Capítulo VI
El Tormes, discurriendo caudaloso entre norte y, poniente, nos conduce, andadas seis leguas al pie de cerros poblados de corpulentas encinas, a la antigua e ilustre villa de Ledesma. A medio camino se interpone Almenara, mostrando labores románicas en el portal de su parroquia y al rededor de su ábside a manera de fajas, mas no recordando ya haber tenido un castillo construido por el infante don Sancho Pérez, que en 1315 mandó el rey derribar a petición de los concejos vecinos (268). Sobre la margen izquierda se descubren una legua más adelante los concurridos baños, cuya primera estructura atribuyen algunos a Aceifa, caudillo moro, y otros remontan hasta la época romana. El río empero sigue rectamente su curso, y parece apresurarse a visitar la célebre población, ciñéndola a modo de península por los lados del este, septentrión y oeste, encerrado entre cenicientos peñascos, y murmurando por bajo de su magnífico puente. De los cinco arcos que cuenta, dos del centro conservan su ojiva exentos de reparaciones: defiéndelo a su extremidad una torre, la misma que figura en el escudo de la villa colocado a su entrada, en unión con el puente y con un jinete que lo atraviesa. Al rededor de la vasta muela de pizarra sobre la cual está sentada Ledesma, cércanla aún sus murallas de sillería poco menos que enteras y hasta almenadas en varios puntos; sus siete puertas mantienen casi todas el arco apuntado o semicircular y alguno la canal del rastrillo (269); y hacia la parte occidental, donde más se dilata ameno y llano el horizonte, permanecen restos de la fortaleza y torreones cuadrados y redondos preservados de la ruina a costa de remiendos.
Semejante aspecto arguye una larga e importante historia, y la tiene Ledesma anterior a su mismo nombre si es cierto, como parece, que fue conocida por los romanos con el de Bletisa, consignado en diversas lápidas que marcan la división de sus términos de los de Miróbriga y Salamanca (270). De la alteración de éste pudo formarse el actual, con el cual la hallamos ya mencionada por nuestros primeros cronistas entre las poblaciones devastadas por Alfonso I y luego entre las que restauró Ramiro II en las riberas del Tormes después del decisivo triunfo de Simancas (271). Durante aquel oscuro período la leyenda nos muestra allí al resplandor de su luz fantástica a un pueblo mozárabe reunido bajo el tolerante cetro de Alcama, celebrando sus misterios en la iglesia de San Juan al pie del castillo, y a Alí niño de doce años, hijo del príncipe sarraceno, atraído insensiblemente a la fe cristiana por los compañeros de sus juegos y al fin bautizado con el nombre de Nicolás. Describe el furor del padre, la firmeza del tierno catecúmeno, y el martirio que sufrió apedreado con los presbíteros Nicolás y Leonardo sus maestros; y saltando en seguida al siglo XII, refiere el hurto que de las preciosas reliquias hicieron dos prebendados de Salamanca y que no por piadoso dejó de castigar el cielo con la muerte de los raptores, y la restitución de ellas por el obispo Navarrón al religioso que las custodiaba en su particular iglesia. Lástima que una tradición tan interesante se halle envuelta en fábulas y anacronismos que pueden inducir a dudas acerca de la misma sustancia del hecho (272).
Ledesma no se repobló definitivamente hasta la segunda mitad del siglo XII por orden de Fernando II, y su erección al par de la Ciudad Rodrigo inspiró a Salamanca las envidias y las quejas que estallaron al fin en levantamiento y guerra contra el monarca. En su archivo guarda todavía el fuero que le otorgó su fundador (273), y al cual Armengol conde de Urgel arregló en 1171 el que dio a su lugar de Barrueco Pardo; conserva la merced que hizo a sus pobladores de tener vasallos y solariegos excusados, confirmada en 1258 por Alfonso X, y la promesa dada por éste en 1255 de no tomar en adelante empréstito de sus mercaderes, como él y su padre Fernando III lo habían verificado con infracción del citado fuero. El primer señorío particular que reconoció la villa fue el de don Pedro tercer hijo del rey sabio, a quien su padre señaló grandes estados en aquella frontera de Portugal y en la ribera del Coa con Alba, Montemayor y Salvatierra, y aun le ofreció el reino de Murcia para apartarle de la alianza del rebelde príncipe don Sancho. Vacilante entre los dos partidos y próximo a seguir al fin la voz del sentimiento filial a despecho del ascendiente de su hermano, sorprendióle la muerte en Ledesma a los veinte y dos años de edad, en 20 de octubre de 1283 (274), dejando a su viuda Margarita de Narbona, con quien sólo llevaba dos años de matrimonio, el cuidado de su hijo Sancho y de sus vastos heredamientos. El ambicioso conde don Lope Díaz de Haro ofreció su diestra a la joven tutora divorciándose de su consorte Juana de Molina, y Margarita engañada consentía; pero un acuerdo más prudente o la muerte del magnate a manos del rey en 1288 impidió estas segundas bodas.
No pudo el débil brazo de una dama defender del rey Dionís, que en 1296 entró por Castilla, las villas de Castel Rodrigo, Sabugal, Alfayates y demás de la orilla del Coa; cedidas no obstante por la paz inmediata a la monarquía portuguesa, recibió la viuda de don Pedro en indemnización las de Galisteo, Granada y Miranda en los confines de Extremadura. Al llegar a su mayor edad don Sancho, obtuvo en la corte de su primo Fernando IV el rango de infante, pero ligado en 1310 con su revoltoso tío don Juan había perdido la gracia del soberano, cuando murió de pocos más años que su padre, antes de cumplir los treinta, en la villa capital de sus dominios. El epitafio de su tumba en Santa María de Ledesma pone su fallecimiento en 1310, en 1314 a 10 de octubre el que tenía en el claustro de San Francisco de Salamanca (275), en 1312 las historias más puntuales aunque muy al principio del año, porque a 3 de junio del mismo su viuda doña Juana hacía en Valladolid una solemne cuanto humillante declaración. El niño llamado Pedro como su abuelo, el heredero a quien don Sancho al cerrar los ojos creía transmitir su sangre y su señorío, comenzó a inspirar dudas acerca de su genuino nacimiento, y el rey a quien importaba tanto pasó a Ledesma para aclararlas: negó al principio la madre, y aun se ofreció a coger un hierro candente a fin de purgarse de la acusación de falsedad; pero puesta en presencia de la augusta reina doña María de Molina conforme había pedido, se sintió vacilar, y fuese por temor de lo presente, fuese por remordimiento de lo pasado, confesó �que su supuesto hijo no lo era, y que la mala vida que le daba su marido y el miedo de que la matara y casase con otra le movieron a adoptar un recién nacido, fingiendo haberlo parido y criándolo como a tal (276). �Nada más se sabe del mentido fruto ni de la que lo mintió, sino que se apresuró el rey Fernando, y este fue uno de los postreros actos de su vida, a posesionarse según derecho de los estados de su primo.
Poco tardaron en desmembrarse otra vez de la corona y en formar el patrimonio de una nueva serie de infantes. Cuatro fueron los hijos de Alfonso XI y de su dama Leonor de Guzmán que sucesivamente poseyeron a Ledesma y Béjar con su territorio: de Sancho el mudo nacido en 1332 pasaron hacia 1338, por haber resultado imbécil (277), a Fernando que feneció en 1344 menor de diez años, aunque desposado ya con María Ponce de León hija del señor de Marchena; y por su muerte se transmitieron inmediatamente a Juan, que los obtenía al sobrevenir seis años después el temprano fin del padre. El violento rey don Pedro no despojó desde el principio a su hermano, sino que privándole del apoyo de la madre a quien prendió, le señaló por tutor a Diego Pérez arcediano de Toro, obligando a los de Ledesma a recibirlo mal su grado y absolviéndoles del homenaje prestado a doña Leonor. Pero muy pronto acabó por quitar los bienes y la vida al infortunado don Juan a fines de 1359: la vida, en la flor de sus diez y ocho años dentro del alcázar de Carmona donde le tenía encerrado juntamente con otro hermano Pedro; los bienes, por una cédula en que mandaba al concejo de Ledesma apartarse de la obediencia de su señor y que no dejó de suscitar honrosos y leales escrúpulos en los diputados (278). Hidalgo de la villa era sin embargo el mayor y postrer amigo del monarca fratricida, aquel Men Rodríguez de Sanabria que le acompañaba en Montiel al perecer castigado por un fratricidio; y entonces, subido al trono Enrique II, sucedió a sus tres malogrados hermanos en aquel señorío don Sancho conde de Alburquerque con más sosiego pero no con harto mayor longevidad, porque en 1374, al año de casado y cumplidos pocos más de los veinte, falleció en Burgos, herido por desgracia al apaciguar una reyerta de soldados. Su esposa doña Beatriz, hija del rey don Pedro de Portugal y de la desgraciada Inés de Castro, le siguió en breve al sepulcro muriendo en Ledesma a 5 de julio de 1381 (279), dejando huérfana a su única hija Leonor llamada la Rica hembra, que casada con don Fernando el de Antequera y elevada con él al solio Aragonés, le trajo en dote dichos heredamientos con otros dilatadísimos.
Perdiéronlos por sus incorregibles rebeliones los infantes de Aragón, y Ledesma fue dada por Juan II en 1429 a don Pedro de Zúñiga con título de condado. Subleváronse los vecinos y se apoderaron de la fortaleza, negando la entrada al bachiller enviado por el nuevo señor; y fue menester que acudiese allí el rey, e hiciese degollar a los regidores Vélez y Tamayo, jefes del movimiento, e instalase él mismo en sus funciones al bachiller y al maestresala del conde en la alcaidía del castillo (280). Con las mudanzas y vicisitudes de aquel reinado devolvióse poco después la villa a don Enrique el más inquieto de los infantes, indemnizando a Zúñiga con la ciudad de Plasencia; y al cabo de otro poco se le quitó nuevamente. Más duradera fue la concesión que de ella hizo Enrique IV en 1462 a su favorito don Beltrán de la Cueva, quien a pesar de lo borrascoso de los tiempos y de la ruina de su partido logró vincular en sus descendientes el título ducal de Alburquerque y el condal de Ledesma (281). Merced a su dueño obtuvo del rey la población en 1465 franquicia de tributos y pedidos reales y concejales, y se le abrió a la sombra de aquella casa una época de más sosiego y prosperidad que las anteriores. Habitábanla numerosos hidalgos, gobernábala un corregidor extendiendo su jurisdicción sobre ciento y sesenta lugares, y aun ahora la distribución de sus casas y el aspecto de sus calles la distinguen tanto del abandono de los pueblos decaídos como de la vulgaridad de los oscuros e improvisados.
A dicha época se refiere la fábrica actual de su iglesia mayor de Santa María, vasto y sólido edificio de imitación gótica situado en el fondo de la espaciosa plaza. No corresponde a su grandeza la mezquina portada lateral, guarnecida de bolas y flanqueada de agujas al estilo de la decadencia, porque a los pies del templo en el sitio ordinariamente destinado para la entrada principal se eleva una cuadrada torre con ventanas de medio punto y balaustrada, continuada o reconstruida después del siglo XVI sobre el primer cuerpo de la antigua, que por la peraltada ojiva abierta en su base y por su cornisa románica demuestra pertenecer al principio del XIII. La nave por dentro despejada y alta consta de dos anchas bóvedas ojivales de entrelazadas aristas hasta llegar al crucero, cuyos arcos torales estriban en acanalados pilares cilíndricos y cuyos brazos están cubiertos de artesonado: una grande y vistosa concha, de gótica reminiscencia, que despliega hacia abajo sus estrías, forma el cascarón de la capilla mayor, cobijando un altar del último siglo, regular en su arquitectura y en sus estatuas, que en el centro representan la asunción y coronación de la Virgen y a los lados los apóstoles san Pedro y san Pablo. En las ventanas orladas de sartas de perlas domina ya el semicírculo del renacimiento. El arco del coro, admirablemente plano y de extraordinaria longitud, lleva por antepecho una arquería calada y la fecha de su construcción (282).
Anteriores al presente edificio son algunos de sus sepulcros, y el más notable es el del infante don Sancho, cuya tendida efigie le retrata con barba, desnuda la cabeza, larga la túnica y espada en la mano, aunque la urna se rehízo en 1585 cuando desde el cuerpo de la iglesia se le trasladó a la capilla mayor al lado del evangelio donde ahora se encuentra (283). A la misma parte subsiste una capilla larga con bóveda de crucería, �dotada y fundada por el honrado caballero Gonzalo Rodríguez de Ledesma que finó el año de 1421 (284)�, rodeada toda de nichos apuntados, que ocupan tres bultos yacentes con el pelo cortado a cerquillo y ropaje talar si bien empuñando espada, indicando su alcurnia los perros echados a sus pies y los blasones esculpidos en la tumba. Las restantes esparcidas por la nave dentro de hornacinas de medio punto parecen coetáneas del nuevo templo, como se desprende de una donde figura un caballero velado por su paje que aguanta el casco y unos ángeles sosteniendo los escudos, la cual aunque maltratada y con el epitafio ilegible data a lo más de últimos del siglo XV, y como se sabe respecto de otra donde yace en actitud análoga Diego Hidalgo del Campo regidor de la villa en el XVI con su mujer y prima Lucia Rodríguez Hidalgo.
Contaba Ledesma otras cinco parroquias: San Pedro, Santiago, San Martín y San Miguel, sitas dentro de los muros y suprimidas en nuestros tiempos, no ofrecen sino techos de madera y desnuda y pobre estructura, y aun el ábside semicircular de la última cercado de canecillos tiene traza de renovado (285): la primera contiene un relieve gótico procedente de algún sepulcro y la memoria de dos santos pastores por cuya muerte tañeron milagrosamente sus campanas (286). En el arrabal del sur conserva sus feligreses Santa Elena antes ermita, mostrando caprichosos mascarones en las ménsulas de su ábside torneado y cuatro columnas bizantinas en su portal cuyo arco de plena cimbra parece reconstruido. Acaso en época lejana fue, también parroquia San Juan, la supuesta iglesia mozárabe, de la cual en el siglo pasado quedaban aún vestigios al poniente inmediatos al río; y allí cerca existía desde tiempo inmemorial la de San Nicolás reedificada en piedra, no se expresa en qué año, por doña Gontroya y legada por su testamento a la orden de San Juan, que en 1585 la cedió a los religiosos Franciscanos para fundar un convento con obligación de retener la advocación del niño mártir cuyas reliquias guardaba (287). Su culto muy decaído de cien años a esta parte ha acabado de extinguirse con la reciente demolición del convento, frente a cuyas ruinas permanece otro de monjas Benitas con la iglesia mitad antigua y mitad restaurada.
Ríos más o menos caudalosos circunscriben el antiguo territorio o señorío de Ledesma. El Tormes, continuando su ruta al nordoeste hasta desaguar en el Duero ocho leguas más adelante, traza su límite respecto de la provincia de Zamora; el Duero al oeste lo separa hondamente de Portugal, bañando los términos de Villarino y de Pereña, mugiendo estrechado y temeroso entre los riscos de Aldeadávila de la Ribera donde se asienta el abandonado convento franciscano erigido en honor de Santa Marina (288), precipitándose con espumoso salto junto a Mieza y deslizándose por bajo de Vilvestre y de Saucelle; deslíndanlo de la diócesis de Ciudad Rodrigo al mediodía el Yeltes y el Huebra su tributario, y al este lo divide del distrito de la capital el arroyo de Valmuza, menos célebre por su nombre arábigo que por el duro escarmiento que dio en sus campos Fernando II a salamanquinos y avileses. Vive todavía en el país aunque no siempre genuina la memoria de sus antiguos dueños, y en el Cubo de don Sancho se designa el que sirvió al infante de fuerte asilo según unos y de encierro según otros; el lugar de Monleras pretende haberle proporcionado residencia y deberle la fundación de su parroquia; y pueblos humildes, sentados a la vera de algún regato o perdidos entre encinares y robledos, llevan nombres tan históricos o tradicionales como Garci Rey, Zarza de don Beltrán, Guad-Ramiro y Val de Rodrigo. No todos sin embargo los que formaban el estado de Ledesma la reconocen ahora como cabeza de partido; muchos dependen de Vitigudino sometida antes a aquella, villa sin anales y sin monumentos, cuya parroquia ardió sitiada en la última guerra civil, y a cuya jurisdicción se han agregado importantes poblaciones fronterizas de la ribera del Duero y del Agueda, la Hinojosa, Fregeneda, Sobradillo, Lumbrales y San Felices de los Gallegos. Pero estas pertenecen ya a otro cielo, gravitan hacia distinto centro, que es su capital eclesiástica, término de nuestra siguiente jornada al través de no menos silvestres campiñas.