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Capítulo IV

Conventos de Ávila, recuerdos de Santa Teresa

     Nueve de religiosos comprendía la población, cuyo orden de importancia no anda de acuerdo con el cronológico. Al de los Benedictinos, si atendiéramos a su título de la Antigua que pretende justificar con recuerdos no sólo del siglo XIII sino aun de la edad de los godos, correspondería un venerable templo bizantino; y sin embargo no presenta por fuera al lado de San Pedro más que un portal de medio punto orlado de una sencilla moldura, una ventana ojival encima, y a la espalda un cubo renovado. Era priorato dependiente del célebre monasterio de Valvanera, cuando la inagotable munificencia del repetido Juan Núñez Dávila (550), reedificó la iglesia en 1469. Nuño Mateos, caudillo tan valeroso como prudente consejero de la reina Berenguela, fundó en 1209 bajo el nombre de Sancti Spíritus uno de Premostratenses, cuyas ruinas se distinguen todavía en las huertas del sur, y cuyos moradores después de la invasión francesa que lo destruyó habitaban provisionalmente en la calle de Tallistas frente al postigo de la Catedral. El de san Francisco existía ya en 1294, pero fueron tan considerables los engrandecimientos que recibió de sus favorecedores que no es dable formar idea de su primera estructura.

     Al acercarse a su quebrantada mole que descuella allá bajo al extremo nordeste del arrabal, notase en ella predominante el estilo de la decadencia gótica coincidiendo aproximadamente con los tiempos del dadivoso obispo franciscano fray Ruiz, a cuyas expensas consta haberse construido el claustro demolido en la actualidad. Cuatro anchas bóvedas de crucería cuenta la espaciosa nave ojival, y sobre otra muy plana descansa en alto el vasto coro. Hasta la capilla mayor, que había erigido hacia 1430 Alvaro Dávila, mariscal de Castilla, para entierro suyo y de sus descendientes los Bracamontes, se acomodó en la citada época al nuevo gusto en sus ventanas semicirculares y en sus machones perfilados de bolas de arriba abajo como las esquinas de la torre de la catedral. Grandes incendios dieron ocasión a diversas renovaciones, costeadas unas por el maestrescuela don Alonso de Henao, otras por el obispo fray Diego de Angulo a fines del siglo XVII; y así se explica que entre los botareles del frontis campee una portada greco-romana. Las capillas, donde se procuraban sepultura los nobles ciudadanos, entre ellos los padres de santa Teresa, ofrecen el aspecto de grandes panteones: la de San Antonio de Padua contigua a la mayor la supera en magnitud y elegancia, avanzando exteriormente a su lado como un ábside principal respecto del menor, y describe un octógono cerrado por linda estrella; otras dos cuadrilongas, a la izquierda del crucero y a la derecha de la nave, se ven rodeadas de nichos apuntados, y en los de la última por dentro aparecen restos de pinturas góticas, sin conservar de sus destrozados sepulcros más que una yacente estatua en hábito religioso.

     Del Carmen Calzado no queda más que la espadaña de tres arcos en el primer cuerpo y uno en el segundo, construida sobre una torre de la muralla junto a la puerta de su nombre; el convento se ha convertido en cárcel y se ha arrasado la iglesia que fue parroquia de san Silvestre hasta que en 1378 la obtuvieron los frailes, y de la cual se dejaron en pie la capilla mayor y las dos colaterales en la restauración que de ella hizo hacia 1439, a lo que dicen, el generoso Juan Núñez Dávila. En una de las mismas, según Ayora, yacía Zurraquín Sancho el héroe de los cantares (551).

     La primacía entre los conventos de Ávila pertenece al de Dominicos puesto bajo la advocación de santo Tomás probablemente el de Aquino, aunque su fundación no data sino de 1478. Debióse a la ilustre doña María Dávila viuda del tesorero Arnalte y en segundas nupcias de don Fernando Acuña virrey de Sicilia; pero le comunicó un desarrollo extraordinario el alto favor de que gozaba con los reyes Católicos aquel fray Tomás de Torquemada, a quien para gloria los unos y para baldón los otros han atribuido la principal parte en el establecimiento de la inquisición. Duraron las obras de 1482 a 1493 con el producto de los cuantiosos bienes confiscados a herejes y judíos, cuyo osario después de su expulsión fue dado en propiedad a los religiosos (552); en su altar se depositó para rendirle perenne culto la hostia portentosa quitada a los homicidas del niño de la Guardia y acusadora de su delito en su capilla mayor se colocaron los primeros sambenitos que se conocieron en Castilla, y así no es extraño que para poner al abrigo del odio y venganza de los conversos aquella grandiosa casa cimentada sobre su ruina, prohibiese el papa en 1496 admitir en ella a ninguno de sus descendientes. Erigieron los augustos esposos en el mismo local universidad de estudios, que confirmada en 1638 por Felipe IV y autorizada para conferir grados en las diversas facultades, floreció hasta tiempos muy recientes. Distantes se hallaban aún de pensar que las grandezas y distinciones allí acumuladas hubieran de completarse en breve con otra harto fatal y dolorosa, de enterrar en dicho suelo sus esperanzas más queridas, y que el templo apenas concluido en octubre de 1497 hubiese de acoger los restos de su único hijo varón, el malogrado príncipe don Juan, en vida de los tristes padres (553).

     La suntuosa obra lleva el sello de su reinado: portales, ventanas, cornisas, machones, las líneas todas rectas y curvas, horizontales y perpendiculares, lucen su imprescindible guarnición de perlas; un arco escarzano, cuyos estribos sobresalen de la fachada, encierra el ingreso conopial profusamente bocelado y lleno de imágenes de santos de la orden, bien que a decir verdad en sus doseletes y demás labores se acredita más de rico que de primoroso; encima de la claraboya y debajo del ático triangular resalta el escudo soberano. Los copudos árboles que dan sombra al atrio es la compañía que buscó sin duda el vasto edificio al asentarse en medio de los campos al oriente de la población. Despejada, majestuosa y sin blanqueo la nave, sembradas de doradas claves y formando elegantes estrellas sus cinco bóyedas y las del coro, de cortos brazos el crucero, poco profunda la capilla mayor, semicirculares las ventanas y los arcos de las capillas, caracterizan perfectamente el postrer período del arte gótico. No hay, empero, más vidrieras de colores que la de un rasgado ajimez en el brazo izquierdo, donde brillan las figuras de la Virgen y de santo Domingo. La sillería del coro despliega la más sutil filigrana en sus respaldos, en sus festoneados conopios y en la trepada arquería de su coronamiento; y las dos sillas de los extremos, apellidadas de los reyes y marcadas con la divisa del yugo y saetas, podían dignamente cobijará los esclarecidos huéspedes con su magnifico pináculo de crestería.

     A altura casi del coro se levanta en la capilla mayor el altar sobre un arco rebajado, sin duda para que no embarace su vista el precioso túmulo colocado en el centro del crucero, destacando en el testero el gótico retablo con las pulseras que lo encuadran, con el guardapolvo que cubre el nicho principal y con las pilastras y labores que engastan las pinturas. Las de abajo representan dos doctores y dos evangelistas de medio cuerpo, pasajes de la vida del santo las del cuerpo superior, y varios ángeles otras más pequeñas. Pero la atención desde luego se concentra en el mausoleo de blanquísimo alabastro, donde yace segado en flor, el heredero de tantas coronas. La urna forma plano inclinado por sus cuatro caras: altivas águilas flanquean sus ángulos, en sus costados aparecen medallones de la Virgen y del Bautista y figuras simbólicas de las virtudes teologales y cardinales, y rodean el borde de la cubierta ángeles con blasones, calaveras y trofeos enlazados con guirnaldas. Rige puramente en toda ella el estilo del Renacimiento, como hecha por escultor italiano, por micer Domenico Alejandro florentino, el mismo que trazó más adelante para la universidad de Alcalá el sarcófago del inmortal Cisneros; mas en la ejecución lleva ventaja a lo restante la tendida estatua del príncipe, labrada de orden de su joven viuda Margarita de Austria, figurándole con diadema en la cabeza, envuelto en los flexibles pliegues de su manto, con la espada al lado y tirados los guantes, mancebo no llegado todavía a la plenitud de su desarrollo, de tan tierna edad y de rostro tan apacible que no se hartan los ojos de mirarle. La reja puesta alrededor del sepulcro se atribuye al cuidado de la afligida madre, aunque la inscripción que mezcla su elogio con el del hijo parece indicar que también ella habría fallecido al erigírsele el monumento (554).

     Poco menos espléndido y obra probablemente del mismo artífice es el entierro que en la cuarta capilla de mano izquierda, obtuvieron Juan Dávila y Juana Velázquez de la Torre su mujer, amos del príncipe según el epitafio, y padres sin duda de Juan Velázquez tesorero del mismo, que tan solícitamente intervino en prepararle su postrer morada. Yacen las efigies de los dos esposos, de tamaño menor que el natural, encima de la tumba adornada igualmente de esfinges en sus cuatro esquinas y de medallones que presentan a Santiago en batalla con los moros y a san Juan evangelista en la caldera de aceite (555); a los lados del altar dos nichos sencillos de piedra berroqueña, recuerdan la memoria de otro Juan Dávila abad de Alcalá la Real cuyas mandas pias se enumeran, del primer conde de úceda Diego Mejía de Ovando, y del referido Juan Velázquez Dávila primer marqués de Loriana. Entre la inmediata capilla y el crucero había otro magnífico sepulcro de alabastro, del cual sólo quedan para atestiguar su excelente escultura, una de las esfinges angulares y la mitad superior del grandioso bulto, que debió ser de insigne personaje según el collar que resalta: sobre su coraza de guerrero. A la derecha la capilla de los Bullones y algunas otras contienen lucillos de más reciente data.

     Una desnuda losa de pizarra sin rastro de letrero cubre, según se nos dijo, las cenizas de Torquemada en el centro de la vasta sacristía: la tumba del primer inquisidor general ha sido más respetada que su memoria. Fortuna ha sido que en los últimos trastornos la animadversión al fundador no se haya hecho extensiva al convento, y que rescatado de la ruina por la regia liberalidad, sirva a objeto muy análogo al de su erección, destinado a la enseñanza como seminario menor, bajo los auspicios del actual prelado. Diez arcos por sus cuatro alas presenta el despejado y alegre claustro principal titulado de los Reyes, los inferiores de medio punto y festonados de bolas al par de los pilares octógonos que los sustentan, los superiores trazados con rompimientos a manera de los de alcoba; y a la misma época corresponden varios portales distribuidos por sus ánditos. Igual forma reproducen respectivamente, aunque en más reducido espacio, las galerías baja y alta del claustro procesional, adornada la primera con hermosa crucería en sus bóvedas, y la segunda con guirnalda en sus enjutas y con el nudo gordiano y los manojos de flechas en su antepecho. Al noviciado pertenecía el tercer claustro de arcos rebajados en su segundo cuerpo, y aún hay otro patio denominado de la galería; tal es la extensión de aquella fábrica imponente.

     En la parroquial de San Gil, como ya indicamos, establecieron los jesuitas su iglesia y en las contiguas casas episcopales su colegio por el año de 1553, merced a la especial protección del obispo don Diego de Álava y al crédito de los padres Fernando Alvárez del Águila y Luis de Medina. Setenta años después compraron la mansión de los Dávilas señores de Navamorcuende y Villatoro, asomada a la muralla de mediodía que contrajeron la obligación de conservar, y para instalarlos allí con la misma grandeza que en otras poblaciones les franqueó sus caudales el cardenal y patriarca de Indias don Diego de Guzmán; pero su muerte en 1631 dejó suspendidos los magníficos proyectos, y con menos ostentación se edificaron el nuevo templo y colegio, que sirven al presente desde la supresión de la Compañía en el siglo pasado, el uno de parroquia de Santo Tomé y el otro de palacio episcopal. A la primitiva casa de los hijos de Loyola pasaron en 1624 los Jerónimos recién domiciliados en el vecino lugar de la Serrada, como herederos de los bienes del noble Suero del Águila por extinción de su descendencia; la fábrica de sillería reforzada con estribos, perdió todo carácter con la reparación acaso que en 1662 remedió los estragos de un voraz incendio, pero encima de su doble portal se observa todavía el nombre de Jesús, divisa de aquellos intrépidos regulares.

     Hijo del expresado Suero y último vástago de su estirpe fue Rodrigo del Águila, mayordomo de la emperatriz doña María, el cual fundó hacia 1583 un convento de Franciscos Recoletos con el título de San Antonio, y al fallecer en 1608 recibió sepultura en la capilla mayor al lado de su mujer doña María de Tapia. La reducida iglesia nada ofrece de notable sino la capilla de nuestra Señora de la Portería, que la iguala en capacidad; pero deleita por extremo su situación en el fondo de umbrías alamedas a la salida del arrabal de levante. Plantáronse al tiempo o tal vez antes de construir el edificio, demostrando con su vigor y espesura la multitud de generaciones que han acudido a solazarse en ellas, y el dragón que adorna una de sus fuentes, labrado en enorme pedrusco, se envanece de haber excitado la admiración de Felipe III y de su corte, con los siete chorros altísimos que por fauces y cola despedía.

     En Ávila florecían como en su nativo suelo los Carmelitas descalzos, que introducidos en 1600 por el obispo Otaduy, después de alojarse temporalmente en la ermita de San Segundo y en el que más adelante fue hospital de la Misericordia, se fijaron en 1636 con el favor del conde duque de Olivares su patrono en la misma casa solar de su madre santa Teresa. No hay que decir si cambiaría de forma la morada de Alonso de Cepeda para convertirse en iglesia y convento: la fachada de la primera, erigida en época ya contagiada de barroquismo y decorada de pilastras, presenta en el cuerpo inferior un pequeño pórtico de tres arcos, en el segundo la figura de la santa, una ventana en el tercero y en el cuarto un grande escudo, rematando en frontón triangular entre dos espadañas; el convento ha venido a parar en instituto literario, si bien queda albergue en él para dos religiosos que cuidan del templo. Respetamos el pensamiento de dedicar al culto de Dios y de sus santos los lugares que habitaron éstos durante su vida mortal: pero �cuánto más nos hablarían al corazón las paredes que fueron testigos de los primeros años de la ilustre virgen, que aquel vasto crucero y media naranja blanqueada y fría, aquellas bóvedas cubiertas de labores de yeso, y aun el retablo que la representa entre nuestra Señora y san José al pie de la augusta Trinidad! �Cuánto prefiriéramos ver intacta la cámara donde la dio a luz en 2 8 de marzo de 15 15 la honesta Beatriz de Ahumada, que la capilla locamente churrigueresca que la ha sustituido puesta en comunicación con la iglesia y que guarda como preciosas reliquias el báculo, el rosario, una sandalia y hasta un dedo de la mística doctora! No había estancia que no encerrase algún recuerdo de su piadosa niñez, de su tentada mocedad, de sus aficiones tan tiernas de familia; allí las infantiles ansias del martirio y la fuga concertada con su hermano y las ermitas improvisadas por juego en la huerta, las lágrimas vertidas por el fallecimiento de su madre a los trece años, más tarde las caballerescas lecturas interrumpidas por vagos deseos y hasta sus precoces ensayos en composiciones tan distintas de las que habían de darle inmortal renombre, las peligrosas pláticas con su liviana parienta, el afán de galas y de parecer bien cediendo de pronto a una decidida vocación religiosa, y su salida para el claustro, espontánea sí, pero tan angustiosa como la misma muerte (556). Allí la llevaron a los dos años de su profesión enferma de recios dolores, y tornó a la vida después de cuatro días de parasismo; allí entró por última vez para asistir a su buen padre en su postrera enfermedad y ejemplarísima muerte, y contemplóle difunto como a un ángel cual en vida ya se lo parecía (557). De la casa nada queda; quedan empero los objetos circumvecinos, la plazuela solitaria, en su centro un copudo olmo, si no el mismo, probablemente sucesor del que entonces habría, enfrente el almenado muro y una de sus puertas por donde se descubre el sinuoso río y la vega y las azuladas sierras meridionales, el horizonte en fin por el cual tantas veces se esparcieron las miradas de la meditabunda doncella y que no sería el menor atractivo que se le representase vinculado al hogar paterno.

     En los conventos de religiosas es donde vive en la plenitud de su brillo la memoria de la santa madre; pero antes de llegar a los que por título de residencia o de fundación se enlazan con ella más estrechamente, ocupémonos de otros más antiguos. Tres ocurren que en su tiempo ya habían dejado de existir: el de San Clemente de Adaja fundado extramuros por Alfonso el sabio para monjas benedictinas, a quienes concedió la renta de las cuartillas creada, a lo que se supone, desde la menor edad de Alfonso VII (558), el de Santa Escolástica y el de San Millán ambos de la regla cistersiense. El primero de estos dos fue erigido por el arcediano de Arévalo don Juan Sánchez y transformado al poco tiempo en hospital por el deán de Ávila don Pedro de Calatayud a la entrada del siglo XVI, de cuya época es la portada, único resto del hundido edificio, que frente a la parroquia de Santo Domingo ostenta dos gentiles arcos de medio punto entre agujas de gótica crestería y en el pilar divisorio una figura de la Virgen bajo doselete, dejando ya ver más arriba en los follajes el estilo del renacimiento (559). El de San Millán debió en 1468 su principio al caballero Juan Núñez Dávila, fundador o restaurador de tantos conventos y santuarios, entre los cuales mereció éste la prerogativa de poseer sus despojos y su bulto de alabastro (560). A las monjas reemplazaron en 1529 los niños de la doctrina, y a éstos en 1568 un colegio de sacerdotes y directores espirituales, hasta que en 1586 lo redujo a seminario de estudiantes el obispo Fernández Temiño, labrando luego, el nuevo edificio su sucesor Otaduy. La iglesia pasó a ser capilla del establecimiento, conservando en un arca enfrente de la sepultura de Juan Núñez el cuerpo de la venerable Mari Díaz, mujer de condición humilde que murió en 1572 admirada de todos por sus virtudes.

     Agregáronse estos tres conventos uno tras otro al de Santa Ana también cistersiense, levantado en 1350 y ampliamente dotado por el poderoso obispo don Sancho Blásquez Dávila, de cuya noble familia nunca faltaron moradoras en aquel claustro. Visitábanlo los reyes siempre que posaban en la ciudad, y en su refectorio comió en 1531 la emperatriz Isabel e hizo vestir de corto al príncipe don Felipe. Hállase situado fuera de las murallas en lugar desahogado al este de la población; y los machones de sus paredes, la alta espadaña y hasta el ojivo por tal guarnecido de boceles con la efigie de San Bernardo encima, no parecen formar parte de su primitiva estructura. Por dentro es aún más visible la renovación en la cúpula cruzada por radios, en el arco almohadillado de la capilla mayor y en los retablos churriguerescos: la inscripción colocada sobre la reja del coro se refiere a la traslación de los restos de María Vela, fallecida en olor de santidad en 24 de setiembre de 1517. Lo que del siglo XIV permanece es la estatua del prelado puesta de pie en un nicho frontero a la entrada y la relación de sus dádivas consignada debajo en versos alejandrinos nada poéticos en verdad, pero dotados de la gracia infantil que respiran los de Berceo y del arcipreste de Hita (561).

     Nieta de un caballero francés de los que vinieron en auxilio de Enrique de Trastamara y viuda de Fernando de Belmonte era doña Catalina Guiera, que fundó hacia 1460, al principio del citado arrabal a espaldas de Santo Tomé el vicio, el convento de dominicas titulado de Santa Catalina. Su mucho recogimiento le atrajo la especial protección de los regidores, que le concedieron terreno para ensanche de la iglesia y trabajaron en resguardarle de incómodos vecinos (562). Ruinas de él solamente restan; pero en su capilla mayor todavía se reconoce el estilo de imitación gótica, y el del renacimiento en las pilastras corintias de la portada y en el ovalado medallón que encierra la imagen de la santa mártir.

     La misma que empezó para los frailes Predicadores la magnífica casa de Santo Tomás y restauró la ermita de Sansoles, la ilustre doña María Dávila, instituyó en 1502 por testamento en su heredad de las Gordillas, tres leguas distante de la ciudad, un convento de clarisas bajo la advocación de santa María de Jesús, y fue su primera abadesa. Aún vivía según parece, cuando se trasladaron dentro de Ávila las monjas a un oratorio erigido también por ella y dedicado a la Anunciación; hoy se denomina de las Nieves, y en la calle del Comercio (entonces de Andrín) muestra su planta cuadrada, su bóveda de crucería y una ventana de medio punto con vidrios de colores. Sobre la puerta hay un relieve del misterio, pero en medio del barroco retablo campea una virgen de piedra blanca, porque sin duda al cambiar de dueño cambió de titular (563). Tampoco allí permaneció la comunidad mucho tiempo, pues buscando mayor espacio por el año de 1552 pasó al sitio que hoy ocupa en las afueras a la parte de sudeste contiguo al acueducto que acaba de construirse. Cierra el vasto recinto una alta cerca, y sobre el portal corintio del templo júntanse los escudos de seis y de trece roeles, blasones de las dos cuadrillas rivales; mas el interior se reduce a una desnuda nave sin capillas, alumbrada por ventanas semicirculares, con el presbiterio en lo alto de una larga escalinata, y a los pies una bóveda de labradas aristas encima del coro, donde según noticias debe yacer con efigie de mármol la fundadora.

     Al pie de los muros del alcázar, en el declive de una cuesta, se esconde casi el monasterio de agustinas apellidado de nuestra Señora de Gracia y arreglado al tipo más común del siglo XVI. Dícese que antes fue iglesia dedicada a los santos Justo y Pastor, y en tiempos más remotos mezquita al tenor de unas letras arábigas de quinientos años de antigüedad halladas en su techumbre, cuando en 1509 fue entregada para dicho objeto a la piadosa Mencía de San Agustín, siendo uno de los primeros vicarios santo Tomás de Villanueva. La capilla mayor, más alta que el resto de la iglesia y exenta de blanqueo, contiene un altar plateresco con numerosos relieves de la historia de la Virgen: hízola y dotóla en 1551 Pedro Dávila contador mayor de Carlos V, disponiendo dos nichos adornados con las pilastras y frontón de costumbre, el del lado de la epístola para su propio entierro, el otro para el de sus padres Juan Álvarez Dávila y Mencía Álvarez Salazar (564). Otro Pedro Dávila del Águila costeó en 1572 la fábrica de la nave, renovada acaso en sus bóvedas de yeso después del incendio que maltrató el edificio en 10 de noviembre de 1622. Desterrada de Madrigal por su credulidad en el misterioso pastelero, habitó allí por algún tiempo antes de pasar a las Huelgas de Burgos doña Ana de Austria hija del vencedor de Lepanto; pero más insigne honra había ya recibido el convento con la residencia bien que corta de una simple educanda. Veinte y dos años contaba éste de existencia, y diez y seis de edad Teresa de Ahumada al conducirla a él su padre en 1531 más bien para prevenir peligros que para corregir vanidades (565). Allí, aunque no criada todavía para monja y aun enemiguísima, de serlo, se reanimó la devoción de sus primeros años con las santas y discretas pláticas de sor María Briceño, y ya con pesar volvió a su casa al cabo de año y medio obligada por una grave enfermedad.

     La providencia, tomando ocasión de su estrecha amistad con sor Juana Suárez, la destinaba a otra orden de la cual la constituyó reformadora. En 1515, año cabalmente de su nacimiento, se había establecido al norte de la ciudad, en una granja que antes fue cementerio de judíos, el convento de carmelitas de la Encarnación, que empezó corto tiempo atrás por un beaterio formado dentro de la población por doña Elvira de Medina (566). La situación era apacible, entre huertos y arboledas, a vista de los torreados muros de Ávila en la vecina altura, y alrededor campos, agua, flores, tan adecuadas para levantar el espíritu de su nueva moradora (567). En aquella casa tomó el hábito Teresa en 2 de noviembre de 1533, y cumplido el año profesó: agudos males, soportados con paciencia que no se atreve a negar, la forzaron al principio a dejar el claustro por largas temporadas y paralizaron su cuerpo, hasta que la sanó su confianza en san José de quien fue siempre tan devota; frecuente trato con seglares y alejamiento de la oración disiparon luego su espíritu y lo mantuvieron casi por veinte años en una languidez y tibieza que agrava su profunda humildad. El locutorio donde se le representó Cristo enojado de sus distraídas conversaciones, donde la espantó en medio de ellas una deforme alimaña, guarda pintados estos avisos: así se guardase la llagada imagen del Redentor, que impresionándola vivamente al entrar en el oratorio y derritiéndola en lágrimas, decidió su mudanza y su llamamiento a la cumbre de la perfección. Desde entonces aquellos muros ya no presenciaron sino una sublime seguridad turbada apenas por ningún combate, deliquios de amor, visiones, arrobamientos, mercedes del cielo singularísimas; y de la más regalada al par que dolorosa fue teatro una apartada estancia a manera de desván, donde aún parecen rastrearse gotas de sangre extraídas de su corazón por el dardo de un querubín (568). �Qué mucho que no sin pena recibiese la intimación divina de abandonar aquella casa grande y deleitosa tan a su gusto, y aquella celda hecha tan a su propósito, y tantas amigas, y el amado reposo de treinta años, para emprender la áspera carrera de la reforma erizada de escollos y contradicciones!

     Señalan por fuera la primitiva construcción del templo diferentes machones y una moldura que encuadra el arco del portal; mas el interior fue renovado por completo, cuando a la nave de cinco bóvedas, sin atender a su justa proporción, se añadió crucero y cúpula con barroco ornato, destruyendo la capilla mayor edificada por su ejemplar protector Bernardino de Robles. Un corredor introduce desde el brazo izquierdo a la habitación de la santa, que constaba de dos aposentos con su altar respectivo, y que transformó hacia 1630 el obispo don Francisco Márquez de Gaceta en una espaciosa capilla cortada en cruz y cubierta por una media naranja. Entre los cuadros que componen cierta especie de retablo algunos representan a la estática virgen, y dos tarjetones bendicen sus huellas de calzada y de descalza, conciliando el justo homenaje a su santidad con la indirecta vindicación del convento que no se plegó a adoptar la estrechez de su regla (569). Ninguno de los objetos contenidos en la capilla puede gloriarse de ser coetáneo suyo, sino es una pintura de la Virgen a la derecha y encima de la entrada la reja de su ventana por donde sin cesar ansiosos y enamorados se levantaban al cielo sus ojos.

     Malquista generalmente de sus compañeras y bajo el peso de graves acusaciones ante su provincial, salió de la Encarnación la insigne fundadora para la humilde casa primicia de sus desvelos, que en secreto y dando el nombre su hermana doña Juana, había comprado y labrado con sobrada penuria. Día de san Bartolomé de 1562, logró su deseo de ver erigida por fin una iglesia a su especial patrono san José, y puesto en ella el Sacramento, y vestido el hábito a cuatro huérfanas pobres primer plantel de su reforma; y entre las preciosidades del convento se enseñan aún el pito, el tamboril y la pandereta con que sencilla y alegremente se solemnizó la inauguración. Mas a las pocas horas recias tentaciones acongojaron el alma de la santa madre (570), citósela a juicio ante el capítulo de su orden, púsose en alboroto toda la ciudad recelando no sé qué daños por parte de la que había de constituir en adelante su mayor gloria y por parte del instituto de que el cielo la escogía por cuna. Pronto amansó la tormenta, y en medio de sus doce aprovechadas hijas, que más no quiso, encerradas en estrecha clausura antes de la prescripción general del concilio de Trento y viviendo de limosna y sin renta como tan de fijo se lo había propuesto, gozó Teresa los cinco años más descansados de su vida, en aquel rinconcito de Dios y paraíso de su deleite. La casa aunque pobre y chica tenía lindas vistas y campo, es decir cercado, donde había varias ermitas para mayor retiro: la iglesia, más reducida que la actual y muy distante de su pulimiento, satisfacía juntamente su amor al aseo y a la pobreza. Morada de sosiego y quietud que echaba bien de menos desde que en 1567 empezaron sus continuos viajes y trabajosas fundaciones, y de que ya no disfrutó sino por cortos intervalos de descanso en sus expediciones al norte y al sur, a poniente y a levante (571).

     Aún la obligó la obediencia, de 1571 a 74, a volver como prelada a la Encarnación de donde había partido poco menos que como rea; y el bien que derramó en sus antiguas hermanas restaurando su fervor y hasta sus rentas, y sus dulcísimos coloquios con san Juan de la Cruz, a quien puso de vicario en el convento, premiaron copiosamente sus cuidados. En 1577 las calzadas la eligieron por priora otra vez; pero estorbáronlo las violencias y excomuniones de los frailes de su ropa, seguidas de la cruel prisión del angelical vicario y de su compañero. Retirada en su querido encierro de san José durante la mayor furia de la tempestad permaneció hasta mediados de 1579: su última estancia en él fue hacia los cuatro postreros meses de 1581, muy a propósito para preservarlo de la decadencia que le amenazaba. Necesitóse acaso todo su desasimiento de las cosas de la tierra, para que al cerrar los ojos en Alba de Tormes diez meses más adelante no encomendase su cuerpo a la primogénita de sus fundaciones: por lo menos la de Ávila presentó tales títulos a poseerlo, que por acuerdo del capítulo provincial lo obtuvo, recibiéndolo con transporte en 25 de noviembre de 1585 y colocándolo muy cerrado en la sala capitular pero en 23 de agosto del año siguiente hubo de devolverlo de orden del pontífice, en quien influyeron a favor de Alba las instancias de su duque. Debió, por tanto, contentarse con la clavícula del brazo roto allí mismo a fines del 1577, con varios objetos del uso de la santa que se enseñan reverentemente al viajero (572), y sobre todo con cierto aroma indefinible de su bienaventurada existencia que en aquel ambiente se respira.

     El convento de san José, que el pueblo por excelencia titula de las Madres, cae en el arrabal a espaldas del Mercado Grande, en un laberinto de extraviadas callejuelas difícil de acertar sin guía, y sólo se manifiesta al que le busca con deseo. El curioso que aguarda sentir en él impresiones, sí, pero diversas de las artísticas, queda agradablemente sorprendido a vista de la noble cuanto sencilla arquitectura de la fachada, terminada en un ático triangular y adornada de un pórtico de tres arcos graciosos sobre dóricas columnas y de una bella estatua del patriarca llevando al niño Dios de la mano, obra de excelente escultor (573). Desde luego conoce que no es aquella la pobreza con que solía edificar la fundadora; y en efecto muy otra era la iglesia que en su tiempo y aun después de su muerte se levantaba de piedra seca y barro sobre la fábrica vieja, y la capilla mayor tan pequeña, aunque labrada a expensas del obispo Mendoza, que se afligió de verla el célebre arquitecto Francisco de Mora al visitar aquellos lugares. Agradecido éste a las mercedes de la santa y por indicación de su confesor volvió allá hacia 1608, y mandando derribar lo hecho a excepción de tres capillas, lo reconstruyó de nueva planta y de sillería, y la bóveda, que había de ser techo de madera, de hermosa piedra de jaspe rojo: los doce mil quinientos ducados que costaron dichas obras los allegó de limosnas el piadoso artífice puesto en la corte a demandadero contribuyendo no poco de su parte (574). La nave no es vasta aún, pero elegante: sus cuatro bóvedas, como las de varios templos de religiosas en Ávila, se aproximan a la forma hemisférica; en el retablo mayor aparece el grandioso carácter de los de su siglo, con buenas pinturas en los entrepaños de sus cuatro columnas corintias y la figura del titular en el centro. Al lado de la epístola una notable efigie de alabastro arrodillada en un reclinatorio representa al obispo don Álvaro de Mendoza, fundador de la capilla y constante favorecedor de la reforma, que quiso descansar en aquel bendito suelo (575); al otro se abre la reja del coro, puesto a un costado del presbiterio como el de Alba de Tormes, cuya silla prioral nadie ocupa sino la imagen de la ínclita madre presidiendo perennemente a sus hijas (576).

     Las capillas de severo estilo, cerradas con rejas y cubiertas de media naranja, sirven de entierro a bienhechores, y reúnen a personas muy amantes y queridas de la santa alrededor del lugar que creían destinado a recibir sus preciosos restos. Ella misma en sus postreros años cuidó de labrar la de su predilecto hermano Lorenzo, que es una de las de mano derecha; y bien lo merecía el que había sido el amparo y sostén de toda la familia, el providencial socorro de la pobre monjilla en sus más apurados trances, el que tan cristiano uso hacía de la fortuna adquirida en el Perú con treinta y cuatro años de honrosas fatigas (577). El buen sacerdote Julián de Ávila y el docto maestro Gaspar Daza tomaron a su cargo la inmediata capilla, en la cual yacen la madre y la hermana del segundo, Francisca y Catalina, muerta aquella en 1571 y la otra diez años más tarde (578).

     La de enfrente dedicada a la Purísima, cuyo altar tiene semejanza con el mayor, la hizo con más esplendidez de lo que había pensado al principio, por amonestación del arquitecto Mora, el noble Francisco Guillamas Velásquez, tesorero de tres reinas sucesivas, y en las hornacinas laterales decoradas con pilastras corintias y frontispicio figuran orando de rodillas él y su consorte vistiendo el traje de su época con enormes golillas (579). Al lado de esta fundó su capilla en 1618 el canónigo Agustín de Mena, cubriendo de excelentes cuadros sus paredes, como lo son por fortuna casi todos los del templo (580). En vida ya de santa Teresa, pegada a la iglesia de San José se había erigido a san Pablo otra más pequeña, tal como hoy se mantiene con entrada bajo el mismo pórtico, con techo de madera y reja a un costado; y bajo su pavimento descansa el que la costeó, Francisco de Salcedo, el caballero santo como ella le llamaba, favorecido con el más puro afecto de aquel gran corazón que tanto amaba en Dios a sus amigos (581).

     Después que el de la Encarnación, pero muy antes que el de las Madres, se inauguró en Ávila año de 1539 otro convento de franciscas llamado de la Concepción en unas casas del arrabal del norte contiguas a San Andrés, legadas al efecto por el canónigo Maldonado. Edificó desde luego el cuerpo de la iglesia otro canónigo apellidado Escudero, y la capilla mayor con la bóveda de arquería que hoy conserva la hicieron Antonio Navarro y Catalina Sedano su mujer, transfiriendo en 1599 el patronato a doña Luisa Guillamas para su entierro: en el arco de la portería alcovado y guarnecido de bolas se observa aún cierta gótica reminiscencia. El convento en nuestros días ha cedido su puesto a la inclusa, y ha ocupado a su vez a la derecha de la puerta del Alcázar el del hospital de la Magdalena, tan antiguo como indican sus dos portadas bizantinas flanqueadas de columnas, de las cuales una introduce al edificio y otra interior a la iglesia que fue capilla, cuyo ábside asoma por fuera su desnuda redondez.

     Por una singular excepción se han aumentado últimamente en Ávila con una más las casas de religiosas, atendiendo de paso a la conservación de una insigne fábrica vacía de moradores. Desde Aldeanueva de Santa Cruz metida en la sierra entre Piedrahíta y Barco de Ávila, ha pasado a la capital de la provincia doce leguas distante la comunidad de dominicas establecida allí a la entrada del siglo XVI y floreciente largo tiempo bajo la protección de los duques de Alba (582); y en unión del adjunto edificio se les ha dado el templo que con el modesto título de capilla goza en la ciudad de merecida fama como uno de los más suntuosos. Su fundador no fue mosén Rubín de Bracamonte cuyo nombre lleva, señor de Fuente el Sol y tercer nieto del almirante de Francia venido a Castilla en el reinado de Enrique III (583); sino que heredó simplemente el patronato de su tía doña María de Herrera, cuyo marido Andrés Vásquez Dávila era hermano de su madre. Aquella ilustre dama instituyó por testamento en 1516 una especie de colegiata con seis capellanes y la contigua casa para albergue de trece donados del hábito de san Jerónimo, siete varones y seis mujeres, proveyendo ampliamente al culto así como al sustento de dichos pobres con seis mil ducados de renta anual. La obra no se hizo toda de una vez, pues con los machones, ajimeces y sartas de perlas, que en la capilla mayor y crucero marcan con elegancia no común el tipo de la decadencia gótica, se combinan las grandes columnas corintias de la nave, pareadas a uno y otro lado de la puerta, la galería de liso arquitrabe que corre encima de ellas, las ventanas con cartelas tapiadas en los entrepaños, y la portada del renacimiento que da entrada a las habitaciones, adornada en el ático con un relieve de la Anunciación titular del establecimiento, y que en espaciosa plaza forma ángulo con la iglesia.

     No menos armoniosamente casan en el interior de esta entrambas arquitecturas: apoderada la gótica de la cabecera y de los brazos que describen una grandiosa cruz con ángulos sumamente obtusos, formando grata entonación las pardas tintas de sus muros y los jaspeados sillares rojos de sus bóvedas de crucería con las pintadas vidrieras de sus dobles ventanas semicirculares; y la greco-romana dueña del cuerpo de la nave, desplegando los tres arcos almohadillados del coro desiguales entre sí sobre gemelas columnas corintias. Del mismo modo se hermanan, aunque no tan felizmente, dos antiguas pinturas de san Jerónimo y san Antonio de Padua con los churriguerescos retablos del crucero y con un trozo de moderna sillería a la parte derecha: en medio de la capilla yacían sobre magnífica urna de mármol la efigie del patrono mosén Rubín y otra probablemente de su consorte, que a fines del último siglo se arrinconaron a fuer de estorbo con tanta falta de piadosa gratitud como de artístico sentimiento (584). El retablo mayor pertenece sin duda a principios del siglo XVII, segunda época de la expresada construcción, y entre los lienzos estimables colocados en sus tres cuerpos se nota ya en el acto de la transverberación una imagen de la inmortal patricia elevada por aquellos años a los altares.

     Con brillante procesión, con toros y cañas, con comedias y fuegos, festejó Ávila en agosto de 1614, la beatificación de Teresa de Jesús, y al año siguiente acordó guardar su fiesta; pero sus vítores se perdieron en las aclamaciones generales con que muy pronto España entera la saludó por patrona. Era harto insigne aquella gloria para encerrarse dentro de los muros de su silenciosa patria, para no trasfundirse a la nación, al cristianismo, a la humanidad. Por un raro privilegio, la regeneradora carmelita es uno de los pocos santos que el mundo reconoce y admite en su panteón de celebridades, cuyos libros hojea y admira aunque no siempre comprende, cuya vida absorta en Dios y limitada por fuera a la reforma de algunos conventos le interesa al par de las que más hondamente han cambiado la faz de la tierra. Teresa es de toda región y de toda edad: �pero dónde se la siente mejor que en sus sutiles auras nativas, en su ciudad tan piadosa y tan hidalga, entre palacios desiertos y claustros aún poblados, y en medio del recogimiento en que sumen al alma las graves e imponentes fábricas de lo pasado y los contornos de una tétrica y brumosa naturaleza?

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