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Capítulo III

Alcázar de Segovia, muralla, casas fuertes. Período histórico del siglo XIII al XVI

     Pocas ciudades hay en Castilla que no corone un alcázar o que de él no muestren más o menos importantes vestigios: pero ninguna lo posee tan identificado con su historia ni tan ideal y magnífico en estructura. Situado en la punta occidental de la oblonga muela donde se sienta la población murada, parece formar la aguda proa que hiende las corrientes de los dos ríos, que con copia desigual baten los flancos de la nave y que a su pie confluyen bulliciosos. En el ángulo de la hoz avanza la torre del homenaje con su pintoresco grupo de cubos y garitas cubiertas hace poco de cónicos chapiteles de pizarra, y a su espalda descuella mayor aún la majestuosa torre de Juan II; adviértense por los costados del edificio, así por el que mira al sur hacia la estrecha y salvaje garganta del Clamores sobre el cual se divisan restos de puente, como por el del norte dominando el apacible valle del Eresma, vetustos ajimeces, informes arcos y modernos balcones, algunos sobre robustos matacanes, peana en otro tiempo de miradores más gentiles, aberturas tan diversas entre sí como el gusto de las épocas y como los destinos a que se apropiaron las sucesivas obras, confundidas ahora en un común estrago por el reciente incendio que las ha reducido a ruinas. Lo que al presente queda no es sino el esqueleto del coloso, que si de lejos aparece todavía entero y viviente por decirlo así, de cerca descubre a trechos su desnuda armazón y el destrozo interior que ha consumido sus entrañas.

     Si bajo la dominación de los sarracenos, y tal vez ya bajo la de los godos y aun de los romanos, tuvo Segovia su acrópolis o ciudadela, probablemente debió levantarse en aquel mismo sitio destinado por la naturaleza para defender o subyugar la población. Pero de aquellas remotas construcciones difícilmente pudieran aducirse otros indicios que los cimientos incrustados en la roca y apenas discernibles de ella, cuya fecha, es tan difícil de fijar aun ahora que se manifiestan al desnudo con la destrucción de las alamedas que envolvían de verdor su pedestal. Lo cierto es que sus hermosos cubos y cilíndricas torrecillas nunca serán a nuestros ojos un motivo para juzgar su fábrica anterior a la de los rectangulares y rudos torreones de las murallas, salpicados de lápidas gentílicas y de sillares semejantes a los del acueducto, que arrancan a lo que se cree de la restauración de Alfonso VI; antes bien tanto por el esmero como por el carácter de las obras del alcázar, que nada tiene de común con las romanas (704), las consideramos ejecutadas con bastante posterioridad a dicha cerca y las más importantes indudablemente en el siglo XV. Trabajo costaría reconocer y deslindar de estas algunas más antiguas, si merced al actual estado de devastación no hubiesen aparecido en varias de sus paredes interiores, más gruesas y robustas que las de afuera, ventanas pintadas con curiosos arabescos en su alféizar, que daban hacia galerías o descubiertos que más adelante se convirtieron en espléndidas salas reduciendo a oscuridad las de más adentro. Aquellas paredes debieron formar el primitivo recinto, antes de arrimárseles por el lado del norte esa larga serie de habitaciones tan ricamente artesonadas; recinto cuya arquitectura han salido a revelar cuatro ajimeces largo tiempo ocultos en la estancia titulada de la galera, partidos cada uno por columna bizantina.

     Dudamos todavía si se abrieron en el siglo XII a la voz de alguno de los tres ilustres Alfonsos que sucesivamente lo habitaron, o ya en el XIII, como persuade lo avanzado del estilo, por orden del gran Fernando III que renovó acaso la mansión de sus predecesores. Radiante de juventud y de dicha moró allí el santo rey, recién unido en Burgos con su germánica esposa Beatriz de Suevia, en compañía de ella y de su propia madre la prudente Berenguela; allí firmó un privilegio en 28 de enero de 1220 y otro en 2 de junio de 1221, ignorándose si de una a otra data se alargó sin interrupción su permanencia. No consta que su benéfica planta volviera a pisar aquellos umbrales; pero en las gloriosas conquistas de Andalucía que señalaron año por año su triunfal carrera, siguiéronle más de cerca que ningunos los segovianos, a Jaén, a Baeza, a Córdoba donde a su adalid Domingo Muñoz cupo muy distinguida prez en la toma de la ciudad, y a Sevilla en cuyo pingüe suelo fueron heredados muchos de sus valientes campeones y su obispo Raimundo, notario y confesor del monarca y más tarde arzobispo de la nueva metrópoli (705). Recompensa general de tales servicios pudo ser la insigne cédula otorgada a Segovia en 1250 por el invicto soberano, agregándole otra vez las aldeas que de su jurisdicción había desmembrado, y proveyendo de varias maneras a su engrandecimiento (706).

     De las estancias de Alfonso el sabio en el opulento alcázar hay aún noticias más seguras. En él juntó las cortes de 1256, que se abrieron a 21 de julio, durante las cuales confirmó en 12 de setiembre a los que tuvieran armas y caballo la franquicia de su padre; y arregló en 22 del mismo las desavenencias de la ciudad con sus lugares acerca la forma de contribuir. La temporada de 1258 fue señalada, no tanto por la división entre el término de aquella y el de Coca practicada en los primeros días de noviembre, como por el desastre dos meses antes sucedido en 27 de agosto, en que reunidos allí alrededor del monarca ricos hombres y prelados, a hora de mediodía, se hundió de repente sino todo una buena parte del edificio, no se dice si por natural ruina o por violencia de tempestad, con maltratamiento de muchos cortesanos y muerte de algunos, quedando incólume Alfonso (707). De esta desgracia, que tanta luz arroja sobre las vicisitudes del alcázar, pudo nacer la tradición por antiguos autores acogida, acerca de la lección que dio el cielo a la petulancia del coronado astrólogo. Dijo, si es que no se lo achaca la envidia que no respetó el lustre de su fama más que el sosiego de su existencia y hasta su saber le imputó a delito, dijo que a consultarle el Criador, de otra suerte fabricara el universo, y por ello le había reprendido un austero franciscano llamado fray Antonio de Segovia; cuando he aquí que en medio de la noche estalló sobre su morada una formidable nube, hendió un rayo la fuerte bóveda de la cámara quemando el tocado de la reina, salió el rey despavorido, y hasta que confesó su culpa a los pies del religioso poco antes rechazado, no calmó la furia de la tormenta. Al día siguiente hizo pública retractación (708).

     Colmenares refiere este suceso a la visita hecha por Alfonso X a Segovia en 1262, aunque posteriormente volvió a ella tres veces, la una en junio de 1273 en que concedió franquicia a las ventas o alberguerías establecidas en la sierra, la otra en 1276 para reconocer en plenas cortes por heredero a su hijo Sancho en perjuicio de sus nietos no menos que de sí propio, y la última de julio a setiembre de 1278 en que manifestó el interés de atraer dentro de los muros con mercedes y preeminencias a los moradores esparcidos por el arrabal. De todas maneras, sea que careciese de sinceridad o de constancia el arrepentimiento, sea que el perdón no le eximiese de la pena, de aquella jactancia se pretende derivar la serie de humillaciones e infortunios que abrumó en sus últimos años al abandonado rey y desposeído padre. Mostrábase en el exterior de la cúpula de la sala del pabellón, antes de empizarrarla hacia 1590, la hendidura del rayo amonestador; y el cordón, que da nombre a otra sala cuyo friso circuye, se considera como un recuerdo expiatorio de la absolución del piadoso fraile (709). Sábese sin embargo que se reconstruyeron entrambas, la una en 1456, la otra en 1458: lo que con más fundamento se atribuye al sabio Alfonso es la colección de estatuas o bustos de sus antecesores de Oviedo, León y Castilla, esculpida debajo de la techumbre del salón de los reyes y continuada después en sus sucesores, curiosas figuras que han devorado las llamas últimamente.

     A principios de 1287 vino al alcázar Sancho IV a negociar con su cuñada doña Blanca políticamente detenida en aquellos muros, para que no diese al enemigo rey de Aragón la mano de su hija Isabel heredera de Molina, sino que se educase en la corte al lado de la reina su tía, prometiendo casarla ventajosamente sin perjuicio del Estado. Entonces a 16 de marzo devolvió a la ciudad el Real de Manzanares haciendo alarde de reparar las injusticias y usurpaciones de su padre (710), y para favorecer las pueblas del término les concedió exención de portazgos. El bravo rey no frecuentó a Segovia; pero la experiencia que hizo de su constante lealtad, así en los interiores disturbios del reino como en las campañas contra los infieles, especialmente en el sitio de Tarifa donde sucumbió Gómez Rodríguez su caudillo, la proclama altamente en el preámbulo de las ordenanzas que le dio a 22 de mayo de 1293 en las cortes de Valladolid (711).

     Aunque Segovia con Ávila y Toledo en las de 1295 fue la que con más brío sostuvo la regencia de la reina doña María contra las intrigas de su tío don Enrique, movida al año siguiente por la influencia de Día Sanz a favor del infante don Juan, a pesar del partido que en pró de ella acaudillaba Diego Gil, opuso dificultades a la entrada de los reyes en 10 de febrero, primer viernes de cuaresma, coronando de gente armada los muros y guardando con dos mil hombres el paso. Aventuróse a entrar sola la animosa madre, pero viendo cerrarse tras ella las puertas, increpó enérgicamente al pueblo de engañar la confianza que en él con predilección había puesto y de prestar oído a ambiciosas sugestiones que trataban de someter a juicio el derecho del tierno rey, Abrid, les decía, saldréme yo con él, que ciudades tiene el reino menos obligadas y más agradecidas; abrid, que no se han de dividir madre e hijo por vasallos que tan fácilmente se dejan engañar. Al fin los sombríos recelos se trocaron en entusiastas aclamaciones, y acogiendo al príncipe con la real comitiva le acompañaron todos hasta el alcázar, donde en dos o tres semanas la prudente reina se concilió de tal suerte las voluntades, que desde allí marchó con la esperanza de ganar las del reino entero. Y no fue esta la única estancia de Fernando IV en Segovia, sino que repitió su visita en octubre de 1301, y en 1302 pasó allí con su madre dicho mes y el de noviembre, convaleciendo entrambos alegremente de la enfermedad que en Ávila habían contraído, y celebrando con grandes fiestas la absolución pontificia de la grave tacha que sobre el matrimonio de la una y sobre el nacimiento del otro pesaba todavía. Ayudáronle en 1299 los segovianos para recobrar a Palenzuela del poder de don Juan su tío; y en 1309 acudieron a su llamamiento contra Granada y Algecira, después de bendecidos en la catedral los estandartes y de otorgar en público su testamento junto a la pila bautismal el adalid Garci Gutiérrez y Gil García su hijo.

     Sangrientas revoluciones produjo en la ciudad la menoría de Alfonso XI, desde que en 1320 se hizo reconocer por ella como tutor don Juan Manuel imponiéndose por colega a la reina doña María. Los que a nombre del infante predominaban, en especial doña Mencía del Águila, dama poderosa y de mucha parentela, se hicieron de tal suerte odiosos con sus vejaciones, que el bando opuesto abriendo una puerta a don Felipe tío del rey, que acudió con su gente desde Tordesillas, y desembocando en tres grupos en la plaza de San Miguel, logró derribarlos en una noche con aplauso general. Presos en sus casas diez y siete de ellos perdieron sus bienes concediéndoseles las vidas; y partido don Felipe, quedó su principal caudillo Garci Laso de la Vega para reducir el alcázar que se mantenía aún por don Juan Manuel, hasta que prolongándose el sitio dejó este cuidado y el gobierno de Segovia a su hijo Pedro Laso, mozo disoluto y sin Dios. Sus desmanes y violencias pronto hicieron olvidar la anterior tiranía: levantóse al fin la comarca, e invadiendo la ciudad obligó al temerario gobernador a retirarse al cerrado recinto de la Canonjía y desde allí a escaparse con los suyos. Revolvieron los insurgentes contra el partido dominante, sirviendo tal vez a la venganza del caído; y hallando vacía la casa de Garci Sánchez se lanzaron sobre el vecino templo de San Martín adonde se había refugiado con sus seguidores, y pegaron fuego a la torre que a unos y otros envolvió en sus ruinas. Menos resistencia ofreció la casa de Garci González, de, que se apoderaron pasando a cuchillo a sus defensores. En seguida rompieron las puertas de la cárcel, y a unos presos dieron libertad por simpatía, a otros por rencor asesinaron. Escenas de horror y crimen imponderables! Mas no lo fueron menos cinco años después, a principios de 1328, las del castigo que el rey mancebo, aposentado por primera vez en su alcázar, mandó ejecutar a instancia de don Felipe y de Garci Laso. Buscóse entre la culpa y el suplicio una cruel analogía; a los reos del quebrantamiento de la cárcel se les quebrantó el espinazo, los del incendio de San Martín perecieron en la hoguera, los demás en gran número como plebeyos fueron arrastrados a la horca.

     Y no obstante fue dichoso para Segovia un reinado de tan siniestra inauguración. Vio más apacible a Alfonso XI ratificar a la iglesia sus privilegios en octubre de 1331, volver en 1334 por sus tiernos hijos Pedro y Sancho primeros frutos de su culpable amor a Leonor de Guzmán que en el alcázar se criaban, recibir con agasajo en 1335 al ilustre segoviano Martín Fernández Portocarrero recién vencedor en Tudela de los navarros y aragoneses, solícito y complaciente en la primavera de 1342 obtener para la toma de Algecira la alcabala o vigésima parte de cuanto se vendiera, y a fin de agosto de 1344 regresar triunfante de aquella expedición, donde se mostraron en el puesto más peligroso los hijos de la ciudad como cuatro años antes se habían ya distinguido en la victoria del Salado. Al año siguiente les otorgó desde Burgos a 5 de mayo gobernarse por diez regidores, cinco del linaje de Día Sanz y los otros del de Fernán García, quienes en unión con dos hombres buenos pecheros y tres de los pueblos comarcanos se reunieran en los lunes y viernes de cada semana presididos por el juez y en su defecto por el alcalde, vedando que excediesen de tres mil maravedís sus derramas concejiles (712). En 1347 tuvo allí cortes, que establecieron rigurosas penas contra los sobornos de los jueces y abusos de los ministros y la de muerte contra los que resistieran a su autoridad (713).

     Recias, pero no amenazando muertes todavía, resonaron en aquella soberana mansión las pisadas del rey don Pedro en agosto de 1353 al solemnizar las bodas de su bastardo hermano don Tello con doña Juana de Lara a cuya vida más tarde había de poner sangriento fin; y de su crueldad dio ya señales mandando llevar presa a Arévalo a su infeliz esposa doña Blanca bajo la custodia del obispo de la ciudad. Escapado de la sujeción doméstica que se le había impuesto en Toro, huyó en 1355 só pretexto de ir a caza y se vino a Segovia, �acaso por más segura, como observa Colmenares, pues no fue por más cercana�, encargando a los vecinos que guardasen los pasos de la sierra ínterin reunía fuerzas en el reino de Toledo. Esto, y el haber escogido a Gil Velázquez uno de los principales ciudadanos para la embajada que al año siguiente despachó a Barcelona al rey de Aragón y de la cual resultó encarnizada guerra, indican la confianza que en la lealtad de sus moradores tenía; sin embargo en 1366, invadido apenas el reino por don Enrique, fueron de los primeros en enviarle a Toledo el homenaje de obediencia y de los más constantes en su servicio. Desde luego eligió el de Trastamara el alcázar de Segovia para seguro asilo, si no de todos, de alguno de sus hijos; y a esta época se refiere la tradición del infante don Pedro, tierno niño escapado de los brazos de su nodriza desde una ventana muy alta, que aún se designa en la sala del pavellón, bien que sea harto más reciente su forma, por la cual en pos de él se arrojó al precipicio aquella mujer desesperada. Lo cierto es que en el coro de la catedral se le puso tumba al regio vástago con bulto encima y epitafio en la reja, y que su padre agradecido, en medio de sus graves atenciones en las cortes de Burgos, cuidó de fundar en dicha iglesia cuatro capellanías y de crear dos porteros para guardar la sepultura (714).

     La derrota de Nájera, que trastornó las esperanzas del nuevo rey obligándole a pasar otra vez la frontera, no fue bastante a arrancar su pendón de aquellos muros que le permanecieron fieles hasta su vuelta; verificada la cual al cabo de seis meses, no se olvidó en 22 de marzo de 1368, al recibir en Buitrago socorros de la ciudad en gente y provisiones, de recompensarla con grandes franquicias para su comercio. La nobleza segoviana estaba por don Enrique guardándole el alcázar, el pueblo de vez en cuando se rebullía por don Pedro; y acaso estas parcialidades, aun después de faltarles el objeto, se complicaban con las querellas que trataron de extinguir mediante concordia los estados en 5 de Octubre de 1371 dentro de la iglesia de la Trinidad, acerca de los bienes y dehesas comunes, de las exenciones de los escuderos, y de los vejámenes que sufrían los pecheros de la justicia. Acabó de conciliarse Enrique II los ánimos de una y otra clase durante su estancia en el verano de 1377, y todas compitieron en festejar a su esclarecido huésped Felipe duque de Borgoña y hermano del rey de Francia, que iba en peregrinación a Santiago.

     No distinguió menos a Segovia a Juan I, llamando a ella por tres veces cortes generales; la una recién casado en segundas nupcias con Beatriz de Portugal, en 1383, fecha célebre por la variación que en el cómputo de los años se estableció, tomando por punto de partida el nacimiento de Cristo en vez de la era de César treinta y ocho años anterior; la otra en 1386, vencido ya por los portugueses y obligado a volver la mira a las pretensiones y amenazas de Inglaterra; la última en 1389, acompañado de León rey de Armenia (715), con el objeto de fijar allí la real chancillería, así por lo céntrico de la población en la raya de las Castillas, como por su abundancia de mantenimientos y sanidad de su temple frío. En Segovia pasó el buen rey el verano de 1390 postrero para él, instituyendo en su catedral el día de Santiago una orden de caballería titulada del Espíritu Santo y dando impulso desde allí a la fábrica de la Cartuja del Paular; y desde su salida a principios de setiembre hasta su desgraciada muerte en Alcalá de Henares transcurrió un mes escaso.

     Pareció aquella residencia más segura y fuerte que la de Madrid para Enrique III en medio de las inquietudes suscitadas por la tutoría, y a mediados de 1391 pasó a habitarla con su consejo, bien que le obligó muy pronto a acudir hacia Valladolid el inminente rompimiento de las armas. Al año siguiente a 17 de junio hizo en la ciudad su solemne entrada, deteniéndose en la puerta de San Martín a jurar los privilegios de la nobleza, que tomando las varas del rico palio le acompañó a la catedral y luego al alcázar, cuya alcaidía se confió a Juan Hurtado de Mendoza su mayordomo; nueve días después para remediar la diminución del vecindario eximió a los pecheros de pagar monedas y servicios (716). Volvió en 1393, declarado por sí mayor de edad y sacudida la tutela, a cazar los venados de Valsaín, y esta afición le trajo a menudo a Segovia durante su breve reinado. Allí firmó en 1400 la ley que atendida la despoblación de Castilla por pestes y guerras permite a las viudas casarse antes de cumplir el primer año de su luto; allí le nació en 14 de noviembre de 1401 su primogénita María (717) que reinó más tarde en Aragón con su esposo Alfonso V; allí se encontraba a fines de 1405 y a mediados de 1406, año de su prematuro fallecimiento.

     Cuando él murió en Toledo, había quedado en Segovia la reina Catalina de Lancáster con el príncipe menor de dos años; y tan pronto casi como la triste nueva, llegó para consolarla y rendir homenaje y prestar apoyo a su hijo su leal cuñado el infante don Fernando. Hallando cerradas las puertas aposentóse en el convento de San Francisco, y su gente en el arrabal: pero sin agriarle estas injustas desconfianzas, dispuso todo lo necesario para la proclamación de su sobrino, que se verificó en la catedral, a 15 de enero de 1407 en asamblea general de los tres estados. Dejóse la crianza del rey a la madre, indemnizando con crecida suma a los ayos nombrados por el testamento del difunto; mas ni aun así cesaron los recelos de la suspicaz inglesa, que dominada por Leonor López una de sus dueñas, se encastilló con fuerte guarnición en el alcázar, inaccesible a los prudentes y generosos consejos del infante. Al cabo hubo que partir la gobernación de las provincias, quedando para éste las del sur como fronterizas y las del norte para la reina; y ambos en abril se separaron mal contentos, el uno para la campaña de Andalucía, la otra para Guadalajara. Mientras don Fernando ganaba en Antequera inmortal renombre, en setiembre de 1410, a la sombra de la cautelosa madre moraba otra vez el rey niño en Segovia, cuya opulenta sinagoga un delito y un milagro convirtieron por aquellos días en iglesia de Corpus Cristi, acabando casi con la fe judaica al siguiente año la predicación de san Vicente Ferrer. Entonces debió el alcázar a la real magnificencia la más antigua de las espléndidas techumbres de sus salas, concluida en 1412 aunque reparada luego en 1592, y es la que cubría el salón de la Galera reducida con las otras a cenizas.

     Llegado ya a su mayoría Juan II, si es que nunca de hecho la alcanzó, fue a gozar allí durante los calores de 1419 de frescura y de paz, ocupado en tratarla con el rey de Portugal y con el duque de Bretaña cuyos súbditos navegantes se querellaban de los vizcaínos, pero le costó más trabajo procurarla entre sus cortesanos y los vecinos que por poco no trabaron entre sí sangrienta batalla (718). Mayores desacatos le aguardaban en Tordesillas, de donde en 1420 vino casi preso en poder de su primo don. Enrique de Aragón, a quien prestaba su más decidido apoyo el obispo de la ciudad Juan Vásquez de Cepeda; mas el alcázar custodiado por un teniente de Hurtado de Mendoza detenido con el rey, solamente a uno de los dos consintió en entregarse. Sacó al monarca de esta esclavitud aunque sometiéndole a la de su irresistible ascendiente don Álvaro de Luna, con quién allí mismo celebró a solas alegremente la navidad de 1425, y sin cuya compañía tuvo harto melancólica la navidad de 1427, consolándose con guardar encerrado en una de las torres a Fernán Alfonso de Robles, que ingrato respecto del condestable había fallado con otros árbitros su destierro. Muy en breve el fascinado rey recobró en Turégano a su valido, cuyo segundo período de privanza, no el postrero todavía, duró cerca de doce años.

     Complacíase Juan II en Segovia, y la frecuentó todavía más desde que en 1429 puso allí casa a su primogénito de edad de cuatro años, nombrándole ayos y maestros, criados y donceles. En el alcázar, mansión suya predilecta, hizo pintar sobre un lienzo de 130 pies su victoria de la Higueruela ganada en 1431 contra los moros en la vega de Granada, única jornada que hizo digna de glorioso recuerdo (719). Los gastos de dicha expedición le obligaron a poner en venta los oficios municipales que Alfonso XI había otorgado por merced perpetua y vinculado en los dos célebres linajes; con cuyo motivo entre estos y los nuevos regidores se hubo de proceder a avenencia en 1433 acerca del nombramiento para los cargos públicos, quedando por el ayuntamiento el de los dos procuradores a cortes y por la nobleza el de los dos fieles y alternadamente el de alguacil mayor, y por mitad entre esta y aquel el de los cuatro alcaldes ordinarios y el producto de los montes de Valsaín. Al mismo tiempo se ocupaba aunque infructuosamente en extinguir los bandos de la ciudad, mandando disolver las altanzas o confederaciones que nutrían entre las familias perennes discordias y frecuentes y terribles luchas, concediendo perdón por lo pasado y amenazando con severas penas para lo sucesivo.

     Vistosos torneos y pasos de armas solían divertir las estancias del soberano: ninguno empero tan brillante como el que en el verano de 1435 defendió en presencia suya al pie del alcázar a orillas del Eresma Roberto señor de Balse, caballero alemán, con otros veinte de su país contra el hijo del conde de Benavente y otros tantos castellanos, rivalizando todos en destreza y cortesía. Mas no tardó en turbarse otra vez el sosiego y en volverse las cañas lanzas, pues caído en 1439 el condestable, aprovechó la ocasión Rui Díaz de Mendoza, que había heredado de su padre la alcaidía del alcázar, para echar de la ciudad al corregidor Pedro de Silva, hechura de don Álvaro, y apoderarse del gobierno a nombre del rey de Navarra. No halló Juan II otro medio de salir de su cuidado que cederla con fortalezas, jurisdicción y tierra, previo consentimiento de los vecinos, al príncipe criado en ella; pero su posesión no sirvió al mancebo sino para entrar con más brío en la liga formada contra su padre, siguiendo ciegamente las instigaciones de don Juan Pacheco, a quien, mediante pingüe indemnización dada a Rui Díaz, transfirió la alcaidía expresada. Segovia fue desde entonces la residencia más común del que tan mal se ensayaba para el trono, ora favoreciendo al uno ora al otro partido, todo para satisfacer la insaciable ambición de su privado. Inconstante y veleidoso, ya combatía contra su suegro el de Navarra, ya dictaba condiciones al rey su padre después de la victoria de Olmedo, ya contribuía a la prisión de los grandes descontentos en Tordesillas, ya apoyaba la rebelión de Toledo y ofrecía a Sarmiento amparar su inicuo botín; hasta llegó a cansarse del mismo Pacheco, que evitando ser preso en una noche de 1450, se hizo fuerte en el barrio de la Canonjía y negoció muy bien su libertad. Sin embargo la ciudad siempre quiso al príncipe dadivoso y franco que la llamaba mía, que iba a sentarse en el coro de la catedral entre los canónigos, que asistía a sus más sencillas procesiones, que se mostraba en todo más ciudadano que rey, menos en las obras que le acreditan de esplendoroso.

     A él y a su padre debe el alcázar las más insignes. En el fondo de la gran plaza de armas sombreada por una alameda y ocupada hasta el siglo XVI por la catedral, antigua y por el palacio episcopal, cuyos restos no desaparecieron del todo sino en 1817, se levanta la grandiosa torre de Juan II formando por el lado de oriente la fachada del edificio. Cuadrilonga en su planta presenta por sus costados más anchos, que lo son más del doble que los otros, cuatro torreones y por los más cortos dos, los cuales arrancando casi a media altura sobre una repisa labrada con sartas de bolas y diversas molduras, interrumpen la majestuosa línea de matacanes y almenas blasonadas de que consta el cornisamento de la torre, y sobresalen gentilmente con remate análogo esculpidos de escamas sus adarves (720). Los cuatro ángulos, no guarnecidos por cubos, diseñan limpiamente sus aristas. Encima de los cordones de perlas que marcan exteriormente los cuerpos de la torre, ábrense dos órdenes de ventanas cuadradas con reja, defendidas las superiores por salientes garitas angulares o polígonas que sin sus saeteras en forma de cruz parecieran doseletes. El muro está enlucido de arriba abajo de lindos arabescos que han saltado en varios puntos, y parecidos, aunque no iguales, son los que visten la barbacana que rodea la base de la torre y que flanquean cubos coronados por agudo cono de pizarra: de uno a otro extremo corre una galería muy cambiada en su moderna forma de cuando la ocupaba la guardia morisca, a quien fiaban a veces su custodia en aquellos turbados tiempos los reyes mal seguros de sus vasallos, de donde se dice haber tomado el nombre de galería de los moros. En cuanto a los tres pisos de la torre macizamente abovedados, nunca debieron servir de estancia a regalados huéspedes sino a infelices prisioneros.

     En 1452 hacia el fin del reinado de don Juan mandaba el príncipe heredero construir el precioso artesonado de la sala de las Piñas; mas apenas fue coronado, estrenando sus regias funciones en Segovia con lucidas fiestas y con la libertad de los condes de Alba y de Treviño detenidos en la torre, se abandonó más que nunca a satisfacer dentro del alcázar su pasión por la magnificencia. Sus tesoros de oro y plata y joyería expuestos en suntuosos aparadores deslumbraron en enero de 1455 al infante de Granada y a los moros de su comitiva (721), excitando por otro lado la codicia de los señores castellanos envidiosos del agasajo con que eran recibidos los infieles: toda riqueza parecía poca para aquella muelle y fastuosa corte y para su maniroto soberano. En la primavera de 1456, mientras ensayaba éste una efímera campaña en Andalucía, se labró bajo la dirección del maestro Xadel Alcalde, probablemente sarraceno, la rica alfarjía de la sala del Pabellón; y en 1458, año que pasó casi entero en la ciudad, dividida su atención entre las obras y la caza, se acabó el techo de la del Tocador de la reina. La serie de efigies reales, que rodeaba el friso del salón de los Reyes, fue continuada desde Alfonso el Sabio hasta el reinante a la sazón. Y no se limitaba a estas fábricas su prodigalidad; al mismo tiempo construía de nuevo la casa de la moneda, y levantaba a espaldas de San Martín otro palacio destinado para morada suya, cosa difícil de explicar después de tantas mejoras y embellecimientos en el alcázar. Lo único que se sabe es que puso en aquel una leonera y que desde luego los leones más pequeños mataron y devoraron en parte al mayor, tomándose esto por presagio de los males que al rey amenazaban por parte de los sediciosos magnates (722).

     Todo anduvo prósperamente durante los nueve años primeros: tan bien hallada estaba la ciudad con su monarca como el monarca con su ciudad. Además del mercado franco todos los jueves, que siendo príncipe le había ya concedido en 1448 a 4 de noviembre, le otorgó en 17 del mismo mes de 1459 dos ferias de treinta días cada una, la primera en carnestolendas, la segunda en junio por san Bernabé. No tenía Segovia más competidora que Madrid en la afición de Enrique IV; las dos le brindaban con vastos parques a la vez que con alcázares suntuosos. Vio Segovia continuar en 1462 las interminables fiestas empezadas en Madrid por el nacimiento y jura de la princesa D.� Juana; vio al año siguiente el espléndido sarao en que danzó con la reina el embajador francés jurando no volver a danzar con mujer alguna, y la solemnidad con que a don Beltrán de la Cueva el nuevo valido se le confirió en la catedral el maestrazgo de Santiago. Pero las querellas e intrigas de la corte estallaron al cabo en perfidias, conjuraciones y levantamientos; intentáronse golpes de mano para prender al rey en su palacio mismo, armáronsele asechanzas en las conferencias de Villacastín, y sin más escolta que la de cinco mil aldeanos que a su paso se le unían volvió fugitivo a la ciudad. Faltaba a los rebeldes una bandera, y el desacordado Enrique se la deparó entregándoles a su hermano Alfonso que se criaba en el alcázar, mientras descendía él a vindicarse mediante vergonzosas informaciones de la impotencia que se le achacaba.

     Sin embargo, en lo más recio de la tempestad, cuando en Ávila se le deponía, cuando el reino todo se le sublevaba, nunca le faltó Segovia donde pasó gran parte de aquel aciago período pero en setiembre de 1467, mejorada ya al parecer su fortuna, se le compensó la ventaja obtenida en Olmedo con la pérdida de su predilecta población. Resentido Pedro Arias su contador de la prisión que por injustas sospechas había sufrido, de concierto con el obispo don Juan su hermano, la entregó al ejército de la liga que a marchas forzadas vino a ocuparla con su pretendido rey Alfonso. Apenas tuvo tiempo la reina de ir desde el referido palacio, donde vivía, a la catedral que le abrió sus puertas aunque de noche, ínterin la acogía en el contiguo alcázar su alcaide Pedro Monjarraz. Algunas puertas de la ciudad resistieron bravamente, la de San Martín defendida por Diego del Águila, la de San Juan por Pedro Machuca de la Plata, Lope de Cernadilla, los Cáceres y los Peraltas; mas rindiéronse a una orden del monarca legitimo, a quien se hizo venir al alcázar seguido solamente de cinco criados para tratar de concordia. No fue concordia propiamente sino sumisión a sus enemigos lo que resultó de una entrevista tenida en la catedral, poniendo en manos de ellos a su esposa y su fortaleza, de la cual le permitieron extraer los tesoros y trasladarlos con su alcaide a Madrid. El joven Alfonso entretanto, reunido en el palacio con la infanta Isabel su hermana, paseaba con regio aparato las calles y otorgaba regias mercedes; y en la iglesia de San Miguel recibía Pacheco la investidura del maestrazgo de Santiago renunciado por don Beltrán. Todo lo dominaba la rebelión; y hasta a la historia presumía subyugar, maltratando al cronista segoviano Diego Enríquez del Castillo por su veracidad y firmeza, y entregando el relato a Alonso de Palencia para que lo arreglase al sabor de su paladar. Cuatro meses permaneció allí la intrusa corte, hasta que la desalojó la epidemia seguidora habitual de los trastornos.

     Enrique IV, que había salido casi solo, objeto de lástima para los labradores del arrabal, alguno de los cuales osó reconvenirle por su flaqueza, no volvió en dos años a Segovia; mas apenas restablecida su autoridad por muerte del hermano y por su avenencia con la hermana, su primer acto fue desterrar al obispo y al contador que tan cruelmente le habían vendido, y transferir los oficios y tenencias de Pedro Arias a su fiel mayordomo Andrés de Cabrera. Desentendiéndose de los sumisos mensajes de Isabel y Fernando para desenojarle de su matrimonio, atendía a asegurar a su hija doña Juana la sucesión a la corona de que en sus apuros había consentido en privarla; y entraban y salían de la ciudad los embajadores franceses para concertar su enlace con Carlos duque de Guiena hermano de su rey, que, si bien firmado y aun festejado, no llegó a realizarse. Habitaba Enrique el palacio que se fabricó, pero tenía puesto su cuidado en el alcázar adonde mandó restituir desde Madrid sus joyas y tesoros, por los cuales temía a cada revuelta que se suscitaba; y al saber la que ardía entre el corregidor y Francisco de Torres puesto al frente del arrabal amotinado, acudió presuroso en 1472 desde Toledo presa a la sazón de discordias no menores. Salvóle su confianza en Andrés de Cabrera, único que contrarrestaba la perniciosa influencia que sobre el rey había reconquistado Pacheco, único que desde aquel castillo corno desde una atalaya desconcertó los vastos proyectos del astuto y poderoso maestre, manteniéndose contra todos sus esfuerzos en la alcaidía, y conservando entero aun a pesar del soberano el cúmulo de riquezas entregadas a su custodia.

     Un domingo 16 de mayo de 1473 después de mediodía oyóse tocar a rebato la campana de San Pedro de los Picos, y en un momento se llenaron de gente armada las plazuelas de la ciudad y del arrabal. El tumulto sonaba dirigido contra los cristianos nuevos, para los cuales a la sazón corrían en Castilla y en Andalucía malos vientos de saqueos y matanzas; pero su encubierto autor el maestre lo encaminaba principalmente a apoderarse del rey y de Cabrera y a, imponerles la ley de su ambición desmedida. Aunque sabedor de la trama, no se encerró en la fortaleza el bravo alcaide, y con escogida fuerza dispersó a los amotinados con muerte de muchos en la plaza de San Miguel, los barrió por delante de San Martín reclutando gente al paso, y en la plaza del Azoguejo dio sangrienta batalla a los arrabaleños a quienes impedía juntarse con los de dentro la puerta de San Juan defendida por los Cáceres (723). Vencido y despechado marchóse al otro día Pacheco a pesar de las súplicas del envilecido monarca que bajó al Parral a detenerle, jurando no volver allá donde tanto prevalecían Cabrera y su mujer. Y en efecto Beatriz de Bobadilla iba a atajar los planes del perpetuo revolvedor reconciliando a Enrique con su hermana. Digna amiga de Isabel la Católica, fue a darle aviso a Aranda en un jumento con disfraz de aldeana, y preparó su oculto recibimiento en el alcázar para el 3 de enero de 1474. Sorprendido en la caza el rey fue desde su palacio a visitar a la princesa, con cuya discreta plática quedó tan cautivado que quiso al segundo día pasearla por la ciudad en un palafrén llevándolo de la rienda. En palacio le aguardaba el príncipe su cuñado que había acudido a la noticia del venturoso concierto, y los tres comieron juntos el día de Reyes en la casa episcopal (724), preludiando para dentro de un año un acontecimiento todavía más venturoso.

     En todo este año no desamparó Isabel el alcázar, segura allí de las veleidades de su hermano y de las tenaces intrigas de Pechero para entronizar a la que él mismo había denominado la Beltraneja. Propagada en pocas horas de Madrid a Segovia la noticia del fallecimiento de Enrique, no fue más que una brillante y pacífica ceremonia en 13 de diciembre la proclamación de la gran reina, que saliendo a caballo de la fortaleza fue llevada bajo palio a la plaza mayor, donde en lo alto de un catafalco se inauguró el más glorioso de los reinados. El fiel Cabrera le entregó el alcázar y sus tesoros, pero desde aquella noche quedó instalada en el palacio. Con la solemne entrada de Fernando en 2 de enero de 1475 se afirmó más y más el poder de los esposos, y la adhesión de unos magnates les indemnizó con ventaja de la deserción de otros, antes de abrirse en la primavera la formidable campaña que había de confirmar con la victoria su derecho. El oro y plata labrada se redujo a moneda; y en el trance de más peligro, cuando más apretaba desde Arévalo el rey de Portugal, no desmintió el alcaide su lealtad acostumbrada. No es mucho que a su vez la reina dejando otros cuidados acudiese en agosto de 1476 en auxilio de su servidor, sitiado con la infanta Isabel en la torre del homenaje por Alfonso Maldonado y otros descontentos que por sorpresa se habían apoderado del alcázar y del padre de la Bobadilla. Con su prudencia logró que el mismo inquieto vulgo se hiciese ejecutor de sus mandatos, y fugados los insurrectos y corregidas las faltas de algunos subalternos que dieron quizá margen al alboroto, quedó Cabrera reintegrado en sus funciones. Tal vez la excesiva gratitud de los reyes contribuyó a hacerle en Segovia impopular, pues la merced que en 1480 le concedieron de mil doscientos vasallos sustraídos a la jurisdicción de la ciudad dio lugar a generales lutos y a manifestaciones las más imponentes que haya hecho jamás una república por la pérdida de sus libertades (725).

     No sabemos si quedó disgustada la real pareja de ese humor indócil de los segovianos: de sus posteriores visitas hay pocos recuerdos y estos nada alegres, en 1494 por la aguda enfermedad que asaltó a Fernando obligándole a ordenar en 10 de julio su testamento, en 1503 por la penosa convalecencia de Isabel, atenta más que a sus males a la naciente locura de su desgraciada hija, a quien tan dichosa al lado de su marido había festejado la ciudad en abril del año precedente. Las tapicerías, joyas y vestiduras guardadas en el alcázar fueron el postrer legado de la gran reina a su consorte, así para aver mas continua, memoria del singular amor que siempre le tuvo, como para mas santa e justamente vivir con el recuerdo de la muerte; mas el primer verano de su viudez que allí pasó el rey en 1505, hubo de emplearlo en cuidados y cautelas y hasta en proyectos de segundas nupcias para ganar aliados contra la enemistad de su yerno el archiduque que amenazaba llegar a rompimiento. Con la venida de éste a España cayeron en desgracia los antiguos servidores; y el primero fue Andrés de Cabrera marqués de Moya y conde de Chinchón, a quien en agosto de 1506 no a despojar de la alcaidía, no obstante de alegar la perpetuidad del cargo, un enviado de don Juan Manuel favorito del nuevo monarca con algunas compañías de alemanes. Desistió el depuesto de la preparada resistencia, y salió; pero con la muerte de Felipe I, volvió a la ciudad en noviembre inmediato, y aposentándose en su casa junto a la puerta de San Juan y apoderado de esta y de la de Santiago, empezó con sus parciales a combatir el alcázar ocupado por sus enemigos. Los Contreras, Cáceres, Hozes, Ríos y la mayor parte de los regidores estaban por Cabrera; contra él los Peraltas, Arias, Heredias, Lamas, Mesas y Barros: la ciudad entera tomaba parte en esta sangrienta lucha, autorizada por la neutralidad del gobierno supremo, y atizada por los refuerzos que a los contendientes enviaban desde fuera los grandes de ambos partidos. Cada mansión era una fortaleza, cada calle un campo de batalla: ardió en 24 de febrero de 1507 la iglesia de San Román defendida con solos catorce hombres por el licenciado Peralta contra el hijo del marqués que le hizo curar con esmero en su propia casa (726): el alcázar, rodeado de minas abiertas en la peña viva por largo trecho, y reducido de cuarenta a veinticinco el número de sus defensores que se replegaron en la torre del homenaje, capituló por fin en 15 de mayo y fue devuelto al anciano e ilustre alcaide, quien hizo solemnemente proclamar a la reina dora Juana como treinta y tres arios antes había hecho con la madre.

     Cuánto él entonces sitiándolo, se distinguieron sus hijos defendiéndolo en 1520 contra el furor de los comuneros, al cual abandonó el conde de Chinchón sus casas y sus estados antes que consentir en acaudillarlos como pedían. Mientras andaba por fuera solicitando del consejo del reino socorros y refuerzos para los cercados del alcázar, lo sostenía con firme tesón su hermano Diego de Cabrera, rechazando a las huestes populares que con más tenacidad que fortuna, ya por bloqueo ya por asalto, se empeñaban en rendir las insuperables almenas; lo único que lograron fue reducir a escombros la antigua catedral inmediata (727). Seis meses duró el sitio, y no se levantó sino con la derrota de Villalar y con la venida de los gobernadores del reino, que hospedados en la fortaleza trajeron a la ciudad en vez de rigurosos castigos un perdón general. La buena armonía entre una y otra no volvió más a turbarse.

     Transferido a particulares, no sabemos si por donación venta, el palacio de Enrique IV, el alcázar fue reintegrado en su destino de mansión real, interrumpiendo a menudo con brillantes recibimientos su lúgubre soledad de cárcel política. Por primera vez albergó a Carlos I a fin de agosto de 1525, festejado dignamente por los segovianos; en 1532 reunió en su seno las cortes de Castilla presididas en ausencia del emperador por el cardenal Tavera arzobispo de Toledo. Arrostró firme en 25 de agosto de 1543 la horrible tempestad que amenazaba hundirlo como en los días del rey sabio, y al amanecer vio a sus pies convertido el río en ancho lago y revueltos en sus turbias aguas cadáveres y escombros de fábricas y molinos (728). Visitólo de príncipe Felipe II en 23 de junio de 1548 con sus hermanas María y Juana, y luego, de rey en 26 de setiembre de 1562 con la reina Isabel y el príncipe don Carlos buscando solar para el grandioso monasterio que proyectaba; y a no ser por la proximidad del Parral, habríalo levantado en la llanura de San Cristóbal distante media legua al oriente. Sus veraniegas cacerías en el bosque de Valsaín, donde se fabricó una real casa con jardines, le traían con frecuencia a Segovia; y desde su retiro en 1566 cogió el hilo de la vasta conjuración flamenca, que empezando por la prisión de Montigny en el alcázar y por su romancesca tentativa de evasión que le costó la vida, vino a acabar dos años después con el arresto y muerte del príncipe heredero (729).

     Con recuerdo más grato quiso honrar aquel monumento el severo monarca escogiéndolo por teatro de su cuarto enlace con Ana de Austria en 12 de noviembre de 15 70. Las rústicas ofrendas de la víspera en la aldea de Valverde, la vistosa muestra de los ciudadanos que distribuidos por clases y gremios en escuadras de peones y jinetes con sus banderas y con ricas y uniformes galas salieron a recibir a su reina, los arcos de triunfo sembrados de estatuas y emblemas por bajo de los cuales desfiló la comitiva al extremo del Mercado, en la plaza de San Francisco, en la Mayor y a la entrada de la Canonjía, prepararon las deslumbrantes escenas que por seis días y seis noches presenció el alcázar en salvas, iluminaciones, cohetes, mascaradas y juegos de cañas por fuera, por dentro en magníficas funciones y saraos. Desembarazado de las parásitas ruinas de la vieja catedral, campeaba por primera vez vistosamente en abierta esplanada. Amenazaban hundimiento algunas de sus partes, las habitaciones de mediodía, los corredores del patio y varios chapiteles, y desde 1554 se ocupaba en repararlas el arquitecto Gaspar de Vega (730). Entonces sin duda fue cuando empezó a sufrir el gallardo castillo una transformación despiadada para amoldar en lo posible al tipo de Herrera sus antiguas formas, cerrándose ajimeces, abriéndose balcones, desapareciendo cornisas y matacanes a fin de ajustar los empizarrados techos, y coronándose (lo cual fue todavía la más aceptable mudanza) con agudos conos de pizarra sus cubos y torreones. Volvió Felipe II con sus hijos y su hermana y suegra la emperatriz María a 14 de octubre de 1587 (731), para dar nuevo impulso a las obras que encargó a Francisco de Mora, y por trazas del predilecto discípulo de Herrera, consultadas acaso con su maestro, se hicieron y se acabaron en 1598 las dos galerías del patio y la escalera principal. Renovóse también el dorado de los techos, y completáronse los bultos de los reyes con los de Isabel y Fernando, de la reina Juana y de los antiguos condes Raimundo de Borgoña y Enrique de Lorena, encomendándose en 1595 al cronista Garibay los letreros de aquella larga genealogía de soberanos (732).

     Felipe III no fue el que menos frecuentó la morada de sus abuelos. Paró en ella pocas horas al mes de ser rey, guardando riguroso luto, en 29 de octubre de 1598; volvió en 6 de junio de 1600 con su joven esposa Margarita para consolar a la ciudad recién azotada por cruda peste, cuyo abatimiento nada se mostró en las brillantes fiestas de su solemne entrada; vinieron otra vez de paso en 25 de octubre de 1603, y permanecieron en 1609 durante los meses de julio y agosto, a fin de preparar allí con más secreto la más grave y trascendental medida de su reinado, la expulsión de los moriscos; atrajéronle ya viudo las admirables funciones con que fue celebrada en setiembre de 1613 la inauguración del nuevo templo de la Fuencisla; y, por último de 2 a 6 de diciembre de 1615 gozó de los pomposos obsequios tributados a su nuera Isabel de Borbón desposada con su primogénito, y de la cabalgata geográfica y astronómica en que las principales naciones, los puntos cardinales y las cuatro partes del mundo, los cuatro elementos, los siete planetas y los doce signos del zodíaco les rindieron homenaje.

     Desde entonces cesa casi de repente de hospedar reyes el alcázar. Felipe IV y Carlos II, encerrados en la corte del Buen Retiro y en los sitios reales, divirtiéndose el uno y languideciendo el otro, apenas dejaron allí memoria de su reinado, a no ser del último una inscripción que dicen se hallaba en la sala superior de la torre del homenaje. Reducido a arsenal de guerra y a prisión de estado, no tardó bajo el primer concepto en verse desmantelado de su artillería, conservando solamente el depósito de viejas armaduras e inútiles pertrechos; pero bajo el segundo rara vez le faltaron cautivos que guardar. El más desgraciado fue el marqués de Ayamonte don Francisco de Guzmán y Zúñiga, que acusado de cómplice en la conjuración del duque de Medina Sidonia a favor del alzamiento de Portugal, habitó aquel encierro desde 28 de marzo de 1645 hasta 10 de diciembre de 1648, en que salió de él para la cárcel pública dentro de la cual le aguardaba la cuchilla del verdugo (733). Du

rante la guerra de Sucesión, recobrada por Felipe V la fortaleza que el último alcaide príncipe de Albano, descendiente por hembra del leal Cabrera, había entregado en 1706 al partido austriaco (734), custodió presos al duque de Medinaceli y a otros adictos al archiduque; y más tarde de 1726 a 1728 contó entre los detenidos al aventurero holandés barón de Riperdá, que perdida la gracia del rey de quien había llegado a ser ministro, empleó la misma destreza en ganar la de una mujer con cuyo auxilio se descolgó por una ventana (735). Pensó al fin Carlos III en 1764 dar al alcázar un destino más honroso y placentero instalando en él el colegio de artillería que con breves interrupciones ha permanecido allí casi un siglo; pero este objeto, que aparte de las sensibles modificaciones que exigía en el monumento, parecía deber asegurar su conservación, es el que ha anticipado cabalmente su ruina.

     Aciago 6 de marzo de 1862, en que eclipsando con densa humareda la luz del mediodía y ondulando al viento cual bandera de exterminio, aparecieron por cima de los techos las siniestras llamas, lanzadas desde el ángulo occidental sobre el resto del edificio por ráfagas impetuosas. Inútiles fueron los esfuerzos para cortarlas; toda la noche y el siguiente día ardieron, y sólo al tercero pudo contemplarse la extensión de sus estragos. Los muros exteriores quedaban de pie, las torres apenas habían perdido otra cosa que sus chapiteles; pero adentro todo era devastación, y los magníficos artesonados de las habitaciones regias yacían reducidos a un montón de cenizas. Levantó Segovia un grito de dolor, que tuvo eco en toda España, más bien por su monumento querido (sea dicho en honor de la ciudad), que por el establecimiento que tanto provecho le reportaba; y estremecióse de indignación sólo con la sospecha de que no hubiese nacido el incendio de casual desgracia sino de culpable ligereza o de negro delito tal vez... Verdaderamente no eran traviesos muchachos, aun cuando sujetos a la más severa disciplina, los moradores que convenían a tal grandeza.

     Aguardando una restauración que dudamos que llegue, por más que de pronto se anunciara, permanece la robusta mole del abandonado alcázar en rigorosa lucha con el tiempo, que promete ser larga todavía si no interviene en contra suya el hombre, sin haber hasta hoy perdido nada de sus imponentes formas y, de sus esbeltos perfiles. Aún cierra la herbosa plaza la verja colocada en 1817, y hace sombra la alameda, y subsiste a la izquierda la construcción destinada a gabinete de ciencias y pabellón de oficiales, y campea en el fondo constituyendo fachada la gran torre de Juan II, parte principal del edificio, aunque si algo habían de devorar las llamas, poco se perdiera en que hubiesen desaparecido por completo la moderna galería de cristales arrimada al pie de aquella y el almohadillado portal, que salvado el profundísimo foso por un puente levadizo, introduce al recinto interior. Obras son éstas de Francisco de Mora lo mismo que el cuadrilongo patio, rodeado de arcos en el primer cuerpo y de pilares con arquitrabe corrido en el segundo, cuya clásica rigidez parece desnuda y mezquina, enclavada en la poética creación de la Edad media. Pero mejor lo hizo el fuego sacando con sus estragos a luz vestigios ocultados por indiscretas renovaciones y descubriendo datos para conocer algo de la traza primitiva, tales como las ventanas bizantinas tapiadas en la sala de la galera (736). �Ah! si hubiera respetado las incomparables techumbres, chispeantes de oro, matizadas de azul y, púrpura, en que apuraron su primor en el siglo XV los más excelentes maestros de alfarjía, le perdonaríamos de buena gana sus devastaciones restantes aunque sensibles y costosas.

     Habíalas admirado a sus veinte y dos años el que esto escribe, en la edad en que todavía no se da el alma razonada cuenta de las impresiones del arte, y con todo le habían ya dejado un recuerdo ideal de mágico esplendor. La de la primera estancia presentaba la forma de un casco de galera mirado por dentro, que comunicaba a la pieza su nombre- y desde allí entrando a la derecha en el pequeño salón del trono, sorprendía la preciosa cúpula artesonada que le servía de dosel o de pabellón haciéndole dar este título, y que se demuestra en lo exterior cubierta de cónico chapitel. A la izquierda de la sala de la galera caía la de las piñas, llamada así por las que colgaban de los ricos casetones de su techo; seguía la de los reyes, ocupada últimamente por la biblioteca del colegio y convertidas tiempo hace sus bellas ventanas en dos balcones, pero interesante hasta lo sumo en su parte superior por la serie completa de reales figuras, la más antigua de España indudablemente; y por último en aquella galería, que si bien reformada con arcos escarzanos de ladrillo, conserva los calados de su gótica barandilla, lucía suntuoso techo circuido de un cordón, en el cual se pretendía ver la confesión humilde del rey sabio (737), tomando a veces aquel nombre y a veces el de tocador de la reina. De los artesonados de estas cinco salas, que forman el lienzo septentrional enfilando unas con otras, con las más amenas vistas imaginables sobre el valle y arrabal del Eresma, nada queda sino las inscripciones por fortuna, y algunos frisos de arabescos (738).

     Aunque poco notable, subsiste en el patio del reloj la capilla con sus tres bóvedas de crucería. Una espaciosa escalera que Llaguno tilda de penosa, construida por dicho Mora, conduce a las habitaciones altas de la torre del homenaje, que es grandiosa y lo pareciera más si en anchura y elevación no la superase al extremo opuesto la de Juan II. Situada, sin embargo, en la mayor estrechura que forma hacia oeste el peñón en la confluencia de los dos valles, flanqueada por cuatro cubos angulares y por otro que resalta en semicírculo de su lienzo occidental, dominada por un torreón que se levanta del medio y por otro aún más alto que a su espalda sobresale, ofrece un grupo de siete torres, al cual imprimían antes del incendio no sé qué orientalismo las agujas de pizarra. Lástima que en vez de los tapiados ajimeces, que a los lados del cubo central todavía se denotan, taladren sus venerables muros balcones correspondientes a su renovado interior. Aún es más deplorable por el costado de mediodía, que reedificó Gaspar de Vega, la invasión del balconaje moderno; pero las cortadas peñas y la sombría garganta, en cuyo fondo muge el Clamores, le prestan por aquel punto un pintoresco realce.

     Únese el alcázar por un angosto istmo con la ciudad, enlazado con el recinto de sus murallas. Mucho se ha disputado sobre si eran estas anteriores o posteriores a aquel, y a cualquier hipótesis se presta verdaderamente la heterogeneidad de su construcción. De épocas muy precedentes a la restauración definitiva de Segovia presentan hartas señales, sobre todo en su parte inferior en que se mezclan y confunden las obras con la peña natural; de tiempos más recientes se advierten asimismo en ellas no leves reparos y hasta lienzos y torres completas: pero su fábrica general puede atribuirse de acuerdo con las indicaciones de la historia a los repobladores primeros, de fines del siglo XI a principios del XII, aprovechándose los restos dejados en pie por las últimas invasiones, y recogiéndose a granel para resguardo de la nueva colonia piedras dispersas, ya otra vez acaso derribadas, lápidas sepulcrales, sillares desprendidos del acueducto. Otro tanto se haría entonces con el alcázar, pero reedificado más tarde desde. los cimientos en el siglo XIII, en el XV y en el XVI, rejuveneció de vigor y de semblante.

     Nada de menos fuerte descubre a la vista sin embargo el ala de muro que de él se desprende bajando en dirección a nordoeste, coronado de almenas y reforzado de imponentes torres, aunque tan estrecho que un hombre apenas puede andarlo. La primera puerta con que tropieza es la de Santiago, cuyo arco de herradura no está libre de la recomposición que almohadilló el arco de dentro, encima del cual permanece una antigua efigie de Nuestra Señora. Sigue el muro por el norte, encaramado sobre musgosas peñas y ceñido de gentiles álamos, con tan buen efecto si se le contempla por fuera desde abajo por entre la arboleda, como si por dentro desde una altura se ven destacar sus dentellados adarves sobre un fondo de verdor. De este género es la perspectiva que a la salida de la puerta de San Cebrián, revocada en parte por desgracia, ofrece blanqueando sobre las densas copas que de abajo suben una sencilla cruz de piedra, costeada en 1580 por unos devotos consortes.

     La vegetación disminuye según se gira al oriente, hacia donde mira en lo alto de una larga cuesta o más bien calle la puerta de San Juan, reducida en el siglo XVI a un simple arco, pero arrimada aún al caserón que la defendía y que conserva una vieja torre y unos matacanes sirviendo de peana a un balcón. Era aquella después del alcázar la principal fortaleza de la ciudad, colocada en el confín opuesto y en lo más alto de ella, y hay quien pretende ver en las dos y en la nombrada torre de Hércules, incluida hoy en el convento de dominicas, tres sitios fuertes de origen romano o tal vez más antiguo, que sirvieron de constante apoyo a las sucesivas dominaciones. Llamábase dicho edificio por no sé qué significativa antonomasia casa de Segovia, y era el primer punto que en las revueltas civiles se trataba de ocupar para dar la ley a la población. Tuviéronlo siempre a favor del rey los Cáceres (739), y adquiriéndolo luego, en propiedad Andrés de Cabrera, alcaide del alcázar a un tiempo, tenía cogida como con unas tenazas a Segovia: en 1507 Se atrincheró en él hasta recobrar el otro, pero en 1520 hubieron de abandonarlo sus hijos a los comuneros para sostener el alcázar. Destinada ahora a instituto literario la morada de los condes de Chinchón, no puede formarse idea de su esplendor sino por un bellísimo ajimez que mira al patio, cuyos angrelados arquitos sostiene sutil columna y que rodean encuadrados por moldura gótica lindos azulejos de estrellas; mas por castillo la señalan el espesor de sus paredes y la cuadrada torre, enlazada por almenado muro con un cubo que rodeado de barbacana avanza en frente de San Sebastián.

     Baja desde aquella altura la muralla ocultándose detrás del caserío a espaldas de Santa Coloma hacia el Azoguejo, y corta la calle que une el arrabal con la ciudad tan imperceptiblemente, que sin los dos arcos sucesivos de la antigua puerta de San Martín y sin las robustas hojas que cierran todavía el uno y el otro, casi no pudiera decirse dónde principia esta y termina aquel (740). Partiendo de estos históricos umbrales, que no pisaban los reyes por primera vez sin prestar juramento de guardar a los vecinos sus franquicias, continúa la cerca escondida de nuevo hasta salir por el sur al valle del Clamores, por cuya margen va elevándose a lo largo del hermoso paseo plantado entre el portillo del Sol y el de la Luna, medio siglo hace, en lugar del ignoble Rastro. Admírase por aquel lado su robustez y entereza, que no han bastado a quebrantar las construcciones arrimadas por dentro, ya convirtiendo en miradores las plataformas de los cubos, ya fabricando balcones, ya suspendiendo endebles saledizos cual nidos de golondrina (741). Las torres son de diversas formas, cuadradas, redondas, polígonas, y en muchas se notan arquitos y dibujos de ladrillo: su parte baja consta de fuerte sillería, y casi todas conservan su almenaje como bastantes lienzos de muralla. Hacia la puerta de San Andrés es donde se observa en la base del muro mayor número de piedras de las parecidas por su naturaleza, color y tamaño a las del acueducto que cabalmente cae a la parte opuesta; �quién sabe si en vez de traídas de allí después de la ruina de sus arcos, son restos de la cerca romana sacada acaso de la misma cantera que aquel colosal monumento?

     La misma puerta presenta un aspecto de vetustez que la hace entre todas venerable: su pintoresca situación recuerda la del Sol en Toledo, aunque discrepa mucho en arquitectura. Hállase metida entre una de las cuadradas torres del muro y otra mayor polígona que avanza hasta el borde de la rápida pendiente, y que por sus saeteras en cruz, cornisa de bolas y almenas piramidales da señas de haber sido restaurada hacia la época de los reyes Católicos. De la una a la otra corre un pasadizo con irregulares aberturas, sostenido por un peraltado arco semicircular, como lo es el de la entrada sobre el cual resalta un escudo real; y aumentan el melancólico atractivo la solitaria plazuela en que desemboca, y el olmo secular que en el centro de ella se dilata, y los recuerdos de la judería que ocupaba aquel barrio en sus últimos tiempos. Siguiendo por bajo de la cerca el vasto seno o media luna que forma, acorde con la disposición del terreno, hasta reunirse con el alcázar, mantienen los derrumbaderos del Clamores esta plácida tristeza, armonizándose lo rudo de las mohosas peñas con lo grandioso de las monumentales perspectivas.

     Contra los enemigos exteriores bastaban para la general defensa las murallas; pero las discordias intestinas, los bandos permanentes, los conflictos que a menudo ensangrentaban las calles, exigían prevenciones especiales y puntos fuertes en el seno de la ciudad donde guarecerse del ataque del vecino. En estos reductos, cifraban los partidos el sostén de su dominación o el vigor de su resistencia, a las robustas torres de sus moradas fiaban su seguridad las familias poderosas, y cuando no se la ofrecían buscábanla en la contigua parroquia que convertían en fortaleza (742). Había junto al alcázar un barrio cercado, sometido a la iglesia de Segovia desde su restauración (743), que se extendía de la antigua catedral a la puerta de San Andrés, y constaba de las dos largas y paralelas calles que aún se denominan Canonjía Vieja y Nueva. Puertas de medio punto con molduras bizantinas indican la remota fecha de muchas de sus casas que eran habitaciones de canónigos, por lo cual se aplicaba el nombre de claustra al recinto, como si la calle sirviera de corredor. De cuatro arcos que lo cerraban tres fueron derribados en 1570 para ensanchar el paso a la regia pompa con que se solemnizaron las bodas de Ana de Austria con Felipe II; el otro todavía permanece con señal de haber tenido puertas. La ventajosa situación de este barrio para cortar la comunicación entre el alcázar y la ciudad, daba lugar a que lo ocuparan con frecuencia las facciones beligerantes; y en él se atrincheraron Pedro Laso en 1322 y Juan Pacheco en 1450 hasta proporcionarse la retirada.

     Fortaleza también importante era la que de pertenencia de Juan Arias de la Hoz pasó en 1513 a ser convento de monjas dominicas en frente de la Trinidad, y a que presta una antigüedad increíble la tosca figura de Hércules empotrada en una de sus paredes interiores (744). Los que se empeñan en considerarla construcción de romanos, enlazan su origen con el del alcázar y el del fuerte de la puerta de San Juan, suponiéndola destinada a guardar la población por el lado del norte, como los otros por el de poniente y el de levante, pero en sus gruesos y carcomidos muros no alcanzamos nosotros a leer tan claro semejante procedencia, y en la torre que en medio sobresale vemos indudablemente la mano de la Edad media, que la ciñó de matacanes y abrió en sus cuatro caras un ajimez angrelado que todavía se denota. El arco bizantino que introducía a la casa y hoy al convento, confirma nuestra apreciación acerca de la época del edificio.

     Una torre parecida, formando esquina entre la calle Ancha y la de los Huertos, guarda la mansión de los Arias Dávila tan favorecidos de Enrique IV como luego encarnizados en hacerle guerra, si es que algo queda que guardar en la casa renovada por sus descendientes los condes de Puñonrostro y sucesivamente reducida a parador y a cuartel de la guardia civil. La torre conserva toda su majestad, sus matacanes de mucho vuelo, sus almenas piramidales rematadas en bolas, y hasta la capa de yeso que la enluce trazando góticos dibujos, y que se extiende a un segundo cuerpo sobrepuesto inoportunamente al principal. Con ella compite en grave aspecto y pardo color sobre la escalinata de San Martín la que perteneció a los Aguilares y más tarde a los Contreras cuyo apellido lleva el marqués de Lozoya. En su parte baja se abre un ajimez, y una fila de tragaluces encima de su cornisa de matacanes; por el muro se ven repartidas pequeñas ventanas y saeteras en cruz indicio de bélicas prevenciones. Bajo este marcial exterior oculta la casa bellas galerías del renacimiento que constituyen dos alas de su patio, y otra hacia el jardín perfectamente conservada (745).

     Frente a la anterior y al pie de la escalinata muéstrase en la calle Real otra casa de grandes recuerdos convertida en librería, de la cual por lo estrecho de su fachada parece haberse desmembrado con el tiempo una buena parte. Es la vivienda, dicen, de Juan Bravo caudillo comunero, una de las tres víctimas de Villalar, y a falta de documentos que lo comprueben, no desdicen al menos de su época las sartas de bolas de sus molduras y los arcos alcobados de su galería superior guarnecidos de gruesos boceles. Torre conserva, si bien rebajada, la de la vecina callejuela y dos ajimeces góticos de piedra negra calados en su vértice; la fachada como la de los Arias Dávila está enlucida de arabescos de yeso (746). Rodeaban a San Martín muchas moradas solariegas, aunque ni la de Garci Sánchez ni la de Garci González bastaron para proteger a sus dueños de la furia del pueblo levantado contra el gobernador Pedro Laso durante la minoría de Alfonso XI, ni la misma torre del templo pudo dar asilo a sus partidarios sacrílegamente incendiada. Los caballeros del opuesto bando vivían casi todos en la parroquia de San Esteban con la noble doña Mencía del Águila que estaba a su frente; pero de sus habitaciones apenas queda rastro, a no ser de una en la calle de Escuderos con torre mutilada y blasón de lunas en el zaguán (747), y de otra en la plazuela de Valdáguila embellecida por el renacimiento con una linda portada de estriadas columnas, plateresco friso y frontón triangular, y con un sencillo patio cuyos pilares llevan escudos arrimados al capitel (748). No abundaban menos las mansiones aristocráticas en los barrios altos del oriente hacia San Pablo, San Sebastián y San Román; y alrededor de la casa fuerte de los condes de Chinchón, que vimos ya guardando la puerta de San Juan, distínguense la llamada de los Tomés por la bizantina moldura de su ingreso, y la del marqués del Quintanar por los lóbulos que guarnecen el arco de su puerta, encerrando un casco cada uno, y por el escudo que sostienen velludos salvajes.

     Donde se advierte menos esplendidez y menos fortaleza es en los restos del palacio que Enrique IV edificó al principio de su reinado para su habitual residencia, y que lo fue de los reyes Católicos hasta la entrada del siglo XVI: el nombre que lleva de la reina doña Juana se refiere a la esposa del fundador más bien que a la hija y heredera de éstos, pues en 1510 había pasado ya a familias particulares, Mercados, Bracamontes, Barros y Porras, y venido a Segovia en 1515 el rey Fernando hubo de hospedarse en el Convento de Santa Cruz. Ocupaba la manzana sita entre las plazuelas de Arquetas, de Espejos y, de San Martín; pero si es que tuvo la magnificencia propia de su fastuosa época y de su alto destino y de los trascendentales sucesos de que fue teatro, es imposible de todo punto reconocerla en sus actuales ruinas. Puerta encuadrada por una moldura con bolas, grandes arcos tapiados en el piso principal, y por remate una insignificante galería de ladrillo, en cuyos óvalos se dice había espejos no sabemos para qué a no ser para dar título a la plazuela, es cuanto queda en pie del palacio, y aun nos parece construido con posterioridad. Créese, sin embargo, ver indicios de salón regio; desígnanse las ventanas de la célebre leonera (749). Parte del edificio debía formar el adjunto hospital de los Viejos, que en cumplimiento de la voluntad de Catalina de Barros instituyó en 1518 su marido Pedro López de Medina, y que hasta setenta años después no fue aplicado a su objeto. Hoy su capilla techada de madera sirve de biblioteca provincial, y la estantería oculta casi las bellas estatuas de los fundadores puestas en hornacinas a los lados del presbiterio que lleva bóveda de crucería.

     Desde el siglo XVI, suavizadas las costumbres y pacificadas las banderías con el robustecimiento del poder real, depusieron su actitud guerrera los antiguos caserones, y los que de nuevo se erigían cuidaron más del ornato que de la fuerza. Apresuráronse a adoptar las galas platerescas que corrían en boga por España, y la más rica muestra de estos ensayos es el patio del que está frente a la puerta del crucero de la catedral. Tres alas de las que describen su cuadrado recinto despliegan abajo y arriba gentil galería, sostenida por delgadas columnas con ménsulas caprichosas sobrepuestas al capitel debajo del arquitrabe; sirve a la alta de antepecho una preciosa balaustrada. Pero la principal atención se la llevan los medallones, dentro de los cuales resaltan en uno y otro cuerpo bustos de grandiosa escultura y singular expresión, que representan a emperadores romanos y reyes españoles mezclados a la ventura como entonces se acostumbraba (750); y de rombos que contienen cabezas de reyes algo menores está sembrado asimismo el friso superior. En los ángulos hay cascos y trofeos: lástima que se haya desgastado tan excelente obra por lo blando de la piedra. Reciente debía estar su conclusión cuando Felipe Il cedió la casa, confiscada al dueño por insolvencia, al cardenal Espinosa que como natural de la provincia pasaba en Segovia temporadas; y al morir en 1572, la adquirieron los Márquez de Prado, ilustre familia del Espinar, a la cual pertenecía el obispo don Alonso que lo fue de esta diócesis de 1618 a 1621. Por una feliz excepción nunca le ha faltado el mayor esmero en conservarla, y aun la habita gran parte del año nuestro querido amigo el marqués del Arco (751), corazón harto entusiasta por las glorias todas de su país para no ser religioso guardador del legado de sus abuelos.

     Hasta en el arrabal dejó vestigios el artístico renacimiento; y el mutilado patio de la casa de Reoyo contigua a San Francisco ofrece seis medios relieves en piedra, al parecer barnizados de negro y, que colocados sobre las columnas del primer cuerpo debían de formar las barandillas del segundo, figurando elegantemente ritos, combates y triunfos de la edad griega o romana. En frente se nota una severa fachada de piedra parda con gruesas columnas en las esquinas, flanqueada la puerta por otras estriadas con candelabros encima; es el edificio del sello de paños, muy parecido en carácter a la casa de correos detrás de San Martín, que aún le aventaja en la airosa galería de arcos rebajados que forma su remate.

     Entre las primitivas casas fuertes ninguna cambió más de aspecto que la que defendía la puerta de San Martín, y que arrimada a ella todavía parece fabricada para rechazar asaltos. Reedificáronla los Hozes que se dice haberla adquirido en el siglo XIV de los López de Ayala, y en 1555, según documentos, se llamaba ya de los Picos por los que simétricamente distribuidos erizan su extensa fachada, como gruesos prismas de oscura piedra, por uno de aquellos caprichos tan frecuentes en la primera mitad del siglo XVI (752). En la segunda sería cuando se construyó desde los cimientos en la plaza de San Esteban el palacio, que hacia mediados del XVIII pasó a serlo episcopal, y, que sin otra mudanza apenas que la de los escudos mantiene su grave arquitectura, el vasto lienzo almohadillado, las enrejadas ventanas del piso bajo y los balcones del principal cubiertos por frontones con un busto dentro de ellos, y en el centro una graciosa portada de estriadas columnas y frontispicio, en cuya clave, no adivinando el artífice el posterior destino de la casa, esculpió una mujer desnuda con una sierpe y los trabajos de Hércules en las enjutas (753).

     No cesó el renovador impulso. Parándose a examinar hacia San Facundo algunas portadas del renacimiento combinadas ya con la rigidez grecoromana, observando en la plazuela de Guevara y en la calle de la Trinidad el almohadillado de dos macizas construcciones y el enorme pie de balcón que avanza sobre la puerta de la segunda, y acabando por la que hoy ocupa junto al seminario el gobierno de provincia calcada sobre la correcta regularidad de fines del último siglo, no costaría gran trabajo hallar en el caserío de Segovia las transformaciones sucesivas del arte. Quiera Dios que respete estos raros tipos la invasión moderna, cuyo ideal es la monotonía y cuyo carácter es el no tenerlo.

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