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En la vega. Los grajos



                                           A mi querido amo e
ilustre cofrade Matías
Méndez Vellido.


                                      -Bajo este cielo pródigo en colores,
en esta Vega diáfana, encendida,
dejemos, noble amigo, nuestra vida
pasar, gozando los tardíos amores.
 
     Huyamos los estériles honores
y sea nuestra gloria no fingida,
la rústica beldad, en la escondida
quietud de un pobre huerto, entre las flores.
 
     Así dije; y mi amigo señalando
una nube de grajos en el cielo,
me contestó con sentenciosa calma:
 
     -Tarde nos llega el amoroso anhelo,
esa nube, algo muerto está rondando
y quizá esté lo muerto en nuestra alma.


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En el sacro monte. Trogloditas

     Cuesta del Chapiz arriba íbamos, el viejo y competente paleontólogo D. Juan de Villavieja y yo, departiendo sobre los grandes problemas de la Historia nacional.

     -No comprendo -me decía- la oposición que usted hace a mi proyecto de fundar en Granada una «Sociedad de excavaciones profundas», al que he consagrado tantos esfuerzos y vigilias.

     -Pero, amigo mío, si aquí no hace falta excavar profundamente; ni siquiera arañar en la superficie; si aquí está a flor de tierra la Prehistoria y basta abrir los ojos para ver ejemplares vivos del hombre primitivo, habitante de las cavernas. Yo no veo la necesidad de gastar nuestros escasos haberes en picos y azadones.

     -Pues, señor mío, con ayuda de esos picos y de esos azadones hemos reconstruido en sus partes principales la vida del español autóctono, del que poblaba nuestro país, antes de que vinieran a él los invasores extraños, iberos, celtas y vascones. Hoy son conocidos los rasgos principales del español troglodita y aún hay indicios para creer que aquí existió la especie humana en el período terciario. (Pausa oratoria).

     -Esto último es para mí artículo de fe. Yo soy de los que opinan que el hombre no apareció sobre la tierra hasta el período cuaternario; pero por excepción admito en España, y particularmente en Granada, algunos hombres terciarios o sietemesinos prehistóricos. En España son precoces todas las manifestaciones de la vida y nuestras mujeres nos ofrecen todavía frecuentes ejemplos de generación precoz, en esos embarazos de siete meses y aun menos... Y ahora hablando con seriedad, como a usted le gusta, tengo curiosidad por conocer esos datos importantes que la Prehistoria nos da acerca de los simpáticos trogloditas.

     -Nos dice que habitaban en las cavernas en el período en que habitaba también en éstas el oso primitivo o ursus spelus, puesto que los huesos de ambas especies han sido hallados en pacífica mezcolanza; nos dice que cubrían sus cuerpos con telas de esparto crudo; que sabían trabajar los metales y tallar armas de piedra y levantar altares a la divinidad en esos dólmenes, semidólmenes, trilitos y piedras horadadas que ciertos sabios obtusos han atribuido a los celtas.

     -Al llegar a este punto nos hallábamos a la entrada del camino del Monte, en el vecinazgo de los famosos trogloditas granadinos y se me ocurrió incitar a mi acompañante a una breve investigación de Prehistoria contemporánea.

     -Aquí tiene usted, amigo mío, trogloditas auténticos. Estas cavernas o cuevas, blanqueadas a ratos por la civilización, son el eterno tonel de Diógenes, habitado siempre por hombres primitivos. No encontrará usted el ursus speleus, porque la especie se extinguió ya; pero lo sustituyen con ventaja el borrico, el marranillo, el pavo y la gallina. El antiguo troglodita se contentaba con cazar animales salvajes; el de hoy ha progresado; ha aprendido a apropiarse los animales domésticos y a vivir con ellos en familia.

     Y diciendo esto, se acercaba a pedirnos limosna una chiquilla muy mona, tuertecilla la pobre.

     -¿Cómo te has quedado tuerta, criatura? -le preguntó el curioso señor de Villavieja.

     -Eso fue cuando yo era muy chica; porque una pava me sacó el ojo de un picotazo.

     Entramos en una cueva. El progreso ha adornado las paredes con objetos brillantes de cobre y azófar, reflectores de la escasa claridad que penetra en el interior y símbolo del ansia de luz que sienten los habitantes de los recintos oscuros. Encontramos el foco del alumbrado primitivo en la fragua encendida. La tierra da al hombre los metales y con ellos el deseo de forjar armas para el combate y más tarde para el trabajo; un gitanillo medio en cueros, sucio y despeluznado, bailotea subido en un travesaño, dándole al fuelle, espíritu del hogar. Un pedazo de hierro al rojo, sujeto por largas tenazas, va de la fragua al yunque; y sobre este rudo instrumento, piano prehistórico, los martillos golpean a compás, tocando el sempiterno martinete, la canción del amor y del hierro:

                               Fra-gua-yun-que-y mar-tiii-llooo
Rom-pen-los me-taaa-lees.
El-ju-ra-men-to-que-yo-a-ti-te-heee-chooo
No-lo-rom-pe- naaa-dieee.

     Así debió de cantar a su modo el troglodita forjando a martillazo limpio el amor que nos engendra y las armas que nos destruyen. ¡Profundo humorismo de las cosas!

     Curiosa es la psicología del pobre troglodita. Él no ve las cosas como son o como parecen. Antes de verlas así las ve en las sombras que se dibujan en el fondo de las cuevas. Una cueva es una cámara oscura, fotográfica, donde dejan huellas fugaces los seres que van pasando.

     Y en el fondo de una caverna ha descubierto Platón la imagen más vigorosa de lo que es la idea humana. Así como el troglodita ve en las mudas paredes de su antro oscuro sombras que toma por realidades, mientras la realidad está fuera, así el hombre toma por verdades las musarañas que se forman en las misteriosas cavernas de su cerebro, mientras la realidad se ríe de él delante de sus ojos.

     Y así como el pensador se exaspera cuando nota que sus castillejos ideales, por muy bien construídos que estén, se le vienen abajo apenas sopla la realidad con un hecho nuevo o discordante, así el morador de las cuevas se irrita cuando al salir de lo oscuro queda deslumbrado por la naturaleza viva, animada por la luz; y siente irresistible deseo de volver a su gruta destruyendo antes la realidad brillante que le agobia con su grandeza.

     Un hombre que vive bajo tierra, está debajo de la realidad; y apenas sale a la luz es un destructor. En otros países se halla al hombre primitivo en los árboles o en las chozas lacustres: es hombre de paz; en nuestro suelo, quebrado y montañoso, hallamos al troglodita, al hombre falto de luz y enemigo de ella, al guerrero. El primer embrión de hombre español, en los tiempos prehistóricos, es un topo con garras.

     Y al cabo de muchos siglos de civilización, el topo continúa «topeando». Hay aún trogloditas perfectos, no sólo en estas cuevas gitanescas, sino en lugares mucho más altos.

     -Si hoy fuera domingo -decía yo al paleontólogo de mi cuento- subiríamos a la Abadía y vería usted -si ya no la ha visto- una procesión original, que le enseñaría más que el reconocimiento de las cavernas de los Letreros, de Carchena o de Fuencaliente.

     -¿Qué género de procesión es esa, de la que yo no tengo noticia?

     -Es una procesión nocturna que recorre las galerías subterráneas del Sacro Monte, donde está el horno en que carbonizaron a nuestro patrón San Cecilio. Los pasos de los desfilantes, las letanías y los cánticos, resuenan de extraña manera en aquellos largos cavernáculos, trayendo a la memoria sus catacumbas, donde se refugiaban, esperanzados y temerosos los primeros cristianos. Ya el cristianismo parece que triunfó; más por gratitud vuelve de vez en cuando a los lugares tenebrosos donde halló amparo en los días de peligro, donde puede aún fortalecerse en el seno de nuestra madre tierra. Cuando estuve por primera vez en esta simbólica procesión troglodita, pensé que en lugar de aquellas ceremonias litúrgicas, sería más sugestivo y piadoso ver algún alma solitaria arrastrándose en las sombras por aquellos lugares y clamando por el triunfo de tantas ideas justas y nobles como están aún escondidas en las catacumbas.

     Al terminar estas reflexiones, quiso el azar que una piedra, hábilmente lanzada por algún granujilla del camino, viniera a dar a mi buen amigo en el lustroso sombrero, que cayó y fue dando saltos en el polvo; y mientras el iracundo señor de Villavieja lo recogía y limpiaba con un pañuelo (que no era de yerbas, sino blanco, digan lo que quieran los cronistas) yo aprovechaba la feliz coyuntura, para indicar por última vez la inutilidad de las excavaciones arqueológicas:

     -Si desea usted, amigo D. Juan, coleccionar armas de piedra, empiece por recoger esa peladilla prehistórica, que por poco le casca la cabeza.



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En la alhambra. El rey de la alhambra



                               -Padre, ¿quién es ese viejo
que está hincado de rodillas
a la sombra de los arcos
de la Puerta de Justicia?
     -Hijo, es un pobre que pide
una limosna bendita.
     -¿Cómo pide si no habla,
si a nadie sus ojos miran?
     -No puede hablar porque es mudo,
habla su mano extendida:
ni puede ver porque es ciego,
más su mano tiene vista.
     -Y entonces, ¿cómo no llora,
lamentando sus desdichas?
     -¿Cómo, hijo, quieres que llore
si están secas sus pupilas?
***                    
     Pide el niño una moneda,
con la que al viejo socorre.
Besa el mendigo la dádiva
y en sus andrajos la esconde;
     y otra vez la mano extiende
que implora con mudas voces.
Esfinge de los deseos
inacabables del hombre,
estatua del infortunio
deshecha en tristes jirones.
Imagen de la injusticia
de este mundo, es ese pobre
que, arrodillado, en la Puerta
de la justicia se pone...
El mendigo se levanta,
que siente venir la noche,
y hacia su retiro emprende
la marcha con pasos torpes.
Dejando a un lado el Alcázar,
cerca de una vieja torre
llegó a una muralla en ruinas,
oculta entre zarzalones,
y por estrecha abertura
que hay en ella, entró y perdiose.
***                    
   Sigue el padre con su niño
hasta la Puerta de Hierro.
Cuatro enterradores suben
por la Cuesta de los Muertos;
llevan al hombro un ataúd,
y, aunque les fatiga el peso,
como se acerca la noche,
caminan con pie ligero...
     -Padre, si el pobre que antes
dejamos en su agujero
se muere, y nadie lo sabe,
¿quien enterrará su cuerpo?
     -Hijo, si el pobre se muere
y nadie sabe que ha muerto,
quedará allí hasta que en polvo
se desmenucen sus huesos.
Un Alcázar será tumba
de su mísero esqueleto;
y el que fue rey del dolor
tendrá al fin, un panteón regio.


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En las calles. El alma de las calles



                                                           A las mujeres granadinas
(en particular a las solteras
sin novio).


     Demos un largo paseo desde el de la Bomba hasta el de los Tristes. Los Salones nos producen una sensación apacible; desde la Carrera a la Puerta Real notamos ligera fatiga; la calle de los Reyes Católicos, hasta la Plaza del Carmen, nos distrae; desde la antigua calle de Méndez Núñez hasta la Plaza Nueva nos aburrimos; la Carrera de Darro nos pone pensativos. ¿Por qué esta sucesión de impresiones diversas? Porque nuestro espíritu, va dejándose influir por el espíritu de las calles.

     La vida social entera gira alrededor de detalles tan nimios como estos que se refieren al conocimiento de lo que las calles significan. Para abrir un establecimiento, para las relaciones sociales, para disfrutar de buena salud, para la educación que indirectamente se recibe notando sin querer las buenas o malas costumbres del vecindario, para la colocación de la niña casadera, hasta para romper más o menos zapatos es cuestión transcendental la elección del sitio en que se han de sentar los reales. Y queda aun otro asunto de más miga: la influencia que en el arte ejerce el espíritu local.

     Mientras un novelista de escaso cacumen se esforzará inútilmente en largos capítulos por caracterizar tipos, colocados fuera de su centro natural de acción, otro novelista más cuco saldrá airoso con seis pinceladas, con sólo apuntar algunos rasgos individuales y describir el ambiente en que los personajes o simplemente las personas viven, no por capricho del que los saca a luz, sino por obra y gracia de la naturaleza que así lo dispuso. El segundo artista ha infundido a sus creaciones el alma de los barrios o de las calles, ha aprovechado lo que estaba creado ya por todos y que por esto mismo, es superior a lo que un hombre sólo, aun siendo un genio, puede crear.

     Una pareja enamorada que se une sumariamente, saltando por encima de las leyes civiles y canónicas, estará muy bien puesta en las alturas del barrio de San Cecilio, en la vecindad de gentes pobres que por economía o despreocupación practiquen ese procedimiento, y lo encuentren muy natural por la fuerza de la costumbre; un matrimonio aburguesado, de esos que crean hoy el espíritu mercantil y la rutina sentimental, tiene su campo propio de acción en un piso de cualquier calle céntrica; si el matrimonio es por amor y los tórtolos no han salido aún de las dulzuras de la luna de miel y de los anhelos románticos, hay que buscar un carmencillo o una casita en la Alhambra, porque el amor sincero, como todo lo que es verdadero y noble, huye del artificioso trato de gentes; y si la tórtola ha de tener aún arranques típicos de la tierra, si es de las que llevan falda almidonada y crujiente, pañolillo de colores chillones al cuello y flores en la cabeza, hay que irse a los barrios extremos, o lo que es más derecho, encaramarse en el Albaicín.

***

     El alma de las calles habla y dice cosas muy bellas a quien comprende su extraño idioma. Yo os llevaré a muchas calles y plazas donde oiréis decir: -Aquí no hay alma, porque falta una obra de carácter que dé unidad a este montón de casas feas. Si la Plaza Nueva no tuviese el palacio de la Audiencia, sería una explanada mocha como lo son la de la Trinidad (hoy Almagro) y la de los Lobos. En el barrio de San Cecilio hay una plaza con carácter, el Campo del Príncipe y la unidad la dan el Cristo de los Favores y principalmente la iglesia parroquial que se entrevé en el arranque de la cuesta. Entre el Campo del Príncipe y la plaza de Santo Domingo, caracterizada también por su iglesia, está el Realejo, un ensanche vulgarísimo, que podría ser reanimado a poco costo, porque la pendiente de Santa Catalina se acomoda a maravilla para la construcción pintoresca.

     Por una calle estrecha, quebrada o formando curvas, los ojos, del paseante van distraídos viendo las fachadas de las casas que sucesivamente parecen cerrar el paso. En las calles rectas, las fachadas se ocultan y casi pierden su importancia estética; los ojos no ven más que hileras de balcones que hacen juego tonto con las hileras de farolas; el espíritu se fatiga ante una impresión tan monótona, y antes de llegar al cabo de la calle pide algo más; esto quiere decir, que las calles a la moderna, exigen que en sus extremos haya algún monumento o edificio suntuoso donde la vista se detenga y se repose, donde encuentre un punto ideal de apoyo que le haga menos dura la caminata.

     ¿A quién se le ha ocurrido pensar en un monumento al final de la Carrera de Darro? A nadie; porque esa calle tiene alma propia y sugestiva. Lo más que se puede pedir es que remetan algunas casas que estorban el paso. En cambio, en el extremo de la calle de los Reyes Católicos que da en la Plaza Nueva, se echa de menos ese algo, que no hay manera de poner, porque la calle no desemboca hacia el centro de la Plaza, y ningún monumento que en, esta se erigiese guardaría correspondencia con la calle.

     Al abrir una nueva vía hay que fijarse en esto. ¿Qué sería en Madrid el Paseo de la Castellana, sin el monumento a Colón, el Obelisco, la estatua del Marqués del Duero y el monumento a Isabel la Católica? ¿Y qué de la calle de Alcalá sin la Puerta de su nombre, la estatua de Espartero y las Escuelas Aguirre? Serían dos carreteras. En Granada tenemos también los Salones con el monumento al descubrimiento de América y las dos fuentes en los extremos. Sin estos puntos de apoyo, el paseo sería menos agradable, porque las distancias «parecerían» mucho más largas.

***

     Muchas cosas más dicen las calles. Ellas mismas declaran lo que quieren ser y sugieren a veces ideas nuevas y proyectos útiles. Por vía de ejemplo voy a fijarme en la Plaza de la Mariana, sitio al que yo le tengo voluntad por haber vivido allí cuando muchacho. Aún recuerdo con gusto los tragos de leche con que me obsequiaban las cabreras que allí van por las mañanas; y no ya con gusto, sino con entusiasmo, me acuerdo de una pollinilla que yo tenía para pasearme y que fue, a no dudarlo, la borrica más demócrata de España. Cuando los nacionales venían a dar vueltas, al son de patrióticos acordes alrededor de la estatua de la heroína de la libertad, mi pollina se escapaba de la cuadra e incorporándose en aquellos aguerridos batallones, bailaba de contento y hacía mil graciosas diabluras que regocijaban aquel animado cotarro.

     Pero no se trata ahora de sacar a relucir historias viejas, sino de decir lisa y llanamente que la Plaza de la Mariana, con los Campillos Alto y Bajo, que le dan cierta entonación anfiteatral, y con sus enlaces naturales con los diversos núcleos de la población por la Carrera de Genil, calle de San Matías y demás que allí desembocan, sirve que ni pintada para establecer en ella, como en tantas otras ciudades, una feria matinal o «día de las flores», destinado a las mujeres, las cuales acudirían presurosas a gozar de esta fiesta semanal, bella y culta, en la que tendrían una ocasión más ¡y qué ocasión! para tender con fortuna las redes amorosas. ¿No hay también feria los jueves en el Triunfo para satisfacer necesidades más prosaicas? ¿Han de ser menos las flores?

     Se dirá, como si lo oyera, que ocasiones sobran para que las muchachas salgan a la luz y sean vistas y admiradas de los hombres; pero también es cierto que mucho gana el cuadro por el marco y que no hay marco más propio para la mujer que un marco de flores naturales, con la fresca de la mañana. Esto sin contar con que así como hay mujeres que ganan, vistas de noche, hay otras que son más apetecibles o apetitosas recién levantadas; y todas producen suave encanto, vestidas con cierta precipitación y descuido, que dan más realce a la tersura y color sano del cutis, a la perezosa mirada en que se vislumbra aún las neblinas del sueño.

     No ha de faltar tampoco quien vea en mi feria de las flores, el aborto de una alcahuetería filantrópica; si así fuera, yo asumo toda la impopularidad que en ello hubiere y libro de ella a los que tengan a bien amparar mi idea. La penuria matrimonial que padecemos nos obliga a abrazar la causa de la pobre juventud que se consume en la tristeza de los amores imaginarios.

     Y ahora concluyo extendiendo la mano y pidiendo como los mendigos:

     -¡Para las niñas que no se casan, una limosnica de flores y de amor!



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En el aire. Las ruinas de granada

(Ensueño)                                          

     ¿Quieres venir conmigo -dijo un sabio a un poeta- a ver las ruinas de Granada?

     -Hace tiempo, mucho tiempo, que deseaba ir a aquel misterioso rincón de la antigua España. Si yo soy poeta, soy el poeta de las ruinas. Nada hay que tan hondamente me interese y me conmueva como la contemplación de las desilusiones de la naturaleza de los restos miserables de las cosas que fueron y que ya no son. Si hay algo más hermoso que la vida, es el amargor y el desencanto que deja tras sí la existencia. La vida es como un niño que nos distrae con sus juegos inocentes, y las ruinas que la vida va dejando, son como un hombre de larga y fecunda experiencia, en cuyos labios hay siempre una palabra que explica grandes secretos.

     -A mí me atrae, sobre todo en las ruinas, la idea de que allí ha resucitado o revivido algo que los hombres conocíamos sólo por la lectura de antiguos autores. Y me atraen más las ruinas de una catástrofe, que las que va dejando la acción destructora del tiempo; en las ruinas de Grecia o de Egipto, yo veo algo natural, algo que ha ido formándose lentamente con los años y que revela la escasa duración de las obras de los hombres, aun de las más grandes y sólidas; en las ruinas de Pompeya o en las de Londres y Granada, hay más grandeza; porque aquí la vida fue cortada bruscamente y al exhumarlas, algunos siglos después hallamos en ellas una petrificación de la vida misma, tal como fue. Un volcán, que cubre de repente una ciudad y la abrasa con su fuego, es para mí un escultor iluminado por la providencia. Pasa el tiempo, la curiosidad abre la inmensa sepultura y surge la obra maravillosa, la imagen de una civilización, de un momento de la vida de la humanidad.

     -Esa es una visión de arqueólogo; hay una visión más bella; la del artista que no ve allí una petrificación de la vida, sino otra forma de la vida, en que ya el hombre no es necesario, en que la idea vive y habla en el aire, inspirada por la poesía que brota de las ruinas. Yo presiento que en las de Granada va a hablarme la idea del amor, que yo voy a sentir allí los suspiros de una mujer que amó mucho, que se murió amando, que después de muerta hace crecer sobre su tumba rosas de olor y claveles rojos, para llamar a los que pasan...

     -¿Acaso toda la poesía está en las ideas vagas? ¿No hay también poesía en las piedras de los monumentos derruídos y en los esqueletos de los hombres? Yo he pensado muchas veces en el descubrimiento de las ruinas de Granada y lo que me hacía pensar era el deseo de ver una ciudad aniquilada de repente. Porque, según refieren los historiadores, la erupción del Vesubio que destruyó a Pompeya fue anunciada por ciertos extraños fenómenos, que esparcieron la alarma y permitieron a casi todos los habitantes ponerse a salvo; también cuando Londres quedó sepultada en el mar, se notó mucho tiempo antes el descenso del suelo y la ciudad fue poco a poco abandonada; pero el volcán que hace treinta siglos hizo desaparecer para siempre a Granada, sin dejar de ella el menor vestigio, fue un volcán de nueva formación, que al romper la corteza terrestre y lanzar su lava acumulada, no dejó tiempo para huir por lo inesperado del fenómeno y por la rapidez con que todo lo arrasó, desde las faldas de la Sierra Nevada hasta el mar.

     Así, al reaparecer Granada, se nos ofrece algo nuevo en el mundo, el espectáculo de una ciudad muerta con todos sus habitantes muertos, en el mismo estado en que se hallaban en el instante preciso de la erupción. Yo no imagino que pueda ofrecerse a la contemplación del hombre nada más grande y original.

     -Vamos, pues, allí, que ya estoy impaciente por ver tantas maravillas.

***

     Dirigiéronse el poeta y el sabio a una estación de aerostatos, y pidieron uno para ir a las ruinas de Granada.

     -¿Van por vía terrestre o por vía marítima?

     Porque podrían de paso ver las ruinas de Londres y las de la antigua Bretaña francesa.

     -Iremos por el camino más corto -contestó el sabio.

     -Entonces por París. Hay -agregó el jefe de los aeronautas, hojeando una Guía de viajes- cinco mil setenta y dos ptometros.

     Pagaron los viajeros sus billetes y se instalaron en un pequeño aerostato, que remolcado, por un globo gigantesco subió rápidamente hasta perderse casi de vista. A poco el globo descendió y el aerostato, hábilmente dirigido por un experto aeronauta, emprendió su vuelo hacia el Sudoeste, con viento favorable.

     Después de una breve y feliz travesía llegaron los viajeros al cielo de Granada. Durante el viaje el aeronauta les iba diciendo los nombres de los países y ciudades sobre las que pasaban, por si querían descender. A veces descendían un poco para gozar más de cerca del perfume que subía de los jardines o para distraerse viendo en las ciudades el pasar y cruzar de las gentes, semejantes al ir y venir de las hormigas; a veces tenían que ascender para no tropezar en las crestas de las montañas.

     Cuando llegaron al término del viaje descendieron hasta dominar en todos sus detalles el panorama de la ciudad muerta. Era noche de luna y de silencio y el poeta quería escuchar la voz, que él soñaba había de hablarle; y el sabio quería reconstruir mentalmente el plano de la antigua ciudad y descubrir lo que allí fue la vida cuando la ciudad vivió.

     -Yo veo asomar por varias partes restos de una ciudad mora, enterrado en montones de escombros que no sé lo que significan.

     -Yo estoy contemplando -dijo él poeta- una estatua yacente. Por el centro de la ciudad forman las ruinas una figura alargada que parece un cuerpo de mujer.

     -Eso debió ser un río que dicen llevaba oro en sus arenas.

     Y esa figura está partida en dos, por unos montones de sillares que parecen formar un talle de mujer.

     -Eso debió ser un puente sobre el río.

     -Y al lado derecho del cuerpo hay unas columnas esparcidas, que parecen dos manos cruzadas.

     -Eso debió ser una Catedral.

     -Y en la parte alta de la ciudad, donde están los hombros de la mujer, hay una eminencia que parece ser un almohadón rojizo.

     -Eso debió ser la Alhambra.

     -Y sobre ese almohadón rojizo se reclina una cabeza. ¡Es maravillosa la semejanza! Todo está allí. La boca, la nariz, la frente...

     -Esos debieron ser palacios y torreones.

     -...La cabellera oscura y espléndida...

     -Esos son los restos de un bosque, calcinado por la lava de un volcán.

     -Y los ojos, que aun brillan sensualmente.

     -Ahí debió haber aljibes o estanques, que ahora están llenos de agua llovediza, y con el resplandor de la luna lanzan esos destellos...



***

     Cuando empezó a clarear bajaron a tierra, a la montaña roja, donde el poeta había imaginado reclinada la cabeza de la estatua yacente, símbolo de la ciudad muerta. El sabio recorría aquellos parajes, cubiertos de ruinas y de plantas de cementerio, y lo escudriñaba todo buscando algunos restos arqueológicos, con que aumentar sus colecciones. El poeta se había detenido delante de unos torreones desmochados y grietados, lo único que se mantenía aún en pie, en aquel cuadro de desollación. Sacó una cajita de ébano, y fijó sus ojos y con su ojos su pensamiento, en un botoncillo brillante de la cajita, en el ideófono, y el instrumento comenzó a cantar con entonación melancólica:

                               Qué silenciosos dormís,
torreones de la Alhambra.
Un sueño de largos siglos
por vuestros muros resbala.
Dormís soñando en la muerte
y la muerte está lejana.
Despertad, que ya se acercan
las frescas luces del alba.
     Sale el sol y vuestros muros
tiñe con tintas doradas;
sale la luna y os besa
con sus rayos de luz clara,
y vosotros dormís siempre
y la muerte está lejana.
     Os alumbran los fulgores
de la bóveda estrellada,
os envuelven de la noche
las sombras tristes y vagas,
y vosotros dormís siempre
y la muerte está lejana.
     De la tarde silenciosa
os acarician las auras
y os azota el vendaval
que en vuestros muros se ensaña.
Y vosotros dormís siempre
y la muerte está lejana.
     Un sueño de largo siglos
por vuestros muros resbala;
cuando llegue a los cimientos
vuestra muerte está cercana.
¡Quién fuera como vosotros
y largos siglos soñara
y desde el sueño cayera
en las sombra de la nada!


***

     -¡Eureka! -interrumpió el sabio.- Acabo de tener un hallazgo felicísimo. Bajando por estas cuestas he llegado a un lugar cerca del río, donde me pareció que sonaban a hueco mis pasos. Comencé a escarbar y a quitar piedras y descubrí una especie de covacha, y en ella varias momias tan admirablemente conservadas que dudo las haya iguales en ningún museo del mundo.

     -Vamos allá -dijo el poeta, sin entusiasmo, al mismo tiempo que guardaba su ideófono. No me complace mucho las vista de las momias, pero siento una leve curiosidad por conocer esos ejemplares del ser humano de hace tantos siglos. Porque me figuro que las momias serán de hombre.

     Así lo parecen; voy a examinarlas despacio.

     Llegados a la cueva de las momias, el sabio y el poeta trabajaron largo rato para descubrirlas, sin tocarlas, por temor de que se les deshicieran en las manos. Precaución excesiva, porque las momias estaban petrificadas y podían ser trasladadas de un sitio a otro como bloques sacados de una cantera. Eran cuatro y representaban cuatro tipos diferentes del hombre microcéfalo, que habitó en el mundo en la Edad metálica, o sea en los siglos XIX al XXII. Sin embargo, el examen craneoscópico daba a entender que estos tipos habían llegado a cierto grado de evolución cerebral, que los aproximaba al tipo ápodo, o sea al hombre sin pies, que existió en la Edad metálica o del movimiento.

     Eran las cuatro momias de facciones irregulares, pues la boca era mucho mayor que los ojos, de donde se infiere que en aquella remota edad se debía pensar más en comer que en ver; todos tenían barba, sin duda porque entonces no había barberos.

     La primera momia examinada tenía extraordinariamente desarrollada la circunvolución superior o coronal, indicando este rasgo que aquel individuo debió ser hombre vertical o, como antes se decía, un humorista, es decir, un individuo que sean cuales fueren los accidentes de la vida, cae siempre de pie como los gatos.

     La segunda momia, pertenecía sin ningún género de dudas, si se atiende a la lisura y redondez de su cráneo, a un hombre horizontal o perezoso, de los que aun se encuentran algunos ejemplares vivos en el interior de Arabia, donde se les puede ver contiauamente tumbados a la larga, soñando melancólicamente en espera del paraíso, que de muy antiguo se les tiene anunciado por los dioses, a que rinden culto.

     El tercer ejemplar era curioso, principalmente por la disposición de su columna vertebral, en forma de arco; de suerte que el individuo debió ser un hombre curvo, un optimista como se decía antiguamentc, propenso a la vida agradable y risueña, y poco apto para los trabajos que requieren energía y constancia.

     En cuanto a la cuarta y última momia tenía fuertemente acusada la circunvolución posterior, asiento de la sensualidad, y su cráneo era aplanado y con pequeñas angulosidades, denotando un carácter invertido o pesimista, aficionado a ir contra la corriente, en suma, un tipo de energía insubordinada e infecunda por falta de adaptación al medio.

     Esta fue, brevemente expuesta, la opinión del sabio. Y su conclusión fue que si aquellos varios tipos representaban la constitución general de los hombres que en aquella ciudad habían habitado, no había medio de que allí se hiciera nada bueno ni útil y que acaso la erupción volcánica fue providencial. Por donde se vendría a comprobar una vez más la acción vigilante, saludable y benéfica de Dios sobre sus criaturas.

     El poeta lo escuchó todo en silencio y se puso pensativo; luego requirió la cajita y miró tristemente el ideófono; y el instrumento cantó lentamente:

LA CANCIÓN DE LA PIEDRA
 
                                        Vida y muerte sueño son
y todo en el mundo sueña;
sueño es la vida en el hombre,
sueño es la muerte en la piedra.
 
     En vuestros ojos cerrados
está gravada una idea:
«Más que ver como ve el hombre
vale estar ciego en la piedra».
 
     En vuestros rígidos labios
dice una palabra yerta:
«Más que hablar como habla el hombre
vale estar mudo en la piedra».
 
     De vuestro pecho en el fondo,
dice la esperanza muerta:
Más que la vida en el hombre
vale la muerte en la piedra».
 
     Si muerte y vida son sueño,
si todo en el mundo sueña,
yo doy mi vida de hombre
por soñar, muerto en la piedra.



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En el Albaicín. Un bautizo



                                           A mi amigo Rafael
Gago, meritísimo
escritor granadino


                                               Allá va la ronda
de las chicas guapas;
dicen que hay bautizo
en la Plaza Larga.
 
     Cuatro farolillos
a la veneciana
alumbran, bailando,
la puerta de entrada.
Angosta escalera
nos lleva a una sala
de negra techumbre,
de paredes blancas.
     Hay cuadros de santos
y escenas de caza,
y sobre la cómoda,
herencia sagrada,
un espejo que hace
la cara achatada;
los que en él se miran
se ríen sin ganas.
     Llena de confites,
la bandeja pasa
los vasos de vino,
la sangría helada,
copas de aguardiente
que salta las lágrimas
y para calmarse
la fresca alcarraza.
 
     Pero vámonos al patio
que aquí el calor nos abrasa.
Los inquietos bailarines
se sientan bajo las parras;
los bombitos de colores
suspendidos de las latas.
oscurecen a las flores
que a los sarmientos se abrazan
Ved aquella campanilla
cómo llora mustia y lacia
porque hay debajo un farol
que está el infame, quemándola
La reunión está muy sosa
no se bulle ni se habla
porque los más se marcharon
a la parroquia cercana;
mas el cortejo de vuelta
venir debe ya a la casa
porque se escucha a lo lejos
al rorro que grita: gña... gña...
 
     Debajo de un coberizo
donde hay un pilón con agua
y el lebrillo de lavar
y el fogón de la colada,
se oye el suave murmullo
que hacen hablando en voz baja
unas cuantas muchachuelas
a la redonda acucladas:
     -¿Es verdad que esa niñita
la han traído de la plaza?
     -Dicen que vino de fuera
metida en una canasta.
     -¡Qué tonta eres, hija mía,
dice una más espigada;
eso no es más que un embuste
con que tu madre te engaña!
La verdad yo os la diré.
que yo estoy bien enterada...
     ¿Qué será lo que han hablado
en el corro las muchachas?
Ya saben lo que es ser madres
y aún llevan cortas las faldas.
 
     El piano de manubrio
al aire sus notas lanza.
¡Qué polka más picaresca,
qué respinguillos da el alma,
qué cosquillas tan suaves
por el cuerpo arriba avanzan!...
Ya llegan al corazón,
ya las parejas se enlazan
y con grave contoneo
toman el compás y bailan...
Lindo pretexto es bailar
con la mujer que se ama
para cogerla en los brazos
e irla meciendo con maña
respirando de su aliento,
juntitas cara con cara.
 
     Esa jaquetona
que rompió la danza
es de la criatura
la madre envidiada.
Ya ha tenido siete
y dice con gracia
que a todos los santos
les celebra octava.
Y aquella del luto
que los pies arrastra
ya veis por el talle
que está adelantada...
Un nuevo bautizo
de aquí a dos semanas.
Y la morenilla,
de la rosa blanca,
que apenas le llega
al novio a la barba
va pensando ahora:
-Si yo me casara...
La del cuerpo rosa
casi reclinada
sobre el pecho ufano
del que la acompaña,
debe decir cosas
acarameladas
con sus palabritas
suaves y blandas.
La del elegante
cinturón de plata
(malas lenguas dicen
que es de hoja de lata)
lleva un balanceo
y unos aires gasta
que decir parecen:
-Aquí va la nata
de las mozas crudas;
de las madres bravas.
Ya verán ustedes;
criaturas saladas
cuando yo entre en fuego
con el que me baila.
Viene detrás de ellos
una joven pálida;
sus ojazos negros
brillan como ascuas
sobre las cenizas
de su piel helada.
La pobre está enferma
y sus ojos cantan:
 
     Tengo una pena muy grande
escondida en mis entrañas
porque me ha dicho un divé
que me han de enterrar con palma.
 
     ¿Pero señores, qué es lo que aquí ocurre?
¡Qué ha de ocurrir! Que una mozuela falta.
-Dicen que se ha fugado con su amante.
-La niña era bastante casquivana.
-La culpa es de la madre, porque el novio,
se quería casar como Dios manda.
-Es que el novio es un pájaro de cuenta
que vive de expender moneda falsa.
-Deberá de tener un nido oculto
y en él habrá escondido a la muchacha
porque ya han recorrido medio barrio
y no llevan camino de encontrarla.
-Yo no sé como Dios pone en el mundo
criaturas tan sin pizca de crianza,
dice una joven que con una amiga
va bailando, mohína y despechada.
Y el cura que también vino a la fiesta
y la preside, hecho un patriarca,
al saber que los novios se han fugado,
dice, sonriendo, con piedad cristiana:
-Esto terminará en boda y bautizo,
y todo quedará mejor que estaba.
 
     ¡Qué bonitos son los niños!
¡Qué alegrías traen las plácidas!
Cada niño es un Cupido:
sus sonrisas son sus alas,
sus miraditas las flechas
con que el corazón taladran
de la mujer, infundiéndole
del eterno amor, la llama.
Oíd la tosca voz del pueblo
que ahora sube a mi garganta.
 
     «Yo quiero mujeres
de caeras anchas
que estas señoricas que hoy se están usando,
no sirven pa naa».
     Albaicín ruiseñor,
de amor atalaya,
haz que por tus calles y que por tus cuestas
que a la ciudad bajan,
bajen tus mozuelas
frescotas y sanas
y sangre nueva y vida generosa
a raudales traigan.
 
     Ya vuelve la ronda
de las chicas guapas;
se acabó el bautizo
de la Plaza Larga.
Mas no vuelven todas,
una de ellas falta.
 
     ¡Qué serena está la noche
y las estrellas qué claras!
Por las calles silenciosas
resuenan nuestras pisadas.
Enfrente los torreones
encantados de la Alhambra,
y allá abajo la ciudad
entre flores reclinada.
 
     Solo se escuchan los trinos
que amorosos nos regalan
los humildes ruiseñores
ocultos en la enramada.
 
     También los pájaros tienen
amores dentro del alma,
y con sus dulces gorjeos
saben cantar a su patria.
 
     Yo me llevé un ruiseñor
lejos, muy lejos de España,
y a cantar de mí aprendió:
-¡Quiero vivir en Granada!...


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En el avellano. De mi novia la que murió

     Malos tiempos corren para el romanticismo y peores aún para las mujeres románticas. Y sin embargo, el romanticismo está en pie, como el muerto de Bécquer. Ciertas ternuras del corazón, que antes llenaban los ojos de lágrimas compasivas, hoy ponen en los labios sonrisas burlonas. Ríase el que quiera, allá va este breve capítulo de una historia real, vivida (como ahora se dice), sacado de una preciosa y espiritual correspondencia, que yo conservo como oro en paño y conservaré escondida, hasta que los tiempos abonancen.

***

     «Por consejo del médico, voy todas las mañanas al Avellano. Ayer volvía tan rendida, que tuve que sentarme a descansar largo rato en uno de los poyos del Aljibillo. Estando allí se me acercó una gitana y se empeñó en decirme la buenaventura. Yo le tengo miedo a los dichos de los gitanos, porque aunque sean disparates me hacen siempre mucha impresión y me llenan de precauciones. -Ande usted, hija mía, me dijo la bruja- que parece usted un canario escapado de una jaula.-Esto me hizo reír porque nadie, viéndome, podría imaginar una comparación más exacta. Sin yo querer, me dijo muchas cosas la gitana y las acertó todas; luego me dijo también que yo era como las mariposas, que andan revoloteando alrededor de la luz, hasta que se queman»...

     «Ahora más que nunca tengo ansias de tenerte cerca de mi, para desahogar mi corazón. Yo creo que las mujeres, por lo menos las que estamos enamoradas, somos como astros sin luz propia; no podemos brillar mientras no recibimos la luz de otro astro que la tiene.

     A hora me ha entrado otra vez la manía de escribir versos; estoy escribiendo una poesía; dime que te parecen esas estrofas que llevo compuestas. No me digas, como, otras veces, que son bonitas por cumplido:

                               Si quieres que te cante una canción,
dame la inspiración;
tus negros ojos en mis ojos clava,
háblame con pasión
y sienta yo el gemir de tu alma esclava.
 
     Escuche yo tu acento condolido
suspirarme al oído
quejas de amor ardiente e insaciable
y con fuerte latido,
tu corazón junto a mi pecho hable.
 
     Cuando mi pobre alma, acongojada
esté presa, anegada,
de tus miradas en la mar oscura,
dormiré sosegada.
soñando y murmurado mi ventura.
 
     Luego, junta tu boca con la mía,
oirás la melodía
de una canción que suave y vaga suena,
suspirada poesía
que mis ojos de llanto de amor llena.

     «Voy a contarte un sueño muy raro que he tenido. Tu eres algo hechicero, explícame qué significa.

     Estaba yo en el Avellano, sentada cerca de la Fuente de la Salud. Me quedé dormida y me dejaron sola hasta muy entrada la noche. No corría el hilillo de agua de la fuente y yo pensaba: se habrá secado el manantial con estos calores o habrán tapado el caño con una piedrecilla. Me acerqué haciendo grandes esfuerzos y vi que lo que había no era una piedra, sino una figurita de hueso o nácar. Era un niño precioso, muy redondito de carnes, las piernecillas formando roscas, los ojos grandes, negros y muy vivos, y el pelo rizado, como lo tienen las imágenes del Niño Jesús. Yo recogí la figurita y me la escondí en el pecho, y entonces el agua empezó a correr y me pareció escuchar, en vez del ruido del agua, el eco de muchas carcajadas tiernas y sonoras, como las de los niños de teta, cuando les hacen cosquillas sus madres»...

     «Estoy muy triste; tengo unos presentimientos... Ayer estuve en el carmen de Margarita y vi unos naranjos que tiene puestos en macetas. No sé por qué sufría viéndolos encogidos por el frío, que ya se comienza a sentir, con sus pequeñas naranjas que ahora empiezan a dorarse, cuando tan poca vida les queda. Parece una burla eso de criar plantas que no han de madurar. Así se lo dije a mi prima y ella me contestó que eran naranjos de adorno. En aquella umbría no se pueden criar naranjos al aire libre, porque se hielan en el invierno; por esto los crían en macetas y los guardan dentro de casa; y hay años que vienen las naranjas nuevas cuando no se han caído aún las viejas, y dicen que es muy bonito verlas todas juntas. Toda la noche he estado pensando en esto y no sé por qué me figuro que yo estoy viviendo con una ilusión imposible, con un amor que no ha de tener nunca realidad, sino después de morir»...

***

     Esta fue su última carta.

     De entonces viene mi devoción al Avellano.

     Siempre que voy a Granada subo un día y otro por aquellas cuestas, y cuando voy solo, siento que me atrae una sombra de mujer que vaga por aquellos parajes, llorando por los amores que se quedan en el limbo.

     Y cuando veo alguna joven enfermiza subir trabajosamente en busca de fuerza y salud, deseo que alguien le ofrezca un brazo animoso, para hacerle más llevadero el camino.



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Cau Ferrat

A Santiago Rusiñol.                          

     Sitges arde en fiestas. El ruido es ensordecedor. Para el que, huyendo de la ciudad, llega a estas arrinconadas playas en busca de quietud y silencio, la primera impresión es algo desapacible. Pero no haya cuidado: no hay ruido de tranvías, ni fabricas, ni silban grandes vapores al entrar o salir del puerto. La agitación de Sitges es inútil, y como inútil, alegre y graciosa. Son los atronadores morterets y el enventament de las campanas, que anuncian la festa major de San Bartomeu; los terribles gigantones, las comparsas o mojigangas que recorren las calles tocando y bailando con bastones, cintas y látigos, los mismos diablos del infierno, que van sonando la lata atronadora y arrojando fuego por los cuatro costados.

     Entre estas diversiones populares, sencillas por el sentimiento que las inspira y arraigadas por los colorines con que se adornan los músicos y danzantes, y entre varios festejos más o menos convencionales y de relumbrón, sorprende al forastero una inspirada ceremonia: la de señalar el sitio en que ha de emplazarse la estatua del gran artista Doménico Teothocópuli, el Greco. Comprendería sin esfuerzo una estatua a algún personaje que se hubiera inmortalizado trabajando por la concesión de un trozo de carretera; mas no deja de sorprender que un pueblo de 4.000 habitantes haya reunido cerca de 2.000 duros para erigir un monumento a un artista que nunca pasó por Sitges, ni siquiera nació en España. Ocurre pensar que «ese garbanzo no se ha cocido en este puchero», y así es la verdad, puesto que la idea ha nacido en el Cau, que aunque está en Sitges, es el núcleo artístico más activo y más vigoroso de Cataluña entera, el santuario del modernismo español.

     A poco que estéis en Sitges sabréis, si ya no lo sabíais, que Cau Ferrat organizó en tal fecha una representación de La Intrusa de Maeterlinck; en tal otra, una procesión para recibir con palmas y olivas los cuadros del Greco, o bien una representación de la ópera La Fada, del maestro Morera, o una fiesta literaria, a la que concurrieron los más notables literatos de Cataluña y de la que quedó un libro precioso. Y ahora, para la inauguración de la estatua del Greco, en la que trabaja un escultor de talento, Reynes, proyecta una exposición de todas las obras del insigne pintor que puedan reunirse y la representación de una tragedia griega en coros. Para estos nobles empeños, Sitges presta su cuerpo gracioso, su playa luminosa, su airoso paseo de palmeras, sus calles blancas como la espuma del mar; pero el espíritu viene de fuera y anida en el Cau Ferrat.

     ¿Cómo se ha llegado a este curioso fenómeno de sugestión de todo un pueblo por un grupo de artistas, y más que por un grupo de artistas, por un sólo hombre de arranque, por Santiago Rusiñol?

     Acaso entre por mucho o por algo el interés, el ansia de prosperar, el convencimiento de que estos artistas, trabajando por el Arte, trabajan indirectamente por el pueblo donde han buscado asilo; pero también hay algo, y mucho, de entusiasmo desinteresado, como lo hay siempre por todos aquellos que trabajan mucho y no piden nada.

     ¡Estamos ya tan hartos de sufrir a los que no trabajan nada y piden mucho!

     El Cau Ferrat nació hace algunos años en Barcelona, en una reunión de artistas. Rusiñol era muy aficionado a coleccionar hierros viejos, y los amigos nombraron al pequeño conclave Cau Ferrat, madriguera de hierro, caverna férrea o algo por el estilo, pues con entera exactitud el nombre es intraducible, por el sabor arcaico que en catalán tiene.

     No hace mucho apareció en Granada una Asociación peripatética, amante del Avellano y de beber a grandes dosis sus aguas salutíferas. Cofradía del Avellano la llamaron algunos, y así, en broma, la Cofradía ha empezado a dar algo de sí. ¿Y quién sabe lo que, andando el tiempo, podrá hacer si el círculo se ensancha y la cohesión y la fuerza no disminuyen? Algo por el estilo debió ser en sus comienzos el Cau Ferrat. Luego vino Rusiñol a Sitges, se prendó del pueblo, compró una casilla en una calle por donde no pasa nadie, según me dijo una señora vieja de aquí, y construyó su iglesia, porque el Cau no se parece a nada, pero a lo que más se parece es a una iglesia, a una de aquellas iglesias que hubo en el mundo cuando la religión era familiar y los jefes de familia eran a la vez padres y sacerdotes, y tenían sus altares a un andar con la cocina y la alcoba.

     El Cau Ferrat es, en cuanto casa, una casa pequeña y sencilla por fuera, y espaciosa y complejísima por dentro. Es una casa donde se podría vivir, pero donde no vive nadie. Ha sido ideada por Rusiñol, y en ella se combinan mil rasgos personales del constructor con los rasgos característicos del arte gótico catalán; pero lo interesante no es el edificio, aunque en él deba admirarse la propiedad con que se ajusta a su objeto, como vestimenta de un actor que sabe sentir y representar extraordinariamente los personajes que crea. Lo que más interesa en el Cau Ferrat es la sugestión que ejerce sobre el que lo visita y lo comprende, la combinación artística que allí ha formado Rusiñol, amplísima, sin dejar de ser personal, con las obras que él hace o admira, o posee por puro capricho.

     Lo que predomina es el hierro, y entre tantos hierros artísticos, la colección inacabable de aldabas. ¿Será esto una alusión férrea y humorística a la necesidad que hay de tener buenas aldabas para prosperar en este mísero mundo? Pero no se crea que el hierro, por ser allí abundante, es esencial. Obra sólo como fortificante y da a entender que allí hay fuerza. Tenemos necesidad de hierro en la sangre empobrecida, y muy principalmente en nuestros anémicos cerebros; hay que ver hierro y fortalecerse por la contemplación y la sugestión, o, como hacen los bebedores del Avellano, beberlo en la fuente Agrilla.

     ¡Y pensar que esto lo hacemos inconscientemente! ¡Oh saber admirable del instinto!

     El Cau Ferrat no es un museo ni una exposición: es un estudio donde Rusiñol guarda sus cosas y las de Casas y demás amigos que con él comulgan, y estos amigos no están obligados a someterse a ningunas reglas de Preceptiva; están, sí, obligados a hacer las cosas bien y a hacerlas sólo por el arte, con amor y entusiasmo. Hay aquí, sin duda, algo que viene directamente de París: impresionismo, y simbolismo, y toque de decadentismo. Esto alarma a los que comprenden estas palabras de una manera estrecha y ridícula; esto hace pensar a algunos que los jóvenes del Cau Ferrat son unos desequilibrados, que vuelven a España echados a perder por la vida del bulevar. A los que tal piensan, les extrañaría encontrar en el Cau más imágenes que en una iglesia; y la sala alta parece la nave de un templo: las obras de Santa Teresa sobre un atril de hierro, y en el lugar de honor dos cuadros del Greco: San Pablo y La Magdalena. Al lado de cuadros o apuntes que son le dernier cri del arte parisién, hay muchas joyas viejas y venerables de los grandes maestros. Y la impresión clara que de todo se desprende es que el Cau intenta dar un nuevo impulso a nuestro arte, utilizando los procedimientos de las nuevas varias tendencias que por todas partes despuntan, y apoyando los pies para hacer este esfuerzo en lo más genuinamente español: en el misticismo.

     El Cau Ferrat acude a todas las artes, y raro es no encontrar en Sitges, al lado de pintores, literatos, músicos, escultores, actores y cantantes. Rusiñol, en particular, es un espíritu inquieto y capaz de acometer todo género de empresas. Es algo músico, es pintor notabilísimo -y en este aspecto es en el que se le conoce más en España-, es escritor fecundo y autor dramático.

     Pronto representarán aquí dos obras suyas escénicas: Los caminantes de la tierra y La alegría que pasa, con música de Morera. Como escritor tiene algunos libros que marcan una personalidad literaria. Anan pal mon, (Yendo por el mundo) es una colección de artículos y algunos discursos leídos en Sitges, en los que descubre un temperamento espiritualista y soñador, a la vez que una gran perspicacia para observar y recoger tipos de la vida vulgar. Sus Oraciones, admirablemente ilustrados por Utrillo, son cánticos en prosa poética a todas las creaciones de la Naturaleza y del hombre, entre los que descuellan los que consagra a las obras de arte. A las Pirámides, Las Catedrales góticas, A la Alhambra, tienen conceptos de extraordinaria y poética grandeza.

     Aunque de ordinario escribe Rusiñol en catalán, por dominarlo más a fondo, tiene también obras en castellano, y en la actualidad corrige las pruebas de sus Impresiones de Arte. Entre los artículos de este volumen hay muchos dedicados a Granada, de la que Rusiñol habla siempre con cariño. Rusiñol es el pintor de nuestros cipreses, el devoto de la melancolía de nuestra ciudad. Cuando vuelva a ella, que será muy pronto, yo confío en que mis buenos amigos de ahí le harán ver, para su satisfacción, que la juventud de Cataluña no es la única que trabaja con entusiasmo y desinterés por el Arte.

     Sitges, agosto de 1897.

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