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Capítulo VI

Serranía de Ávila, Piedrahíta

     Las sierras y las llanuras se dividen por partes casi iguales la provincia, dilatándose éstas al norte de la capital, rodeándola aquellas por los tres vientos restantes. Cubiertas las unas de ondulosas mieses en la estación mejor, sin árboles apenas que señalen el cenagoso cauce de sus ríos, sin lomas casi en sus rasos horizontes que las resguarden del helado cierzo o del austro no menos frío desprendido de los nevados picos cercanos, representan la monotonía más que la apacible belleza de un mar en calma; al paso que las elevadas cordilleras surcadas por hondos valles, ora trazando paralelas, ora senos concéntricos, cruzando o esparciendo sus ramales, empinándose gradualmente unas en pos de otras o decreciendo a compás hasta acabar en suaves colinas, figuran encrespadas olas que se empujan, se amontonan, se arremolinan, írguense soberbias contra las rocas, o decaen y espiran mansamente sobre la playa. Y sin embargo no es el terror la impresión que prevalece a vista de aquella trastornada naturaleza: respiran brío y sublimidad las aéreas cumbres y tajados riscos, animación y robustez las laderas vestidas de selvas y pinares, frescura y amenidad las cañadas que fecundan inquietos y cristalinos arroyos; y juntando a lo agradable lo provechoso, encierra el suelo inagotables canteras de granito y mármol, ofrecen los bosques a la construcción copiosas y fuertes maderas, rinden las vegas el variado tributo de sus sabrosas frutas, crían innumerables ganados los pastos y dehesas, y aquellas poblaciones más pastoriles que agrícolas, más prósperas e importantes que sus vecinas del llano, no penden del éxito inseguro de una sola cosecha. Tal es el carácter que presentan alrededor de Ávila y de su comarca, describiendo semicírculo, el partido de Cebreros al este, el de Arenas de San Pedro al sur, el del Barco y el de Piedrahíta al oeste, y el que se advierte asimismo en gran porción del distrito de la ciudad.

     Mal permite apreciarlo de pronto el ferrocarril que la enlaza con la corte por el lado de levante. En vez de la carretera que por los lugares de Tornadizos y Urraca y al través del Campo Azálvaro se dirigía pocos años hace, tocando los confines de la provincia de Segovia, a buscar el puerto de Guadarrama, taladra la nueva vía por la línea más corta el muro insuperable que cerraba a los carruajes el camino del Escorial. No es la marcha de los trenes la que se aviene mejor con la contemplación del país, y más cuando encajonados por la desigualdad de él en perpetuas cortaduras, en vez de campos sólo ven deslizarse a un lado y a otro las capas y vetas del terreno, dando materia de estudio al geólogo más que al artista. Pero a la salida de un larguísimo y prodigioso túnel, de repente se despliega en la estación de Navalgrande un vasto panorama de profundos valles y desnudas sierras que a los pies del espectador ondulan y se ramifican, y no acierta el medio de salvarlas hasta que una serie de galerías subterráneas sumiéndole en intermitente oscuridad le facilita el descenso por la pendiente, donde se sienta con su parroquia de la decadencia gótica Navalperal de Pinares. Densos son los que cubren las postreras lomas y pintorescos estribos de la vertiente meridional dominados por las Navas del Marqués, villa que Carlos I dio en título a Pedro Dávila confirmando la inmemorial posesión de sus abuelos, y que conserva el viejo palacio de sus señores (601).

     Pueblos de no menor importancia abriga en sus faldas la cordillera que continúa hacia sudeste formando lindero entre las dos Castillas. Cebreros, que es cabeza judicial y de crecido vecindario, muestra su templo parroquial de tres naves atribuido al insigne Herrera y la iglesia que fue de franciscos descalzos, y olvida la antigua destinada hoy a cementerio y los restos de fortaleza o atalaya que coronan el antiguo cerro. El Tiemblo se envanece de poseer en su término el célebre monasterio de Guisando y las memorias a él anejas (602); la Adrada recuerda a, vista de las ruinas de su castillo el estado señorial que con otros seis pueblos constituía. Paralelamente casi con dicha sierra demarca el partido por el norte separándolo del de Ávila la titulada Paramera, y entre las dos se forman multitud de valles o llanuras cerradas que se apellidan navas en la provincia y que en unión con diversos epítetos o posesivos dan nombre común a muchas de sus poblaciones. La mayor parte no presentan sino silvestre espesura de robles y pinos, pero en otras el agua de los arroyos hace brotar fértiles vegas y pone las aceñas en movimiento.; y el Alberche que merece los honores de río, cruzando la comarca de poniente a levante, vierte la alegría y la fecundidad por sus villas principales antes de bajar a las tierras llanas de Madrid y de Toledo.

     Más erguidas crestas circundan al extremo meridional de la provincia el partido de Arenas de San Pedro. Desde cualquier punto se contemple el horizonte, por cima de los frondosos y cultivados cerros, de las oscuras breñas y agrestes montañas, vese descollar al aquilón el formidable puerto del Pico por cuyo pie viene el camino de la capital, al occidente la culminante sierra de Gredos, árida, pavorosa, velada de nieve o ceñida de nubarrones que beben en la extraña laguna, abierta en su cumbre como el cráter de un volcán, para derramar luego ráfagas de granizo sobre las mieses y viñedos. De ahí entre los aterrados labradores las consejas que la suponen morada de monstruosos vestigios o punto de reunión de malditos aquelarres, con las cuales armoniza el horror de las negras rocas y de los vertiginosos precipicios. De los ramales que cortan y subdividen el ámbito de aquel distrito resultan sombríos barrancos, despejadas cuencas, riberas o gargantas más o menos angostas, donde entre huertos y vergeles serpea un riachuelo y asoma un lugar de un mismo nombre comúnmente, si se exceptúa el Tiétar que recogiendo los caudales de los otros va con ellos a desplegar su opulencia en los campos extremeños. Los lugares, más raros y mayores de lo que suelen ser en país montuoso, tienen casi todos el rango de villa, pero sin monumentos y sin historia. Solamente Mombeltrán fue cabeza de señorío sobre doce pueblos con cierto esplendor de que dan indicio su magnífica parroquia de estilo gótico situada en las afueras, la fuerte morada de los duques de Alburquerque y un derruido convento de dominicos (603). A Candeleda, absorta en el cultivo del pimiento a la sombra de los picos de Gredos, quédanle los muros de un castillo que poseyeron los condes de Miranda; sobre Santa Cruz del Valle campea pintorescamente su antigua iglesia; y en la de Lanzahíta un retablo labrado en 1588 y compuesto de innumerables figuras y relieves imita al parecer el del Escorial.

     Tocante a Arenas, puesta hoy al frente de dicha comarca, recibe su gloria principal y el aditamento de su nombre del santo que la honró con su muerte y con la posesión de su cadáver. Al oriente de la villa fundó Pedro de Alcántara el segundo convento de su austera reforma, y a él se hizo llevar sintiéndose próximo a su fin que dio principio a su dicha eterna en 18 de octubre de 1562. El cuerpo pasó desde el suelo de la iglesia a la suntuosa capilla que le erigió a la parte de la epístola el obispo Gamarra hacia 1620 y que adornó en el siglo pasado don Ventura Rodríguez, y después de la expulsión de los religiosos fue trasladado a la insigne parroquia cuya gótica estructura enriquece y donde se le venera en urna de mármol y bronce custodiada por dos ángeles. Sin embargo, en aquel retiro enlazado con el pueblo por una larga alameda, no sé qué olor de santidad se percibe aún, y el edificio, la huerta, las ermitas hacen revivir en la fantasía al penitente varón, tan mortificado en su exterior, tan enjuto como si fuera hecho de raíces de árboles, y a la vez tan afable y sabroso en sus palabras como le pinta santa Teresa (604). Otro convento tenía Arenas, de frailes agustinos, instituido en 1436 por el obispo don Diego de Fuensalida bajo la advocación de nuestra Señora del Pilar y patrocinado por los Meneses de Talavera (605). Ya entonces era población importante, dada a principios del siglo XV al condestable Rui López Dávalos, ceñida de muros y guardada por fortaleza de que subsisten vestigios. Habitóla el infante don Luis Antonio de Borbón caído en desgracia de su hermano Carlos III por su desigual enlace con la Vallabriga, fabricándose a semejanza del de Madrid un lindo palacio que devastaron los franceses y han desfigurado sus actuales moradores; y hácenla agradable aún hoy día las fuentes que brotan en sus plazas, el arroyo que atraviesa sus limpias calles, y sobre todo la hermosa vega y, verdes colinas de sus contornos.

     Años atrás se extendía por aquel lado la provincia hasta las inmediaciones de Talavera, comprendiendo a Navamorcuende, Velada, Oropesa y otros dominios de la nobleza de Ávila; en cambio pertenecían al territorio de Salamanca el distrito del Barco y mucha parte del de Piedrahíta que ensanchan en la actualidad hacia el oeste los límites de la primera. Sus valles, enclavados entre la sierra de Gredos y la de Béjar, abriendo paso a Extremadura por el puerto de Tornavacas, rebosan en manantiales que hacen tan lozana su vegetación como triste su cielo cubriendo de frecuente niebla las alturas, y todos contribuyen a aumentar la corriente del Tormes, nacido pobre en el seno de las breñas, para que llegue digno de su nombradía a las puertas de la ciudad universitaria. Júntasele por la izquierda a vista del Barco el Aravalle, por la derecha el Corneja cerca de la villa de Horcajada que toma nombre de su confluencia, y por entre bosques de castaños y praderas de linares recorre de un extremo a otro el partido, serpeando sin cesar de sur a norte y de levante a poniente. Los pueblos, cortos de fama y de vecindario, rodean con poca desigualdad de distancias al Barco de Ávila que es su cabeza, y que reconocía con ellos por señor al poderoso duque de Alba. Muralla con tres puertas más fuerte que antigua, espaciosas y rectas calles, casas de buen aspecto con rejas y balcones, la acreditarían de más moderna de lo que arguyen su venerable parroquia y la remota noticia del santo sepultado en la capital dentro de la basílica de San Vicente, a quien su patria, si es que declara naturaleza el nombre de Pedro del Barco, erigió en su casa natal una capilla (606). Hoy empero yace abandonada, lo mismo que el convento de Alcantarinos, uno de tantos como produjo en el país la reforma franciscana. Becedas, lugar fresco y algo crecido, dedicó también una ermita a Santa Teresa, que a sus veintiún años y ya religiosa fue en compañía de su padre y hermana a buscar allí inútilmente el alivio de sus crueles padecimientos (607); y en Aldeanueva de Santa Cruz floreció desde la edad de los reyes Católicos hasta nuestros días la comunidad de monjas que hoy ocupa en Ávila la capilla de Bracamonte (608).

     Más extenso que el del Barco el partido de Piedrahíta no ofrece tan ásperas peñas ni tan angostas cañadas, y aun hacia el confín septentrional sus cerros y colinas van suavizándose hasta confundirse con las llanuras de Peñaranda. Doble cordillera lo separa del territorio de Alba de Tormes, y entre las dos se esconde Arevalillo, lugar humilde cuya iglesia de San Cristóbal encierra un labrado techo de madera. A la sombra de densos encinares bajábamos por la vertiente de la segunda que empieza en el Collado, grupo de chozas diseminadas entre montones de rocas, y acaba en Malpartida; mientras iba desplegándose a nuestros ojos por lo ancho el espacioso valle del Corneja alfombrado de verdor y sembrado de pueblecillos, entre los cuales con visible preeminencia blanqueaba enfrente Piedrahíta al pie de la dilatada sierra de su nombre, más alta pero más desnuda que la que dejábamos titulada del Mirón. Para cruzar la cuenca intermedia anduvimos todavía una legua inacabable (609). Era antiguamente el Valdecorneja un precioso dominio compuesto de cuatro villas, Piedrahíta, el Mirón, la Horcajada y el Barco ya nombradas, con sus respectivas y numerosas aldeas. Diólo Alfonso el sabio a su hermano don Felipe, esposo de la malograda Cristina de Noruega, e infantes lo poseyeron sin intermisión apenas, antes de que entrase en la opulenta casa de los Toledos por merced de Enrique II a Garci Álvarez su progenitor. Más tarde obtuvieron éstos el vecino estado de Alba, cuyo primer conde, sobrino y heredero del arzobispo don Gutierre, dictaba ya con este título ordenanzas en, Piedrahíta (610), y en 1440 acogía allí, con su tío, a Juan II poco menos que fugitivo de los magnates descontentos. Doce años adelante, trocado el favor de la corte, todo el valle estaba en armas para reclamar la libertad de su señor preso en Roa de orden del monarca; vengábale su hijo García saliendo a menudo del castillo a devastar el país comarcano, y sin la caída de don Álvaro de Luna hubiéranse visto cercadas por la hueste real las rebeldes almenas y sucumbido probablemente. La villa sin embargo prosperó al paso de la fortuna de sus señores que la tenían por una de sus residencias favoritas, y tocóle la gloria en 1508 de ser cuna del más ilustre de ellos, del gran duque de Alba don Fernando.

     Recostada en el monte de la jura, donde la tradición supone verificada en el conde de Castilla Fernán González una proclamación semejante a la de Pelayo después de los tres días de combate y sangrienta derrota de los moros con que mezcla el nombre de Piedrahíta la crónica general (611), baja la población de sur a nordoeste en suave declive, conservando visible si no entero el circuito de sus murallas. Donde más se denotan los reparos es por el lado de la entrada, pues los del norte y del este mantienen su robusta antigüedad, haciendo ala a la puerta dicha de Ávila, que formada por un arco ojivo dentro de otro de medio punto y defendida por matacanes y ladroneras, recuerda característicamente las escenas ya sombrías ya esplendorosas de la Edad media. A casas y edificios posteriores sirve de pedestal el lienzo del oeste, a cuyo extremo la puerta del Barco, parecida a la otra, acrecienta su efecto con la vecindad de un puente y de un arroyo y de la cerca del jardín del duque tapizada de florida yedra. Cerraba entre las dos puertas el recinto y constituía su testera el alto alcázar, reemplazado en el último siglo por un moderno palacio, del cual sólo quedan en pie sobre el piso bajo a manera de esqueleto las jambas y dinteles de los balcones, que como de fuerte piedra resistieron al estrago de la guerra de la Independencia mejor que las paredes de ladrillo. Un pequeño y umbrío paseo introduce a su gran patio semicircular, y a espaldas de las habitaciones el vasto jardín muestra en sus redondos estanques reliquias del arte que hermoseaba la lozana naturaleza.

     Frondosas son las alamedas que rodean la población, pero no tanto aún como pudiera esperarse de las copiosas aguas que por doquiera corren y murmuran, haciendo alegres y limpias las calles, regulares de suyo por el caserío, y saltando de una fuente en el centro de la espaciosa plaza. En esta se levanta la iglesia parroquial, dedicada al misterio de la Asunción como muchísimas de la diócesis, antigua y grande aunque no bella ni rica de labores. Cinco arcos rebajados, menos el central que es más alto y de medio punto, sostenidos por columnas jónicas y almohadillados en sus dobelas, forman el pórtico que cobija el ingreso lateral de estilo gótico harto degenerado; encima del opuesto avanzan algunos matacanes. Los muros exteriores de piedra cárdena no han sufrido casi reforma, y quizás indica haber existido sobre la capilla mayor un cimborio cuadrado el rebajado cuerpo donde están las campanas. En el interior apenas reconocería ya Juan II el templo adonde fue desde Bonilla a celebrar la semana santa de 1440 como al más grandioso de la comarca (612): sus tres bajas naves apoyadas en gruesas columnas de planta circular han pasado por una renovación completa; su retablo principal es barroco, y en todo el ámbito no se ve más pintura gótica que una de santa Ana en la nave izquierda. Hasta lo que encierran hoy de más antiguo las capillas, sus bóvedas de crucería, sus lucillos y epitafios, pertenecen a últimos del siglo XV (613). Tiene la iglesia a sus pies un claustro al cual se sale por detrás del coro y por bajo de una ventana ojival; pero en sus cuatro alas de cinco arcos cada una, reina rigorosamente el orden dórico, y ninguno de los retablos puestos en sus ángulos deja de ser muy posterior al renacimiento. Sin embargo no sé qué vetustez impregna las paredes y más el pavimento de aquel local, y si se le agreo-asen datos más seguros no tuviéramos por tan infundada la opinión vulgar que coloca allí un palacio de la reina Berenguela y el sitio del nacimiento de san Fernando, usurpando este honor a la soledad de Valparaíso.

     Dentro de sus muros contiene la villa un convento de Carmelitas calzadas fundado por los duques, según el escudo que se advierte sobre la puerta, y fuera de ellos en un alto las ruinas de otro de Dominicos, del cual subsiste la fachada formando ángulo con la de la iglesia, esta con su espadaña de dos cuerpos, aquella con su bocelada puerta semicircular del siglo XVI: en sus robustas paredes de sillería aún se observa uno que otro ajimez.

     Cabeza de distinto estado fue Villafranca, aunque sita al sudeste a una legua no más de Piedrahíta, en un recodo de la misma sierra y a orilla del expresado Corneja que convierte su terreno en un vergel de frutales. Su señorío anduvo siempre unido con el de las Navas en poder de los descendientes de aquel Esteban Dávila el viejo, que se dice la pobló hacia 1294 (614), y en el desmoronado castillo que la domina flotaba al viento el pendón de los trece roeles. Pero Bonilla, población famosa, colocada en triángulo y casi equidistante respecto de las otras dos a la parte del norte, dependía ya de diversa jurisdicción: señor temporal de ella y de ocho lugares adjuntos era desde remotos tiempos el obispo de Ávila (615); y su palacio, situado al este junto a una de las dos puertas de la villa y flanqueado de cuatro cubos, manifiesta aún en el doble arco con rastrillo y en la cuadrada y belicosa torre su primitivo carácter de fortaleza. En él terminó precozmente sus bien empleados días en 3 de setiembre de 1455 el inmortal Tostado, y no fue el último prelado a quien sorprendió la muerte en aquella residencia (616). Dentro de los muros episcopales halló seguridad Juan II con su fiel pero escasa comitiva, cuando Salamanca le echaba de su albergue, cuando Ávila le cerraba las puertas y allí en el corazón de la sierra pasó el rigor del invierno de 1440, desde la entrada de febrero hasta la salida de abril, sin poder llegar a términos de avenencia con la liga acaudillada por los infantes de Aragón, que desde Madrigal y estrechándole alrededor con armas, pretendía someterle a su yugo so color de emanciparle del de su privado.

     Queda aún a Bonilla una buena parte de la cerca en que confió el monarca, y al oeste la puerta por donde entró, ceñida de matacanes, levemente apuntada en el arco, y construida en la primera mitad del siglo XIV, dado que los seis roeles de su escudo sean los que usaba por blasón el esclarecido obispo don Sancho de Ávila. Más agreste la naturaleza, más lóbregas las calles, hacen echar de menos la amenidad de Piedrahíta; en cambio, monumental cual ninguna de las del distrito y bella por el color de los sillares, campea en medio de su plaza la parroquia de san Martín, terminando en festoneadas pirámides sus salientes estribos, avanzando sus caprichosas gárgolas, luciendo en los entrepaños sus gentiles ajimeces y levantando su cuadrada torre con dos ventanas semicirculares por lado. Tiene a los costados las puertas, de bocelada ojiva, orladas de colgadizos, metidas entre agujas de crestería nada impropias de la época del Tostado, de quien parece ser el escudo con banda diagonal que adoptó por divisa. Su nave única y anchurosa desenvuelve cinco bóvedas de cañón ojivales divididas por labrados arcos, y concluye en ábside de crucería cuyo fondo ocupa un barroco retablo, al cual se pasaron en 1688 varias tablas del primitivo referentes a la vida del santo. El coro está en alto a los pies del templo sobre dos arcos escarzanos sembrados de serafines, por bajo de los cuales se entra a la capilla de san Miguel, de forma cuadrada, alumbrada también por ajimeces y cercada de hornacinas, que ha conservado mejor su retablo de pinturas del siglo XV con la figura del arcángel en el centro. No menos interesante lo debía contener otra capilla de la izquierda, mas sólo da lugar a deducirlo por su fecha de 1433 y por el nombre del que la fundó (617).

     Una legua larga de monte separa a Bonilla de la carretera y de las casas del Puerto, donde traspuesta la cima del mismo y dejando a la espalda el valle de Corneja y las nevadas sierras del Barco, desciende cuesta abajo en rápidos giros el viajero mecido en el coche de Béjar y sin echar ya de menos el trote del caballo, hundiendo con placer la vista en los senos y barrancos que a cada revuelta se le ofrecen tapizados de verdura. Al pie de la altura a que da nombre está Villatoro, pueblo de otra línea de Dávilas señores de Navamorcuende, cuyos son acaso los seis roeles esculpidos sobre la puerta de la parroquia que en su capilla mayor y crucero demuestra góticas reminiscencias. Allí empieza el pintoresco valle de Amblés, continuado por más de siete leguas en dirección a levante hasta muy cerca de Ávila, entre dos cordilleras accidentadas aunque desnudas de arbolado, la del mediodía harto más alta que la del norte y perfilada a menudo de nieve bajo el ardiente sol de junio: su mayor anchura no excede de legua y media, y por él corren a la izquierda el camino, a la derecha el Adaja recién nacido en aquellas cumbres ambos con rumbo a la ciudad. A un lado y otro desfilan multitud de lugares y caseríos con sus rojos tejados y sus iglesias semigóticas del siglo XVI, Amavida, el aislado convento de agustinos del Risco, Muñana, Santa María del Arroyo, Muñogalindo, Padiernos, Muñopepe, el Fresno, la Serrada; parecen batidores destacados de la majestuosa escolta de torres que en el horizonte se divisa.

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