -a fin de cuentas- pardobazanianos13.





 
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