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Capítulo II

Repoblación de Segovia. -Parroquias

     Cuándo y cómo evacuaron a Segovia los mahometanos, es cosa que no puede precisarse con corta diferencia. Si hubiera sido por efecto de porfiado sitio y de sangriento combate, habríase conservado entre los vencedores la memoria de esta insigne hazaña, y no habrían dejado venir a menos la población ganada a tanta costa. Probablemente la abandonarían por falta de seguridad los habitantes, desde que en la segunda década del siglo XI el impetuoso conde Sancho García dilató los límites de Castilla sobre la orilla meridional del Duero, o cuarenta años adelante cuando Fernando I de León franqueaba una y otra vez en sus triunfales expediciones los pasos del Guadarrama. Fue muchos años yerma convienen en afirmar las más antiguas noticias; y sin embargo en 1072 poblábanla ya cristianos al acometerla y asolarla toda el rey de Toledo Almamún, que según los escritores árabes consultados por Luis del Mármol, osó mover las armas allende la sierra contra Sancho II, só color acaso de auxiliar a su huésped el desposeído Alfonso. Desde esta última devastación pocos años pudieron transcurrir hasta la restauración definitiva de Segovia, si se verificó en el año 1079, o aunque fuera como es más probable en 1088 (669), pues sólo entonces la conquista de Toledo permitió tranquilamente colonizar aquella vasta región barrida durante siglo y medio por el incesante flujo y reflujo de las dos enemigas dominaciones, a quienes no alcanzaba a servir de barrera el alto muro divisorio de ambas Castillas. Los datos históricos de acuerdo con las observaciones topográficas demuestran que sólo entonces se cubrió a la vez de villas y lugares la Extremadura castellana, en cuyo centro descollaba por cabeza nuestra ciudad, como en medio de la Extremadura leonesa se erguía Salamanca (670).

     Antes que ésta y que Ávila se levantó Segovia de su largo abatimiento, reconociendo por fundador al par que las otras dos, aunque no con tan firme apoyo, al conde Raimundo de Borgoña yerno del soberano. Ni a su repoblación acompañan las romancescas tradiciones que pululan a orillas del Adaja, ni de las gentes que formaron su primera vecindad poseemos tantas y tan curiosas indicaciones como de la heterogénea muchedumbre que junto al Tormes fijó su domicilio. Montañeses bajados del norte de la península desde Galicia hasta Rioja, debieron constituir la mayoría de aquella como de otras pueblas. Su primitivo fuero no se conoce, pero se cree que fue el mismo de Toledo. Otorgóselo Alfonso VI, que en 1108 la visitó por última vez atravesada de dolor el alma con el reciente desastre de Uclés y con la pérdida de su hijo Sancho, y aun en medio de tantas amarguras hubo de proveer a la organización y acrecentamiento de la colonia (671).

     De las leyendas de Ávila y del honor de sus fantásticas proezas participan como tan vecinos los segovianos. En ellas figuran también como expugnadores de Cuenca, como gobernados por el célebre Nalvillos, como competidores de los avileses en valor y lealtad; en ellas también se describen sus fiestas y recibimientos, se expresan las genealogías y enlaces de los caudillos, se convierten en personas los nombres de los lugares (672). Más ruidosa pero no sé si más auténtica es la gloria que pretenden de haber tomado Madrid a los moros, ganando por asalto la torre de una puerta y procurándose así dentro de la villa el alojamiento que por su tardía llegada al campo se les negaba; y esta dudosa hazaña hace más conocidos a sus adalides Día Sanz y Fernán García, que el haber sido cabeza de los dos linajes que se repartieron por algunos siglos el gobierno de la ciudad (673). Mayor certidumbre que todo esto lleva por desgracia un hecho terrible y misterioso que arroja siniestra luz sobre el carácter de los nuevos pobladores: mataron a Alvar Fañez los de Segovia despues de las octavas de pascua mayor, era MCLII (año 1114) dicen los anales Toledanos; y graves querellas sobre reparto de tierras o de botín e indómita fiereza supone tal atentado contra el ilustre pariente y sucesor del Cid, contra el más fiel amigo y campeón de Alfonso VI, contra el que los sarracenos apellidaban rey, y que en vez de morir en el regazo de la victoria, su perenne compañera, feneció, no se sabe si alevosamente o en algún tumulto, a manos de indisciplinados advenedizos.

     Otro escándalo presenció Segovia en 1118 cuando reunidas allí las huestes de Galicia, León y Castilla alrededor de la reina Urraca y del príncipe Alfonso para marchar contra el rey de Aragón, estallaron entre los partidarios de la madre y del hijo sediciosas disidencias, en que prevaleciendo los segundos prendieron al favorito don Pedro de Lara y obligaron a retirarse a su mal aconsejada señora (674). Aclamado rey el joven Alfonso VII, cuidó de erigir en Segovia la silla episcopal que no habían permitido aún consolidar en treinta años los generales trastornos, y en 25 de enero de 1120 fue consagrado su primer obispo don Pedro (675). Dotóla el concejo, sometiéndole dentro de la ciudad el barrio que se extendía desde la puerta de San Andrés hasta el alcázar a cuyo lado se construía la catedral (676) y otorgándole otras donaciones, que confirmó en 1122 Alfonso I de Aragón cuya autoridad se mantuvo aún algunos años con diversas fluctuaciones en una parte de Castilla (677), y en 112 3 Urraca su divorciada esposa añadiendo a ella las villas y términos de Turégano y Caballar (678). De esta suerte los tres poderes que se disputaban el cetro en aquellos infelices días concurrieron al establecimiento de la iglesia segoviana, al cual puso su sello el papa Calixto II, tío del joven soberano. La bula la supone extinguida durante la servidumbre mahometana e interrumpida por más de trescientos años la serie de sus obispos, explica los antecedentes de su restauración, la asegura en la posesión de sus bienes y fija sus linderos, declarando las principales poblaciones en ellos comprendidas y trazando de nordoeste a nordeste un vasto semicírculo que toca en la orilla del Duero (679).

     Como cabeza de la Extremadura de Castilla tuvo Segovia una parte muy principal en los triunfos y reveses de aquellas anuales correrías, que con divisiones de mil, dos, cinco y hasta diez mil hombres, al mando del cónsul o alcaide de Toledo, aventuraban los pobladores de la ancha zona fronteriza por las regiones andaluzas. En la gran batalla en que sucumbió el rey moro de Sevilla, formaban los segovianos el ala opuesta al ímpetu de los almorávides; en la sorpresa nocturna del campamento de Taxfín ben Alí en los campos de Lucena, de que salió herido el príncipe, dejando tiendas y bagaje en poder del enemigo, figuraban por mitad los mismos entre los mil caballeros escogidos que llevaron a cabo la hazaña; y probablemente también contaron muchas víctimas en la hueste, que pasando temerariamente el Guadalquivir y cortada luego por la creciente del río, pereció aniquilada por fuerzas superiores sin cuento en la aciaga campaña de 1138. A las órdenes de Gutierre Armíldez, de Rodrigo González, de Rodrigo Fernández y de Munio Alfonso, celebrados caudillos toledanos, pelearon sucesivamente con gloria en tierras de Jaén, de Andújar, de Córdoba, de Sevilla; y en el épico sitio de Almería de 1148, reconocían por jefe al conde don Ponce de Cabrera, al igual de todas las innumerables e invencibles legiones extremeñas (680). No es mucho pues que la ciudad, donde parcialmente se organizaban dichas expediciones, fuese a menudo visitada para dirigir y activar sus preparativos por el infatigable Alfonso VII, cuya residencia en Segovia atestiguan documentos fehacientes en 25 de mayo de 1128, en 14 de diciembre de 1137, en 30 de noviembre de 1139, volviendo de la toma de Oreja, en 21 de febrero de 1141, en marzo de 1143 cuando recibió la nueva de la incomparable victoria de Munio Alfonso, en 3 de marzo de 1144 al concordar al obispo Pedro con el de Palencia su sobrino sobre los límites de sus diócesis, en 25 de marzo de 1147 después de ganar a Córdoba y Calatrava, en 13 de diciembre de 1150 y en 11 de julio de 1154 que señaló como de costumbre con nuevas mercedes a la iglesia (681). Obtuviéronlas sucesivamente el primer obispo que prolongó sus días hasta 1148; Juan, promovido tres o cuatro años después a la primada silla de Toledo, y Vicente que terminó su carrera casi a la vez con el monarca.

     Del rey Sancho III consta, por la donación que hizo de Navares al obispo Guillermo, que se hallaba en Segovia en 13 de julio de 1158, mes y medio antes de su arrebatada muerte. Niño aún de cinco años, fue traído allí a principios de 1161 Alfonso VIII por sus tutores los Laras, y a las donaciones de su padre y abuelo en favor de la catedral añadió la cuarta parte de las rentas reales de la ciudad inclusa la moneda que en ella se labrase, todo en compensación de Calatalif de que hizo merced al concejo. Grandes servicios reconoció deber a los segovianos, y empeñábalos para una importante empresa que no podía ser otra que el recobro de Toledo, dominada todavía por el rey de León, cuando en agosto de 1166, estando en Maqueda, les concedió bajo ciertos pactos el castillo de Olmos a orillas del Guadarrama (682). A ser cierto el honor que para su patria pretende Colmenares de haber sido cuna de la ínclita Berenguela, allí debió encontrarse el joven monarca en 1171 año en que nació su insigne primogénita (683); de su estancia en la misma aparecen testimonios en 31 de marzo de 1174, en 17 de noviembre de 1175 y en 9 de setiembre de 1181, así como de su benevolencia o agradecimiento a la ciudad da indicio la concesión que en 1190 le otorgó de Arganda, Loeches, Valdemoro, Orusco, Carabaña, Tielmes, Perales y de doce pueblos más del reino de Toledo. En 1200 tomó bajo su protección y custodia y permitió pacer libremente por todos sus dominios a los cuantiosos ganados que formaban ya la celebridad y la fortuna de Segovia, y viniendo luego a ella confirmó a la iglesia las décimas del portazgo dentro de la diócesis. Así de las gracias referidas, como del deslinde que de sus términos hizo de los de Madrid y Toledo en 13 de diciembre de 1208, se desprende la vasta extensión de su territorio allende las sierras y cuán anchamente se dilataba por las riberas del Alberche, del Guadarrama, del Jarama y del Tajuña.

     Por la importancia de las recompensas podemos medir únicamente la de los hechos de armas que las merecieron y que nos son poco menos que desconocidos; pero sin duda en la infeliz jornada de Alarcos no debió perecer solo y abandonado de sus diocesanos el obispo don Gutierre Girón que fino con la muerte de los guerreros (684). Indemnizáronse de aquel infortunio los segovianos con la gloria adquirida en las Navas de Tolosa, donde con los de Ávila y Medina combatieron en el ala derecha mandada por el rey de Navarra y a sus órdenes forzaron el campamento del amir; mas en breve se enlutó su regocijo con el desastre de los que en gran número, no se sabe cómo ni dónde, murieron o cayeron cautivos en poder de los sarracenos, en el mismo año en que perdió Castilla a su ilustre soberano (685).

     Poco más de un siglo había transcurrido desde la restauración de la ciudad, y ya alcanzaba ésta toda la plenitud de su desarrollo. Fuera del recinto amurallado, descrito naturalmente por la meseta sobre que está situada, se extendían como en sus más prósperos tiempos los arrabales que la circuyen; el que al poniente y norte salpica a grupos el valle del Eresma y que la tradición designa por barrio de los cristianos durante la dominación mahometana, y el que al sudeste se prolonga interminablemente por la vega del Clamores y girando al este cubre la altura donde empieza el acueducto. Indican la rapidez de este crecimiento las parroquias, que si bien no justifican la antigüedad que se les atribuye, a unas desde la primera repoblación por el conde de Castilla a mediados del siglo X, a otras desde la época mozárabe, goda y aun romana (686), muestran con evidencia no haber nacido ninguna más tarde del siglo XIII. Todas, así las de dentro como las de fuera, las más contiguas a la muralla como las más distantes, las del valle y las de la altura, presentan su único o triple ábside torneado, levantan su cuadrada torre, despliegan en rededor su pórtico con más o menos riqueza y gallardía, pero con estilo genuinamente románico; todas durante los reinados de los tres Alfonsos fueron formando sus feligresías. Su número, que pasaba de treinta, pareciera sorprendente si no abundaran ejemplos análogos en las poblaciones de Castilla; lo que sorprende es la magnificencia de algunas y el tipo local que las caracteriza.

     De muros adentro no se contaban menos de catorce, y aún subsisten casi todas. La primera que aparece en la calle Real, por donde tiene la ciudad su principal entrada, es la parroquia de San Martín, rodeada por sus tres lados de pórtico, que interrumpe en el centro de la fachada un arco peraltado de medio punto, guarnecido de copiosas molduras y sostenido, como por cariátides, por amomiadas efigies pegadas a sus columnas. En estos últimos años se ha restaurado la escalinata que hace indispensable la subida de la calle, se ha abierto y completado la gentil galería, se han limpiado del ocre que los embadurnaba sus preciosos capiteles; pero no se ha restablecido entre sus ánditos la comunicación que perdieron acaso para dar lugar a las capillas. En el flanco izquierdo de la iglesia, único que ahora carece de pórtico, se nota por fuera una arqueada cornisa con figuras lastimosamente pintorreadas, a espaldas de la capilla mayor una ruda y primitiva escultura del santo patrono, y los dos ábsides laterales permanecen todavía sin reforma. Las portadas corresponden al carácter del edificio, y la principal apoya sobre seis columnas sus arcos decrecentes, como el atrio espacioso que la cobija apoya los de su bóveda en otras que llevanfiguras parecidas a las del ingreso. Varios sepulcros y lápidas puestas en alto demuestran que al principio servía el pórtico de cementerio parroquial (687).

     Por cima de esta bella combinación de líneas lánzase la atrevida torre, cuyo agudo chapitel de pizarra y último orden de cuadradas ventanillas y el blanco colorido sobre todo, desdicen de los grandes y, vetustos ajimeces que marcan en los dos cuerpos inferiores su bizantino carácter: pero su misma renovación no carece de interés, atendido el suceso que hacia 1322 ocasionó su ruina, cuando hendida por el fuego que le prendieron los de un partido encarnizados contra los de otro que se habían hecho fuertes en ella, cayó con estrago común de combatidos y combatientes. Desde entonces hasta la reparación que vemos, debieron transcurrir algunos siglos. Estriba la torre, no precisamente sobre la cúpula colocada en medio del crucero, sino sobre otra cuadrada en la bóveda central de las nueve que componen las tres naves; extraña disposición, que a pesar de los emplastos de yeso que desfiguran los pilares y los techos y de las balumbas churriguerescas de los retablos, conserva al templo su venerable sello de antigüedad. En el ábside lateral del evangelio se dice yacen los Bravos que tenían enfrente su morada, en el de la epístola los del Río cuyos son dos sepulcros de piedra negra (688). Tiénelo en el centro de una capilla de la izquierda Gonzalo de Herrera, figurados él y su mujer en dos bultos echados sobre túmulo de alabastro (689), delante de un díptico que contiene un bello relieve del Redentor llevando la cruz, con góticas pinturas en sus puertas; mas en el género purista les lleva gran ventaja la que detrás de la puerta mayor que cae a la derecha representa la aparición de la virgen a san Ildefonso (690).

     Al desembocar por la calle Real en la plaza Mayor, descúbrese a la derecha San Miguel, cuya fábrica de imitación gótica parece desmentir el renombre que goza de ser una de las decanas. Lo era en realidad, y ocupaba una buena parte del área de la plaza que de ella tomaba nombre, y en su recinto celebraba sus sesiones el ayuntamiento, y debajo de su pórtico el pueblo enfurecido se apoderó en 1520 de su infortunado procurador Rodrigo de Tordesillas para hacerle morir acerba muerte; pero de lo antiguo nada queda sino la estatua del santo y otras dos muy tiesas y enjutas engastadas dentro de un marco encima de la nueva portada. Hundióse la iglesia al anochecer el 26 de febrero de 1532 mientras se cantaba la salve, aunque con síntomas precursores de la catástrofe que dieron a los concurrentes lugar de evitarla; y aprovechando la ocasión que para ensanchar aquel sitio se buscaba tiempo atrás, edificóse más adentro la actual, que fue terminada en 1558. Consta de una elegante y espaciosa nave, de entrelazadas aristas en su bóveda; y las altas capillas de la derecha comunicándose entre sí parecen formar otra nave lateral. Tiene ancho crucero, y en su capilla mayor campea un buen retablo de orden corintio (691). Del antiguo templo proceden una exquisita tabla flamenca del Descendimiento de la cruz con las figuras de san Miguel y de san Francisco en las portezuelas, una urna de mármol y estatua yacente de Diego de Rueda que con su mujer Mencía Álvarez fundó en 1479 una capilla, y un relieve que se halló escondido en una pared del cementerio al tiempo del derribo y hoy puesto a un lado de la puerta lateral. Yace en una de sus capillas el sabio e insigne segoviano Andrés Laguna, médico del papa y del emperador a la vez que grande humanista y político, cuyo fallecimiento en 1560 coincidió casi con la conclusión del templo (692).

     A San Esteban, situada al norte en irregular plazuela frente al palacio episcopal, la ilustra una torre, reina de las torres bizantinas que en España conocemos. Su robusto basamento se nivela en altura con la nave principal, y desde allí remachadas las esquinas y flanqueadas de arriba abajo por una prolongadísima columna, se elevan uno sobre otro sus cinco cuerpos divididos por labradas cornisas y adornados por airosas ventanas gemelas, a excepción del último que presenta tres por lado más pequeñas y sencillas. Las del primero y segundo cuerpo están cerradas y llevan en sus jambas una sola columna; pero las del tercero y cuarto crecen gradualmente en riqueza, multiplicando los boceles de sus arquivoltos, y con ellos las columnitas que los sustentan formando primorosos haces y confundiendo las labores de sus capiteles. Mas a pesar de la pureza del estilo, la ojiva que en algunas ya se deja ver, especialmente en las inferiores, hace aproximar al siglo XIII la construcción de esta torre monumental. Ignoramos si llegó a tener remate y cuál pensó darle el inspirado arquitecto, pero de seguro no sería ese desgraciado chapitel que muy posteriormente se le impuso a imagen y semejanza de las de Madrid, cuya vulgaridad se acomoda bien con semejante montera.

     Otra joya aún posee San Esteban, y es el pórtico que partiendo del pie de la torre e igualando su anchura ciñe el flanco de la iglesia, y mediante un ángulo de bellísimo efecto continúa luego a los pies de la misma, aunque en parte mutilado. Sus pareadas columnas ofrecen variados capiteles de figuras y caprichos, dientes de sierra recaman por dentro y fuera sus graciosos arcos semicirculares, su cornisa y sus canecillos y los claros intermedios se ven cuajados de delicada escultura. Hácele buena compañía la puerta lateral formada de arcos concéntricos en diminución, y hasta la de los pies si bien del renacimiento pretende remedar en cierto modo el gusto bizantino; pero el pintorreado muro de la nave principal y el barroco cimborio asentado sobre la capilla mayor producen en aquel lindo cuadro lamentable desentono, Los tres ábsides han perecido, y de la renovación completa del interior sólo se ha salvado el arco del de la parte del evangelio, y de sus notables entierros el del doctor Juan Sánchez de Zuazo, famoso por el puente de su nombre que lizo construir a sus expensas en 1408 a la entrada de la isla de León sobre el istmo de Cádiz (693).

     San Andrés, puesta casi al extremo occidental de la ciudad, daba ya nombre a la inmediata puerta desde los primeros años del siglo XII, y en el fondo de una plazuela formada por el derribo de un convento mantiene todavía su ábside primitivo al lado de otro menor y renovado, sobre el cual se levanta la torre de tres cuerpos también renovada y cubierta por moderno chapitel. Junto a la entrada hay una cruz de piedra con la fecha de 1678; pero las tres naves al parecer fueron anteriormente reedificadas, y el retablo mayor que obtiene la prez entre los parroquiales de Segovia lleva engastadas buenas pinturas de Alonso de Herrera en su noble arquitectura del siglo XVI.

     El templo sigue abierto al culto, mas la parroquia se ha agregado a la de San Esteban que ha absorbido otras tres construidas más abajo en las pendientes calles que miran al río. De San Quirce quedan la puerta bizantina y dos ábsides y encima del menor el arranque de la desmoronada torre que se conoce debió ser elevada; su capilla mayor había logrado librarse de revoques, y no sabemos si en ella o en otro sitio de la iglesia, hoy profanamente convertida en pajar, tuvo sepultura el consecuente e ingenuo cronista de Enrique IV Diego Enríquez del Castillo (694). En San Pedro de los Picos no existen ya los de la torre que motivaban su nombre, ni menos la campana que dio alguna vez la señal del tumulto en los azarosos tiempos historiados por aquél, sino solamente su tosco basamento y el ábside liso y en el muro lateral un ingreso flanqueado de columnas con lindas labores románicas; las bóvedas y la fachada frente a los Expósitos yacen hundidas por completo. Más de raíz y con mucha anterioridad desapareció San Antón pegado a la muralla por dentro, en el sitio ocupado por la huerta de Capuchinos, cuyo origen lo mismo que el de la Trinidad se remontaba sin fundamento a la época del arrianismo, entendiendo por protesta contra aquella herejía el lábaro esculpido encima de sus puertas.

     La Trinidad, que permanece entera en lo alto de la ciudad al norte de la plaza mayor, demuestra evidentemente que su construcción no es anterior a la reconquista, sino de los mejores tiempos del arte bizantino. En su fachada de hermosa sillería aparece con sus cuatro columnas y su arco de plena cimbra la puerta principal debajo de la correspondiente ventana, y con sus capiteles de figuras la lateral a la sombra del pórtico que se extiende por el costado de la iglesia, tapiado en sus aberturas y más sencillo que otros de su género: su destino de cementerio se confirma con una lápida y con un antiquísimo sepulcro que encierra sostenido por truncados pilares. El ábside hemisférico no luce sino visto desde un patio sus tres rasgadas ventanas superiores, y solamente por dentro a espaldas del churrigueresco retablo se denotan las del cuerpo inferior que no corresponden perpendicularmente a las primeras. Sobre la estrecha cúpula asienta la torre, cuyos arcos aplastados declaran que perdió tiempo hace su bella fisonomía: la nave es de gallarda altura y un tanto apuntada su bóveda de cañón. A sus pilares hay arrimados curiosos relieves, restos sin duda de retablos primitivos, figurando el uno a los reyes magos; y una portada de estilo gótico florido adorna la capilla aneja al mayorazgo del ilustre señor Pedro del Campo.

     Bájase desde allí por solitaria callejuela a San Nicolás, que domina el almenado muro y sus torres y la alameda que sigue en anfiteatro las vueltas de la pendiente y en el fondo la vega del Eresma, sin casas apenas en contorno suyo sino una muy grande a la derecha, de la cual es tradición que salió para morir su incauto dueño Tordesillas. Aunque reducida, presenta la iglesia dos ábsides bizantinos cada uno con su ventana, y sobre el menor que por dentro forma la sacristía se eleva escasamente la torre abriendo dos arcos a los cuatro vientos: en su renovado interior sólo merece notarse el retablo por sus estriadas columnas del renacimiento.

     Campea en ancha calle más al oriente el ábside de San Facundo, ostentando en su esbelta redondez las tres ventanas y la labrada cornisa y las columnas que lo flanquean; la puerta de la fachada es del mismo género bien que sencilla, pero los arcos conopiales de ladrillo indican una fecha más reciente, y ha perdido su carácter el cerrado pórtico que ciñe su flanco derecho. San Facundo ha cesado de ser templo, y convertido en museo encierra informes toros o marranos de piedra, lápidas romanas, tablas y relieves góticos, estatuas sepulcrales, cuadros y pinturas de suprimidos conventos (695): se ha salvado a sí mismo salvando las abandonadas joyas de los otros. No tiene tan asegurada su decrépita existencia San Román, en cuyo pequeño ábside llaman la atención los capiteles de las tres ventanas, no menos que las bellas labores en el doble arco de su entrada lateral; y mucho será que no perezcan dentro de breve plazo con la vetusta torre y con la ruinosa iglesia de que forman parte (696).

     De igual abandono será víctima San Juan, destinada a almacén de madera a pesar de su venerable fábrica y de sus históricos sepulcros. Tendida en desierta plaza, asoma al mirador del río el grupo de sus tres completos ábsides y la torre junto a ellos asentada, que un tiempo según fama competía con la de San Esteban en altura y gentileza, y que ya no ofrece sino indicios de lo que fue en las dobles ventanas figuradas del primer cuerpo cuyas molduras han saltado, y en los escasos restos del segundo reconstruido de ladrillo con arcos conopiales. Corren a lo largo del edificio la semicircular arquería del pórtico tapiada feamente en muchos de sus vanos, y la preciosa cornisa que la sombrea sembrada en sus huecos de expresivos mascarones, y dan la vuelta por los pies del mismo hasta topar con el cuerpo saliente de la majestuosa portada, que es ya desplegadamente ojival aunque orlada de románicas labores en sus dovelas; para entrar desde el atrio al templo hay otra bizantina flanqueada de doble columna. Pero las tres naves, el crucero, la profunda capilla mayor, todo está revocado de yeso y desfigurado, a excepción de algún arco del centro. En el brazo de la parte del evangelio la famosa capilla de los nobles linajes contiene las tumbas de sus dos ilustres jefes; la una esculpida de arquitos góticos primitivos, con torres en las enjutas y escudos cruzados diagonalmente por una banda, sostenida por leones y sirviendo de lecho a una ruda estatua vestida al uso del siglo XIII; la otra sin figura con cubierta de ataúd. No aceptamos por inconcusa la tradición de que Fernán García y Día Sanz fuesen los conquistadores de Madrid; pero sin duda debe reconocérseles como caudillos de los bandos en que estaba dividida la nobleza segoviana y que tenían en el régimen municipal equilibrada representación, como en Ávila Blasco Jimeno y Esteban Domingo (697). Junto a los héroes de la leyenda, personificación de las glorias militares de Segovia, acierta a descansar bajo humilde losa la más insigne de sus glorias literarias, Diego de Colmenares párroco de aquella iglesia, que dotó a su patria de una de las mejores historias locales que posee la nación (698).

     A vista casi de San Juan, en una plazuela de solariegas moradas, queda también sin culto San Pablo, diminuto templo de graciosa portada bizantina a un lado, de ábside liso con labrada ventana, de alta torre bien que terminada con arcos de ladrillo y moderno chapitel; su capilla mayor perteneció a la noble familia de Contreras, cuyo progenitor, adicto al rey don Pedro hasta después de su caída, yace en un nicho ojival al lado de la entrada (699). Desde allí subiendo se llega a San Sebastián, subsistente como parroquia y colocada en la cima del ribazo oriental donde termina el acueducto; a sus tres pequeñas naves introduce por los pies un peraltado arco sostenido por columnas, y a su ábside no falta la acostumbrada ornamentación de ventanas, medias cañas, cornisa y canecillos; lástima que su reformada torre parodie tan mal la primitiva arquería.

     Tantas como hemos visto dentro del ámbito de las murallas no igualaban el número de las que había, y hay aún no pocas, distribuidas por los arrabales. Donde más frecuentes se apiñaban era a orillas del Eresma, al oeste y norte de la ciudad, confirmando o dando margen a la tradición que supone aquel valle poblado con preferencia desde los tiempos de la más remota cristiandad. De consiguiente aquellas parroquias han pasado por coetáneas no solamente de los moros sino aun de los paganos, si bien ahora destruidas casi todas ninguna prueba arquitectónica pueden aducir en apoyo de su pretensión. En 1836 desapareció Santiago, situada al pie de la cuesta que baja desde la puerta de su nombre; y a su lado se había hundido ya San Gil, más abajo de la Casa de la moneda, no de puro vieja precisamente, sino parte en 1668 con las excavaciones que se practicaron buscando en su suelo las reliquias del pretendido san Hieroteo de quien se la suponía sede en la primordial creación del obispado, parte en 1790 para ensanche de la carretera. Poco de romano, caso de haberlo tenido, encontraríamos en ella, pues consta que la dotó y reedificó a mediados del siglo XIII el obispo Raimundo de Losana para entierro de sus padres (700). A San Gil disputa san Blas el incierto blasón de catedral en la edad apostólica, y hasta parece decidirse a favor suyo Colmenares movido de ciertos edificios adjuntos que representaban palacio episcopal o capitular. Hoy aparecen aisladas las ruinas de esta iglesia al extremo del puente que llaman Castellano, arrimadas a la peña fronteriza, y reducidas al hemiciclo del ábside con ventana bizantina en el fondo, y a la pared de la sacristía donde estaban los entierros de los Caros (701).

     La única que allí permanece rodeada de su feligresía es San Marcos, más abajo del citado puente sobre la margen izquierda, conservando la puerta de medio punto, el ábside torneado, la torre cuadrada, el más puro carácter en fin de las construcciones bizantinas del siglo XII, sin ornato ni detalle alguno; e igual carácter retiene al extremo de la revocada nave la ancha y baja capilla mayor. Sin duda toda aquella orilla cubierta de frondosas alamedas, que corre al nordoeste y norte de la ciudad, mostraba antiguamente entre el verdor más copioso caserío, puesto que parroquia era Santa María de los Huertos cuando en 1176 se establecieron en ella los premostratenses quela mantuvieron bajo la advocación de Santa Ana, y parroquia era San Vicente en la misma iglesia que poseían y poseen aún las monjas cistercienses. En frente de ésta y al pie de la muralla había otra, titulada primero San Mamés y más tarde Santa Lucía, que demolida tiempo hace transmitió su último nombre al paseo crecido sobre sus escombros.

     Hacia nordoeste y allende el río, que se pasa por otro puente, agrúpase sobre un altillo un arrabal no pequeño formando calles, sobre el cual descuella imponente y rojiza torre, única que en Segovia se conoce toda de ladrillo, aumentando progresivamente en sus cuatro cuerpos desde una hasta cuatro el número de sus ventanas de medio punto, cuya combinación sencilla y de gran efecto, si bien aplicable a cualquier género y en cualquier escala, lleva consigo no sé qué sello monumental. Es aquella la torre de San Lorenzo, que llama a contemplar inesperadamente en una parroquia de las afueras el mayor grado de perfección que cabe en las obras bizantinas. El ancho pórtico, que desde la puerta principal abierta en arco de herradura a los pies de la iglesia sigue por el costado derecho de ésta incluyendo la puerta lateral, arrastra con el apoyo de deformes tabiques su vacilante existencia: pero �con qué gracia las jaqueladas molduras orlan el semicírculo de sus dovelas! qué fecunda inventiva de figuras y animales, de hojas y enlazamientos en los gruesos capiteles! qué acabadas y expresivas cabezas en los canecillos del alero, y en sus huecos o sofitos qué ricos y variados florones! Con más robustez y no con menos gallardía se presentan en la parte posterior los tres ábsides, avanzando y sobresaliendo el central con sus tres severas ventanas, y formando con la majestuosa torre un conjunto inolvidable. La nave es larga, desfigurada en sus dos tercios con modernas labores de yeso; pero la capilla mayor conserva su maciza bóveda más alta que las restantes, y las dos laterales aunque blanqueadas su airosa redondez. En la de la derecha se advierte un retablo de la Piedad de relieve entero, y en las puertas de este la fecha de 1538 y las figuras de sus fundadores Diego y Francisco Sanz con sus respectivas mujeres.

     Ya desde allí empieza a descubrirse al este la grandiosa arquería del acueducto y, en lo alto del cerro opuesto al de la ciudad las antiguas torres de San justo y del Salvador; mas antes de trepar a él hay que detenerse en el valle intermedio, ocupado por la plaza del Azoguejo, para consignar el recuerdo de otra parroquia que existía en su lado. más visible, en el ángulo de las dos cuestas que conducen una a la puerta de San Martín y la otra a la de San Juan. Dedicada a Santa Coloma, pretendía ser una de las anteriores a la repoblación del conde Raimundo (702): la caída de su torre en 1818 no fue más que el preludio del hundimiento total de la iglesia que en 1828 se trató de reedificar, y lo que hoy se ve no son ruinas sino el comienzo de la nueva fábrica, a la cual según la planta se pensaba dar figura octógona, aunque luego se desistió de continuarla por falta de caudales y supresión de la parroquia. Otra hubo casi enfrente titulada de San Benito, que cesó de serlo ya en el siglo XIII al erigir en aquel punto los franciscanos su dilatado convento, y cuyos vestigios hasta época reciente quedaron en él enclavados.

     No sabemos si lo son de alguna otra el cubo y la tosca puerta bizantina y el lienzo de pared que en la subida al Salvador forman línea con el caserío; las apariencias lo indican, pero de su existencia y de su nombre no queda el menor vislumbre, a no ser que llevara el de San Antolín impuesto a la calle desde tiempo inmemorial.

     En el sitio más elevado del arrabal y al extremo de levante se asienta el Salvador, mostrando restos de construcción románica en el tapiado pórtico y en el primer cuerpo de la torre circuido por sus cuatro caras de arcos gemelos figurados: su lisa continuación con el cuerpo de las campanas es obra posterior, contemporánea tal vez de la capilla mayor labrada al estilo gótico reformado y con bóveda de crucería. Un poco más abajo y asomada al barranco del acueducto está San justo, que no se recomienda por el desnudo ábside ni por su atrio insignificante del siglo XVI ni por el churrigueresco ornato de su reducida y baja nave, sino por la severa y primitiva torre flanqueada de medias cañas en sus esquinas y decorada con dos series de arcos semicirculares, figurados los inferiores, abiertos los de arriba y sombreados por moldura concéntrica que como la ceja al ojo parece dar expresión a la ventana. Mas para el autor de este libro aún tiene otro título especial de interés, y es el haber sido bautizado en su pila y vivido como feligrés suyo, mientras fue honrado mercader y buen padre de familia, aquel bienaventurado Alfonso Rodríguez, que luego hermano jesuita consumó en Mallorca su larga carrera de santidad; y el que recuerda como un sueño de la infancia las fiestas de su beatificación y se ha familiarizado en Palma con las magnificencias de su sepulcro, se complace en que allí se le señale como mansión del humilde santo, y ojalá que pudiera ser con pruebas irrefragables, una vieja casa de dos pisos construida de madera y tierra a espaldas de San Francisco contigua al acueducto (703).

     La más frecuentada de las parroquias del arrabal es Santa Olalla, sita en la mitad de la vía que compuesta por una sucesión de calles forma la continuación de la carretera de Madrid desde la Cruz del Mercado hasta la plaza del Azoguejo. Gran reforma han sufrido sus tres naves, pero en su distribución revelan la procedencia bizantina, que con menos alteración patentizan el ábside menor de la derecha, la sencilla puerta lateral y la parte inferior de la cuadrada torre, en cuyos lados resaltan tres cegadas ventanas: su portada principal pertenece a la decadencia gótica. De esta misma época es la puerta de Santo Tomás, templo que a pesar de su pequeñez campearía bien junto a la nueva alameda que ciñe el arrabal a lo largo de la orilla del Clamores, si no se viese frescamente enlucida su torre de encarnado, y de amarillo las dovelas y columnitas de la ventana del ábside. Preferimos el aspecto de abandono y vetustez que no lejos de allí presenta San Clemente con sus ruinas de torre, con sus fragmentos de antiguo pórtico hacia la entrada lateral, y con el arco de la principal suspendido a cierta altura del suelo desde que años atrás se quitó la escalinata por la cual se subía. Salvada está, bien que no sin mutilaciones, su porción más característica que es el ábside, compuesto de siete gruesos arcos cuyas columnas se prolongan hasta el suelo y en cuyo fondo se diseñan las ventanas.

     Más que parroquia de ciudad semeja una majestuosa abadía en medio de los campos San Millán, rodeada de vegetación sobre una verde alfombra al otro lado del Clamores. Cuéntase entre las fundadas en el siglo X por el conde de Castilla, y parecería acreditarlo su dedicación al santo monje tan constantemente invocado por las huestes castellanas, si en vez de pequeña y ruda fábrica no nos ofreciese ya una maravilla del arte bizantino en el apogeo de su fuerza. Al par que encanta la armonía del conjunto, pueden estudiarse detalladamente sus partes por lo completas, las tres naves, el crucero, el cuadrado cimborio con sus cuatro tragaluces, los gentiles arcos de comunicación, las columnas exentas en que apoyan alternando con fasciculados pilares de preciosos capiteles; nada deslustra el interior sino las bóvedas emplastadas de labores de yeso. Por fuera no se marca menos graciosamente su contextura: sonríe a la espalda con gravedad por sus bellas ventanas el grupo de sus ábsides, que son tres asimismo, pues aunque falte el lateral del mediodía tiene dos iguales al opuesto lado hacia la torre; ciñe sus dos flancos opaca galería, bien que en sus cerrados arcos asoma apenas uno que otro capitel; las dos puertas, así la principal como la del costado, adornan con dobles columnas sus jambas y con delicados dibujos sus decrecentes arquivoltos: y las líneas todas del edificio, las curvas y las rectas, las altas y las inferiores, cimborio, alas del crucero, ábsides, galerías, se advierten festonadas de cornisas primorosas, en cuyos canecillos parecen recién creados por el cincel los más exquisitos mascarones y elegantes caprichos. Pero apartad los ojos del blanqueo que hace trece años privó la parte septentrional del venerable color de piedra que barniza lo restante, y sobre todo de las horribles fajas que embadurnan la torre, ya de antemano desfigurada con deformes medios puntos y con el rutinario chapitel de pizarra.

     Nacen a veces estas indiscretas reformas de los mal empleados fondos de la catorcena, especie de liga formada siglos hace por siete parroquias de la ciudad y otras tantas del arrabal para celebrar por turno anuales funciones de desagravio a la sagrada eucaristía, cuyos sobrantes se invierten en la conservación y adorno de los templos. También aprovechan por tanto para urgentes reparos y oportunas restauraciones, y a ellos quizá se debe la permanencia admirable de tanta antigua iglesia en Segovia. Todavía pudieran reconocerlas, al través de sus mudanzas y salvo algunos derribos, sus respectivos feligreses coetáneos de San Fernando, y guiarse por la eminente cima de sus torres, y reunirse a la sombra de sus atrios: sólo que hallarían harto mermada la población, y la condición de sus vecinos no ya ciertamente a la altura que en los antepasados indican los ilustres monumentos de San Martín y de San Esteban, de San Lorenzo y de San Millán.

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