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Capítulo V

Conventos y santuarios; descripción general de Segovia

     Después de contemplar detenidamente el entero acueducto, el arruinado alcázar y la catedral renacida, después de dar la vuelta a las murallas y de recorrer los barrios interiores para señalar sus numerosos templos parroquiales abiertos o suprimidos y sus antiguas casas solariegas, parece que la ciudad no tiene ya nuevos aspectos bajo que manifestársenos, nuevas páginas artísticas e históricas que desenvolver. Sin embargo no es así; falta reseñar todavía sus iglesias conventuales y ermitas, interesantes muchas por sus recuerdos y por su estructura, algunos edificios civiles, y sobre todo las variadas perspectivas que por sus diversos lados definen y trazan la fisonomía de la población. Atendiendo a la situación de los monumentos más bien que a su edad y naturaleza, los describiremos conforme se nos presenten en nuestro dilatado paseo para mayor variedad, sin entrar en repeticiones acerca de los ya descritos. Empezaremos por los arrabales que casi en círculo completo rodean a Segovia, formando su parte más pintoresca y no la menos rica tal vez en curiosas e insignes construcciones.

     Es el valle del Eresma un foso que por los lados de poniente y norte circunvala los muros, separándolos de las áridas llanuras que casi al nivel de ellos se extienden en la opuesta orilla; de suerte que desde las azoteas de la ciudad, ocultado en la hondonada el verdor de la ribera y asomando apenas las cimas de sus álamos, no se descubren alrededor sino yermas campiñas y rasos horizontes como suelen serlo los de Castilla. En este valle parecen haberse replegado toda la arboleda, todo el caserío de la comarca, y lo esmalta a trechos una serie de notables edificios artísticamente colocados cual si fuera en un museo. Sirvele en cierto modo de portada para los que llegan de Valladolid un arco plantado en la carretera, de estilo exageradamente barroco, arrimado a las ruinas de una ermita, en cuyo exterior resaltan arquerías de ladrillo, y que con el título de San Juan de Requejada hacía veces de iglesia para la gente ocupada en los lavaderos. Dejase a la derecha un puente inmediato a la confluencia del bullicioso Clamores en el tranquilo Eresma, ángulo que domina el alcázar por su frente más estrecho como defendiendo la embocadura del valle.

     El primer objeto que hacia la izquierda se descubre al pie de altos ribazos es un santuario ostentoso de fábrica moderna, unido a una espaciosa casa u hospedería de cuatro pisos, descollando sobre el macizo grupo la cúpula y la torre y un esbelto ciprés, hasta tocar el borde de la cóncava pena que forma su dosel y que destila agua por todas partes. De ahí le viene el nombre de Fuencisla, fons stillans, nombre dulce y sonoro asociado por los segovianos a la antigua efigie de nuestra Señora, en quien tienen puesta su devoción y confianza. La tradición cuenta que fue hallada en las bóvedas de San Gil, donde estaba escondida desde la primera invasión de los sarracenos (798), y que se la colocó sobre la puerta mayor de la catedral vieja contigua al alcázar. Descubríasela desde el sitio que ocupa hoy su ermita y que se llamaba Peñas Grajeras, cuando se condenó a ser precipitada de ellas por adúltera a una inocente judía juzgada por los ancianos de su tribu. La triste antes de caer, flechando una angustiosa mirada a la lejana imagen, Virgen de los cristianos, valedme! exclamó; y una fuerza sobrenatural la sostuvo en el aire, deponiéndola en el suelo sin el menor daño. Ester se bautizó, tomando el nombre de María con el aditamento del Salto que le impuso el pueblo, y perseveró consagrada al servicio de su inmortal protectora hasta su fallecimiento en 1237 (799). Desde entonces, creciendo el entusiasmo hacia la santa figura y, tomándola por patrona la ciudad, se le erigió allí una iglesia, que pareciendo después mezquina y vieja fue sustituida por la actual, cuya construcción duró de 1598 a 1613. Celebróse en setiembre de este año su inauguración con brillantísimas fiestas, en cuya relación se extiende a su placer Colmenares (800), y asistieron a ellas Felipe III y su regia corte. La traza del templo, por fuera cuadrada, describe por dentro una vasta cruz griega: su retablo es majestuoso, hecho a mediados del siglo XVII por Pedro de la Torre, vecino de Madrid; cierra el crucero una alta y magnífica reja, dorada según el letrero a expensas del gremio de cardar y apartar; el púlpito de hierro por sus primorosas labores y por el carácter de sus letras Ave María muestra pertenecer al mejor estilo gótico, por más que en él se lea que �lo dio en 1613 Juan de Monreal�; la sacristía corresponde a la esplendidez del culto. Hace veinte y cinco años apenas, que abriendo al río nuevo cauce, se le apartó de los cimientos del santuario que antes besaba siguiendo la curva del peñasco.

     Al pie del mismo junto a la Fuencisla aparece el convento de Carmelitas Descalzos, donde se guarda el mayor tesoro de la orden, el cuerpo de su ínclito fundador san Juan de la Cruz. Apenas instalada por el arlo de 1586 en aquel sitio, que habían dejado vacante los Trinitarios, la naciente reforma del Carmelo protegida por doña Ana de Mercado y Peñalosa, viuda y testamentaria de don Juan de Guevara, vino a regir la casa su santo iniciador desde 1587 hasta 1591 en que se ausentó, muriendo en Úbeda a 14 de diciembre del propio año. Diez y seis meses después fueron devueltos a Segovia sus mortales despojos, y siguieron las vicisitudes del edificio, pasando en 1606 de la primitiva a la nueva iglesia, y en 1693 a la espaciosa capilla que luego de beatificado se le fabricó, en cuyo altar ocupa su sepulcro el lugar preferente. La urna de mármol, labrada un siglo hace por el francés Dumandre, encierra la cabeza y el tronco del abrasado fénix, del cisne de la Noche oscura, cuyo místico perfume se aspira en aquel ámbito, como en Alba el de su compañera o madre Teresa de Jesús. Allí está la devota pintura del Redentor que le habló ofreciéndole mercedes, y al cual contestó pidiéndole heroicamente padecimientos y oprobios; allí tantos objetos unidos a su puro cuerpo y ligados con su portentosa vida. La iglesia de que forma parte la capilla, construida a lo moderno con crucero y cúpula y adornada de labores de yeso en sus bóvedas, fue desmantelada de sus churriguerescos retablos por los soldados de Napoleón para extraer el oro que los cubría; nichos decorados con pilastras estriadas y frontón contienen en una y otra ala los entierros de la bienhechora doña Ana y de su hermano el oidor don Luis Mercado. Encima de la peña asoma la ermita adonde el santo solía retirarse, y el ciprés que la acompaña plantado de su mano parece un dedo levantado al cielo.

     Poco más adelante sobre el camino de Zamarramala se alza una pequeña pero graciosa iglesia bizantina, única en la ciudad y tal vez en España por su forma, pues en ella pretendieron imitar la del santo sepulcro de Jerusalén sus fundadores, que se cree fueron los Templarios. Titúlase la Vera Cruz por una insigne reliquia del sagrado madero, dada por el pontífice, según afirman, para que sobre ella a fuer de estandarte juraran los caballeros al ingresar en la orden (801), y la poseyó mientras fue parroquia de aquel caserío nombrado a la sazón Miraflores, que tuvieron en encomienda los de San Juan después de extinguidos los del Temple. Aunque redonda interiormente, ofrece en lo exterior un polígono, de en medio del cual sobresale algún tanto un cimborio de doce lados correspondiente al recinto del centro: en su planta forman escrescencias los tres ábsides de costumbre, toscos y escasos de labores, y otro además a la izquierda que carece de colateral por ocupar su puesto la cuadrada torre, tan destituida de carácter que semeja o añadida o renovada. Sus dos portadas de medio punto no han sufrido quiebra ni reforma; hombres y aves y demonios componen los capiteles de las seis columnas repartidas a los lados de la principal, guarniciones de puntas orlan el éstrados e íntrados de sus arquivoltos, y la encuadra una línea de canecillos; la menor inmediata a la torre no consta sino de cuatro columnas, y en una de sus dovelas se lee un epitafio, relacionado tal vez con el gastadísimo relieve que se nota en la clave (802).

     Lo más singular empero de la Vera Cruz es su interior, cuyo centro ocupa un tabernáculo cerrado, alrededor del cual gira en perfecto círculo la nave, alumbrada por rudas aspilleras y marcada con medallones de rojas cruces que recuerdan a los primitivos poseedores. Sus bóvedas van a cargar como radios sobre las doce columnas de aquel pabellón de doce frentes, que en su cuerpo bajo presentan arcos y en el superior ventanas, abiertos unos y otras por los cuatro lados principales y figurados en los demás. Por los arcos, no más altos que la estatura humana, se entra al piso inferior cuya bóveda descansa sobre cuatro columnas; a la estancia de arriba se sube hacia los pies del templo por dos escaleras de quince gradas, penetrando en lo que propiamente pudiera llamarse el santuario del sepulcro del Señor. Imítalo una ara puesta en medio, formada de una losa cuadrilonga, y adornan la delantera y costados de la urna o mesa arquitos semicirculares que se entrelazan formando ojivas sostenidos por extrañas columnitas espirales o en zig-zag. Alrededor corre un poyo para los que allí cantaban o rezaban; hasta siete ventanillas altas dan escasa luz al recinto y una más grande y baja que comunica hacia la capilla mayor. La bóveda se distingue por sus dobles aristas o arcos paralelos que se cruzan. Tal es la reproducción, no seguramente puntual pero tan aproximada como se pudo, que diminuta y toscamente se ensayaría, al tenor de la relación de los peregrinos, de la basílica Jerosolimitana según se hallaba en el siglo XII durante el dominio de los cruzados; y por cierto que había ya recaído Palestina en poder de los infieles, cuando se verificó en 1208 la dedicación del templo segoviano, cuya lápida se ve sobre el arco del tabernáculo que cae enfrente de la entrada lateral (803). Los tres ábsides constituyen la cabecera de la rotonda, y en el principal o capilla mayor hay un retablo de maltratadas pinturas que parecieran de más lejanos tiempos sin la decadencia gótica marcada en sus doseletes y sin la fecha de 1516 escrita en el pedestal (804). Del mismo género son las copiosas labores que engalanan el nicho de la capilla derecha donde se guardaba la reliquia, hecho en 1520 de orden del comendador.

     Atraviésase el río por bajo del imponente alcázar siguiendo el disperso arrabal de San Marcos, cuya parroquia es la única que sobrevive a sus derruidas compañeras, San Blas, San Gil y Santiago, las cuales, a derivar su origen de la primitiva cristiandad como se supone, debieron ser tres o cuatro veces reedificadas, y pasar ya por antiguas cuando nacían las que ahora reputamos antigüedades (805). Parte de sus solares ha invadido la carretera, parte los huertos y corrales, no sin quedar vestigios de San Blas a la extremidad del puente Castellano y memoria de las dos últimas junto al de la Casa de la Moneda. Hállase esta fábrica dentro de la misma corriente que le imprime movimiento, descollando alegremente sobre las copas de los árboles sus techos de pizarra. Unos artífices alemanes la asentaron allí en 1582 por orden de Felipe II, quien asistió a los primeros ensayos, y es probable que trazara el edificio su imprescindible arquitecto Herrera. Antes radicaba dicha oficina, que desde remota edad dio importancia a Segovia, en la parte alta de la población, en el corralillo llamado de San Sebastián junto a la puerta de San Juan al oriente; y no, hizo más que reedificarla en 1455 Enrique IV al mandar poner sobre la puerta principal su nombre y su real escudo (806).

     El puente de la Casa de Moneda conduce al monumento más grandioso del otro lado del Eresma, al monasterio del Parral, flotante por decirlo así sobre un onduloso mar de verdor. A un extremo de su larga nave resaltan en armonioso grupo su ábside y crucero y rectangular cimborio; al otro sobresale la torre, mirando a todos lados por sus arcos de medio punto, coronada por aquella mezcla de góticos calados y de platerescas bichas y candeleros que tan bellamente termina varios edificios de Salamanca; a un lado avanza la cuadrada mole del convento con el colorido de un viejo caserón, sembrada irregularmente de ventanas y balcones sobre los cuales proyecta su sombra un alero de dos tablas puestas en ángulo, sencillo frontón empleado con buen efecto en muchas casas de Segovia. El breve camino intermedio era un paseo delicioso, con algunas cruces de piedra plantadas de trecho en trecho (807); ahora participa del abandono y soledad de la religiosa morada. Coadyuvando a lo ruinoso de su aspecto, la fachada del templo está por concluir y labrada en el postrer período gótico hasta la altura solamente de su ingreso de doble arco; bárbaro vandalismo ha derribado la cabeza de la Virgen arrimada al pilar divisorio y las del ángel Gabriel y de la Anunciada que están a los lados, sin excitar el escándalo producido en otro tiempo por insultos harto más leves (808). Lo restante de la fachada no contiene sino dos grandes escudos del fundador.

     Fue este, según es notorio, el poderoso marqués de Villena don Juan Pacheco, auxiliado del débil príncipe a quien subyugó o combatió alternativamente. En aquel retirado sitio, donde había ya una ermita, salió a desafío con un contrario suyo el audaz privado, y encontrándose con tres enemigos en vez de uno, tuvo la serenidad de gritar al rival: �traidor, no te valdrá tu villanía, que si me cumple la palabra uno de esos dos compañeros tuyos, iguales quedaremos�; con lo cual, introducida en sus contendientes la confusión y desconfianza, obtuvo de ellos una hábil victoria. La gratitud a Santa María del Parral a quien se había encomendado, le inspiró la idea de transformar la ermita en convento, escogiendo la orden de Jerónimos para poblarlo; y le ayudó de tal manera Enrique IV, todavía príncipe en 1447 en que esto ocurría, en agenciar con el cabildo la cesión del local y en allanarle la ejecución de su proyecto, que se atribuyó la fundación al mismo heredero de la corona, suponiendo que el valido no había hecho más que prestarle el nombre. A uno y otro se la hicieron olvidar por algunos años los públicos trastornos, y pasaron los nuevos religiosos por estrecheces y penurias, hasta que entrando a reinar Enrique, se procedió en 1459 a la inauguración de la magnífica obra. Su traza general se encargó a Juan Gallego vecino de Segovia, de quien basta para formar alto concepto; pero en la construcción de la capilla mayor intervino nuevamente don Juan Pacheco, dándola en 1472 a destajo a Juan y a Bonifacio Guas de Toledo y a Pedro Polido segoviano, el primero de los cuales se hizo después famoso con trabajos aún más insignes (809). Las bóvedas no se cerraron sino hacia 1485, y en 1494 Juan de Ruesga se obligó a rehacer en cinco meses el arco del coro dándole mayor elevación (810). Por último era en 1529 cuando nuestro conocido Juan Campero puso coronamiento a la cuadrada torre (811).

     Sea por la proximidad de fechas en que se erigieron, sea por ciertas tradiciones artísticas conservadas en la orden, las iglesias de Jerónimos presentan generalmente un tipo: despejada y única nave, bóvedas adornadas de crucería, estilo de la decadencia gótica y a veces de póstuma imitación. La del Parral es uno de los primeros y más grandiosos ejemplares de este tipo; el crucero ancho y de cortas alas, la capilla mayor poco profunda y de muros no paralelos sino divergentes entre sí, formando con dichos brazos un ángulo en vez de recto muy obtuso. Seis rasgadas ventanas alumbran la cabecera del templo, y realzan sus líneas y labores de gótico no muy castizo grandes estatuas de los doce apóstoles distribuidas en sus jambas; empezó a labrarlas en 1494 Sebastián de Almonacid antes de lucir su talento en los admirables retablos de las catedrales de Toledo y Sevilla, al mismo tiempo que esculpía los escudos de armas colocados encima de las ventanas Francisco Sánchez de Toledo (812). En la intersección de la nave con el crucero no se eleva propiamente cúpula, sino una hermosa estrella resultante del cruzamiento de las aristas, que en los brazos transversales y en el ábside describen otras tantas medias estrellas. Abundan en las demás bóvedas entrelazos semejantes, incluso en las que sostienen el coro alto, improvisadas, digámoslo así, por Ruesga, con los seis bocelados machones en que se apoyan, con sus ángeles y blasones, con los colgadizos de su arco y su calado antepecho de piedra. Para este coro, que ocupa media longitud de la nave, hizo en 1526 el entallador Bartolomé Fernández una primorosa sillería decorada con figuras de santos y relieves del Apocalipsis (813); no recordamos adónde ha ido a parar, huyendo de ser envuelta en la ruina del edificio. Pero se ha quedado arrostrándola el precioso retablo plateresco, en cuyos cinco cuerpos formados por abalaustradas columnas esculpieron numerosos pasajes del evangelio varios artistas reunidos en 1528 para tal empresa (814), colocando la Virgen en el centro y el Calvario en el remate, y a los lados perpendicularmente diversas historias de santos que hacen parte de dicha máquina. Toda la doró y estofó en 1553 Diego de Urbina (815), completando la serie de artistas que han tenido allí el raro privilegio de perpetuar sus nombres y las fechas de sus trabajos.

     Ocupan los sepulcros de los fundadores los estrechos costados de la capilla mayor, tirando ya al renacimiento y demostrando que su erección hubo de retardarse más de medio siglo. Las estatuas figuran de rodillas, la de don Juan Pacheco a la parte del evangelio y la de su esposa doña María Puertocarrero a la parte de la epístola, aquél acompañado de un paje y ésta de una doncella, dentro de hornacinas en cuyo fondo se representa el entierro del Redentor, de distinta composición en una y otra. En el pedestal se advierten las virtudes cardinales; los pilares en sus varios órdenes son de caprichosa arquitectura, sembrados de nichos e imágenes, como los hay asimismo en el segundo cuerpo y remate de los panteones. La escultura, tal como se encuentra lastimosamente embadurnada, parece muy distante de la esmerada ejecución que algunos le atribuyen. Harto mejor es la de la tumba gótica que hay en el ala derecha del crucero, al lado de un arco de la decadencia guarnecido de crestería y de excelentes hojas: sobre la urna de trepada arquería, en la cual se distinguen tres figuras de doctores, yace una bella efigie de alabastro con hábito y tocas, y es de la animosa condesa de Medellín doña Beatriz Pacheco, hija bastarda del marqués, la última en resistir con armas al incontrastable poder de los reyes Católicos (816). Los demás de la excelsa estirpe tenían sepultura en el suelo, pero han desaparecido las planchas de bronce en las cuales se veía diseñado su perfil. El templo todo es un vasto mausoleo, y las capillas, claras y espaciosas principalmente las de la izquierda, y abovedadas con estrella de crucería, contienen al rededor hornacinas sepulcrales recamadas de colgadizos. Las hay también en la nave, en el escaso macizo que dejan las elegantes portadas de las capillas, encerrando diversas urnas, unas encima de otras, blasonadas con escudos de familia de nobleza muy secundaria respecto de la del magnate fundador (817); y pasamos horas copiando sus letreros, embargados en dulce y melancólica quietud, sin más acompañamiento que el canto de los pájaros que anidan en los templos abandonados, compensación acaso la más grata que reciben éstos, procurando nuevos loadores a Dios, cuando cesan las alabanzas de los hombres y las solemnidades del culto.

     Y no se limitan a la iglesia el interés de su conservación y la lástima de su ruina. Aquella desmantelada sacristía de idéntico estilo, de análoga bóveda, de alcovadas alacenas en sus costados, también invadida por modernos chafarrinadores, recuerda el relicario que contenía la espalda de santo Tomas de Aquino regalada en 1463 por Enrique IV (818), y la corona con que se estrenó la grande Isabel y que ofreció luego a la Virgen, en mal hora deshechos uno y otra para la custodia fabricada hacia 1660. Aquel claustro en mucha parte hundido, de siete arcos semicirculares cerrados con gótico antepecho en cada lienzo del cuerpo bajo, sobre los cuales corre doble número de ojivos; aquel dilatado refectorio, de artesonado plano en el centro y a los lados en vertiente, con sus dos gentiles ajimeces y su lindo púlpito de arabescos; aquel dormitorio, librería y celda prioral que apenas ya se reconocen, recuerdan a tantos insignes varones que los habitaron, al respetable prior fray Pedro de Mesa, poseedor de la confianza de los reyes Católicos y visitado por ellos en su agonía, al joven fray Juan de Escovedo, hábil ejecutor de sus más arduas empresas (819). Hoy reina allí la soledad; y el agua de sus fuentes, tan diestramente recogida y encañada por el primer arquitecto para los usos y comodidades del monasterio y para derramar limpieza y frescura por todas sus estancias, parece no tener ya más oficio que llorar con triste monotonía su gradual aniquilamiento.

     De los Huertos al Parral paraíso terrenal, dice en Segovia un adagio muy sabido, y lo justifica la densa frondosidad de aquella ribera que seguimos inversamente y en cuyo suelo deliciosísimo asientan otros dos monasterios harto más antiguos que el de Jerónimos. El de Santa María de los Huertos lo fundaron en 1176 los Premostratenses enviados del de la Vid contiguo a Aranda, y sus abades, cuya serie empezó por el francés fray Gualtero Ostene, eran citados proverbialmente por su vasta jurisdicción; pero trasladada dentro de la ciudad su residencia en época reciente, pocos rastros quedan de la primitiva (820). Ocupan el de San Vicente todavía las monjas Cistercienses, aunque tan desfigurado que semejaría un grupo de vetustas casas, a no ser por el informe cubo de la iglesia al cual se advierte pegada una columna bizantina. Hay noticias auténticas de que en el primer tercio del siglo XIV se quemó todo o buena parte del edificio, y cada año en 26 de setiembre se celebra aún la función del incendio en acción de gracias por no haber desaparecido completamente: pero no se comprende que en cinco siglos y medio no se haya hecho otra cosa para reparar lo destruido, sino aquella mezquina iglesia pequeña y baja, puesta debajo de unas habitaciones, y que tiene todas las trazas de provisional. Verdad es que cuanto le falta de arquitectura va en historia, tomándola desde el segundo siglo de la era cristiana el letrero que circuye su friso (821); y bien que las primeras aserciones sean bastante controvertibles, hay en el convento una lápida sepulcral, cuya fecha si realmente fuera del como se lee, probaría que la antigüedad de San Vicente sobrepuja a la que por lo general se atribuye a la restauración de Segovia (822).

     Volviendo hacia la ciudad y repasando por otro puente el río, antes de subir a la puerta de San Cebrián, descúbrese la gentil crestería de la iglesia de Santa Cruz, cuyos tejados con lo mucho que se levantó la carretera han quedado al nivel de las raíces de los álamos. Había allí entre los peñascos y malezas de la orilla una sombría cueva expuesta al norte, cuando en 1218 la escogió por asilo el gran Domingo de Guzmán, preparándose con rígidas penitencias a ejercer en la ciudad su apostolado, que ilustró con raros portentos y admirables conversiones. Allí, con los discípulos que reclutó, fundó su primera colonia en España, dejando en ella por prior a su compañero fray Corbalán que falleció dentro de breve tiempo. Favoreció al naciente convento Gaspar González de Contreras, cuyos descendientes tuvieron su patronato, hasta que su prior fray Tomás de Torquemada, tan célebre como primer inquisidor, alcanzó de los reyes Católicos que lo tomaran bajo su protección especial reedificándolo desde los cimientos. En bordadas letras de relieve corre repetida la divisa tanto monta a lo largo del cornisamento exterior de su larga nave, y las afiligranadas agujas de sus estribos se parecen mucho a las de San Juan de los Reyes. Debajo del trebolado arco de la puerta resalta el grupo de la Piedad, de que tan devota era la insigne Isabel que en él figura de rodillas con su esposo: a los lados se advierten dos santos de la orden con sus repisas y doseletes y otros dos en lo alto de los pilares que flanquean la portada, entre cuyos compartimientos trazados por caprichosas curvas destaca arriba el Crucificado entre dos religiosos y varios escudos con águilas; pero el trabajo de las hojas y guirnaldas que visten los boceles supera al de las imágenes. Tales son los follajes de cardo que festonean el frontón triangular con que remata entre dos botareles la fachada.

     El templo espacioso y desmantelado consta de seis bóvedas de crucería, con coro alto en las dos primeras, y de crucero con su cúpula; pilares, cornisas y ventanas son del postrer tiempo del arte gótico; las capillas, desahogadas a la derecha, tienen el arco a estilo de los de alcova aunque peraltado, y en una de ellas hay una estatua yacente; y sobre una labrada puertecita del ala izquierda se muestra una arca que guarda con otras reliquias el cuerpo del venerable fray Corbalán. Felipe II quiso dotar la capilla mayor de un magnífico retablo, encargando su diseño al famoso Herrera; sus dos primeros cuerpos eran de orden jónico y corintio el tercero, con grandes relieves de la Pasión y hasta diez y seis figuras de santos, y lo hizo y colocó en 1872 Diego de Urbina (823). Pero las llamas lo abrasaron en 1809 durante la lucha Napoleónica juntamente con la cabecera del edificio, y en 1827 no pudieron remediarse sino los estragos hechos en las paredes. La expulsión de los religiosos ha convertido en hospicio de pobres el histórico convento, donde a falta de palacio se hospedó Fernando el Católico por tres semanas, de 27 de agosto a 15 de setiembre de 1515. Desde entonces ha mudado mucho el claustro que es todo moderno, a excepción de una capilla que hay en él con portada gótica, perteneciente a Alfonso Mejía. La de la santa cueva, a la cual se baja por algunos escalones, recuerda las austeridades del santo patriarca, cuyos sangrientos rastros borró tiempo hace una piedad indiscreta del suelo y de los muros, adornándola en cambio con devotas efigies: allí vinieron a postrarse san Vicente Ferrer en 1411 y santa Teresa en 1574 Y cuantos reyes y príncipes han visitado a Segovia (824). La ermita levantada en el sitio de las predicaciones del fundador, a trescientos pasos hacia poniente, fue arruinada en nuestros días.

     Sigue el paseo por bajo de las murallas sobre el solar que ocupó en remotos tiempos la parroquia de Santa Lucía, teniendo enfrente a la otra parte del Eresma la sombría y majestuosa torre de San Lorenzo que preside el pequeño arrabal agrupado a su alrededor. Pero al llegar al pie de la cuesta que conduce a la puerta de San Juan, déjase a la izquierda el río, y por los arcos del admirable acueducto se desemboca en la plaza del Azoguejo, pequeña todavía y que lo era mucho más antes de despejarla de las casas y cobertizos arrimados a los gigantescos pilares (825). Era uno de los centros más nombrados en España de la gente alegre y maleante cuando florecía en Segovia la industria (826), y aún ahora es el foco del popular movimiento y vínculo de comunicación entre la población interior y la que está fuera de los muros. Colocada a la salida de la puerta de San Martín, sirve de arranque al dilatado arrabal de sudeste, cuyo ensanche desde lejanos siglos se esforzaron inútilmente en atajar repetidas cédulas reales para que no mermase la fortalecida ciudad (827). Hoy la ignala casi en extensión y vecindario, prolongándose en una calle principal que varía a trechos de nombre y anchura, mas no de dirección, y su primer trozo se denomina de San Francisco por el gran convento que aparece a la izquierda de su entrada.

     Fundáronlo poco después de instituida su orden los Franciscanos, obteniendo la parroquia de San Benito, que acaso les sirvió de iglesia hasta que construyeron la actual, vasta y desnuda nave de bóvedas entrelazadas al estilo gótico, a la cual se pegó más tarde una barroca cornisa. No tiene capillas sino una a la parte del evangelio, sobre cuya entrada hay un nicho plateresco abierto por ambos lados y dentro de él la efigie arrodillada de Francisco de Cáceres; en otras dos hornacinas interiores de gusto más delicado yacen su padre Antón y el que hizo la capilla a principios del siglo XIV (828). Las hay también festonadas de arabescos alrededor de una cuadrada estancia del opuesto lado; y por ella se sale al claustro galano y espacioso, cuyas galerías de ocho arcos por ala, escarzanos en el piso bajo y trebolados en el superior, ofrecen curiosos antepechos, las primeras de platerescos balaústres con medallones en su centro, las segundas de góticas labores gentilmente trepadas. En estas se denota con solicitud bien rara en estos tiempos la mano de la restauración, que las rehízo en 1863 al tenor de los antiguos dibujos, cuando fue escogido aquel local en sustitución del incendiado alcázar para colegio de artillería. No es capacidad lo que falta para su nuevo destino al célebre convento, que coge una extensión asombrosa tocando por su espalda al acueducto; pero las obras hechas con esta ocasión han acabado de desfigurar por completo su fábrica primitiva (829).

     Estrechándose la calle de San Francisco toma el nombre de la Muerte y la Vida, donde se indica aún la ventana que recuerda el azaroso trance en la época de los Comuneros (830), y comunica igual denominación al puente colocado sobre el Clamores, que atraviesa de izquierda a derecha la vía para serpear libre y rumoroso por los extremos barrios del sur antes de meterse en la hoz profunda que aísla al alcázar. Pasado el puente, empieza delante de Santa Olalla el interminable Mercado, a trechos calle y a trechos plaza, dejando a un lado convertido en cuartel el convento de Trinitarios que allí se habían mudado en 1566 desde la margen del Eresma, y ensanchándose gradualmente hasta la ermita puesta en el último confín del arrabal. Llámase la Cruz del Mercado, y es fama que exhortó a erigirla san Vicente Ferrer subido sobre las gradas de una cruz de piedra, al llegar a la ciudad en 3 de mayo de 1411, en memoria de la festividad del día; pero desde entonces debe haber sido reconstruida, pues su actual estilo es barroco, y parece menos antigua la efigie del Crucificado que allí atrae la pública veneración.

     Esta ancha carrera divide a lo largo el arrabal en dos partes. La del mediodía se compone de las parroquias de Santo Tomás, San Millán, San Clemente y Santa Coloma, terminada hacia fuera por la Dehesa y por el frondoso paseo Nuevo que en tres calles se plantó en 1780, y que extendiéndose por el valle de Clamores, sube a reunirse con el delicioso salón posteriormente formado a la salida del portillo de la Luna; en ella se incluyen la casa de la Tierra o término jurisdiccional de Segovia, correspondiente casi al de su partido judicial, donde se reunían los procuradores de sus sesmos, el antiguo hospital de Sancti Spiritus decaído ya en 1257, el convento del Carmen Calzado establecido desde 1603 junto a la puerta de San Martín y hoy reducido a una capilla, y la ermita de la Piedad votada según tradición por Enrique IV en uno de sus graves aprietos. La parte oriental se extiende por la altura donde toma principio el acueducto, desde el Campillo de San Antonio hasta el barranco del Azoguejo, comprendiendo las feligresías de Santa Olalla, el Salvador y San justo, y dentro de la primera la Casa grande, último esfuerzo colosal que se intentó en el siglo pasado para reanimar la agonizante industria de la lana (831): ciñen su borde exterior cuatro conventos de religiosas.

     El principal y más antiguo de ellos es el de San Antonio el Real, empezado en 1455 para los Franciscanos Observantes, a quienes cedió Enrique IV una casa de campo que había labrado allí siendo príncipe; y lo habitaron, hasta que generalizada su reforma lograron posesionarse del convento mayor de San Francisco. Vestigios de su permanencia son el edificio de la vicaría y su claustro cuadrilongo de arcos escarzanos. En los mismos días en que los unos dejaron aquel local, en abril de 1488, vinieron a llenarlo las monjas de Santa Clara la nueva, que en la plaza Mayor ocupaban un angosto espacio, de vecindad harto ruidosa; y diez años después, en 1498, se les agregó la comunidad de Santa Clara la vieja establecida, no se sabe desde qué tiempo, en el que es ahora convento de Santa Isabel. Forma la portada de la iglesia un arco trebolado en medio de dos agujas de crestería, incluyendo otro rebajado y guarnecido de follajes, con escudos reales en los huecos del conopio: la nave fue renovada en 1730, y entonces debió ser cuando se adornó al uso churrigueresco la entrada de la portería con dos nichos, donde oran de rodillas los reyes Católicos asistidos de san Francisco y de santa Clara. Pero es anterior a este período desgraciado el interesante retablo principal, donde en numerosas figuras de relieve entero se presenta la escena del Calvario; y todavía cubre la capilla mayor el magnífico artesonado primitivo, de planta octógona y prolongada. En el convento, que encierra dos claustros sin contar el de la vicaría, se dice que hay otros artesona. dos riquísimos, del tiempo en que fue casa real, tal vez superiores a los del alcázar.

     Apenas las monjas de Santa Clara la vieja se juntaron a las de la nueva en San Antonio, su contigua residencia vacante pasó en el mismo año de 1498 a unas mujeres de la tercera orden francisca, que desde doce años atrás vivían reunidas bajo la dirección de María del Espíritu Santo natural de Guadalajara, y le pusieron el título de Santa Isabel: entonces se reconstruyó su iglesia, adornando con cruzadas aristas la esbelta bóveda, y con linda reja plateresca y con doradas claves la capilla mayor fundada por el canónigo Juan del Hierro. Más pobre la Encarnación no tiene sino sencillo techo de madera, como edificada de limosna en 1563 para las beatas de la regla de San Agustín, que hasta la sazón careciendo de capilla acudían a oír misa en San Antonio; y en 1593 se les unieron otras del mismo instituto, tituladas de la Humildad y fundadas por Francisca Daza viuda de Pedro de la Torre, quienes de 1531 a 1552 habían vivido junto a San Miguel en la plaza, y posteriormente en el Matadero o casa del Sol frente al postigo de este nombre. Completa aquel grupo de conventos la Concepción, arrimada al primer ángulo del soberbio acueducto, fábrica poco notable en la cual se instalaron a principios del siglo XVII sus moradoras, dejando las casas del bachiller Diego Arias en la parroquia de San Román; y no hay que retroceder sino pocos pasos hasta la caseta de donde parten las aguas, para encontrarse del otro lado de la alameda con un quinto convento, poblado últimamente por misioneros y antes por frailes Alcantarinos desde 1580 el cual recibió la advocación de San Gabriel de su primer patrono don Gabriel de Ribera, y del segundo don Antonio de San Millán un edificio tan vasto y bueno, que tuvo reparos en admitirlo la orden como ajeno de su pobreza (832).

     Dentro del recinto de los muros faltaba espacio a las comunidades religiosas para dilatarse ya desde los tiempos más inmediatos a la restauración; así es que aun las más antiguas se fijaron en los arrabales. Calles angostas, plazuelas pocas e irregulares, parroquias estrechadas por las casas circunvecinas, escasos y reducidos establecimientos públicos, expresaban y expresan todavía la apretura del vecindario en el interior de la ciudad; si algún desahogo se ha procurado, ha sido a costa deruinas. La calle Real, con ser la primera que a la entrada principal se ofrece, no se distingue por su rectitud ni por su anchura: y en ella, poco más arriba de San Martín, está enclavada la cárcel, sombrío cuadrado de piedra berroqueña, con tres órdenes de rejas y las esquinas remachadas a manera de cubos que terminan en pilarcitos. Hundióse porción de la antigua en 1549 con daño de muchos presos, pero a los dos años quedó reparada y hasta mediados del último siglo no se hizo de nueva planta, reuniendo acertadamente en su exterior la fuerza, la desnudez y la tristeza adecuadas a su destino. La plaza Mayor, a que conduce dicha calle, no siempre tuvo la extensión que hoy presenta su área cuadrilonga: harto más circunscrita era cuando se llamaba de San Miguel, obstruyendo parte del suelo la parroquia primitiva, y en el atrio o en el coro de esta se reunía el ayuntamiento antes que tuviera edificio propio. Al gallardo ábside de la catedral, que cierra ahora uno de los lados, sustituía entonces la pequeña iglesia de Santa Clara; y los vetustos balcones y saledizos de madera conservan a los demás lienzos el pintoresco desorden que sin duda los caracterizaba en el siglo XVI. Solamente el más largo, que forma su testera, muestra en el soportal y. fachadas regularidad y simetría, ocupando el centro sin avanzar de la línea la casa consistorial, con pareadas columnas dóricas en el pórtico, cinco balcones corridos en el primer cuerpo e igual número de ventanas en el segundo, todo decorado de pilastras, y descollando sobre el cornisamento sus dos cuadradas torres con agudo chapitel de pizarra y en medio de ellas un pequeño ático para el reloj. Su fábrica es de los primeros años del siglo XVII (833), y mientras no aparezca su arquitecto, puede sin dificultad atribuirse así a Francisco de Mora el reparador del alcázar, como a Pedro Monesterio maestro de la puerta del norte en la catedral.

     A pesar de la situación céntrica de la plaza Mayor, confinaba con su ángulo meridional el barrio de los judíos, extendiéndose desde el portillo del Sol, por las calles que caían a espaldas de Santa Clara, hasta la puerta de San Andrés. Eran ricos y numerosos los que habitaban en Segovia y su comarca, y no constituían la menor renta del obispado los treinta dineros en oro por persona que anualmente le prestaban en memoria de los dados a Judas por precio de la sangre del Redentor (834). Su sinagoga, hoy iglesia de Corpus Crísti, da señales todavía de esplendor y magnificencia y la perdieron hacia 1410 por el horrible sacrilegio cometido en ella con una hostia consagrada. Húbola un judío, que comúnmente se dice era el médico don Mayr, del sacristán de San Facundo en prenda de una cantidad prestada; aún se designa con el nombre del Mal Consejo junto a la Trinidad la calle en que se hizo la culpable entrega. Traída la hostia a la asamblea la echaron en una caldera de agua hirviente, pero de pronto la vieron elevada en el aire, estremeciéronse y rajáronse las paredes, y confusos mas que arrepentidos los profanadores la entregaron contando el caso al prior de Santa Cruz, quien la dio en viático a un novicio. Divulgóse el portento, se averiguó el delito (835), fueron los reos ahorcados y descuartizados, y erigida en templo la sinagoga. Al año siguiente vino con su edificante comitiva el gran pacificador san Vicente Ferrer, y llevó a cabo casi por completo la conversión de los judíos segovianos, alentando a los abatidos y reduciendo a los pertinaces. Algunos sin embargo permanecerían en su ley, porque andando el tiempo, merced a la tolerancia de Enrique IV, aumentaron de manera que llegó a recelarse de que su ardiente proselitismo arrastrase a muchos cristianos a la apostasía (836). No se sabe si resultaron complicados los de la ciudad con el crimen de los de Sepúlveda a quienes en 1468 se castigó con horca y fuego en la dehesa, ni si merecieron los rigores de la Inquisición, establecida doce años después en Segovia primero que en ningún otro punto; pero al cabo les comprendió en 1492 la expulsión general decretada por los reyes Católicos. Terminado el plazo que se les dio para la venta de sus fincas, abandonaron sus casas los infelices, saliéndose al valle de las Tenerías y a los campos del Osario donde yacían sus padres, y albergándose en las cuevas y en los sepulcros, ínterin solicitaban de la corte una prórroga para su marcha; y allí les siguió la predicación del clero, obteniendo algunas conversiones antes de su emigración definitiva.

     Estuvo siglo y medio la iglesia de Corpus Cristi bajo la dependencia de la abadía de Párraces, tomando el nombre de la festividad en que anualmente la visitaba la procesión en memoria del eucarístico portento, hasta que en 1572 pasó a una comunidad de mujeres arrepentidas que adoptaron la regla franciscana. Sólo una puerta de gótico bocel descubre al edificio en el tránsito de la calle Real a la plaza; y atravesado el patio, aparecen tres naves divididas por dos filas de arcos de herradura y de pilares octógonos con gruesos capiteles de piñas y de cintas entrelazadas, ni más ni menos que en Santa María la Blanca de Toledo. Por cima de los arcos corre lo mismo que allá una serie de ventanas figuradas en que alternan las de lóbulos con las de ultra-semicírculo; los techos son de madera en dos vertientes: parecen en un todo ajustadas a igual tipo arábigo entrambas sinagogas. Cerróse para el coro bajo de las monjas un trozo de las naves de esta, y en la pared del fondo se muestra la hendidura horizontal abierta por el temblor que acompañó al sacrilegio, al cual también se atribuye el desplome del muro izquierdo de la nave principal corregido por los tirantes que la atraviesan. Una tosca pintura representa a la entrada del templo por la izquierda el concierto de don Mayr con el sacristán, y una tabla puesta en el pilar frontero cuenta el hecho largamente. Al convertirse en iglesia de religiosas, añadiósele por cabecera un crucero y media naranja de estilo greco-romano, donde yacen en sencillas sepulturas sus patronos (837).

     Siguiendo por el lado de la catedral hacia poniente, se tropezaba en la que es hoy plaza de San Andrés con otro antiguo convento, al cual en 1367 vinieron desde Guadalajara los Mercenarios, y lo dotó con su hacienda Elvira Martínez, noble segoviana, casada en aquella ciudad, y madre de los Pechas primeros fundadores de la orden Jerónima en España. Nada sabemos de su fábrica sino que, según atestigua Bosarte, era gótica la capilla mayor, labrada acaso por el contador Diego Arias que en 1458 obtuvo su patronato; los árboles han crecido sobre el solar que ocupaba el demolido templo hasta época muy reciente. Cerca de él está el de Carmelitas Descalzas, construido con crucero y cúpula a lo moderno, cuya fundación tantos pleitos y sinsabores costó a Santa Teresa por espacio de siete meses. Al siguiente día de su llegada, 19 de marzo de 1574, hallándose ya todo prevenido, lo dedicó a San José en la calle de la Canonjía Nueva: mas a pesar de la licencia del obispo impidió llevarlo adelante su vicario general, mandando quitar el Sacramento; y la santa, tan oportuna en ceder como en resistir, trasladó hacia fines de setiembre el convento donde hoy está después de vencida con dinero la oposición de los Mercenarios que se quejaban de la proximidad excesiva. En él profesaron doña Ana de Jimena y su hija doña María de Bracamonte y doña Mariana Monte de Bellosillo esposa de Diego de Rueda y otras señoras, a quienes se trasfundió el espíritu de la insigne reformadora de su siglo no menos que de su orden.

     Dentro de la muralla hacia la puerta de San Cebrián cogen un vasto terreno en la pendiente del norte los restos del convento de Capuchinos, que reemplazó en el siglo XVII a la extinguida parroquia de San Antón: el de los Mínimos o de la Victoria, edificado en angosta calle a espaldas del Ayuntamiento no lejos de San Esteban, en la misma casa donde vivía según tradición en el reinado de Alfonso XI la ambiciosa doña Mencía del Aguila (838), se ha transformado en mezquino teatro. Permanece empero el de monjas Dominicas, enclavado en otras vecinas callejuelas junto a la parroquia de la Trinidad; habitaban antes desde la época de Alfonso X al oriente del arrabal frente al origen del acueducto en el sitio ocupado más tarde por los Alcantarinos, y se le denominaba Santo Domingo de los Barbechos, cuando en el año 1513 pasaron al actual edificio, comprado a Juan Arias de la Hoz por la priora doña María Mejía de Virués que con su madre y dos hermanas había traído sus bienes a la orden. Célebre por la ruda antigualla de Hércules que encierra, notable como casa fuerte en los siglos medios, nada interesante ofrece como iglesia, puesto que fue hecha de nuevo con cimborio, sin duda a expensas de don Pedro de Aguilar su patrono a principios del siglo XVII (839).

     Desde allí tirando en dirección a levante, presentase al descubierto, en un declive que domina los adarves de la cerca, un ábside de piedra robusto y grandioso, reforzado con machones, extraordinario en altura a causa del desnivel del terreno, y unido a un crucero y a una nave de no menor solidez. Es la iglesia de San Agustín hoy lastimosamente destinada a almacén de artillería, cuya excelente fábrica, desde que en 1556 tomaron los religiosos no sin pleitos posesión del solar, hasta que en 1597 fue solemnemente bendecida, corrió por cuenta de Antonio de Guevara proveedor general de las galeras, de quien heredaron el patronato los Arellanos señores de Cameros. Mejor uso ha alcanzado la Compañía que sirve de seminario conciliar en lo más alto y más oriental de la población a la. derecha de la puerta de San Juan: allí se levantaba la torre Carchena, adonde fueron llevados en 1549 los presos de la cárcel ínterin ésta se reparaba, y había pasado de don Diego de Barros a Francisco de Eraso, cuando en 1559 se instalaron en ella los jesuitas con la ayuda del arcipreste don Fernando Solier y con el crédito de un padre del mismo nombre y familia. La protección del cabildo y de la ciudad les confió exclusivamente desde el principio las escuelas de gramática (840). Severamente greco-romano y sin adornos, el templo respira gravedad y sencillez en su almohadillado exterior, rematando en ático triangular con pedestales y globos.

     Resumamos por su orden cronológico, según costumbre, los conventos que acabamos de visitar en nuestra larga correría alrededor y por dentro de Segovia. Primicias de los de religiosos fue el de los Premostratenses erigido en los Huertos hacia 1176; siguió en 1206 junto a la Fuencisla el de Trinitarios bajo la advocación de Santa María de Rocamador viviendo aún san Juan de Mata; y casi a la vez empezaron, todos en las afueras, los de Dominicos y Franciscanos, fundado aquel por su mismo patriarca, y éste en tiempos muy inmediatos al fallecimiento del suyo. En 1367 se establecieron los Mercenarios, los primeros en habitar dentro de los muros: en 1447 comenzaron en el Parral los Jerónimos su insigne monasterio. Todas las demás fundaciones datan de la segunda mitad del siglo XVI: de 1556 la de los Agustinos, de 1559 la de los Jesuitas, de 1580 la de los Alcantarinos, de 1586 la de los Carmelitas Descalzos, de 1592 la de los Mínimos, de 1593 la del Carmen Calzado en su primer local junto al Matadero que dejaron vacante las monjas de la Humildad, de 1594 la de los hermanos de San Juan de Dios. Sólo pertenece a la siguiente centuria la de Capuchinos debida a los condes de Covatillas. Tocante a los conventos de mujeres, algunos remontan su origen a fecha desconocida: San Vicente confunde el suyo con la repoblación de la ciudad, Santo Domingo y Santa Clara la vieja en el arrabal de levante lo derivan del siglo XIII, y hasta Santa Clara la nueva da indicios de su existencia en la plaza mayor mucho antes de 1399 (841). Pero hasta el siglo XVI o poco antes no llegó la época de su definitivo asiento y desarrollo. A fines del anterior se unieron en San Antonio el Real las dos comunidades de Clarisas, y se instaló junto a ellas la de Santa Isabel; en 1513 se trasladaron a su actual sitio las Dominicas, en 1531 se fundó la Humildad, en 1563 la Encarnación, en 1572 Corpus Cristi, en 1574 las Carmelitas Descalzas, y en 1601 la Concepción cerrando la serie de estos piadosos asilos.

     Con tantos monasterios más o menos bien conservados en su mayor parte, con tan bellas y venerandas parroquias, con tantas torres de iglesias y palacios signos de carácter tan religioso como guerrero, compone Segovia un precioso ramillete sujeto por la cinta de sus vetustas murallas, o entretejido en torno cual guirnalda, o tendido cual alfombra en su extenso arrabal. Su situación costanera, el aspecto de sus edificios y su colocación en anfiteatro, el semicírculo que aislándola describe a su alrededor el río, la asemejan a la sombría, a la majestuosa Toledo; mientras que su ribera por lo ameno, sus alamedas por lo frondoso, su horizonte por la nevada sierra en que derrama rosados y suaves tintes el sol poniente, recuerdan, al menos en verano, a la deliciosa Granada. A trechos melancólica, a trechos risueña, grave y apacible a un mismo tiempo, reúne la grandeza de sus vestigios y memorias con la quietud y sencillez de las poblaciones campestres. Su diligente historiador la contemplaba bajo su peculiar figura de galera, teniendo por proa el ángulo del alcázar a cuyo pie confluyen el Eresma y el Clamores, por mástil mayor la torre de su catedral escoltada de otras muchas que forman los árboles menores, por popa la vuelta comprendida entre las puertas de San Martín y de San Juan, y llevando de remolque el arrabal con más de tres mil casas y la celebrada puente (842). Pero un amigo nuestro, que casi por patria la mira, prestándole vida y sentimiento, la concibe �sentada cabe el acueducto y reclinando en el templo mayor su cabeza, indiferente a las glorias que pasan y atenta sólo a las que permanecen, digna en su infortunio, resignada con su pobreza, sin esperar ya nada de los reyes cuya mansión ha perdido, y sin prometerse ya otro monumento después de la suntuosa basílica que levantó con sus limosnas (843).�

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