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Capítulo X

Alba de Tormes, Peñaranda

     Ofrece la historia de la villa sentada cabe el ancho Tormes, grandes semejanzas con Béjar: antiguo fuero cuyas disposiciones sirvieron muchas de modelo al otro, copiosos privilegios y mercedes reales, común dependencia de algún señorío entre los varios que sucesivamente reconoció, identificación desde el siglo XV con una estirpe poderosa a la que ha dado título recibiendo en cambio esplendor y fama. Pero la fortuna presente ha establecido entre las dos una diferencia cada vez más señalada; pues mientras la serrana aumenta y se enriquece con su prodigiosa actividad fabril remozando la fisonomía, queda rezagada la ribereña sin explotar siquiera como agricultora la feracidad de su territorio y sin cuidarse de reparar las brechas que va abriendo el tiempo en sus grandezas pasadas.

     A la población de Salamanca por el conde Raimundo es probable que no tardaría en seguir la de Alba, mas el primer dato auténtico de su existencia es el fuero que le otorgó Alfonso el Emperador hallándose en aquella ciudad en 4 de julio de 1140. Aunque no tan detallado como el de Béjar, encierra los principios fundamentales que luego desarrolló en este Alfonso VIII: con idéntico celo para mantener libres e iguales a los vecinos y para impedir que sobre ellos prevaleciera alguno por autoridad del oficio o por violencia y tiranía privada, previene allí que nadie construya torre sino fuere en iglesia o en castillo, declara traidor y alevoso respecto del concejo al natural que pretendiere entrar por merino o tener el alcázar, y manda al que obtuviere la honor o señorío de la villa, en cuanto pertenece a la potestad real, prestar juramento, antes de su entrada, de guardar sus franquicias a los habitantes. En Alba lo mismo que en Béjar se reunía los viernes el corral o juzgado y los domingos el concejo, los alcaldes no podían prender al reo sin querella de parte, la pena corporal en los ladrones y homicidas eximía de la confiscación de bienes; y del código de la primera parecen trasladados al de la segunda los artículos tocantes a desafíos entre el matador y los parientes del muerto, y a demandas recíprocas de judíos y cristianos (358).

     En l a división de reinos verificada entre los hijos de Alfonso VII, Alba cupo al de León, al paso que Béjar bien que tan cercana perteneció al de Castilla. Apoderáronse de aquella en la campaña de 1198 castellanos y aragoneses retribuyendo a Alfonso IX sus invasiones por la tierra de Campos; y tal vez entonces fue, si la dejaron poco menos que yerma los enemigos, cuando el monarca leonés llamó centenares de nuevos pobladores, repartiéndoles el suelo por obras y yugadas (359). De su reinado data la institución del juez, elegido cada año por el concejo al mismo tiempo que los alcaldes, y que a sus ordinarias atribuciones añadía la de recaudar los derechos del señor de la villa reservando un tercio para sí y la de llevar la bandera en los combates; y esta magistratura la confirmó su nieto Alfonso el sabio como infante en 1240 y como rey en 1264. Era Alba población de extenso tráfico, sostenido principalmente por su insigne feria, a la cual acudían innumerables gentes no ya de la comarca sino del centro de Castilla y Extremadura. Alfonso X la protegió, dando franquicia de portazgo a los concurrentes y prohibiéndoles ir con armas para prevenir atentados y reyertas harto fáciles de nacer en tan revuelta y belicosa muchedumbre (360). Con la profesión mercantil propagóse entre los vecinos la usura, reputada entonces como indigna de cristianos y sólo tolerable en los judíos; y aunque se trató de extirparla, tan hondas raíces había echado que por no destruir la villa hubo de abandonarse el empeño (361).

     Otras exenciones les otorgó el rey sabio en medio de sus frecuentes apuros (362); pero su hijo Sancho IV, tan sagaz como violento, logró hacérselas olvidar poniéndolos de su parte con mercedes aún mayores (363). Apenas supo Alba su precoz fallecimiento, en 7 de mayo de 1295 hizo liga con Salamanca y Zamora para defender el trono de su tierno hijo Fernando y auxiliarse mutuamente contra los enemigos del reposo público. Su término tan vasto que lindaba entonces con el de Ávila (364) y su vecindad de cuatro o cinco mil familias en aquel tiempo, le permitían muy bien alternar en importancia política con las ciudades. Había sido dada por Alfonso X a su tercer hijo don Pedro con los estados de Ledesma; en 1304 formó parte de los adjudicados al infante de la Cerda para que desistiera de sus pretensiones a la corona; pero ni uno ni otro señorío echó raíces en Alba, y corriendo el mayo de 1312 Fernando IV la recobró después de haberla cercado y batido con ingenios. En 1317 la gobernaba en tenencia Rui Pérez de las Tercias alcalde del rey, en 1323 Diego Gómez de Castañeda con quien vino a pactos la villa para vivir en paz y sosiego y no recibir daño del alcázar ni de su guarnición, prometiendo Castañeda guardarla fielmente durante la menor edad de Alfonso XI.

     En los anales de Alba tropezamos aquí con un vacío hasta hallarla en 1377 poseída por el infante de Portugal don Dionís, hijo de su rey don Pedro y de la célebre Inés de Castro, a quien Enrique II manda respetar los fueros de la población y no obligar a ninguna mujer de ella a casarse sin beneplácito suyo y de la familia con gentes de su séquito (365). Teníala concedida el soberano a su hija natural doña Constanza prometida al expresado infante que ejercía la autoridad a nombre de su futura; pero no habiéndose efectuado el enlace, y sustituyendo en él a don Dionís su hermano don Juan, transfirióse a éste el dominio con la mano de la ilustre doncella (366). A falta de sucesión legítima debía Alba volver a la corona, e ignoramos si volvió y cuándo y con qué título pasó a aumentar el inmenso patrimonio que abarcaban en Castilla los infantes de Aragón, y que confiscado y distribuido en 1429 entre los cortesanos de Juan II, formó con sus ruinas los cimientos de muchas casas poderosas. Quitada a don Juan rey de Navarra, tocó la villa en el reparto del botín a don Gutierre Gómez de Toledo obispo de Palencia, que ascendió sucesivamente a la sede de Sevilla y a la de Toledo. Estimó el prelado su adquisición en lo que valía, favorecióla con su frecuente residencia y con la fundación de un monasterio de Jerónimos, a los moradores hizo francos de todo tributo real o concejil satisfaciendo por ellos los pedidos que les cupiesen (367), y como si presintiera la duración y nombradía que había de alcanzar bajo nueva serie de señores el estado que fundaba, lególo al fallecer en 1445 a su sobrino Fernando Álvarez de Toledo.

     En este empezaron los condes de Alba, envueltos al principio por la infelicidad de los tiempos en facciones y luchas intestinas, posteriormente esclarecidos por servicios y proezas en más gloriosas campañas. Preso el primero en 1448 con otros inquietos magnates, tuvo seis años por encierro el castillo de Roa, y no bastaron para obtener su libertad la guerra que mantenían contra la autoridad real sus hijos García y Pedro al abrigo de los montes de Piedrahíta, ni la mediación del príncipe don Enrique (368), ni aun la caída del Condestable su enemigo; no la recobró sino con la muerte de Juan II. El sucesor García, apartándose de la liga en que entró de pronto contra Enrique IV, le auxilió durante su mayor abandono con quinientas lanzas y mil infantes (369), y mereció en recompensa la cesión del Carpio y trocar la corona de conde por la de duque; pero a la muerte del impotente rey, no le impidió la lealtad declararse por Isabela y Fernando sobrino de D. María Enríquez su consorte, y en 1486 tuvo la honra de hospedarle en su palacio de Alba, mientras su hijo Fadrique se cubría de gloria arrollando en cien combates a los moros de Granada. Nadie al par de este duque profesó al rey Católico su primo tan constante adhesión en cualesquiera trances, ni obtuvo tan plena confianza; mas todavía eclipsó su crédito el heredero inmediato, no su primogénito García a quien había costado la vida en 1510 la desgraciada expedición de los Gelves, sino su nieto don Fernando de Toledo, generalísimo de Carlos V, brazo derecho de Felipe II para domar rebeliones y someter monarquías. Descuella sobre antepasados y descendientes su cabeza severa y altiva, coronada en la ancianidad de sangrientos y tardíos laureles; y su esplendor absorbe hasta cierto punto el de su linaje que se ha extinguido y el de su título que persevera (370).

     A la residencia de Alba alcanzó un destello de aquel esplendor, convirtiendo el belicoso castillo en suntuosísimo palacio. Sobre la entrada guarnecida de follajes se labró una galería plateresca de dos cuerpos, cuyos menudos detalles comparan los que la vieron a los de la portada de la universidad de Salamanca, y alrededor del patio otra semejante de arquería rebajada y caprichosos capiteles, que en el piso alto ostentaba retorcidas en espiral y sembradas de florones las columnas y arquivoltas, trepado con labores semigóticas el antepecho, almohadillado el friso y coronada de bichas y crespones la cornisa. Empezaron tal vez dichas obras en vida de don Fadrique predecesor y abuelo del gran duque, pero a éste se debieron sin disputa el ornato interior y las riquezas artísticas de las estancias: por orden suya Tomás Florentino pintó al estilo grutesco, dedicándola a la duquesa, la pequeña antesala y acaso la contigua rotonda situada en el hueco de una torre y cubierta de dorada cupulilla; por su orden, aunque después de su muerte, Nicolás Granelo y Fabricio su hermano representaron al fresco en las paredes de la armería, con el vigor y destreza que en el Escorial habían desplegado, tres insignes victorias obtenidas por el célebre caudillo; por su orden la espaciosa galería del sur, sustentada por seis columnas de mármol y adornada de medallones en las enjutas, se pobló de bustos de soberanos fundidos en bronce, entre los cuales sin empacho figuraba también el suyo (371). Con ella formaba ángulo y competía en amenidad y desahogo un terrado o paseo enlosado de mármoles, que resaltaba del edificio a la parte de poniente.

     Los estragos de la guerra con los franceses desmantelaron esta opulenta mansión hasta entonces conservada con esmero; los del tiempo y del abandono han acabado de desmoronarla. De las más recientes construcciones del palacio sólo quedan unas paredes de ladrillo, y del castillo primitivo los fuertes muros que trazaban su cuadro y alguno de los seis cubos que lo flanqueaban, unos y otros ceñidos de matacanes. Ruedan por el patio bases de columnas, delinea su arco apuntado una que otra ventana; pero de la magnificencia de las habitaciones no hay más vestigio que los frescos de batallas pintados alrededor de una pieza circular y su bóveda cubierta de grandes figuras mitológicas, diosas, ninfas, amores, guerreros y cíclopes forjando una armadura (372). Encierra a dicho gabinete la torre del homenaje, cuya redondez asoma sobre los ángulos salientes o estribos que la revisten, y domina las imponentes ruinas plantadas sobre la vega y el río a manera de faro en una costa solitaria.

     En otro tiempo el desierto ribazo inmediato al castillo, al mediodía de la villa, estaba sembrado de casas, que ya una vez habían desaparecido cuando volvió a poblarlo en 1447 el primer conde Fernando Álvarez de Toledo (373). De la parroquia de Santa María, unida a la de San Andrés a la cual ha sobrevivido muchos años, y entera aún poco hace, subsiste el ábside adornado por fuera de dos series de arquitos lobulados y el arranque de la torre; de la de San Martín apenas hay memoria. La muralla ha sucumbido por completo, exceptuando un torreón aislado, de forma cuadrada, que enfila el cauce del río, y el arco o puerta que sale al puente; por los otros lados no ha dejado de sí señal alguna. A los de levante y norte todavía se denota mayor la despoblación del crecido vecindario, y con él perecieron la parroquia de Santo Domingo donde asentaron después su convento los Franciscanos, la de Santa Cruz sita a espaldas de las Benitas, la del Salvador y la de San Esteban cuyos restos hay quien recuerda haber alcanzado a ver en un altillo a la parte de nordoeste (374). De alguno de estos demolidos templos procede sin duda la estatua yacente de mujer puesta por dintel sobre la puerta de un horno abandonado en la calle del Hospital.

     Cuatro son todavía las parroquias que restan para seiscientos vecinos, cortadas casi por un mismo tipo y presentando caracteres muy análogos, a saber: tres naves separadas entre sí por grandes arcos rebajados y que tal vez antes de someterse a renovación estuvieron techadas de madera, abundancia de entierros y sepulcros por las capillas, ábsides revestidos exteriormente de dos o tres zonas de arquería figurada. Hacia el norte está la de San Miguel, cuya cuadrada torre parece desmochada: ocupa la derecha de su presbiterio un arco del tercer período gótico, primorosamente trepado, engalanado de entrelazos, sartas de perlas, hojas de cardo y penachería, que contiene una urna de alabastro sostenida por cuatro leones y cuajada de hermosas figuras de relieve, donde reposan García Brochero y su consorte (375). Otra tumba de la misma familia con labores del renacimiento encierra un nicho escarzano orlado de lindos follajes y colgadizos en la nave de dicho costado (376); pero más antigua es la de enfrente que en pequeñas hornacinas lleva las efigies del Salvador y de los doce apóstoles y sobre la cubierta una estatua tendida con hábito de orden y grande espada. Igual traje usan los gastados bultos colocados en el coro bajo dentro de dos ojivas, y si reputamos aquella por del siglo XIV, estos se nos antojan del XIII por la rudeza de las figuritas arrodilladas en la delantera de sus urnas y por las torres esculpidas en las enjutas de su arquería. No cuenta acaso menos fecha el de Garci García de León puesto a los pies de la iglesia, vestido de larga túnica y manto, con la barba y cabellera partidas a lo nazareno (377).

     La de Santiago, unida al hospital y más reducida que las otras, conserva el techo de madera y asentado sobre columnas bizantinas el arco semicircular de la capilla mayor, en la cual también hay nichos sepulcrales (378): nómbrala ya el fuero de 1 140 como punto de reunión del concejo, y a su lado existían en 1429, las casas consistoriales. Trasladadas éstas posteriormente a la plaza mayor, la iglesia más céntrica y frecuentada ha venido a ser la de San Juan, que presenta hacia el mismo lugar su elevada torre y dos ábsides, el lateral con ventanas de medio punto y con animales caprichosos en los capiteles de sus columnitas. Interesante debió ser en el género románico la portada, si a ella pertenecieron, como se cree, las toscas efigies de apóstoles sentados que se custodian en la capilla de los Villapecellines. Sin duda perecería hacia 1741, al recibir impertinentes adornos las naves y media naranja la capilla mayor, donde fueron respetados por fortuna el retablo dedicado a los santos Juanes bautista y evangelista y dos entierros del siglo XVI (379). Solamente los ábsides menores guardan intactos su torneado cascarón y su alta y estrecha bóveda de plena cimbra, respirando antigüedad; y al del lado de la epístola, cuyo exterior hemos visto desde la plaza, dan mayor realce los lucillos más recientes del alcaide Diego de Villapecellín, de su esposa y de sus hijos (380).

     Un incendio, que en 7 de julio de 1512 abrasó la parroquia de San Pedro con su torre, dio lugar a restaurarla bajo los auspicios del generoso duque don Fadrique; su portada, sita en la calle que baja al puente, no ofrece ya más que una parodia de estilo gótico. Las obras se prolongaron hasta 1577, según el tarjetón que en la escalera del coro sostiene un angelito sobre una graciosa columna corintia en que termina el abalaustrado antepecho (381); posteriormente se añadió crucero y cúpula a la primitiva longitud de sus tres naves, y la consagró en 1686 fray Pedro de Salazar, obispo de Salamanca. Allí yace sepultado sin señal alguna, el famoso catedrático Pedro de Osma, que murió arrepentido en Alcalá en 1480, al año siguiente de condenados sus errores.

     Alba se hizo más notable por sus conventos que por sus parroquias. Uno había antiguamente en la vega, habitado por Premostratenses, que lo dejaron para fijarse en Ciudad Rodrigo, y el arzobispo don Gutierre, primer señor de la villa del linaje de los Toledos, estableció en él hacia 1429 a los Jerónimos bajo la advocación de san Leonardo. A pesar de los pleitos que hubo de sostener la naciente casa con el concejo, creció rápidamente con las pingües donaciones del fundador que al morir en 1445, la instituyó heredera de su cadáver; mas no llegó a poseerlo hasta 1482 a 16 de enero, en que fue traído con gran pompa desde Talavera (382). Entonces en medio de la capilla mayor se le erigió un sepulcro de mármol blanco, lleno de labores menudas y diligentes, con estatua echada sobre la urna, que luego se apartó al lado del evangelio: la suntuosa fábrica del edificio fue tirando tal vez un siglo después de la muerte del prelado. Para contemplar aún sus destrozadas ruinas bien se puede tomar el trabajo de atravesar en dirección al sur, una fértil pradera: a la cerca da entrada un caduco portal del renacimiento, y a la iglesia un arco conopial bocelado y recamado de follajes entre agujas de crestería. La espaciosa y gallarda nave despliega cinco bóvedas, de las cuales ocupa dos el coro alto; debajo de las ventanas de imitación gótica se abren los arcos rebajados de las capillas y dos más elevados a cada lado del presbiterio; las cruzadas aristas del techo aparecen sembradas de figuritas de ángeles con instrumentos de música o blasonados escudos, y encima de la capilla mayor describen una airosa estrella. Pero ya no hay que buscar allí el mausoleo de don Gutierre, ni otras tumbas insignes que lo acompañaban, ni las pinturas y relieves del retablo principal; ni del derruido claustro puede apreciarse sino la gentileza del medio punto de los arcos inferiores, sobre los cuales en doble número cargaban los de arriba, apoyando su columna divisoria en la clave de los de abajo, ostentando medallones en las enjutas y prolijo adorno en el antepecho, capiteles y coronamiento (383). La destrucción ha ido cebándose en estas preciosidades y amenaza en breve acabar con todo, no sin lástima y aun indignación del pueblo, cuyo voto casi unánime en España, acerca de la supresión de los monasterios, dudamos mucho quisiera consultarse sinceramente a pesar de la moderna voga de los plebiscitos universales.

     Al otro lado del Tormes tuvo también principio en 1489 el convento de Franciscanos, cuya fundación concebida por el duque don García, llevó a cabo su hijo don Fadrique, erigiéndolo en colegio para instrucción de diez religiosos. La insalubridad del sitio les obligó a mudarse en el siglo XVII al extremo oriental de la villa, adoptando por iglesia la extinguida parroquia de Santo Domingo, a la cual sin duda pertenecen aún dos pequeñas agujas góticas engastadas en el frontis, y la arquería exterior del ábside que se prolonga en figura angrelada por la parte del claustro. Éste se fabricó espléndidamente desde los cimientos con dos órdenes de arcos, semicirculares los de abajo y escarzanos los superiores, en cuyas barandillas resalta entre grifos y hojarasca el escudo de los Toledos; y he aquí que cumplidos apenas dos siglos se viene al suelo su magnificencia. Bajo la protección de los duques nació igualmente en 1695, el convento de Carmelitas descalzos, de sencilla y regular estructura, inmediato al tan célebre de las monjas de su orden, y repoblado últimamente de religiosos, que en 1882 han cooperado no poco con aquellas, a solemnizar espléndidamente el tercer centenario de la muerte de su fundadora.

     De los tres de religiosas que florecen en Alba, el más antiguo por su fecha y el más reciente por su construcción es el de Benedictinas: hasta tiempos no lejanos estuvo fuera de la población, en el punto que denotan todavía unos viejos paredones, y entonces se titulaba de Santa Maria de las Dueñas, y Sancho IV antes de reinar, lo tomaba en 1279 bajo su patrocinio (384), y Fernando IV en 1312, con la merced de doce excusados, le resarcía los daños irrogados a su huerta y edificio durante el cerco que puso a la villa (385). Al trasladarse a su actual asiento más adentro de san Francisco, la nueva iglesia decorada con pilastras de orden dórico y con su media naranja, acogió respetuosamente las memorias sepulcrales de la primitiva, a uno y otro lado de la capilla mayor, donde se ven las estatuas yacentes de una dama coetánea de la reina Católica, de un joven sacerdote en traje de colegial, de un caballero del siglo XV y de su consorte. No consta el nombre del último, pero aumenta el interés de saberlo la batalla esculpida en la urna con expresiva rudeza, en la cual se le representa entre los vencidos pisoteados por los caballos, derribado al suelo, en el acto de recibir la muerte de la espada enemiga (386).

     Labrado techo de madera cubre la nave de Santa Isabel y una estrella de crucería su presbiterio, donde yace sin lápida doña Aldonza Ruiz de Barrientos, viuda de Francisco Maldonado, que en 1481 formó con otras doce señoras la comunidad de Franciscas terceras. De época cercana a la fundación parecen una capillita cuajada de platerescas labores en su portada, bóveda e interior, conteniendo una urna sin epitafio, y entre otras figuras, las de los patronos arrodillados ante la Virgen (387), y el inmediato nicho que encierra pintadas en el fondo unas santas mártires de estilo purista y un hermoso sepulcro de alabastro con follajes del renacimiento, sobre el cual reposa la armada efigie de un caballero con un mastín a sus pies (388). La entrada de la portería se hizo algo más adelante, y declárase la ducal munificencia en el jaquelado escudo que sostienen dos salvajes con cadena ceñida al cuerpo.

     Llegamos por fin al templo que encierra el mayor tesoro de Alba, por cuya posesión más que por otro ningún título es famosa, y en todo el reino y en todo el orbe cristiano envidiada. A su convento de Carmelitas descalzas, uno de los más humildes entre las numerosas fundaciones de santa Teresa, cupo la honra inestimable de recibir su último aliento y de quedarse con sus mortales despojos. Habíalo planteado en 1571 la insigne reformadora, no con el favor de los duques, aunque tan adictos suyos, sino del hidalgo Francisco Velásquez contador de aquellos y de su piadosa mujer Teresa de Láiz, quien hallándose sin hijos ni herederos, y movida de un sueño misterioso, indujo al marido a ceder la renta bastante y la espaciosa casa donde vivían, para las nuevas religiosas (389). Vio la santa levantar en sus días la portada que mira a una plazuela, adornada de columnas estriadas y de esculturas, más copiosas que buenas, a saber, dos medallones de san Pedro y san Pablo, un relieve de la Anunciación titular del monasterio y en el frontón semicircular, la figura del Padre eterno con la inscripción que perpetúa su data y el nombre de los bienhechores. De la iglesia alcanzó a ver fabricada toda la parte cubierta de crucería, bien ajena de pensar que su sepulcro más adelante hubiese de dar motivo a ampliarla y enriquecerla.

     Extenuada de hambre y de fatiga por lo trabajoso y rápido del viaje y por la penuria de las posadas, abrevada de sinsabores y aun ingratitudes de quienes menos pudiera recelar, llevóla a Alba por última vez la obediencia en 20 de setiembre de 1282 para asistir al alumbramiento de la duquesa (390). Postrada en cama desde el siguiente día se preparó a reunirse con Jesús, cuyo cuerpo recibió diariamente, hasta dormirse en su ósculo el 4 de octubre después de un arrobamiento de catorce horas (391). ��Aquí no me darán un poco de tierra? � había dicho a los que la preguntaban acerca del lugar de su sepultura; y se le dio entre las dos rejas del coro, echando encima tal copia de cal y piedra que hundió el ataúd, mas no ajó siquiera la belleza y frescura del cadáver. Vana fue esta diligencia para impedir que tres años después vinieran los superiores de la orden a llevarse aquel tesoro, adjudicado a Ávila por título de patria y a sus monjas de San José por derecho de primogenitura; pero la autoridad del pontífice, a instancia de los duques y de don Fernando de Toledo prior de San Juan, mandó antes de nueve meses devolver el sagrado cuerpo al mismo punto donde providencialmente se había de él separado el alma (392). En l615, beatificada ya Teresa y aclamada patrona especial de Alba (393), decoróse aquel sitio a la izquierda de la nave con un cuerpo de pilastras corintias y con otro análogo encima de la cornisa, en cuyo centro se colocaron los venerados restos en una arca regalada por Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II y gobernadora de Flandes: en los entrepaños se pusieron elegantes inscripciones latinas (394).

     Por los años de 1680, pareciendo reducido el templo y no reparando en darle una irregular longitud, se construyó el crucero con su cúpula a expensas del obispo de Salamanca fray Pedro de Salazar, y para los retablos colaterales pintaron aplaudidos lienzos los buenos artistas de la época (395). En los intercolumnios del principal, que nada desmerece por su arquitectura, se representan san José y san Andrés objetos de especial devoción, el uno para la santa, el otro para Teresa de Láiz: el nicho del centro lo ocupa el mismo cuerpo de la seráfica madre, desde que Fernando VI lo mandó quitar del costado de la nave para exponerlo en el sitio preferente del santuario a más solemne veneración. Revistióse de jaspes el camarín y cerróse con doble reja (dorada la de dentro y la de afuera plateada), la urna primitiva se incluyó en otra magnífica de plata y esta en otra de mármol negro sobre la cual velan dos ángeles de bronce; pero el buen rey ya no pudo gozar de la vista de sus obsequios ni visitar como se proponía la reverenciada tumba, pues la traslación no se verificó hasta 1760, al año siguiente de su fallecimiento. Los ojos se afanan en balde por divisar al través de la triple cubierta aquellos fríos y mudos restos, que tanto enseñan y tanto enardecen el alma por poco que a su presencia se recoja; mas siquiera tienen la dicha de contemplar dentro de un precioso relicario el brazo izquierdo, separado del cadáver al tiempo que éste fue transferido de Ávila para consolar de su pérdida al convento, y el corazón encerrado en un cristal de la misma forma, que por dos veces ha estallado ya, como incapaz de resistir a la presión interna de aquel apagado volcán de amor (396).

     Por más que ante la gloria de tal sepulcro pierdan su interés los que hay repartidos por la iglesia, no deben ser pasados en silencio al menos por la relación que tienen con el objeto principal. A la parte de la epístola, frente a la capilla que guardó cerca de dos siglos el bienaventurado depósito, yacen en un nicho de pilastras dóricas los fundadores Francisco Velázquez y Teresa de Láiz, revestido él de su armadura, con elegante manto encima, mostrando su nobleza en el paje reclinado a sus plantas sobre el yelmo y en los blasones sostenidos por dos niños en la delantera de la urna (397). Algún parentesco tendría con ellos quizá, pues se le titula en el epitafio primer patrón del templo, Simón de Galarza caballero de solar guipuzcoano, representado más abajo en una soberbia efigie, cuyo traje igual al de Velázquez se distingue por la riqueza del bordado, lo mismo que el de su mujer esculpida de medio relieve en el fondo de la hornacina. Al otro lado en frente de la puerta se ven tendidas las estatuas de la hermana querida de la inmortal doctora, doña Juana de Ahumada y de su esposo Juan de Ovalle, reposando con ellos su hijo Gonzalo arrancado en la niñez por su santa tía de las garras de la muerte: los padres, que sobrevivieron al temprano fin del joven y a la profesión religiosa de su hija Beatriz, legaron al convento sus escasos bienes por gratitud a la que en vida nunca se había dispensado, aunque tan perfecta, de consolarles y asistirles en sus trabajos (398).

     Al que anda en busca de objetos coetáneos y de recuerdos materiales de la inspirada virgen, inútil es penetrar en la clausura turbando el sosiego de sus moradoras: la celda donde espiró, a piso del claustro bajo, perfumada prodigiosamente en aquella hora y llena de visiones celestiales, se halla convertida en oratorio; y sin necesidad de entrar en el huerto descúbrese el corpulento ciprés, cuya plantación se le atribuye, descollando por cima de las tapias. Desde el balcón de nuestra morada veíamos en primer término su verde y gallarda copa agruparse con las ruinas del alcázar de los duques que asoman algo más lejos, y el contraste nos sugería una reflexión consoladora. �He aquí, pensábamos, cómo vive y florece una débil planta sembrada por una débil mujer, y allá sucumben los fuertes muros asentados por el fuerte y poderoso entre todos los caudillos y magnates! De las dos lumbreras que perdió Alba en un mismo año y por poco en un mismo mes (399) �quién se acuerda de Fernando de Toledo? �quién no conoce a Teresa de Jesús? �Aun en esta tierra de violencia y de mentira dura más que la gloria de las armas la gloria de la santidad!

     Al oeste de la villa, formando su entrada principal, se prolonga en veinte y seis arcos desiguales el majestuoso puente, tan antiguo a pesar de sus diversas reparaciones que en los sellos del siglo XIII aparece como blasón municipal con una bandera encima, mucho antes de adoptar el concejo las tres estrellas o los jaqueles de sus señores. Corresponde a la grandeza del puente la anchura del río que baja del sur por el pie de unas lomas paralelo con el camino de Béjar, pero no al caudal de agua la frondosidad de las riberas desnudas de verdor y de sombra, cenagosos prados que la mano del hombre pudiera trocar en vergeles y alamedas. Antes de perderse de vista al norte con tortuoso rumbo a Salamanca, baña los cimientos del castillo del Carpio tan célebre en nuestras crónicas y romances por las hazañas de Bernardo con cuyo nombre se distingue (400) y a estos recuerdos harto apócrifos para inspirarnos grande interés, añade el vulgo una leyenda morisca que supone al fuerte en comunicación por debajo del río con el de Arapil situado enfrente, para favorecer la pasión de dos amantes.

     De Alba a Piedrahíta caminando hacia sudeste, dejamos atrás a Navales y su aldea de Velillas, a La Rodrigo y el caserío de Gallegos cuya arruinada iglesia muestra todavía su portal de la decadencia gótica y los arcos divisorios de las naves; atravesamos dilatados bosques de bajas encinas, interrumpidos a trechos por amarillas mieses o por verdes pastos; descubrimos en arbolado valle la suntuosa ermita de Valdejimena, fabricada con crucero y cúpula, ante cuya efigie nada antigua de la Virgen, engastada en churrigueresco altar, vienen a postrarse tantos romeros; y en Horcajo Medianero llegamos al confín de la provincia marcado por la cima del Cornazo, sin tropezar en nuestra ruta con rastro alguno ni de arte ni de historia. Volviendo a Béjar habríamos encontrado, como a media distancia y a orillas del mismo Tormes, a Salvatierra cabeza de condado con jurisdicción sobre veinte lugares, varios de los cuales llevan aún su sobrenombre; pero de su antigua importancia y de la protección de sus señores, que lo fueron los de Alba casi siempre (401), no conserva más que destrozos de muros y vestigios de un puente no restaurado.

     Al distrito más oriental de la provincia preside Peñaranda de Bracamonte. Su extenso radio, su crecida vecindad, sus anchas y rectas calles le dan el carácter de población manchega, y no lo desmienten las rasas llanuras tendidas en derredor suyo. Levantan sobre el caserío sus chapiteles de pizarra el cimborio y la torre de la única parroquia de San Miguel, vasta mole de sillería rodeada de fuertes estribos; grandes columnas dóricas sostienen sus tres naves iguales en altura, formando cupulillas las bóvedas de la central; y en el fondo del templo un colosal retablo, algo contagiado ya de barroquismo, presenta alternadas las figuras de los apóstoles con grandes relieves o pasajes de la infancia del Redentor. A la parte del sur poseen una capaz iglesia y regular edificio las hijas de santa Teresa, quien en su postrer viaje no encontró a la villa tan bien surtida como ahora (402); en frente se hunde el mezquino convento de Franciscanos recoletos; las demás entradas del pueblo están guardadas por las ermitas de San Luis rey, de San Lázaro y del humilladero. La plaza circuida de soportales parece dividirse en dos, campeando en una el actual consistorio, en la otra el anterior construido sólidamente en 1675 y destinado después a cárcel; media entre las dos el palacio de los señores que no se diferencia de una casa particular. Fuéronlo desde el siglo XV los Bracamontes, descendientes de la hija de un almirante de Francia y de Álvaro Dávila, camarero de Fernando I de Aragón, a quienes honró Felipe III con el título de condes (403). Antes de tomar su apellido Peñaranda para distinguirse de la de Duero, se denominaba del Mercado por el de los jueves que le concedió en 1379 Juan I y le confirmó su sucesor, y que llegó a ser uno de los más frecuentados de Castilla.

     Mientras iba creciendo aquella en pacífica oscuridad, Cantalapiedra situada sobre un peñasco, cuatro leguas más al norte, adquiría un terrible renombre en las guerras civiles del siglo XV por lo fuerte y casi inexpugnable de su castillo. Ocupáronlo los portugueses sosteniendo los derechos de la Beltraneja, obligaron a desistir del cerco al victorioso rey Fernando, y hasta el 28 de Mayo de 1477, tras de ataques repetidos, no abandonaron su postrer baluarte. Ignoramos si sus vecinos, como los de Castronuño, cuya fortaleza no fue menos tenaz en resistir (404), para evitar tales estragos en lo sucesivo demolieron las murallas, y casi inclina a sospecharlo la escasez de los restos subsistentes; pero al comparar la abatida situación de Cantalapiedra con la floreciente. de Peñaranda, tres veces ya más populosa, enriquecida sin sobresaltos, señalada sin acontecimientos, ennoblecida sin pergaminos, se nos viene a los labios aquella filosófica sentencia: ��dichosos los pueblos que carecen de historia!�

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