Capítulo IV
Por más timbres y grandezas que reúna Salamanca, la principal, la característica, la que ha dado origen y fundamento a casi todas las restantes, es su famosa universidad. Absorbiendo por decirlo así la fecundidad del suelo, eclipsando con su brillo la historia pasada de la población, la ha cubierto toda de su lozanía y de sus vástagos copiosos, y aun después de agotada un tanto su savia, ilustra y realza cuanto no vivifica. Sin ella no hubieran brotado tantos y tan magníficos templos, ni tan innumerables claustros y fundaciones, ni aun tal vez tan espléndidos palacios; sin ella sería la ciudad lo que otra cualquiera de Castilla, más industrial, más próspera, más poblada quizá, pero no sería Salamanca.
De una creación de tan inmensos resultados falta no sólo el documento primordial, sino hasta la fecha precisa en que se hizo, ni hay mención apenas en los escritores coetáneos (170). Que la fundó Alfonso IX de León consta por el testimonio de su hijo san Fernando, y no pudo ser antes de 1212 si le movieron, como la tradición asegura, los celos de la recién establecida en Palencia por su primo el de Castilla (171). Decayó la una por falta de recursos, consolidóse y floreció más de día en día la otra, y al cabo, dice el maestro Chacón, �la de Salamanca, como la vaca gorda del sueño de Faraón, se tragó el flaco estudio de Palencia.� No que este fuese trasladado a aquella según han creído y afirmado sin bastante apoyo graves autores (172), sino. que el crecimiento simultáneo de las dos debla ser incompatible después de unirse León y Castilla bajo el cetro de Fernando III. El santo rey fue quien otorgó en 1243 a la universidad salmantina el privilegio más antiguo que hoy conserva, tomando bajo su salvaguardia a maestros y escolares, confirmándoles los usos y franquicias anteriores y erigiendo el tribunal académico que había de dirimir sus contiendas con los ciudadanos (173).
Alfonso el sabio hizo más; después de dar preferencia a los estudiantes en el alquiler de posadas y de eximirlos de peaje y de portazgo, asignó en 1254 sus salarios a los profesores, a saber: quinientos maravedís anuales al de leyes dándole por adjunto un bachiller-legista, trescientos a un maestro en decretos, quinientos a dos en decretales, doscientos a dos en física, que así llama la medicina, otros tantos a los dos de lógica y a los dos de gramática, ciento a un estacionario o librero que tenga los ejemplares buenos e correctos, cincuenta a un maestro en órgano y cincuenta a un capellán; por conservadores o jueces del estudio, en lugar de los once instituidos por su padre, nombró solamente al deán de Salamanca y a Arnal Sanz. Habido consejo con obispos, arcedianos y hombres sabios, otorgó a la universidad ciertas ordenanzas por donde se gobernase y rigiese. No es gloria comprobada con datos auténticos, pero tampoco es aventurada conjetura presumir que los jurisconsultos y los astrólogos, cooperadores del monarca en la confección de sus dos obras inmortales, salieron de aquella escuela, única entonces en sus reinos, por cuyo aprovechamiento celaba tanto y a la cual sin expresar el nombre se refiere tan a menudo en sus Partidas (174).
Nacida como casi todas a la sombra del templo, y habiéndole servido de base los estudios eclesiásticos que de tiempo atrás había en el claustro de la catedral, tardó mucho en perder, y nunca por completo, el sello de su origen. Para los grados de licenciatura la capilla de Santa Bárbara, para la investidura del doctorado una de las naves de la iglesia mayor, se revestían de solemne aparato: los doctores tenían asiento en el coro, los canónigos en los actos universitarios, y se guardaban mutuas deferencias y, gozaban de comunes prerogativas en señal de benévola hermandad (175). En la organización dada a las cátedras por Alfonso X se echa de menos la de teología, sin duda por hallarse de antes instalada y continuar a cuenta del cabildo: sin embargo no dejó el rey de solicitar para su obra la sanción pontificia que obtuvo en 1255 de Alejandro IV, colmada de mercedes y elogios y no menos lisonjera para la ciudad (176). Ya su antecesor Inocencio IV había saludado en pleno concilio Lugdunense la reciente institución; Bonifacio VIII le aseguró su patrocinio al enviarle en 1298 las nuevas decretales; y cuando las rentas reales fueron menguando por la turbulencia de los tiempos, cuando para mantener a los profesores no halló Fernando IV más arbitrio que las tercias de las iglesias concedidas para otros usos, y el papa se empeñó en revindicarlas, y el concejo y el cabildo acordaron entre sí echar una derrama a fin de que el estudio no pereciese, entonces Clemente V, previo informe del arzobispo de Santiago y reunión de concilio provincial, otorgó en 1312 a la universidad un noveno de los diezmos del obispado (177). Añadióle Juan I veinte mil maravedís al año, que Enrique III conmutó con las tercias de los lugares de Almuña, Baños y Peña del Rey; y con esta sola dotación rectamente administrada llegaron a sostenerse hasta setenta cátedras y a fabricarse sus espléndidos edificios (178).
Muy pronto la autoridad judicial se refundió toda en el maestre-escuela, a quien el papa Juan XXII declaró en 1334 canciller del estudio, y en 1415 se le unió un canonicato; nombrábalo primero el obispo con el cabildo, después su provisión se reservó al consejo de la universidad y su confirmación al pontífice. Por parte de la ciudad en sus cuestiones con aquella continuó el rey poniendo en el tribunal académico tres conservadores tomados de la principal nobleza (179). Del oficio anual de rector hablan ya las Partidas, dejando su elección a maestros y escolares, cuyo derecho ejercieron más tarde por delegación veinte consiliarios, diez de cada clase, agrupando los estudiantes por reinos y provincias de suerte que todas estuviesen representadas. Escogíasele de ilustre alcurnia, hijo por lo general de grande o de título; y el día de San Martín que era el de su nombramiento, y el de Santa Catalina en que tomaba posesorio, se señalaban con larguezas del agraciado y con algazara y aun desórdenes y reyertas de las cohortes estudiantiles, que le acompañaban procesionalmente en pos de su respectiva bandera. Extendíase la facultad electoral de los alumnos a la provisión de las mismas cátedras, y bien dejan entenderse los amaños y sobornos, las violencias y tumultos de semejantes votaciones. En 1489 dispuso el papa fuesen secretas, y Enrique IV y los reyes Católicos dictaron graves penas contra los que usaran de fuerza o de colusión. Por fin, a últimos del siglo XVI pasó esta importante atribución al rector, de acuerdo con sus consiliarios.
Mucho debió el establecimiento a don Pedro de Luna, cuando lo visitó y reformó en 1380 como cardenal legado del papa de Aviñón, de cuya parte logró ponerlo, y cuando en calidad de pontífice con el nombre de Benedicto XIII le dio bien meditadas constituciones. Tasáronse los derechos y propinas de los grados, prescribiéronse los años y la serie de los estudios, instituyóse el oficio de primicerio elegible por los maestros para defender los intereses y prerogativas de la corporación. En veinte y cinco se fijaron las cátedras o lectorías decorosamente dotadas (180), que luego se llamaron de propiedad por no poder perderse una vez obtenidas, además de otras muchas que existieron hasta 1480 sin sueldo determinado, sostenidas por las colectas de los discípulos. Intervenían entonces en el gobierno, convocados a claustro en tropel y confundidos en sus jerarquías, doctores, licenciados, bachilleres, escolares; Martino V en 1423 puso fin a estos turbulentos comicios, concentrando el poder en el rector y maestre-escuela y en los veinte que tituló definidores o diputados, escogidos los diez por turno entre los profesores, los otros diez entre los principales del estudio mayores de veinte y cinco años. Las jubilaciones las estableció por primera vez Eugenio IV en 1431 para descanso de veinte años de enseñanza con salario entero, corriendo a cargo de la universidad el de los sustitutos: además, desde tiempo inmemorial gozaban los doctores y maestros del privilegio de hijosdalgo en cuanto a la franquicia de impuestos.
El escudo del papa Luna sobre la puerta que sale hacia la catedral, constituye la marca más antigua del presente edificio, y un artesonado de estrellas arábigas de poco relieve cubre el pasadizo que conduce al patio de escuelas mayores. Empezaron éstas a levantarse de nueva planta en 1415, acabáronse en 1433; pero la fortuna que nos ha transmitido el nombre del artífice Alonso Rodríguez Carpintero (181), nada apenas ha conservado de la obra. Auxilióla la reina Catalina de Lancáster con dos mil florines de oro, y Juan II su hijo dio un palacio contiguo para hospital del estudio que en memoria suya se dedicó a San Juan: sin embargo, todo cuanto hoy aparece nos habla únicamente de los reyes Católicos, cuya augusta protección eclipsó las dádivas de sus antecesores. Machones esculpidos de arquería y terminados en botareles de filigrana, y ventanas ojivas del postrer periodo, revelan la época de la fachada, por bajo de la cual corre un muro con almenas; y avanza hasta la línea de éste el cuerpo central, donde sin mezcla de gótico campea ya exclusivamente el renacimiento. Si el principal medallón colocado sobre el doble arco escarzano del portal, que contiene asidos a un cetro único (emblema de poder indivisible y de voluntad inseparable) los bustos de Isabel y Fernando, se puso, como parece, en vida de la real pareja a quien la universidad retribuía una parte de sus dones (182), pocas fábricas se adelantaron a ésta en adoptar el minucioso estilo plateresco, que sólo había ensayado a la sazón Enrique de Egas en Santa Cruz de Valladolid y en Santa Cruz de Toledo. Verdad es que la rudeza de estos bustos, más análogos a los del bajo imperio que a los de la aurora del gran siglo XVI, contrasta con el primor de los follajes y caprichos sobre que destacan, y de las labores de las pilastras que dividen los tres órdenes del frontis en cinco compartimientos. En el segundo se notan las armas reales, en el tercero dentro de un arco la figura de un pontífice recordando cuanto les debe aquella casa: medallones menores se ven a los lados, y en el remate las bichas y acroterías de costumbre. Asegúrase que la fachada costó treinta mil ducados; �y quién sabe si la trazaría el mismo Egas al par de las dos fundaciones del cardenal Mendoza?
Al propio tiempo se labró la capilla dedicada a San Jerónimo, que estuvo primero a la entrada de la puerta de las Cadenas; Fernando Gallego pintaba los cuadros que engarzados en plata afiligranada debían formar su retablo suntuoso, la bóveda se matizaba de azul y oro representando figuras astronómicas, y asentábase encima un reloj de ingenioso mecanismo (183). Todo lo destruyó la renovación en el siglo pasado: no así la biblioteca, que espléndidamente dotada por los reyes Católicos, conserva vestigios de su munificencia. En la escalera resta la bóveda de crucería y un pasamanos esculpido con relieves de toros y batallas, en el corredor un precioso artesonado de gruesos casetones con friso plateresco y un portal de arco plano festoneado de trepadas hojas y salpicado de animales, que introduce al grandioso salón reparado por uno de los Churrigueras. Copioso en libros y rico en códices, pocos le igualan en su clase y ninguno le aventaja (184).
Da la fachada de escuelas mayores a una cerrada plazuela, presidida desde algunos años a esta parte, por una majestuosa estatua de bronce que se ha alzado a fray Luis de León (185). Ocupa el lienzo izquierdo el antiguo hospital de estudiantes, hoy convertido en oficinas, cuyo remate ciñe una bella cornisa plateresca con agujas y calados, y cuyos balcones decoran varios bustos. Ábrese en el centro la entrada de medio punto, partida por un pilar y guarnecida por gótica guirnalda, figurando en su testero la efigie de Santo Tomás de Aquino y en sus enjutas la Anunciación, mientras que el blasón regio encuadrado con unas molduras consigna la procedencia del establecimiento. Casi al tiempo de esta obra, es decir a principios del siglo XVI, emprendióse a su lado la de estudios menores, y ambas concluyeron hacia 1533; pero la portada de ellos sita en un rincón de la plazuela despliega ya de lleno las galas platerescas unidas a una admirable sencillez de pensamiento. La bocelada curva de sus dos arcos reposa graciosamente sobre una columna aislada; tres escudos imperiales encima de la puerta dentro de nichos separados por pilastritas, acreditan el dictado de real universidad, así como el de pontificia una tiara y las cabezas de san Pedro y san Pablo que resaltan entre los adornos del friso; follajes, grecas, figuritas, medallones, todo es diminuto y primoroso, terminando en una orla de encaje en la cual parece transigieron entre sí los dos estilos. Más allá del atrio, sobre cuya arcada interior se lee un enfático lema (186), asoman las galerías del cuadrilongo patio, bien que desdicen de la bella arquitectura de fuera sus bajos pilares y los arcos formados de caprichosos rompimientos, que por su analogía con los de las alcovas llamaremos alcovados, cuales los presenta también un ándito superior en el de escuelas mayores. Y no parece mejor que ellos la balaustrada del XVII que arriba los circuye.
Con tales ampliaciones aún distaba de corresponder el edificio al desarrollo que iba tomando la institución. A pesar de la competencia que le suscitó de improviso la universidad de Alcalá, nacida poderosa y viril de la cabeza del gran Cisneros; a pesar de otras veinte que brotaron del suelo español en poco más de una centuria, sobre todas descollaba siempre en importancia y esplendor la Salmantina y aun se igualaba con las más célebres de Europa. Llegaron a setenta las cátedras y a diez mil el número de estudiantes (187). Apenas hay hombre ilustre en los anales de nuestro siglo de oro, en humanidades y en lenguas, en sagrada escritura y en cánones, en derecho y en medicina, y principalmente en la ciencia de Dios en que tanto sobresalían los españoles, que no se haya sentado en aquellas sillas a enseñar, y cuando no, en aquellos bancos a aprender (188). Yo sólo para las carreras literarias, para las togas y para las mitras, sino para los más altos destinos políticos y militares era aquel el punto de partida; de allí salían el osado navegante, el glorioso caudillo, el hábil diplomático, al par que el sabio religioso y el paciente investigador, y hasta mujeres extraordinarias se presentaban a disputar a los varones la palma del saber (189). Con ostentosos actos solemnizaba la universidad las visitas de los reyes, con increíbles donativos los auxiliaba en sus empresas y apuros (190), y a su advenimiento al trono les prestaba juramento de fidelidad como corporación distinguidísima del Estado, sin enviar a cortes sus representantes. Los papas la avisaban, por carta especial, de su elevación al solio pontificio; y con salvedad del real patronato, de que se mostraban muy celosos los más píos monarcas, le enviaron más de una vez cardenales legados que la visitaran y reformasen. Nunca sopló en aquel recinto el viento de la novedad ni de perniciosas o aventuradas doctrinas, nunca se interpuso entre ella y la santa sede la menor nube de desconfianza; y el espectáculo imponente que presenció el claustro en 14 de junio de 1479, asistiendo a la abjuración del maestro Pedro de Osma y a la quema de su cátedra y de sus libros (191), no volvió a repetirse ni aun en el siglo XVI cuando tanto cundía por todas partes la cizaña del protestantismo. Sus teólogos Melchor Cano, los dos Sotos, Gallo y Salmerón, sus canonistas Covarrubias y Antonio Agustín, brillaron en el concilio de Trento como astros de primera magnitud; y de aquellos obispos españoles que tanto se distinguieron por su adhesión profunda a Roma como por su independiente firmeza y su celo reformador, de los sabios que traían consigo o que enviaba el papa o el soberano, pocos hubo que no hubiesen formado en Salamanca su espíritu y su carácter (192).
Penetrar ahora en la vida íntima profesoral al través de las grandezas exteriores del cuerpo, asistir a sus claustros o juntas harto borrascosas a veces, analizar la índole e influencias respectivas de sus diversas escuelas y comunidades y la parte que tuvieron colectiva o individualmente en el adelanto o retroceso de la enseñanza, sondear las pasiones, las rivalidades, las intrigas que agitaban aquellas graves figuras y aun se manifestaban en ruidosos hechos, sería abrir una galería de cuadros más interesantes en si que propios de esta obra (193). Y no serían estéril asunto para bocetos de costumbres las casas de huéspedes mal seguras aunque autorizadas por el claustro, las pasantías o escuelas cursatorias de los bachilleres, las mesas pupilares, las roperías para todas condiciones, las estaciones o tiendas de libros (194), la sopa de los conventos, las chupandinas o convites con que se compraban los votos, las aventuras nocturnas, los choques con las rondas, las reyertas o escándalos que ponían a menudo en alarma la ciudad y en peligro a la justicia. De todas las religiones acudían a las clases ordenados enjambres de coristas, de todos los colegios multitud de cursantes, recibiendo graciosos motes según su hábito o según el color del manto y beca (195): señalábanse por su gravedad pretenciosa los colegiales mayores y por su humor marcial los de las órdenes militares, dispuestos siempre a reñir por materia de cortesías o de aceras. Ya que no por el traje, porque el manteo y el vestir semiclerical generalmente los uniformaba, distinguíanse por su carácter los manchegos y los de tierra de Campos y León, extremeños y andaluces, portugueses y gallegos, navarros y vizcaínos y los de la coronilla Aragonesa, que formaban las ocho secciones o provincias legalmente reconocidas hasta cierto punto (196); y añadiendo a éstas los procedentes de las Américas españolas, los franceses, flamencos e italianos en gran número atraídos por la fama de los estudios, los católicos de Irlanda y de Inglaterra que huían de la enseñanza protestante, trabajo costará creer al buen maestro Chacón acerca de la honestidad, comedimiento y disciplina casi monacal de tan promiscua juventud (197). Ello es que se reputaba por hazaña y no pequeña el que un simple corregidor gobernara pacíficamente tantas naciones sin alcanzar siempre a prevenir sus sangrientas escaramuzas, y que a la rígida vara apenas dejaban tregua muertes, desafíos, motines y desmanes de muchos que no venían a Salamanca a aprender leyes sino a quebrantarlas (198).
No se descuidaban, sin embargo, de celar por el orden de la universidad sus coronados patronos, y de enviarle a menudo sin. intervención de la Iglesia delegados y consejeros suyos que restablecieran en su rigor las constituciones o las hicieran nuevas según la necesidad de los tiempos. Tres visitas mandó practicar Carlos V en 1529, 1538 y 1550, varias Felipe II, la una al principio de su reinado por el célebre Covarrubias y la postrera por don Juan de Zúñiga en 1594; Felipe III, que tanto gustó en 1600 de las funciones y obsequios de ella, la hizo entender no obstante cuán señor era de la misma, despachándole comisarios en 1602, 1610 y 1618, confiando temporalmente al corregidor el oficio de maestre-escuela y quitando de raíz a los escolares el derecho de votar a sus catedráticos (199). A pesar de estas reformas cuya frecuencia demuestra su ineficacia, a pesar de la energía del juez Pedro de Soria y del alcalde Amezquita, subió a su colmo en los días de Felipe IV la inmoralidad, el desenfreno, la anarquía (200). Coincidió o más bien resultó de aquí la decadencia de los estudios, que dándose la mano con la intelectual y política de España en aquel siglo, redujo bien pronto su crédito y su concurrencia a una sombra de lo que fueron. El rancio escolasticismo, las estériles sutilezas, el gusto depravado que allí reinaba, eran objeto de la mofa de los extranjeros, cuando los primeros Borbones emprendieron su regeneración. No sin hallar fuerte resistencia interior, secundaron el impulso del gobierno desde la mitad del XVIII el matemático-astrólogo Diego de Torres, el erudito Pérez Bayer, los ilustrados obispos Bertrán y Tavira, y al rededor del suave Meléndez Valdés, que convirtió en Arcadia las riberas del Tormes, una pléyada de poetas, críticos y periodistas. Entonces reverdeció la universidad como suelen los árboles después de las precoces lluvias de otoño, produciendo flores literarias más bien que espontáneos frutos de nutritiva ciencia.
En la parte artística ciñóse la época de Carlos III a renovar la capilla, sustituyendo la filigrana del primitivo altar con los ricos mármoles del presente y las pinturas de Gallego con otras de un oscuro italiano. No sabemos si a la sazón se rehicieron también los arcos del patio principal que no tienen estilo ni carácter, pero se conservó el suyo a las inscripciones latinas, puestas al rededor sucesivamente desde el siglo XVI en adelante en elogio de las ciencias y de los reyes protectores de aquel emporio, copiándolas con ligeras variantes (201). Formáronse proyectos de ensanche, cuyo abandono celebramos si habían de costar la demolición de las obras de los reyes Católicos y de Carlos V, por más que no basten ellas para dar al edificio, grupo de fábricas sin unidad ni magnificencia, la índole monumental que a su historia corresponde. Cinco años hace se decoró la vieja cátedra de cánones destinada a salón, de actos o paraninfo, y su mejor adorno es la gloria de los nombres que como estrellas distribuidas por ciclos tachonan sus bóvedas, y de los medallones que penden de sus arranques (202).
Por su construcción aventajan a la universidad los famosos colegios mayores, así como un tiempo quisieron prevalecer sobre ella en grandeza y categoría. Cuatro había de esta clase en Salamanca, el de San Bartolomé, el de Cuenca, el de Oviedo y el del Arzobispo, que con el de Santa Cruz de Valladolid y el de San Ildefonso de Alcalá componían los seis únicos de España: su objeto no tanto era formar estudiantes como hombres consumados en teología y cánones, que no salían del colegio sino para algún puesto eminente de la carrera eclesiástica o civil. Nació el primero hacia 1401 junto al palacio episcopal de don Diego de Anaya, tomó el nombre de San Bartolomé el Viejo de una parroquia que había existido en el siglo XII en las casas a donde el prelado lo trasladó más adelante (203), y habilitado brevemente el edificio, abrió sus puertas por la navidad de 1417 a los noveles colegiales, entre ellos a dos hijos del fundador. Después de ver y estudiar en Bolonia el que había erigido para los españoles el cardenal Albornoz, trazó Anaya las constituciones del suyo: instituyó quince becas y dos capellanías para personas de buena opinión y limpia sangre, que no fuesen de la ciudad ni de cinco leguas en contorno, ni tuvieran bienes con que sustentarse; pero lo dotó tan espléndidamente hasta nombrarlo heredero de sus bienes y de sus libros, patrono de iglesias y señor de pueblos, montólo con tal aparato de servidumbre, impetróle tales gracias y privilegios de Benedicto XIII y Martino V, que hizo harto difícil el sostenimiento de sus bases, la humildad y la pobreza. Sabios no obstante como el Tostado, santos como Juan de Sahagún, fueron las primicias del fecundo plantel, cuyo crédito se difundió en breve por toda la monarquía. El cardenal Mendoza para su fundación de Valladolid, Cisneros para la suya de Alcalá, los creadores de los otros tres colegios del mismo rango en Salamanca, tomaron de aquel modelo las reglas y aun en parte el personal; y a pesar de la antipatía asaz previsora del rey Católico a semejantes institutos, los cinco brotaron uno tras otro en el período de cuarenta años, de 1480 a 1521.
Todos recibieron del Viejo, al par que sus elementos de prosperidad, el germen de su degeneración. Para contenerlo el emperador prescribió a severos visitadores su reforma, merced a la cual alcanzaron bajo su reinado el desarrollo y pujanza de la edad viril. Cardenales, arzobispos, obispos, padres del concilio de Trento, grandes inquisidores, gobernadores de reino, virreyes, capitanes generales, títulos de Castilla, presidentes d consejo y de chancillería, embajadores, magistrados, recordaba con cariño el manto, y beca, a la cual tal vez debían como prenda de capacidad el principio de su fortuna, y por espíritu de corporación no siempre acorde con el de justicia se empeñaban en favorecer a sus compañeros y sucesores de colegio (204). El ejemplo estimulaba la ambición, y a vista del pomposo catálogo de los dignatarios procedentes de la casa, llegaron a creerse patrimonio exclusivo de ella las dignidades de la iglesia y del estado: sus teólogos se desdeñaban ya de ser párrocos, y de ser abogados sus juristas, desechando como indigno al que se rebajase a ejercer su profesión; y no sólo lograron avasallar la universidad con el monopolio de sus cátedras y con sus desmedidas exigencias (205), sino las mismas catedrales, donde ningún cabildo se atrevía a desairar a un colegial opositor por miedo a sus poderosos valedores. Ya no se exigía para la admisión honestidad de costumbres y de familia, sino heráldica información de nobleza, no acreditar la pobreza del aspirante sino más bien una renta de diez mil ducados, porque algo había de costar aquella especie de candidatura para los más altos destinos: las cábalas, el soborno, la recomendación de elevados personajes y aun de los mismos reyes, decidían la elección más que las dotes del elegido. Por la ancha brecha abierta en los estatutos a fuerza de dispensas, penetraron el fausto, la ociosidad, el juego, la corrupción; hízose irrisoria la clausura; y los castillos roqueros erigidos en defensa de la fe, los criaderos de varones ilustres, los albergues de Minerva en el siglo XVI, vinieron a ser a mediados del XVIII receptáculo de vicios donde desperdiciaban el pan de los pobres los ricos y privilegiados. Emprendió regenerarlos Carlos III poblándolos de alumnos aplicados y sin recursos mediante oposición rigurosa; pero no arrastraron más que una raquítica existencia hasta principios de esta centuria, tan dañadas estaban las raíces mismas de la institución. Sobrevivieron dos de sus edificios, los otros dos perecieron en la guerra con los franceses.
Con la reforma del colegio de San Bartolomé coincidió o la precedió de muy pocos años una reconstrucción no menos radical, como si hubiese querido dejar un monumento de su agonizante opulencia. Teniendo a un lado la pesada cúpula y churrigueresca portada de su capilla, antes parroquia de San Sebastián (206), y al otro la renovada hospedería, se consideró deslucida la vieja fábrica de la cual no ha quedado noticia alguna; y por los diseños del ingeniero Hermosilla o más bien bajo la dirección del arquitecto Sagarvinaga se levantó en ocho años la grande obra, costando cerca de dos millones de reales. Frente a la afiligranada mole de la catedral, por cima de los tiernos arbustos de un ameno jardín y asentado sobre anchurosa gradería, tiene algo de la sencilla majestad de la arquitectura griega aquel pórtico de cuatro grandiosas columnas corintias y de frontón triangular, que ocupa el centro de la fachada adornada de balcones, empezando desde la cornisa de este primer cuerpo otro segundo con idénticas aberturas, y descollando en medio de la balaustrada que lo corona el escudo del fundador Anaya. Atravesado el zaguán, donde se conservan cuatro lápidas romanas descubiertas siglos hace al remover aquel suelo (207), aparece un patio de doble galería, cuyo arquitrabe inferior sostienen diez y seis columnas dóricas y el superior otras tantas de orden jónico compuesto, con cierros de cristales de una a otra. La escalera, dividida en dos ramales después del primer tramo, alumbrada por dos órdenes de ventanas, decorada con tres arcos a su entrada y con igual número que apoyan en columnas corintias resaltadas al rededor de sus muros, tiene la magnificencia competente, no para el objeto con que se hizo, ni para servir como ahora sirve a un gobierno de provincia, sino para rivalizar con la del palacio de nuestros reyes, pareciendo aun mejor con el colorido natural de la piedra que la otra con sus pinturas y atavíos.
En el distrito de poniente, osario hoy día de templos y comunidades destruidas qué han mezclado allí sus despojos, se alzaban uno al lado de otro los colegios denominados de Cuenca y de Oviedo por la respectiva diócesis de los obispos que los fundaron. Fue el de Cuenca don Diego Ramírez de Villaescusa, docto escritor, prudente consejero en la corte y generoso prelado en las varias iglesias que rigió, quien hacia los primeros años del 1500, nombrado visitador de la universidad, dio principio a su establecimiento a semejanza del de San Bartolomé donde se había criado, dedicándolo a Santiago apóstol y gastando en él ciento cincuenta mil ducados sin dejarlo aún concluido. El de Oviedo fue don Diego de Muros, impugnador de Lutero y padre de los pobres, y creó en 1517 su colegio bajo la advocación de San Salvador con la liberalidad de que dio muestra en otras fundaciones. Entrambos edificios pertenecían al estilo gótico-plateresco de su época, y el rígido Ponz ante el patio del de Cuenca hubo de rendir homenaje a las menudas y prolijas labores de cabecillas, angelitos, animalejos, follajes y caprichos, acumuladas en los capiteles, ménsulas, antepecho y cornisamento de sus galerías alta y baja, y a los bustos de toda suerte de personajes esculpidos en sus enjutas (208). En uno y otro introdujo dispendiosas monstruosidades el churriguerismo, especialmente en la capilla del de Oviedo con ocasión de haber sido elevado a los altares su alumno Santo Toribio.
Con más fortuna el colegio del arzobispo ostenta sobre una altura a la misma parte de la ciudad la magnífica estructura que le dio su fundador don Alfonso de Fonseca, prelado que fue sucesivamente de Santiago y de Toledo, hijo del patriarca de su mismo nombre y descendiente de una ilustre familia de Salamanca. Abriéronse en 1521 sus cimientos; trazó su gótica capilla y su claustro plateresco Pedro de Ibarra, pintó y labró el retablo Berruguete, delineó la portada Alonso de Covarrubias, maestro de la catedral de Toledo y padre del célebre canonista, uno de los primeros que ensayó en la península la imitación de la arquitectura romana. Con efecto, sus ocho columnas jónicas distribuidas en dos órdenes, su cornisamento y la balaustrada en que termina con el medallón de Santiago su patrono y los escudos arzobispales de las cinco estrellas, indican bastante estudio de la antigüedad; al paso que la gran fachada de sillería en que está enclavado el portal, puesta sobre ancha lonja con doble escalinata, corresponde al gótico reformado, asomando en el centro la cuadrada cúpula de la capilla flanqueada de estribos y perforada de rico ventanaje. Por dentro asienta sobre arcos torales ojivos en la intersección del crucero con la espaciosa nave; las bóvedas son todas de crucería, y en el fondo campea el retablo cuyas sutiles columnas abalaustradas, pinturas de la historia de la Virgen y estatuas grandes y pequeñas acreditan que su inmortal autor abarcó las tres nobles artes (209). En medio de esta iglesia más que capilla quiso ser enterrado bajo una simple lápida de mármol el emprendedor arzobispo (210). Las pilastras, arquivolto y friso de la entrada que da al atrio están cuajados de minuciosos relieves.
Pero donde desplegó sus galas el renacimiento fue en el claustro, que nos consuela de la pérdida de su coetáneo el de Cuenca, no sabemos si hermano suyo o competidor. Los arcos del primer cuerpo, ocho por ala, se aproximan al desenvolvimiento del gusto clásico en la gentileza de su medio punto y en las estriadas columnas que revisten sus pilares; los rebajados del segundo, sostenidos por fustes caprichosos y grutescos, retroceden al estilo de transición; y hasta parecen acordarse de las góticas tradiciones los botareles compuestos de figuritas que cargan sobre los macizos. Abajo y arriba resaltan de las enjutas hermosas cabezas, representaciones históricas o ideales. Dos desahogadas escaleras con pasamano de balaústres, rodeadas de galería, conducen a las vastas habitaciones del piso principal, capaz para veinticuatro colegiales, hoy poblado y conservado por los Irlandeses. La suntuosa hospedería contigua, fabricada hacia 1760, como indica su barroca portada, después de haber servido de hospital militar alberga ahora la imprenta del hospicio.
A los colegios mayores disputaban la primacía los cuatro de las órdenes militares, establecidos no sin oposición de aquellos en época muy inmediata y casi a un tiempo: en 1534 el de San Juan por el gran prior don Diego de Toledo, en el mismo año el de Santiago o del Rey llamado así por haber nacido bajo los, auspicios de Carlos V con ocasión de visitar la ciudad, en 1552 el de Alcántara y el de Calatrava. Aunque instituidos principalmente para freiles clérigos, no podían menos de participar del carácter altivo y de las pretensiones aristocráticas de su milicia, de reclamar las prerogativas y exenciones y hacer alarde de la pompa y aparato de que les daban ejemplo sus rivales. El del Rey, honrado con la residencia del insigne Arias Montano, a fin de labrarse una morada correspondiente, había pedido sus planos en 1566 al maestro de la catedral Rodrigo Gil de Hontañón, según los cuales se levantó su fachada meridional con dos torres; pero hasta 1625 no se llevó adelante la comenzada obra conforme a la severa traza de Juan Gómez de Mora, que ejecutó Juan Moreno respecto del pretil que mira al río (211), y que la constituyó modelo de perfecta regularidad, aunque desfigurada más tarde por una capilla churrigueresca. De los destrozos del sitio de la Independencia, a pesar de la restauración intentada después, no se libraron sino restos del dórico patio rodeado de dos órdenes de columnas sin pedestales, que tanto encarece Ponz por lo serio y majestuoso. En aquellos días aciagos desaparecieron del todo, como incluidos en la zona más devastada, el colegio de San Juan y el de Alcántara, antes de que terminara la renovación de éste emprendida a fines del otro siglo por don Ramón Durán, discípulo de Rodríguez.
Resta a espaldas de San Esteban el grandioso colegio de Calatrava, cuyo lienzo se dilata sobre una grada corrida entre dos pabellones o cuerpos avanzados, elevando sus pilastras hasta la cornisa ceñida de balaústres, y abriendo en el piso bajo ventanas con frontón triangular y en el principal balcones coronados con pechinas y acroteras. Con justicia fueron perdonados estos sencillos adornos del exterminio decretado cien años hará por los restauradores del buen gusto contra la hojarasca exótica, que había cundido por. la fachada, si es que no se hicieron entonces para sustituir a la talla que se picó: mas no comprendemos que escapase con vida la extravagante portada del centro (pues en los pabellones hay dos figuradas), a no ser que se guardara atención a la efigie del santo abad de Fitero colocada en el nicho superior y a los dos guerreros de relieve que la custodian desplegando la bandera de la orden. El despejado y desnudo patio, la escalera no inferior en esplendidez a las que llevamos descritas, la vasta capilla de orden dórico con su crucero y cúpula, desmantelada ahora de sus pinturas y retablos y conservando sólo las columnas corintias del mayor, todo por dentro se enmendó o se rehízo no sin intervención de Jovellanos como visitador del colegio; pero es de temer que su reforma artística no sea tan estéril para la duración del edificio como lo fue la de los estatutos para prolongar la vida de la institución.
Menores en rentas, en esplendor, en el número de plazas, mas no tocante al objeto de su fundación, brillaban en segunda línea numerosos colegios, produciendo cada uno hombres notables en saber y en dignidad. A todos y hasta al de San Bartolomé precedía en años el erigido en 1386 por don Gutierre de Toledo, obispo de Oviedo en la feligresía de San Adrián, titulado vulgarmente de Pan y carbón por las rentas que percibía sobre el impuesto de dichos artículos, no poco menguadas con el tiempo (212). Coetáneamente con los mayores fueron creados, el de Monte Olivete dedicado a Santa María y a Todos los Santos hacia 1508 por Juan Pedro Santoyo, clérigo de Palencia; el de Santo Tomás Cantuariense, en 1510, junto a la parroquia de este nombre por don Diego de Velasco, obispo de Galípoli, y en 1518 el de San Millán contiguo también a su parroquia respectiva, por el virtuoso canónigo Francisco Rodríguez Varillas (213). Para sustentar diez y seis estudiantes pobres con las sobras de su mesa, establecieron hacia 1530 los opulentos colegiales de San Bartolomé en su hospedería el de San Pedro y San Pablo, que en 1510 se refundió con destino a diez capellanes, tomando el nombre de Burgos del apellido de su dotador don Pedro; mas no debe confundirse con el que en 1528 planteó en el distrito de San Román, bajo el título de Santa María, el arcediano don Juan de Burgos, abad de Covarrubias. Dos se instituyeron bajo la advocación de Santa Cruz: el uno en 1534, por don Juan de Cañizares, arzobispo electo de Santiago; el otro en 1545, por doña Isabel de Rivas, viuda del catedrático doctor Tapia; y los dos se distinguían con el linaje de sus fundadores, incorporándose éste a aquél en 1624. El de la Magdalena debió su erección en 1536 a don Martín Gasco, embajador a Roma y obispo electo de Cádiz; y ya que por los celos y contradicción de los mayores no pudo obtener el rango de tal, con sus riquezas alcanzó entre los menores el primer puesto y con su buen orden una durable existencia. A excepción de éste, reedificado sencillamente, aunque con otro destino, junto al solar de San Agustín, todos se aniquilaron por completo sin dejar rastro, y preciso es decirlo, sin notable pérdida para las artes.
Desde la visita del Emperador a Salamanca en 1534, se mandó formar, a imitación del que en Alcalá había, un colegio Trilingüe para enseñanza del latín, griego y hebreo como hijuela de la universidad; mas eran tales los obstáculos que de tiempo atrás le suscitaban los mismos profesores de ésta, que hasta veinte años después no llegó a instalarse, escogiendo por local la destruida parroquia de San Salvador, a espaldas de los Estudios menores; y aun así durante el siglo XVII tuvo repetidas y largas intermitencias. Sobre las ruinas de su fábrica dirigida por Francisco Goicoa, se levanta frente a la Merced otra nueva para un establecimiento análogo que se ha quedado hasta ahora en proyecto. Al Trilingüe se unió en 1588 el de San Miguel, cuya fundación dejó encargada a su sobrino don Juan el esclarecido obispo de Lugo y de Jaén don Francisco Delgado, uno de los mayores sabios del concilio de Trento, y que a pesar de su prestigio no logró sostenerse más de doce años; el edificio un siglo después fue cedido a los Cayetanos. Mejor cimentado el de los Ángeles hacia 1560 por don Jerónimo de Arce, catedrático en Roma y arzobispo electo de Milán, creció constantemente en importancia, y mereciendo una honrosa excepción por sus provechosas costumbres al reformar los colegios, se le agregaron en 1780 los de San Millán, Monte Olivete y Cañizares.
Para vencer la resistencia de todos los indicados y de la misma ciudad a la creación de otros nuevos, se necesitó la firmeza del octogenario inquisidor general don Fernando Valdés y su ascendiente sobre Felipe II; pero hasta 1577, nueve años después de su fallecimiento, no se efectuó la inauguración del de San Pelayo, cuyos alumnos nombrados los Verdes por el color del traje no cedían en número ni en aspiraciones de grandeza a los colegiales mayores. Su mansión a espaldas de la Compañía, con quien sostuvieron porfiado pleito, se dilató sobre el solar de nueve casas, y las hundidas bóvedas indican aún suntuosidad y cierta reminiscencia del gótico decadente; el interior yace por tierra y sirve en parte de jardín botánico. Añadiéronse todavía otros tres colegios; en 1592 el de San Patricio para los jóvenes irlandeses que preferían la emigración a la apostasía y al yugo protestante, educándose bajo la dirección de los jesuitas, y que subsisten hoy ocupando. el del Arzobispo; en 1600 el de Santa Catalina, y en 1610 el de San Ildefonso, instituido aquél por el doctor Alonso Rodríguez Delgado, confesor de Sixto V, y éste por el capellán de la clerecía Alonso López de San Martín. Con estos y con el de la Concepción de teólogos, cuyo principio y fundador no podemos señalar, se cerró la serie de tales establecimientos, hasta que extinguidos los jesuitas se erigió el seminario conciliar, refundiéndose en él los de Pan y Carbón, Santo Tomás y Santa Catalina. De todos, mayores y menores, se quiso formar en 1840 un colegio Científico, que instalado en el de San Bartolomé duró apenas seis años, y que con distinto nombre y forma se ha tratado de restablecer.
En otros se combinaba con la enseñanza o prevalecía exclusivamente la beneficencia, y más bien que colegios pudieran denominarse asilos. Tales eran el de Doncellas hijas de hidalgos empobrecidos, que, con dotes correspondientes para casarse o entrar en el claustro, creó en 1519 el canónigo Francisco Rodríguez al mismo tiempo que el de San Millán; el de Niños Huérfanos erigido en 1550 a fin de abrirles las carreras más brillantes por don Francisco Solís médico pontificio y sacerdote y obispo en sus últimos días, cuyo vasto edificio, construido en parte según el estilo de Berruguete por Alberto de Mora, uno de sus discípulos, permanece fuera del ángulo sudeste de la muralla convertido en casa de dementes; el de Doctrinos destinado en 1577 por el canónigo Pedro Ordóñez a la educación elemental para más modestas profesiones bajo el patrocinio de la Virgen de las Nieves; el de Niñas Huérfanas fabricado en 1600 cabe al río y frente al Carmen, y después de la célebre inundación trasladado junto a los Agustinos; el de las Arrepentidas abierto en 1648 por la liberalidad de los esposos don Gabriel Dávila y doña Felicia de Solís a las pecadoras desengañadas; el de las Viejas, establecido al mismo tiempo para honestas viudas, por el clérigo Bartolomé Caballero; el seminario Carvajal que un regidor de este apellido fundó en 1659 para la niñez más, desvalida, y que correspondiendo hasta el día a su instituto ha producido entre excelentes artífices una que otra celebridad literaria; y por último el de Mozos de coro que data de fines del siglo pasado. Incluidos estos y los de regulares, pasaban de cuarenta los colegios de Salamanca (214).
Sin sentirlo hemos pasado de los estudiantes a los pobres con quienes no anduvo menos pródiga la ciudad, y no podemos negar una mirada histórica a sus copiosos hospitales. El decano de ellos lo edificaron en 1110 entre las puertas del Río y de San Pablo los aragoneses y navarros que la ocupaban a nombre de Alfonso el batallador para los enfermos de su hueste, con el título de Santa María de Roncesvalles que luego se trocó en el de la Blanca; el de San Lázaro de los leprosos lo fundaron en 1130 sobre la opuesta orilla los vecinos del arrabal; en 1144 se instituyó uno para los peregrinos junto al claustro de la catedral sobre cuyo solar se levantó en 1437 la capilla de Anaya, y en 1160 otro de San Martín en el sitio del mesón de los Caballeros. El de Santa Margarita o de los Santos Cosme y Damián, que había de absorberlos a todos últimamente, debió su principio en 1204 al obispo Gonzalo y su reedificación en 1440 a Sancho de Castilla su sucesor; y en 1230 empezaron a la vez el de San Antonio abad que duró hasta la supresión de su orden en 1791, el de Santa Ana fuera de la puerta de Toro creado por los pobladores de Sancti Spiritus, y la alberguería de los judíos para los peregrinos de su raza, subsistente hasta la expulsión de 1492 al lado de San Millán donde estuvo después el colegio. Los hermanos de la Penitencia erigieron en 1240 el de la Cruz en el campo de San Francisco, una noble cofradía en 1250 el de San Ildefonso donde se asentaron más tarde los Trinitarios descalzos, el canónigo Rúy Pérez por los mismos años el de San Salvador cerca de la parroquia de este nombre, y los escribanos en 1270 el de San Sebastián inmediato a Sancti Spiritus. El siglo XIV vio nacer con no menor frecuencia al de San Lázaro Caballero en 1320 a la salida de la puerta de Zamora; al de nuestra Señora del Rosario, dotado en 1327 por Juan Alfonso Godínez, señor de Tamames (215); al de Santiago y San Mancio en 1330 junto a la Alberca y al sitio donde está Santa Isabel, sostenido por los feligreses de Santo Tomé, San Juan de Bárbalos y la Magdalena; al de Santa Susana cuyo nombre y lugar en las afueras tomó más adelante el convento Premostratense; al de Santa Ana del Albergue instituido en 1350 para peregrinas en la calle de Toro como hijuela del de la misma santa en el arrabal; al de Santo Tomé llamado de los Escuderos, fundación de los nobles Rodríguez Varillas hacia 1380 dentro de la puerta de Villamayor; al de San Bernardino que lo fue de los caballeros Maldonados en 1382 y quedó incluido en el vasto convento de Agustinas recoletas; al de nuestra Señora de la Misericordia, dispuesto en 1389 por Sancha Díez, para romeros de ambos sexos. Durante la siguiente centuria los hortelanos crearon en 1400 el de San Pedro y San Andrés contiguo a Santo Tomás; tuvo origen en 1410 el de la Trinidad, cuya iglesia edificó en 1475 el obispo Vivero y se hizo casa de comedias en 1604; erigió Juan II en 1413 el de San Juan para los estudiantes (216); hicieron en 1480 el de San Lorenzo y San Bartolomé los vecinos de ambas parroquias hacia la puerta de los Milagros; y en 1490 se instaló junto a Santa María de los Caballeros el de nuestra Señora del Amparo, cuyos cofrades salían en las crudas noches de invierno a recoger a los pobres sin abrigo.
En el siglo XVI no se necesitaba ya tanto establecer otros nuevos como sostener y restaurar los antiguos: así lo hizo en 1509 con el de Santa María la Blanca Fernán Nieto de Sanabria, legándole con los bienes su bulto yacente y el de su consorte Teresa Maldonado; así con el de San Lázaro en 1515 el doctor Lorenzo Galíndez de Carvajal y María Dávila su esposa reedificándolo desde los cimientos; así Cristóbal Suárez, contador de Carlos V, con el de Santiago y San Mancio en 1541; así en 1544 se amplió el del Rosario. Sólo uno nuevo se fundó en 1534 bajo el titulo de San Bernardo y nuestra Señora de la Paz para llagas contagiosas por el arcediano de Santiago don Martín de Figueroa en la antigua ermita de San Hipólito fuera de la puerta de Toro; pero extinguido en breve, se trasladaron a él en 1585 los cofrades del Amparo constantes en su piadoso instituto. Arruinados con su misma multiplicación los hospitales, se acordó reunirlos en 1581 bajo el cuidado de los hermanos de San Juan de Dios, escogiendo por más capaz el de Santa Margarita en la parroquia de San Román, pero dándole la advocación del de la Trinidad; y este es el que conserva el nombre de general y su capilla gótico-plateresca, harto insignificante respecto de la primorosa portada de la demolida parroquia de San Adrián revestida de gentiles hojas de acanto (217), a la que ha prestado albergue en su cementerio interior. Cinco únicamente se exceptuaron de la reducción que fueron acabando en el siglo XVIII (218), mientras surgían otros establecimientos más acomodados a las ideas y necesidades de la época, como el dilatado hospicio de San José, la casa de expósitos y la galera de mujeres. De los edificios abandonados muchos se trocaron en conventos (219), otros quedaron en clase de ermitas, y aun ostenta al pie de San Cristóbal su portada y espadaña churriguerescas la capilla de la Misericordia cuyos hermanos recogen los cadáveres del patíbulo, y la de la Cruz al lado de las Úrsulas relumbra con la delirante talla de 1714.
En aquellos siglos en que el individuo como tan débil buscaba su fuerza en la asociación, para todo abundaban las cofradías, y pocas eran las parroquias, conventos u oratorios que no sirvieran de punto de reunión a algún gremio y hasta a las clases más distinguidas, y no dirigiesen a algún objeto piadoso sus esfuerzos (220). La ermita del Espíritu Santo, cuya gran lumbrera ojival han alcanzado a ver algunos fuera de la puerta de Santo Tomás, juntaba en su seno la hermandad más ilustre de Salamanca desde su erección en 1214 (221); y poco le iba en zaga la de Santa María de Roqueamador al otro lado del puente, fundada antes de 1267 por un caballero de San Juan, donde celebraban tres banquetes al año sus veinte cofrades. En el mismo arrabal restauró la de Santa Marina el obispo Sancho de Castilla, y la de San Gregorio junto a la puerta del Río Gonzalo de Vivero su inmediato sucesor. Dependía esta del hospital de Santa Susana, como del de San Bernardino eran hijuelas Santa Maria de los Milagros y Santa Catalina devorada por la inmensa fábrica de la Compañía; del de San Lázaro Caballero, San Hipólito y del de Santa Ana, San Ginés, entrambas a la salida de la puerta de Toro. Hacia la puerta de Sancti Spiritus caía San Mamés, frente a la de Zamora Santa Bárbara y más adelante el Cristo de los Agravios; a un lado de la de Villamayor el Cristo de Jerusalén, dentro de la de San Bernardo la barroca ermita del Crucero y fuera de ella San Roque donde se alojaron interinamente las Agustinas; San Hilario daba nombre a la puerta falsa abierta un tiempo entre la anterior y la de San Vicente. De esta suerte la caridad y la devoción tenían tomados todos los caminos, las entradas todas de la ciudad, ofreciendo donde quiera altares a los fieles y asilo a los menesterosos; desastrosas guerras y luego una mal entendida policia los han barrido casi por completo, dejando más expedito el paso y la vista más despejada, pero dudamos si más hermosa.