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Espacios opresivos y familia destruida, en «Bajo el mismo techo» de Amalia Castillo Ledón

Olga Martha Peña Doria


Universidad de Guadalajara



Una de las figuras feministas más importantes de México es Amalia González Caballero de Castillo Ledón (Santander Jiménez, Tamaulipas, 1898-Ciudad de México, 1986), autora, diplomática y a quien se le debe en gran medida la obtención del voto de la mujer mexicana. Su labor en el mundo político, social e intelectual la llevó a trabajar incansablemente a favor de la mujer, no solamente en México sino en América Latina. Como autora nos legó una vasta obra literaria compuesta por poesía, ensayo, artículos periodísticos, conferencias y cinco obras de teatro.

Amalia de Castillo Ledón, como a ella le gustaba ser llamada, formó parte de una generación de escritoras que llegaron a los escenarios mexicanos con textos dramáticos que coadyuvaron para cambiar el devenir de la mujer en México. Algunas de las más exitosas fueron: Catalina D'Eizell (1891-1950), Conchita Sada (1899-1981), María Luisa Ocampo (1900-1974), Julia Guzmán (1906-1977), Magdalena Mondragón (1913-1988) y varias más. Fueron las dramaturgas las autoras que más se involucraron en el trabajo de establecer un cambio en la forma de sentir y vivir de la mujer, con piezas en donde la mujer es la generadora y receptora del conflicto dramático, y con temas nunca antes utilizados en el teatro, como son la mujer divorciada, la que vive en unión libre, la que peca y se deshonra por amor y la que abandona el hogar. Esta incursión tuvo lugar durante la segunda y tercer décadas del siglo XX que es coincidente con el movimiento feminista que se venía gestando desde el final del siglo XIX y que se prolongó hasta los años setenta. Este período se fortaleció con la presencia de múltiples mujeres que lucharon por lograr la igualdad de oportunidades y derechos civiles. El teatro de esta generación tuvo un éxito inusitado al haber sido el detonante para despertar social de la mujer. Esta aseveración se confirma porque estas obras fueron llevadas a escena por las compañías de teatro más prestigiosas de México, quienes también realizaron giras varios países del continente hispanoparlante.

Fue Amalia una de las dramaturgas que mejor se posicionaron en el ámbito artístico porque sus textos dramáticos tuvieron grandes éxitos. Una de sus obras con mayor interés feminista es Bajo el mismo techo, escrita en 1943, en donde presenta la autora un cuadro familiar compuesto por la protagonista Gabriela, su marido, los cuatro hijos y la madre de ella. Todos viven bajo el mismo techo y aparentan tener una excelente relación familiar, pero al presentarse un pequeño conflicto, salen a flote los odios y rencores que hay entre ellos. En medio de todo este dolor, el discurso masculino es el que impera con la imposición de sus reglas. El padre y los dos hijos son los que tienen el poder de la palabra. Gabriela es solamente la madre y la profesionista que trabaja, lucha y sufre la humillación de ser una mujer que ayuda a sostener el hogar, esto de acuerdo a la visión pequeña y cerrada de los tres hombres que conforman el hogar. Los silencios de Gabriela impiden su defensa y eso la debilita como madre y mujer. A pesar de ser muy querida por los hijos y el marido, ellos no aceptan tener en el hogar a una mujer que trabaje ni a unas hermanas que estudien y se preparen para el futuro. El conflicto dramático que presenta la autora gira alrededor de la infortunada decisión del padre de tomar el dinero de los ahorros para comprar una casa y gastarlo en arreglar un rancho de su pertenencia. Ese dinero había sido reunido entre la pareja, principalmente Gabriela apoyada por los hijos. Cuando el marido lo confiesa y recibe desconcierto de la familia, se limita a insultar y acrecentar su poder enfatizando en la ignorancia femenina:

ARTURO.-  Las mujeres son tercas y cuando creen ser cultas, son pedantes, intolerables...


(2005: 2991)                


No sólo el padre insulta sino que Miguel el hijo, en apoyo al padre agrega:

MIGUEL.-  Las mujeres son inconscientes y estúpidas en estos menesteres y se inmiscuyen en lo que no les concierne...


(2005: 300)                


Este lenguaje sirve para disfrazar los sentimientos que fueron ocultados durante mucho tiempo, de ahí que insultan solamente a las figuras femeninas de la madre y las hijas que siempre han sido las que han dado la fuerza al hogar. El cambio que presenta el padre al no ser aceptada su decisión, es abrupto y la única arma que tiene es la violencia verbal al obligar a la familia aceptar su decisión. De ser un marido feliz y enamorado se convierte en un hombre que se deja llevar por la violencia debido en parte a la vida que lleva fuera del hogar. Esta situación la hace evidente cuando llega de sorpresa y es recibido con mucha emoción por los hijos: «Siempre tan fiesteros, tan querendones y tan efusivos. Los cuatro salieron a su madre. Me alegra que ninguno heredó mi tristeza. Me hacen tanta falta allá en la soledad en donde vivo» (2005: 289). Su actitud va de acuerdo con lo que la masculinidad tradicional establece como reacción natural en el varón. Ve como algo lógico el haber gastado los ahorros de veinte años de privaciones. Él tomó la decisión de invertir y no acepta ser rechazada su forma de pensar porque asume que él, como hombre, tiene el derecho de disponer de los recursos familiares sin consultar a nadie, pues es el jefe, la cabeza que decide qué, cómo, dónde y cuándo se deben de hacer las cosas, principalmente en ese espacio privado.

Esta actitud de Arturo, el marido, obedece a lo que se considera como la otra historia, es decir su otra historia, al haber vivido lejos de la familia trabajando en un rancho que no produce y por lo tanto no puede mantener a la familia. Esta soledad y desesperación forma parte del pasado dramático de la familia Reyes que repercutirá en el presente del texto. Él está actuando conforme a la vida pública que establece este tipo de vida desapegada a la familia -lo privado, lo femenino- y sin más desea imponer su autoridad en un ámbito que cree suyo en tanto proveedor de la familia; es decir, él vive de acuerdo con lo deseable y esperable en un hombre, y por ende actúa como ser autoritario pues se asume como el depositario del poder, del mando del hogar. Es una visión muy tradicional de los roles femenino y masculino y de la distribución de los espacios público y privado que respectivamente les corresponden; de ahí que lo privado se subordine a lo público pero no al revés, pues lo masculino no depende de lo femenino.

Gabriela tiene miedo de perder a su familia, principalmente al esposo y, de ahí, que prefiere callar y aceptar el concepto de los varones de que todas las mujeres tienen como único anhelo poseer una casa propia. Su temor a perder lo propio, como es el hogar y el matrimonio, le obliga a mediar su lenguaje con la familia y cambiar de opinión repentinamente al afirmar: «Tiene razón tu padre... Las mujeres nos asustamos de las cosas atrevidas. Empiezo a creer que todo ha estado muy bien hecho» (p. 300). Esta actitud reafirma lo que comenta Cristina Molina Petit con respecto de querer tener un espacio propio en el sentido de la extensión o proyección del útero, por lo que la mujer se identifica con él, pues representa el espacio cerrado por excelencia en donde se gesta la vida; la casa-útero es lo que Gabriela desea conservar a toda cosa, por eso acepta la visión masculina y se somete ante la opresión. Ante el marido es sumisa, pasiva y débil, incapaz de contradecir las órdenes de la figura patriarcal. A pesar de que ella lleva las riendas del hogar en ausencia de Arturo y casi lo sostiene económicamente, la dominación y el control del hogar lo tiene el hombre. Es decir, que en ese espacio las mujeres son fuertes para tomar decisiones como trabajar y estudiar pero débiles para enfrentarse a las figuras opresoras.

La fuerza de Gabriela radica en llevar las riendas del hogar pero siguiendo los consejos de Arturo. En cambio las hijas refutan la actitud sumisa de la madre al afirmar: «Tú no estás conforme. ¿Cómo vas a resignarte así, de improviso, a perder la única ilusión de tu vida?». Sin embargo ellas se tienen que subordinar a las órdenes superiores del padre. Gabriela carece de lenguaje para luchar, prefiere el silencio que defender sus ideas. Sin embargo su concepto sobre la mujer es: «Una verdadera mujer debe saber de todo. Tener cultura superior y ser mujer de su hogar» (2005: 293); pero desafortunadamente deja ver su yo interno al afirmar dolorosamente su interior: «¡Quizá algo amorfo, echado a perder! Una pequeña fuerza que se diluye entre todos y que no llega a ninguna parte» (2005: 293). Esto lleva a determinar que Gabriela tiene un problema de identidad y no es autosuficiente ni sicológica ni afectivamente, situación que le ha impedido construir su identidad. La investigadora Consuelo Meza afirma que: «Se define identidad como la concepción de mujer que tanto la sociedad como las mujeres mismas tienen de sí y de su relación con el entorno social en un tiempo y un espacio determinados» (Meza, 2005: 20). Su entorno no le ha permitido desarrollarse como mujer, solamente como madre-trabajadora y en algunos momentos como esposa. Ella vive en la dicotomía del deber y el querer. Debe de cumplir con todos los requisitos como profesionista y madre pero quiere hacerlo, sin embargo asume ese tipo de ser mujer, esa identidad al tener conciencia de que así debe ser la mujer. Ella se formó un concepto de sí misma a partir del discurso hegemónico patriarcal que le ha sido impuesto, así que asume de alguna u otra forma esa identidad genérica. Gabriela tiene una relación jerárquica y de subordinación con el marido pero no lucha para evitarla sino que vive en la sumisión y el silencio para no hacer sufrir a la familia y porque, para ella, ese es el modelo familiar al que debe ajustarse su familia. Se observa que hay toda una carga simbólica que le impide ver que hay otras alternativas de modelos familiares, así que asume la sumisión y el silencio porque es lo propio, lo esperado en una esposa ideal.

Un problema con el que se enfrenta Gabriela es la transformación de su hogar por la intromisión del ámbito público; el esposo viene cargado de lo público y quiere someter a toda cosa el hogar a sus deseos, sus proyecciones y sus objetivos en tanto hombre-proveedor-exitoso. Gabriela sufre la colonización de su territorio, por eso se desestabiliza y tiene que asumirse como sujeto colonizado, como cuerpo o territorio a conquistar por el sujeto dominante.

En este conflicto dramático se puede considerar la dialéctica de lo pequeño y de lo grande, según lo aborda Gastón Bachelard en La poética del espacio. La familia vive en un espacio pequeño, no propio, es rentado pero el padre vive lejos y tiene una posesión grande, pobre, improductiva, pero es propia. El hogar de la familia no es un cosmos familiar al no pertenecerles. Las anteriores casas no están en su recuerdo debido a que nunca fueron dueños. El hogar es un espacio de soledad para Gabriela debido en parte a la ausencia del marido. La autora acota que es una casa en donde habita una familia de clase media que sufre penurias económicas. El conflicto dramático está centrado en el vestíbulo y en la sala de la casa que está amueblado con modesto buen gusto o sea, los espacios públicos dentro del espacio privado del hogar. Este es el cosmos que rodea a la familia Reyes y el espacio del conflicto. Sin embargo la sala juega un papel importante; es el lugar que adornan para la fiesta, es el espacio de la celebración y asimismo el lugar donde se rompe la relación familiar y se extrema la violencia contenida por mucho tiempo, lo que confirma su carga de espacio público que, además, es el indicado para mostrar al mundo, en este caso al espectador, los conflictos íntimos del hogar.

La casa es un espacio considerado como «uno de los mayores poderes de integración para los pensamientos, los recuerdos y los sueños del hombre» (Bachelard 2001: 36), pero para la familia Reyes es solamente un espacio «mientras construimos una casa propia», es decir viven de los sueños de tener un espacio propio y de ahí que es entendible la reacción de Gabriela. Siempre han vivido en un plano de sueños; dejar las diversiones para ahorrar, vivir con mucha moderación, unirse como familia, todo para cumplir su sueño. Sin embargo, el padre viene a romper esa ilusión sin mayor sentido de culpabilidad, pero de acuerdo a la época no puede tenerla porque él está actuando como es debido, es decir, como lo que cualquier hombre haría: supeditar lo familiar al éxito económico y profesional del marido. Al recibir la noticia, la primera evocación de Gabriela son las anteriores casas que han habitado y dejado por no ser dueños de ellas, han sido espacios que no han tenido continuidad en la vida familiar. Ellos no han tenido la oportunidad de forjar una vida en un espacio y de «albergar el ensueño, (porque)... la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz» (2001: 86), como la afirma Gastón Bachelard, lo que vendría a reafirmar el concepto de casa-útero, donde se podría decir que los personajes encuentran el ideal en tanto que retornan al seno materno, de acuerdo con Freud y una de sus protofantasías. Les ha sido negada la oportunidad de hacer raíces y conservar el lugar de su nacimiento, sus recuerdos no tienen albergue. Esta situación creará una familia con alta dosis de violencia porque la carencia de un espacio propio, en especial para los hijos, que solamente han vivido cambios constantes, crea una profunda soledad y prepara el camino para la explosión de la violencia. Por otra parte si se toma desde la perspectiva de género se puede afirmar que se produce la violencia porque se rompen los roles tradicionales: la mujer, que finalmente se atreve a cuestionar al marido, provoca indirectamente la desestabilización del orden al querer subvertir o cuestionar la autoridad del padre. Sin embargo, este conflicto no lo considera el padre al afirmar fríamente que tener un hogar propio es «una mínima ambición» de mujeres.

La madre hace el hogar y este elemento forma parte de la acotación que realiza la autora. En los dos primeros actos describe que está amueblada con modesto buen gusto, hay libreros, mesas, radio, teléfono, lámparas, cuadros, sillones, que le darán el concepto de hogar. Enfatiza en la luz que dan las lámparas como algo simbólico al no ser una luz total sino lateral que ilumina discretamente la estancia. En cambio en el último acto cuando viene el caos familiar, la autora acota como parte de la atmósfera familiar la presencia de «dos lámparas encendidas que darán una luz triste» (2005: 330), elemento concordante con lo que está sucediendo en el hogar. Otro objeto que forma parte del conflicto es la puerta de entrada al hogar y por la que huyen Miguel y Josefina, los hijos, al romperse la relación familiar dentro del espacio privado. Asimismo, Gabriela traspasa ese objeto para introducirse al espacio público del trabajo, motivo por el cual se siente la familia lastimada debido a que es una mujer que trabaja y abandona el espacio que le corresponde como es el hogar (McDowell, 2000: 111-123).

En este texto dramático se observa que tanto los padres como los hijos fueron educados con una serie de limitaciones, como la pobreza que aunque aparentan ser felices, al tener que trabajar y estudiar los hijos varones o trabajar la madre, hace que estalle el incidente desencadenante y en consecuencia muestran que es un hogar en que viven en una falsa apariencia de normalidad al haber ocultado sus frustraciones, por lo que una pequeñez, como el dinero que gastó el padre, provoca un acto violento dentro de lo que Alonso de Santos llama «el inconsciente colectivo». Los roles que le tocó vivir a la familia les provocó esa crisis emocional de difícil solución; sin embargo los personajes muestran una evolución muy bien delineada por parte de la autora. De ser jóvenes alegres y aparentemente felices con la llegada del padre y juntos preparar la fiesta de cumpleaños de la madre, se transforman en seres violentos, intransigentes y opresores que rompen la fiesta y desatan la crisis que se venía gestando en el inconsciente colectivo. Miguel es lanzado de la casa en el momento más álgido del conflicto debido a los insultos que profiere en contra de la madre. Al regresar después de meses de hospitalización debido a un fuerte accidente llegará a un espacio de soledad al quedar en silla de ruedas. Se siente desplazado, y es la madre la que lo acompaña, lo cuida, pero en ningún momento pierde el espacio, sino que su condición de varón independiente al transformarse en un ser dependiente de la madre lo infantiliza, deja de ser hombre para volverse un niño al que deben cuidar, desplazar, mover; es un ser infantilizado, un no-hombre amputado, mutilado en su ser hombre, debido a un daño en sus piernas que le impide valerse por sí mismo. Aquí juega un papel crucial el cuerpo y su relación con el papel o las acciones propias que dicho cuerpo debe llevar a cabo para posicionarse en la sociedad.

El conflicto familiar sigue en ascenso, el espacio privado ha sido invadido por la desgracia, la desconfianza y la incapacidad para integrarse como familia, sólo la madre se mantiene en pie y sigue al frente del hogar. El hijo mayor ha abandonado sus estudios y decide irse al extranjero a trabajar, asimismo siempre se ha avergonzado de que su madre trabaje y sus hermanas estudien. Josefina está pasando por una crisis amorosa en su relación con su novio-primo, el padre toma la decisión a solas de vender su rancho y la hija pequeña sufre las consecuencias de la crisis. Gabriela titubea y su autoestima se ve menguada: «Esta tormenta que me ha caído encima de pronto, este desbarajuste, el desapego de todos, me ha hecho cobarde. Yo siento que no puedo hacer nada por esta pobre gente» (2005: 322). Sin embargo no se dobla debido a la fuerza interior que muestra ante los conflictos. El hogar se ha desintegrado y la Abuela lo confirma: «Todos se han vuelto locos, nadie tiene la cabeza en orden. En esta casa parece que hay una maldición bíblica, y es porque todos la abandonan, todos huyen de ella, parece que a todos, hombres y mujeres, les repugna este viejo rescoldo» (2005: 331).

La crisis familiar ha ido en aumento como producto de ese rol inconsciente que todos los seres humanos poseemos y el resultado es que todos están solos y distantes. Se puede considerar que la causa de fondo, es esta transgresión de los roles de género que la Abuela reafirma como símbolo de la tradición que ellos ya no siguen en esa casa. Asimismo se observa, que hay una crítica a la falta de aceptación de los varones ante la inminente transformación social que estaba pasando México al haber mujeres profesionistas y trabajadoras; la casa entera se cae, se derrumba, porque la mujer asume un papel activo tanto dentro de la familia como en la sociedad, y ahí radica el auténtico conflicto que hace estallar a todos. Gabriela atinadamente lo confirma ante Bernardo, el hijo provocador del último conflicto quien desconoce el porqué fue tan violento y agresivo con sus hermanos. «Es un viejo pensamiento, sólo que no te dabas cuenta con precisión, de lo que pensabas, o más bien, de lo que sentías. Ustedes los hombres de esta casa, me tienen un espacio de rencor, porque trabajo. Les defrauda un tipo de madre fuerte que se enfrenta a la necesidad» (2005: 341), comentario que corrobora el porqué del derrumbe.

Ese espacio de rencor a que se refiere es la ausencia de un espacio natal al carecer los hijos de recuerdos de los hogares anteriores porque han sido muchas las mudanzas. Ellos no tienen «una casa onírica, una casa del recuerdo-sueño, perdida en la sombra de un más allá del pasado verdadero», como lo afirma Bachelard, y agrega que «en la casa natal se establecen valores de sueño, últimos valores que permanecen cuando la casa ya no existe» (Bachelard 2001: 46-47). Esta aseveración permite comprender el porqué los varones de la familia desean, exigen que las mujeres (madre e hijas) sean solamente seres para el hogar, para el espacio privado, guardadas entre cuatro paredes y centradas en el mundo familiar. Ese espacio en el que habitan no les da seguridad debido a la presencia o sujeción de las mujeres a su papel tradicional de ahí que no acepten que transgredan el espacio público ya que tendrían que convertirse ellas en seres para sí mismas y no para los varones de la familia.

La autora da una dolorosa solución al conflicto cuando el padre decide llevar a la familia a vivir al rancho de su propiedad con la creencia de que con ello vendrá la felicidad bajo el mismo techo, pero se olvida de que la esposa tendrá que abandonar su vida profesional, los hijos sus estudios y su vida de jóvenes. La decisión paterna marginará a la familia a vivir fuera del mundo que les había rodeado, pero de acuerdo a los parámetros masculinos, reinstala el orden perdido por «culpa» de Gabriela y sus deseos de trabajar; el padre recurre, pues, a imponer un orden que se ha perdido ya y que, por más que obligue a todos a seguirlo, ciertamente no les va a garantizar la felicidad, pues hubo un cambio, una transformación que él no acepta, que la sociedad, en general, se niega a aceptar. La infelicidad es, sin duda, el destino que seguirá la familia. Sin embargo, Gabriela, a pesar de haber cambiado de opinión con respecto a la decisión del marido al decidir que él tenía la razón, acepta la propuesta de vivir bajo el mismo techo, pero sin dejar la ciudad, y persuade a los hijos para empezar de nuevo a ahorrar a sufrir privaciones para levantar entre todos la casa, creyendo que eso será la solución. Su deseo de tener un espacio propio continúa en pie y lo dice abiertamente: «Las mujeres somos así, buscamos siempre, casi instintivamente, un rincón que sea nuestro, y yo no soy más que una mujer» (p. 298), aseveración que permite entender el papel de una mujer-madre-trabajadora que asumió su situación de desventaja y opresión; sin embargo, no se olvida de su ser mujer, al contrario, reafirma su identidad tradicional, su identidad aceptada de manera inconsciente para expresarla conscientemente «no soy más que una mujer», es decir, un ser pasivo, sujeto a las decisiones patriarcales y por ende sumiso, abnegado, carente de voz, de palabra y de poder. Es una «mujer» en el sentido tradicional y, de acuerdo con Consuelo Meza, eso implica su posición ideológica: en el fondo, y a pesar de ella misma, asume el discurso patriarcal y la ideología dominante de que la mujer tiene que ir a donde el marido la lleve.






Bibliografía

  • ALONSO DE SANTOS, José Luis. La escritura dramática. España, Ed. Castalia, 1999.
  • BACHELARD, Gastón. La poética del espacio. México, Fondo de Cultura Económica, 1997.
  • CASTILLO LEDÓN, Amalia. «Bajo el mismo techo», en Amalia de Castillo Ledón, feminista, sufragista, escritora. México: Instituto Tamaulipeco de Cultura, 2005.
  • McDOWELL, Linda. Género, identidad y lugar. España, Ed. Cátedra, 1999.
  • MEZA, Consuelo La construcción de la identidad femenina en la novela «Libertad en llamas» de la escritora panameña Gloria Guardia. En «Espacios de género», compiladora María Amalia Rubio Rubio, México, UAA, El Colegio de Michoacán, 2005.
  • MOLINA PETIT, Cristina. Dialéctica feminista de la Ilustración. Madrid, Anthropos, 1994.
  • PEÑA DORIA, Olga Martha. Amalia de Castillo Ledón, feminista, sufragista, escritora. México, Instituto Tamaulipeco de Cultura, 2005.


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