Capítulo V
No es por cierto Salamanca la única capital cuya grandeza realcen un ancho río y un soberbio puente, pero pocas hay a quienes impriman más imponente carácter. El Tormes, no inferior en caudal a otros de mayor nombradía, describe a sus plantas una obsequiosa curva reflejando sus torres y cimborios y fecundando su vega, aunque en este vasallaje ocurren también de siglo en siglo días de insurrección y de amenaza y de lamentable estrago que han mermado notablemente su arrabal. Al puente hace venerable su romana antigüedad, ya que ha cesado de ser célebre por su toro de piedra y pintoresco por las almenas que lo ceñían (222). La ciudad asentada majestuosamente sobre tres colinas despliega su dilatado recinto, en medio del cual descuellan la gran mole de la catedral y la de la Compañía su competidora, a un lado la cuadrada y rojiza cúpula de San Esteban, al otro las ruinas de la Merced y del colegio del Rey; pero en sus monumentos no prevalece la fisonomía de la Edad-media. Antes del siglo XVI nada de esto existía: sólo asomaba la vieja basílica, bella y grave si, mas no colosal; las torres de sus innumerables parroquias apenas se elevaban sobre la humilde nave; los conventos en su mayor parte, los colegios, los palacios, aún no habían nacido o tomado incremento; y si algo sobresalía entonces, era a la izquierda del espectador el formidable alcázar demolido por el pueblo con aprobación de Enrique IV. Todo lo grandioso, todo lo culminante de Salamanca, diferente en esto de las demás ciudades de León y Castilla, lo debe a la munificencia de los tres últimos siglos.
Tan reducido era el primitivo circuito de su muralla, que desde la puerta del Río sólo tiraba hasta el alcázar siguiendo la altura del ribazo, y allí metiéndose dentro y abarcando no más las actuales feligresías de la catedral, San Millán, San Bartolomé y San Isidoro, donde se dice estaba la puerta titulada del Sol, iba al encuentro de la puerta de San Sebastián, junto al célebre colegio Viejo, y bajaba a espaldas de la iglesia mayor a asomarse otra vez al Tormes. En la restauración y ensanche de la ciudad, lejos de quedar olvidados los vestigios y tradición de aquella cerca, ora derivase de los sarracenos, ora tal vez de los romanos, acordóse rehacerla por completo corriendo ya el año 1147, sin perjuicio de cerrar al mismo tiempo con otra los nuevos barrios que respecto de la expresada ciudadela se denominaban arrabales (223). Cuando más adelante se formaron al oriente las pueblas de Santo Tomás y Sancti Spiritus, al norte las de la Magdalena y San Juan de Bárbalos, y las de San Blas y San Juan del Alcázar al poniente, el muro avanzó para incluirlas, y entonces quedó fijado su actual perímetro, en el cual a pesar de los copiosos reparos posteriores domina la construcción del siglo XII al XIII.
Su planta, cuadrada casi a semejanza de los casiros romanos, presenta en cada lado dos o más puertas, no todas hoy día subsistentes. A la parte meridional yace abandonada la de San Lorenzo o de los Milagros, hacia la salida de la Alberca, que viene atravesando la ciudad por bajo de unos puentecillos, y apenas se descubren vestigios de la de San Juan del Alcázar en los barrancos de las Tenerías donde sirve de reducto la misma peña: permanecen a continuación la del Río, a la cual se sube desde el puente por empinada cuesta, y la de San Pablo que mediante un rodeo proporciona más accesible entrada. Girando al este y dejada atrás la puerta Nueva, cerrada después de la guerra de Sucesión, en la de Santo Tomás y sobre todo en la de Sancti Spiritus, aparece aún la baja ojiva dentro de un arco altísimo exterior, y el muro conserva a trozos las almenas; pero sus brechas frecuentes no son las que reparadas con pintadas telas arredraron, según se dice, del asalto a los portugueses aliados del Archiduque, sino que las ha abierto en época más reciente la impaciencia popular excitada contra el incómodo encierro. Desde Sancti Spiritus va en declive la cerca hasta la cortina del norte, que más angosta que las demás, contiene sólo dos puertas, la de Toro y la de Zamora; decorada ésta en 1534 para la entrada del Emperador con arco del renacimiento, columnas estriadas y medallones en las enjutas, y engastando el apuntado y viejo del rastrillo, formaba aún en nuestros días el ingreso principal de Salamanca, antes que en 1855 viniera al suelo al grito de libertad. Su demolición fue tan deplorable como lo fue en el siglo pasado para allanar el paseo de la ronda la del torreón monumental de la puerta de Villamayor, que se calificaba de arábigo, no podemos decir con qué fundamento, si por razón de su arquitectura o por las tradiciones que en él anidaban (224). La muralla, interrumpida con numerosos derribos por aquel costado del oeste, apenas hace ya necesaria dicha puerta ni la de San Francisco o San Bernardo que la sucede; y así tampoco se echan de menos la Falsa que ha desaparecido, y la de San Vicente que levanta su antiguo arco tapiado en el largo lienzo del ángulo sudoeste, el más entero y mejor almenado del recinto.
Descrita la circunferencia, interesa buscar un centro para dirigir nuestros pasos por el interior de la ciudad. Largo tiempo careció de él Salamanca en los días de esplendor, y logrólo en los de su decadencia más suntuoso que ninguna otra ciudad de España. El proyecto de una gran plaza concebido en el reinado de Felipe II lo realizó Felipe V, haciendo desaparecer estrechas tiendas y tortuosas calles, entre otras la de Mercaderes que unía la de la Rúa con la del Concejo; allí mismo firmó la cédula en 7 de octubre de 1710, pero hasta el 10 de mayo de 1720 no pudieron inaugurarse las obras, que duraron más de medio siglo. Por fortuna su primer arquitecto Andrés García de Quiñones no era de los más exagerados discípulos del mal gusto, y a esto y a sus vastas dimensiones debe la plaza un golpe de vista magnífico aunque en sus detalles seguramente no irreprensible. Cierra su área cuadrada un ancho pórtico de veintidós a veintitrés arcos por lado, sobre los cuales corren tres filas de balcones guarnecidos de pilastras y en el remate una balaustrada de piedra con agujas. Arcos mayores dan salida a las calles confluyentes; y encima del de la línea del este, dentro de un ático barroco con las armas reales y la estatua de San Fernando, una lápida atestigua los adelantos de la construcción (225). A semejanza de los patios del renacimiento esculpiéronse en las enjutas de la arquería, bien que con harto inferior cincel, los bustos de los reyes desde Alfonso XI hasta Fernando VI, en dicho lienzo oriental que se acabó el primero, y en el de mediodía que le siguió los de los grandes capitanes españoles de la Edad media y del siglo XVI empezando por el famoso Bernardo del Carpio (226); en las dos alas restantes han quedado los medallones por labrar. La fábrica de éstas se emprendió después de 1750, y en el intermedio sería cuando tuvo origen el adagio de las tres incompletas singularidades de Salamanca. José de Lara, escultor, Nicolás Churriguera y Jerónimo Quiñones, hijo del trazador, llevaron a cabo sus planes con ligeras mudanzas.
Lo último, y por cierto no lo menos recargado que se hizo, fue en la acera del norte la casa de ayuntamiento, cuyo sitio varió muy poco según el nombre de la antigua calle ya muy anteriormente titulada del Concejo; aunque cierta tradición asegura que la primitiva estuvo al lado de la puerta del Sol, junto a San Isidoro, y es sabido que tuvo más tarde análogo destino el edificio inmediato a la cárcel vieja donde residía y daba audiencia el corregidor. La fachada de la actual, erigida sobre cinco arcos, lleva grandes columnas estriadas a los extremos y caprichosas pilastras en el centro, en cuyos entrepaños se abren dos series de balcones con frontón y cartelas de hojarasca, y sobresale algo de la línea del caserío presentando encima del cornisamento cuatro estatuas y un modernísimo cuerpo para el reloj, que nada tiene que echar en cara a las extravagancias de la otra centuria. Con la obra del consistorio, a pesar de sus defectos, quedó completa la hermosa perspectiva de la plaza, si bien su estreno fue poco afortunado: el horror de los cadalsos levantados allí en enero de 1802 para el suplicio de diez y seis bandoleros, la mantuvo por algún tiempo desierta y temerosa (227); acribilláronla en 1812 las granadas de los baluartes franceses: ahora poblada de tiendas, frecuentada a todas horas y en todas estaciones, absorbe y concentra en sí el movimiento de la ciudad.
Por más que los antiguos recuerdos del municipio no estén en armonía con las recientes piedras de su morada, digamos antes de alejarnos dos palabras de su gobierno. Como población compuesta de diversas razas o naturas que turnaban en los cargos y oficios públicos, tenía siete alcaldes y siete justicias elegidos de cada una, y el orden con que se sucedían era el siguiente: serranos, castellanos, mozárabes, francos, portugaleses, bragancianos y toreses, no faltando en esta alternativa entre las procedencias arriba indicadas sino los gallegos, ignoramos con qué motivo (228). En lo militar, según dijimos, regía a Salamanca un gobernador, a menudo con título de conde; mas a pesar de esto y de la multitud de caballeros en ella avecindados, ninguna más exenta de señorío feudal, ni más al abrigo de la prepotencia de los ricos-hombres (229). Su jurisdicción comprendía mil y doscientos lugares, y como ciudad de voto en cortes representaba además de su actual provincia a toda Extremadura, es decir, a quinientas villas y catorce mil aldeas. Existen las constituciones que, adicionando el fuero del conde Raimundo de Borgoña, se dio así misma por medio de sus hombres buenos en el reinado de Fernando II (230): libres, eminentemente monárquicas, benignas por lo general en las penas, severas sólo con los vicios y la cobardía, forman uno de los documentos más curiosos de su siglo. Jurados, hombres buenos o regidores, que así se llamaron sucesivamente, fueron aumentados de doce a diez y seis en 1342 por la reina María, esposa de Alfonso XI, estableciendo al mismo tiempo un corregidor forastero y de buena fama, que se renovara anualmente para corregir las justicias (231). Después de algunas vicisitudes en el número de regidurías (232), a principios del XVII llegaban a treinta y seis, nombrándose la mitad del bando de San Martín o Santo Tomé y la otra mitad del de San Benito, división no sabemos si topográfica o histórica en su origen, que ora se fundase en razón de vecindad, ora de partido, ora participase de uno y otro carácter, subsistió hasta época muy reciente no solamente en los bancos concejiles, sino aun en el coro de la clerecía (233).
Esta división, que cortaba la ciudad en dos grandes distritos, el de norte y el de mediodía, es la que vamos a seguir parroquia por parroquia, localizando, por decirlo así, y considerando en grupo los edificios públicos que por clases llevamos descritos, y deteniéndonos ante los particulares que están por describir. Las casas solariegas nos irán revelando sus antiguos poseedores, las calles su nomenclatura desde la época más remota, los barrios su formación y la índole de sus habitantes, explicando cada cual con especiales recuerdos su fisonomía más o menos conservada.
A espaldas del lienzo oriental de la plaza Mayor se extiende la titulada del Comercio y antiguamente del Carbón, que en uno de sus recodos ocupaba la Cárcel real con la Lonja y Panadería, y detrás del lienzo del sur caían los nombrados corrillos de la Yerba y de la Pesca y las Carnicerías mayores construidas en 1590, formando todo un extenso aunque irregular espacio donde se corrían toros y jugaban cañas sin embarazo ni interrupción del tráfico y de la venta. Este foco de animación bullía y bulle aún al rededor de San Martín, bien que su feligresía no era tan exclusivamente mercantil que no comprendiera más de una noble residencia; derribóse para abrir la nueva plaza, la torre del doctor Juan Rodríguez de Villafuerte que databa de 1415, en la del Comercio se nota alguna curiosa ventana, y en la calle del Prior dirigida al oeste y en la de la Rúa vuelta a mediodía hay vastos caserones, señalándose a la izquierda de la última el de los Paces con los arcos de los adjuntos corrales o barrio cercado que poseían (234).
Al extremo de la Rúa y frente al soberbio templo de la Compañía, presenta la casa de las Conchas las que en trece líneas salpican su fachada, proyectando su oblicua sombra al herirlas el sol de soslayo. Cuatro gentiles ventanas, las dos partidas en cruz y las dos por sutil columna en forma de ajimez, lucen en el antepecho, arquitos y frontón sus menudas labores gótico-platerescas, las del piso bajo sus variadas y lindísimas rejas, el portal su ancho arquitrabe bordado de ramaje y el escudo de cinco lises de los Maldonados, que hacia 1512 se fabricaron aquella mansión, sellada arriba con las armas imperiales; la torre del ángulo parece rebajada, los arcos del patio tienen la traza de los de alcoba. Dicha fue que no cayera con los demás edificios sobre cuyas ruinas se asentó la vecina mole (235). Allí junto a San Isidoro, desde donde irradian la calle de la Estafeta hacia la Catedral, la de Libreros hacia la universidad, la de Serranos, la de San Pelayo, la de Moros, y alguna otra, allí la tradición sitúa el núcleo de la población antigua, la puerta del Sol de la primitiva cerca, la casa de concejo y la cárcel establecidas por el conde Raimundo, el palacio de los reyes donde nació Alfonso XI, convertido después en hospital del estudio, el solar de los Anayas, y hasta el pretorio romano en la época del Imperio (236).
Casas ilustres, ramas de la estirpe de Maldonado, rodeaban la parroquia de San Benito al norte de la de San Isidoro; dos subsisten a su espalda delicadamente platerescas y sembradas de escudos; desapareció con otras la del doctor Acevedo donde se alojó Juan II echado del palacio episcopal por los disparos del arcediano Anaya, y en lugar de ellas se levantaron los conventos de Madre de Dios y de Agustinas recoletas, los colegios de Niños de la Doctrina y de Cañizares (237). San Blas, sita a la extremidad del poniente, no preside más que un dilatado erial, donde antes se cruzaban pobladas calles y abundaban parroquias, conventos y colegios, que arrasó de una vez la mortífera artillería de enemigos y aliados; sólo descuellan dentro de sus límites el hospicio de San José y la magnífica fundación del Arzobispo (238). Aquel barrio llamado de Aldehuela, que fue el último en nacer a mediados del siglo XIII a la sombra del monasterio de San Vicente harto más antiguo que su puebla, ha sido el primero en dejar de existir por culpa del edificio protector convertido en cruel tirano por los franceses, pereciendo con él en despiadada lucha. El estrago se difundió por la inmediata feligresía de San Bartolomé, en la cual apenas acababan de barrerse los escombros de los suntuosos colegios del Rey, Oviedo y Cuenca, de la Merced, de San Cayetano, de San Agustín, del Trilingüe, que se habían erigido a su vez sobre los cimientos de las extinguidas parroquias de San Juan del Alcázar, San Pedro y San Salvador. Fuera de los recuerdos nada queda allí sino el exterior de una casa con su torre que da al solar del convento de fray Luis de León y perteneciente también a los Maldonados, cuyo imperial escudo y arcos de la decadencia gótica combinados en su ventanaje con detalles del renacimiento, la clasifican entre las de principios del XVI. (239)
Ocupaba el alcázar lo más alto del distrito dominando el río y el puente desde tiempo inmemorial; en 1282 se reparaba o engrandecía (240) con motivo tal vez de haberse poblado el terreno contiguo antes desierto y construido la parroquia de San Juan; hacia 1470 vino al suelo a impulsos de la cólera popular sublevada a un tiempo en varios lugares contra las tiránicas fortalezas, y Enrique IV aplaudió y mandó consumar su asolamiento por quitar este baluarte más a la pujanza feudal de sus enemigos (241). La iglesia de San Juan apóstol no acabó de demolerse hasta 1578. Dentro y fuera de la puerta a que daba nombre vivían los judíos, pagando al alcaide cierto tributo para obtener paso franco por ella, y en pocas ciudades de España disfrutaban de la condición libre e igualdad perfecta que desde la restauración obtuvieron en Salamanca (242). Su principal sinagoga correspondía al local de la Merced; cuando fue convertida por San Vicente Ferrer en iglesia de la Vera Cruz, hicieron otra menor junto al postigo ciego, y ésta fue sin duda la que en 1492 cedieron los reyes Católicos al cabildo y vendió éste en 1507 a Benito de Castro por cuarenta mil maravedís (243). Desde la plaza donde se vendía pan y verdura, entre la puerta y el alcázar, dilatábase la judería al rededor de San Agustín y aun abarcaba gran porción de la parroquia de San Millán, cuyas estrechas y tortuosas calles llevan en cierto modo el sello de sus antiguos moradores (244).
No debieron discrepar mucho del mismo carácter las que serpeaban en torno de la catedral vieja antes de abrir espacio para la grandiosa fábrica del XVI, si hemos de juzgar por las que todavía bajan a la puerta del Río o rodean las paredes del claustro, mezquinas y lóbregas de aspecto por más que ofrezcan a los prebendados tranquilas y cómodas viviendas (245). Varias de éstas llevan arcos semicirculares de tipo románico, que aunque sean imitados presuponen un modelo; mas el palacio episcopal frontero al templo bizantino y edificado en 1436 por don Sancho de Castilla, nada conserva de la época de Juan II ni apenas de la de Carlos V a quien dio hospedaje en 1534 (246). Ahora la basílica por los lados de poniente y norte se presenta vistosa y despejada, pero hasta 1598 no abrió el cabildo la calle Nueva al costado de la Universidad derribando las manzanas del llamado Laberinto, y de la dominación francesa a principios de esta centuria data solamente la remoción de las casuchas que interceptaban el ameno desahogo entre la catedral y el colegio de San Bartolomé. En el local de este suntuoso edificio y de su plaza transformada en paseo, existieron antes dos parroquias y otra puerta de la antigua muralla (247).
Seguía la cerca en dirección a San Pablo orillando la casa histórica de las Batallas, que más bien pudiera llamarse de la Paz por la que firmaron allí los feroces bandos hacia 1478, según tradición a que tal vez ha dado origen el exámetro esculpido encima del arco:
Ira odium generat, concordia nutrit amorem. |
En caracteres más antiguos, a saber en mayúsculas romanas del XII al XIII, se lee la máxima fundamental quod tibi non vis alteri non facias sobre el dintel de otra casa, situada en la plazuela de San Cebrián junto al seminario Carvajal, que sustituyó a la extinguida parroquia, famosa principalmente por su mágica cueva (248). La de San Pablo se ha mudado poco hace a la iglesia monumental de San Esteban, que con el convento de Santa María de las Dueñas y el solar de las de San Pedro absorbe gran parte de su distrito. A espaldas de ella se extiende la feligresía de Santo Tomás Cantuariense hasta la puerta de su nombre, componiéndose casi toda de colegios abandonados o destruidos, el de Calatrava, el de Monte Olivete, el de Santo Tomás y el de San Ildefonso (249). Tocante al vecino barrio de San Román, estaban en mayoría los hospitales, pues además del que permanece general contenía los del Rosario, de la Trinidad y de San Antón, no sin incluir otra parroquia, dos colegios y tres conventos, de todo lo cual sólo subsiste el de Santa Clara (250).
Un conjunto de fábricas notables ofrecía la plaza de San Adrián, antes que la destrucción se cebara en la interesante parroquia y en la contigua iglesia y altísimo campanario de Clérigos Menores; y aún ahora cercada de ruinas y destartalada, comprende el moderno templo de la Trinidad Descalza y dos suntuosos palacios. Del de Mirabel casi derruido no queda más que la barroca fachada con pilastras de orden compuesto y un grande escudo encima del balcón principal; el del marqués de la Conquista ostenta los suyos decorados con frontispicios alternadamente curvos y triangulares y su galería superior sin arcos y abalaustrada, igual a la que corona su imponente torre, mostrando un estilo serio y elegante que sin embargo no es el de Herrera a quien se atribuye su traza (251). Pero a la entrada de la vecina calle nombrada de Albarderos es donde brilla la más preciosa construcción del arte plateresco en Salamanca, la célebre casa de las Salinas. Forman el pórtico de su fachada cuatro esbeltos arcos sostenidos por columnas exentas, que poco há perdieron lastimosamente su gallardía desde que se macizaron para fabricar un entresuelo; las figuritas y colgantes de sus capiteles y los bustos esculpidos en los cinco medallones de las enjutas, especialmente los varoniles, nada dejan que desear al artista más exigente. Igual primor se advierte en los que sirven de coronamiento a las tres cuadradas ventanas del cuerpo principal mal transformadas hoy en balcones, y en los hombres nervudos que los aguantan, y en los graciosos angelitos asentados sobre las columnas de sus jambas, cuyas bases, capiteles y fustes entallan delicados caprichos. Remata el frontis en una galería con balaustre de piedra, entre cuyos arcos resaltan cabezas de serafines.
Aún produce más grato efecto el patio al penetrar en él por el grandioso arco de entrada que estrechan y desfiguran las recientes obras. Tres de medio punto se ven a la izquierda trazando un pórtico semejante al de la fachada; enfrente sobre la escalera arrancan otros alcovados de altas pilastras, y aparece encima una galería de análogo estilo con antepecho calado de un gótico más puro: pero lo admirable, lo peculiar está en las diez y seis colosales ménsulas, que sembradas de florones por sus dos caras avanzan del muro derecho siguiendo sus recodos para sostener un corredor de madera por cierto bien insignificante. Nunca el cincel ha representado con más vigor la musculatura humana ni con más expresión el esfuerzo y la fatiga, que en aquellos membrudos atletas, jóvenes y ancianos, que llevando el peso de la ménsula con académicas y variadas posturas, y terminando en una voluta sus piernas, reciben sobre sus hombros una monstruosa alimaña con cabeza de fiera tan multiforme y caprichosa como suele observarse en las gárgolas. Que la casa se labró para los Fonsecas lo acreditan los blasones de cinco estrellas colocados sobre las ventanas de la izquierda y en los ángulos de la fachada; mas lo avanzado del renacimiento, aviniéndose con la noticia de que se empezó hacia 1538, desmiente la tradición que enlaza su origen con la memoria del patriarca de Alejandría fallecido en 1512. Tras de largo abandono ha vuelto a habitarse y se ha plantado de árboles el patio: quiera Dios que su conservación, mejor asegurada en adelante con las obras de restauración emprendidas por la Diputación provincial, compense las mutilaciones que ha sufrido.
En la parroquia de San Justo descuella la famosa torre del Clavero, que edificó en 1470 el de la orden de Alcántara don Francisco de Sotomayor (252). Aislada de la demolida casa que defendía, queda de pie para monumento de los peligros y tumultos de la época al mismo tiempo que de su gentil arquitectura, levantando sobre cuadrada base sus ocho laños ceñidos de arqueada cornisa, del centro de los cuales, y no de los ángulos, sobresalen ocho torneadas garitas con escudos de armas en su frente y con el pie esculpido de troncos entrelazados. Frente de la iglesia estaban, a lo que se colige de antiguas escrituras, la bailía y baños de los Templarios, y no escaseaban en su feligresía y en la inmediata de San Julián mansiones solariegas (253). La más señalada de éstas se conserva en la angosta calle del Pozo Amarillo, del cual es fama que San Juan de Sahagún extrajo con su correa un niño ileso haciendo subir el agua hasta el brocal: convertida en humilde posada la que albergó a Juan I, cambió de forma tiempo há, hacia 1480, durante la decadencia gótica, a la cual pertenecen sus ajimeces trocados ahora en balcones y los ventanillos correspondientes al piso bajo de la torre que se ha rebajado hasta la cornisa de bolas, pero ostenta sobre su portal el signo que recuerda la real visita y que ha sustituido el nombre de casa del Águila con el de la Cadena.
Excelentes fábricas de lencería florecían antes de la expulsión de los moriscos en las alturas de San Cristóbal, que hoy cercado de ruinas con la ermita de la Misericordia al pie y guardando los ecos de la predicación de San Vicente Ferrer, constituye la atalaya oriental de Salamanca (254). Industrioso vecindario más denso que ahora ocupaba también a lo largo del muro la dilatada puebla de Sancti Spiritus, favorecida por Alfonso IX, cuando se estaba formando en 1228, con franquicia de tributos; la antigua parroquia y la vasta cárcel adjunta que fue convento, no tienen competencia cercana de edificio público ni privado (255). De la calle Mayor y de la de Toro en el distrito de San Mateo emigró buscando un foco más céntrico el comercio que en otro tiempo las animaba (256); casas notables no hay que esperarlas allí, sino mas bien en el de San Boal delante de cuya iglesia está el palacio del marqués de Almarza, remedando en los florones y labores de su medio punto el estilo del siglo XIII amanecido ya el renacimiento (257). A espaldas de Santa Eulalia el caserón insigne de las Cuatro Torres levanta la única que sobrevive a sus compañeras, robusta y alta y de fuerte sillería, con bellas ventanas góticas encuadradas, cuyos puros arabescos no hacen inverosímil la fecha de 1440 que se le atribuye. Caballeros y títulos habitaban gran parte de la ancha calle de Herreros, a cuya entrada por la plaza Mayor se nota una portada del siglo XV o de principios del siguiente; y hacia el ramal que forma con la calle de Toro y la del Azafranal, frente a las ruinas del convento franciscano de San Antonio, obstruía el tránsito una torre por el estilo de la del Clavero, unida por un puente levadizo con la contigua casa. Erigióla en 1470 durante la mayor furia de los bandos el licenciado Antón Núñez de Ciudad Rodrigo, jefe del partido Portugués, y sin necesidad de recurrir a más añejas tradiciones este recuerdo bastaba para hacerla interesante (258).
La aristocrática fisonomía de la ciudad se despliega muy principalmente en la vistosa línea que partiendo del lado del Consistorio corta en dos secciones su mitad septentrional. Frente a la Trinidad, en la calle del Concejo, una linda portada y tres platerescos balcones de la que fue vivienda de Maldonados muestran sus estriadas y sutiles columnas, sus medallones, candelabros y trofeos (259). La plaza de Santo Tomé, titulada Mayor antes de construirse la presente, aun cuando la vieja parroquia ocupaba gran porción de su yermado terreno, no presenta por sus cuatro costados sino restos de históricas mansiones: en la portería del Carmen descalzo el portal de la que recibió en 1543 a la infanta de Portugal doña María y presenció sus desposorios con Felipe II; al otro lado de la iglesia un portal semejante, encuadrado por una moldura y adornado de bolas, de la que dio tal vez alojamiento al príncipe en el lienzo opuesto la severa fachada del renacimiento con ventanas abiertas en el ángulo de la que habitaron los Rodríguez Varillas condes de Villagonzalo; en la acera derecha la que la tradición designa como propia de doña María la Brava; esta empero ha perdido los lobulados ajimeces de ojiva algo reentrante que le prestaban cierto carácter arábigo, para ser reedificada a lo moderno con la piedra del convento de San Bernardo, acompañando en su ruina al malogrado templo parroquial que tenía delante (260). Ceñida de casas no menos ilustres, una de las cuales hospedó en 1710 a Felipe V, sigue la espaciosa calle de Zamora desde la referida plaza hasta la puerta de su nombre, de cuyo ornamento se ve privada a su remate, quitado el arco triunfal que tanto la autorizaba; tan sólo a su izquierda se denota a manera de ancho torreón la rotonda de San Marcos (261).
Paralela casi con esta larga vía corre más occidental en dirección al sur por callejas solitarias la Alberca o cloaca descubierta, dejando a un lado el convento de Corpus Christi y el de Santa Isabel y la desbaratada casa donde hizo su primer asiento santa Teresa, y al otro la parroquia de San Juan de Bárbalos, cuyo púlpito recuerda también al santo apóstol valenciano (262). El campo de San Francisco, que atraviesa aquella por un extremo, no está menos despoblado que el barrio lindante de San Blas, que tiene que recorrer antes de salir de los muros; pero al menos han brotado de su suelo para disimular las devastaciones sufridas frondosos álamos y verdes cuadros de jardín, y si han desaparecido de su seno el colegio de Alcántara, el hospital de los Escuderos y sobre todo la suntuosa fábrica del convento, quedan por una parte los vestigios de ésta y por otra la grande ermita de la Cruz, la bella nave y gótico mirador de las Úrsulas y la renovada parroquia de Santa María de los Caballeros (263).
En la silenciosa calle inmediata, una casa curiosísima proyecta sobre el ancho friso plateresco de su entrada un balcón de poco vuelo, adornado de pilastras del mismo género, cuyo arco se eleva hasta el entrepaño de otros dos balcones que en el segundo piso ostentan columnitas estriadas y graciosos angelitos, terminando la fachada en una cornisa sembrada de serafines. Por el muro se ven repartidos seis bustos dentro de sus respectivos medallones; ninguno empero tan notable como el que asoma dentro del arco referido, con bonete y bordada capa de oro, el cual, según el letrero, representa el severissimo Fonseca patriarcha Alejandrino, cuyo blasón sostienen dos figuras (264). No sabemos si indica título de propiedad o recuerdo de gratitud esta efigie del fundador de las Úrsulas vecinas, puesta en un edificio que parece algo posterior a su fallecimiento, ni si el siniestro nombre que lleva de casa de las Muertes se refiere a unas calaveras esculpidas, según se dice, entre sus relieves y que no han dejado rastro de sí, o a trágicos sucesos más o menos recientes ocurridos en sus habitaciones.
Desde allí, caminando hacía San Benito y enfrente del suntuoso convento de Agustinas, se descubre otra con trazas de palacio, que en un ángulo y en medio de la fachada levanta dos majestuosas torres, careciendo de ella al otro lado por lo agudísimo de la esquina. En ésta y en la colateral campean entre ángeles, grifos y leones los escudos de los Zúñigas Acevedos, condes de Monterey, que en 1530 lo edificaron; pero las paredes desnudas de todo ornato y las aberturas ajenas de la más trivial simetría demuestran que la construcción quedó incompleta. Sólo el coronamiento salió acabado de manos del artífice, como la grandiosa cabeza de una estatua a medio desbastar; y una ligera galería desenvuelve arriba sus arcos rebajados, sus estriadas columnitas de minuciosos capiteles y el encaje aéreo de su remate compuesto de atletas, dragones y toda suerte de quimeras entrelazadas con candelabros que imitan agujas de crestería. Las cuadradas torres, cuyas ventanas y balcones son los únicos competentemente decorados con frontispicios triangulares y labores platerescas, descuellan sobre la línea general, abriendo por cada lado tres arcos de medio punto con antepecho de balaústres y serafines en las enjutas, y llevando con dignidad su diadema de trepados arabescos y florones.
Aquí termina �y dónde mejor? nuestra prolija excursión por las calles de Salamanca: las afueras apenas ofrecen sino frecuentes memorias y ruinas escasas de conventos, ermitas y hospitales, con excepciones muy contadas de algunos que subsisten. Hasta los arrabales que al rededor de aquellos se habían formado a la salida de las puertas, fueron extinguiéndose en su mayor parte: al poniente el de San Bernardo y el de Villamayor asaz crecido y populoso, que derribaron en 1706 los portugueses, respetando únicamente el edificio de las Teresas aislado en el día; al norte los de Zamora y Toro, cuyas alfarerías abandonadas desde 1610 por los moriscos, y las demolidas moradas de Mínimos y Capuchinos, y los hospitales de San Lázaro Caballero, del Amparo y de Santa Ana con otros santuarios, se ha intentado reemplazar con modernas casas y paseos que se extienden hasta la altura dominada un tiempo por el siniestro rollo; al oriente el de Sancti Spiritus y el de Santo Tomás, asolados también por los portugueses, cuando el convento de Franciscos recoletos de San Antonio, la ermita del Espíritu Santo, el monasterio de Jerónimos y su colegio de Guadalupe, las monjas de Jesús, los Mercenarios descalzos y el asilo de Huérfanos eran batidos y disputados encarnizadamente entre sitiados y sitiadores. Salváronse sin embargo de los estragos de la guerra de Sucesión todas las fábricas referidas; a la destrucción reciente sobreviven no más la de Huérfanos y la de Jesús.
Pero la pendiente que media al sur entre la ciudad y el río, y la vega del Tormes que se extiende al levante agua arriba sobre la misma ribera, han sufrido harto mayores vicisitudes desde que en el siglo XII las poblaban copiosas familias de mozárabes, no formando menos de nueve parroquias. San Andrés, San Juan el Blanco, San Gervasio, San Miguel, San Nicolás, desiertas o transformadas en conventos provisionales, acabaron de desaparecer en la memorable avenida de 1626, excepto la primera cuya existencia aseguraron al hacerla suya los Carmelitas calzados renovándola suntuosamente; las dilatadas calles de sus feligresías han ido borrándose por completo (265), y sólo se divisan en la huerta los restos no muy antiguos del colegio de Santa María de la Vega y del de Premostratenses. Al lado de la puerta de San Pablo veíase el hospital de Santa María la Blanca, y enfrente de la del Río la parroquia de San Gil: hoy en el declive de su cuesta permanece única la humilde iglesia de Santiago, y a su derecha se prolongan por bajo de la muralla hasta la puerta de los Milagros algunas calles de su distrito y otras que heredó de Santa Cruz y de San Lorenzo cuando cesaron de existir en el siglo XVII (266). En este barrio de curtidores se conserva la pequeña ermita de San Gregorio fundada hacia 1466, y descuella sobre sus techos la famosa peña Celestina, cimiento del antiguo alcázar y nocturno asilo en otro tiempo de mendigos y vagabundos.
Todavía se esparrama al otro lado del puente, manteniendo su anejo de la Trinidad, el arrabal adonde atraía moradores Alfonso el Sabio en 1258 con oferta de seis años de franquicia; mas no han bastado dos siglos y medio para reponerle de los desastres de la grande inundación, e inútil sería buscar allí vestigios del hospital de San Lázaro de los leprosos, de la ermita de Roqueamador, de la parroquia de San Esteban ultra pontem, primera mansión de las Benedictinas de Santa Ana, de la Mancebía pública y del fosario de los judíos. Corre por su inmediación, bajando de los gloriosos cerros de Arapiles, el arroyo Zurguen llamado Ozerga en escrituras del siglo XII, y cantado por Meléndez y otros vates coetáneos al par del claro Tormes, en el que desagua, y de las praderas de Osea, situadas en la opuesta orilla. Y a pesar de no ser Salamanca la residencia más propia para la musa de los idilios, algo sentimos de sus dulces inspiraciones una tarde de junio, al alargar nuestro paseo por alamedas de acacias enrojecidas con los oblicuos rayos del sol, hasta la aldea de Tejares, cuya reducida iglesia se estaba ampliando con pretensiones de imitación bizantina. En la ancha y sosegada corriente del río reflejábase como en extenso lago la ciudad lejana absorbida por su magnífica catedral, la ciudad de la que dijo Cervantes por boca del licenciado Vidriera �que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado.� Con esta pena nos despedíamos de ella por segunda vez, probablemente para siempre, catorce años después de nuestra primera visita (267), aunque con la satisfacción de que si otros viajeros le tributaron más dignos homenajes, ninguno le dedicó tan completo y minucioso retrato.