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Segovia

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Capítulo I

Acueducto, memorias antiguas de la capital

     Cuando nacieron las viejas casas, el almenado muro, las iglesias y torres bizantinas, que cubren ahora las dos alturas de la ciudad y del arrabal como si una en otra se reflejaran, antiquísimo y de doce siglos por lo menos era ya el acueducto que todavía entero y robusto las enlaza. Habíalas visto sucesivamente yermas o sembradas de escombros, y coronadas de fábricas muslímicas, de edificios de la dominación goda o de ruinas del bajo imperio; había coexistido con templos y pórticos y circos romanos, formando un homogéneo conjunto de grandeza; acaso coincidió con el principio de la población, que aislada sobre una árida muela no podía abastecerse de aguas cómodamente de los hondos riachuelos que la circundan. Y hoy, al cabo de diez y nueve centurias por lo corto, continúa prestando igual servicio; y el tiempo, que ha borrado casi del suelo español los arcos de triunfo, las aras, los anfiteatros, las estériles pompas de la sociedad pagana, ha convenido con los hombres en respetar la decana de sus más útiles al par que magnificas empresas, no para exhibirla como antigualla caduca y venerable, sino para mantenerla en actividad perenne y perpetuar de generación en generación sus beneficios.

     Empieza al oriente de la ciudad la prolongada arquería, que no es sino el complemento de multitud de trabajos, no menos arduos y sorprendentes aunque no tan ostentosos, para traer de la sierra las aguas de Riofrío por espacio de tres leguas de minas y desmontes, tan antiguos y disimulados que parecen ya accidentes de la naturaleza más que obras del arte: un canal de mampostería las recibe desde la vieja y fuerte torre del Caserón, y en dos casetas de piedra cárdena se depuran sucesivamente. Los primeros arcos apenas levantan del suelo las dovelas, como si yacieran enterrados sus pilares, pero a medida del declive del terreno van creciendo en altura hasta llegar a regulares proporciones: así corren con rumbo a nordoeste en número de treinta y uno desde el convento de San Gabriel hasta el de la Concepción, y luego tirando de levante a poniente hasta la espalda de San Francisco donde se cuentan ya setenta y cinco. Allí, al borde del valle que aísla la loma sobre la cual se sienta enfrente la población amurallada, forma el acueducto un ángulo atrevido torciendo de repente al norte, y cruza la profundidad hasta tocar al muro opuesto mediante cuarenta y cuatro arcos que continúan la serie de los antedichos; mas para suspenderlos al mismo nivel brota del flanco de la cuesta otra serie de ellos en igual número, que adquieren hacia el centro en lo más bajo del terreno una elevación asombrosa. Seguían dentro de la cerca ocho o nueve arcos más de los superiores, de los cuales aún hay vestigios y se ven sillares en los cimientos de la muralla, terminando frente a San Sebastián en la cúspide del cerro, desde donde cubierta bajo el piso de las calles se distribuye el agua por todo el ámbito de la ciudad. Agregados a los ciento veinte y ocho de arriba los cuarenta y dos de abajo, resulta un conjunto de ciento y setenta arcos recorriendo cerca de tres mil pies de longitud.

     Aquel aéreo puente de doble línea de ojos tan altos y multiplicados, invirtiendo el orden de costumbre, da paso al agua por el pretil y a los hombres y caballerías por lo más hondo del cauce. Desde arriba o desde abajo, por delante o por detrás, de frente o de soslayo, ofrece variadas perspectivas a cual más bella y original, mostrando al través de sus aberturas cual por los agujeros de un neorama cielo, calles, edificios, verdes paisajes, lejanos horizontes. Sobre su fantástico fondo resaltan cual si fueran monumentos las construcciones más vulgares; pero él campea y sobresale como el monumento por excelencia. Sencillez, elegancia, grandiosidad, se hermanan con admirable acuerdo en su perfecta estructura: la piedra, no traída de lejos sino sacada del mismo suelo según indican las excavaciones, berroqueña, pulimentable, jaspeada con vetas negras, ha ido tomando un oscuro y venerable barniz sobre el cual se desliza tiempo hace la acción de los siglos. Labrados a pico los sillares, grandes y cuadrilongos por lo general, y presentando todos alguna cara exterior, de manera que pueden contarse, encajan entre sí tan exactamente que no necesitan hierro, argamasa ni trabazón que los una: de esta suerte arcos y pilares por sus cuatro frentes, marcando sus junturas, parecen de propósito almohadillados. En punto a ornato no se advierte otro que restos de sencilla cornisa y en el arranque de los medios puntos lisos filetes a modo de capitel, que en los pilares del cuerpo inferior se repiten de trecho en trecho dos, tres y cuatro veces según su altura, a medida de la cual va adelgazándose su grueso. Asombran mirados desde la plaza del Azoguejo los más elevados, dignos de cualquiera catedral, fundados unos sobre la misma cantera, otros hundiendo en la arena catorce pies de cimiento: ciento y dos descubre la obra desde el piso hasta la canal, y aunque diez veces al día transite uno por bajo de aquellos arcos, es imposible no levantar cada vez los ojos y con ellos el alma a sublime contemplación.

     En épocas de ignorancia histórica la fábrica del acueducto, como todo lo colosal y extraordinario, no podía menos de ser atribuida al diablo por el vulgo y a mitológicos personajes por los eruditos. El arzobispo don Rodrigo, primer escritor que la menciona, la deduce del fabuloso rey Hispano fundador de la ciudad (651), y apócrifos cronistas enriquecen la ficción con una princesa Iberia no menos imaginaria que su padre, cuya mano ganó Pirro príncipe de Grecia en competencia con los de África y Escocia nada más que por su mejor acierto en dicha construcción (652). Aun el distreto Colmenares dudó si procedería de Hércules por unas estatuas o insignias del semidiós que un manuscrito aseguraba haber existido en dos cuadradas hornacinas abiertas en una y en otra cara del pilar más alto, si bien luego creyó descubrir en ella semejanzas con los monumentos egipcios. Por lo gigantesco la remontan algunos a la primitiva raza indígena o a la céltica, de cuyo lenguaje hacen derivar el nombre de Segovia como los de Segóbriga, Segoncia y Segisama: de obra rústica bien entendida la califica el docto P. Sigüenza, no acertando a reducirla a ningún orden de los conocidos en la antigua arquitectura, y persuadido de que no podía ser de romanos faltando en ella la inscripción que nunca descuidaban. La hubo sin embargo; no podía llevar más objeto que el de contenerla el sotabanco que se extiende sesenta pies sobre los arcos del primer cuerpo más elevados, llenando seis pies del vano de los segundos; y las tres líneas de agujeros que en sus dos frentes se notan indican a no dudarlo las grandes letras de bronce que estaban allí clavadas con puntas de hierro (653). Todavía a principios del siglo XVI permanecían algunas; lástima que se ignore hoy su contenido para precisar la controvertida época de la construcción. Hay quien por lo severa y por el silencio de los antiguos escritores la juzga anterior al Imperio; muchos la conceptúan del tiempo de los primeros Césares, aunque no basta una fingida lápida para referirla al de Vespasiano (654), ni para suponerla de Trajano su analogía con las insignes obras de que sembró el magnífico emperador su nativa tierra. Lo cierto parece que debió nacer, años más o menos, al par de los acueductos de Tarragona y Mérida, durante el apogeo de la civilización y pujanza de los dominadores del mundo, pero tal vez a expensas de los pueblos y no por largueza de los altivos gobernantes.

     A tan insigne monumento parece debían corresponder desde los tiempos más remotos la reconocida importancia y la gloriosa nombradía de la población a cuyo uso se destinó; y sin embargo no es así. El origen de Segovia no se tiene por inmemorial sino por lo desconocido, ni por primitivo su nombre sino a causa de no ser de procedencia romana. Sábese que Sertorio sublevado contra Roma envió a Segovia a su general C. Instelo en busca de caballería; pero se duda si se mostró más decidida por el libertador de España que por sus opresores (655). Junto a Segovia triunfó Metelo de los hermanos Hertuleyos partidarios de Sertorio; mas no falta quien aplique el hecho a otro lugar homónimo situado en la Bética que a menudo se confunde con el primero (656). Plinio y Tolomeo no hacen sino nombrarla entre las ciudades de los Arévacos, pueblos los más fuertes y meridionales entre los Celtíberos (657); Antonino la menciona simplemente en el camino de Mérida a Zaragoza a veinte y ocho millas de Coca, que es la distancia exacta. Sin el grandioso acueducto que atestigua su esplendor, se la creyera reducida al rango de las oscuras poblaciones que sólo figuran en los itinerarios o en los catálogos de los geógrafos.

     A la sombra de sus arcos vivió sin duda floreciente bajo el cetro imperial, y vio reemplazar sin notable sacudimiento a los destrozados ídolos la cruz del Redentor, al disuelto coloso romano la vigorosa monarquía goda, a la importada semilla arriana el catolicismo indígena plantado por manos de Recaredo. Respetaron al parecer aquella maravilla en el siglo VIII los invasores del mediodía como la habían respetado en el V los del norte; pero más adelante vino al suelo parte de ella, acaso en alguna de las frecuentes vicisitudes con que alternaron en el dominio de la ciudad sarracenos y cristianos. Reciente debía ser el estrago cuando muchos de los sillares se aprovecharon para la construcción de las murallas que en torno de la restaurada población hizo levantar Alfonso VI; y la última catástrofe a que puede referirse es a la entrada de Almenón rey de Toledo, que rompiendo treguas con Sancho II hacia 1072 la había devastado. Lo cierto es que durante la Edad media, aunque tan favorecida Segovia por los reyes de Castilla, su puente seca, como entonces se la llamaba, era mas bien una soberbia ruina que una obra en ejercicio; y aunque por medio de maderas se mantenía algún tanto en uso, la gloria de rehabilitarla por completo, rehaciendo de piedra lo destruido, estaba reservada como tantas otras a la gran reina Isabel.

     Treinta y seis arcos se contaban derruidos en el trecho que corre desde la Concepción a S. Francisco, y se presentó a devolverles la existencia emulando la grandeza de sus primeros constructores un fraile Jerónimo de veinte y ocho años llamado fray Juan Escovedo, que el prior del Parral fray Pedro de Mesa designó a la católica soberana para la difícil empresa confiada a su cuidado. Duraron las obras de 1484 a 1489, en que al par con ellas terminó la vida del malogrado arquitecto, que atenido al carácter de la fábrica que completaba, anticipó casi medio siglo los imitadores ensayos del renacimiento (658). Sin embargo no pudo aún sustraerse del todo de la influencia de la ojiva, que se nota visiblemente en los arcos que reedificó, distinguiéndose del medio punto romano de los restantes: cuatro de ellos, tapiados por algún daño sobrevenido, reclaman un nuevo restaurador. Los siglos posteriores nada han hecho por aquel incomparable monumento, sino colocar en los nichos del pilar más elevado, que antes ocupaban según tradición no sé que representaciones de Hércules, dos efigies de Nuestra Señora y de San Sebastián puestas allí en 21 de marzo de 1520 a expensas de Antonio Jardina ensayador de la casa de moneda, y arrimar más tarde a la base del mismo pilar una cruz que mira a la plaza del Azoguejo (659). Algo ha servido con todo, no solamente para el desahogo de su perspectiva sino para su conservación, el desembarazarlo de diversas casas y tiendas que por aquel lado lo obstruían, pegadas a los pilares o metidas en el hueco de los arcos con sus tejados y chimeneas, emparrados y saledizos, algunas desde fecha tan antigua como demostraba el gótico, ornato de su fachada: el derribo, tiempo antes acordado, de estas parásitas adherencias se llevó por fin a cabo en 1506 con ocasión de haber volcado en sus estrechuras el coche del embajador de Suecia, aunque no acabaron de realizarse los proyectos trazados para que apareciese en toda su extensión la majestad y belleza del acueducto.

     Antigüedades que acompañen a esta dignamente, no las hay en todo el recinto de Segovia; pero de otras no tan magníficas, bien que coetáneas por lo menos, ocurren a menudo importantes vestigios. El más notable se halla encerrado en la clausura de monjas dominicas que hasta el año 1513 fue casa fortalecida como otras por alta y robusta torre, en uno de cuyos muros interiores, correspondiente ahora a la escalera del convento, resalta una grosera figura, alta de cuatro pies, desnuda la cabeza y la mayor parte del cuerpo, juntas las manos en actitud de sostener al hombro un pesado instrumento, puesto el pie izquierdo sobre una enorme cabeza de jabalí enfrenado con una especie de correa. La fiera aunque muy desgastada parece de mejor escultura que el hombre mutilado en muchas partes; pero reconócese que forman grupo, y no es difícil ver en él al membrudo Hércules en el momento de descargar la clava sobre el jabalí de Erimanto. Sin necesidad de admitirle como fundador de la ciudad, pudo en ella tener culto el semidiós, cuya estatua se labró tal vez al mismo tiempo que la torre si es esta de fábrica romana como algunos conjeturan; tal vez fue incrustada en sus paredes procediendo de edificio más antiguo (660).

     Jabalí o cerdo, destinado al sacrificio según las cintas que cruzan sus lomos todavía, representa también un berroqueño bulto de seis pies y medio, rotas las piernas y tan maltratado como rudo, que yacía poco hace a un lado de la calle Real juntamente con un informe toro de ocho pies de longitud situado algo más abajo hacia S. Martín; ambos constituyen hoy, los más curiosos objetos del museo recién establecido en la iglesia de San Facundo. En la pared de la huerta de Capuchinos según se baja al convento de Santa Cruz permanece empotrada desde 1639 la parte posterior de otro toro poco menor que el antedicho; señales evidentes de que en Segovia lo mismo que en Coca, en Toro, en Salamanca, en Ciudad Rodrigo y sobre todo en Ávila y su tierra donde más abundan, prodigaron estas memorias de piedra, ora fuese de sus holocaustos a Hércules o a Osiris los fenicios, ora de sus ofrendas a Ceres los romanos, ora de sus triunfos los generales vencedores, ora de sus juegos circenses los ediles, ora en los toros se figurara a los ríos a cuyas orillas suelen hallarse tales simulacros, ora en los jabalíes ostentaran los celtíberos su militar insignia predilecta (661).

     Tiene además la ciudad un panteón al aire libre, numerosas lápidas sepulcrales acomodadas a la ventura como sillares en las murallas de la Edad media, tiernas y sencillas conmemoraciones a los manes de un hijo, de un padre, de una madre, de una esposa, de una hermana, a cuyos restos, tal vez aventados ya con el polvo, tal vez oprimidos por pesada mole, se les apetece sea leve la tierra. Los nombres son casi todos romanos, de aquellos que se hicieron comunes por doquiera y mientras tanto se reconoció la soberanía de Roma, y en cuya sonora monotonía apenas es posible observar diferencia alguna de lugar o tiempo. Nada nos dicen de la calidad de las personas ni de la vida de las generaciones entre las cuales florecieron; pero rinden gracias a la instintiva solicitud, que al emplear las piedras en defensa de la población, los conservó sin pensarlo para documentos de su antiguo lustre (662).

     Tal vez ya entonces con la cultura pagana coincidían en Segovia las primicias del cristianismo plantadas a orillas del Eresma por ignorada mano. Atribuyóse por algún tiempo esta gloria a san Hieroteo discípulo de san Pablo y maestro de san Dionisio Areopagita, trayéndole desde la silla episcopal de Atenas a fundarla en dicho suelo; pero el brillante fantasma, tan pronto como fue creado por los apócrifos cronicones, se desvaneció a la luz de la crítica sin dejar rastro de su permanencia (663).

     Del obispado de aquella no hay memorias anteriores al año 527, en que Montano arzobispo de Toledo al anular la elección de un prelado de Palencia le asignó para sostener su dignidad los municipios de Segovia, Cauca y Britablo; prueba de que la primera carecía aún de pastor propio dependiendo del Palentino, y acaso fue principio de su desmembración esta merced que de pronto sólo tuvo el carácter de vitalicia. Lo cierto es que desde fines del propio siglo aparecen casi sin intermisión en los concilios Toledanos los obispos de Segovia, Pedro en el III (589), Miniciano en el sínodo del rey Gundemaro (610), Anserico en el IV, V, VI, VII y VIII (633-653), Sinduito en el XI (675), Deodato en el XII, XIII, XIV y XV (681-688), y Decencio en el XVI (693). Del período de la dominación goda no conserva más recuerdos la ciudad, si es que no encierra en desconocido paraje, como sin precedentes afirma una crónica del siglo XV, la ignominiosa sepultura del rey Witerico (664).

     A la entrada de los sarracenos anda unida la tradición de un santo llamado Fruto, que acogiendo a los dispersos fugitivos en las asperezas septentrionales de la provincia, donde hacía vida eremítica con sus hermanos Valentín y Engracia, los salvó milagrosamente de sus perseguidores, y no se sabe si en medio de la cristiana colonia terminó en paz la plenitud de sus días, o si participó del martirio de sus hermanos (665). Como coetánea de aquella catástrofe mostrábase también una hoja de pergamino, que atestiguaba haberse escondido en las bóvedas de la iglesia de San Gil por Sácaro, sacerdote, la imagen de la Virgen de la Fuencisla para librarla de la profanación de los infieles (666). Pero uno y otro dato distan de tener la fuerza histórica que se requiere, y apenas se trasluce sino por conjeturas la situación de Segovia en poder de los musulmanes. Ocupada momentáneamente a mediados del propio siglo VIII por Alfonso I en aquella vasta expedición que no tuvo más objeto que degollar a los descuidados opresores y llevar consigo a los oprimidos, pronto debió recaer en la servidumbre, y su nombre no vuelve a sonar en las gloriosas y sangrientas campañas de los dos siglos inmediatos. Dice una historia arábiga que la ganó Froila (sin duda el I) hijo de Alfonso, poblándola de cristianos y transmitiéndola a sus sucesores, hasta que al fin la recobró para el islamismo el grande Almanzor (667); mas �hubieran permitido los moros consolidar tan adentro de sus dominios la conquista del rey de Asturias, ni tolerado enemigos a la espalda mientras combatían sobre la frontera del Duero? Y aun después de allanada ésta por las victorias de Ramiro II, la toma de Segovia por el conde de Castilla Fernán González no tiene más apoyo que su crónica harto recusable y el fingido instrumento del voto de san Millán. Una inscripción arábiga del año 960 esculpida en un lindo capitel, precioso y único resto de alguna fábrica suntuosa, indica que la ciudad permanecía aún en sosiego bajo la obediencia del califa, que era a la sazón Abderrahmán III (668).

     Que conservasen su culto los mozárabes segovianos es muy conforme con la tolerancia de que, salvo pasajeras o locales persecuciones, disfrutaban generalmente los del imperio musulmán; que en 940 teman por obispo a Ilderedo lo dice cierta donación suya al de León que atestigua haber visto Lobera. Pero fijar precisamente su domicilio en las cuestas septentrionales de la ciudad y en el valle del Eresma; discernir cuáles fuesen sus iglesias, atribuir a la de San Blas o de San Gil la prerrogativa de catedral, es cuestión de probables hipótesis más que de seguras averiguaciones. Ambos templos y algunos otros parroquiales muy diminutos, que se han creído unos anteriores a la paz de Constantino, otros contemporáneos de la monarquía goda, otros erigidos por Fernán González luego de recobrada la ciudad, han desaparecido en su mayor parte; pero en sus destrozadas ruinas y en los pocos que íntegros permanecen nada vemos que no pueda reducirse a la arquitectura románica del siglo XII. Todos pertenecen a la restauración de Segovia, ni más ni menos que las murallas y el alcázar que a nuestro entender nada deben a los sarracenos. Entre el magnífico acueducto con su cortejo de antigüedades romanas, y las construcciones religiosas y caballerescas de la segunda edad, media un vacío de largos siglos tan profundo como el valle que separa la ciudad y el arrabal; mas para fabricar el puente que pudiera enlazar dichos periodos, ningún investigador ha encontrado hasta aquí firmes y sólidos materiales.

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