Capítulo IV
Catedral antigua, su destrucción en el alzamiento de los comuneros, catedral existente
Con la restauración del obispado de Segovia en los primeros años de Alfonso VII coincidió naturalmente la erección de su catedral (754). Algunos documentos del 1136 hablan de la iglesia de Santa María que se estaba fundando, pero otro de 1144 la menciona como fundada, y de ahí toma pie Colmenares para dar su fábrica por concluida ya a la sazón; sin embargo, para tal edificio nos parece corto el plazo, aunque se suponga empezado en 1120. De todas maneras no fue consagrada hasta el 16 de julio de 1228 por el legado pontificio Juan obispo de Sabina. Construyósela al abrigo del alcázar en la esplanada que se extiende a su levante. Solamente por la época podemos conjeturar cuál fuese su arquitectura, indudablemente bizantina, pues de ella no han quedado más noticias sino que era fuerte, y fuertísima la torre. Su puerta principal miraba entre norte y poniente, corriendo por delante un pretil que dominaba las márgenes del Eresma. Una ancha y empedrada cuesta hacía accesible su altura a las feligresías de San Marcos, San Blas, San Gil y Santiago, muy crecidas antiguamente, dándoles entrada un postigo inmediato a la cava del alcázar, y enfrente se abría otro denominado del Obispo cuyo palacio estaba unido al muro y arrimado a la parte occidental de la iglesia.
Por los años de 1470 emprendió el obispo Juan Arias Dávila la construcción de un bello claustro, el mismo que trasladado medio siglo después piedra por piedra subsiste al lado de la nueva catedral: reuniéronse grandes limosnas mediante las indulgencias concedidas al efecto por el pontífice, y el rey y el cabildo ayudaron liberalmente al prelado cuyas armas se esculpieron en las bóvedas. Estrechada con esta añadidura la casa episcopal, hubo que pensar en mudarla desde el oeste al este del templo, y él propio la fabricó de nuevo muy suntuosa colocando sobre la entrada el blasón de su ilustre linaje, y la legó a los sucesores de su dignidad. Honráronla apenas concluida Enrique IV y los católicos esposos Fernando e Isabel, celebrando allí con un banquete el 6 de enero de 1474 su venturosa reconciliación (755). Siguieron habitándola los obispos aun después de la traslación de la catedral y de borrados los últimos rastros de la vieja, hasta que hacia 1750 pasaron a la de la plaza de San Esteban en tiempo del señor Murillo y Argaiz; pero el vacío palacio quedó en pie todavía y hasta el 1816 no fue derribado por completo.
Cuando tales obras se hacían en el postrer tercio del siglo XV, sin duda no se había pensado aún en abandonar la iglesia con la cual iban enlazadas, y en reconstruirla en sitio más conveniente. Acaso la tenaz expugnación del alcázar en 1507, al recobrarlo de sus enemigos Andrés de Cabrera, acabó de patentizar lo que tan asiduas luchas y tan terribles combates venían en las pasadas centurias demostrando y en la última sobre todo, que semejante proximidad no convenía a la morada de la paz y de la oración, envuelta casi siempre en estrépito de armas; y convertida a menudo en fortaleza, ya como padrastro, ya como cuerpo avanzado de su belicoso vecino. Lo cierto es que se ocupó en seguida de la necesidad de la traslación el obispo D. Fadrique de Portugal, bien que la cédula dirigida en 1510 por el rey Católico a la ciudad en aprobación del proyecto no alude a dichos inconvenientes sino a la excentricidad del paraje, que era mucha respecto de los barrios orientales y desmedida con relación al arrabal (756). Ofrecíase en la plaza mayor un local oportuno que habían dejado vacío las monjas de Sta. Clara al incorporarse a S. Antonio el Real, y fue escogido para la nueva basílica, pensando al mismo tiempo en despejar la plaza con la demolición de la decrépita parroquia de San Miguel que la obstruía considerablemente. Nada se llevó a cabo en los diez arios posteriores, y fue menester que una contienda civil más terrible que las pasadas redujese a escombros la antigua catedral para que transmigrara al fin bajo distintas formas y a otro suelo.
Temprano estalló en Segovia y allí primero que en ningún otro punto se ensangrentó el levantamiento de las Comunidades. No habían pasado aún diez días desde el embarque de Carlos I en la Coruña, y cundía ya entre los segovianos en la mañana del 29 de mayo de 1520, martes de Pentecostés, la agitación precursora de la tormenta. Celebrábase junta en la iglesia de Corpus Cristi para elegir los procuradores del común: una acusación lanzada contra los desafueros de la justicia provocó una fuerte réplica en su defensa, y esta atrajo sobre el que la había pronunciado las iras de la muchedumbre. Fue sacado del templo el infeliz, que se llamaba Hernán López Melón, anciano corchete, y echándole una soga al cuello lleváronle por la calle Real abajo y por el arrabal hasta la cruz del Mercado, donde improvisando con maderos una horca le colgaron ya cadáver. Al volver de su ejecución la furiosa turba encontró en el Azoguejo a otro ministro llamado Roque Portal, y como le zahirieran con el ejemplo de su compañero y él contestase briosamente anunciándoles próximo el castigo y apuntando nombres al parecer, le hicieron sufrir la misma suerte sin atender a los ruegos de ciudadanos y religiosos y le suspendieron del patíbulo por los pies.
Faltaba en medio una víctima más ilustre. De vuelta de las cortes de la Coruña acercábanse a Segovia sus procuradores Juan Vázquez y Rodrigo de Tordesillas que habían otorgado al rey el impopular servicio, cuando supieron en Santa María de Nieva el tumulto; aconsejaba el primero al segundo que se fuese con él a su casa del Espinar a esperar el éxito; pero Tordesillas, recién casado en segundas nupcias y tranquilo de conciencia, quiso llegar a la ciudad aquella misma noche. Recias aldabadas a la puerta de su casa, que la tenía junto a San Nicolás, y una voz desconocida le avisaron a deshora que se abstuviese de ir al ayuntamiento para evitar una desgracia, y lo mismo le conjuró a la mañana siguiente haciéndosele encontradizo el cura de San Miguel; nada le detuvo de ir a dar cuenta de su conducta. Iba en mula vestido de terciopelo negro con tabardo carmesí y gorra de terciopelo morado como para una fiesta, y entró en la iglesia de San Miguel en cuya tribuna se reunía entonces el ayuntamiento. A vista de los siniestros grupos que se agolpaban en la plaza cerraron las puertas los porteros, pero amenazando e intentando el vulgo romperlas, las mandó abrir Tordesillas y se presentó debajo del pórtico con la gorra en la mano pidiendo atención y alargando los capítulos que le justificaban; sólo al verlos destrozados sin leerlos se quejó de tanta sinrazón y descompostura. Con esto prendió la llama y se levantó un grito inmenso de furor; lleváronle a empujones hasta la cárcel, y hallándola cerrada por desdicha, le hicieron continuar el fatal camino de los anteriores, echado un lazo al cuello y golpeándole con los pomos de las espadas. Delante de San Francisco aguardaban puestos de rodillas los frailes, y el guardián, hermano cabalmente de la víctima, con el santísimo sacramento en las manos: de nada aprovechó sino de permitir que se le acercara un religioso a confesarle, mas luego recelando que le librase, tiraron fuertemente de la soga y siguieron arrastrándole hacia el Mercado. En Sta. Olalla también en balde sacaron los clérigos la custodia y hasta intentaron al unos ciudadanos libertarle con armas, pero abrumados por la multitud tuvieron que guarecerse en el templo. Apenas conservaba el desgraciado un soplo de vida al llegar a la horca, donde le colgaron entre los dos alguaciles, y donde permanecieron muchos días aquellos sangrientos despojos sin que nadie osara sepultarlos.
Consumada la atrocidad dispersáronse sus perpetradores, gente soez y advenediza empleada en la industria de las lanas; y regidores y caballeros enviaron un mensaje a los gobernadores del reino en Valladolid, descargando de culpa a todo vecino mediano siquiera y excusándose de la impunidad con la fuga de los delincuentes, acaso por no confesar su propio miedo. Tronó contra Segovia en el consejo el presidente Rojas arzobispo de Granada, y prevaleció su iracundo dictamen sobre el más sosegado y prudente de D. Alonso Téllez Girón. Fue enviado allá el alcalde Ronquillo de pavorosa fama, y más en Segovia donde había ejercido sus rigores en 1504, acompañado de dos capitanes y mil caballos, mucho aparato para justicia y poco para guerra, dice muy bien Colmenares. Ya la ciudad estaba en defensa y agraviada del baldón general de traidora, o más bien prevaleciéndose del contagio de sedición que por el reino se propagaba, había quitado las varas a la justicia real, nombrado alcaldes ordinarios y elegido diputados de la santa comunidad; había ofrecido el mando de guerra al conde de Chinchón don Fernando de Cabrera, y viendo que en vez de admitirlo se encerraba con los suyos hostilmente en el alcázar, tomó y saqueó su casa de la puerta de San Juan y apoderóse de las demás puertas, y encadenando calles, abriendo fosos, levantando palenques, fortificando el mismo arrabal, puestos en armas doce mil hombres y hasta los niños y las mujeres, aguardaba a Ronquillo, que ante aquel aparato se retiró a Arévalo su patria y luego avanzó hasta Santa María de Nieva a cinco leguas de las murallas.
Entonces sin valer las súplicas de los priores de Santa Cruz y del Parral y del comendador de la Merced con el cardenal Adriano, empezó el más riguroso bloqueo, pues levantando el alcalde un cadalso en Santa María de Nieva, impuso pena de la vida a cualquiera que trajese víveres a Segovia. Corría de lugar en lugar, cerrando pasos, prendiendo fugitivos, atormentando a los sospechosos, ahorcando a los culpables, entre ellos a dos cardadores que resultaron reos de la muerte de Tordesillas; al Espinar y a Villacastín dio jurisdicción propia eximiéndoles de la de su capital; y llegó un día hasta Zamarramala a una milla de ésta, fijando carteles contra sus habitantes y emplazándolos por rebeldes y traidores. La ciudad entregada a merced de la plebe furiosa y ciega, pues los principales temerosos de la desconfianza de los de dentro y del rigor general de los de fuera se retraían y ocultaban todo lo posible, contestaba al reto de Ronquillo barriendo cada día la horca que le destinaba: a los proveedores de bastimentos estimuló con franquicia perpetua. Pero en las salidas y escaramuzas llevaban siempre la peor parte sus mal ordenadas milicias, y unos cinco mil al mando del pelaire Antón Casado fueron desbaratados por los sitiadores. Escribió Segovia a Toledo interesándola en su querella (757), y Toledo sublevada desde el mes de abril le envió cuatrocientos escopeteros, otros tantos alabarderos y trescientos de a caballo. Con este refuerzo se dirigieron a Santa María de Nieva llevando por capitán a Diego de Peralta, pero cayó éste prisionero (758), y hubieran sido como siempre derrotados por la superior táctica del enemigo, si no aparecieran a lo lejos la división toledana de Padilla y la madrileña de Zapata que acababan de juntarse en el Espinar con la segoviana de Juan Bravo, cuyo nombre por primera vez aparece en la historia. Ronquillo se replegó con orden sobre Coca y de allí sobre Arévalo, aguardando la artillería de Medina del Campo; y Segovia que temía a cada momento verla apuntada contra sus muros, después de enérgicos mensajes a Medina para que no la soltase y de algunos días de mortal zozobra, supo con dolor igual a la gratitud, que su fiel aliada había preferido ser abrasada que connivente en su ruina y que perdiéndose la había salvado (759).
Desembarazados del enemigo exterior, dirigieron su ímpetu los segovianos contra el que dentro tenían apoderado del alcázar y contra todos los que creían inclinados a prestarle ayuda o siquiera sospechaban de desafectos a la Comunidad. Al escribano Miguel Muñoz, inculpado de recibir informaciones secretas por comisión del consejo, obligaron a huir y saquearon la casa en la calle Real, y saliendo a la defensa algunos caballeros, armóse un recio alboroto; a Fernán González de Contreras, objeto de análogos recelos, llevaron a la junta en medio de cuatrocientos hombres armados para hacérsela reconocer; y a Diego de Riofrío, a quien la guarnición del alcázar había apresado unos bueyes con el mozo de labranza, le acusaron de estar en inteligencia con los robadores, y fueron a arrebatarle de su casa del Mercado para conducirle según querían unos a la cárcel, y según gritaban otros a la horca. Entonces sucedió lo que algunos refieren al caso del infortunado Tordesillas, que de una ventana que todavía se muestra en la calle llamada a la sazón del Berrocal, una mujer echó una soga para acabar con la victima, y que estuvo allí un rato el infeliz entre la muerte y la vida con el choque de ambos pareceres, hasta que al fin prevaleció el más humano: así al menos pretende explicar la tradición el nombre de la Muerte y la Vida que lleva desde aquellos tiempos la calle.
En ausencia del conde de Chinchón que iba procurando auxilio para el alcázar, lo defendía con escasa pero decidida gente su hermano Diego de Cabrera y Bobadilla, y apoyábale Rodrigo de Luna como alcaide de la vecina torre de la catedral. Irritados de su resistencia los comuneros, determinaron para apoderarse de ella demoler la capilla mayor, y a las representaciones del cabildo contra tamaño sacrilegio contestaron que la iglesia era de la ciudad. No hubo más remedio que sacar las sagradas formas que hasta la sazón entre el estruendo de la guerra se habían mantenido en la basílica, y trasladarlas a la iglesia de Santa Clara en la plaza Mayor: los sitiados por su parte se llevaron una noche a la capilla del alcázar la imagen de nuestra Señora, el crucifijo y las reliquias de san Frutos y demás santos. Desmantelado el templo, redobló la furia en el ataque y la tenacidad en la defensa, y en 22 de noviembre abrieron un portillo los sediciosos entre la capilla mayor y la de San Frutos, por donde penetraron en el sagrado recinto, bien que la proximidad de la noche les obligó a desampararlo. Volvieron a la aurora del otro día, y en un hoyo encubierto detrás de la reparada brecha hallaron muchos su sepultura con el impetuoso pelaire vizcaíno que los acaudillaba; pero embravecidos con las reiteradas pérdidas, no pararon hasta hacerse dueños de la iglesia, y desde allí empezaron a batir el alcázar, convirtiendo rejas, sillas y losas en trincheras y parapetos. Me ses enteros se hostilizaron los dos edificios con tal saña, que nadie osaba recoger los cadáveres tendidos entre las baterías, hasta que constreñía a enterrarlos la corrupción más que la piedad. Sin el refuerzo de pólvora y de algunos arcabuceros que recibió el castillo, habría tenido que sucumbir; y de él se vengaron los sitiadores marchando contra Pedraza de donde procedía el socorro, y de allí contra las fortalezas de Chinchón y de Odón pertenecientes a los Cabreras, las que combatieron y saquearon, no menos que en el Espinar la casa del procurador Juan Vázquez (760).
Entretanto capitaneada por Juan Bravo la hueste de Segovia secundaba con poco feliz resultado las operaciones de la campaña general. Una de sus partidas de setecientos hombres, al ir a reunirse con la de Salamanca, sufrió de parte de don Pedro de la Cueva un fuerte descalabro; pero el grueso de ella logró llegar a Valladolid e incorporarse al ejército, que lleno de confianza en su caudillo Juan de Padilla, salió a mediados de febrero de 1521 ganando desde luego a Torrelobatón. No tuvo en su corta carrera el héroe de las comunidades compañero más adicto ni más entusiasta que Juan Bravo; y en el trágico desenlace de Villalar el intrépido segoviano, ya que no su gente de la cual no habla la historia, dejó bien acreditado el honor de su ciudad. Puesto sobre el cadalso, quiso morir el primero para no ver la muerte del mejor caballero de Castilla; pero con la misma energía con que rechazó el mote de traidor desmintiendo al pregonero, rehusó ofrecer al tajo su cabeza sino forzado por el verdugo. Ante el tronco ensangrentado pronunció su elogio fúnebre Padilla; ahí estáis vos, buen caballero! dijo nada más, y es lo único que en alabanza suya la posteridad ha recogido (761).
Pensó de pronto la vencida comunidad en escoger a Segovia por último baluarte; pero cundió el desaliento, intervinieron algunos respetables ciudadanos para que se levantara por un lado el sitio del alcázar, y por otro alcanzaron del valiente defensor que escribiese a los gobernadores del reino apresurando su pacificadora venida. Llegaron éstos, y en 17 de mayo de 1521 mandaron publicar en la plaza Mayor perdón general, exceptuando apenas a veinte personas, por cualesquiera culpas cometidas durante el alzamiento. De los estragos producidos por semejante trastorno, ninguno tan completo e irreparable como el de la iglesia catedral; bóvedas y altares, todo había perecido; y hasta las imágenes y reliquias salvadas por los sitiados quedaban retenidas en la capilla del alcázar, difiriéndose con especiosos pretextos su restitución. Pero fallecidos allí en un mismo día el conde de Chinchón y su teniente de alcaide, y trocando su intrépido hermano don Diego de Cabrera la gloriosa coraza por el hábito dominico, no quiso la condesa guardarlas por más tiempo; y en solemne procesión fueron trasladadas por el cabildo en 25 de octubre de 1522 a la iglesia de Santa Clara, escogida ya definitivamente para local de la futura basílica. Los recursos escaseaban: abrumada la ciudad con cuantiosas indemnizaciones no pudo pagar por los daños irrogados al principal de sus monumentos sino tres millones de maravedís en diez años; y el emperador, a pesar de sus pródigas ofertas para que se reedificase lejos del alcázar, no llegó a ayudar más que con cuatro mil ducados. Hubo momentos en que desalentado el cabildo, pensó hacer la fábrica de mampostería y no de piedra; pero tratáronlo de mezquindad los artífices, la piedad se reanimó, hiciéronse colectas, llovieron donativos, las damas empeñaron sus joyas, clases y oficios y barrios rivalizaron en liberalidad, y abiertas en quince días las zanjas, sentó la primera piedra de la fachada el obispo don Diego de Ribera en 8 de junio de 1525 (762).
Conocido por la insigne catedral que, si bien conforme a traza ajena, estaba dirigiendo en Salamanca, y aun por cierto accesorio que había construido años atrás en la vieja de Segovia, fue escogido por arquitecto de la nueva Juan Gil, apellidado de Hontañón, y esta vez pudo concebir originalmente lo que había de ejecutar; pero su proyecto involuntariamente o de propósito apenas se apartó del dechado que en el otro punto realizaba, de tal suerte que las dos obras parecen engendro de un mismo autor. Principió el edificio por los pies, y no por la cabecera como los templos más antiguos; y según adelantaba iban demoliéndose las casas que en número de más de ciento se compraron entre la calle de la Almuzara y la mayor de Barrionuevo (763), dejando para lo último el derribo de la iglesia de Santa Clara, que sita al extremo opuesto hacia la plaza, servía provisionalmente para la celebración de los oficios divinos. En la gran fachada de occidente es por tanto donde han de buscarse los primeros trabajos del iniciador del monumento, que si alguna noticia pudo ya alcanzar de la resucitada arquitectura romana, prefirió seguir las tradiciones de la gótica mazonería. Estribos de legítima y no adulterada crestería la dividen en cinco compartimientos correspondientes a sus tres naves y a la anchura de las capillas, marcándose en ellos la gradual elevación de las respectivas bóvedas, y rematando todos en calado antepecho; el del centro lleva un frontón triangular orlado de colgadizos. Enciérranse en desnudas ojivas las tres portadas, en las laterales se denota el arco trebolado, y la principal que es la titulada del Perdón consta de dos ingresos; las tres ventanas superiores son sencillamente boceladas. Dista aquel exterior de la riqueza de labores y esculturas del de Salamanca; pero campea serio y elegante en el fondo de una vasta lonja enlosada con las lápidas que se sacaron de la iglesia al renovar el pavimento, y rodeada de gradería y de leones sentados sobre pedestales sosteniendo escudos del rey y del cabildo.
A la vez que la fachada, se levantó a su izquierda la robusta torre, que más alta a las horas que la de Sevilla y más ancha que la de Toledo (764), fue desde el principio objeto de la admiración de los segovianos. Cuadrada e igual desde el pie hasta el trepado balcón de piedra que la corona, sube de un solo arranque sobrepujando de mucho los más elevados botareles y aun la cúpula del templo, adornada con seis órdenes de arquería que figuran en cada lienzo ventanas gemelas separadas por un estribo; sólo permanecen abiertas las del cuerpo de las campanas, de forma conopial. Las cuatro crestonadas agujas o cipreses, que descuellan en los ángulos de la plataforma superior, servían de apoyo a unos arbotantes que iban a dar en otro cuerpo octógono construido para el reloj, a manera, de encensario alto con sus ventanas, con sus pequeños mortidos o crestones y su anden por remate, donde había de asentar el chapitel de ochenta pies, dudándose por algún tiempo si se cubriría de planchas de plomo o de pizarra (765); y estaba ya terminado por el primer sistema, cuando lo hirió un rayo en la tarde del 18 de setiembre de 1614, abrasando la madera, derritiendo el metal y amenazando con el incendio no sólo a la catedral sino a la ciudad consternada, si un copioso aguacero no hubiera apagado a la vez la furia de las llamas y el ímpetu del viento. Con más de treinta mil ducados reunidos al efecto se emprendió desde luego la reparación, llevada a cabo en 1620 por Juan de Mugaguren; pero su macizo ochavo, que se cierra con escamado cimborio y linterna conforme al tipo escurialesco, hace echar muy de menos la gótica ligereza del primitivo. Otro rayo que maltrató la veleta en 1809, sugirió la idea de sustituir en 1825 la cruz con un pararayos poco favorable a su belleza; y sin embargo, no parece mal a lo lejos aquella media naranja dominando un bosque de copas piramidales.
Treinta y tres años duró el primer período de la obra, en que se desplegaron hasta el crucero las tres naves con cinco capillas por lado, y que se demuestra en el flanco derecho del edificio a lo largo de la calle de los Leones con sus tres órdenes de botareles, de caladas barandillas y de rasgadas ventanas que asoman por allí en anfiteatro. Juan Gil, su trazador, no la dirigió más que seis años, repartiendo su actividad entre ella y la de Salamanca; pero antes de fallecer a mediados de 1531, alcanzó a ver la una al par de la otra visitada y aplaudida por compañeros tan insignes como Alonso de Covarrubias, Juan de Álava, Enrique de Egas y Felipe de Borgoña. Hacía en vida sus veces y a su muerte le reemplazó su aparejador García de Cubillas, quien a las dos o tres trazas del maestro añadió otras dos de todo lo que restaba por edificar; y su dirección continuó sin descanso durante la época mencionada. Pero no le faltaban importantes colaboradores: Francisco Vázquez que ganaba al año doce mil maravedís, Alonso Martínez a quien se daba igual salario, y Rodrigo Gil de Hontañón que había sucedido ya a su padre en el cargo superior de la fábrica de Salamanca, y que debía sucederle más tarde en la de Segovia, ocupando entretanto en ella un puesto distinguido (766). Juan Campero, que había sido en Salamanca aparejador de Juan Gil, trasladaba piedra por piedra desde el antiguo solar al nuevo el gótico claustro del obispo Arias Dávila y su excelente portada (767). En las vidrieras de color, que agrupadas de tres en tres perforan los lunetos de la nave mayor y de las laterales, representando la central de cada grupo, pasajes del evangelio y figuras y emblemas del viejo testamento las dos menores, y en las blancas que alumbran las capillas, trabajaban el extranjero Pierres de Chiberri, uno de los más aventajados de. su tiempo según sus obras (768). Traíanse de la vieja catedral rejas, vidrieras, retablos; y en el nuevo coro asentaba Bartolomé Fernández la sillería del antiguo, y las sillas reclamadas por la mayor anchura de aquel las entallaban Nicolás Gil y Jerónimo de Amberes (769).
A este movimiento de los artífices debía corresponder otro no menor en los vecinos, impacientes por resucitar su catedral, y no perdonando a esfuerzo ni sacrificio para que renaciese más suntuosa. Jamás monumento alguno pudo con más justicia llamarse popular, porque al pueblo era debido, y el pueblo lo costeaba, y apenas había pobre que a él no contribuyese con su óbolo a más de su trabajo, ni rico que a más del donativo no se constituyera humilde peón de la obra. Con la fábrica empezaron las suscriciones anuales o decenales de los ciudadanos divididos por parroquias (770). Todos a porfía tomaban las angarillas para transportar la piedra del templo antiguo, cuando no se vendía para otros usos y especialmente para sepulturas; o bien la traían nueva de las canteras del Parral o de las de Madrona, Hontoria, Revenga y otros pueblos comarcanos. Por clases, por oficios o por parroquias se hacían anualmente en días marcados solemnes procesiones, que partiendo de una iglesia determinada se dirigían a deponer en dinero, en materiales o en otros objetos su ofrenda colectiva al són de chirimías, trompetas y atabales, recibiendo de la estación o de la prefijada fiesta o de la corporación respectiva una característica variedad (771). Era de un extremo a otro del año un espectáculo alegre y vistoso, que mantenía la piedad y la unión de clases y gremios y entre unos y otros loable competencia; y cuando ya no fue necesario echar piedra como se llamaba a esta costumbre, continuó todavía hasta muy entrado el siglo XVII mientras no llegó a su complemento el edificio.
Imagínese pues con qué transportes de júbilo y entusiasmo, erigido hasta el crucero el cuerpo de la basílica, asentado el coro, acabada la torre, mudado el claustro, construido el capítulo y librería, y gastados más de cuarenta y ocho cuentos de maravedís, se inauguraría en el nuevo templo la celebración de los oficios divinos. Acudieron a las fiestas gentes de toda España y músicas de toda Castilla; y al anochecer el 14 de agosto de 1558 se estrenó con perfiles de fuego la reciente torre, se iluminó con dos mil luces de colores el grandioso acueducto, y el resplandor de la ciudad convertida en hoguera dicen que llegó alarmante a cuarenta leguas de distancias. A la mañana siguiente, día de la Asunción, una procesión asombrosa, en que competían parroquias y comunidades con premios propuestos a las que más se aventajaran, recorrió la población saliendo por la puerta de San Juan y entrando por la de San Martín, volviendo a la plaza el pendón delantero antes que salieran de Sta. Clara las andas del Sacramento. Hubo toros, juegos de cañas, certamen poético y comedias (772); y a la pompa de los festejos correspondió lo generoso de las dádivas. Diez días después se pasaron a la nueva catedral los huesos extraídos de las sepulturas de la ofrenda del la vieja, y separadamente los del infante don Pedro, de María del Salto y de diversos prelados entre sí confundidos. Quedaron desde entonces en completo abandono aquellas venerables ruinas, que ofreció el cabildo al rey para despejo de su alcázar, y que hasta la lucidísima entrada de la reina Ana de Austria en 1570 no fueron niveladas con el suelo (773).
Prevaleció la idea de llevar adelante la obra principal sin detenerse en la construcción de las oficinas; derribóse por fin la iglesia de Sta. Clara para hacer lugar al crucero, y en 5 de agosto de 1563 puso la primera piedra de la capilla mayor Rodrigo Gil que por muerte de García de Cubillas entraba en la dirección de la gran fábrica concebida y empezada por su padre, acreditándose tanto en la cabecera como éste en el cuerpo y fachada. Libre en la adopción del plan y muy expuesto a ceder a la invasión del renacimiento, escogió la forma más pura y graciosa para cerrar la nave del centro y juntar a su espalda las laterales, trazando en su hemiciclo nueve capillas (774). Esta parte, la más difícil por el juego de las bóvedas y combinación de fuerzas, la desempeñó con una maestría digna de los mejores tiempos del arte gótico, sin descuidar por fuera la perfecta imitación del correspondiente ornato. En el fondo de la plaza Mayor, en el punto por fortuna más visible de Segovia, campea su triple polígono, partiendo del segundo al superior los arbotantes y marcándose en el inferior uno por uno los ábsides de las capillas, todo recortado de lumbreras y erizado de machones, botareles y filigrana, apenas compatible al parecer con la fecha de 1571 que lleva ya un tarjetón. En estos trabajos, dejados a un lado los de la catedral de Salamanca que llegando a su mitad casi al tiempo de la segoviana sufría más larga interrupción, sorprendió la muerte a Rodrigo Gil en 31 de mayo de 1577, y le dio el templo honrosa sepultura (775). Siguieron las obras conforme a su diseño bajo la dirección de Martín Ruiz de Chartudi que había sido su aparejador, y en 1591 confióse la construcción de las capillas del trasaltar por recomendación del arquitecto Mora a Bartolomé Elorriaga en compañía de Bartolomé de la Pedraja (776).
Hasta entonces no se había apartado de su primitiva concepción el edificio; pero cuando en 1615 se trató de cerrar con cúpula el crucero, ya no se encontró quien la hiciera al estilo gótico, y el vizcaíno Juan de Mugaguren le imprimió la forma greco-romana que desde años atrás se había generalizado. Análoga al remate de la torre reparada como hemos dicho por el mismo arquitecto, descuella en el centro de la catedral la media naranja de pizarra con su linterna, a pesar de que el cuerpo cuadrado en que asienta, aún va ceñido del acostumbrado antepecho y flanqueado de agujas de crestería, que pretende imitar la del vértice donde está plantada la cruz. De la misma suerte los brazos del crucero armonizan con el conjunto por sus botareles y por las claraboyas de su parte superior bordadas de sencillos cuanto ingeniosos calados, al paso que discrepan de lo restante sus portadas en colorido y en arquitectura. La del norte que da a la plaza, encerrada en un arco de piedra blanca que construyó el referido Mugaguren, es de tan clásica severidad que ha merecido ser atribuida a Mora y aun a Herrera; pero quien la trazó hacia 1620 fue el aparejador Pedro de Brizuela, y ejecutáronla en piedra berroqueña Pedro Monesterio y Nicolás González (777). Consta de cuatro columnas dóricas en el primer cuerpo y de dos corintias en el segundo, dentro de cuyo arco se reproduce en pequeño la misma traza y el mismo coronamiento de frontón triangular, ocupando el nicho la estatua de San Frutos que da nombre a aquella puerta. De otra efigie de San Hieroteo lo recibe la sencilla puerta de mediodía, colocada en lo alto de una escalinata entre las dos construcciones avanzadas del claustro y de la capilla del Sagrario.
Aunque con el crucero pudo darse al fin por concluida la grandiosa fábrica, todavía quedó tarea en la segunda mitad del siglo XVII para Francisco de Campo Agüero y Francisco de Viadero, que titulados maestros de la iglesia al igual de Rodrigo Gil de Hontañón, obtuvieron la honra de ser enterrados al lado de éste al fallecer el uno en 1660 y el otro en 1688 (778). En la sacristía, sagrario, archivo y sala capitular tuvieron los dos donde emplear su diligencia; y hasta en lo más reciente del templo faltaban numerosas vidrieras, sin cuya colocación no podía caer el muro que separaba aún las naves de la cabecera. Todas se pusieron en la capilla mayor y en las naves y capillas del trasaltar de 1674 a 1689, logrando Francisco Herranz auxiliado del fabricante Danis recuperar el secreto de la pintura en vidrio, perdido ya entre los mismos flamencos sus inventores (779). Todavía a principios del siglo inmediato seguía pagando la ciudad mil ducados anuales para la obra de la catedral, que no pudo ser consagrada antes de 1768. Posteriormente, de 1789 a 1792, se cubrió su pavimento con esas cuadradas losas de mármol, blancas, rojas y pardas, que tanto contribuyen a su realce.
Asombra por dentro, aún más que por fuera, la homogeneidad de un edificio construido en tantos años y durante una revolución artística tan radical. Obra rezagada, por no decir póstuma, del arte gótico, nada sin embargo se resiente de las exuberancias y caprichos propios de la decadencia, ni de las vacilaciones y amalgamas que señalan la proximidad de la transición. Todo en ella es armonioso cuanto sencillo: no hay línea ni detalle que desmienta su carácter, ni ornato superfluo que lo afecte. Sobria crucería entreteje las bóvedas así de las naves laterales como de la central, que se eleva poco menos de un tercio sobre sus compañeras; los pilares de planta circular se componen de sutiles juncos, no ceñidos por anillos de follaje, sino terminado cada cual en su respectivo capitel; los arcos, de ojiva poco marcada, tienden otra vez al semicírculo y van guarnecidos de escasos boceles. Sobre los de comunicación en la nave principal y sobre los de las capillas en las menores corren andenes, cuyas trepadas barandillas trazan un delicado friso, y que taladrando los machones permiten interiormente dar la vuelta al templo cual los hemos visto por fuera muy parecidos. Debajo de cada bóveda se abren en los muros de una y otras naves tres ventanas, mayor la de en medio que las extremas como en otras iglesias de imitación gótica se acostumbra, de medio punto, sin arabescos en su vértice y sin molduras apenas, pero cubiertas de arriba a bajo de brillantes vidrios de colores que representan, según dijimos, pasajes del viejo Testamento en las pequeñas y del nuevo en las grandes. A esta luz tan copiosa y de tan variados matices debe especialmente la catedral de Segovia la alegría y desahogo que respira y que forma su distintivo.
Pero donde más se ostenta su gallardía es cabalmente en la cabecera, que como edificada más tarde parece que había de presentar más visibles señales de adulteración y moderna liga; y, en esto consiste la ventaja principal que lleva a la catedral de Salamanca, con la cual tan marcadas analogías tiene en sus artífices y en su historia, en su estilo y en sus proporciones (780). Gloria inmarcesible de Rodrigo Gil es la de haber dado al heptágono de la capilla mayor una gracia comparable a la del mejor ábside bizantino, cerrando su bóveda con una lindísima media estrella esmaltada de florones: en los siete lunetos trazó ventanas �cuán bellas un día con sus pintados cristales, malamente reemplazados ahora con vidrios blancos para derramar en el presbiterio una innecesaria claridad! y debajo de cada ventana abrió tribunas, que entre sí se comunican formando galería sobre las naves del trasaltar. Iguales estas en todo a las de los costados del templo, giran a espaldas del santuario, �y quién creyera que sus bóvedas de crucería, las nueve capillas que rodean su hemiciclo, el calado antepecho que por cima las circuye, las triples lumbreras que bañan de vivísimos cambiantes los objetos, aquel magnífico conjunto en fin tan gótico en su disposición y en su fisonomía, sea de fecha más reciente que el Escorial y que lo hayan erigido manos que trabajaron antes a las órdenes de Herrera en las obras de la maravilla greco-romana? Hasta en los brazos del crucero, por donde se terminó, aparecen ventanas y claraboyas iluminadas de colores, y continúan los dos andenes, el superior a la altura de las naves menores y el inferior a la altura de las capillas; y sobre los arcos torales que aguantan el cimborio circula un pasadizo semejante. De él arrancan los lunetos del primer cuerpo rectangular, y solamente en las pechinas que en sus ángulos resultan se advierten ornatos un tanto barrocos; el anillo, la media naranja y la linterna son de extremada sencillez.
La disonancia más notable de aquella armonía está en el moderno retablo que ocupa el fondo de la capilla mayor amoldándose a su curva, aunque se componga de variados mármoles y de dorado bronce, aunque corresponda a la munificencia de Carlos III que lo costeó, y a la fama de Sabatini que trazó en 1768 su modelo, y a la decantada pureza y gravedad arquitectónica que formaba las delicias de los académicos coetáneos. Las estatuas de madera estucada, que en los intercolumnios del primer cuerpo representan a San Hieroteo y a San Frutos, y sentados en el segundo a San Valentín y Santa Engracia a los lados del medallón que entre rayos y nubes contiene el nombre de María, y en el remate a dos ángeles mancebos en actitud de adorar la cruz, las labró Manuel Pacheco: allí nada hay de antiguo sino la efigie del nicho principal, la Virgen de la Paz puesta en su silla, con la cabeza y manos de marfil y el ropaje de plata, regalada a la iglesia por Enrique IV y transmitida, según dicen, a sus antecesores desde el tiempo de San Fernando. Cierran el arco de entrada de la capilla y los dos laterales tres magníficas rejas de hierro, que a pesar de trabajadas en 1733, pudieran calificarse de platerescas por su adorno y medallones y gracioso coronamiento de azucenas; y del mismo género son la del ingreso del coro y la verja o valla que pone a este en comunicación con el presbiterio, atravesando la anchura del crucero y, la de otra bóveda intermedia, toda enlosada de lápidas sepulcrales de obispos. El púlpito de mármol, con relieves de la Concepción y de los evangelistas, fue traído de San Francisco de Cuellar después de suprimido el convento, de cuyo patrono duque de Alburquerque son los blasones esculpidos en el pedestal.
Bajo la tercera y cuarta bóveda, de las cinco que componen la nave central, se extiende el coro, cuya sillería se hizo para la catedral vieja medio siglo poco más o menos antes de resolverse la translación, según demuestran el estilo de sus arabescos, complicados pero todavía puros, y la arquería conopial que forma el respaldo de sus sillas altas, encerrando otros arcos rebajados y apoyada en sutiles columnas. Sobre la episcopal se ve el escudo de don Juan Arias que tanto hizo en su largo gobierno de 1461 a 1497: las dos más próximas a la reja están guardadas para los reyes. Al pasar las sillas al nuevo edificio se añadieron ocho, y algunas más a fines del siglo pasado. También procede de la antigua iglesia el órgano del lado de la epístola, y aun se dice fue donativo de Enrique IV; mas para guardar simetría fue encerrado en una caja churrigueresca, muy semejante a la del órgano de enfrente costeado en 1772 por el obispo Escalzo. Ocupaba el trascoro una capillita del Cristo del Consuelo con los sepulcros de los insignes prelados Losana y Covarrubias, cuando Carlos III cedió a fin de embellecerlo un rico retablo de mármol, que para la capilla de su palacio de Riofrío había trazado el célebre don Ventura Rodríguez y ejecutado los más distinguidos escultores de su tiempo. Acredítanlo el grupo de la Trinidad colocado en el segundo cuerpo y las estatuas de San Pedro y San Pablo sentadas a un lado y otro, no menos que las de San Felipe y Santa Isabel, santos de los padres del monarca, que llenan las hornacinas laterales; en el nicho principal, flanqueado por dos columnas corintias, están detrás de una cortina de brocado en urna de plata las reliquias de san Frutos y de sus hermanos, descubiertas providencialmente hacia 1461 dentro de la antigua catedral y veneradas desde entonces sin interrupción (781). Los costados exteriores del coro imitan con estucos de subidos colores la magnificencia de dicho respaldo, y en el centro de cada compartimiento presentan la figura de un evangelista entre dos puertecitas coronadas de frontón triangular.
Aunque desde mediados del siglo XVI quedó habilitado ya el cuerpo de la iglesia, no datan sino del siguiente por lo general los retablos de sus capillas. Empezando por las del costado del evangelio, en la de la Concepción ostentó sus títulos y su rumbo en 1647 don Pedro de Contreras y Minayo gobernador de Cádiz, capitán de los galeones de la plata, etc., luciéndose sobre todo en la preciosa verja de caoba. La de San Gregorio, fundada por los consortes Alonso Nieto y Ana Martínez, dio entrada ya a la degeneración barroca; no así la de San Cosme y San Damián y la de San Andrés en sus estimables retablos de principios de la misma centuria, costeado el uno en 1603 por Damián Alonso Berrocal y el otro por Andrés de Madrigal canónigo y tesorero. Sólo una obra hay allí del XVI que en celebridad y mérito vale por todas, y es en la última capilla de aquella andana el grupo de nuestra Señora de la Piedad, que inmortaliza a Juan de Juní más que cualquier otra acaso de sus admirables esculturas. Sorprende la expresión de los semblantes y el fuego de las actitudes tal vez excesivo, pero choca en el retablo la caprichosa arquitectura que solía emplear: completan el cuadro dos figuras de soldados puestas en los intercolumnios y en lo alto el Padre celestial de medio cuerpo, sobre el cual asoma en una cartela la fecha de 1571 (782). Perteneció dicha capilla al infatigable canónigo fabriquero Juan Rodríguez, por cuyas manos pasó durante cuarenta años todo lo obrado en el templo; y para ella obtuvo la reja de la capilla mayor de la catedral antigua que aún se reconoce por su gótico estilo, como en la de enfrente la del viejo coro (783).
A la parte de la epístola el barroco altar de san Blas, el del Descendimiento de la Cruz anterior a la corrupción del gusto, y el moderno de santa Bárbara malamente jaspeado, no fiaman tanto la atención como una tabla gótica que hay en el fondo de la segunda capilla, y como la antigua pila bautismal colocada en la tercera, que según las delicadas hojas que la cincelan puede muy bien remontarse a la primera mitad del siglo XV. Si alguna cosa se aproxima en época y en valía a las esculturas de la Piedad son las del retablo de Santiago, donde se le representa en el cuerpo principal vestido de peregrino, y en el segundo a caballo derribando infieles, y en el pedestal la leyenda del hallazgo de su cuerpo; y todavía compite más el incomparable retrato que en el mismo pedestal pintó el célebre Pantoja del fundador de la capilla Francisco Gutiérrez de Cuellar contador mayor del rey en 1580. Da entrada al claustro la capilla siguiente, a la cual se pasó desde el trascoro el Cristo del Consuelo con los entierros de aquellos dos eminentes obispos que en el siglo XIII y en el XVI fueron por tan diversos títulos ornamento de la iglesia de Segovia, Raimundo de Losana y Diego de Covarrubias. Quizá no sea más que un cenotafio la lápida puesta al confesor de san Fernando al hundirse la parroquia de San Gil donde se le creía sepultado (784); pero en la vecina tumba yace indudablemente el sabio canonista, lumbrera del concilio de Trento, y el candor y elevación de aquella alma, como dice Bosarte, se trasluce en la fisonomía de su excelente efigie de mármol tendida sobre la urna con vestiduras episcopales (785).
Cubiertas de bóveda de crucería con aristas y florones dorados y alumbradas copiosamente por tres ventanas de medio punto, guardan entre sí igualdad perfecta las siete capillas del ochavo o trasaltar, a las cuales se agregan dos más anchas en los brazos de la elipse frente a los dos arcos laterales de la capilla mayor. De éstas la del lado del evangelio dedicada a San Antón se distingue por la churrigueresca talla de su retablo y del sepulcro de un obispo figurado de rodillas, el cual si pertenece al señor Idiáquez Manrique fallecido en 1615 como indica su lápida, debió ser erigido muchísimo después. Siguen formando el hemiciclo del templo la de San José, la de nuestra Señora del Rosario (786) y la de San Antonio de Padua, todas con figuras y cuadros apreciables de fines del último siglo. La del centro tiene tres retablos que hacia 1740 levantó el obispo Guerra al patrón de la diócesis San Frutos y a sus hermanos Valentín y Engracia, cuyas reliquias allí se custodiaron antes de ser colocadas en el trascoro. No quiso hacer menos el dadivoso obispo Escalzo por San Hieroteo a quien al tenor de los falsos cronicones creía fundador de su sede, y en la capilla inmediata le dedicó un hermoso retablo, al pie del cual tuvo sepultura al acabar sus días en 6 de diciembre de 1773 (787). En la de San Ildefonso merece alabanza el relieve del santo recibiendo la casulla de mano de la Virgen, y más en la siguiente las figuras del Cristo a la columna y de San Pedro llorando su flaqueza, y todas las demás esculturas del retablo. Con la de San Antón corre parejas en revesado estilo su colateral a la parte de la epístola, titulada del Sagrario, porque de tal sirve en Semana Santa y, en la octava del Corpus un tabernáculo que en el fondo de ella levantó Manuel Churriguera, uno de los de la célebre familia, y dentro de él un retablo más disparatado si cabe, debajo de una cúpula tan barrocamente adornada por dentro como maciza por fuera; a los lados se ven cuatro hornacinas algo mejores en su género donde yacen cuatro canónigos del linaje de Ayala. Una reja separa la capilla de la clara y espaciosa estancia que la precede, compuesta de dos bóvedas de crucería y rodeada de numerosos cuadros, entre ellos varios retratos de obispos (788). Un tiempo fue sacristía; luego se trasladó a otra pieza más adentro donde se guardan preciosos ornamentos y vestiduras, pero muy pocos que procedan de la antigua catedral (789).
De ella empero vino una joya mucho más importante, el claustro como ya dijimos, empezando por su portada puesta dentro de la capilla del Cristo del Consuelo, cuya peraltada ojiva conopial guarnecen figuras y doseletes, y orlan elegantes hojas de cardo, y flanquean agujas de filigrana, y cierra una serie de nichos góticos, recordando singularmente la entrada a la iglesia del Paular, hasta en el relieve de la Virgen de la Piedad colocado en el testero (790). La puerta que mira al claustro, aunque oculta por un cancel, muestra buenas formas e idéntico estilo; y una y otra valían la pena de ser preservadas de su precoz ruina juntamente con el delicioso recinto al cual introducen. Tiéndense al derredor del patio las cuatro galerías; y los cinco arcos ojivales de que consta cada una, subdivididos por sutiles pilares en ocho arquitos trebolados y entretejidos hasta el vértice con gentiles arabescos, nada dejan que desear en gótica pureza, bien que pertenecientes al tercer período de dicho arte. Guirnaldas de follaje los festonean lo mismo que los lunetos de las bóvedas, que en su sencillo cruzamiento llevan los escudos episcopales de Arias Dávila su fundador. Todo ello fue transportado, con la misma exactitud si bien con menos rapidez que si fuera por arte mágica, desde el solar contiguo al alcázar, donde apenas contaba medio siglo de existencia, a aquel otro de Barrionuevo al mediodía de la naciente catedral, como se aparta un tierno pimpollo del viejo tronco que va a ser cortado para trasplantarlo al abrigo de más segura defensa. Los medios no constan, pero en el día que de tantos en mecánica se dispone, no se habría llevado a cabo la empresa con más prontitud y felicidad de la que logró hacia 1524 Juan Campero. Las únicas mudanzas, que acaso la traslación hizo indispensables, son el basamento o antepecho de recuadros lisos que oculta el pedestal de los pilares divisorios, y la adición hecha al lienzo de mediodía ciñéndolo con un remate de lindos calados y gallardos botareles (791).
Lápidas no se advierten otras en el claustro sino las de los tres arquitectos antes situadas a los pies de la nueva iglesia (792), y la que se puso a María del Salto la judía de la leyenda de Fuencisla al traer del templo antiguo sus restos (793). Los del pequeño hijo de Enrique II, el infante don Pedro, fueron colocados en medio de la capilla que ocupa el cuerpo bajo de la torre, dentro de una arca sencilla rodeada de sencilla verja y sobre la cual yace la efigie del malogrado niño dorada y estofada (794). La capilla, dedicada a Santa Catalina, que sirvió de parroquial durante la fábrica, es de alta bóveda de entrelazadas aristas, y guarda entre otras cosas el carro triunfal en el cual se pasea el día del Corpus la Hostia Santa dentro de su magnífica custodia del siglo XVII (795). No hay otra capilla en el claustro, a no considerar como tal el arco puesto en frente de la puerta de la iglesia, en figura de conopio y adornado de colgadizos y crestería, el cual se titulaba de Santo Tomás por el bello cuadro que encerraba de la aparición de Jesús resucitado al incrédulo apóstol (796).
Formando el ala occidental y partiendo, de la torre se construyó desde el principio la sala capitular, que colgada de terciopelo carmesí, adornada de notables cuadros flamencos en cobre, enlosada de mármol y cubierta de dorados artesones, presenta un magnífico aspecto; y destinóse a librería la estancia superior, labrando detenidamente las claves de sus dos bóvedas, y adaptando a sus ventanas ciertas vidrieras de colores traídas de la antigua catedral (797). Suspendida al aire la escalera que conduce arriba, llama la atención por su ligereza, y aún conserva en su pasamanos los símbolos de los cuatro evangelistas esculpidos por Jerónimo de Amberes. De este modo nació entera en la mente del artífice con todos sus accesorios y dependencias la gran catedral de Segovia, y logró en la ejecución una armonía que no pudiera razonablemente esperarse de período tan largo y tan moderno. Su belleza indemniza de la pérdida de su antecesora por venerable que se la forje la fantasía; y aunque, en vez de ir en el orden cronológico al frente de las parroquias como acostumbra suceder con las catedrales, marche la última por excepción en esta ciudad donde son tantas y tan antiguas y tan notables las parroquias, todavía reclama entre ellas el primer puesto en el orden monumental.