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Ávila

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Capítulo I

Crónicas Avilesas

     Dos ciudades, al mismo tiempo que Salamanca, resucitaron con su nombre y sus recuerdos romanos del polvo en que una y otra vez las habían hundido los sarracenos, por la poderosa eficacia del conde Raimundo de Borgoña, Ávila y Segovia, sitas en las vertientes septentrionales del Guadarrama que por tantos años sirvió de frontera, al trasladarse ésta después de la toma de Toledo a las márgenes del Tajo, brotaron como centros de la red de poblaciones que iban a cubrir la zona hasta entonces desierta, repartiendo entre si la jurisdicción del territorio. En ambas, todavía más que en la ciudad del Tormes, se imprimieron las miras y tendencias del yerno de Alfonso VI, el sello de las instituciones y de las artes de su patria, el carácter de sus paisanos y seguidores. Cierta organización propia de colonias militares, cierta profunda separación y aun antagonismo de clases más conforme al feudalismo francés que a la igualdad española, cierta esplendidez de edificios construidos al estilo románico de allende los Pirineos más que a la usanza de nuestra vieja arquitectura, indican la procedencia de los gérmenes implantados en las orillas del Adaja y del Eresma.

     Esta restauración tan importante bajo todos conceptos, que hecha en el tránsito del siglo XI al XII, en una época alumbrada ya por copiosa luz histórica, debía sernos detalladamente conocida, no ha dejado documento alguno en los archivos ni memoria apenas en los anales. Respecto de Ávila trataron de llenar el vacío las crónicas del país, recogiendo sin duda varias tradiciones orales, pero mezclándolas con tal cúmulo de fábulas y leyendas, que es punto menos que imposible discernir lo seguro de lo incierto, lo recibido de lo forjado. En semejante deslinde presenta su historia una dificultad análoga a la que ofrecen sus monumentos en distinguir de la fábrica primitiva los accesorios y reformas posteriores, cual si los escritos y las piedras compitiesen allí en mentir antigüedad.

     La fecha de estas invenciones no puede precisarse, pero si no nacieron a principios del siglo XVI, al menos entonces adquirieron consistencia y boga. En 1517 el corregidor Bernal de Mata, al mismo tiempo que se ocupaba en hermosear la ciudad reparando muros y puertas, construyendo puentes, plantando pinares y saucedas, inquiría sus orígenes y blasones, a cuyo deseo respondió un libro antiguo guardado en poder del regidor Nuño González del Águila, que hizo copiar en pergamino y poner en el arca del concejo titulada de leones. No osamos asegurar si se copió en efecto o si se escribió a la sazón por primera vez. Su lenguaje afectando arcaísmos sostiene mal sus pretensiones de añejo; los nombres y aventuras de sus héroes huelen a romances y libros de caballería; su objeto tiende a ensalzar las proezas de ciertas familias más que a narrar los hechos y servicios de la población, y a sancionar sobre todo el despego de los caballeros serranos o montañeses respecto de los mercaderes o ruanos; sus referencias a la historia general están plagadas de errores y anacronismos. Por los mismos años, en 1519, el cronista Gonzalo de Ayora en su Epílogo de las cosas de Ávila acogía algunas de estas especies estrenándolas en la prensa; y temeroso de los reparos que contra ellas pudiera suscitar su novedad y contradicción con datos más auténticos, las pone bajo la salvaguardia de un filial respeto a las tradiciones (405).

     Desapareció a pesar del esmero con que se le custodiaba en el archivo municipal, el códice o más bien traslado del corregidor, sobre cuya fe atestiguaban escritores y heraldos, y el P. Ariz en 1607 sólo pudo ya referirse a los ancianos que lo habían visto (406). Sin embargo, en poder de otro regidor, don Luis Pacheco, existía desde años atrás una crónica algo diferente de la expresada, cuyas adiciones y variantes se proponían enmendar, al parecer, la narración de Ayora y sustituir ciertas noticias apócrifas con otras no más seguras (407); y de esta se valió sin duda el buen religioso para las elucubraciones que preparaba. No que se limitase a reproducirla vestida con nuevo ropaje; quiso también ensayar las fuerzas de su inventiva, quiso autorizar su leyenda, como la llama él mismo, con respetables abolengos, y poco satisfecho con atribuir la copia al alcalde Fernán Blásquez en 1315, y el original a Hernán de Illanes hijo de Millán, uno de los primeros pobladores en 1073, puso gran parte de ella en boca del obispo de Oviedo don Pelayo, y creó para servirle de fiadores a un Guido Turonense de Orbibus y a un tal Nestorino griego, en cuyas fuentes bebiera sus peregrinos conocimientos. Por desgracia para los amantes del buen gusto y por fortuna para los amigos de la verdad, ni era tan risueña y lozana la fantasía del padre benedictino, que prestase a su engendro belleza y vida, ni cabía en su instrucción y talento darle visos siquiera de genuino. El habla no es griega, ni latina, ni castellana del siglo XI, del XII ni del XIV, sino tal como supo forjarla quien poco o nada entendía de matices: con las ficciones caballerescas se mezclan los delirios mitológicos y las pedantescas etimologías; pululan de uno a otro extremo las lisonjas nobiliarias y los dislates heráldicos; y representando en su portada esta monstruosa confusión de elementos, sale a luz la historia de las grandezas de Ávila en dicho año de 1607 (408). Hizo fortuna no obstante, menester es decirlo, en aquella edad de supercherías, y no sólo fascinó al crédulo Gil González Dávila, sino al diligente Sandoval que al tenor de ella amplió su crónica de los cinco reyes, y hasta al discreto Colmenares historiador de Segovia; Ponz y Llaguno a fines del siglo pasado la citaban en sus estudios artísticos, y aun hoy día no le falta campeón que esgrima el acero en su defensa.

     Tales son los cauces nada limpios por donde nos han llegado muchos de los acontecimientos que vamos a referir. Pensábamos omitirlos limitándonos a lo poco que resulta legítimo y comprobado pero �cómo prescindir de hechos tan vulgarizados ya, tan pegados, por decirlo así, al suelo y a las paredes, y a los cuales por la ciudad a cada paso hallaremos alusiones? �cómo privar a nuestros lectores de concepciones transmitidas y retocadas por tantas plumas, y cuyo primer tipo aunque gradualmente adulterado, puede remontarse a remotos cantares de gesta y tomar origen tal vez de bandos sangrientos y de hazañas memorables? �cómo no reconocer en las propias mentiras de agravios y querellas y primacías entre los pobladores, que no creemos inventadas por los falsarios del XVI ni por los más torpes del XVII, el espíritu de clase, la acerbidad de pasión que las fraguaba?

     Lo que no cuidaremos de averiguar es cuál de los cuarenta y tres hércules conocidos en la antigüedad tuvo amores siendo rey de España con una señora africana, engendrando en ella al valiente Alcideo, que después de mamantar siete años fundó la ciudad de Ávila y le impuso el nombre de su madre; pues acerca de éste y de otros graves asuntos, nos referimos a la sabrosa relación hecha en Arévalo por el obispo don Pelayo a los nuevos colonizadores y conservada a la letra por el P. Ariz. Aparte de esa, alcurnia de semidioses y de las emigraciones caldeas y raíces hebráicas de que otros pretenden derivar el principio de aquella, habremos de reducir toda su historia antigua a raras y desnudas menciones: Obila la llama Tolomeo situándola entre los vetones, al extremo oriental de Lusitania, Abula las memorias de la predicación de san Segundo, discípulo de los apóstoles, Abila san Jerónimo al referir la intrusión de Prisciliano en su silla episcopal, y Abela sus prelados al firmar en los concilios de Toledo (409). Las primitivas edades no le dejaron más vestigios que unos toros o elefantes de piedra, colocados hoy en el portal de algunas casas, cual se encuentran aún en abundancia por las regiones vecinas, ora sea romana ora púnica su procedencia, ya tuvieran por objeto el cumplimiento de un voto, ya la conmemoración de una victoria.

     Ávila, sometida por Muza, perteneció bajo el dominio sarraceno como en tiempo de los godos, a la provincia de Mérida: Alfonso I la recobró pasajeramente, pero hacia el 785 volvía ya a ser musulmana, al visitarla en sus últimos años el califa Abderrahmán. Si la libertó Alfonso III en sus expediciones hasta el Tajo, si la aseguró en poder de Ramiro II la victoria de Simancas, debió sin duda sucumbir nuevamente al irresistible ataque de Almanzor; y cuando el conde de Castilla Garci Fernández había empezado a repoblarla, sobrevino en 1007 Abdelmelic Almudafar, hijo del azote de los cristianos y derribó sus murallas por los cimientos (410). En el reinado de Fernando I yacía la ciudad arruinada; mas alguna iglesia quedaría de pie donde se guardasen, aunque sin la decencia conveniente, los cuerpos de san Vicente y de sus hermanas, pues que desde allí el piadoso rey hizo trasladarlos a León. De todas maneras la restauración de Ávila, digan lo que quieran las fechas de sus crónicas tan poco fidedignas como lo restante, no pudo preceder a la conquista de Toledo, ni al desposorio del conde Raimundo con Urraca por los años de1092, y de ciertos escasos indicios acordes con la situación topográfica parece resultar que se emprendió después que la de Segovia y antes que la de Salamanca, en la última década del siglo XI.

     Lástima que no emanen de más pura vena las copiosas noticias que de la expresada puebla y de sus primeros habitantes, de sus edificios y constructores, nos suministra la leyenda de Ariz, porque a pesar de una distancia de poco menos de ocho siglos, creeríamos estar presenciando aquel grandioso movimiento. Sobre el perímetro trazado por el conde y bendecido por el obispo, veríamos en nueve años (desde 3 de mayo de 1090 hasta 1099), levantarse los soberbios muros, y ponerse otra vez en hilera, mezclándose entre sí los dispersos sillares labrados por sarracenos, godos, romanos y hasta por las membrudas gentes de Alcideo (411); veríamos hender robustos pinos y armar ingenios y tablados y humear los hornos de cal, y al frente de mil nuevecientos trabajadores, moros cautivos docientos de ellos, y de numerosos maestros de geometría venidos de León y de Vizcaya, dirigir las obras el romano Casandro y el francés Florín de Pituenga. Asistiríamos en 1091 a a inauguración de la catedral por el prelado Pedro Sánchez Zurraquín con los caudales recogidos en Francia, en Italia y en la península española, a su rápido desenvolvimiento de levante a poniente, y a su terminación llevada a cabo en 1107 por el maestro navarro Alvar García de Estella (412). Las clases y los oficios se distribuirían a nuestra vista por barrios, avecindándose en el burgo de san Pedro muchos nobles escuderos, en el del norte los maestros y oficiales de cantería, en el del puente molineros, tintoreros y curtidores, y en el de Santiago y Santa Cruz al medio día, los demás advenedizos y algunos labradores con los moros que habitaban allí de antemano; los judíos dentro de las murallas junto a la parroquia de Santo Domingo. Entre todos, según la crónica, se contaban seis mil vecinos.

     De los pobladores franceses que vinieron con el conde y cuya influencia no debió ser escasa, apenas se lee allí mención alguna; toda la importancia se atribuye a los montañeses de Asturias, Cantabria y tierra de Burgos, que bajaban transportando en innumerables carros sus hijos y mujeres y rústicos ajuares. Como jefes de estas caravanas figuran Jimén Blásquez, Álvaro Álvarez, Sancho de Estrada, Juan Martínez del Abrojo, Sancho Sánchez Zurraquines y Fernán López Trillo, entre los cuales repartió el rey o su delegado, los principales cargos civiles y militares. A los dos primeros nombró gobernadores, pero viéndolos mal hermanados en el poder puso en su lugar por único a Fernán López: coligáronse contra éste los destituidos y le retaron; respondió por él su yerno Estrada, y al cabo, avenidos por sentencia arbitral y por recíprocos enlaces de familia, volvieron a regir Álvaro Álvarez y Jimén Blásquez, alternando anualmente en la provisión de los oficios. Por muerte de su colega en 1098, quedó solo Jimén Blásquez, quien al año siguiente hubo de castigar con severidad las reyertas suscitadas entre castellanos y leoneses por un lado y gallegos, asturianos y vizcaínos por otro. Con dichos sucesos intercala el cronista cien episodios e incidentes: ya la solemnidad de una ordenación eclesiástica o de una promoción de caballería, ya las espléndidas bodas de Sancho de Estrada con Urraca Flórez dama de la infanta, ya el recibimiento hecho a una princesa mora hija de Almenón, enviada allí por Alfonso VI para educarse al lado de su hija, ya la correría de un caudillo infiel nombrado Galafrón, vencido y muerto por Jimén Blásquez, y el suplicio de unos moros bandoleros ahorcados en el foso, y la decapitación de Sancho del Carpio gobernador de Talavera, por no haber impedido el paso del Tajo a los invasores. Sólo la propiedad de detalles y la gracia del colorido, pudiera dar a estos cuadros, a falta de la verdad histórica, el valor literario de que sobre todo carecen.

     Un hecho empero más notable por su carácter social consigna hacia la misma época el manuscrito de 1517. Habían salido en cabalgata los serranos (413), y a su regreso hallaron asolada por los moros la tierra con cautiverio de personas y robo de ganados hasta las puertas de la ciudad. Preguntaron a los que habían quedado dentro sin aliento para defenderla acerca del número de los infieles, y siendo en verdad excesivo lo abultó todavía más el espanto; no obstante les animaron a seguírles para recobrar la presa y vengar el ultraje. Al llegar a cierto punto del camino, al Rostro de la Colilla, volvióse atrás la gente menuda; los caballeros pasaron adelante hasta Barbacedo, y después de consultar a un agorador, embistieron al enemigo acampado junto al río y lo destruyeron ganando un riquísimo botín. En vez de acogerlos con entusiasmo, la ingrata plebe les cerró la entrada, y no satisfecha con obtener sus hijos y esposas y los haberes que se había dejado arrebatar, osó reclamar de sus libertadores parte de la ganancia; negáronse éstos atrincherándose en las cercanías, y estaban para venir a las manos los dos partidos, cuando llegó de Segovia a ponerlos en paz el conde Raimundo. Echó fuera del murado recinto a los que tan mal habían sabido guardarlo (414), y estableció en él a los serranos, confiándoles exclusivamente las alcaldías y la custodia de los portillos; y tan pingües eran los despojos que les adjudicó por entero, que le tocaron en razón del quinto quinientos caballos. En esta situación privilegiada los mantuvo Alfonso VII, y nada quiso innovar Sancho III a pesar de las quejas de los expulsos domiciliados en el arrabal, diciendo que su padre no era hombre para haber concedido sin derecho tales ventajas. Durante todo el siglo XII continúa sin tregua esta guerra de clases y diríamos casi de razas, de cuyas causas y pormenores podrá dudarse pero no de su existencia, puesto que cinco siglos después aún se alimentaba de tradiciones semejantes.

     Grata debió ser a Alfonso VI, de cuyas disposiciones hacia su yerno se ha hablado tan diversamente (415), la rápida organización que supo dar Raimundo a la improvisada ciudad, repartiendo entre los vecinos las tierras libres de impuestos por diez años, poblando en sus términos multitud de lugares y aldeas regidas por dos alcaldes cada una, levantando mediante ciertos privilegios en dehesas y pinares una fuerza permanente de caballería que no sólo defendiera el país sino que concurriese a la conquista de los de allende las sierras. Seiscientos jinetes y cuatrocientos ballesteros de Ávila, si hemos de creer a su cronista, se distinguieron en 1106 en la toma de Cuenca y Ocaña, muriendo gloriosamente en la primera Sánchez Zurraquín, de cuyo hijo Zurraquín Sancho cuenta lances maravillosos atestiguados por cantos populares (416). Mas empeorando los tiempos con la muerte del rey Alfonso, acudieron tarde los avileses a proteger sus muros contra los almorávides de Alí rechazados de Toledo, y habrían sucumbido tal vez sin el varonil denuedo de Jimena Blásquez que gobernaba en ausencia de Fernán López su marido. La leyenda nos muestra a la amazona y con su ejemplo a las mujeres de la ciudad, asomando por entre las almenas sus cabezas cubiertas de sombreros y arredrando del sitio a los infieles con el número y el disfraz; y alega en apoyo de su certidumbre la gracia concedida a las descendientes de Jimena de entrar en concejo y de hablar y votar al igual de sus esposos, cuya revocación, sea dicho de paso, no tardaron en pedir ellos mismos (417).

     Pero entre todos los paladines de aquel ciclo romancesco descuella el incomparable Nalvillos, primogénito del gobernador Jimén Blásquez. Perdido de amores por Aja Galiana, la citada hija de Almenón, desde que la vio entrar en Ávila por su daño, olvidó el empeño contraído con Arias Galinda y la anterior correspondencia de la mora con Jezmín Hiaya a quien Alfonso VI la había prometido. El enlace se verificó bajo los auspicios de la infanta, aunque con gran dolor de los padres del mancebo: Galiana renunció al islamismo bautizándose con el nombre de Urraca, mas no a su pasión primera, y en medio del torneo que siguió a la corrida de toros y a otros festejos de sus bodas, no pudo reprimir un grito de terror al ver al amante mal herido por el esposo. Ni el cariño ni la gloria de Nalvillos, ni los ricos despojos que a cada victoria le ofrece, ni los espléndidos palacios que le construye, logran sacarla de su abatimiento. Un día el campeón, al volver triunfante como de costumbre a su morada, echa de menos a la infiel consorte, indaga, sigue las huellas del raptor, y cae sobre Talavera donde en brazos de Jezmín, aclamado rey por los suyos a favor de la muerte de Alfonso, oculta su doble perjurio la ingrata. Tomada la villa y allanado el alcázar, muere a sus manos el rival, y de miedo de caer en ellas espira Aja Galiana o se mata con veneno (418). De Nalvillos se dice que sobreviviendo a su desventura, no sólo mandó en Ávila, sino que extendió su jurisdicción sobre Segovia, Olmedo y Salamanca; que el rey de Aragón, segundo esposo de Urraca, quiso atraerle a su partido con preciosos dones, y que a su muerte fue sepultado con honras casi reales.

     Regía en la ciudad su hermano Blasco Jimeno, casado con Arias Galinda para enmendar el desaire de aquél, cuando los avileses enviaron a Simancas en busca del desamparado huérfano del conde su señor y le metieron dentro de sus muros aclamándole rey con el nombre de Alfonso VII, dispuestos a escudarle contra la ambición de su padrastro a costa de sus vidas. Presentóse a las puertas Alfonso el Batallador a reclamar la entrega del niño, y luego afectando poner en duda que en realidad estuviera allí, exigió que siquiera se lo mostrasen y pidió en rehenes sesenta escuderos nobles para entrar seguro en la población. La entrevista sin embargo no se efectuó dentro, sino que en lo alto del almenado cimborio o más bien ábside de la catedral incrustado en la cerca como una de sus torres, apareció rodeado de sus fieles el tierno príncipe a los ojos del sitiador; hiciéronse los dos reyes una profunda cortesía, y el aragonés volvió despechado a su campamento. Pero esta gloria escogida cabalmente para blasón del escudo municipal (419), esta gloria por la cual Ávila supone titularse del rey, de los leales, de los caballeros, la desmiente la crítica con pruebas irrefragables. La arquitectura del cimborio lo declara muy posterior al suceso; enmudecen acerca de éste los más antiguos escritores desde el de la Compostelana hasta don Rodrigo, poniendo expresamente al hijo de Urraca después de la derrota de Viadangos al abrigo del inexpugnable castillo de Orcejón y guardado perennemente por los gallegos; razones geográficas y militares evidencian lo imposible y absurdo de la traslación de Alfonso VII a Ávila al través de un país declarado a favor del enemigo y de su sostenimiento a tanta distancia de sus defensores; y hasta las versiones tan discrepantes y errores con que se cuenta persuaden haber concurrido a engendrarlo tanto la confusión de personas y, embrollo de fechas como las inspiraciones de un descarriado patriotismo (420).

     Los antiguos odios castellanos contra la dominación aragonesa parecen revivir en esta leyenda, que asiéndose a los nombres de los lugares como a las piedras la parietaria, en cada uno pretende suscitar una acusación sangrienta contra el ilustre libertador de Zaragoza. El sitio de las Hervencias, por la etimología del vocablo nada más, depone que vuelto a sus reales el Batallador ebrio de cólera mandó despedazará los rehenes y hervir en aceite sus cabezas, bien que según otra relación reservó algunos de los infelices prisioneros para colocarlos en primera fila en el sitio que puso a la ciudad y exponerlos por blanco a los tiros de sus hijos, padres y hermanos que no reparaban en herirles a trueque de defenderla como buenos. El Hito del Repto o la Cruz de Cantiberos, atestigua con un letrero coetáneo de la crónica que Blasco Jimeno en compañía de Lope Núñez, su sobrino, retó de perjuro y alevoso al rey de Aragón, y que después de matar hazañosamente a un hermano de éste en defensa propia, murieron allí los dos mantenedores acribillados por los ballesteros del invasor (421). La renta de las cuartillas, que consistía en tres celemines de trigo por cada yunta de bueyes y que por merced soberana percibían sobre aquella tierra las monjas de San Clemente de Adaja, dícese que fue primitivamente creada para atender al sustento del real pupilo. Mas la historia, desconfiando de los testimonios, sonriéndose de los argumentos, requiere otros más autorizados para declarar reo de tan gratuita crueldad a uno de sus héroes más insignes (422).

     Con más fundamento y, con más placer reconoce las hazañas de los avileses en las gloriosas expediciones, que echados del reino los de Aragón y sometidos los rebeldes, no dejó Alfonso VII de dirigir cada año hacia la fértil Andalucía. En unión con los segovianos y componiendo entre todos mil caballeros escogidos y armados fuertemente con gran muchedumbre de peones, se presentan a Lucena a sorprender de noche el campamento del príncipe Taxfín ben Alí y a apoderarse de sus cuantiosas riquezas. Siguen por las orillas del Guadalquivir a Rodrigo González, caudillo de las milicias de Toledo y de Extremadura, formando un ala de la hueste que deshizo y mató al valí de Sevilla. Arrasan con los salmantinos el castillo de Albalat, abandonado por los sarracenos después de la pérdida de Coria; y a las órdenes del célebre Munio Alfonso, contribuyen a la gran derrota de dos reyes moros, cuyas cabezas se enarbolan en el asta de las banderas reales (423). Cazorla, Baeza, Jaén, Andújar, Córdoba, Almería, aprendieron a distinguir el pendón de su belicoso concejo en las formidables invasiones del emperador, que de cada vez se volvían más arrojadas y distantes de la frontera, al paso que más tímidas y cortas las de los infieles por el país cristiano, donde por miedo a aquella vigilante guarnición no se atrevían a internarse más de una jornada (424).

     Cuando el conde don Manrique, jefe del linaje de Lara y competidor de los Castros en la regencia de Castilla, sustrajo en Soria al pequeño Alfonso VIII del poder de su tío Fernando II de León, no encontró asilo más seguro que las murallas de Ávila, cuyo gobierno tenía. Allí se crió el futuro vencedor de las Navas hasta la edad de once años, y este timbre si que no lo disputa la historia a la leal ciudad; desde allí en 1166 salió acompañado de ciento cincuenta caballeros que formaron su guardia hasta recobrar a Toledo y la mayor parte de los estados que le detentaba su ambicioso tío. Celebradas en Burgos sus bodas con Leonor de Inglaterra, los licenció colmados de mercedes para sus casas y de franquicias y libertades para la población. Pero aun aquellos años tan infelices por la división de ambos reinos no fueron perdidos en Ávila para sus infatigables empresas contra la morisma. Dos hermanos Sancho y Gómez, hijos de Jimeno, habían obtenido en 1158 la mayor prez de la gran cruzada que no bastó a deshacer el fallecimiento de Sancho III y que condujeron animosamente a vista de Sevilla, venciendo al príncipe almohade Abu Jacob y dando muerte a dos tributarios suyos (425); y durante la menor edad de Alfonso repitieron proezas no menores por los campos de Extremadura. En Siete Vados dispersaron las huestes de Omar y Fadalla, hijos de Abenhalax, rey de Mérida, y les arrancaron la presa que se llevaban de la comarca de Plasencia; del país de la Serena, poseído aún por los infieles, trajeron a salvo rico botín e innumerables rebaños; y después de salir vencedores en veinticinco combates, sucumbieron a la vez en 1174, uno en batalla y otro de dolencia, dejando en pos de si un surco de gloria y un torrente de lágrimas (426).

     Ignoramos si la política hostil de fomentar disturbios en el vecino reino leonés, o más bien cierta afinidad de intereses y sentimientos, fue la que indujo a los avileses a ligarse con los salmantinos contra Fernando II para vengar los agravios irrogados a éstos con la fundación de Ciudad-Rodrigo. Obsérvase, sin embargo, que mientras que en Salamanca brotó de la impetuosa plebe dicho movimiento contrariado y dominado al fin por la gente principal (427), en Ávila fue secundado particularmente por la clase aristocrática en oposición con el pueblo. Avilés se dice que era y uno de sus famosos caballeros serranos que acababa de distinguirse en la toma de Cuenca, aquel Nuño Ravía aclamado caudillo por los insurgentes, y de no menor calidad los que con él salieron en día aciago por el portillo de Mala Ventura y de los cuales no volvió a entrar ninguno, quedando tendidos a orillas del Valmuza (428). Añade la crónica manuscrita, anudando el hilo de las no olvidadas querellas sociales entre los habitantes de la ciudad y los del arrabal, que lo más escogido de éstos había sido atraído por el rey de León a su puebla de Ciudad Rodrigo, non fincando en la tierra si non los tenderos e los mas ruines homes; y así se explica cómo crecieron con la emigración y con la obediencia a distinto soberano los odios nacidos en la común patria. Mediaron robos de ganados que en una feria tomaron a los serranos de Ávila los de la nueva colonia, alcance y lucha en Val de Corneja, y cumplida victoria de los caballeros que con la presa recobrada trajeron a la ciudad las cabezas de los raptores y para darles sepultura exigieron rescate por ellas a sus parientes del arrabal. Todavía parece destilar sangre la pluma que refiere en el siglo XVI tales encuentros, y empeñarse en ahondar con irritante orgullo el ancho foso que imposibilitaba mutuos enlaces y hasta relaciones amistosas entre las dos razas (429).

     Muy a mal llevaron los avileses la pronta sumisión de los salmantinos a su monarca y el poco sentimiento que les demostraron de tantas muertes y pérdidas deplorables sufridas por su causa. Renació la guerra entre las dos ciudades asidua y encarnizada como en frontera de estados enemigos: aquellos entraron en tierra de Alba y trajeron cautiva la enseña de Fernán Fernández de Vergara ostentada largo tiempo en la parroquia de Santiago; pero en otra escaramuza murió su jefe Gonzalo Mateos a manos de los de Salamanca y fue enterrado por éstos en el castillo de Peña del Rey, de donde más adelante lograron los suyos llevarse sus despojos. Duraron así las reyertas hasta la paz acordada en Pardinas por ambos reyes en 1183 (430): �cómo pudo pues Fernando II traer prisionero al alcázar de Ávila, que no era de su dominio y que sin tregua le hizo frente, a su suegro Alfonso I de Portugal, a quien soltó inmediatamente después de haberle cogido en Badajoz hacia i 169, quebrada la pierna por un rastrillo (431)?

     Ni las luchas exteriores de reino a reino, ni las intestinas de clase a clase bastaron no obstante para mantener unida a la querellosa nobleza de Ávila y para sofocar en su seno las envidiosas competencias que desde el principio habían germinado. El bando más débil, según cuenta la crónica por estos años, hubo de abandonar la ciudad y fortificarse en el Castaño combatiendo desde allí a los de dentro, como había sucedido entre serranos y plebeyos en los días del conde Raimundo; pasó en seguida al castillo de Sotalbo tres leguas más al poniente, y se prolongaron por mucho tiempo las correrías y hostilidades, hasta que un día los moros acudiendo al rumor de estas discordias cogieron desprevenida la fortaleza y enfermos a los más de sus moradores, y los degollaron sin merced alguna (432). Los Núñez, Jofres y Abrojos por un lado, los Jiménez, Álvarez y Sombreros por otro, sostuvieron reñidas parcialidades, a las cuales ponía a veces tregua algún casamiento: Blasco Jimeno y Esteban Domingo daban su nombre y su blasón a las dos cuadrillas en que estaba partida la ciudad, y que encabezadas por dos parroquias, la primera por la de San Juan y la segunda por la de San Vicente, nos ofrecen en Ávila una división muy semejante a la de los bandos de santo Tomé y de san Benito en Salamanca, conservándose también allá hasta el siglo XVII por lo tocante al régimen y policía civil y aun en los bancos del ayuntamiento en los cuales se distribuían sus veinticuatro regidores (433).

     Piedrahíta y Béjar debieron en gran parte su población a los de Ávila; Trujillo y Badajoz los primeros aunque fugaces intervalos de libertad de que gozaron en el siglo XII antes de emanciparse definitivamente de los sarracenos; Talavera el remedio de la devastación sembrada por los invasores almohades (434). En Alarcos, donde Nuño Iváñez llevaba su bandera, les alcanzó el dolor y el estrago de la general derrota, sucumbiendo entre otros su venerable prelado (435): en las Navas participaron de la gloria inmortal de la jornada, peleando en el ala derecha que mandaba el rey de Navarra, acaudillados por Iván Núñez y sostenidos por el esfuerzo de Rodrigo Pérez: Guillén Ginés y Gonzalo Iváñez. A Enrique I hicieron grande acogida al volver de las cortes de Valladolid dominado por su imperioso tutor don Álvaro de Lara, quien después de conferírsele en aquella catedral el título de conde, no puso freno a su despótica autoridad: pero muerto el joven rey, acudieron en tropel a Palencia con los segovianos a prestar homenaje a la reina Berenguela y a ofrecerle los auxilios del concejo; y en la prisión del orgulloso privado mostró tanta energía Nuño Mateos, noble avilés, como prudencia y moderación en aconsejar a la ilustre princesa que usara de clemencia con el vencido. Siguieron a Fernando el Santo en la campaña de Jaén, dejando en casa sus mortales rencores y rivalizando sólo allí en valor y generosidad, los caballeros de uno y otro bando, de los cuales murieron Gutierre Luengo y Domingo Esteban; y no menos prontos a su llamamiento los encontró el buen monarca cuando trató de posesionarse del paterno reino de León, a donde le acompañaron hasta reducirlo a su obediencia.

     A todos estos servicios, y al que prestaron a Alfonso X al principio de su reinado en la guerra contra Aragón ayudándole con quinientos peones, se refiere sin duda el rey sabio en el preámbulo del famoso privilegio de 30 de octubre de 1256, al otorgarles el fuero real y copiosas franquicias a. los poseedores de armas y caballo. Muévenos a transcribirlo por entero su importancia, aunque no tanta como se le atribuye, pues ni en su contenido hallamos comprobación alguna del caso de las Hervencias o de las hazañas de los serranos, ni en las mercedes concedidas a los caballeros de Ávila y en las exenciones de sus ganaderos y dependientes vemos otra cosa que los medios usuales a la sazón para estimular a la vez la gloriosa profesión guerrera y fomentar la riqueza pecuaria (436). Gracias de escusados, disposiciones acerca de los alardes y revistas de los que tenían derecho a gozarlas en cambio de la defensa del país, apenas hay archivo de ciudad o villa que no las contenga; y sobre ella expidió dicho rey otras dos cédulas en 1264 y en 1273, la última dentro de Ávila a 1.� de mayo mientras tenía allí reunidos en cortes a los de León y de las Extremaduras para tratar de la paz con los infieles y de la reducción de los ricoshombres emigrados a Granada. Estos tres documentos, cuyos originales perecieron en un edificio del arrabal incendiado por los ingleses aliados del rey don Pedro después de vencido en Nájera don Enrique, los reprodujo y confirmó Juan I mediante fieles copias conservadas por los que fundaban en ellos sus prerogativas (437).

     En Ávila inauguró su reinado Sancho el Bravo, convaleciente de la enfermedad que le había puesto en Salamanca al borde del sepulcro; y su primer cuidado, a pesar de la ambición que le devoraba, fue celebrará su padre magníficas exequias antes de tomar las reales insignias de que se habla abstenido hasta entonces por un resto de atención filial. Ofició solemnemente el obispo fray Aymar, que años atrás había reprendido al príncipe con aventurada energía su codicia desenfrenada (438). Los avileses se adhirieron sinceramente a la vigorosa política del nuevo rey, y mal avenidos con su hermano don Juan que posela en aquel término vastos dominios, al saber la prisión del turbulento infante en Alfaro y la ruina de su partido, marcharon sobre la villa de Oropesa y la destruyeron.

     Más borrascosos principios tuvo allí el reinado de Alfonso XI, niño de un año, a quien su padre había dejado yendo de Béjar a Toledo pocos meses antes de morir en Jaén arrebatadamente. Ávila hizo con él sus tradicionales oficios de defensora y guarda de reyes menores, constituyéndose depositaria de su persona y manteniéndose inaccesible a las opuestas pretensiones de sus tutores naturales, interín no las fallaran las cortes del reino. Criaba al príncipe doña Betaza, traída de Portugal por la reina Constanza su madre y descendiente de los emperadores de Grecia (439), y a ruego de ella el obispo don Sancho Blásquez, ilustre hijo de la ciudad, le acogió con grande escolta dentro de la catedral, considerada ya como fortaleza inexpugnable. Vino don Juan Núñez de Lara, particular enemigo de la dueña, confiado en el llamamiento del avilés Garci González; vinieron avisados por Diego Gómez de Castañeda, doña Constanza y el infante don Pedro, su cuñado, hospedándose en el convento de San Francisco por no permitir seles acercarse más a los muros: todos hubieron de someterse de buen o mal grado a la firme e imparcial decisión del concejo. Hasta la prudente doña María, objeto de unánime admiración y reverencia y de la particular gratitud del prelado, no pasó del arrabal ni pudo obtener la entrega de su nieto antes que las partes se hubiesen concertado definitivamente en Palazuelos. Pero seis años después, en 1319, logró don Juan Manuel por medio de Gonzalo Gómez y de Fernán Blásquez, hermano del obispo, penetrar en Ávila, y con su apoyo y él de la tierra de Madrid y Segovia, hacerse reconocer por colega de doña María en la regencia del reino; llevólo a mal el hijo de ésta don Felipe, y pasando el Adaja al frente de escogida hueste, retó una y otra vez a su adversario que se mantuvo atrincherado en lugar fuerte con séxtupla muchedumbre. Don Felipe al retirarse desfogó su cólera en los pueblos del dominio de don Juan Manuel.

     El obispo don Sancho vivió bastante para acompañar al pupilo trocado en animoso rey hasta el término de su gloriosa carrera, y demasiado para manchar sus decrépitos años con culpables contemplaciones hacia el sucesor del trono, prestándose a autorizar con el de Salamanca el nuevo matrimonio de don Pedro a despecho del que tenía contraído con Blanca de Borbón. De los sucesos de la ciudad durante la guerra civil provocada por las violencias del monarca, sólo se sabe que en 1367 fue maltratada por los ingleses, sin duda como favorecedora de don Enrique, y que ardieron algunas casas del arrabal. En el verano de 1385, Juan I, antes de emprender contra Portugal la decisiva campaña que tan fatal remate tuvo en Aljubarrota, envió a Ávila para mayor seguridad a su mujer doña Beatriz, cuyos derechos le habían lanzado a sostener aquella ruinosa demanda. Escasos de noticias andan ya durante el siglo XIV los anales de la población; sus crónicas enmudecen a medida que se alejan los tiempos caballerescos, y no sabiendo alimentarse sino de leyendas y aventuras, dejan a la historia el enojoso cargo de referir las intrigas y revueltas de más cercanas edades.

     Tocóle a Ávila buena parte de las que agitaban la dividida corte de Juan II, cuantas veces se albergó en su recinto. Vio en 1420 el cautiverio apenas disimulado del rey mancebo en poder de su primo don Enrique de Aragón; sus tristes bodas sin fiesta ni aparato con doña María, hermana de su opresor, y las violencias de éste para obtener en cambio la mano de la infanta Catalina; las continuas negociaciones con el otro infante de Aragón don Juan el de Navarra, a cuya sombra se formaba en Olmedo un bando de descontentos no menos codicioso de la tutela; las embajadas y mediaciones de las reinas a fin de estorbar un rompimiento; las dóciles e incompletas cortes reunidas en la catedral para legitimar el atentado de Tordesillas y para declarar espontánea la sujeción del soberano. En 1423 pusieron alguna tregua a los partidos las que allí se firmaron con Portugal, solemnizadas con brillantes justas en que al embajador Fernando de Castro se le indemnizó con honras y regalos el percance de su caída; pero en 1440 las facciones dominaban de. tal manera la ciudad, que Álvaro de Bracamonte y Fernando Dávalos, apoderados de algunas torres y el deán del cimborio de la catedral, estorbaron la entrada al conde de Alba y a Gómez Carrillo enviados reales, y en seguida la abrieron a los magnates rebeldes acaudillados por el rey de Navarra. A los capítulos de acusación formados allí contra don Álvaro de Luna desdeñóse de contestar el ofendido monarca, y al año siguiente tuvo medio de reunirse en aquellos muros con su inseparable valido y de prepararse para la guerra que había al fin de estallar, rota toda avenencia con los disidentes acampados en Arévalo y con el mismo heredero de la corona excitado contra su padre. El obispo fray Barrientos, maestro del príncipe, le redujo a mejor partido, y Ávila fue el centro de la contra-liga formada en 1444 para libertar al rey de la tiranía del de Navarra; mas el principal fruto de ella y de la victoria de Olmedo, lo recogió don Álvaro, elegido maestre de Santiago en lugar del infante don Enrique e investido con extraordinaria pompa en la misma catedral.

     De cuantas afrentas sufrió en aquel sedicioso siglo la majestad real, ninguna tan vergonzosa como la inferida a Enrique IV en Ávila del rey, en Ávila de los leales. Al llamamiento del audaz arzobispo de Toledo, don Alonso Carrillo, acudieron los grandes de Castilla conjurados; levantóse a la salida de la puerta del Alcázar un tablado, y en él se colocó vestida de luto y con las insignias reales la efigie del impotente soberano; una prolija sentencia, recordando análogos ejemplos de príncipes destituidos, enumeró las culpas y delitos del que iba a serlo; y en seguida el arzobispo le arrebató la corona, el conde de Plasencia el estoque, el de Benavente el cetro, y Diego López de Zúñiga derribó al suelo la estatua, acompañando cada cual estos actos con palabras aún de mayor ignominia. Miércoles 5 de junio de 1465 fue el día que alumbró esta degradación inaudita, que presenció con asombro y disgusto el pueblo, acorralado por dos mil hombres de armas y mil jinetes y subyugado por la insolente aristocracia. En seguida convirtiendo el cadalso en trono subieron a él al infante Alfonso, hermano del depuesto y mancebo de once años, y le alzaron por rey con ruidosas aclamaciones, y le besaron la mano de que contaban disponer a su albedrío para repartirse las dignidades y el gobierno. No les duró más de tres años este dócil instrumento, y al volver a Ávila con su cadáver en julio de 1468, trataban don Juan Pacheco y el ambicioso arzobispo de seguir el mismo juego coronando a su hermana Isabel; mas en el desprendimiento y lealtad de la princesa hallaron un insuperable obstáculo a su rebelión, como después en el vigor de la magnánima reina un freno perenne a sus desmanes.

     Tardío desagravio a los baldones, que había allí tolerado en vida el débil Enrique, dio la ciudad en los solemnes funerales que a su muerte le tributó en 18 de diciembre de 1474. Los enlutados trajes de jerga, los ayes y lamentos generales, el quebrar de los escudos, el rasgar del pendón real, toda la fúnebre ceremonia más imponente que nunca, parecían protestar contra la escena del destronamiento de que habían sido teatro aquellos sitios tan a pesar de sus habitantes (440). A los llantos sucedieron instantáneamente alegres vítores a Isabel y Fernando; y los moros con sus danzas de espadas y momos o representaciones, y los judíos paseando sus toras o libros sagrados y tañendo trompetas y tamboriles, celebraban sin saberlo el advenimiento de los monarcas que habían de acabar con la dominación de los primeros y echar fuera de España a los segundos.

     Antigua y segura era la residencia de los judíos en Ávila, y del tributo que al rey pagaban percibían un tercio los obispos. Muchos y entre ellos un médico llamado Alonso habían abrazado la fe en 1295, cuando preparados con sacrificios, ayunos y penitencias para el día de su redención que un falso profeta de Ayllón les anunciaba, y subiendo al ángulo noroeste de la muralla a esperar que resonara la formidable voz del cielo, encontraron portentosamente señaladas con una cruz sus blancas vestiduras y cuantos objetos tocaban - pero otros se mantuvieron pertinaces ante el milagro atribuyéndolo a sortilegio. La sinagoga llegó libre y tolerada a la época de los reyes Católicos, y nada aun a principios de aquel reinado presagiaba su próximo cerramiento (441), hasta que la llegada de los matadores del niño de la Guardia a la ciudad, dio origen al proceso que decidió la expulsión total de la secta hebráica. Un resplandor sobrenatural descubrió la hostia consagrada que traía oculta al entrar en el templo, Benito García de las Mesuras, con la cual y con el corazón del inocente, debía formarse un diabólico hechizo; probóse con la confesión del reo la complicidad de sus correligionarios de Ávila y de Zamora, y en el, solemne auto de fe de 1491 celebrado en el Mercado Grande, murió arrepentido aquél con Juan Franco y Juan de Ocaña y obstinados en medio de las llamas, Alonso y Garci Franco. El terrible tribunal presidido por fray Tomás de Torquemada tuvo su primer asiento, antes de trasladarse a Toledo, en el suntuoso convento de Santo Tomás al cual se aplicaron los bienes de los culpables; y por no recibir el bautismo abandonaron la población muchos de sus inmemoriales vecinos, permitiéndoseles llevar consigo sus cuantiosas riquezas (442).

     Ávila asociada constantemente a los peligros y a las glorias de los esposos reinantes, combatió por ellos en Toro en primera fila, a las órdenes de su denodado obispo Alonso de Fonseca, y en cuantas empresas acometieron prodigó la sangre de sus más ilustres hijos. Pedro de Ávila tan buen caudillo como negociador, recobró de los portugueses a Olmedo y a Sepúlveda; Diego del Águila modelo de lealtad, perdió a manos de éstos la libertad en Fontiveros y la vida delante de Madrid; sus hermanos Nuño y Gonzalo sucumbieron peleando con los moros, el uno en Vélez Málaga, el otro junto a Alcalá la Real; Fernando de Valderábano en el cerco de Baza, Sancho de Ávila despedazado cruelmente en la toma de Alhama debida a su esfuerzo. La educación del malogrado príncipe don Juan, cuyos restos guarda la ciudad en precioso mausoleo, fue confiada a Gonzalo de Ávila y su lactancia a una señora también avilesa. Crecieron entonces y se convirtieron en títulos, los señoríos de Villafranca y de las Navas, de Navamorcuende, Villatoro y Velada; y sin más apellido que el nombre de ciudad añadido al patronímico, multiplicáronse los Dávilas por toda la monarquía, como si su procedencia al igual de las de León, Toledo y Córdoba comunicase nobleza a los linajes. Al compás de los dominios y conquistas de España, dilataron su circulo las proezas de aquellos hijosdalgo, y en Navarra y en Portugal, en África y en América, en Italia y en Flandes, por todas partes se les encuentra honrando a su país al par que sirviendo a la nación, coronando sus altos hechos dignamente Sancho de Ávila el rayo de la guerra, sólo inferior al duque de Alba entre los capitanes de Felipe II.

     Pero ni aun bajo la firme autoridad de los reyes Católicos salió Ávila de ruidos y agitaciones, nacidas tanto de las costumbres del siglo como de la flojedad de los gobiernos precedentes, y en su mismo reinado aparecen indicios de escándalos y alborotos, de funcionarios asesinados, de movimiento de señores (443). Imagínese pues lo que allí sucedería, cuando ausente el joven. Carlos I y sublevada Castilla contra los flamencos al grito de comunidad, rompieron el dique las pasiones populares. A la congratulación por no haberse aún levantado, contestó la ciudad levantándose, y a la orden de no reunir juntas repuso haciéndose centro de la santa junta de los insurgentes por su situación entre las dos Castillas (444). Toledo, Madrid, Guadalajara Cuenca, Murcia, Segovia, Soria, Burgos, León, Valladolid, Zamora, Toro, Salamanca, Ciudad Rodrigo, fueron representadas en ella por sus procuradores; abriéronse las sesiones a 29 de julio de 1520 dentro de la sala recién construida en el claustro de la catedral, y duraron hasta que en setiembre se trasladó la asamblea a Tordesillas al lado de la demente reina doña Juana. Presidíalas el deán en unión con el toledano don Pedro Laso, pero el que dirigía realmente la discusión como jefe de las turbas, era el tundidor Pinillos sentado en medio en un pequeño banco, confiriendo o retirando la palabra con una seña de su varita. Encima de la mesa se veía una cruz y el libro de los evangelios, y el que sobre ellos se negaba a prestar juramento a la comunidad, exponíase a sufrir baldones en su persona y el derribo de su casa. Este peligro corrieron Diego Hernández de Quiñones por haber otorgado al rey el servicio en las cortes de la Coruña, y don Antonio Ponce hermano de leche del difunto príncipe don Juan, por su inflexible resistencia a los sediciosos: los demás caballeros contemporizaron siguiendo la corriente.

     Y en verdad que no todos ellos vieron las novedades de tan mal ojo como insinúa Sandoval: capitanes eran y diputados de los avileses Suero del Águila y Gómez de Ávila, presos en la toma de Tordesillas, cuya custodia reclamaron algunos grandes sin duda para aliviar su suerte, y al segundo comisionaron hacia don Pedro Girón para concertar avenencias no logradas por entonces. También fue delegado al emperador con los capítulos de la junta, Antón Vázquez de Ávila padre del célebre Sancho, cuya detención en la fortaleza de Worms retrajo a su paisano Sancho Cimbrón, de seguir adelante en su embajada desde Bruselas. Tal vez esta intervención de los vecinos principales previno allí los conflictos y desgracias sucedidas en otras poblaciones, a lo cual contribuiría no poco, la prudente firmeza de don Gonzalo Chacón, alcaide del alcázar por merced de los reyes Católicos, en pertrecharlo a tiempo y secretamente de víveres, armas y soldados y en acordar con la ciudad, cuando lo tuvo al abrigo de un sitio o de un asalto, la abstención de recíprocas e infructuosas hostilidades. Así, restablecida la autoridad real, Ávila fue dada por libre de los procedimientos del juez pesquisador (445); y sin tener suplicios ni destierros que deplorar, pudo recibir sinceramente gozosa a Carlos V a mediados de mayo de 1534, luciendo las galas de su numerosa nobleza, pero suprimiendo por orden soberana los costosos festejos y espectáculos con que en el verano de 1531 había alegrado la larga residencia de la emperatriz Isabel y del pequeño príncipe don Felipe.

     Una causa más bien económica que política, produjo en la ciudad a fines del tranquilo reinado de Felipe II, las terribles escenas que después de la reducción de los comuneros había logrado evitar. Siete papeles contra la derrama de millones que S. M. pedía, aparecieron fijados en los sitios más públicos al amanecer del 21 de octubre de 1591: ignórase su contenido; sólo se sabe que el monarca mostró gran sentimiento (446), y que por el alcalde Pareja, que vino de la corte armado de rigor, fueron presos don Enrique Dávila señor de Navamorcuende, don Diego Bracamonte, Antonio Díaz secretario de número, Marcos López cura de Santo Torné, el licenciado Daza Cimbrón, don Sancho Cimbrón y el médico Valdivieso. Procedió con dureza el alcalde en la averiguación y en las sentencias: el cura fue privado del sacerdocio y condenado a diez años de galera; don Enrique logró se le conmutase la muerte con la reclusión en el castillo de Turégano; Bracamonte, bienquisto de todos por su celo del bien público, fue la víctima escogida para borrar con su sangre el injurioso cartel. Conducido en 17 de febrero del siguiente año desde su cárcel de la alhóndiga al Mercado Chico, recitando delante su culpa un pregonero, subió al enlutado patíbulo, y después de haberse confesado hora y media y de protestar de la inocencia de sus compañeros, puso en el tajo la cabeza, que asida de los cabellos por el verdugo, fue mostrada en seguida al pueblo, y el cuerpo llevado a la suntuosa capilla de mosén Rubín, puesta bajo el patronato de su familia y más adelante a San Francisco. Satisfecha la vindicta, el soberano no sólo respetó los bienes del reo, sino que otorgó mercedes a la familia, e hizo sentir al alcalde cuánto reprobaba la demasía de su inclemente celo (447).

     Felipe III, que en junio de 1600 visitó a Ávila con su esposa de paso para Valladolid, dio el golpe de gracia con la expulsión general de los moriscos a su población, que desde largo tiempo iba mermando de día en día. Muchos eran los moradores comprendidos por su raza en el fatal decreto, tanto que el rey por no desesperarles mandaba tratarles bien, mientras que por otra parte proveía de armas a la milicia de la ciudad y de su tierra; el ayuntamiento intercedió por ellos con el mayor ahínco, e invitó al cabildo a secundar sus esfuerzos al pie del trono a fin de salvar a tantas familias del destierro y al común de la ruina; pero sus instancias valieron poco para contrarrestar tan importante y vasta decisión (448). Ávila ya no contaba en 1618 sino mil y quinientos vecinos, poco más o menos los de ahora (449): sus palacios fueron quedándose vacíos con la extinción de los más nobles linajes o con la atracción fascinadora que en sus dueños ejercía la proximidad de la corte; vacíos también con la decadencia de la nación y con el abatimiento especial del centro de Castilla, sus talleres y fábricas, que no logró reanimar la protección decidida de Felipe V y de Carlos III. Siempre, es verdad, fue más ilustre que grande y más suntuosa que animada, siempre sus monumentos superaron de mucho a su importancia; mas ahora parece que ellos constituyen su razón de ser y que la población no tiene otro destino que el de mantenerlos y guardarlos.

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