Capítulo VII
Zona occidental: distritos de Santa María de Nieva y Cuellar
A medida que se deja atrás la sierra, con rumbo a poniente o norte, transfórmanse las montañas en cerros, los valles en llanuras, los bosques en sementeras, los arroyos en ríos. Y si en los tres partidos lindantes con ella se advierte esta gradación, mucho más en los dos que caen apartados de sus vertientes, y cuyas rasas campiñas apenas tienen límites naturales que las distingan de las provincias de Ávila y de Valladolid. El de Santa María de Nieva se prolonga al sudoeste, al nordoeste se ensancha el de Cuellar; y el Voltoya que rodea y luego cruza el primero de sur a norte hasta juntarse con el Eresma, y el Pirón, el Cega y el Duratón que atraviesan en diagonal el segundo, todos van a tributar al Duero sus caudales.
Sin embargo, empezando por el extremo meridional de esta larga zona, Villacastín participa aún de su proximidad al puerto de Guadarrama, y la ha engrandecido su situación equidistante en el cruzamiento de las carreteras entre Ávila y Segovia, entre Madrid y Valladolid. A expensas de los vecinos se labró la bellísima parroquia en el postrer período gótico (864), guardando notable semejanza sus tres gallardas naves y boceladas columnas con la catedral de Segovia, a cuyo arquitecto la atribuye la fama; pero con el del Escorial, a quien se mezcla en la traza, nada tiene que ver, como no sea en el diseño de las portadas greco-romanas que acaso hiciera fray Antonio de Villacastín natural del pueblo y obrero de aquella gran fábrica, o bien Herrera a instancia del religioso. Consta, sí, que intervino éste en la construcción del retablo mayor, de orden jónico en el primer cuerpo y corintio en los tres restantes, cuyos compartimientos contienen seis excelentes cuadros y treinta y tres preciosas estatuas. Un convento de Clarisas, otro de Franciscanos ya demolido, cuatro oratorios dentro y cuatro ermitas fuera, acreditan la piedad de aquellos habitantes. En Villacastín acabó sus días en febrero o marzo de 1445 la primera esposa de Juan II, doña María de Aragón, dos meses antes de que en Olmedo sucumbiera el partido de los infantes sus hermanos; y su cadáver cubierto de manchas, que dieron ocasión a malignos rumores, fue trasladado al Monasterio de Guadalupe.
Vastos campos y frondosos montes, términos y lugares enteros poseía más arriba el Escorial, como heredero de la opulenta abadía de Párraces, que en la primera mitad del siglo XII aparece ya poblada de canónigos regulares bajo la dirección del maestro Navarro y luego de Ranulfo, a quien en 1148 el obispo y cabildo de Segovia confirmaron y ampliaron la donación que a su antecesor habían hecho (865). Emancipada luego de su matriz la colegiata, habíase obtenido ya del pontífice su traslación a Madrid, cuando Felipe II logró en 1565 que se anejara con todos sus bienes a su predilecta fundación de Jerónimos con destino al seminario de estudios. Los monjes, así administraban las haciendas y cuidaban de sus labores y ganados, como ejercían la jurisdicción espiritual en aquellos pueblos que empezaron por granjas, Bercial, Muño-Pedro, Marugan, Cobos, Etreros, San García, cuyas parroquias sujetas en todo a la iglesia abacial, carecieron hasta el 1600 de pilas bautismales.
Otros de la comarca pertenecían a diversos señoríos, y en Lastras del Pozo, en Marazuela, en Hoyuelos subsisten palacios más o menos antiguos, más o menos conservados. No es empero señorial el que ostenta la villa de Martín Muñoz de las Posadas, sino de un insigne hijo suyo, el cardenal obispo de Sigüenza, don Diego de Espinosa inquisidor general, para quien en su extrema senectud lo fabricó el célebre Juan Bautista de Toledo con la severidad greco-romana que a sus obras imprimía, flanqueando su fachada con dos torres, y dando a su majestuoso patio galería baja y alta sostenidas por columnas. Al mismo hizo construir el octogenario prelado la capilla erigida para entierro suyo en la parroquia, aunque el sepulcro, que ocupó en 1572, parece por lo primorosamente cincelado, y por su semejanza con el del obispo de Plasencia que existe en Madrid junto a San Andrés, obra del propio autor de este, del palentino Francisco Giralte.
No es de las más antiguas del distrito la villa que lo preside, ni deriva siquiera su origen del tiempo de la reconquista; débelo al hallazgo de la efigie cuyo nombre lleva, y no data sino de fines del siglo XIV. Existía y aún existe enfrente el pueblo de Nieva, donde moraba el pastor que tuvo la buena ventura de descubrir hacia 1392 aquel tesoro en un sitio que desde luego se consagró con la erección de un santuario: y alrededor de él, con la protección de la reina Catalina de Lancáster esposa de Enrique III, a la cual el papa de Aviñón concedió el patronato, se improvisó a fuerza de privilegios una población la más importante de la comarca. A los capellanes reemplazaron muy pronto los religiosos dominicos en la custodia de la imagen; y ellos fueron constantemente los párrocos, y templo suyo es la parroquia que descuella en el centro de Santa María de Nieva como su principal ornamento.
A pesar de que por su fecha el edificio no puede menos de pertenecer al segundo período gótico, en las esculturas de la portada lateral, que da a la plaza, se cree de pronto descubrir el carácter del primero Jesucristo resalta en el testero entre cuatro figuras arrodilladas cuyas cabezas han desaparecido; márcanse en el dintel, a un lado la puerta del cielo, al otro la horrible boca del infierno; y guarnecen los cinco arquivoltos ojivales bajo sus respectivos guardapolvos serafines con seis alas, ángeles, doble hilera de santos, y muertos que resucitan del sepulcro. Suple por los capiteles de las columnas una serie corrida de pasajes, entre los cuales se distingue al Redentor con la cruz acuestas y la crucifixión; y los costados de la puerta, según denotan las repisas y doseletes, están dispuestos a recibir estatuas que probablemente no llegaron a colocarse. Que no es tan antigua como parece la obra, lo demuestran la guirnalda de follaje y el frontón conopial que coronan el arco exterior: todavía es más reciente, como ya del siglo XVI, la otra portada que sale al atrio. Sin embargo, entre las boceladas ventanas del ábside que desde la plaza se descubren, hay una correspondiente a la capilla lateral que pudiera clasificarse como de transición bizantino-gótica, a estar en otro punto.
Por dentro la iglesia, aunque espaciosa y de tres naves, contando a lo largo cinco bóvedas sin el crucero, no se presenta tan venerable; pues sus arcos de comunicación bien que apuntados son desnudos, sus ventanas se tapiaron, y en pilares y cornisas anduvo la atrevida mano de la reforma. En el centro del crucero, en vez de alzarse cúpula, trazan las aristas una vistosa estrella; aquellas bóvedas se acabaron en 1432, y cuatro años antes las dos capillas cuadrangulares situadas a los lados de la mayor, según atestiguan las inscripciones puestas en dos pilares (866). Una de estas capillas, la del costado de la epístola, guardó en depósito los restos de la reina de Navarra doña Blanca, que en seguimiento de su inquieto marido don Juan, enredado incesantemente en las revueltas de Castilla, murió allí fuera de su reino en 1�. de abril de 1441; y en aquel sitio reposaron, hasta que su hija doña Leonor mandó trasladarlos al convento de San Francisco de Tafalla (867). El majestuoso retablo que llena la capilla mayor, y cuyo centro ocupa la venerada imagen de Nuestra Señora, no se concluyó hasta 1627, y adornan sus tres cuerpos estriadas columnas de orden corintio, con cinco estatuas en los entrepaños y a los lados cuatro relieves enteros que figuran la adoración de los Pastores y la de los Magos, la Anunciación y la Visitación, terminando con un grupo del Calvario en grandes dimensiones. En medio de la nave principal una reja marca el pozo donde se hizo el milagroso descubrimiento.
Digno del templo y de la comunidad que lo servía es el adjunto claustro, que aparentando asimismo mayor antigüedad, pasaría casi por bizantino-gótico, a no saberse su principio; pues aunque los arcos, sostenidos por doble columna, son de gallarda ojiva, sus- capiteles que se juntan entre sí no constan solamente de follajes, sino de multitud de relieves de figuras, bien que ya de mejor escuela que la románica, los cuales representan fieras, jinetes y cacerías, y algún pasaje de historia sagrada, tal como la fuga a Egipto. En los arranques de la moldura de los arquivoltos avanzan testas, de religiosos algunas; lástima que el vano de los arquitos esté tapiado hasta su cerramiento, privando de aire y luz a las galerías. Los contrafuertes exteriores los reparten desigualmente en grupos de tres, cuatro y hasta cinco: por encima corre un cuerpo alto de moderna arquitectura. Una puerta apuntada, con ajimeces semicirculares a cada lado, distingue la sala capitular; y entre dicho claustro y otro secundario hay un salón famoso, titulado de las cortes por las que allí se reunieron en 28 de octubre de 1473 reinando Enrique IV, en cuyas paredes iban inscribiéndose las confirmaciones otorgadas a los privilegios de Santa María por una serie de monarcas desde la reina Catalina hasta los últimos Borbones.
Al poniente de Nieva, en dirección a Arévalo, se atraviesan por desigual terreno dilatados pinares, hasta que a la otra parte del Voltoya, cruzándolo por Aldeanueva del Codonal, empiezan las llanuras rayanas con la otra provincia, donde campean las cuadradas torres parroquiales de Codorniz y de Montuenga, y donde conserva Rapariegos su antiguo convento de Clarisas tan nombrado en repetidos documentos del siglo XIII. Pero harto más interesante objeto ofrece el camino, que saliendo de la cabeza del partido con rumbo al norte, y enfilando hacia su mitad la Nava de la Asunción, lugar populoso, conduce rectamente por espacio de tres leguas a la histórica villa de Coca, la cual sin sus ilustres recuerdos romanos y sin su gentil fortificación de la Edad media no sería hoy por su vecindario más que una aldea insignificante.
Importantísima debió ser entre las poblaciones vacceas la de Cauca, que tan levemente ha modificado su nombre en el transcurso de veinte siglos, puesto que al presentarse delante de ella el cónsul Licinio Lúculo en el año 602 de la fundación de Roma (150 antes de C.) só color de vengar los daños hechos a los limítrofes Carpetanos, osaron sus vecinos embestir a las formidables legiones, sin retirarse hasta haber agotado sus armas arrojadizas, perdiendo tres mil combatientes en las angosturas de las puertas. Proporcionada sería su riqueza, si es que ascendió a cien talentos de plata, es decir, a doscientos mil ducados, la multa que le impuso el codicioso vencedor juntamente con la entrega de su caballería; mas no satisfecho aún, exigió que admitiese guarnición romana, la cual a un toque de trompeta cayó sobre los descuidados habitantes, y sin respetar niños ni mujeres pasó veinte mil al filo de la espada, salvándose unos pocos por los derrumbaderos del río. De esta pérfida matanza brotaron en el suelo español gloriosos vengadores, pero la ciudad desangrada no recobró jamás sus fuerzas. Restaurada sin embargo diez y ocho años después por la noble piedad de Escipión Emiliano, que atrajo con seguridades a los huidos y con franquicias a los nuevos pobladores, hubo de apelar Pompeyo para ocuparla a un segundo engaño, consiguiendo que acogiese benévolamente como enfermos a sus mejores soldados, que una vez dentro se apoderaron de los muros. Preténdese que en el siglo IV engendró Cauca al grande emperador Teodosio, disputando su cuna a Itálica como Pedraza le disputa la de Trajano; pero los que esto afirman dicen a la vez que nació en territorio de Galicia, cuyos límites nunca llegaron tan adentro (868). La única memoria que de ella existe en aquellos siglos es su cesión, juntamente con la de Segovia y Britablo, hecha en 527 por el metropolitano de Toledo a un obispo de Palencia indebidamente elegido, a título de gracia vitalicia.
A principios de la dominación sarracena, cuando el amir Jusuf el Fehrí dividió en cinco provincias la España, todavía figura Cauca en la de Toledo; pero sin duda la asolaron las guerras, porque hacia la época de la victoria de Simancas se consigna en los anales cristianos su repoblación (869). Esto no quita para que vuelva a sonar su nombre en los conocidos versos del arzobispo don Rodrigo entre las poblaciones recobradas por Alfonso VI. De todas maneras la nueva Coca distó mucho de elevarse otra vez a su pujanza primitiva, y no pasó de ser una simple villa, bien que cabeza de comunidad, a la cual en el siglo XV comunicaron algún lustre los Fonsecas sus señores a medida que crecieron en poder. Con Beatriz de Fonseca casó un nieto del rey don Pedro cuyo nombre llevaba, y logró que su desgraciado padre don Diego, por cincuenta y cinco años recluido en el castillo de Curiel sin más culpa que ser retoño de estirpe regia aunque bastardo, saliera de su encierro en 1434 Y hallase en Coca más benigna estancia donde acabar sus días. El que más acrecentó la casa y fundó su mayorazgo fue el arzobispo de Sevilla don Alonso hermano de doña Beatriz, aprovechándose de los públicos trastornos y de la flaqueza de Enrique IV, el cual más de una vez hubo de acudir allí a conferenciar con los rebeldes. Coca recibió en 1473 el postrer aliento del eclesiástico magnate, y nada decayó bajo el señorío de sus sobrinos, aunque el odio que Antonio de Fonseca y el obispo de Burgos su hermano se acarrearon en 1520 de parte de los comuneros, la expuso a sufrir violentas acometidas.
Defendíala empero respetable fortaleza, que en la última mitad de la anterior centuria habían reedificado sus dueños con esplendor de palacio a la par que con solidez de castillo. Levántase al oeste del pueblo en la confluencia del Voltoya con el Eresma, a poca altura si se la mira desde lejos a flor de tierra, con imponente efecto si se descubre de cerca la profundidad de los fosos. Su fábrica es toda de ladrillo, pero pocas de sillería la igualan en gentileza. Ochavadas torres flanquean los ángulos de la barbacana, resaltando en cada una de sus caras garitones también polígonos, ceñidos por una arquería corrida de matacanes, desde la cual hasta las almenas surca los adarves multitud de facetas o prismas de incomparable riqueza. En el centro de los lienzos sobresalen cubos y en los intermedios garitas, todo adornado en igual forma, menos por el lado del este en que un puente y dos torreones señalan la entrada al primer recinto. El castillo, salpicado de saeteras cruciformes, reproduce más en grande el plan de la barbacana y su ornato por decirlo así estalactítico, descollando en el ángulo septentrional la torre del homenaje con fuertes cubos en las esquinas y pareadas garitas por sus cuatro costados, cuyo delicado coronamiento ha padecido más que el del resto del edificio (870). Al lado de la torre cae la puerta de arco rebajado, dentro de una ojiva semiarábiga encuadrada por molduras de ladrillo: no hace cincuenta anos que introducía a un patio, rodeado de doble galería de orden corintio y compuesto según dicen, y con el piso y paredes vistosamente cubiertas de azulejos; pero, oh mengua! se asegura que fue demolido para malvender las columnas de mármol, y hoy patio y habitaciones yacen confundidos en un montón de ruinas, no quedando en pie sino las bóvedas de la torre.
El castillo se enlaza con la cerca que circuía en otro tiempo la población, y en cuyos cimientos han creído algunos, no sabemos si impresionados por los antiguos recuerdos, descubrir vestigios de construcción fenicia. Nosotros al menos no supimos encontrarlos en la dilatada cortina que de ella subsiste por la parte del sur, guarnecida de almenadas torres; pero sí tropezamos con una grandiosa puerta, que llaman arco de la Villa, abierta en un cuerpo avanzado del muro, precioso monumento de la Edad media que no desdeñaría ninguna ciudad de primer orden. Fórmala una grande ojiva de molduras decrecentes, que encierra el ingreso escarzano y bajo, y por cima de la cual corre una galería de arcos de medio punto, donde tenían su cárcel los alcaldes mayores de la comunidad: no quiera Dios que lleguen allí también las necesidades más o menos ficticias del ensanche o las prescripciones de una mal entendida higiene a quitar de en medio aquella majestuosa portada.
A pesar de no haber sido nunca muy crecido el vecindario de Coca, no contaba menos de siete parroquias en el siglo XIV, a saber: Santa María, San Nicolás, San Juan, San Justo inmediato al Castillo, San Adrián cuyo nombre retiene una plaza, y en las afueras la Trinidad y los Santos Pedro y Pablo que los franciscos descalzos más adelante transformaron en convento (871). Las seis últimas han desaparecido, y no permanece sino la torre de San Nicolás, aislada sobre un ribazo, a manera de faro gigantesco, en la ensenada que describe el Eresma ceñido de álamos y deslizándose por el ojo de un atrevido puente. Sola allí, sin iglesia contigua, parece mayor en altura, y contribuyen a aumentarla en apariencia las ocho series de arcos que revisten su tronco, figuradas las cuatro inferiores, las otras cuatro descritas por dos ventanas semicirculares a cada lado que fueron también macizadas desde que concluyeron su destino. De la torre de San Juan se conserva aún memoria.
Queda únicamente Santa María en el centro de la población, revelando por fuera su estructura gótica con algunos botareles de crestería y con las desgastadas labores de la vieja base, sobre la cual asienta la renovada torre terminando en cúpula moderna. La planta del templo es una espaciosa cruz, en la cual así los pies como la cabeza de la nave, como los brazos del crucero, se cierran en semicírculo; las bóvedas son de crucería, muy adornadas. Al retablo mayor y a los dos laterales, de época reciente y estucados, sin duda precedieron otros más conformes al carácter del edificio y a la esplendidez de los Fonsecas, que lo destinaron a panteón de la familia. El llamado fundador de ella, el poderoso arzobispo de Sevilla don Alonso, yace en la capilla mayor a la parte del evangelio, representado en efigie tendida sobre la urna, no ya gótica sino del renacimiento, con dos ángeles que sostienen su escudo, todo ello de alabastro: al otro lado descansa su sobrino don Juan obispo de Burgos y presidente de Indias, aquel a quien escribe Guevara echándole fama de muy macizo cristiano y de prelado muy desabrido, y aunque muerto cincuenta años después que el tío, su sepultura es enteramente igual, prueba de que las dos se labraron a un tiempo (872). Hermano del uno y padre del otro fue Fernando de Fonseca, maestresala de Enrique IV, marido en primeras nupcias de María de Avellaneda y en segundas de Teresa de Ayala, con la cual figura a la izquierda del crucero en bellísimas estatuas yacentes de tamaño mayor que el natural, armado él de punta en blanco, con la mano apoyada sobre un yelmo, y la de ella sobre un libro (873). No les ceden en mérito los bultos de su primera consorte y de su hijo y heredero Alonso, colocados en el brazo derecho (874); en unas y otras hornacinas aparece el estilo del renacimiento. Acaso las mandaría hacer el que sobrevivió a sus demás hermanos, Antonio de Fonseca, el maldecido de los comuneros, el incendiario de Medina del Campo, que ordenó o permitió abrasarla en venganza de no haberle entregado la artillería: allí yace en el suelo, en mitad del crucero debajo de una losa, que le aclama varón tan insigne por su piedad como esclarecido por sus hechos, y que a una vida dilatada y venturosa señala un término todavía más feliz (875).
Densos pinares rodean a Coca por todos lados y constituyen desde remotos tiempos su principal riqueza; pero ningunos más densos y más vastos que los viejos hacia el norte, por donde hasta salir del término se cruza legua y media de impenetrable espesura, surcada por tortuosas sendas como un laberinto, trazando pórticos interminables con las columnatas de robustos troncos, cubierta siempre de verde bóveda, sonora siempre como un mar agitado. Y al dejar el partido de Santa María de Nieva para entrar en el de Cuellar, continúan los pinares aunque ya intermitentes, y acompañan al viajero por Fuente el Olmo, por la Fresneda, por Chañe, por Arroyo, pasando primero la corriente del Pirón por el puente de Alvarado y más adelante la del Cega, hasta conducirle a la villa insigne cuyo territorio pisa; al paso que otros no menos extensos, interpolados con aguanosas praderas, salen al encuentro del que viene directamente de Segovia atravesando por medio de Navalmanzano y tocando en Pinarejos y Sancho Nuño.
Tiene Cuellar a lo lejos aspecto de ciudad, y aunque al acercársele disminuye en grandeza, aumenta en interés a medida que se demarcan sus pintorescas formas. Sentada en una vistosa colina y derramada al este y al sur por sus vertientes, aparece en anfiteatro, con un grandioso castillo en la cima, con una ciudadela que cierra el barrio superior, con una muralla que rodea hasta abajo lo restante de la villa, y con arrabales que rebosan todavía fuera del recinto. Entre el caserío descuellan las torres y ábsides de diez parroquias, en las afueras seis conventos bien o mal conservados. Poderoso dueño revelan en verdad las obras del alcázar, alta importancia e ilustre historia la fortaleza de los muros, mucha población y mucha piedad y riqueza tanto número de templos y fundaciones religiosas.
Para más realzarla algunos anticuarios derivan su origen y su etimología de Colenda, ciudad valerosa cuanto infortunada, a cuyos habitantes por haber resistido durante nueve meses a los romanos vendió por esclavos con sus hijos y mujeres el cónsul Tito Didio el año 656 de Roma (96 antes de Cristo); pero han olvidado qué esta guerra pasó en la región de los Arévacos y Celtíberos, y no en la de los Vacceos donde nos hallamos. Colar la llama don Rodrigo al mencionarla como uno de tantos pueblos que debieron a Alfonso VI su restauración o su libertad; y esta es la más antigua fecha a que con datos legítimos se remonta. En 1112 se hallaba ya constituido su concejo, pues en unión con el conde Ansúrez dotó convenientemente el monasterio de benedictinos de San Boal, situado entre pinares a orillas del Pirón tres leguas al sudoeste, y agregando después como priorato al de San Isidoro de Dueñas. Vio fuero y leyes a Cuellar para su gobierno en 1256 Alfonso el sabio en las cortes de Segovia; y reuniéronlas en ella año de 1297 la reina doña María y el infante don Enrique como tutores de Fernando IV, desde cuya época empieza a figurar en los anales políticos del reino (876). Durante la minoría de Alfonso XI creóse allí una hermandad que en 1319 apoyó las pretensiones de don Juan Manuel a la regencia contra los derechos de la reina abuela y, de su hijo don Felipe. Favorecida por el rey don Pedro con una larga residencia, presenció en 1353 su poco sincera reconciliación con el maestre don Fadrique su hermano, y al año siguiente su temerario enlace con doña Juana de Castro, previa la disolución del primero por la culpable debilidad de los obispos de Ávila y de Salamanca. Fue testigo de la cristiana muerte de la reina Leonor de Aragón primera esposa de Juan I, a quien costó la vida su tercer parto en 13 de setiembre de 1382. Pero las repetidas mudanzas de señorío que experimentó en el siglo XV le acarrearon más graves e íntimas perturbaciones.
A don Juan infante de Aragón y rey de Navarra pertenecía Cuellar hacia el 1429, no sabemos si por herencia paterna o por merced real, cuando le fue quitada por sus continuas rebeliones, y dada al conde de Luna don Fadrique refugiado aragonés, último retoño ilegítimo de la dinastía de los Berengueres. Perdióla en breve por sus crímenes o tal vez locuras el desatentado mancebo; y a su hermana Violante, que intercedía por él y tal vez le alentaba contra el conde de Niebla su marido de quien vivía apartada, se le mandó guardar arresto dentro de la villa. Sin duda vino a acrecentar ésta los dominios del omnipotente condestable, pues al recobrarla en 1439 el rey de Navarra puesto al frente de temible liga, don Álvaro recibió en compensación a Sepúlveda. Devuelta a la corona, Juan II la legó por testamento a su hija la excelsa Isabel con una gran suma de oro; pero Enrique IV, que tuvo en ella cortes en 1455, primer año de su reinado, a fin de levantar un armamento general contra los moros de Granada, atropelló el derecho de su hermana para dársela en 1464 a su valido don Beltrán de la Cueva con el ducado de Alburquerque y otras grandes villas, como indemnización del maestrazgo de Santiago que le habían obligado a renunciar el disgusto de los grandes y las murmuraciones del pueblo.
Hondas raíces echó en Cuellar el nuevo señorío a pesar de trastornos y vicisitudes harto. desfavorables. Transmitióse éste como los demás estados de don Beltrán a sus descendientes en línea recta durante tres siglos y trece generaciones, hasta incorporarse en la casa de Alcañices; y a favor de sus primogénitos erigiólo Felipe II en marquesado. Allí quiso tener su panteón el hábil jefe de la familia, labrando al efecto un convento suntuoso: hay quien le atribuye también la fábrica exterior del actual castillo; pero algunas de sus obras parecen bastante anteriores a la segunda mitad del siglo XV, y otras hay cuya época no es fácil de fijar. Colocado en la cúspide del cerro al extremo occidental, domina un vastísimo horizonte, hasta Segovia por un lado e Iscar y Olmedo por el otro: su planta es un cuadrilongo, cuyos ángulos flanquean gruesos pero desiguales cubos. El de nordeste corresponde a un salón de esmerada bóveda, alumbrado por una ventana de estilo gótico moderno; al sudeste avanza una robusta torre cuadrada, y entre las dos traza el ingreso un arco peraltado de arábigo carácter defendido por dos garitas. Guarnecen gentiles matacanes aquel lienzo oriental, y almenas con bolas el del norte, y entrambos los cierra la barbacana reforzada con cubos. Primitivo es el ajimez con lobulado rosetón en su vértice, que adorna la torre contigua a la desnuda portada de medio punto; y primitivo parece asimismo, y formaba tal vez la antigua entrada, otro arco arábigo tapiado entre dos machones a la parte de mediodía, donde entre vetustos matacanes, destinados probablemente a recibir almenados antepechos, se extiende una galería del renacimiento medio sofocada por el tejado, que cubre también la plataforma de los torreones convirtiéndolos en palomares. Por todos lados adiciones y remiendos, aberturas de todo tamaño y forma hechas o macizadas sin orden ni simetría, construcciones sin unidad ni plan sobrepuestas y confundidas entre sí.
No así el interior del castillo, que a mediados del siglo XVI emprendió reformar el tercer duque, llamado Beltrán como su abuelo. Al entrar en el gran patio por la puerta marcada encima con los blasones de la casa, aparece enfrente una doble galería de nueve arcos, sostenida por gruesas columnas berroqueñas, cuyos capiteles por lo caprichosos no nos atrevemos a calificar de corintios, así como los pesados y lisos arquivoltos, tan rebajados que apenas describen curva, distan mucho de la elegancia y regularidad greco-romana que más adelante se generalizó. En las enjutas de la baja resaltan escudos; por los pedestales de la alta corre un letrero que expresa cuándo y por quiénes se hizo (877). Más arriba debajo del arquitrabe ábrese una serie de ventanas rectangulares, con recuadros en los entrepaños cuyas labores tiran a platerescas. De la misma época es el largo corredor que abarca el lado derecho del patio, descubierto a modo de azotea, repitiéndose en los macizos de la balaustrada la fecha de la obra y los títulos y comisiones de su noble promovedor (878); parte de él lo ocupa una galería de orden dórico sin arcos, practicada para dar luz a la escalera. Mientras allí tuvieron frecuente residencia los duques, cubrían las paredes de las salas cuadros de historias y retratos, y belicosos instrumentos y aparatos de toda clase ofensivos y defensivos formaban una de las más curiosas armerías, hasta que vino a deshacerla la lucha de la Independencia; ahora el desmantelamiento del edificio corre parejas con su no interrumpida soledad.
Del castillo se desprenden los fuertes muros que circunscriben la ciudadela, cuyo cuadrado recinto recordaría el de las poblaciones romanas, si estuviera averiguado que Cuellar correspondiese a alguna, ya que no fuese a Colenda, harto populosa para caber en tan estrecho sitio. Sus cuatro arcos miran a los vientos cardinales, y el de poniente cae al lado del castillo; el de mediodía, por donde se descubre más entera y a imponente altura la muralla, tapizado todo de fresca yedra juntamente con la torre de la parroquia de Santiago que se le arrima, sirve de oscuro marco a la perspectiva de los barrios inferiores del pueblo, nunca más encantadora que cuando velada de vapores a la caída de la tarde; al oriente se abre entre robustas torres el del Estudio o de San Martín, comunicando con el recinto de la villa; al norte da salida hacia las afueras el de San Basilio, de corte arábigo, metido entre un torneado cubo y un cuadrado torreón que avanza formando recodo, pintoresco grupo que, realzado por una cruz de piedra, puede disputar su efecto al más interesante tipo que exista de antiguas fortificaciones.
Dentro de la ciudadela no hay otra parroquia que la de San Esteban, y para incluirla adelantábase la cerca junto al arco de San Martín. A la subida se manifiesta su grande ábside de ladrillo, adornado con dos zonas de arquería y con otras de esquinas resaltadas y recuadros de labor vistosa; la portada, incluida en líneas rectas, se compone de arcos decrecentes, y la, resguardaba un pórtico que se arruinó. Llenan los costados de la capilla mayor hornacinas ojivales, cuajadas de arabescos dibujos hasta la cornisa; y en la forma usada por los sarracenos, encuadran los arcos y orlan sus lobulados colgadizos unos letreros reducidos a preces y oraciones latinas: las urnas labradas, al estilo gótico llevan escudos, y sobre las dos de la parte del evangelio yacen estatuas de alabastro, en cuyo ropaje talar se denotan gentiles pliegues. Dedicó esta memoria a su padre y a su tercer abuelo el caballero que descansa al otro lado con su esposa (879). Parecido a los indicados nichos es el que frente a la entrada contiene un retablo del Descendimiento de la cruz; y en la angosta nave lateral de la derecha hay otro con una tabla que representa al Resucitado de pie sobre el sepulcro con varios santos de rodillas alrededor, ignorándose si las dos figuras echadas que hay debajo, y que parecen ser de padre e hijo según las respectivas edades, tienen alguna relación con el que hizo aquel retablo, el benemérito arcediano Gómez González fundador del hospital de la Magdalena (880).
Instituyó en 1429 este prebendado, mediante bulas de Martino V de quien era caudatario, juntamente con el referido hospital un estudio de gramática latina, que se conserva junto al arco al cual da nombre, aunque con más moderno edificio y con galería alta y baja alrededor de su patio. Contigua está la suprimida parroquia de San Martín, revestidos por fuera de arquería sus tres ábsides, y en la calle vecina una suntuosa casa titulada de la torre por la que a su lado tiene, rebajada ya al parecer, ostentando un gallardo ajimez de medio punto. Del mismo género, son los otros tres de la fachada y la puerta decorada con columnas, sobre la cual se ven blasones, reproducidos adentro en los techos artesonados de las estancias. Hay quien afirma que aquella mansión fue teatro de las breves e ilegítimas bodas del rey don Pedro con doña Juana de Castro; hay quien afirma que perteneció a la familia de Diego Velázquez el antagonista de Hernán Cortés, que apoyado en sus celos por el obispo de Burgos don Juan Fonseca, por poco frustró en su origen la gloriosa empresa del gran caudillo.
La bajada conduce a la plaza, sita en el centro de Cuellar, donde la casa de ayuntamiento despliega sus tres arcos escarzanos orlados de sartas de bolas y su ingreso semicircular encuadrado, y donde se encuentra San Miguel la más frecuentada parroquia del pueblo. La renovación se descubre en su fachada y en la mitad inferior de la nave cubierta de labores de yeso: la otra y las capillas conservan bóvedas de crucería y góticas ventanas, y las tiene asimismo la torre aunque muy desfigurada en su remate. Más abajo al extremo de una calle aparece San Pedro al lado de la puerta de su nombre, a la cual sirve de torreón de defensa su capilla mayor, rodeada exteriormente de grandes y fuertes arcos de piedra y sembrada arriba de aspilleras en cruz. Por cima del muro asoma la portada bizantina flanqueada de columnas; pero la iglesia ha pasado por una moderna reforma, a excepción del retablo compuesto de pinturas en tabla de la pasión del Redentor, y costeado según el letrero en 1575 por Gómez de Rojas y su mujer Angelina Velásquez de Herrera.
Tiene como hemos dicho segunda cerca la villa, no tan fuerte como la ciudadela, y por largos trechos enclavada en el caserío; sus arcos, a diferencia de los de la otra señalados con el ducal escudo de sus señores, llevan la cabeza de caballo que constituye las armas del municipio. Cuatro son las puertas de este recinto, ni más ni menos que las del primero; la de San Andrés al nordeste, al este la de San Francisco, al sudeste la referida de San Pedro, y al sur la de la Trinidad. Quedan dentro por el último lado las parroquias de Santiago y de Santa Marina, las dos abandonadas y ruinosas: la primera arrimada a la ciudadela, y vestida de yedra su torre, según arriba observamos, y tapiados los arcos semiarábigos de su pórtico; la segunda más abajo formando un grupo tanto más interesante cuanto más próximo a su total hundimiento. A la izquierda del convexo ábside se levanta la cuadrada torre, ceñidos aquél y ésta en su respectiva proporción de doble serie de arcos de ladrillo; y a la derecha asoma la extremidad del pórtico, cuyos dos arcos estriban en una columna de fuste espiral y de capitel bizantino en el cual se advierte el apostolado completo Era el templo de Santa Marina uno de los decanos de Cuellar, y en una arca de piedra custodiaba antiquísimos documentos (881); su nave principal, antes que se renovara, tenía techumbre de madera, las laterales y la capilla mayor conservan las bóvedas primitivas. En un nicho a la parte de la epístola yace el famoso cronista de Indias Antonio de Herrera Tordesillas, autor de las Décadas e hijo de aquella población, fallecido en l625 (882).
Fuera ya de los muros, en lo alto de un cerro al mediodía, aparece aislada Santa María de la Cuesta, que a excepción de los arcos semicirculares de su torre, ha perdido a fuerza de reparos su antiguo carácter. Una puertecita ojival pone en comunicación la iglesia con el campo santo cercado de murallones a modo de fortaleza, donde se hallaba sin duda aquel buen claustro que indica Colmenares y que acaso dio margen a la tradición que la supone fabricada y servida por los Templarios. Debajo cae en medio del arrabal San Salvador, reforzado con arbotantes el ábside de ladrillo, cerradas las ojivas del pórtico, pero abiertas las que perforan de dos en dos entrambos cuerpos de la alta y fuerte torre terminada con otro de ventanas de medio punto (883). Negra parece la de Santo Tomé, construidade piedra y ladrillo y sembrada también de ojivas; hállase más a levante dando la vuelta por bajo de la muralla, y su iglesia, a la cual introduce una sencilla puerta bizantina, se consume en el abandono, a pesar de contener una gran capilla de arcos apuntados dedicada a la Virgen patrona de Cuellar, a cuya izquierda se notan grandes sepulcros de la familia de Arellano. Para los habitantes del arrabal por aquel lado permanece más al norte San Andrés, cuya fachada de ladrillo marca en varias molduras decrecentes la bóveda de la nave principal, incluyendo la portada de piedra, que si bien románica reduce su adorno a dos columnas en cada jamba; tiene cuadrada torre, segundo ingreso lateral, y tres ábsides guarnecidos según costumbre de arquea. das zonas y de recuadros; y las naves de los costados mantienen sus peraltadas bóvedas de medio cañón, comunicando mediante arcos de plena cimbra con la central, en la cual sustituyó en 1818 al techo enmaderado una cubierta de yeso.
Así subsisten, sin faltar una, más o menos fieles a su primer tipo, las diez parroquias de Cuellar: al rango de monumento ninguna puede aspirar; esto se queda para el convento de San Francisco. Situado fuera del arco de su nombre en el fondo de una espaciosa plaza, por detrás del reformado frontis de la iglesia, que termina en espadaña y que decora una portada con columnas de orden jónico, asoman en las alas de su crucero y en los machones de su capilla mayor afiligranados botareles formándole una corona de crestería, y ábrense ventanas de la decadencia gótica selladas con el blasón de los duques. Al recibirlo bajo su patronato el poderoso D. Beltrán, pues llevaba ya dos siglos de existencia aquella religiosa casa, se acordó sin duda del Parral de Segovia, y quiso competir en esplendor con aquel don Juan Pacheco su antecesor y perenne rival en la privanza de Enrique IV. Dio a la magnífica nave del templo seis bóvedas de crucería, dos más que no cuenta el otro, poniendo en las claves su escudo; en los costados de las grandes ventanas del ábside y del crucero hizo colocar, como están allá, las doce estatuas del apostolado bajo doseletes, y en los ángulos del crucero las cuatro de los evangelistas con otras dos de heraldos vueltas hacia la entrada. Quizá tampoco pudo gozar como su émulo en ver completa su obra, pues aunque sobrevivió a Pacheco casi veinte años no falleciendo hasta el 1492, demuéstrase muy posterior a su muerte el gran retablo de cinco cuerpos, compuesto de veinte y nueve tablas que representan misterios de la Virgen y del Salvador; y no solamente su precioso sepulcro, sino los que pudo en vida hacer labrar a los de su familia que le premurieron, participan de los primores y galas de un estilo más avanzado.
Tales son los mausoleos de alabastro erigidos en los brazos del crucero, el del lado del evangelio a don Gutierre de la Cueva hermano de don Beltrán y obispo de Palencia fenecido en 1469, el de la epístola según se cree a la primera mujer del valido, Mencía de Mendoza hija del duque del Infantado. Aquel, además de la yacente efigie del prelado y de un relieve de nuestra Señora de la Piedad en el fondo del nicho, ofrece excelentes figuritas incrustadas en las agujas que flanquean el arco rebajado, y sobre este las del Padre Eterno, de la Anunciada y el ángel y de dos doctores de la Iglesia bajo cinco guardapolvos. Todavía se les aventajan en perfección las esculturas del otro, así la de la dama, bellísima en el rostro y acabada en el ropaje, como el alto relieve de la Resurrección del Señor puesto dentro del arco de medio punto, cuyas pilastras y delicados frisos labró gentilmente el renacimiento, compitiendo con ellas las demás distribuidas por sus varios cuerpos, las santas de los entrepaños, las dos apariciones del Resucitado a Santo Tomás y a la Magdalena, las imágenes de religiosos franciscanos colocadas arriba, y la cara del Ecce-homo incluida en el frontón triangular. En medio de la gradería del presbiterio se reservó sepultura el espléndido magnate, compartiéndola con su segunda y su tercera esposa, Mencía Enríquez hija del duque de Alba, y María de Velasco hija de don Pedro condestable de Castilla, viuda de su mortal enemigo don Juan Pacheco, trocado a lo último por milagros de la ambición en aliado del de Alburquerque. Vivientes parecerían las tres insignes estatuas tendidas sobre la cubierta, a no haberlas destrozado horriblemente en la invasión francesa la barbarie y rapacidad de los soldados (884); lo que menos sufrió fue la urna, en cuyas esquinas hay nichos con figuras sentadas, y en cada frente escudos sostenidos por ángeles de relieve. En el pavimento una gran plancha de bronce sirve de losa a Isabel Girón, esposa del tercer duque Beltrán II, fallecida en 1544: unos y otros entierros están en una bóveda debajo del altar mayor.
No hicieron menor estrago en la rica sacristía los invasores, saqueando las preciosidades que en oro y plata y coral habían acumulado allí los patronos; y lo que dejaron los franceses, la revolución lo limpió. Quédale sólo la majestad de su bóveda adornada de entrelazos, y las hornacinas trazadas a un lado y otro para la cajonería, cubiertas un tiempo de azulejos de mosaico, con medallones de emperadores romanos en sus enjutas, y con frisos de labores gótico platerescas que corren por cima de sus arcos, confundiéndose con las bordadas letras que expresan textos del Miserere. Más fortuna tuvo el claustro en conservar los cuadros regalados en 1739 por el onceno duque don Francisco y doña Agustina de Silva su consorte; su arquitectura es moderna como toda la del convento. Los otros dos que poseía Cuellar distan mucho de la importancia del de franciscanos. Frente a la puerta septentrional de la ciudadela está el de San Basilio, con su iglesia arreglada en humildes dimensiones al ordinario tipo de crucero y cúpula: junto al arco meridional de la villa sale al paso el de la Trinidad, trasladado allí en 1544 desde otro punto más lejano con la protección de doña Francisca de Bazán, notándose todavía en época tan adelantada adornado de arquería el exterior del ábside. Rodéanlo amenas huertas y copiosas aguas de las muchas que alegran los alrededores del pueblo.
Dos conventos de monjas de la orden tercera, fundados en el siglo XVI, forman los lados de la plaza de San Francisco: el de Santa Ana convertido ya en cuartel de la guardia civil, y el de la Concepción cuya iglesia con cúpula se hizo de nuevo en 1739 por estar sujeta a inundarse la anterior, desde la cual se pasaron a la presente los restos de la fundadora doña Constanza Becerra, mujer de Melchor de Rojas, que murió en 1596. Mucho los supera en antigüedad el de Santa Clara, situado como avanzada de la villa por la parte del sur y descubriéndola toda en su más bella perspectiva. Menciona ya la existencia de él en 1244 bajo la advocación de santa María Magdalena una carta del papa Inocencio IV recomendándolo al santo rey de Castilla; mas el templo debe su estructura de imitación gótica, su portada del renacimiento y su nave de crucería, a la munificencia de una dama de la familia ducal por nacimiento y por enlace, que descansa en el suelo con su marido (885).
A la jurisdicción de Cuellar se sometían, divididos en seis sexmos, más de cuarenta lugares, pertenecientes hoy casi todos a su distrito y algunos al de Peñafiel y al de Olmedo; no se eximían de ella dentro de este círculo sino las villas de Fuente Pelayo y Aguila Fuente, a una distancia de cuatro leguas al sudeste y a una misma línea con Navalmanzano, ambas de señorío eclesiástico, dadas en el siglo XII al cabildo de Segovia. La segunda se la otorgó en 1155 Alfonso VII el emperador en cambio de la de Illescas, y en ella tuvo en 1472 el obispo Arias un sínodo diocesano: en Fuente Pelayo acreditan aún cierta importancia sus dos parroquias, Santa María la Mayor y San Salvador. Pero el actual partido de Cuellar no se reduce solamente a su alfoz antiguo, sino que a él se ha agregado el de otra población, que constituía en algún tiempo órbita aparte y hacia la cual gravitaban más de veinte pueblos, todos los que ocupan la parte oriental; su centro era Fuentidueña, cuyo posesivo llevan algunos añadido al nombre propio. A ella pues nos encaminamos por Lobingos, Fuentes, Olombrada, Vegafría y Fuente Sahúco (886), sazonado el viaje al través de alturas y páramos, bien escasos de amenidad y de verdor, con la compañía de labradores los más discretos y más cristianamente ilustrados que nos deparó jamás la buena suerte (887).
En un documento del año 1136 aparece por primera vez Fuentidueña en unión con Sacramenia, Bernuy y Benevivere (888), pueblos comarcanos y al parecer más antiguos, de los cuales muy pronto llegó a ser la cabeza. Erigióse para su defensa un fuerte castillo, y los reyes no se desdeñaban de habitarlo. Allí gravemente enfermo en 1204 otorgó Alfonso VIII su testamento, y durante la convalecencia estipuló paces con el rey de Navarra; allí fue a descansar de su glorioso triunfo de las Navas en los tres últimos meses de 1212 (889); y los mismos umbrales pasó en agosto de 1274 Alfonso el sabio su biznieto. Túvolo por prisión durante un año con su mujer y dos hijas el adelantado Pedro Manrique, urdidor perpetuo de intrigas y revueltas en la corte de Juan II; y al escapar de su encierro en agosto de 1438 descolgándose por una ventana, no fue sino para concertar una más formidable liga contra don Álvaro de Luna. En él metió cautivo por sorpresa en 1474 a Diego López Pacheco, hijo y sucesor del ambicioso maestre de Santiago, para que renunciase sus pretensiones a tan alta dignidad, su émulo Gabriel Manrique primer conde de Osorno, violencia que enojó más al débil Enrique IV de cuantas en su persona había sufrido; y sin embargo, aquellos muros resistieron a sus armas, y no soltaron su presa sino después que los amigos de Pacheco por una contra-asechanza se apoderaron de la esposa del conde guardándola en Huete.
Lo que resta del castillo son las cuatro redondas torres de los ángulos y un aljibe en medio rodeado de foso, en la cúspide del cerro cuya vertiente septentrional ocupa Fuentidueña, dominada por mayores alturas a los lados y a la espalda. De aquel eje algo inclinado al occidente parten las murallas, ostentando sólidos cubos y torreones, almenadas e imponentes por la cresta de la colina, desfiguradas en la prolongada línea de su base por multitud de casas que se les arriman asomándose a su antepecho. De las tres puertas las dos se abren en la parte baja, la tercera en lo alto hacia levante entre dos cuadradas y robustas torres. junto a ésta se levantan los restos de una parroquia, cuya hundida nave sirve ahora de cementerio; a los pies informes paredes de su campanario y arranques de arcos diferentes; a la cabecera el ábside completo con su cascarón, excelente entre los románicos por los variados canecillos de su cornisa y airosas columnas y esmerados capiteles y molduras de sus tres ventanas y de otros dos ajimeces laterales, notándose en uno de éstos a un hombre llevado a cuestas por un monstruo o diablo: alrededor del hemiclo yacen por fuera diversos sepulcros de piedra en forma de ataúd. Estaba la iglesia dedicada a San Martín, otras dos parroquias del Salvador y de San Esteban ningún rastro dejaron de su existencia en la pendiente, de donde la población ha venido a desaparecer, reduciéndose a unas pocas calles trazadas a lo largo del muro inferior, y apenas habitadas hoy día por setenta vecinos.
Basta para ellos holgadamente la parroquia de San Miguel, única de las cuatro que contenía el recinto de la villa, y muy propia para formar concepto de la estructura de sus compañeras. Arcos bizantinos sobre pareadas columnas sustentan el pórtico, tapiado por desgracia lo mismo que su entrada primitiva, que se ha sustituido con un cuerpo avanzado, incrustando en él cierta sencilla portada procedente de una de las iglesias destruidas. La principal del templo y otra lateral situada dentro del pórtico se recomiendan por los bellísimos capiteles de sus columnas, y por igual título las ventanas del ábside que por dentro se manifiestan en la capilla mayor: los canecillos que rodean el exterior del edificio no ceden en gala ni en variedad a los de San Martín. En capiteles de figuras también notables estriban los cinco arcos de la bóveda de plena cimbra, y una cornisa de labor ajedrezada se prolonga por la espaciosa nave; el coro alto se construyó a los pies muy posteriormente sobre un arco rebajado. Dícese que en algunas piedras de la fábrica se descubren insignias de los Templarios; lo único que advertimos afuera en un escudo es la luna del poderoso condestable. Heredó el señorío de Fuentidueña su hijo natural don Pedro, y lo transmitió al suyo, llamado Álvaro de Luna como el abuelo, a quien su esposa doña Mencía de Mendoza, sobrina del cardenal don Iñigo, obispo de Burgos, encomendó al morir en 1540 la fundación de un hospital para toda la comarca. Subsiste el piadoso establecimiento con su capilla bajo la advocación de la Magdalena, además de otro de San Lázaro que se reputa más antiguo. La sucesión de los Lunas vino a parar en el conde de Montijo, quien en el siglo pasado por no sé qué cuestión con el obispo hizo labrar junto a su palacio un templo suntuoso más bien que capilla, de fachada greco-romana, de cúpula churrigueresca y de crucero con esquinas curvas, que entre las obras modernas goza de dilatada nombradía.
Fuera de la muralla al pie del cerro queda un corto arrabal que tenía por parroquia a Santa María la Mayor, en cuya portada bizantina ha subido el suelo enterrándola a medias, y cuyo torneado ábside sobrevive al hundimiento de la nave, conteniendo todavía un retablo gótico de últimos del siglo XV (890). Ruinosa ya en 1576, reservóse al culto solamente una parte de ella, según la inscripción puesta encima de la puerta lateral que le servía de entrada, en cuyo pórtico nada se demuestra de antiguo sino un capitel de dos leones. Cabe a Santa María cruza la corriente del Duratón un puente de seis ojos, meciéndose densos álamos en la opuesta margen; y más allá, siempre con rumbo al norte, una vía sacra marcada con cruces de piedra conduce al arruinado convento de San Francisco, que después de haber pertenecido a los Mercenarios (891), aplicó en 1496 a los Observantes el cardenal Cisneros. Su construcción parece del siglo XVI, y no sabemos si a ella o a otra anterior se refiere la tradición que asegura haberlo reedificado un conde señor del pueblo en expiación de la muerte dada a un fraile que cazaba y pescaba en su coto.
Venerable nombre y nada degenerado de su latino origen es el de Sacramenia (sagrados muros), que lleva un lugar situado legua y media más adelante, y al trasponer las lomas septentrionales se le descubre enroscado al pie de un cerro, estrecho y reducido, mas no tanto que no contenga doble vecindario que Fuentidueña. �Porqué y desde cuándo se llama así? no será por sus dos parroquias de San Martín y Santa Marina, de bizantino ábside entrambas y de techo enmaderado, a la primera de las cuales, actualmente suprimida, se agregó a principios del siglo XVI otra nave lateral por medio de anchos arcos de comunicación; ni tampoco, creemos, por el santuario más antiguo que ellas, colocado en la cima del inculto monte, que bajo el título de San Miguel acaso un tiempo fue también parroquia. Era este una pequeña pero acabada joya del arte románico en su edad primera, que hablan guardado intacta los siglos, sin mudarle ni añadirle cosa alguna. Asombra conservación tan perfecta en aquella rasa y ventosa altura circuida por vastísimo horizonte: la portada lateral mantiene enteras sus dos columnas a cada parte, las hojas y figuras de sus capiteles, las labores de su cornisa y arquivolto; y obra de ayer parece el torneado cascarón de la capilla, guarnecida dentro y fuera de medias cañas, perforada por tres ventanas en el hemiciclo y figurando dos grandes ajimeces en la parte baja de sus muros interiores, como si del cincel acabaran de salir los rudos follajes y caprichosos grupos de personas y animales que visten los capiteles o forman los canecillos. No es de consiguiente por vetustez o por flaqueza que se hayan venido abajo la bóveda y la fachada: culpa es, se asegura, de los franceses que hasta allí treparon quemando las puertas de la ermita, y el huracán que más tarde hallándola abandonada la derribó.
De Sacramenia se titula asimismo un monasterio cisterciense sito allí cerca en ameno valle; y tendríamos por muy probable que al pueblo hubiese comunicado la denominación aquel sagrado edificio, si no recordáramos que el primero existía ya con su nombre en 1123, y que la fundación del segundo data de 1141. Promovióla Alfonso el emperador, y de Scala Dei vinieron con su primer abad Raimundo los monjes franceses que la realizaron. Su ejemplar pobreza y observancia indujo al cabildo de Segovia a cederles en 1147 los diezmos todos de la comarca (892), pero ni piadosas donaciones ni reales privilegios jamás introdujeron una opulencia enervadora en aquel retiro, donde se mantuvo de tal suerte el rigor de la primitiva regla, que en asamblea general de la orden por el año de 1629 se declaró casa de recolección.
Por un fresco canal plantado de espesos robles ándase media legua hacia levante, hasta una revuelta más angosta que forma al norte la hoz, ocultando entre olmos frondosísimos el venerable monasterio. Era una hermosa mañana de mayo cuando nos apeamos a sus umbrales: en cada hoja brillaban como perlas las gotas de reciente lluvia, cantaban los ruiseñores en la enramada, y un tibio rayo de sol desprendido de leves nubes hacía resaltar las monumentales formas de Santa María la Real. No desmienten ser de mediados del siglo XII los robustos machones de la fachada del templo, ni la profunda portada cuyos siete semicírculos decrecentes prolongan unos sus jambas hasta el suelo, otros reposan en tres columnas por lado, de capiteles muy primitivos. Más esbeltas son las columnas puestas en las tres ventanas del ábside principal, que avanza por detrás en airosa curva entre los dos colaterales que son de planta rectangular. Nada por fuera asoma de disonante sino la barroca arquitectura de la entrada al convento, en la cual acompañan a la efigie de la Concepción las de los reyes bienhechores, Alfonso VII y Alfonso VIII, vestidos a la romana.
En el interior de la iglesia observamos ya suavemente preparada la transición del bizantino al gótico, y armonizados los caracteres de ambos estilos. Seis arcos de pronunciada ojiva ponen a un lado y otro en comunicación sus tres naves, al paso que revisten aún los pilares gruesas columnas cilíndricas con capiteles o bien lisos o de tosco follaje: las bóvedas no muy altas son apuntadas también, y las de la nave central admitieron más tarde algún adorno entrelazado. El coro alto abarca las dos inferiores, conservando la sillería. Carecen de capillas las naves laterales, alumbradas por sencillas ventanas de medio punto, y terminan en el crucero, sin continuar para reunirse a espaldas del altar mayor; pero las dos capillas que enfrente tienen, abiertas en uno y otro brazo, parecen góticas más bien que bizantinas en cuanto dejan ver sus modernos retablos. Moderno igualmente es el que encubre el ábside principal, bien que permite dar la vuelta en rededor suyo por un altarcito que le está detrás arrimado. El cimborio cuadrangular en el centro del crucero sólo se demuestra tal por una poca ventaja que lleva en altura a la nave mayor, de cuyas labores participa; lumbreras no las tiene, y la luz que baña el crucero penetra por los calados de una claraboya trazada desde el principio en el brazo de la derecha. Mayor grandiosidad, mayor riqueza admiramos a menudo en otros templos; rara vez empero sentimos como en éste la augusta tristeza de la soledad, templada con el alegre gorjeo de las aves que por los rotos vidrios se introducen.
Por un arco muy bajo, recortado en lóbulos y guarnecido de puntas, y cerca de un altar de la decadencia gótica dedicado a San Bernardo, salimos al claustro, ojival en las bóvedas de sus corredores, bizantino en la arquería y columnata. Consta cada una de sus alas de cinco grandes arcos, subdivididos en tres de medio punto que sostienen columnas gemelas con capiteles de follaje; mas el tabique que los maciza no consiente examinar sus esculturas ni gozar de su gentileza. La sala capitular, aunque pequeña, despliega las elegantes formas que solían dar a las suyas los monjes del Císter: grueso y bocelado semicírculo en la portada, un gallardo ajimez a cada lado apoyándose en aéreos grupos de columnitas en cuyos capiteles se dibujan trenzas y enlazamientos, y bóvedas también semicirculares que van todas a estribar sobre cuatro aisladas columnas. Corre por cima del claustro bajo una galería moderna: estancia por estancia visitamos el convento, inspirándonos interés por su mismo abandono lo que en días de prosperidad no detuviera acaso las miradas. Aún, en 1866, alcanzamos a ver preciosos restos de su archivo; aún, cosa más extraña! alcanzamos un resto de su comunidad, un buen sacerdote que viviendo en las cercanías iba a encerrarse allí por temporada, y que vistiendo su majestuoso hábito blanco nos hizo los honores de la casa con fruición sólo igual a la nuestra. ��Quién sobrevivirá a quién? se nos ocurría con lágrimas en los ojos; �el monje o el monasterio?� Y al despedirnos del ignorado monumento, aún sin previsión de los nuevos trastornos que iban a caer sobre nuestra patria, parecíanos oírle murmurar como a todos los que en desamparo se quedan, pero entonces con voz más perceptible, aquellas palabras de Job tan indefiniblemente melancólicas: Voy a dormirme en el polvo, y si mañana me buscares, ya no existiré.