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Esbarrión de la mula y campo del Repelayo

Manuel Fernández Ladreda

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

No hay un solo campesino en el Auseba y tres leguas en contorno, que no conozca a D. Pelayo mejor que al alcalde de barrio del que habita; que no cita a D. Oppas como ejemplo de traidores y que no hable con encomio, y encandilados los ojos de la hermosura de Ormesinda, con horror de Munuza y como de la cosa más conocida del mundo de la batalla de Covadonga1.

Cuentan de aquellos personajes, de sus hechos y de los lugares que de ellos fueron teatro cosas maravillosas y estupendas, con tal aire de seguridad -como que las oyeron de sus mayores-, que es muy dudoso que pueda tenerla tan firme el Académico de la Historia que más veces se haya polvoreado los dedos y el magín2 en el archivo de Simancas; hacen deducciones etimológicas que se las damos al más pintado filólogo, y lo adornan todo con tan fresco colorido, tan risueñas imágenes y tal fantasmagoría, que dieran envidia al vate más visitado por aquellas hermanas, dispensadoras de toda inspiración. —98—

Así, pues, lector viajero, no has de llegar de seguro al monumental puente de Cangas de Onís sin que, poco antes -cosa de dos kilómetros- te enseñen desde el camino una alta y fragosa sierra en donde diz3 que sucedió una catástrofe, que la historia cuenta y en nuestros monumentos más antiguos se halla múltiplemente representada.

Nos referimos al atrevimiento de aquel célebre oso que, a pesar de haber transcurrido muchos siglos que se estilaron los gorros frigios de la antigüedad, y faltar no pocos para que la revolución francesa volviera a ponerlos de moda y en caricatura la española, dio tan pocas muestras de respetar la dignidad regia, que en una mañana de mal humor echó la garra y arrancó la vida, como quien hace la cosa más natural del mundo, nada menos que a don Favila, rey de Asturias.

Verdad es, y sirva esto de circunstancia atenuante al regicida cuadrúpedo, que el monarca poco escrupuloso con los ursiles4 derechos, andaba por aquellos vericuetos con el no sano intento de divertirse a costa de la vida del mamífero y sus congéneres, lo cual debió parecer al habitante de las selvas, atentatorio a todo principio de buen gobierno.

De buen grado habríamos de disertar, con este plausible motivo, acerca del derecho de insurrección, si no tuviésemos otra cosa que hacer más provechosa a nuestro intento, como es la de atravesar el valle estrecho que se extiende a la salida de la antigua Cánica5 y enseñar a nuestros lectores, al llegar —99— al punto en donde el camino tuerce a la izquierda, para internarse entre las montañas que nos ocultan el Auseba, una casa antiquísima en donde es cosa averiguada, al menos por tal pasa entre los naturales del país, que vivió D. Pelayo, siendo así aquel caserón, antepasado, por legítima ascendencia de ese suntuoso y bellísimo palacio que, en la plaza de Oriente de Madrid, hospeda hoy a los monarcas españoles. De cierto que el tal, si llega algún día a conocer a su pariente por línea recta, lo que dudamos mucho, ha de avergonzarse del abolengo y aún negarlo, fundándose en especiosas razones históricas, que pudiera prestarle cualquier crítico moderno, pues poco necesitan los muy encumbrados para desconocer su humilde origen.

Por los mismos lugares que el deteriorado palacio real está el Campo de la Jura, muy ocupado hoy en la prosaica tarea de producir patatas y maíz, y sin acordarse de que, en siglos anteriores, hubo de ser escenario de trascendental ocurrencia y que allí fue donde los astures juraron obediencia y prestaron acatamiento, por primera vez, a aquel héroe que llevó a cabo tal empresa, que, de no haberla realizado, su intento pasara por locura digna de hidalgo manchego, que siglos después nació en la imaginación del Manco de Lepanto son hoy la casa y el campo gentes que han venido muy a menos, pero a los cuales no debes desdeñarte, viajero, de echar una mirada, siquiera no sea por otra cosa que por despertar en ti cristianas reflexiones acerca de lo efímero de las humanas grandezas. —100—

Pensamientos son estos muy en consonancia con el paisaje que ahora vas a contemplar, pues a la risueña campiña que te rodea han de sustituir angostísimos valles de escabrosas y tristes montañas circundados; lugares muy a propósito para retiro de un asceta. Atravesarás luego el pueblecillo de la Riera no sin advertir antes al cochero, si eres viajero de carruaje, que ande con cuidado por el puentecillo que al punto de llegar se encuentra, pues es aquel paso difícil y peligroso.

Detente, poco más tarde, un momento ante don Oppas, que en el alto de una colina expía su traición, recuerda lo que de él hemos hablado y sigue adelante hasta llegar a un peñasco que, un kilómetro más allá, avanza sobre el camino como para enseñar al transeúnte dos rayas profundamente marcadas con él y un círculo de pequeño diámetro que confusamente se dibuja en la dura piedra… Para justificar este alto que trazamos en tu camino, vamos a referirte lo que hemos oído contar del peñasco y sus huellas, la primera vez que visitamos aquellos lugares.

Acababa D. Pelayo de ser proclamado rey de Asturias, o de España, que es lo mismo, porque entonces no había más España que estos montes. Venía el monarca más grande que nunca ha regido monarquía tan pequeña, profundamente abstraído y sin parar mientes en lo peligroso del sendero que recorría, descuido que, si bien no debe recomendarse, ni aún a los reyes victoriosos, era en aquella sazón no poco disculpable, pues la empresa que sobre sus hombros echara D. Pelayo, la hazaña recientísima —101— que había llevado a cabo y el hecho de habérsele aclamado rey, cosas son todas para preocupar aun al héroe de alma mejor templada.

Así, pues, no se cuidaba el nuevo rey de conducir la mula de que era jinete y esta, por su parte, iba también distraída, si no por tal altos pensamientos en la contemplación de la fresca yerba que limitaba el camino y que excitaba su gula como si del más humilde asno se tratase, cuando un atronador ¡viva D. Pelayo! cuyo estruendo no necesita ponderarse con decir que salía del entusiasmo más legítimo y expansivo de que la historia hace memoria, y de mil robustos pulmones montañeses, vino a espantar al animal en términos que, haciendo un brusco movimiento de huida, fuéronsele al mismo tiempo las piernas y los brazos resbalando sobre la superficie de un peñasco, con que diera con su real jinete en tierra y acaso fin a las hazañas de este, si un ligero montañés no sostuviese al animal, con riesgo de su vida.

Quiso D. Pelayo recompensar a su vasallo y dióle una moneda, pero el montañés, poco práctico en el oficio de cortesano, arrojó la dádiva contra la peña y, con más altivez que respeto: «Señor, dijo, no se cobran en esta tierra tales servicios».

El peñasco en que la mula resbaló conserva aún hoy las huellas del ferrado casco y la marca de la moneda. Cómo ha sido posible que esto sucediese no te lo podemos decir, pero tal vez no falte algún aldeano de los contornos que explique el hecho sin acudir a las ciencias físicas. —102—

Muy pocos pasos más hacia el fin de tu viaje, encontrarás, amigo lector, porque ya vamos siendo amigos, una gran mole de piedra cuya especial construcción y aspecto bastarían para que en ella detuvieses la mirada. No forma una masa compacta sino que se compone de considerable porción de piedras de poco volumen englomeradas y unidas por tan sólida argamasa que la fuerza de un hombre robusto no basta a arrancar un solo pedazo.

Dicen las sencillas gentes del país, con la mayor convicción, y repiten los espíritus fuertes, sonriéndose, que aquel montón de piedras teníanlo apercibido los moros para cargar sus máquinas de guerra en la batalla, pero que, por milagroso portento, quedaron chasqueados los previsores agarenos6, que al ir a hacer uso, en lo más rudo del combate, de aquellas naturales armas arrojadizas, se encontraron con la poco halagüeña novedad de que todas ellas no formaban más que un peñasco, quedando así inermes ante su furioso enemigo. ¡Otros hubieran sido los destinos del mundo si cada conquistador injusto encontrase en su camino en vez de laureles con que ceñir la frente y pueblos en que saciar su ambición, montones de piedras conglomeradas y montañeses dispuestos a morir por la patria!

Muy próximos nos hallamos ya de la sagrada cueva, objeto y fin de tu viaje; pero antes de descubrirla reclama imperiosamente nuestra atención el Campo del Repelao. No preguntes, viajero, para qué sirve aquella pirámide que en medio de él se levanta, pues habrías de ponernos en grave aprieto. Como —103— monumento no está a la altura de su objeto, como pretexto para escribir en él que allí es donde Pelayo fue aclamado Rey, es inútil. Tales hechos no es preciso inscribirlos en piedras y bronces, los esculpen el patriotismo en la memoria de los pueblos y el entusiasmo en el corazón de los hombres.

Afortunadamente el nunca bastante alabado celo de nuestro ilustre Prelado, levanta hoy un templo que a la vez que sirva de monumento de gloria a los héroes de Covadonga, será testimonio de religiosa gratitud a Nuestra Señora de las Batallas.

Marchémonos de estos lugares antes que nos asalte, al ver pastando en el histórico campo diversos animales, el recuerdo de que aquel terreno pertenecía hace pocos años al Estado, el cual lo enajenó en pública subasta, si con algún daño de nuestros sentimientos de patriotismo, con gran provecho del Tesoro, pues anduvo cerca de producir la venta de la cuna de nuestra monarquía, la cantidad considerable de cincuenta duros, con lo que se habrá pagado a un portero el suelo de un mes.

Mejor es que el Campo del Repelao sea de dominio privado. Así no perdemos las esperanzas de verlo algún día convertido en fábrica de fósforos.

FUENTE

Fernández Ladreda, Manuel, De Oviedo a Covadonga apuntes de un viaje [Oviedo]: [s. n.], 1878 (Oviedo: Imprenta de Eduardo Uría), pp. 97-103.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

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